9. EL FLUIR DE LA HISTORIA

Crear el tipo de Yo trascendente que aparece descrito en el capítulo anterior no es tarea fácil. Mientras los individuos deban trabajar solos para desarrollar ese tipo de Yo, sólo habrá unos pocos que cuenten con la perseverancia —o la buena fortuna— de vivir una vida que refleje fluidez. Pero unos cuantos trascendedores aislados no pueden tirar de toda la humanidad en la dirección de la complejidad. Para que la mayoría de las personas desempeñe un papel activo en la evolución, las instituciones sociales también deben apoyar la fluidez y conservar el orden mental. Por ello, el tema de los dos últimos capítulos de este libro es cómo crear complejidad en el tejido social.

Si miramos más de cerca lo que simplifica que la complejidad evolucione, no tardamos en ver que el proceso tiene lugar no tanto en personas individuales como en el contexto de la información que las envuelve: en la cultura en la que existen. Una persona sólo es un vehículo de esta información. Usted o Yo podemos invertir energía psíquica en los valores e ideas disponibles más prometedores. De este modo nuestros Yoes se tornarán más complejos, y cumpliremos con la parte que nos corresponde al anticipar un futuro más armonioso. Pero, lo que evoluciona no es el Yo atrapado en nuestro cuerpo físico, que se disolverá tras la muerte. Más bien lo que sobrevivirá y crecerá es la pauta de información a la que habremos dado forma a través de nuestra existencia: los actos de amor, las creencias, el conocimiento, las habilidades, las percepciones que hayamos tenido y que habrán afectado el curso de los acontecimientos a nuestro alrededor. Por muy inteligente, lista o altruista que pueda ser una persona, la única manera en que contribuirá a la evolución es dejando restos de complejidad en la cultura, sirviendo como ejemplo para otras, cambiando costumbres, creencias o conocimientos de tal manera que puedan transmitirse a generaciones futuras. Contribuimos a la evolución a través de los memes transmitidos por sistemas sociales.

Los sistemas sociales y culturales también son organismos en el sentido amplio del término y, al igual que otros, pueden ser más o menos complejos dependiendo de lo diferenciados e integrados que sean. Por ejemplo, una unidad del ejército no es muy diferenciada: los individuos son más o menos intercambiables en todos los niveles de la jerarquía. Si eres soldado raso, tu identidad puede interesarte a ti y a tus compañeros, pero en lo tocante al ejército no eres más que un número. Por otra parte, un ejército bien llevado tiende a estar muy integrado: cada unidad de combate está rodeada de líneas de suministro, así como de servicios médicos y redes de comunicación que funcionan bien. Pase lo que pase con una unidad, tiene consecuencias inmediatas para todas las demás, produciendo una respuesta adaptativa en ellas. Una universidad normal y corriente está en muchos sentidos en el extremo opuesto: cada miembro de la facultad opera en un admirable aislamiento respecto a sus semejantes; el énfasis recae en los logros originales y la individualidad, compartiendo escasa información o asistencia mutua. De hecho es bastante raro hallar instituciones sociales que maximicen la complejidad diferenciada e integrada de manera simultánea, y cuando lo hacen, suele ser únicamente durante poco tiempo, tras lo cual vuelven a tomarse demasiado rígidas o demasiado desestructuradas.

Como nos pasamos la vida formando parte de una u otra institución social, y como estamos totalmente modelados por los papeles que desempeñamos en estos sistemas, es esencial considerar la manera como familias, escuelas, oficinas, fábricas y gobiernos pueden hacerse más complejos. No podemos urgir a nuestros hijos a que disfruten de la vida si no les proporcionamos las habilidades adecuadas y les obligamos a crecer en comunidades que facilitan escasas oportunidades de pasar a la acción. Es difícil ser buena persona viviendo en una mala sociedad. Sin cambiar el entono no podemos influir en el curso del futuro. Pero antes de pasar a estudiar qué es lo que hace que una sociedad sea compleja, deberíamos considerar de qué manera contribuye la fluidez a la evolución de memes, incluyendo tanto los avances tecnológicos como las creencias e instituciones cambiantes.

Fluir y la evolución de la tecnología

Hará medio siglo que el historiador holandés Johann Huizinga propuso la provocadora tesis de que las instituciones sociales —incluso las más temibles, como ciencia, religión o el ejército— empiezan más o menos como juegos, y que sólo más tarde se vuelven serias e incluso mortíferas. La ciencia empezó como una serie de intentos de resolver acertijos, la religión como gozosas celebraciones colectivas, las instituciones militares como combates ceremoniales, los sistemas económicos como festivos intercambios recíprocos. Originalmente —considera Huizinga— la gente se reunía para pasarlo bien, y sólo más tarde desarrollaron reglas para que el juego fuese más duradero e interesante. Finalmente las reglas se convirtieron en obligaciones y la gente se vio obligada a obedecerlas. Por ejemplo, el comportamiento envarado que tiene lugar en los juzgados tiene su origen en enfrentamientos públicos entre dos oponentes que se desafiaban (se juzgaban) mediante diversos desafíos, esperando convencer a la audiencia de la justicia de su causa. Los primeros juicios fueron actuaciones más o menos espontáneas juzgadas por su valor como diversión a cargo de toda la comunidad. Con el paso del tiempo, los diversos aspectos de este juego improvisado se fueron codificando; jueces y abogados pasaron a convertirse en papeles a tiempo completo, y leyes escritas configuraron las reglas que debían utilizar ambas partes. Por ello —afirma Huizinga— el juicio moderno es el descendiente codificado de espectáculos festivos. Y de manera más general, las prácticas que sobreviven y tienden a ser institucionalizadas son aquellas que también proporcionan disfrute a los participantes.

De hecho, la fluidez parece haber sido un potente motor de la historia. Existen tres maneras sobre todo en las que el progreso tecnológico es influido por el disfrute. En primer lugar, a inventores y "manitas" les encanta lo que hacen y trabajan en sus ideas incluso cuando parece que sus opciones de éxito son más bien escasas. En segundo lugar, muchos inventos tuvieron éxito porque, como el coche o el ordenador personal, abrieron toda una nueva variedad de experiencias disfrutables. Finalmente, la tecnología avanza por una tercera razón: porque libera tiempo que antes se invertía en labores pesadas y promete mejorar indirectamente la calidad de la experiencias, como ocurre con muchos electrodomésticos, que se supone que nos permiten hacer otra cosa con la que disfrutamos más.

La mayoría de las ideas o comportamientos novedosos son generados por personas que intentan cosas nuevas porque las viejas rutinas les aburren, o porque les confunde el caos. Nos hemos acostumbrado a creer que los científicos descubren c inventan artilugios porque les motivan las consideraciones económicas. Eso sólo es parcialmente cierto; la otra cara de la moneda es que los inventos y descubrimientos nunca tendrían lugar si la inventiva no proporcionase disfrute a quienes están inmersos en ese proceso. Los hermanos Wright esperaban que su máquina voladora acabase siendo útil y les proporcionase mucho dinero, pero lo que hizo que trabajasen día y noche en su disparatado proyecto, a pesar de fracasos y frustraciones continuas, fue el desafío de un objetivo fascinante.

El automóvil, que ha cambiado nuestra manera de vivir en este siglo tal vez más que cualquier otro invento individual, y que parece ser una máquina tan útil, empezó siendo un juguete, algo que proporcionaba fluidez. El interés por los automóviles no apareció porque fuesen útiles, sino porque en cuanto se construyeron los primeros, las hazañas y carreras en las que participaban conquistaron la imaginación de las personas. Los primeros conductores eran caballeros y mecánicos que llevaban a sus aparatos a cruzar continentes enteros por caminos de cairos y campos polvorientos. Un reciente folleto propagandístico de Alfa Romeo empieza diciendo: «En 1910 se creó una empresa de coches destinada a sobresalir por encima de todas las demás. Una empresa creada sobre la sencilla filosofía de que un coche no debería ser únicamente un medio de transporte, sino una fuente de alegría». La última frase probablemente es cierta, pero afirmar que ésa fue la única filosofía de Alfa Romeo, no lo es. En los principios del motor de combustión interna, todos los fabricantes de coches eran muy conscientes de que vendían alegría.

La rápida difusión de los ordenadores personales en las últimas décadas también le debe mucho al disfrute que proporcionan. Son varios los escritores que han comentado lo absortos y fascinados que estaban con su proyecto los ingenieros y programadores que desarrollaron las primeras ge— aeraciones de ordenadores. Se han creado mitologías sobre los fascinantes laboratorios de Boston donde la gente trabajaba todo el día, hechizados por las pantallas parpadeantes de sus productos experimentales, sobre el garaje donde Hewlett y Packard perfeccionaron sus cálculos, a cuenta del otro garaje donde Jobs y Wozniak montaron los primeros ordenadores Apple. Y lo que fue cierto para los creadores del ordenador también lo fue para los consumidores: al principio la gran demanda de estos aparatos fue alimentada no por las hojas de cálculo ni los procesadores de texto, sino más bien por juegos y las intrigantes opciones que ofrecían estos complejos instrumentos. Incluso ahora, es probable que la popularidad de los ordenadores le deba más a las nuevas oportunidades de acción que ofrecen al usuario —como autoedición, interfaces multimedia, telecomunicaciones—, que son como desafíos divertidos en lugar de soluciones prácticas a problemas corrientes.

Pero sería un error afirmar que la practicidad carece de impacto en la evolución de la tecnología. Pero también sería tener poca visión de futuro ignorar hasta qué punto el deseo de disfrute contribuye a aquélla. Hace dos mil años, cuando se puso en funcionamiento por primera vez el molino de agua para moler cereales en Asia menor, un poeta griego escribió: «Reservad vuestras manos, que tan familiares le resultan a la piedra de molino, doncellas que solíais moler el grano. A partir de ahora dormiréis más, ajenas al cacareo de los gallos que anuncian el amanecer». Estas líneas resumen muy bien la tercera razón por la que adoptamos tecnología; ahorra energía física y libera energía psíquica para que hagamos con ellas lo que queramos: dormir más o hacer algo todavía más placentero.

Se ha calculado que cada uno de nosotros, en los Estados Unidos, utiliza cuatrocientos aparatos electrónicos en el transcurso de la vida. Podría pensarse que con todos esos servomecanismos realizando nuestro trabajo, saltaríamos de alegría. Pero parece que no es así. Tal y como hemos visto a lo largo del Capítulo 5, los memes que hemos aceptado porque esperábamos que resultasen útiles, pueden convertirse en parásitos con extrema facilidad. Stefan Linder, el economista y estadista sueco, ha afirmado de manera muy convincente que después de acumular cierto número de ellos, los aparatos ahorran menos tiempo del que hace falta para repararlos, mantenerlos y guardarlos. Aunque es cierto que es más fácil picar cebollas con un cuchillo de cocina afilado que con una concha de mar, un hueso o los propios dientes, ¿es un cuchillo de cocina eléctrico una verdadera ventaja?

Nadie en sus casillas querría regresar a un pasado en el que la desaparición del sol señalaba el fin de toda actividad, cuando los océanos representaban una barrera infranqueable y cuando no teníamos ni idea acerca de la existencia de virus y bacterias. Por otra parte, aceptar todo nuevo descubrimiento como beneficioso resulta peligroso. Cuando la tecnología aumenta la complejidad de la experiencia, entonces tiene sentido justificarla; cuando aumenta el conflicto y la confusión, entonces vale la pena resistirse a ella. Si recordamos que los memes se multiplican por sí solos y que si no se les para los pies se apoderan de nuestra energía psíquica en su loca carrera por replicarse, podemos correr menos riesgo de acabar siendo sirvientes de los objetos que creamos.

En la actualidad esperamos que las agencias de salud pública vacunen a nuestros hijos contra peligrosos virus y bacterias como la polio y la viruela. Tal vez, cuando hayamos comprendido con claridad que la tecnología puede engendrar memes que resultan tan debilitadores para la mente como el sarampión para el cuerpo, entonces puede que acabemos descubriendo una vacuna que nos proteja de ellos. Igual que los parches que ayudan a los fumadores a dejar de fumar, tal vez deberíamos desarrollar un parche que hiciera que la gente sintiese náuseas al mirar demasiado la televisión, o cuando están a punto de creerse alguna afirmación política extrema. Pero lo cierto es que a la larga no existe más protección contra la sobrecarga informativa que el propio control de la persona sobre la energía psíquica. Los memes mutan con más facilidad que los genes: en cuanto aprendemos a protegernos de una cepa dañina, hay otro que ocupa su lugar. Así que no podemos confiar en soluciones antiguas para protegernos. Es necesario asegurarnos, antes de aceptar un nuevo meme, de que sus promesas de hacer que la vida resulte más agradable no sea tan sólo una ilusión.

Por ejemplo, en las pasadas décadas hay millones de personas que han metido en sus casas aparatos de ejercicios que cuestan cientos de dólares con la esperanza de mantenerse sanos y en forma, a la vez que se lo pasan igual de bien que los modelos que aparecen en los anuncios. Aunque no he podido encontrar ninguna estadística acerca de cuán a menudo acaban utilizándose esos aparatos, la mayoría de las personas admite que abandonan sus programas de ejercicios al cabo de unos pocos días. Y eso que los aparatos son piezas benignas de tecnología; sólo requieren dinero y espacio, pero como son fáciles de olvidar, no hacen más demandas a la consciencia. Los memes realmente peligrosos son los seductores que no hacen más que absorber energía psíquica un día tras otro, prometiendo siempre fluidez pero rara vez proporcionándola.

Fluidez y cambio histórico

No sólo son las cosas materiales las que evolucionan al producir fluidez. Costumbres, sistemas de creencias e instituciones religiosas y políticas suelen iniciar su andadura porque hacen posible el disfrute. Cuando demuestran reducir la ansiedad y aumentar el deleite de la vida, lo más probable es que acaben siendo adoptados por grupos más amplios de personas. Por ejemplo, el sinólogo Robert Eno ha descrito no hace mucho cómo empezó el confucianismo y cómo se difundió por China. Su controvertida tesis podría parecer demasiado esotérica para quienes duden de que la historia antigua pueda enseñarnos gran cosa, pero vale la pena tenerla en consideración porque sus principales características se han repetido una y otra vez en lugares y épocas muy diferentes.

En tiempos de Confucio, China sufría uno de los prolongados períodos de conflicto de su larga historia. Antes, durante la dinastía Chou del oeste (siglos xii-vm a.C.), China conoció una época de paz y prosperidad relativas. Durante esa edad de oro los chinos llegaron a creer que eran un pueblo elegido, gobernado por un emperador divino. Por desgracia, parte de esa creencia sostenía que cuando no existía un sucesor legítimo que pudiera acceder al trono, el Cielo revelaría sus deseos sobre quién debía ser el emperador concediéndole la victoria en la batalla. Hacia finales del gobierno Chou del oeste, la línea sucesoria era bastante confusa. Esto animó a que todos los aspirantes al trono luchasen contra sus competidores, a fin de determinar quién estaba destinado a ser la elección del Cielo. Hacia 551 a.C., cuando nació Confucio, las disensiones internas había fragmentado la nación en feudos que guerreaban constantemente entre sí. Pobreza, anarquía y miseria generalizada eran el pan de cada día.

En medio de toda esta agitación, en el estado de Lu empezaron a reunirse bandas de jóvenes, en un intento de crear para sí mismos un espacio un poco ordenado entre todo aquel caos. Lo consiguieron desarrollando una disciplina para sus cuerpos y mentes mediante canciones y bailes ejecutados siguiendo estrictos rituales. Su programa guarda muchas similitudes con nuestras obsesiones actuales por el aeróbic, las artes marciales, el jogging y otros sistemas de concentrar la atención en una actividad que produzca fluidez. Así es, por ejemplo, como Tseng Tien, uno de los discípulos favoritos de Confucio, respondió cuando le preguntaron qué es lo que más le gustaría hacer:

A finales de primavera, después de que se ha guardado la ropa de primavera, saldría con cinco veces seis jóvenes seleccionados y seis veces siete chicos. Nos bañaríamos en el río Yi y haríamos frente al viento en el escenario de la danza de las lluvias. Luego, regresaríamos cantando.

Está claro que estos hombres habían desarrollado una exitosa actividad de fluidez que les permitía ignorar el caos de su sociedad, a la vez que les posibilitaba disfrutar de habilidades complejas basadas en el control del cuerpo y de las emociones. Si éste fuese el final de la historia dispondríamos del ejemplo de una fórmula muy clara para escapar. Pero cuando Confucio se unió a esas bandas errantes de jóvenes danzarines, vio la posibilidad de generalizar su experiencia convirtiéndola en algo mucho más serio. Acabó descubriendo en ello implicaciones cósmicas. Concibió que //, las intrincadas reglas de los bailes rituales, era una de las manifestaciones del orden divino que mantenía a los astros en sus órbitas, lo que hacía crecer los cultivos y mantenía el orden en el Estado. Por lo tanto, quienes adquirían las habilidades rituales ayudaban a mantener el orden del universo y dichas habilidades cesaron de representar meras ocasiones para llevar a cabo experiencias personales de disfrute, pasando a convertirse en deberes que había que ejecutar para que la sociedad fuese próspera. La visión de Confucio fue tan convincente

que se convirtió en líder reconocido del grupo.

Poco a poco, el comportamiento armonioso y las intensas convicciones de Confucio y sus compañeros atrajeron la atención de los soberanos de China. Entre la confusión general reinante en la época, resulta que había un grupo de personas que parecían estar en contacto con el orden esencial subyacente a las apariencias y cuyos cuerpos comunicaban una sensación de control. Varios caudillos empezaron a contar con los servicios de los confucianos como consejeros de corte. El historiador Frederick Mote escribe: «Se difundió la idea de que los estudiantes [de Confucio] tenían una calidad por encima de la media de los que buscaban trabajo, y esto les convirtió en eminentemente empleables... Sus estudiantes avanzaron rápidamente en las áreas de gobierno. Al cabo de pocas generaciones, esta extensa escuela ya dominaba el mercado: contaban con el talento y obtuvieron los puestos».

A estos estudiantes se les pidió que redactasen leyes justas, y para ello se les dio la oportunidad de aplicar el li de sus primeros y agradables bailes para regir a comunidades más amplias. De los veintidós discípulos originales de Confucio, uno de ellos era un señor feudal, y otros nueve eran funcionarios de cierta importancia. Por una u otra razón, los caudillos preferían rodearse de funcionarios confucianos formales y éticos, ya que sus rivales solían acabar muertos a manos de sus propios servidores infieles.

El resto, como suele decirse, es historia. El confucianismo se convirtió en el principio rector de la vida pública y privada en China y en culturas vecinas como Corea, y durante muchos siglos ha ejercicio una fuerte influencia en gran parte de Asia. Al mismo tiempo, como suele ocurrir, el meme que Confucio ayudó a crear fue infiltrado por parásitos miméti— cos, que explotaron la necesidad de ley y orden en beneficio propio. El respeto por la tradición se convirtió en una conveniente herramienta para quienes detentaban el poder, que así podían justificar su encumbrada posición haciendo referencia al propósito celestial que expresaba. Los pobres oprimidos que se rebelaban eran acusados de rechazar el orden divino. En la China actual hay mucha gente —y no sólo los ideólogos comunistas— que ha despreciado a Confucio, haciéndole responsable de la oligarquía rígida, patriarcal y obsesivamente ritualista que condujo al país a la revolución.

No obstante, la historia de los orígenes del confucianismo es muy instructiva. Demuestra que cuando las gentes disfrutan de una actividad compleja —como li— pueden desarrollar armoniosos Yoes que les convierten en líderes atractivos para la mayoría desorientada. Cuando ése es el caso, la actividad que hizo posible la fluidez tiende a ser adoptada ampliamente e institucionalizada; de juego periférico pasa a convertirse en piedra angular de la sociedad.

Parece que tuvo lugar un proceso similar cuando Mahoma adquirió importancia en la península arábiga once siglos más tarde. También allí, como en China, a un período de prosperidad le había seguido el caos y el estancamiento. «Hacia principios del siglo vil —escribe un historiador-... la vida nacional que se desarrollara en época temprana en el sur de Arabia había quedado bastante perturbada y dominaba la anarquía.» Los conflictos tribales se fueron exacerbando a causa de diferencias religiosas. Todo clan familiar importante veneraba a un conjunto distinto de dioses y espíritus. En La Meca, donde nació Mahoma, existían unos trescientos santuarios en la plaza principal de la ciudad, cada uno de ellos dedicado a un culto distinto. El resultado fue una auténtica Torre de Babel. Si, por ejemplo, no se tenían herederos y se deseaba que los dioses nos ayudasen a tener un hijo, había que dirigirse a un santuario concreto y realizar los sacrificios adecuados; pero si lo que se quería es que sanase nuestro camello o que los cultivos pudieran cosecharse, había que acudir a otros santuarios diferentes, cada uno de ellos con sus propios rituales destinados a aquella divinidad y con un propósito concreto. No es difícil imaginar la de energía psíquica que los ciudadanos desperdiciaban al ocuparse de sus asuntos religiosos; no debía quedar mucho tiempo disponible para nada más.

El joven Mahoma deploraba profundamente este caos espiritual. También era consciente de que judíos y cristianos habían prosperado gracias a su alianza con un único Dios. Como reconocía su poder, que atribuyó a la posesión de un libro sagrado que registraba una alianza entre la divinidad suprema y su pueblo, concentró su atención en uno de los dioses de La Meca, un antiguo Dios al que se invocaba en épocas de grandes peligros, Alá. Más tarde, con el vibrante grito de La ilaha ill— 'Alá! (¡Dios es único!), reunió a otros jóvenes desencantados, iniciando el asombroso movimiento histórico que se conocería como islam.

El islam actuó como un enorme láser: reunió la energía psíquica difusa de los árabes y la concentró en un único haz de enorme poder. El Corán de Mahoma se convirtió en el conjunto de normas mediante el que se ordenaba y simplificaba la vida. El recitado de sus armoniosos versos, y sus oraciones diarias, ofreció a las personas una actividad espiritual que les unía en un objetivo común. Con metas claras, reglas claras, nuevos desafíos y una nueva confianza en sí mismos, los seguidores del islam podían acometer y considerar la vida como una actividad fluida unificada. La energía así liberada se canalizó primero en la conquista militar de gran parte del norte de África y Asia, y más tarde al desarrollo de una de las civilizaciones más exquisitas que el mundo ha conocido. Otro ejemplo histórico que data de mil años después del nacimiento de Mahoma también puede ilustrar la manera como la fluidez ayuda a establecer instituciones poderosas y perdurables. Hacia mediados del siglo xvi, el orden temporal y espiritual que la Iglesia católica había ido creando lentamente, estaba hecho pedazos. Bajo el impacto de la Reforma, Europa se había partido en estados combatientes divididos por religiones en conflicto así como por intereses económicos. El efecto psicológico de esta fragmentación sobre quienes permanecieron fieles a Roma fue muy severo. Sobre todo para los jóvenes más idealistas y cultos, dejaba de estar claro qué implicaba un estilo de vida cristiano; las dudas acerca de la manera correcta de conducirse provocaron gran ansiedad y confusión.

A este caos espiritual respondió Ignacio de Loyola, un piadoso noble español, en 1540, cuando fundó la Compañía de Jesús. Se rodeó de un grupo de jóvenes entusiastas a los que organizó en una orden religiosa modelada según principios militares, con el objeto de renovar la fe y ayudar a que el papa triunfase contra sus oponentes. Un aspecto notable de la orden jesuita es que proporcionó a sus seguidores un muy calibrado conjunto de desafíos y habilidades que les posibilitaba concentrar toda su energía psíquica en una actividad fluida coherente.

El programa diario de los jesuítas fue confeccionado minuciosamente, desde primera hora de la mañana hasta la última de la noche, salpicado de devociones específicas. Por ejemplo, dos veces al día debían detener sus actividades y reflexionar sobre cuáles eran sus objetivos aquel día y evaluar hasta qué punto los realizaban. Todo gesto, todo movimiento del cuerpo estaba modelado por las Reglas de modestia, un manual oficial que prescribe la manera correcta de tener la cabeza, lo prietos que deben estar los labios y qué hacer con las manos en toda ocasión.

Paradójicamente, esta preocupación obsesiva a base de pequeñas y detalladas reglas se veía igualada por una enorme flexibilidad y libertad nada corrientes a la hora de enfrentarse a desafíos políticos y sociales. A los jesuítas se les daba una educación excelente y una formación muy severa del carácter, siendo luego animados a embarcarse en aventuras en las que se pondrían a prueba sus recursos. Jesuitas solitarios fueron los primeros europeos que exploraron gran parte de las tierras vírgenes canadienses y la región de los Grandes Lagos, intentando convertir a los nativos; otros se dirigieron a Sudamérica, donde crearon estados nativos libres de opresión colonial. En China, India y Japón, los jesuítas fueron durante muchos años los únicos europeos en culturas extrañas y a menudo hostiles, en las que no obstante mantuvieron sus creencias y continuaron su obra de erudición y conversión.

Esta combinación de orden estricto y énfasis en la iniciativa individual es lo que resultó tan atractivo de la Compañía de Jesús. La orden tuvo un éxito más allá de cualquier expectativa; cuando Ignacio murió, ya había repartidos por el mundo 1.000 jesuítas, y a pesar de su formación tan exigente, su número llegó a alcanzar los 15.544 en 1626. Uno de los principales desafíos enfrentados por la orden fue la reforma de la educación católica; abrieron el primer colegio en Messina en 1548; dos siglos más tarde, el número de colegios alcanzó los 728. Pueden mantenerse todas las reservas del mundo respecto a los efectos políticos que los jesuítas pudieran haber tenido en los países en los que fueron poderosos, pero no se puede negar que esta institución fue una ingeniosa solución a la entropía espiritual que amenazó al catolicismo en el siglo xvi.

La misma crisis que impulsó la respuesta jesuíta también estimuló otro tipo de actividad fluida, que tuvo un impacto incluso mayor en la historia. Es la llamada ética del trabajo puritana, que se convertiría en la base del espíritu emprendedor capitalista y de la productividad industrial del noroeste de Europa, así como de Norteamérica. Tras rechazar al papa y los sacramentos con los que la Iglesia católica afirmaba garantizar la salvación, los primeros protestantes se sintieron inseguros acerca de si sus almas serían admitidas o no en la vida eterna. En una cultura en la que el destino del alma era, al menos en teoría, más importante que el del cuerpo, se trataba de una cuestión crucial. Una solución, propuesta por Juan Calvino, fue considerada adecuada. Afirmaba que podía saber si se salvaba a través del éxito que se obtenía con el propio trabajo. Dios no permitiría que te hicieses rico y fueses respetado si no estuvieses destinado a ir al cielo.

Como resultado de este meme, que establecía una conexión entre laboriosidad y felicidad eterna, los mercaderes y artesanos puritanos se sintieron justificados para trabajar más de lo que hicieran antes, porque ahora podían, por así decirlo, matar dos pájaros de un tiro: podían ser ricos y santos al mismo tiempo. Quienes abrazaron esta ética por lo general no recogieron los frutos de su labor; de hecho disfrutaron de escasos placeres y tuvieron incluso menos tiempo libre que antes. «No obtuvo nada de su riqueza para sí mismo —escribió el sociólogo Max Weber—, excepto la sensación irracional de haber hecho bien su trabajo». Como un jugador de ajedrez o un escalador, el trabajador de los principios del capitalismo moderno evitó las comodidades y el disfrute, y no obstante se sintió motivado por las recompensas intrínsecas de la propia actividad.

La ética protestante ofrecía un conjunto de reglas coherentes, con objetivos claros y retroalimentación igualmente clara, a través de las que los fieles podían ordenar sus vidas y evitar la ansiedad inducida por las marchitas certitudes de su fe. En palabras de Weber:

Para lograr... confianza en uno mismo, se recomienda una

intensa actividad mundana como el medio más adecuado.

Ese método y sólo él dispersa cualquier duda religiosa y proporciona Ja certeza de la gracia... La conducta moral del hombre corriente se ve así desposeída de su carácter implanificado y poco metódico, sometiéndose a un consistente método de conducta en su conjunto.

En otras palabras, la ética protestante proporcionó un estupendo "juego" nuevo que hacía posible concentrar la energía psíquica; un trabajador (o, más exactamente, un "jugador") en un sistema así «realizaría su labor con orden, mientras que otro moraría en una confusión constante, al igual que su actividad». Resulta irónico que los puritanos pusiesen tanto énfasis en condenar todas las formas de disfrute. Sin embargo, según esta interpretación, deben haber disfrutado de los rigores de su estilo de vida ascético, frunciendo el ceño únicamente ante aquellas formas menos complejas de placer y entretenimiento que entraban en conflicto con él. Incluso hoy en día, mucha gente muy trabajadora, de los que se dicen adictos al trabajo, negarían desdeñosos que disfrutan de su trabajo, una admisión que privaría a dichos trabajos de su importancia. No es probable que el adicto al trabajo admita que obtiene más placer trabajando que yendo de vacaciones, viendo un espectáculo o relajándose.

Hace ya bastante tiempo que no aparecen nuevos juegos con un alcance tan amplio como esos ejemplos de los que hemos hablado. Tal vez en sus inicios, el socialismo y luego el comunismo, ofrecieron la misma oportunidad a los pocos individuos que se reunían en secretas células del partido y que dedicaban sus vidas al inevitable éxito, científicamente garantizado, de la revolución proletaria. Aunque es difícil asociar la fluidez con la intensidad austera, carente de sentido del humor y a menudo cruel, de los cuadros bolcheviques, está claro que también descubrieron metas ordenadas y un conjunto claro de desafíos, enfrentándose a ellos con deleite a pesar de las dificultades y peligros. Parte de su dedicación podría explicarse por el atractivo de los ideales, y gran parte de ella a causa de una pulsión en busca de poder, fama y recompensas materiales. No obstante, si jugar al juego revolucionario no hubiera resultado tan agradable, es dudoso que lo jugasen tantos hasta el final, después de que los ideales hubieran perdido su credibilidad o de que las recompensas materiales demostrasen ser sólo ilusorias.

Hacia mediados del siglo xix, según Weber, el capitalismo cambió, pasando de ser una emocionante aventura personal, libremente elegida, a una "jaula de hierro". Las reglas del juego se hicieron rígidas, el capital heredado desequilibró el terreno de juego, y enormes monopolios y oligarquías asimilaron al aparato del gobierno para protegerse de la competencia. Dejó de ser divertido. Ahora resulta que Weber puede haber vendido el capitalismo a la baja; setenta años después de que escribiese su análisis, el capitalismo todavía parece ser el mejor juego que existe, mientras que las reglas del socialismo resultaron ser muy difíciles de comprobar, y por eso su jerarquía se vio de inmediato infiltrada por parásitos que explotaron los memes idealistas en su propio y egoísta interés.

Este rápido recorrido por algunos de los hitos de la historia sugiere dos conclusiones. La primera es que la capacidad de reordenar las experiencias cotidianas y relacionarlas con sentido para convertirlas en una actividad orientada hacia los objetivos es una fuerza muy potente. Siempre que la entropía engulle a la sociedad, la ansiedad resultante hace que la gente anhele claridad y orden. Un nuevo conjunto de memes que permita a la gente volver a fluir resultaría muy atractivo y por lo general triunfará. E igual que existen muchas actividades distintas que producen fluidez —desde la música a la lucha libre, desde la lectura al paracaidismo—, también son muchas las diversas soluciones culturales que aparecen para lidiar con el caos. Por ejemplo, tanto la orden jesuíta como la ética del trabajo protestante aparecieron más o menos al mismo tiempo, en respuesta a la misma situación caótica sociocultu— ral. Los jesuítas y los puritanos creían en memes distintos, y actuaron de manera muy diferente, pero sus Yoes estuvieron moldeados por reglas que proporcionaban una concentración similar de energía psíquica, resultando en experiencias de orden y disfrute similares.

La segunda conclusión es que ningún juego cultural nuevo es inmune a la explotación. El sistema confuciano fue, desde el principio, manipulado por soberanos egoístas. Es cierto que durante muchos siglos fue probablemente una solución más compleja que cualquier otra alternativa, pero acabó agotando las energías del pueblo chino. El islam sucumbió a una sensación de complacencia, los jesuítas se dejaron corromper a menudo por el poder, y la ética del trabajo sin justificación trascendente corre el riesgo de convertirse en una obsesiva necesidad de control. Ésas y otras soluciones innumerables y liberadoras se convierten en obstáculos de la evolución en cuanto se vuelven rígidas. La vigilancia eterna puede ser el precio de la libertad, pero nadie quiere permanecer eternamente vigilante. Y cuando se relaja dicha vigilancia aparecen los parásitos.

¿Cuál será el nuevo juego que nos posibilitará, a nosotros y a nuestros hijos, experimentar fluidez en estos tiempos tan tumultuosos? Es importante comprender que entre los innovadores memes que seguro que aparecerán en los años venideros, algunos serán los atajos que a la larga acaban aumentando la entropía, como la solución nacionalsocialista, que tuvo tanto atractivo para los europeos, confundidos por la anarquía que siguió a la primera guerra mundial. Otros serán más complejos, más sintonizados con un futuro armonioso. La dirección que tome la evolución dependerá de nuestras elecciones, así que para aumentar las posibilidades de que se elija la opción más compleja, sería interesante pasar a considerar qué es lo que convierte una sociedad en "buena", o la sitúa en línea con el curso de la evolución.

La buena sociedad

Cuando la Revolución francesa desafió con éxito por vez primera el orden del Viejo Mundo, sus líderes adoptaron un lema que describió lo que esperaban de una buena sociedad: Liberté, égalité, fraternité. Libertad, igualdad y fraternidad son de hecho un buen resumen de los elementos esenciales de una sociedad compleja (si estamos dispuestos a obviar el sexismo de esa "fraternidad"). La libertad es ciertamente una de las maneras como se manifiesta la diferenciación: una sociedad libre permite que sus miembros formulen sus propios objetivos, desarrollen sus propias habilidades y lleven a cabo las acciones que les convertirán en individuos únicos. Pero la diferenciación sin integración rompe el orden social en fragmentos centrífugos. Por lo tanto necesitamos un amor fraterno como contrapeso. Y también debemos situarnos entre los dos principios opuestos porque es el vínculo que los conecta: igualdad de oportunidades e igualdad ante la ley son lo que hace posible que un grupo de individuos dedicados a ir tras sus propios intereses puedan coexistir en paz entre sí.

Claro está, los ideales rara vez se llevan a la práctica en el mundo real. Los memos que nos instruyen para ser "fraternales" han de competir con las instrucciones de los genes que nos dicen que primero nos ocupemos de nosotros mismos y después de nuestros familiares, así como de las instrucciones de memes más antiguos que nos dicen que un musulmán, o un negro o un rico nunca pueden ser nuestros hermanos. En esta competición, por lo general acaban ganando las instrucciones más antiguas. No obstante, en los últimos dos siglos, los memes de libertad e igualdad se han difundido enormemente por el mundo. La esclavitud ya no es una opción, y la nobleza y la riqueza ya no son consideradas dones divinos, dones que permiten a unos pocos afortunados hacer que la vida sea miserable para todos los demás.

¿Y qué pasa con la fraternidad? Aquí la cuestión no está tan clara, pues es difícil afirmar que el principio de integración haya progresado en los últimos siglos. Por desgracia, mientras que la libertad y la igualdad han podido legislarse, la fraternidad no. El amor social es un sentimiento espontáneo que puede verse afectado por información externa, pero que no puede controlarse desde fuera. Como las creencias religiosas que antaño unieron a Europa y las Américas en un conjunto común de principios han perdido gran parte de su poder conjuntivo, han surgido otros memes para dar a la gente la sensación de solidaridad y pertenencia. Pero ninguno de ellos ha sido lo bastante universal como para unir a todo el mundo en una comunidad de valores única. En el siglo xix (y también a finales del xx) el nacionalismo se convirtió en una fuerza poderosa. Entonces, las ideologías políticas del comunismo y el fascismo proporcionaron a algunas personas el consuelo de la solidaridad, pero sólo a cambio de una sensación de separación respecto a los excluidos.

En los Estados Unidos se dio la misma tendencia que favorece la diferenciación sobre la integración. Cuando John Locke desarrolló esas doctrinas acerca de la libertad individual que conformaron el pensamiento de los padres fundadores de la Constitución de los Estados Unidos, simplemente asumió que una intensa moralidad cristiana continuaría moderando el egoísmo desatado por la desaparición de las restricciones políticas sobre la iniciativa individual. Tal y como afirmó sucintamente John Adams, nuestro primer vicepresidente: «Nuestra constitución sólo está hecha para personas morales y religiosas. Resulta totalmente inadecuada para el gobierno de cualquier otro tipo de personas».

La visión de Locke resultó tan atractiva porque defendía la oportunidad ilimitada de competir por las cosas buenas de la vida, libres de toda interferencia por parte del gobierno. No obstante, al vivir en una comunidad tradicional, probablemente no pudo prever una situación en la que las personas también se liberarían de las restricciones del respeto mutuo, la crítica y la evaluación proporcionada por interacciones estables y cara a cara. Debió creer que la libertad política y la igualdad se verían atemperadas por el sentido común de ciudadanos que debían vivir cerca unos de otros, dependientes entre sí. Aunque puede que todas las personas hayan sido creadas iguales —por muy vago que parezca el concepto—, la mayoría de la gente que vive en la misma aldea o pueblo sabe muy bien que algunos de sus vecinos son más responsables que otros. Contribuyen más al bienestar colectivo, mientras que otros sólo provocan problemas y peleas.

Locke y los artífices de la Constitución dieron por sentado que una religión común proporcionaría integración, y que las presiones morales de las comunidades pequeñas continuarían moderando la libertad y la igualdad. Por eso no se preocuparon demasiado en limitar las fuerzas de diferenciación, pues en aquella época resultaba difícil concebir que pudieran llegar a ser demasiado fuertes. ¿Cómo podrían haber previsto el sufragio universal; la educación universal; la movilidad aportada por ferrocarriles, automóviles y aviones; la revolución en productividad que convirtió a la clase alta terrateniente en obsoleta; la erosión de la capacidad de control de la comunidad, todos ellos desarrollos que apoyaban la libertad y la igualdad, pero reducían la integración?

En el curso de nuestra historia, tanto los memes políticos que rigen el comportamiento público, como los cambios económicos y tecnológicos han conspirado para disminuir de manera drástica la sensación de pertenencia y responsabilidad mutua existente en los Estados Unidos. De esta falta de integración no sólo tiene la culpa John Locke y el libre comercio. De hecho, nuestros apuros en este área son menos graves que en otras muchas sociedades. Pueden apreciarse peores formas de entropía social en los antiguos países comunistas, y los suecos se quejan mucho más de lo que se reconoce de la soledad y alienación que sienten en su rico estado socialista. El problema, no obstante, no sólo se manifiesta en las sociedades tecnológicamente avanzadas. ¿Qué puede resultar más desgarrador que el proverbio somalí: «Yo y Somalia contra el mundo; yo y mi clan contra Somalia; yo y mi familia contra mi clan; yo y mi hermano contra mi familia; yo contra mi hermano»?

Una dificultad que impide una mejora social es que tendemos a considerar de manera acrítica cualquier avance, tanto en diferenciación como en integración, como algo bueno. Si una nueva ley aumenta la libertad, entonces debe ser un avance, igual que cualquier movimiento nuevo que aliente el sentimiento de solidaridad entre las personas. No obstante, no es probable que ninguno de esos programas por separado mejore las cosas sin la contribución complementaria del otro. La complejidad requiere la sinergia de esas fuerzas dialécticamente opuestas; un avance de una de ellas es probable que fomente la confusión y el caos. Creemos que la entropía social viene causada por una falta de libertad o de valores comunes; pero las ganancias en cualquiera de esas opciones a expensas de su complemento resultan igualmente peligrosas.

La libertad sin responsabilidad es destructiva, la unidad sin iniciativa individual es rígida y la igualdad que no reconoce diferencias es desmoralizante.

Una buena sociedad es aquella que ayuda a que todo individuo desarrolle su potencial genético al máximo. Proporciona oportunidades de acción para todo el mundo: para el atleta y el poeta, el comerciante y el estudioso. No prohibe a nadie que haga lo que sabe hacer mejor, y orienta a todo el mundo para que descubra de qué se trata. Una buena sociedad hace posible que toda persona desarrolle las habilidades necesarias para experimentar fluidez en actividades socialmen— te productivas. Al mismo tiempo evita que cualquiera pueda explotar la energía psíquica de otra persona en beneficio propio. Existe una vigilancia constante frente a opresores y parásitos. Según esta perspectiva, la libertad no es aplicable al hacer sino al ser. Toda persona es libre de desarrollar su Yo al máximo nivel de su complejidad potencial, pero no de impedir que otra persona pueda hacer lo mismo.

Pero un sistema social que asistiese a la evolución no puede quedarse en eso. También debe tener en cuenta los polos de diferenciación e integración más allá de las necesidades de seres humanos individuales y de la humanidad en su conjunto. Debe ser un sistema que reconozca también las leyes de la naturaleza, igual que las de los hombres. Una sociedad que ignore que acabar con los bosques afecta a la calidad del aire, que manufacturar venenos afecta a la complejidad de nuestro hogar planetario, no es probable que nos haga avanzar. Al igual que necesitamos Yoes que inviertan la energía en objetivos que trasciendan sus estrechos intereses, también necesitamos valores culturales trascendentes, instituciones trascendentes que ayuden a conformar nuestro comportamiento en interés de la evolución.

Crear una buena sociedad

Seguramente todos estaremos de acuerdo en que necesitamos crear sistemas sociales que sean justos y complejos, incluso trascendentes. ¿Pero cómo conseguirlo? Una cosa está clara: nadie tiene una solución sencilla que pueda seguirse paso a paso hasta alcanzar una conclusión satisfactoria. ¿Significa eso que cualquier especulación acerca de qué constituye una buena sociedad puede estar muy bien pero quedarse en pura ensoñación? No lo creo. Porque aunque es cierto que sería inútil, e incluso peligroso, suponer que ya sabemos qué tenemos que hacer para situar nuestras instituciones en línea con los requerimientos evolutivos, no nos equivocaremos si sugerimos cómo podemos descubrir lo que hay que hacer.

El modelo para mejorar los memes que controlan nuestra energía psíquica —las leyes existentes, las reglas de conducta, las creencias, las instituciones en las que vivimos— proviene de la propia evolución. Tal y como afirmó el psicólogo Donald Campbell, las especies aumentan su ventaja competitiva desarrollando órganos que les permiten reunir una información más sistemática de su entorno. Al principio, eso implica afinar los receptores sensitivos, para que el organismo pueda descubrir qué sucede a su alrededor con mayor precisión. El oído del murciélago, la nariz del sabueso y el ojo del halcón son dispositivos exquisitamente sensibles que sirven información a la atención de esos animales.

Los humanos contamos con una ventaja gracias a las herramientas culturales creadas para aportarnos novedades acerca de aspectos de la realidad a las que en principio ninguna otra especie viva de este planeta tiene acceso. Los faraones egipcios sabían lo que sus enemigos iban a hacer a cientos de kilómetros de distancia gracias a mensajes escritos en papiro. Con la ayuda del telescopio, Galileo pudo contar las lunas de Júpiter. Mirando por su microscopio, Van Leeuvvenhoek se maravilló ante la profusa vida que contenían unas pocas gotas de agua, y otros, como Newton y Pasteur dieron sentido a los datos revelados por esos instrumentos. Los aspectos más emocionantes de nuestra evolución, donde el progreso resulta más evidente, son aquéllos en los que incrementamos nuestra capacidad de descubrir lo que sucedía a nuestro alrededor y comprendimos al menos algunas de las leyes naturales que subyacen a los fenómenos que percibimos. A través tanto de la religión como de la ciencia, nuestros antepasados pudieron crear representaciones cada vez más aproximadas de la manera como funcionan las cosas en el mundo.

No obstante, hay un aspecto en el que nuestros avances han sido escasos. Se trata de la cuestión de saber cuáles son las necesidades de los individuos y las sociedades, y comprender las leyes que gobiernan las cuestiones humanas. Podría objetarse que, por ejemplo, el sufragio universal es una invención muy importante que proporciona información acerca de las necesidades de cada uno de los adultos de la nación, haciendo así posible que nuestros representantes fijen un rumbo que tenga en cuenta esas necesidades. Pero votar, ciertamente a nivel nacional y por lo general también al local, es una manera muy burda de enterarse de qué quieren los votantes, que apenas proporciona ninguna información útil.

En primer lugar, los votantes expresan sus necesidades sobre todo discriminando entre dos o más candidatos que afirman representar objetivos diferentes. Al votar por un candidato republicano, puedo estar expresando una preferencia por el mercado libre; votando a un demócrata podría suponerse que estoy a favor de servicios sociales más amplios.

¿Pero hasta qué punto representa mi voto mis objetivos y necesidades, sobre todo en un año electoral como 1992, cuando ninguno de los candidatos presidenciales dedicó mucho tiempo a explicar qué pretendían hacer por nosotros, la nación, o el mundo? Como carecían de datos convincentes acerca del programa de los candidatos, a los votantes les fue imposible apoyar los objetivos que más se ajustaban a los suyos propios. Aunque olvidemos por un instante lo inverosímil que puede ser comprimir los sueños de doscientos cincuenta millones de personas en las plataformas de dos partidos, la cantidad de información que recibimos y transmitimos a través de una elección es lamentablemente exigua.

Si queremos que nuestras instituciones políticas representen con mayor claridad nuestras metas, deberemos hallar mejores medios, primero, de entender cuáles son esas metas y, en segundo lugar, de comunicárselas a otros de manera convincente. Es increíble que en nuestra sociedad gastemos billones de dólares en armamento, exploración espacial, aceleradores de partículas e ineficaces burocracias de asistencia social, y que carezcamos de presupuesto y programa para mejorar la correspondencia entre nuestros sueños y las instituciones que se supone que deben ayudar a hacerlos reales. Al menos podríamos esperar que toda comunidad o barrio dispusiese de un espacio hermoso —un anfiteatro en un parque, una gran sala— donde la gente pudiera reunirse para discutir de sus preocupaciones sociales, donde pudieran tomarse decisiones que afectasen a sus representantes. Estas reuniones sociales resultarían baratas aunque se sirviese champán y caviar gratis, comparadas con las sumas que ahora desperdiciamos en programas de los que nadie se beneficia.

Hannah Arendt, la filósofa de la política, avanzó que la democracia verdadera sólo existió en este mundo en una ocasión, entre los atenienses libres, hace veinticinco siglos. La razón, en su opinión, fue que los atenienses habían instituido una "esfera pública" en la que todo ciudadano podía debatir cualquier tema que afectase a la ciudad y ser evaluado por sus conciudadanos según los méritos de su argumento. Y el debate no era académico: cuando los hombres del ágora habían escuchado todas las opiniones se votaba y su decisión se convertía en ley.

La tesis de Arendt puede cuestionarse fácilmente. En primer lugar, la democracia griega sólo incluía a los varones ricos; en segundo, podrían mencionarse otros muchos ejemplos de "esferas públicas" que contaban con las características esenciales del ágora ateniense, desde los consejos de las tribus amerindias a las asambleas cantonales suizas, desde las reuniones municipales de Nueva Inglaterra a las juntas de los cosacos del Don. Pero tiene razón al decir que una institución tal es indispensable para cualquier democracia que se precie de serlo, y que todavía existen en el mundo algunos de estos espacios.

La política ha perdido gran parte de su lustre desde su apogeo ateniense. Muchos de nosotros hemos abandonado las riendas de la comunidad en manos de especuladores inmobiliarios, de los propietarios de grandes empresas de construcción y de otros cuyo interés en el bien común suele ser limitado y egoísta. Se ha dicho que de los tres millones de habitantes de Los Ángeles, sólo hay unos cien abogados y periodistas más o menos conscientes de la política que aplica el consistorio. Mientras la mayoría de los ciudadanos ignore la política, considerándola como un mal necesario, seguirá siendo una práctica indeseable controlada por intereses egoístas. Pero si nos tomamos en serio el gran desafío que representa dar forma al futuro, descubriremos que los griegos sabían de qué hablaban cuando consideraban la política como la forma de diversión más elevada. La manera más satisfactoria de realizar el Yo es creando el sistema social más complejo: una buena sociedad.

Educar para la buena sociedad

Claro está, ni siquiera la institución de toma de decisiones más descentralizada podrá funcionar a menos que sus integrantes —los individuos que la constituyen— sepan lo que quieren, y quieran lo que es bueno para la comunidad. Hasta cierto punto es un círculo vicioso; un sistema social complejo requiere Yoes complejos, pero los Yoes complejos suelen proliferar en sistemas complejos. Esta misma circulari— dad hace posible lograr progresos, pasito a pasito: cualquier aumento de complejidad a nivel personal puede traducirse en una mejora social, y viceversa. La idea gandhiana de la resistencia pasiva se difundió por todo el mundo, siendo adoptada por movimientos políticos desde Amsterdam a Alabama. En cambio, millones de emigrantes provenientes de sociedades feudales, sin ninguna experiencia en democracia, han sido elevados a un nivel superior de consciencia política tras ser expuestos a las leyes de los Estados Unidos.

Desde los principios de esta nación, los estadounidenses han esperado que la educación proporcionase la instrucción necesaria para que los niños se convirtiesen en ciudadanos informados que pudieran sustentar el crecimiento de una democracia compleja. Por desgracia, la educación siempre se ha concebido como un mero aprendizaje libresco o como la transmisión de información abstracta. La antigua sabiduría contenida en el proverbio africano: «Para educar a un niño hace falta todo un pueblo», se ha olvidado. En lugar de ello, la educación se ha delegado a escuelas modeladas según métodos de producción en masa que han demostrado su eficacia en fábricas. Pero, como han señalado tantos críticos de la educación, la experiencia directa enseña al menos tanto como los libros. Si la escuela es represiva, los niños desconfían del aprendizaje académico y lo evitan en el futuro. Por muy importante que sea una idea, si se presenta de manera aburrida, los niños no le prestarán la mínima atención. Por mucho que leamos acerca de los elevados ideales de la democracia o lo escuchemos de boca de los profesores, si el gobierno local es corrupto, lo que acabaremos aprendiendo es desconfianza.

Una buena sociedad necesita algo más que escuelas con un amplio programa de asignaturas y laboratorios de ciencia puestos al día. La educación tiene lugar en toda la comunidad. En los centros comerciales, las autopistas, los medios de información, así como a través del estilo de vida de los padres. Eso es lo que proporciona a los jóvenes sus ideas más claras acerca de qué es la realidad. Es cierto que gran parte de lo que perciben es el tipo de ilusión con el que están tejidos los velos de Maya. No obstante, para un Yo que no ha recibido formación sobre cómo distinguir entre memes útiles y en— trópicos, son esas apariencias las que darán forma a la mente. Si deseamos contar con una sociedad en la que la libertad coexista con la responsabilidad, debemos asegurarnos de que el entorno en el que crecen los jóvenes les proporcione experiencias complejas.

Pensadores utópicos, desde Platón a Aldous Huxley, han propuesto ideales educativos que, aunque siguen siendo provocadores y tal vez imposibles de llevar a la práctica, contienen percepciones tan importantes que no podemos arriesgarnos a ignorarlos sin correr riesgos. El común denominador de esos ideales es que subrayan la formación de toda la persona, apoyándose en intereses y potenciales espontáneos, y que ponen énfasis en riesgos y responsabilidades, a la vez que hacen posible experimentar la alegría del crecimiento. Por ejemplo, Platón comprendió que no tenía sentido esperar que los niños comprendiesen ideas abstractas hasta que hubiesen aprendido a controlar sus cuerpos mediante el ejercicio atlético y hasta que aprendiesen orden gracias al ritmo musical y otras formas de armonía sensorial.

Huxley sugirió que escalar era la formación ideal básica para la ciudadanía. Este deporte enseña a los jóvenes que la supervivencia depende de desarrollar habilidades y de prepararse para hacer frente a riesgos y contingencias inesperadas. Descubren que todo movimiento que realizan tiene consecuencias reales, que son cuestión de vida o muerte. Además, un escalador en roca aprende a hacerse responsable de la vida de otra persona y aprende a confiar su vida en las manos de los compañeros que sujetan el otro extremo de la cuerda a la que está cogido. ¿Qué otra manera más concreta hay de dar forma a un Yo complejo?

El antropólogo Gregory Bateson creía que lo primero que los niños debían aprender era la manera en que están inter— conectados los diversos sistemas de vida: ¿cuál es la relación entre los alimentos que consumimos, la basura que producimos y la supervivencia de los peces en el mar? ¿Cómo afecta qué ropa elegimos comprar a la vida de familias en Arkansas y Sri Lanka? ¿Cómo afecta fumar a la longevidad? En lugar de analizar la realidad mediante distintas disciplinas que no guardan relación alguna entre sí, como ocurre con la química y la historia, en primer lugar deberíamos aprender que todos los procesos de este mundo dependen unos de otros.

Estas visiones radicales se basan en la percepción de que la verdadera educación implica crecer para saber apreciar las relaciones directas que existen entre acciones y consecuencias, en el propio cuerpo, en el tejido social al que se pertenece y en el entorno planetario en su conjunto. Hoy en día, aprender suele tener lugar a través de la transmisión de información abstracta: no hay ningún riesgo apreciable implícito, ninguna experiencia directa de sus efectos, excepto cuando uno suspende. Pero una mala nota sólo nos dice que no hemos convencido al profesor de que hemos estudiado y no proporciona ninguna clave acerca de cuánto hemos aprendido.

Hace tan sólo unas pocas generaciones, alguien que crecía en una granja sabía lo que tenía que saber y por qué. La información era concreta, familiar y adecuada. El conocimiento se integraba alrededor de tareas de supervivencia —plantar cultivos, ocuparse de los animales domésticos— o de tareas como construir graneros y tejer ropa, o de necesidades simbólicas como tocar música, bailar o participar en rituales religiosos. La utilidad de la información era obvia. Pero ahora, un joven rara vez se implica en actividades serias y responsables fuera del colegio. Lo que tiene que hacer es aprenderse una gran cantidad de material abstracto, como química, biología, genética, física, matemáticas, geografía universal e historia, la mayor parte del tiempo sin comprender qué propósito tienen todas esas materias.

Pero aunque alguien aprenda lo suficiente acerca de esas disciplinas separadas, casi nadie sabe cómo unirlas. No obstante, una comprensión que resulte útil requiere unir las percepciones que hemos ido recogiendo a partir de las diversas representaciones de la realidad, incluyendo las artísticas y religiosas. Los grandes avances de la ciencia y la tecnología occidentales han tenido lugar porque hemos aprendido a encauzar el conocimiento por canales cada vez más estrechos. El resultado de ello son grandes físicos tan ingenuos acerca de cuestiones sociales y políticas como los niños; famosos biólogos moleculares que estudian la química cerebral y que comprenden menos acerca del funcionamiento de la mente que los aborígenes australianos; y científicos sociales —como éste que ahora escribe— que no pueden solucionar una ecuación diferencial ni aunque le fuese la vida en ello.

Tal vez la tarea más urgente a la que nos enfrentemos sea la de crear un nuevo programa educativo que haga consciente a cada niño, a partir de párvulos, de que la vida en el universo es interdependiente. Debería ser una educación que formase la mente para que percibiese la red de causas y efectos en la que se hallan inmersas nuestras acciones, y que forme las emociones y la imaginación para responder de manera apropiada a las consecuencias de esas acciones. ¿Qué precio tiene conducir coches cuando se incluyen todos los costes para el medio ambiente? ¿O iniciar guerras, cuando consideramos el impacto a largo plazo de tantas vidas perdidas sin razón, de culturas y sistemas sociales destruidos? ¿Y las consecuencias probables de dejar morir los centenares de variedades de arroz excepto las más comerciales y rentables? ¿Qué significa "bueno" y "malo" en términos de los efectos totales de las acciones de una persona?

Enseñamos a los niños conservación en la física —que cada acción produce una reacción igual y opuesta— como si se tratase de una ley que sólo fuese aplicable a las bolas de billar o a los pistones de un motor, sin hacerles conscientes de que el mismo principio es aplicable a la psicología humana, a las acciones sociales, a la economía y a todo el sistema planetario. Educamos a los niños para que ocupen su lugar en una cultura que, en realidad, ya no existe. Las habilidades básicas que aprenden poco tienen que ver con sobrevivir en el futuro. Todas las materias académicas se presentan como si gozasen de una existencia independiente de todo lo demás. Se enseña historia con escasa consideración por la ecología, la economía, la sociología o la psicología —por no hablar de la biología— que son necesarias para comprender la acción humana. Lo mismo vale para el resto de temas académicos. No obstante, si continuamos enseñando física como si no tuviera nada que ver con la ética, o biología molecular sin ocuparnos de la empatia, es muy probable que aumenten las posibilidades de crear un monstruoso aborto evolutivo. A fin de evitar esas posibilidades, es imperativo empezar a pensar en una educación que sea verdaderamente integrada y global, que se tome en serio la interconexión existente entre causas y efectos.

Una buena sociedad, una sociedad que anime a los individuos a realizar su potencial y que permita que la complejidad evolucione, es una sociedad que ofrece espacio para el crecimiento. Su tarea no es crear las mejores instituciones, crear las creencias más creíbles, pues para hacerlo debería sucumbir a una ilusión. Instituciones y creencias envejecen rápidamente; sirven a nuestras necesidades durante un tiempo, pero no tardan en convertirse en frenos del progreso. Incluso la Biblia y la Constitución no son más que pasos en el proceso de ilustración continuada. Son logros gloriosos que merecen ser admirados y venerados con el mismo respeto y sobrecogimiento con los que nos acercamos al Partenón, la Capilla Sixtina o el Concierto de Brandenburgo de Bach. Y no debemos abandonar su sabiduría hasta que descubramos formulaciones más convincentes. Pero la tarca de una buena sociedad no es consagrar las soluciones creativas del pasado convirtiéndolas en instituciones permanentes. Más bien es posibilitar que la creatividad pueda manifestarse. Su tarea es proporcionar a las personas la oportunidad de sacar a la luz nuevos memes para ser evaluados, seleccionados y gozosamente puestos en práctica por personas informadas, libres y responsables.

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Fluir y la evolución de la tecnología

Mis primeros libros los escribí a mano sobre blocs amarillos de tamaño de oficio. Solía encantarme el proceso de escribir, la forma de las letras, las palabras y las frases. Ahora escribo estás líneas en un ordenador, al que me he hecho adicto porque me maravilla la enorme flexibilidad que proporciona a la hora de cambiar y editar. Pero el ordenador utiliza semiconductores de sílice que se fabrican con potentes ácidos, que tras ser utilizados empapan el terreno y envenenan el agua. ¿Vale la pena el cambio? ¿Por qué debería pagar por envenenar la capa freática?

¿Qué tipo de avances tecnológicos harían que su vida tuviera más sentido y fuese más disfrutable? ¿Podría obtener resultados similares dedicando más atención a sus relaciones con los demás o desarrollando habilidades "espirituales"?

Fluidez e historia

De los numerosos cambios históricos que están teniendo lugar en estos momentos, ¿cuáles le parecen que nos llevan hacia una complejidad más elevada?

¿Existe algún movimiento social —una secta religiosa o partido político— que le haría la vida más agradable en caso de apuntarse? ¿Se trata de un movimiento que probablemente conduzca a una complejidad más elevada?

La buena sociedad

¿Cuál de estas tres dimensiones es la que más hace falta en su actual entorno social: libertad, igualdad o relaciones personales próximas? ¿Por qué se lo parece?

¿De qué cualidades personales poco usuales dispone que pudieran ayudar a mejorar su entorno social?

Educar para la buena sociedad

¿Cuál es el conocimiento más importante que ha adquirido en su vida? ¿Dónde lo aprendió y de qué modo? ¿Puede enseñarse a otras personas?

Si la tarea de la educación volviese a convertirse en una responsabilidad comunitaria, ¿qué enseñaría usted a los jóvenes que contribuyese a aumentar la complejidad de sus Yoes?

10. UNA FRATERNIDAD PARA EL FUTURO

Nuestras visiones del futuro suelen contener una interesante contradicción. En las novelas, películas o ensayos que predicen corno viviremos de aquí a cien años, la tecnología suele ser muy sofisticada y avanzada. Las naves espaciales saltan de galaxia en galaxia a la velocidad de la luz, ciudades independientes se alzan por encima de las nubes o bien nadan sumergidas en los mares. Hasta hace bien poco, el aspecto tecnológico de esas visiones tendía a ser utópico: asumía que las condiciones materiales de la vida serían más fáciles y eficientes. Al mismo tiempo, la visión de la dimensión humana en esos vislumbres de futuro ha sido por lo general bastante pesimista. En otras palabras, o bien proyecta la cualidad de la vida personal y de las relaciones entre individuos como una mera extensión de las actuales, o las presenta deterioradas (hay populares obras de ciencia ficción, como La naranja mecánica, Rescate en Nueva York, la serie Terminator y Blade Runner, que presentan mundos que son peores, tanto en términos materiales como espirituales). Está claro que nos resulta más fácil imaginarnos viviendo entre electrodomésticos mejores que entre seres humanos mejores.

No debemos rendirnos al cliché de que la calidad de vida ha sido mucho mejor en el pasado y que empeora desde hace poco. No hay más que leer relatos acerca de cómo se vivía en Chicago y en otras grandes ciudades estadounidenses a principios de siglo para que uno se sienta agradecido de que "días tan buenos" pertenezcan al pasado. Los sociólogos urbanos de la década de 1920 describían kilómetros de casas de huéspedes desvencijadas, donde los obreros de fábricas, de los corrales de ganado y ferroviarios llevaban una existencia de zombis, espiritualmente aislados entre sí, como termitas anónimas. Tampoco la mayoría de sus jefes millonarios disfrutaban de vidas complejas y totalmente humanas. Su mayor preocupación parece haber sido cómo impresionar a sus semejantes ostentando sus riquezas y un gusto estético apenas desarrollado. La competencia atolondrada en el consumo y un incomprensivo intento por imitar un comportamiento "culto" parece haber consumido gran parte del tiempo que no pasaban en la oficina. Al leer esos relatos clínicos uno siente un profundo pesar por las vidas atrofiadas, las oportunidades perdidas, y la desgraciada existencia que sufrieron millones de personas a causa de los memes de una civilización que se industrializaba rápidamente sin control.

La situación apenas ha mejorado. Aunque se dejen de lado los barrios marginales por un instante, muchas zonas de nuestras ciudades no parecen ser nada más que estaciones de recarga para una carrera de robots. Manzana tras manzana de ordenadas casitas que se extienden hasta más allá del horizonte, todas ellas equipadas para hacer posible que los trabajadores coman, descansen y se reproduzcan. En una esquina, cada cuatro manzanas, hay una iglesia, que se alterna con un bar, para proporcionar consuelo espiritual y sensación de comunidad. De vez en cuando un parque interrumpe esta monotonía, con campos de béisbol y otras instalaciones deportivas. En la topografía de estas disposiciones habitacionales resulta fácil leer la pobreza de nuestras vidas.

De hecho, es absurdo esperar que, abandonada a sí misma, la sociedad puede llegar a hacerse más compleja y que las personas estén más dispuestas a trascender sus limitaciones. Derrotar la entropía —la fuerza de la inercia que no hace más que roer constantemente los talones del orden— requiere un esfuerzo. Durante gran parte de la evolución, los organismos evolucionaron no porque tuvieran la intención de hacerlo sino porque fuerzas externas, como la competencia y otras accidentales, les situaron en esa dirección. Pero en los escasos momentos de la historia en los que la calidad de vida ha resplandecido con chispas de incandescencia espiritual, cuando fluir y la complejidad formaban parte de la experiencia cotidiana, no se evolucionó por casualidad. Se hallaba presente una respuesta creativa.

Así pues y finalmente, ¿cómo podemos ayudar a sentar el rumbo de los acontecimientos en dirección a una mayor complejidad? Una solución sería simplemente mejorar el propio Yo y esforzarse por una sociedad mejor contando con las instituciones ya existentes. Tal y como escribió Robertson Davies: «Si un hombre quiere ser del mayor valor posible para sus semejantes, no hay más que dejarle que inicie la larga y solitaria tarea de perfeccionarse a sí mismo». Ese mismo sentimiento fue expresado muchos años antes por Thomas Carlyle a un joven que le preguntó cómo había que reformar la sociedad: «Refórmate a ti mismo. De esta manera habrá un granuja menos en el mundo». No es tarea pequeña llegar a ser una persona decente, un honrado ciudadano con una familia satisfecha. Si todo el mundo alcanzase esas metas, no tendríamos que preocuparnos demasiado por el futuro. Pero es casi imposible vivir una vida decente cuando el sistema social está volcado en la avaricia y la explotación ciega. Y para cambiar el sistema, uno necesita salir del capullo de los objetivos personales y arrostrar temas más grandes en el ámbito público.

Forjar una fraternidad

El deseo de alcanzar complejidad tendrá un valor limitado mientras pertenezca a individuos separados, cada uno de ellos alimentándolo en la privacidad de su propia consciencia. Para ser eficaz hay que compartir. Sólo una comunidad de individuos que compartan convicciones similares puede generar la retroinformación que confirme la creencia privada de cada individuo. Sirte ecclesia —dice el dicho—, nulla re— ligio. O: «Sin una iglesia no puede haber religión». Pero eso no sólo vale para las religiones. La ciencia no puede sobrevivir sin una comunidad que comparta valores científicos. Los sistemas morales no continúan existiendo a menos que los individuos suscriban un conjunto de éticas comunes. Los valores son tan efímeros que requieren la inyección psíquica conjunta de un grupo para conservar la atención de las personas. Pueden ser creados por individuos, pero deben ser mantenidos por una colectividad.

Por esta razón debemos desarrollar una comunidad que comparta una creencia en la evolución de la complejidad, algo parecido a una "fraternidad para el futuro", un grupo de espíritus afines dedicados a apoyar tendencias que tiendan a una mayor armonía e individuación, y a oponerse a las intrusiones del caos así como del conformismo. Los partidos políticos están basados en valores desarrollados hace cientos de años, cuando la interdependencia sistémica del planeta y sus recursos todavía no se comprendía. Las religiones expresan la sabiduría de siglos pasados. Los grupos de interés suelen concentrarse en temas importantes pero aislados. Para hacer frente al tercer milenio con confianza debemos unirnos y formar una comunidad de creencias compartidas acerca del futuro.

Arnold Toynbee, el historiador británico que escribió largo y tendido acerca del auge y caída de las grandes civiliza— cioncs, creía que una cultura vital siempre es producto de una pequeña "minoría creativa". Por ejemplo, si hay gente en el mundo que respeta a los Estados Unidos no es a causa de su riqueza, ni siquiera de su tecnología avanzada, sino a causa de la concepción de un gobierno libre, humano y representativo apuntalado por unos cuantos varones blancos europeos (ahora ya muertos) que emprendieron un fervoroso diálogo entre sí a lo largo de muchos años, ya hace más de dos siglos.

De igual manera, la gloria de la Florencia renacentista no fue producto de las masas, sino del logro consciente de unas pocas decenas de familias dedicadas a la banca y el comercio, volcadas en el desarrollo de redes financieras internacionales y en hacer de su ciudad la más bella de la tierra. Cuando hablamos del Egipto faraónico, de la China Han, de Atenas, Roma o del París de finales del siglo xix, nos estamos refiriendo a sistemas humanos únicos modelados por minorías relativamente pequeñas dotadas de capacidades inusuales y de visiones individuales.

Apuntar eso en la actualidad pudiera parecer elitista. Pero las minorías creativas surgen en ocasiones de los estratos menos aventajados de la población; sus logros se deben, al menos inicialmente, al compromiso y el mérito personal en lugar de a la posición heredada o a ventajas económicas. Por ejemplo, los discípulos y apóstoles responsables de la difusión del cristianismo fueron pescadores, recaudadores de impuestos y otros miembros insignificantes de una provincia atrasada del Imperio romano. La ciencia es, sin duda, un campo elitista. Una pequeña minoría creativa decide sus intereses y determina las prioridades. También lo es el arte. No obstante, tanto la ciencia como las artes tienden a ser meritocracias, donde los individuos más capaces sobresalen y prosperan. Oponerse a interpretaciones "elitistas" de la historia equivale a tratar de negar la existencia de diferencias individuales entre las personas. A veces puede ser una actitud políticamente correcta, pero no puede hacer frente a los hechos.

De igual manera, reconocer que son los grupos pequeños los que proporcionan a la historia su textura peculiar no implica respaldar ese hecho en toda circunstancias. Líderes individuales como Napoleón y pequeños grupos elitistas como los cuadros bolcheviques rusos aparecieron y contribuyeron a la diferenciación de los sistemas sociales. Pero a menos que en el proceso alcanzasen también integración social, sus esfuerzos no llevaban a una mayor complejidad. De hecho, podían ser muy destructivos. La integración social —la gran unificación religiosa de los principios del cristianismo, la oleada de conversiones islámicas, los movimientos nacionalistas del último siglo— son por definición fenómenos masivos que unieron a gentes de diversa condición. No obstante, también en estos casos, los movimientos empezaron a partir de individuos visionarios y grupos pequeños: el Buda y sus discípulos, Cristo y los doce apóstoles; Cavour, Kossuth y Bismarck.

No intento ponerme a debatir aquí si las minorías creativas son agentes autónomos de transformación social o simplemente herramientas de fuerzas históricas mucho más poderosas. El hecho es que, de uno u otro modo, han sido necesarias para desencadenar nuevas ideas y para crear nuevas instituciones. La cuestión es, ¿cómo pueden hacer eso mismo hoy en día?

No existe ninguna receta sobre cómo crear un núcleo de cambio social, pero existen muchos modelos en los que inspirarse, desde las comunas alternativas de hace unas pocas décadas, hasta grupos de intereses especiales como el Sierra Club. Todos ellos están constituidos por individuos que se cansaron de las mismas rutinas, que no están satisfechos con la situación actual y que se han unido con otras personas de pensamiento similar y han intentado cierto número de soluciones hasta que una ha funcionado. A menudo los intentos fracasan, pero en general, quienes se comprometen con un ideal de cambio no se lamentan de ello, aunque no acaben triunfando.

Un ejemplo sencillo que tiene que ver con la educación y con el que tengo cierta familiaridad, es la creación de la escuela Key en Indianápolis, indiana. Esta escuela pública K— 7 fue fundada por ocho profesoras que llevaban muchos años trabajando en escuelas en Indianápolis y que veían que tenían por delante bastantes años de trabajo aburrido si permanecían en sus empleos. A todas les gustaba enseñar a niños, pero sentían que las limitaciones del sistema les dificultaban el poder llevar a cabo su trabajo con entusiasmo y convicción.

En lugar de resignarse a la "realidad" o yéndose a trabajar a escuelas privadas o a distritos más acomodados, esas ocho profesoras decidieron iniciar un proyecto de reforma radical. Como primer paso, decidieron ponerse al día acerca de las últimas tendencias sobre innovación educativa. Durante más de un año, cada una de ellas pasó gran parte de su tiempo libre leyendo, para luego presentar lo aprendido a sus colegas mediante informales talleres nocturnos que organizaban en sus propias casas. Como resultado de esta preparación, el grupo decidió utilizar la teoría de las inteligencias múltiples de Howard Gardner —la educación no sólo debe ocuparse de palabras y números, sino también de sonidos, colores, movimientos y sensaciones— como base de su pretendida reforma escolar.

Una vez que decidieron cuál sería la dirección conceptual general, el grupo visitó todas las escuelas innovadoras ya existentes que les permitió el tiempo y el dinero de que disponían. Pidieron y consiguieron subvenciones para viajes y varias de ellas fueron a distintas escuelas de todo el país, aprendiendo acerca de sus objetivos y metodologías. La información así reunida por los miembros individuales fue de nuevo compartida por el grupo. La siguiente fase consistió en trazar un plan para un colegio que funcionase en el sistema escolar público, pero que fuese mucho más libre —y al mismo tiempo más unificado— de lo que suelen ser los colegios. Además, el colegio estaba dispuesto a aceptar a todos los niños que solicitasen matricularse en él, siempre y cuando los padres estuviesen dispuestos a realizar algunos pequeños sacrificios de tiempo y comodidad a fin de facilitar la asistencia del pequeño.

Finalmente, el grupo tuvo que convencer al superintendente escolar y a la burocracia educativa acerca de la solidez de sus planes. Tras muchas discusiones y algunos dolorosos compromisos, las profesoras recibieron autorización de las autoridades. El superintendente que, a pesar de las numerosas dificultades prácticas, las había apoyado en su iniciativa, halló un viejo edificio, lo rehabilitó, y las profesoras de la nueva escuela Key empezaron a trabajar.

Cada profesora invirtió muchos años de trabajo voluntario en la planificación y ejecución del colegio. Se sintieron un tanto culpables por haber dedicado —a hacer realidad este proyecto— un tiempo que podrían haber invertido en sus familias, a las que explicaron que el sacrificio valía la pena por los beneficios futuros que obtendrían sus propios hijos al poder asistir a la escuela ideal creada por sus madres.

Todo el proyecto estuvo a punto de venirse abajo porque, antes del día de la inauguración, habían presentado solicitud de matrícula tantos estudiantes que las autoridades del distrito insistieron en que las admisiones debían hacerse por sorteo, sin excepción, resultando que ninguno de los hijos de las ocho profesoras salió seleccionado. Imagínese trabajar durante casi cuatro años en un plan que beneficiará al sistema educativo y a su propia familia para que luego resulte que sus propios hijos quedan excluidos de las ventajas que tanto esfuerzo le costó conseguir. A pesar de esta decepción, las profesoras perseveraron y el nuevo colegio fue un gran éxito. Los visitantes quedan constantemente impresionados por la atmósfera animada y la actividad tan resuelta que aprecian en pasillos y aulas. Rara vez se ve a alguien aburrido o a un adulto desinteresado; profesoras y alumnos recorren juntos una emocionante aventura de aprendizaje.

La escuela Key, un pequeño proyecto, no es perfecta, y es probable que acabe cerrando en cualquier momento. No obstante, incluso esta historia acerca de un éxito modesto demuestra que es posible cambiar el sistema si unos cuantos individuos se unen decididos a conseguirlo. Y por fortuna existen otros muchos colegios, negocios y empresas que, como la escuela Key, están decididos a mejorar las cosas. La mejor esperanza de futuro no radica en enormes programas estatales, en promesas presidenciales ni en complicadas burocracias. Claro está, necesitamos recursos federales para llevar a cabo programas a gran escala como Head Start o zonas de iniciativas en núcleos urbanos deprimidos. Pero las nuevas soluciones han de surgir de las bases, que es donde el entusiasmo y el compromiso son más intensos.

El problema de las iniciativas individuales como la escuela Key es que tienden a estar fragmentadas y ser especializadas, y que rara vez alcanzan el ímpetu suficiente como para tener un efecto más allá del ámbito inmediato de los individuos que participan en ellas. Así pues, ¿cómo puede aprovecharse la energía y la imaginación de personas como nosotros de manera más efectiva a fin de dirigir el curso de la evolución? Da la impresión de que por encima de todo deben alcanzarse dos objetivos. Primero, necesitamos descubrir maneras de organizar a individuos interesados en grupos funcionales. Esto permitiría que minorías creativas reúnan la información y las habilidades necesarias para hacer que el cambio sea posible, y luego organizarse en eficaces fuerzas políticas. Y segundo, necesitamos objetivos y valores comunes en los que concentrar la energía así generada en una dirección de creciente complejidad.

Células para el futuro

La unidad social ideal para llevar a cabo la tarea es un grupo lo suficientemente pequeño para permitir una intensa interacción personal, cuyos miembros participen de manera voluntaria, y en el que todas las personas puedan contribuir a conseguir el objetivo común haciendo lo que mejor saben hacer. Es probable que una "célula" de este tipo sea una compleja unidad social, que permita mayor cantidad de fluidez a sus miembros. Hoy en día no existen demasiadas oportunidades para llegar a pertenecer a estos grupos. Las instituciones en las que participamos suelen ser grandes, involuntarias y anónimas. Poca gente siente que sus contribuciones sirvan para algo a la empresa en la que trabajan, el partido político al que votan o la comunidad en la que viven.

Ahora imaginemos que uno está decidido a crear una célula capaz de influir en el curso de la evolución. ¿Cómo empezar? Según quienes estudian sistemas sociales, todo organismo social debe atender cuatro tareas principales a fin de mantenerse vivo. Debe adquirir recursos del entorno para mantener vivos a los miembros del grupo: un grupo cazador debe encontrar caza, una universidad necesita estudiantes y un banco depósitos. Segundo, debe coordinar sus actividades con las de otros grupos en la búsqueda de sus objetivos. Tercero, debe dividir los recursos y las labores en el interior del grupo a la vez que mantiene la armonía y la cooperación entre sus miembros. Y finalmente, debe desarrollar y mantener valores y creencias que proporcionen al grupo esperanza, identidad y sentido. Esas cuatro funciones suelen ser realizadas por individuos diferentes o subgrupos pertenecientes al sistemas.

Si estas premisas son correctas, podríamos concluir que la célula evolutiva más pequeña posible podría consistir en un mínimo de cuatro personas. Suponga que se compromete, con otras tres personas de su barrio, para formar una "célula evolutiva" de este tipo. El propósito inicial de esta unión sería informarse todo lo posible acerca del medio en el que vive, para así poder realizar una estimación inteligente de las fuerzas que conducen hacia la complejidad y las que probablemente aumentan la entropía.

Una persona de la célula —o más de una, si el grupo es más numeroso— se especializaría en reunir información sobre las condiciones económicas del barrio o comunidad a la que pertenezca la célula. ¿Cuáles son los recursos manufactureros, de servicios y financieros? ¿Cuál es la política de inversiones de los bancos? ¿Cuáles son los intereses de los promotores, de los propietarios de terrenos? ¿Qué panorama tienen ante sí los pequeños negocios, y los trabajadores? Ante el resto de la célula, siempre que sus miembros se reúnan, el especialista económico puede presentar detallados y sistemáticos resúmenes acerca de lo que se ha enterado.

La segunda persona recopilaría información sobre las redes de fuerzas políticas en la comunidad. ¿Quiénes son los actores más importantes, y de dónde derivan su fuerza? ¿Qué intereses representan y qué intereses no representan? ¿Cuáles son los principales puntos de conflicto entre los representantes electos y entre intereses que no hallan expresión en el marco político? ¿Qué fuerzas políticas latentes están preparadas para ser organizadas en la comunidad? También en este caso, la información recogida debería compartirse con el grupo de manera regular.

La persona que ocupa el tercer papel en la célula es responsable de la organización interna del grupo. Eso implica, en primer lugar, contar con buena información acerca de las habilidades de los miembros individuales y acerca del funcionamiento interno de la célula. Otra de las tareas es asegurarse de que se celebran las reuniones, que la información fluye, que los miembros de la célula saben lo que se supone que deben hacer y hacen, y que cuando es necesario pasar a la acción, ésta se lleva a cabo. Este papel implica liderazgo instrumental, el funcionamiento práctico y operativo de la célula.

Y finalmente, el cuarto miembro es el que integra el flujo de información y le da sentido. La tarea de esta persona sería mantener claros los criterios de complejidad y aplicarlos a la situación particular en la que se encuentra la célula. Con la ayuda de sus aportaciones, el grupo en su conjunto puede evaluar la entropía en la comunidad que le rodea y tal vez hallar modos de crear espacios para la armonía en lugar de aquélla.

A primera vista daría la impresión de que esos grupos no iban a ser muy distintos de unidades políticas ya existentes. Pero en realidad las diferencias son muy notables. Los partidos políticos se forman con objeto de fomentar los intereses propios de sus miembros, independientemente de consecuencias más amplias. En cambio, el propósito de las células evolutivas es recopilar información, comprender todo lo posible la realidad de una situación dada y luego tomar esto como premisa para fomentar la causa de la evolución. Éste también es un programa egoísta, pero en el que los intereses individuales se funden con los mejores intereses no sólo de la humanidad, sino también de la vida en su conjunto.

Pero, en realidad, ¿qué haría una célula evolutiva? La primera tarea, y en muchos sentidos la más importante, sería simplemente proporcionar a sus miembros —y a la larga al público en general— información precisa y relevante. La mayoría de nosotros no tenemos la más mínima idea de lo que en realidad sucede en las comunidades en las que vivimos. Nuestro conocimiento es demasiado especializado para que podamos apreciar cómo operan en el sistema los intrincados vínculos existentes, cómo se realizan las decisiones de división de zonas, contratos públicos o impuestos. Los medios de información, cuya tarea es informarnos de estos temas, suelen estar demasiado ocupados vendiendo espacio publicitario como para convertir en una prioridad el control del complejo funcionamiento de las comunidades a las que sirven. Si la mayoría prefiere estar al día sobre las rutinas sexuales de los famosos en lugar de la ingeniería fiscal de los especuladores, los medios estarán dispuestos a servir ese menú. Perdidos en la cacofonía de unas noticias absurdas, la mente se confunde intentando separar la paja del trigo. Esta es la razón por la que la estrategia más eficaz de una célula sería en primer lugar reunir información sobre la situación en su barrio, donde los hechos suelen ser más accesibles y estar menos distorsionados.

La segunda actividad consiste en comprender los hechos recogidos y la relación sistémica existente entre ellos. Uno de los principales problemas con las noticias es que a través de los medios lo que nos llega se nos presenta de manera inconexa: cada tema en un mundo en sí mismo, y sus causas y vínculos rara vez se apuntan. El editorial de un periódico puede lamentar el aumento de la violencia de las bandas callejeras en un barrio sin mencionar las decisiones políticas y económicas responsables. Por necesidad, los medios de información cuentan con una memoria y una concentración muy superficiales; para hallar sentido a las fuerzas sistémi— cas subyacentes a los hechos superficiales es necesario realizar un esfuerzo suplementario.

La principal ventaja de una célula evolutiva es que contará con un principio para evaluar los hechos y para tomar decisiones basadas en principios acerca de aquéllos. Los temas relativos a una comunidad, como una nueva organización de los distritos, marginación, cierre de escuelas y construcción de campos de golf no se evaluarán en términos de intereses propios a corto plazo o en términos dogmáticos derivados de ideologías de libre comercio o socialistas. En lugar de ello, la cuestión será: ¿cómo afectan a largo plazo estos temas a la complejidad de la comunidad? El principio de complejidad es estable y constante; pero su aplicación a temas reales cambiará y se hará más complejo de año en año, con la acumulación de nuevos conocimientos y experiencias. Éste es el sentido en el que las células pueden llegar a encarnar el principio de evolución en el modo como operan.

¿Qué puede hacer una célula tras recopilar toda esa información y comprenderla? Al principio, sus conclusiones podrían ser un fin en sí mismas. No es un logro menor precisamente levantar aunque sea una esquinita de los velos de Maya. La vida de los miembros —su sentido de pertenencia y participación en una comunidad, su sentido de apreciar el lugar que ocupan en el complejo panorama de la historia— se verá enriquecido y ganará en profundidad. En este sentido, la búsqueda de conocimiento proporciona experiencias de fluidez mucho más satisfactorias que las formas de entretenimiento con las que ahora llenamos nuestro tiempo libre. Y compartir con personas de ideas parecidas la comprensión sobre cómo funcionan realmente las cosas a nuestro alrededor resulta mucho más gratificante que mirar otra entrega del programa de televisión de moda o esnifar cocaína mientras escuchamos música.

Después de que los individuos de la célula han alcanzado cierto nivel de claridad acerca de las condiciones en las que viven, el siguiente paso implica traducir el conocimiento en acción. Al principio eso tal vez supondría apoyar a un candidato local frente a otro o trabajar en las instituciones políticas ya existentes. No obstante, con el tiempo las células evolutivas individuales podrían compartir sus informaciones con otras de la misma comunidad o barrio. Si así fuese, serían posibles nuevas formas de acción política. Podrían empezar a difundir la información reunida; podrían formar nuevas instituciones a fin de poner en práctica sus decisiones. También podría ser que las células aisladas se fundiesen en una confederación de algún tipo, en una fraternidad evolutiva que proporcionase una visión y consciencia de la sociedad en su conjunto.

Los principios básicos del trabajo de una fraternidad de ese tipo serían muy simples. Si consideramos que hacer el futuro más complejo es algo por lo que vale la pena esforzarse, entonces deberíamos guiarnos por los siguiente axiomas sugeridos por la lógica de la evolución:

1. Formamos parte de todo lo que nos rodea: el aire, la tierra y el mar; el pasado y el futuro. Si se introduce desorden en cualquiera de ellos, también se daña uno mismo.

2. No hay que negar la propia singularidad. Cada uno es el único centro de consciencia en su situación temporo-espa— cial. Por lo tanto, los pensamientos, sensaciones y acciones deberán estar arraigados en el propio conocimiento y experiencia personales.

3. Somos responsables de nuestras acciones. Si se obtiene control sobre la mente, los deseos y los actos, es probable que aumente el orden a nuestro alrededor. Si dejamos que sean controlados por genes y memes estaremos perdiendo la oportunidad de ser nosotros mismos.

4. Hemos de ser más de lo que somos. El Yo es una construcción creativa. Nadie está nunca completo ni acabado. Lo que somos viene determinado por lo que haremos en el futuro. Trascender los límites de la individualidad egoísta es el camino de la evolución.

Esta lista podría ampliarse, pero por su propia naturaleza nunca acabaría de estar completa, ni escrita en piedra, como los mandamientos de la Biblia. Las sugerencias que podamos percibir reflexionando sobre los procesos evolutivos deben, por definición, cambiar al tiempo que se amplía nuestra comprensión. No se llega a ningún final ni a ninguna sabiduría esencial. Sólo se trata de una consciencia que aumenta lentamente y que con el tiempo se vuelve más rica y compleja.

Seguir esas sugerencias no garantiza el tipo de vida eterna que ha hecho familiar la interpretación caricaturizada de la imaginación medieval. No prometen que renaceremos con rasgos borrosos, vestidos de blanco, con camisolas ondeando al viento y pudiéndonos sentar para siempre en el cielo azul, girando en círculos concéntricos alrededor del Creador en una nube blanca de algodón. Por lo que sabemos, la muerte es el final. Cuando la estructura física del cuerpo se disuelve también lo hace la consciencia que durante unas décadas centelleó en la red celular del cerebro.

Pero en la medida en que durante la vida invirtamos energía psíquica en dirigir el proceso evolutivo hacia una mayor complejidad, nuestra contribución continuará aumentando tras la muerte del cuerpo. La información contenida en los genes y memes que fueron parte de nosotros seguirán conformando el futuro. El eco de nuestras acciones reverberará por los pasillos del tiempo. Así pues, ¿en qué nos beneficiará ahora mismo esta estrategia, cuando tememos la muerte personal, la disolución de la consciencia? No existe, claro está, una respuesta definitiva para esa pregunta. Tal vez, en alguna dimensión futura de la existencia, la individualidad humana pueda realmente conservarse. Tal vez una copia del propio ser podrá vivir tras la muerte, encaramada a una nube metafísica en alguna región de la eternidad. Pudiera ser cierto, como afirman algunos, que la consciencia renazca en una entidad física más avanzada.

Creer en esas nociones tan consoladoras requiere una fe que va más allá del conocimiento presente. Puede que algunos se sientan cómodos dando el salto, pero muchos lo evitarán, reacios de dejar de ser incrédulos. No obstante, existe una fuente de fe que no requiere un gran salto ni por lo tanto comprometer la realidad tal como la conocemos ahora. Sólo implica aceptar nuestro papel en la creciente complejidad de la vida. El miedo a la muerte es resultado de habernos identificado demasiado con un Yo individual. Cuanta más energía psíquica invertimos en metas personales, independientemente de otros propósitos más amplios —es decir, cuando nos hallamos más exclusivamente ocupados en la diferenciación sin ocuparnos de la integración—, más nos asustará la disolución de la individualidad, mientras que la amenaza de la muerte retrocede cuanto más nos identificamos con la evolución, con el proceso del aumento de la complejidad.

Identificarse con la evolución no quiere decir que descansemos tranquilos en la creencia de que la complejidad está destinada a aumentar para siempre y que nuestros genes y memes estarán a la cabeza de este desarrollo. Siempre existe la posibilidad de inversión. Un nuevo y emprendedor virus que se alimente del tejido cerebral humano puede aparecer en cualquier momento, o bien puede que de aquí a un siglo hayamos conseguido ahogarnos en la basura inútil que producimos. No existe ninguna seguridad de que la complejidad del cerebro este destinada a generar niveles más elevados de diferenciación e integración. Tal vez la aventura de la vida acabe demostrando no ser más que un pequeño paréntesis aberrante en la inmensa evolución temporal de las eras cósmicas y que estemos destinados a involucionar, a través de monos y cucarachas, de vuelta al polvo inorgánico.

Como esas posibilidades son muy reales, la fe en la evolución es una necesidad vital. Si supiéramos a ciencia cierta lo que nos depara el futuro, la fe resultaría superflua. Pero precisamente lo que desconocemos es tanto y tan peligroso que necesitamos cierta fe para elegir nuestro camino y que nos proporcione valor. Si no podemos creer que nuestra existencia forma parte de un plan con sentido y en desarrollo, nos será difícil mantener la decisión necesaria para hacerla realidad. Así que aunque la fe en la evolución no requiere creer en ningún resultado predestinado, sí que requiere confianza en lo desconocido.

Con la ayuda de una fe así se hará posible darle una dirección a la evolución. Este proceso implica, ante todo, reconocer las numerosas capas de ilusión que impiden una visión clara de la realidad. Se requiere un esfuerzo sostenido de la fuerza de voluntad para liberar a la consciencia de la fuerza determinante de las instrucciones genéticas, de los hábitos y del condicionamiento cultural. Al igual que el alcohólico, que debe admitir su impotencia antes de intentar superar su adicción, también nosotros debemos, en primer lugar, darnos cuenta de nuestras limitaciones antes de crear un Yo en armonía con el orden universal. Y cuando empecemos a identificarnos con la evolución de la complejidad, cuando empecemos a reconocer nuestro parentesco con el resto de la creación, entonces será más fácil liberarnos a nosotros mismos de las necesidades limitadoras del Yo, del terror a una mortalidad sin sentido.

Por extraño que parezca, la vida se torna serena y disfruta— ble precisamente cuando los principios rectores dejan de ser el placer egoísta y el éxito personal. Cuando el Yo se pierde a sí mismo en un propósito trascendente —sea escribir poesía, crear una hermosa pieza de mobiliario, comprender el movimiento de las galaxias o ayudar a los niños a ser más feliccs— se vuelve invulnerable en gran parte a los miedos y reveses de la existencia ordinaria. La energía psíquica se concentra en metas con sentido, que fomentan el orden y la complejidad, que continuarán teniendo un efecto en la consciencia de nuevas generaciones una vez que hayamos desaparecido de este mundo, incluso mucho tiempo después de que se nos haya olvidado.

El conocimiento de que no estamos solos, de que no hemos de defender nuestros Yoes aislados frente al resto del universo, proporciona una intoxicante sensación de alivio. Podemos actuar con alegre abandono, intentando con toda la fuerza de nuestras fibras alcanzar las metas que nos hemos puesto, pero estando dispuestos a aceptar el fracaso con serenidad. Después de todo, ¿por qué deben tener precedencia nuestras propias metas en la enorme complejidad del mosaico universal? Si resulta que se realizan, mejor que mejor. Pero en realidad no podemos perder mientras nuestras metas finales estén en armonía con las del cosmos. No sólo experimentamos fluidez jugando un emocionante partido de fútbol, o cantando una bella melodía o perdiéndonos mientras pintamos un cuadro; la fluidez se convertirá en la experiencia normal de cada día, permeando todo lo que hagamos.

Si podemos mantener siempre fresca la creencia de que todas nuestras acciones, cuando se realizan totalmente conscientes, conducen a un futuro mejor, entonces podemos detenernos ahí. La evolución de la complejidad estará asegurada. Pero a una persona que actúe sola le puede resultar muy difícil mantener intacta la visión de un objetivo que por necesidad será siempre cambiante e imposible de identificar con claridad. Por esta razón, para poder tener una influencia sostenida en la dirección de la evolución es necesario crear sistemas sociales más amplios que compartan el objetivo y ayuden a ponerlo en práctica de manera concreta y mediante pasos factibles.

Una fraternidad para el futuro es una de las posibles soluciones. Sus células evolutivas habrán aumentado exponen— cialmente la información relevante que los individuos necesitan para comprender la realidad en la que viven, para apartar los velos de la ilusión tejidos por aquéllos cuyos intereses radican en explotar la energía psíquica de otros. Y al combinar la información con personas de ideas afines, contaremos con más oportunidades de distinguir memes útiles para el futuro de aquellos que absorben energía para sus propios propósitos.

Las células evolutivas harán posible experimentar fluidez a la vez que trabajan en pos de la meta más ambiciosa imaginable para la mente humana: fundir nuestra voz individual en la armonía cósmica, unir nuestra consciencia única con la consciencia emergente del universo, replegar nuestro centro momentáneo de energía psíquica en la corriente que tiende hacia el aumento de la complejidad y el orden.

Y aunque nada fuese a cambiar en el transcurso de nuestra vida, aunque cada vez fuesen más las señales que anunciasen una nueva era oscura, aunque el caos y la apatía aumentasen, quienes apuesten por el futuro no quedarán decepcionados. La evolución no es un culto milenarista, que espere una Segunda Llegada para el año que viene, el siglo que vie-

UiNA FRATERNIDAD PARA EL FUTURO

ne o el próximo milenio. Quienes tienen fe en ella cuentan literalmente con todo el tiempo del mundo. Una vida individual, con todas sus dificultades y decepciones, no es más que un instante en la asombrosa aventura cósmica.

Y al mismo tiempo, nuestros actos tienen un impacto decisivo en la clase de futuro que evolucionará en este planeta, y tal vez en otros planetas. Excluyendo algún tipo de desgraciada colisión con un cometa perdido, o la exuberante multiplicación de un virus mortal, el futuro está en nuestras manos. Ignorar esta responsabilidad nos deja a merced del azar indiferente o, lo que es incluso peor, de los parásitos explotadores de diverso pelaje. Tomar posiciones con los patrones de orden evolutivo no garantizará que alcancemos el éxito, ni siquiera que seamos felices según los valores ilusorios de la cultura. Pero nos ofrecerá la oportunidad de llevar una vida lo más completa y disfrutable que resulta posible en este mundo, seguros de que habrá estado bien empleada.

Fo rjar una fraternidad

¿Qué clase de información acerca de su entorno social sería la que convendría obtener en primer lugar? ¿Cómo es posible hacerlo?

¿Cuáles son, en el momento presente, los principales obstáculos que impiden el desarrollo de la complejidad en su comunidad? ¿Son problemas sobre todo económicos, políticos o morales? ¿Implican falta de visión o de creatividad?

Células para el futuro

¿Alguna vez ha tenido que ver con alguna organización de base? ¿Qué consiguió?

¿Conoce a tres personas con las que pudiera formar una célula evolutiva?

Una fe para el futuro

¿Qué le parece la idea de que dar forma al futuro dependa de cómo invierta su energía psíquica ahora? ¿Qué consecuencias extrae de este hecho?

Si ha apuntado algunas ideas en respuesta a las preguntas que aparecen al final de cada capítulo de este libro, o aunque sólo se haya tomado unos instantes para pensar en ellas, su consciencia habrá cambiado de alguna manera. ¿Le parece que se ha operado algún cambio? ¿Cómo lo describiría?