27

Los días sin Lucilla son extraños.

Empiezo a quedarme en el despacho hasta tarde, en parte por mi innata entrega al trabajo, en parte para evitar posibles problemas con Grance, que está deseando que organice otra para despedirme sin el menor escrúpulo.

Ceno casi siempre en casa de mis padres, porque mi piso me resulta ahora demasiado grande y vacío.

Retomo a pleno ritmo la producción de pasta de sal, pero sin el mismo entusiasmo. Recibo la primera reclamación oficial de mi carrera. Una tía de mi colega Paola, que me había encargado ciento cincuenta muñecas vestidas de primera comunión para las bomboneras de su hija, se queja porque las muñequitas tienen los ojos demasiado tristes. Sigue una discusión desagradable en la que me cuesta convencerla de que no puede exigirme daños y perjuicios, dado que he trabajado gratis.

Mis ritmos ya no son los de antes. Si me acuesto pronto no logro conciliar el sueño y no dejo de dar vueltas en la cama. Ni siquiera puedo escuchar a los Abba, porque me despiertan demasiados recuerdos.

Empiezo a salir sola por la noche.

Algunas veces voy a ver una película a la sesión de las ocho. Otras paseo un poco y me como un helado. Observo a las personas que, alrededor, caminan, hablan por el móvil, entran y salen de los locales, bien protegida por la grasa y por los vestidos amplios que me hacen invisible en medio de la abigarrada multitud.

Con frecuencia acabo delante de la pizzería de Marco.

Lo miro a través de los ventanales desde una zona mal iluminada, al otro lado de la calle, procurando no llamar la atención.

La primera vez que fui allí hacía una semana que Lucilla se había marchado. Marco estaba pálido, pero no había adelgazado. Al contrario, parecía haber añadido un par de kilos más a su barriga, señal de que él también es uno que se consuela con la comida. Escuchaba en silencio la bronca de una señora de pelo corvino que gesticulaba haciendo tintinear decenas de joyas pesadas, señalaba su reloj de muñeca y, por fin, se levantaba y se marchaba sin haber pagado siquiera la botella de agua con gas.

Luché contra la tentación de cruzar la calle a toda prisa, entrar y besarlo con ímpetu, y al final no hice nada. Solo mirarlo un poco más.

Pasa casi un mes antes de que me decida a acercarme a él.

Antes de salir cambio tres o cuatro veces el maquillaje y la ropa, y ensayo delante del espejo lo que debo decirle.

Jadeando y con palpitaciones, me quedo plantada durante más de una hora, esperando a que cierre el local. Solo noto a la chica rubia cuando sale el último cliente. Es la maquilladora de Cocinero por error y lo está esperando fuera del restaurante a bordo de su Smart. Marco sonríe al verla, luego sube al coche, le da un beso en la mejilla y juntos desaparecen en la noche.

Nada más llegar a casa me tiro a la cama, vestida y maquillada, y me duermo profundamente, pero sin soñar.

A las seis y media de la mañana me despierta el timbre del teléfono.

Asustada, alzo el auricular y oigo una queja inarticulada al otro lado de la línea. Me incorporo pensando enseguida en lo peor.

—¿Lucilla?

No hay respuesta, solo oigo un jadeo afligido.

—Lucilla, Dios mío, ¿qué pasa?

—Pero qué Lucilla ni qué ocho cuartos, soy Lina. Y no grites, que me estalla la cabeza. Estoy fatal.

Exhalando un suspiro me paso una mano por la frente.

—Gracias a Dios.

—¿Cómo que gracias a Dios? ¿Te alegras de que no me pueda levantar de la cama?

—No, perdona, creí que le había pasado algo malo a mi hermana.

—¿Desde cuándo tienes una hermana?

—Es una larga historia. Te la contaré cuando te recuperes.

—El médico ha dicho que es mononucleosis —me explica Alessia a la vez que mete sus cosas en una caja—. Un amigo mío estuvo un mes en casa por lo mismo.

—Lo siento mucho.

—Pobre Lina, por una vez que había logrado irse de vacaciones con su notario. Le habría convenido seguir por teléfono. Era más sano —comenta Paola sin alzar los ojos del teclado del ordenador.

—Me quedaría unos días más para echaros una mano, pero mañana por la mañana tengo que presentarme en el nuevo trabajo —me dice Alessia cerrando la caja con dos vueltas de celo. Se nota que le pesa dejarnos en el peor momento.

—No te preocupes —replico, dirigiéndole una sonrisa de aliento. Me alegro mucho por ella. Unos compañeros de la universidad le propusieron que se asociase con ellos para relanzar una vieja librería del centro que corría el riesgo de cerrar. Ella aceptó entusiasmada y presentó su dimisión la semana pasada.

Grance no hizo un drama. Como era de esperar, para sustituirla no tiene ninguna intención de cargarse con otra contratación regular, así que se ha informado enseguida sobre la posibilidad de reclutar una nueva asistente entre las estudiantes del último curso de un instituto técnico.

De manera que, por el momento, el personal cuenta con una persona menos y Lina estará de baja por enfermedad un periodo indefinido.

La idea de tener que trabajar por partida doble justo ahora, en el periodo de las declaraciones, no me hace dar, desde luego, saltos de alegría. Por otro lado, quizás esta carga suplementaria llega en el momento adecuado; si tengo la mente ocupada tendré menos tiempo para deprimirme rumiando mis desgracias.

Sin contar con que, por fin, tendré la oportunidad de demostrar a Grance que la competencia y la inteligencia, en un contexto como el nuestro, son más de agradecer que una talla cuarenta y dos, y que me las puedo arreglar mejor en el Front Office de lo que se cree.

De esta forma, imaginando que estoy en una película en la que la actriz principal tiene un accidente y su sustituta resulta ser mucho mejor que ella, inicio mi nuevo trabajo con todo el entusiasmo del que soy capaz.

Tal y como preveía, el tiempo vuela estando en contacto con el público. La mañana pasa en un pispás. Paola y yo alcanzamos enseguida un buen nivel de entendimiento y coordinación y logramos hacer frente a las peticiones de todos los clientes acalorados, polémicos, nerviosos o sollozantes que se acercan a nosotras. Grance asoma de cuando en cuando la cabeza y dice «Bien, bien» dirigiéndose solo a Paola, claro está, porque a mí nunca me dará la satisfacción de oírle decir que he hecho un buen trabajo. Con todo, dado que lo conozco desde hace muchos años, puedo leer en su cara lo contento que está.

A eso de mediodía Paola debe marcharse, porque tiene el examen de final de curso de shiatsu. Las empleadas en prácticas se sumergieron hace varias horas en el archivo para recuperar, entre papeles polvorientos y telas de araña, unos misteriosos documentos de los años ochenta y aún no han vuelto. Grance y la secretaria están encerrados en el despacho, de manera que tengo que finalizar sola el turno matutino.

Después de pasar varios meses en el trastero me produce cierto efecto disponer de un espacio tan grande solo para mí. Miro alrededor y dejo volar la fantasía pensando en la manera en que me gustaría modificar y modernizar este despacho si fuese mío. Una mano de pintura a las paredes enmohecidas, para empezar, un par de bonitas litografías y unos cuantos objetos de diseño. Intento apoyar los pies en el escritorio diciéndome que no sería una mala jefa. Trabajadora diligente, solucionadora rápida de problemas, coordinadora severa pero justa, igual que mi padre en los viejos tiempos. Tras arrinconar los tormentos sentimentales inconcluyentes, la vena artística mediocre y las vagas ambiciones humanitarias, podría dedicarme en cuerpo y alma a la carrera. Aún estoy a tiempo de convertirme en una mujer directiva elegante, dinámica y, sobre todo, hecha un palillo, porque entre un congreso y un informe no me quedarán ni dos minutos para comerme un sándwich. No solo poseeré el último modelo de Blackberry sino que, además, aprenderé a usarlo. Mi boca maquillada con pintalabios Chanel pronunciará frases como: «Siempre tengo prisa» o «Mi jornada debería tener treinta y seis horas». O: «Yo vivo con la performance», que, a decir verdad, nunca he comprendido qué quiere decir, aunque creo que lo que cuenta es afirmarlo de manera convincente.

Podría empezar desde aquí. Ha llegado el momento de demostrar a todos lo que valgo.

Una voz masculina interrumpe mis fantasías.

—Hola, Antonia.

Apenas me da tiempo a bajar los pies del escritorio.

—Tenía una cita con tu jefe para hablar de un convenio —me dice Gianfranco, acercándose a mí resuelto y sonriendo con una sola parte de la boca. La sorpresa me impide incluso saludarlo—. Pero luego hablé con él por teléfono y me dijo que tenía un compromiso urgente y que podía hablar contigo —prosigue a la vez que se sienta en el sillón que hay delante del escritorio sin aguardar a que lo invite a hacerlo. Me lanza una mirada maliciosa que no me gusta nada—. Por lo que veo te has convertido en su mano derecha.

No espera la respuesta, vuelve a adoptar enseguida el tono profesional al mismo tiempo que saca folletos de su maleta de piel y empieza a enumerarme las soluciones interesantes que su empresa ofrece a empresas como la nuestra.

Hago un esfuerzo para escucharlo sin que me distraiga el recuerdo de nuestro pasado.

—¿No me ofreces siquiera un café? —me pregunta al cabo de cinco minutos.

Me levanto y durante un segundo siento la tentación de llamar a la puerta del despacho de Grance para implorarle que participe en este encuentro, que me está inquietando de forma extraña.

Gianfranco me felicita por la calidad excelente del café (como si lo hubiera hecho yo) y pasa a ilustrarme la fórmula «todo incluido durante dos años». Cuando acabo de recuperar la concentración que requiere escuchar en serio su oferta cambia de tema de improviso.

—Mi novia me ha dejado.

—Lo siento.

Pongo una cara triste de circunstancias, pero exulto en mi interior. Puede que el elemento decisivo hayan sido los mocasines marrones. Al final, los espantosos zapatos de cuero falso están resultando ser un magnífico negocio.

—Así que estoy de nuevo soltero. Si he de ser franco me da lo mismo. Era una mujer de poco fiar, le gustaba tener secretos, ya sabes a lo que me refiero.

Gianfranco se levanta, y yo me retraigo contra el respaldo.

—¿Y tú? ¿Sigues sola?

No estoy sola. Tengo una hermana increíble, dos amigas originales, por no decir chifladas, un ex novio lunático y dos padres que, a su manera, me adoran. Sin contar el centenar de muñequitos de pasta de sal desperdigados por el mundo que deben su existencia exclusivamente a mí.

Doy un empujón a la silla, cuyas ruedas retroceden haciéndola chocar contra la pared.

Gianfranco supera con desenvoltura la línea invisible que traza la hilera de escritorios, se acerca y yo, presa del pánico, abandono la silla y me arrastro a lo largo de la pared hasta llegar a la estantería de las declaraciones del IVA.

—He pensado a menudo en ti en estos años.

—Yo también, alguna que otra vez —respondo con una sonrisa cortés y la voz trémula.

—Eras especial, ¿sabes?

—Gracias.

Gianfranco se aproxima cada vez más. Puede que Ste tenga razón: después de pasarte varios años soltera los hombres llegan todos al mismo tiempo. Claro que en mi caso no hay ninguno del que enorgullecerse: un psicópata, un actor fracasado, el novio de mi hermana. Si es una cuestión de karma en mi vida precedente debo de haber cometido muchas maldades, como inventar las tapas de salvado o el sujetador sin tirantes.

Gianfranco no cede, y yo tengo ya la espalda pegada a la pared.

—Hacer el amor contigo era una experiencia única. Eras tan... tan...

Busca la palabra adecuada. Apuesto a que recurrirá a un adjetivo como «dulce», «mantecosa» u otras metáforas gastronómicas, porque, al igual que muchos hombres, cree que el mayor cumplido para una joven regordeta es que la comparen con un pandoro.

Gianfranco piensa en ello un poco más y al final se pronuncia con la nariz a un milímetro de la mía.

—Eras tan... grata.

Haciendo gala de un sentido extraordinario de la oportunidad, Grance sale de su despacho bostezando y atusándose el pelo ralo en el preciso instante en que golpeo la cabeza de Gianfranco con la carpeta de las declaraciones del dos mil cinco.

La confusión que sigue a continuación es digna de pasar a la Historia. A cambio de no denunciar al despacho por lesiones personales Grance se compromete a seguir gratis la contabilidad de la empresa de Gianfranco.

Después me llama a su despacho y mientras la secretaria se pinta las uñas me dice que he superado todos los límites y que este episodio es la enésima confirmación de lo que él lleva repitiendo hace tiempo: soy un problema para la imagen del despacho.

Intento explicarle que no tengo nada que ver, que el mío ha sido un gesto necesario de legítima defensa, y que Gianfranco está loco.

—Lo conozco muy bien, fuimos novios una temporada —añado.

—¿Novios? ¿En qué sentido? —Después se rasca la cabeza, arquea una ceja y suelta una risita solitaria—. ¿Se acostaba contigo? Eso sí que es tener valor —añade con una maldad completamente gratuita—. Por lo visto sí que está loco de verdad.

—Menudo gilipollas —murmuro.

Increíble, lo he dicho.

En mi mente se eleva un fragor de aplausos.

Grance palidece con la esperanza de no haber oído bien.

—¿Qué?

Se lo repito, se lo deletreo incluso. Sacando a saber cómo un valor digno de una leonesa, con voz comedida y firme le cuento todo sobre su apodo, sobre lo mucho que detesto sus tics y sobre las espantosas manchas de su camisa.

Grance enrojece y se pone de pie, abre la boca como si fuera a decir algo, a continuación palidece y se vuelve a sentar. Luego se levanta de nuevo y repite la secuencia. Parece un soldadito mecánico roto.

La secretaria, que hasta ahora ha permanecido con la cabeza inclinada mientras se soplaba las uñas, lo mira y se echa a reír. Suelta una bonita carcajada, como no le había visto hacer en varios años.

Grance la mira con auténtico odio.

—Puta.

Ella lo mira de arriba abajo, se vuelve a poner seria durante unos segundos, lo escruta con estupor y una pizca de conmiseración y, después de soltar otra risotada, sacude la cabeza. Sus ojos tienen una luz nueva, como si lo viese bien por primera vez y se diese cuenta de repente de todo el tiempo que ha malgastado.

La magia funciona. El hechizo se ha roto, la princesa está libre.

—Que te den por culo —dice la princesa, levantándose y metiendo en el bolso un par de bolígrafos y los gemelitos de pasta de sal.

Acto seguido se dirige hacia la puerta recuperando durante unos instantes el paso firme que tenía cuando acababa de ser contratada y estaba llena de bonitas esperanzas. Se vuelve y me dice:

—¿Vamos?

Asiento con la cabeza. Antes de salir, sin embargo, comunico a Grance que le mandaré mi dimisión por correo y que, además, no me importa perder el preaviso.

Nos despedimos de las colegas en prácticas que, cubiertas de polvo, acaban de entrar en el despacho sin dejar de toser. Luego, quizá por última vez para las dos, cruzamos el umbral de la entrada.

Avanzamos un tramo de acera sin hablar hasta que ella abre su C3.

—¿Necesitas que te lleve a algún sitio? —me pregunta serena.

—No, daré un paseo. Lo necesito.

La secretaria me regala una bonita sonrisa, que la rejuvenece diez años. Me besa en las mejillas y hace un gesto con el pulgar hacia arriba. Le deseo mucha suerte en su vida y me despido de ella agitando la mano mientras la veo alejarse como un rayo en el tráfico.