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mecanismos nemotécnicos (por ejemplo, se aseguró de que el primer poema que componía empezaba con la letra "A", el segundo con la "B" y así). Poco después empezó a recibir cartas de todo el mundo, desde Brasil a Nueva Zelanda, conteniendo correcciones de sus poemas. Las habían escrito antiguos compañeros de prisión, ahora repartidos por el globo, que se habían aprendido de memoria los relatos armoniosamente transformados de sus terribles experiencias. La mayoría de las correcciones se añadieron en ediciones posteriores de la obra de Faludy.
La vida de Faludy es un ejemplo muy valioso por dos razones complementarias: en primer lugar, es tan idiosincrásica en sus particularidades que resulta obviamente inaplicable a las vidas de la mayoría de las personas. ¿Cuántos de nosotros contamos con un don así para escribir, hemos sufrido tanta persecución y triunfado sobre tantos obstáculos? No obstante —o más bien, a causa de— su singularidad, la historia de Faludy es típicamente la de esos individuos que han podido colmar la complejidad potencial de sus seres. Ciertamente no es un santo y puede que tampoco reúna las condiciones necesarias para ser considerado sabio confuciano o bodhi— sattva. Pero aprendió a descubrir la fluidez en la complejidad; aprendió a transformar la entropía en memes que creasen orden en la consciencia de quienes entrasen en contacto con ellos, y gracias a él el mundo es un poco más armonioso de lo que podría haber sido.
No será muy difícil encontrar otros individuos representativos. Todos conocemos a personas que encajan en este perfil, sin tener un nombre o una categoría que los describa. Podemos medir el coeficiente de inteligencia con mucha exactitud y calcular el valor neto de una persona hasta el último céntimo, todos ellos indicadores que nos tomamos muy en serio. Pero cuando se trata del tema mucho más importante de si la vida de una persona aumenta la armonía o el caos, entonces titubeamos y nos cortamos.
En su reciente libro, los psicólogos Ann Colby y William Damon describen las vidas de líderes morales muy comprometidos, y ofrecen cinco ejemplos muy detallados. Uno de ellos podría servir como modelo de muchos otros. Suzie Valdez es una mujer hispana de California que, tras pasar una juventud con muchas privaciones y decepciones, se trasladó a Ciudad Juárez, en México, donde se convirtió en la "Reina de los basureros". Creó su propia casa de beneficencia y dedicó su vida a enseñar a los sin techo —que se veían obligados a rebuscarse la vida entre las montañas de desperdicios en los vertederos de las ciudades— nociones básicas de higiene, así como a tratar «de enseñar a los niños que había una vida mejor que la que ahora les tocaba vivir». Aunque pobre y analfabeta ella misma, realizó la transición de pasar de ser una receptora de ayuda social a ofrecerla a cientos de familias, simplemente a través de su iniciativa y dedicación.
«Para Suzie —escriben los autores—, su trabajo es su vida... Tal y como ella lo considera, el trabajo con los pobres de Juárez es el motivo por el que ha venido a este mundo, lo que más desea hacer. Este tipo de deseo incondicional de esforzarse por conseguir llevar a cabo los propios objetivos morales es lo que significa la unidad del ser y la moralidad. En Suzie esta unidad es la clave de su entusiasmo, su seguridad y su alegría.» Cuando alguien aprende a disfrutar de este tipo de experiencia compleja, el Yo que resulta está destinado a ser internamente armonioso y a contribuir a la armonía de otros.
Pero un Yo trascendente no tiene por qué haber saltado fuera de los confínes de la normalidad —como en el caso de Faludy y Valdez— para asumir una carga que pocas espaldas pueden soportar. La mayoría de las personas añaden complejidad de maneras más modestas y menos espectaculares. Por ejemplo, consideremos un quinceañero en uno de nuestros recientes estudios con adolescentes, al que llamaré Ben. Este chico es notable por el hecho de que, a pesar de su juventud, sabe lo que quiere hacer el resto de su vida, que es algo en lo que es bueno y que disfruta haciéndolo, y aunque sus propias metas sean claras y acuciantes, también le preocupa ayudar a otros a realizar las suyas. La única cosa realmente extraordinaria acerca de estas cualidades es que no suelen ser frecuentes en personas jóvenes.
Ben tuvo sus primeros atisbos de que quería ser artista en octavo, cuando diseñó y construyó, en madera de balsa, una embarcación vikinga, con sus remos y escudos. «Empecé a trabajar con la madera de balsa y vi que podía crear cosas, no sólo dibujarlas. ¡Me lo he pasado tan bien haciéndolo...! Creo que ha sido el mejor año de todos porque coordiné no sólo diseños sino también su construcción. Eso fue cuando todo se juntó.» Mientras afina sus habilidades, Ben adquiere confianza y desarrolla metas a largo plazo que pudieran sustentarle el resto de su vida. Espera convertirse en arquitecto, o tal vez en diseñador de coches. Ya tiene ideas muy claras sobre lo que significa para él el éxito: «Soy competente en lo que hago y me gusta triunfar; cuando no triunfo en lo que hago me enfado bastante conmigo mismo... Para mí, ser mi propio jefe sería estupendo, mientras que para otros lo será hacer montones de dinero. Pero saber que uno ha conseguido lo que sea por sí mismo... eso es sentirse dichoso».
El sentido de autonomía y autoconfíanza que siente Ben indican que su Yo se está tornando diferenciado. Al mismo tiempo, es sensible hacia la gente que le rodea, y sabe que está vinculado a esta gente por lazos indispensables. En otras palabras, la integración también es un importante componente de su Yo; eso queda claro en lo que dice sobre sus padres: «Quiero mucho a mis padres y me gustaría que fuesen felices con lo que hago. Les consulto casi todo, aunque no sea necesario». E intenta aprender de los mejores rasgos de su abuelo:
Nos sentíamos muy próximos y me resulta difícil explicar por qué. Él siempre estaba muy tranquilo en todo tipo de situaciones. No le vi enfadarse nunca... Podía trabajar con sus manos de manera increíble y hacer cosas muy difíciles incluso a los 75 años... Cuando ciertas situaciones aparecen... Miro hacia atrás y veo que puedo ser sutil y que eso complementaría más la situación, teniéndole a él como ejemplo.
¿No es así como debería ser un adolescente? ¿Pero cuántos padres de adolescentes son lo bastante afortunados como para reconocer a sus propios hijos en la imagen de Ben? Tal vez si nos tomásemos más en serio lo que se necesita para crear un Yo complejo —tan en serio, tal vez, como desarrollar un buen golpe de revés o un CI elevado, como conseguir una buena ficha en baloncesto o ser admitido en un buen colegio—, el caso de Ben no parecería tan excepcional.
Para ir al otro extremo del ciclo de la vida, aquí tenemos el ejemplo de una persona que entrevistamos en uno de nuestros estudios: el físico Linus Pauling. Cuando hablamos con Pauling ya tenía más de 90 años. Derecho como un pino, agudo como pocos, estuvimos un par de horas hablando de su vida y su trabajo. Recordaba las fechas en las que escribió diversos informes hace más de sesenta años, y las circunstancias que le empujaron a hacerlo; recordó con una sonrisa a los chicos con los que solía jugar en Portland, Oregón, hace más de ochenta años, y las direcciones de las calles en las que vivían. Más que cualquier impresión particular, lo más sorprendente del relato de Pauling fue cómo parecía haber disfrutado de cada uno de los días de aquellos noventa años, y lo compacta que parecía toda su vida.
La biografía de Pauling es un caso de complejidad de manual. En su juventud visualizó rápidamente la relación entre la mecánica cuántica y el nivel subatómico con la estructura molecular de los elementos químicos. Al demostrar la naturaleza de esta relación obtuvo el Nobel de Química. En cierto sentido, esta parte de su vida estuvo sobre todo dedicada a un proceso de diferenciación intelectual altamente especializada. Le preocupó la responsabilidad de los científicos frente a la sociedad y la naturaleza. Puso su persona y su reputación en juego al protestar contra el irresponsable desarrollo nuclear, organizó a científicos contra el armamento nuclear y, durante un tiempo, estuvo implicado en la política nacional. Estas actividades le valieron el Nobel de la Paz.
¿Qué tienen en común las historias de Faludy, Valdez, Ben y Pauling? Son la clase de personas que han aprendido a obtener una alegría espontánea y una profunda satisfacción al vivir sus vidas. No por ganar riqueza y honores, sino por el proceso de vivir en sí mismo, al desarrollar habilidades y superar desafíos, por formar parte del proceso evolutivo que conduce a niveles más elevados de complejidad armónica. Antes de seguir adelante para ver cómo puede cultivarse esa clase de vidas, sería útil repasar brevemente lo que ya hemos aprendido sobre el Yo y cómo funciona.
¿QUÉ ES EL Yo?
Estando en una playa en la costa del Atlántico o del Pacífico, y observando la inmensa extensión de agua, uno no puede evitar pensar algo como: «¡ Ah, qué océano más poderoso!». No obstante, lo que llamamos "océano" no es en realidad más que una construcción mental, porque todo lo que tenemos enfrente no es más que un gran número de átomos de hidrógeno y oxígeno en una danza continua para formar lo que llamamos "moléculas de agua". No vemos las moléculas, sólo la suma de sus efectos, que a continuación imaginamos como una única entidad: el Atlántico, el Pacífico, el Mediterráneo.
Afín de dar sentido a los estímulos que bombardean nuestros sentidos, nuestro sistema nervioso ha aprendido a unir información conformando pedazos que resulten manejables, para que no nos veamos sobrepasados por una masa de detalles distintos. Así pues, vemos las partículas de agua como una única substancia, vemos las partículas de aire como el "ciclo", la superficie mineral del planeta como la "tierra" y demás. Nuestras mentes, al reflejar lo que vemos, otorgan a esas imágenes identidades separadas, que sólo tienen en nuestra imaginación. Éste es el proceso de materialización, por el que atribuimos realidad a construcciones mentales.
El Yo es una materialización de ese tipo, y ciertamente una de las más importantes. Solemos considerarlo como una fuerza, una chispa, una llama interna con una integridad indivisible. Pero, por lo que ahora sabemos, el Yo tiene más la naturaleza de una creación de la fantasía, de algo que hemos creado para dar cuenta de la multiplicidad de impresiones, emociones, pensamientos y sensaciones que el cerebro registra en la consciencia. En organismos más simples, el sistema nervioso consiste en más o menos circuitos cerrados. Sólo están abiertos unos pocos canales sensoriales, y éstos a su vez están conectados a respuestas motrices únicas y diferenciadas. El organismo no ha de tomar decisiones complejas sino que reacciona de manera instintiva y nada metódica. Pero como el cerebro humano se ha ido haciendo tan complejo con el paso del tiempo, hay mucha información que entra en él. Una gran variedad de datos sensoriales reclaman nuestra atención y por ello hay que sentar prioridades. Así que finalmente entre las neuronas del cerebro se desarrolla una función tipo "guardia de tráfico" para seguir de cerca y controlar lo que de otra manera sería una confusión de sensaciones. Sin un director centralizado, los impulsos sensoriales que compiten por nuestra atención lucharían entre sí creando un caos sin sentido. Pero en cuanto empezamos a utilizar esta capacidad ejecutiva que ha emergido en la reciente historia evolutiva, también acaba convirtiéndose en uno de los objetos de información en la consciencia. Y si reflexionamos sobre nuestra capacidad para controlar lo que sucede en la mente, lo consideramos como una entidad concreta —el "Yo"— a la que atribuimos todo tipo de cualidades. Muchos imaginan el Yo como un homúnculo, un muñeco, un individuo chiquitín sentado en el centro del cerebro dirigiendo nuestras vidas.
Aunque eso no es estrictamente así, hay algo en nuestra mente que es algo más que la suma de las neuronas individuales que conforman dicho cerebro. Ese algo es el Yo, la consciencia cerebral de su propia forma de organizar información. Igual que contemplamos las millones de moléculas de agua como un único océano, también experimentamos la clasificación de la información en la consciencia como el Yo. E igual que el mar cuenta con muchas propiedades que no podemos ni siquiera imaginar a partir del mero conocimiento de las diferentes moléculas de agua —como mareas, olas, ballenas, icebergs, gaviotas, embarcaciones y preciosas puestas de sol—, también el Yo cuenta con características propias que pueden predecirse a partir de los distintos fragmentos de información que lo constituyen.
Tal vez la consecuencia más aciaga de la aparición del Yo sea el poder que acaba adquiriendo sobre nuestra energía psíquica. Una vez que el Yo se desarrolla, su principal objetivo pasa a ser el mismo que tiene cualquier organismo: defenderse a sí mismo y agrandarse. Si no lo controlamos no tarda en apoderarse de toda nuestra energía para sus propósitos, y nosotros acabamos siendo gobernados por un producto de la fantasía. Sí, claro está, puede ser mejor estar regidos por el Yo y sus necesidades que por fuerzas externas, genes y me— mes, que es la otra alternativa. Pero entonces surge la pregunta: ¿qué tipo de Yo vamos a crear para que nos gobierne?
Si el Yo incluye todo lo que sucede en la consciencia, entonces de ello se desprende que aquello a lo que dediquemos nuestra atención acabará, con el tiempo, dando forma a di— cho Yo. Por ejemplo, el pueblo nuer de Africa oriental cría ganado y pasa la mayor parte de su tiempo vigilando sus rebaños. Conocen íntimamente a cada uno de sus animales, así como sus hábitos y antepasados. Creen que los terneros que nacen en sus rebaños provienen de los mismos pozos de agua de los que vienen sus propios bebés y a los que regresarán tras la muerte. A causa de esta íntima familiaridad que sienten con su ganado, los nuer raramente matan a los animales; contar con un gran rebaño en un fin en sí mismo, un logro que les hace sentirse orgullosos y satisfechos. No es simplemente una forma de hablar el decir que el Yo de un nuer está constituido, en parte, por las vacas y toros a los que atiende gran parte del día.
Para un nuer existe otro centro del Yo. Antes de convertirse en pastores, los nuer eran una tribu guerrera y cazadora, y un hombre vivía de su lanza. Después de dedicarse a la cría de ganado, los nuer siguieron conservando sus lanzas. De hecho, antaño hubo antropólogos que afirmaron que un nuer siempre tenía una lanza en la mano, sintiendo su peso, acariciando su hoja, apoyando el astil en su hombro. Cuidando constantemente de su arma, mientras vigilaba su ganado o se sentaba frente a su cabaña, el nuer sabía que era un ser guerrero, potencialmente peligroso; así pues, esa información pasó a formar parte integrante de su Yo. Una percepción similar fue lo que hizo que la antropóloga Ruth Benedict titulase su libro sobre Japón El crisantemo y la espada, porque se dio cuenta de que ambos objetos son una clave del carácter japonés, al mismo tiempo delicado y aguerrido.
No hay nada misterioso o místico en la manera como los objetos pasan a formar parte de nosotros mismos. El hombre que ocupa gran parte de su tiempo sacándole brillo al coche, ajustando el motor y hablando de ello con sus amigos, acaba poco a poco incluyendo a su coche en el concepto que tiene de su propio Yo. Cuando los cromados relucen se siente orgulloso, y un punto de óxido en el guardabarros le resulta tan inquietante como una calva en el cuero cabelludo, y un coche más nuevo en casa del vecino puede provocar unos celos fuera de lo común. Por lo tanto, aquello a lo que ponemos atención no es cualquier cosa y tiene su importancia: somos aquello que nos interesa.
Pero no sólo es lo que nos interesa lo que constituye el Yo; también importa cómo lo hacemos. La manera como organizamos la información en la consciencia también se convierte en un aspecto definitorio del Yo. Por ejemplo, una persona que se vea atraída por otras personas y ponga más atención a los sucesos sociales que a las sensaciones o pensamientos internos se convierte en extravertida, mientras que alguien que siempre considera que los demás quieren perjudicarle se convierte en neurótico. Un optimista le da la vuelta a las cosas hasta que percibe su lado positivo; un materialista es alguien que siempre busca una ventaja tangible.
Ya dijimos antes que el Yo tiene su razón de ser, a causa de la consciencia, en evitar que la inunde todo tipo de informaciones que reclaman atención, y que por ello necesita un mecanismo para clasificar y priorizar las diversas demandas. Eso significa que a aquello que prioriza la atención lo llamamos metas u objetivos. Un objetivo es un canal por el que fluye energía psíquica. Por ello, el Yo podría considerarse una jerarquía de objetivos, porque estos objetivos definen que nos interesa y cómo. Si usted sabe qué objetivo o meta tiene preferencia para una determinada persona, por lo general podrá anticipar dónde invertirá su energía psíquica esa persona y así predecir su comportamiento.
Los objetivos de todas las personas son en gran medida parecidos entre sí. Al ser humanos, todos queremos, en primer lugar, sobrevivir, estar cómodos, ser aceptados, amados y respetados. Una vez que estos objetivos están razonablemente satisfechos —o bloqueados más allá de toda esperanza—, luego dedicamos nuestra energía a desarrollar nuestro único y propio potencial, para realizar lo que el psicólogo Abraham Maslow llamó "desarrollo personal". Luego hay gente que vuelve a cambiar sus prioridades y apunta al objetivo de la trascendencia. Intentan ir más allá de los confines de las limitaciones personales integrando metas individuales con otras más grandes, como el bienestar de la familia, de la comunidad, la humanidad, el planeta o el cosmos. Para un científico que haya invertido muchas horas para intentar resolver la superconductividad, cualquier avance en ese campo le llama tanto la atención como el hambre o un dolor de cabeza que se origine en su cuerpo. Para una trascendedora como la madre Teresa, lo que les sucedía a los huérfanos de Calcuta era tan importante como lo que le sucedía a ella misma.
Estas dos últimas etapas en la formación del Yo son las que conducen a la complejidad. La singularidad individual, o el desarrollo personal, representan el componente de diferenciación; la trascendencia implica un nivel de integración más elevado. Ambas son necesarias para el tipo de Yo que conduce a una evolución compleja y armónica, el tipo de Yo ejemplificado por Faludy, Valdez, Pauling y Ben. Si el tercer milenio ha de implicar algún tipo de avance respecto a sus antecesores, muchos de nosotros deberemos construir nuestros Yoes alrededor de metas trascendentes.
Imágenes evolutivas del Yo ideal
Una cuestión desconcertante de la que podríamos tratar ahora es si la complejidad del Yo humano ha evolucionado a lo largo de la historia. ¿Es la persona común de hoy en día más diferenciada e integrada que nuestros antepasados de hace tres mil o treinta mil años? Desde luego, no contamos con ninguna prueba fidedigna en la que basarnos para ofrecer una respuesta. Ya es bastante difícil evaluar las vidas interiores y las motivaciones de nuestros contemporáneos, como para ponernos a pensar en lo que pensaba o sentía la gente en Egipto o Sumeria. Lo mejor que podemos hacer es considerar la manera como hombres y mujeres ideales han aparecido representados en pinturas y esculturas de todas las épocas. Estas imágenes no nos dirán con precisión qué clase de personas fueron nuestros antepasados, pero al menos pueden darnos algunas pistas acerca de qué clase de personalidad se valoraba en el pasado.
Como se ha dicho ya en varias ocasiones en este libro, el gran avance con el que la cultura ha contribuido a la evolución es que ha permitido que la información se represente extrasomáticamente. Con la aparición de los pictogramas y luego de la escritura, dejó de ser necesario guardar todo el conocimiento de un individuo o de una cultura en el interior del organismo, almacenado en los senderos de la memoria y del sistema nervioso. Ahora era posible externalizarla en imágenes y libros, y transmitir imágenes de experiencia entre las personas mediante símbolos. La codificación y almacenamiento extrasomático de la información permitió una acumulación de conocimiento de una magnitud más allá de cualquier cosa que pudiera haberse almacenado previamente en el cerebro. Tal vez, como resultado de este avance, la humanidad fue capaz de imaginar un nuevo sentido. Una vez que la gente pudo hacer copias de sucesos en un soporte externo, debió darse cuenta de que también podían crearse imágenes de sucesos que no habían presenciado directamente. Por eso pudieron concebir representaciones de dioses que nadie viera y describir acontecimientos que nunca sucedieron. La imaginación se emancipó a sí misma de su antigua tarea como fiel registradora de la realidad, y siguió su camino como realidad sui generis, conduciendo a los humanos bien hacia triunfos inesperados o en otras ocasiones a meros espejismos.
Pero claro está, las imágenes no pueden presentar una imagen "verdadera" de la realidad. Las coordenadas cartesianas, los rayos X o los mapas de colores del cerebro son sistemas que hemos aprendido para mediar visualmcnte ciertos aspectos de la realidad que consideramos importantes, de manera que la mente pueda aprehenderlos. Estas imágenes están tan restringidas por las limitaciones de nuestro sistema nervioso y de nuestras necesidades de supervivencia como las imágenes que tiene una abeja de su entorno están limitadas por las capacidades representativas de la abeja.
Uno de los aspectos más importantes de experiencia que los humanos han intentado representar mediante imágenes es su propio Yo. Cuando el Yo empieza a depender cada vez más de aprender y no en confiar simplemente en un comportamiento genéticamente programado, sus representaciones empiezan no sólo a referirse a rasgos visibles del cuerpo físico, sino que también incluyen cualidades psicológicas, las esencias espirituales que las personas han experimentado en sí mismas o bien que desean realizar. Si la evolución humana ha de continuar, será gracias a nuestros esfuerzos por hacer honor a las imágenes cada vez más complejas de nuestros Yoes.
La mayoría de las veces, las imágenes del Yo creadas por la gente del pasado no tenían la intención de representar el Yo tal y como es, sino más bien como debería ser. En las pinturas rupestres el cazador suele aparecer como alguien que ha tenido éxito en la caza, las primeras figuras de la fertilidad muestran a mujeres gordas con pechos y traseros enormes, los faraones egipcios aparecen invariablemente representados victoriosos sobre sus enemigos. Estas distorsiones de la realidad son por completo funcionales, claro está, ya que tienen el propósito de impulsar al individuo hacia estados de ser más deseables.
Objetos personales
Las imágenes del Yo ideal suelen aparecer grabadas o incrustadas en objetos que las personas llevan en sus cuerpos o bien grabadas sobre el propio cuerpo. Estas imágenes no siempre son descripciones literales de los individuos; a menudo suelen consistir en objetos que simbolizan cualidades importantes del Yo. Una categoría universal de objetos que representan aspectos importantes del Yo incluyen los que una persona lleva sobre sí misma. Tienden a ser objetos que se llevan puestos a fin de aumentar el poder del portador para controlar la energía, para derrotar a los oponentes, para obtener lealtad, para atraer la atención y la envidia. Tal vez las formas más simples de este tipo son las decoraciones corporales, las pinturas y tatuajes que los pueblos analfabetos se aplican directamente sobre la carne, transformándola de sustancia natural a entidad cultural. «Las pinturas del rostro —escribe Lévi— Strauss sobre los indios caduevos del Brasil— le confieren al individuo su dignidad como ser humano; le ayudan a cruzar la frontera desde la naturaleza a la cultura, y desde el animal "irreflexivo" al hombre civilizado. Además, difieren en estilo y composición según la posición social, y por tanto tienen una función social». Son muchos los mensajes que esas decoraciones transmiten, siendo una de las más típicas la posición que ocupa una persona en la red familiar. Así pues, un tatuaje cumple la función de chapa de identidad y señala el hecho de que su portador no es un ser humano solitario sino miembro de una red social. En otras palabras, que si atacas a ese hombre estarás atacando a todo su grupo.
El siguiente nivel de complejidad lo constituyen los diversos adornos confeccionados con plumas, tejido o metal, que testimonian tanto la posición social del portador como sus logros individuales. Algunos arqueólogos creen ahora que el primer uso dado a los metales no fue la forja de armas o herramientas, sino la creación de ornamentos corporales:
Se ha comprobado que en diversas zonas del mundo, sobre todo en el caso de las innovaciones metalúrgicas, que el desarrollo del bronce y otros metales en objetos útiles fue un fenómeno muy posterior a su primer uso como materiales nuevos y atractivos, utilizados en contextos de ostentación... En la mayoría de los casos, la metalurgia temprana parece haberse practicado sobre todo porque sus productos contaban con propiedades novedosas que los convertían en atractivos como símbolos y como adornos y ornamentos personales, de manera que, al atraer la atención, podían atraer y aumentar el prestigio.
Actualmente, el uso de adornos para mejorar la propia imagen también resulta obvio. La corbata roja indica que su portador es ambicioso; el cabello teñido, la cirugía estética, los cosméticos, la joyería y la ropa de moda son maneras de hacer que el Yo parezca más deseable o prestigioso de lo que es en realidad. Históricamente, los ornamentos corporales masculinos tendían a representar poder como fuerza física o control sobre otras personas o bienes; el poder de las mujeres se representó tradicionalmente por su habilidad para atraer hombres gracias a sobresalientes atributos sexuales, la promesa de fertilidad o sugerencias indirectas de correctos quehaceres domésticos. Todos estos esfuerzos eran claramente una extensión cultural de los marcadores biológicos que poseen tantos insectos, pájaros y mamíferos a fin de dar la impresión de ser más grandes, más fieros o más atractivos, dependiendo de la función que los marcadores se supone que han de anunciar.
En diferentes culturas se pueden adoptar objetos especializados para representar distintas dimensiones del Yo. Entre muchas tribus amerindias, los adultos llevan "hatillos medicinales" alrededor del cuello, donde se guardan objetos que simbolizan el conocimiento o los logros especiales del propietario: algunas hierbas medicinales potentes, los dientes y garras de un oso derrotado en lucha cuerpo a cuerpo.
En nuestra época, la gente lleva una gran variedad de objetos para simbolizar la cualidad deseable de sus Yoes. La mayoría de las carteras de los hombres y los bolsos de las mujeres contienen el equivalente de un hatillo medicinal cheyenne. Además paseamos relojes, bolígrafos, calculadoras de bolsillo, teléfonos móviles y otra parafernalia calculada para damos seguridad a nosotros mismos e impresionar a los demás con nuestros poderes. El coche que uno conduce, más que cualquier otro objeto particular, se ha convertido en nuestra cultura en una representación y extensión del Yo ideal. Con su descarado simbolismo totémico y apariencia puramente cosmética, se convierte en toda una declaración de principios que resulta difícil ignorar acerca de quién consideramos que somos o queremos ser. Los objetos personales sirven, pues, en parte como muletas psicológicas, recordando a su poseedor su capacidad para hacer frente al mundo; en parte sirven para crear una imagen que dará al propietario cierta ventaja en sus interacciones con los demás.
Objetos domésticos
Mientras que los objetos personales que se llevan en el cuerpo parecen tener sobre todo propósitos defensivos, creando por así decirlo una armadura simbólica contra los peligros del mundo externo, los objetos que uno colecciona en su casa sirven una función distinta. Como son más privados, su función parece ser crear orden y claridad interna en la concepción del Yo del propietario, en lugar de crear una impresión externa.
La parte más importante de la casa en Roma, China y en otras muchas culturas, ha sido el rincón reservado para las imágenes ancestrales. La persona viva adquiere identidad y sentido en relación a los familiares fallecidos cuyas vidas pasadas fueron memorializadas en máscaras, estatuillas y otros símbolos que se ven y veneran a diario. El individuo es poca cosa fuera de la corriente de vida representada por el grupo familiar que se renueva eternamente. Allí donde el cristianismo sustituyó la idea de una familia universal regida por Dios Padre, las imágenes sagradas tuvieron precedencia sobre las que representaban relaciones terrenales. Los iconos de Cristo, su madre y los santos se convirtieron en el centro simbólico del hogar, al que la gente podía dirigirse para aclarar y reafirmar sus identidades.
En los hogares contemporáneos, la mayoría de las personas construye un entorno simbólico repleto de imágenes que le ayudan a recordar quiénes fueron, a confirmar quiénes son y a prefigurar el tipo de personas que les gustaría ser en el futuro. Pero en lugar de utilizar iconos ya hechos y validados cul— turalmente, del tipo tan predominante en culturas del pasado, hoy en día debemos construir nuestra propia visión del Yo, en gran medida a partir de nuestras experiencias personales. Sí es cierto que las referencias visuales de antepasados y familiares siguen siendo asombrosamente importantes, incluso en los hogares más modernos, pero su enjundia debe estar validada a nivel personal, en lugar de limitarse a tomarla prestada de un guión cultural generalmente compartido y aceptado.
En un estudio realizado con trescientos miembros de ochenta y dos familias que vivían en la zona metropolitana de Chicago, hallamos una variedad de objetos muy amplia que servía para representar aspectos sobresalientes del Yo de su propietario. Por ejemplo, mobiliario, equipos de música, libros e instrumentos musicales estaban entre las cosas que los propietarios solían mencionar más a menudo como representativas de dimensiones importantes del Yo. Una silla en la sala de estar era muy especial para un hombre porque su práctico y económico diseño expresaba a la perfección sus propios valores. Su esposa apreciaba mucho un viejo asiento abati— ble porque ahí solía amamantar a sus hijos cuando eran pequeños. Su hijo prefería una tercera silla porque era como un trampolín en la que podía rebotar, sintiéndose libre. Cada una de aquellas sillas era un recordatorio concreto de un aspecto importante del Yo para un miembro distinto de la familia.
Al igual que en las culturas más antiguas, la relación moderna de los estadounidenses con la familia sigue siendo una de las dimensiones centrales del Yo, objetivada en símbolos caseros. Los antepasados y parientes son recordados sobre todo a través de las vajillas y los muebles heredados; además, las pinturas tienden a recordarle a la gente más a sus padres, y las esculturas más a sus madres. A diferencia de culturas an— teriorcs, las cosas que simbolizan a los hijos y a otros descendientes eran tan evidentes como los objetos que simbolizaban a los antepasados. Las fotografías fueron los objetos mencionados más a menudo como algo especial porque les recordaban a los propietarios a sus hijos, a sus nietos o a la familia en general. Para los abuelos, las fotografías eran los objetos más valiosos de la casa, siendo mencionadas por el 37 %; para los padres fueron los sextos objetos más mencionados (22 %); sólo el 10 % de la generación más joven mencionó las fotos, convirtiéndolas en la decimoquinta categoría más frecuente. Para esta generación más joven los aparatos de música eran los principales objetos del hogar, mencionados por el 45 % de los adolescentes entrevistados.
Otro aspecto del Yo que representa el entorno simbólico del hogar son los ideales del propietario. Suelen ser revelados por libros (27 % de los casos), plantas (12 %) e instrumentos musicales (7 %). Pero de vez en cuando aparece un viejo par de botas de escalada, un trofeo de caza o el diario que se escribió en secundaria. Valores, creencias e incluso el sentido de quién se es se ven constantemente zarandeados, desafiados y carcomidos a través del trato con el mundo exterior. Al regresar a casa cada día la gente no sólo se recupera físicamente, sino que también renueva y reafirma su identidad al interactuar con objetos que contienen imágenes deseadas del Yo.
Representaciones colectivas
Hay otro conjunto de imágenes que se invoca cuando los individuos se encuentran en terreno público para inventar o reafirmar su identidad colectiva. Desde las primeras danzas torpes alrededor de la hoguera de nuestros antepasados homínidos, hasta las extravagantes ceremonias inaugurales y clausúrales de las últimas Olimpiadas transmitidas por televisión a todo el mundo, intentamos hallar expresiones simbólicas para nuestras relaciones con gente que no está vinculada con nosotros por vínculos familiares, así como con las misteriosas fuerzas inmanentes en el cosmos. A menudo las imágenes son auditivas o cencstésicas en lugar de visuales, como en el ritmo de las danzas tribales; o las zumbadoras (churingas) que los aborígenes australianos hacen girar para crear la impresión de una fuerza espiritual omnipotente que, como dijo Durkheim: «Se halla entre las cosas eminentemente sagradas; no hay nada que lo supere en dignidad religiosa», o los pífanos molimo que utilizan los pigmeos de Ituri en África para despertar a los árboles sagrados del bosque cuando una desgracia se cierne sobre la tribu. En todos esos casos —al igual que en los conciertos de rock, tan importantes en la experiencia de nuestros jóvenes— el sonido envuelve a los diferentes individuos y crea en ellos una sensación de pertenencia conjunta a una potente entidad grupal. Es probable que sin esas experiencias colectivas nos hubiésemos sentido todavía más aislados e indefensos de lo que ya nos sentimos.
Una herramienta muy antigua para unir visualmente a los individuos con las fuerzas sobrenaturales son las máscaras que se llevan en ocasiones ceremoniales, y que suelen representar a dioses, héroes o espíritus ancestrales importantes para la identidad del grupo. Para los hopis, así como para los grupos tribales de Nueva Guinea, llevar una máscara es uno de los medios más extendidos de transformarse uno mismo, pasando de ser un mortal insignificante a representar la imagen de una entidad poderosa y significativa. Monti nos ofrece un buen relato de la función trascendente de las máscaras:
Desde un punto de vista psicológico el origen de la máscara
también puede explicarse por la aspiración más atávica del
ser humano de escapar de sí mismo a fin de enriquecerse a través de la experiencia de existencias diferentes —un deseo que obviamente no puede satisfacerse al nivel físico— y a fin de aumentar el propio poder al identificarse con fuerzas universales, divinas o demoníacas, sean las que fueren. Se trata de un deseo de romper la constricción humana de los individuos conformados en un molde específico e inmutable y cerrado por un ciclo de nacimiento-muerte que no deja posibilidad de elegir conscientemente aventuras existenciales.
Las culturas anteriores a la introducción de la escritura también desarrollaron imágenes más abstractas para representar las fuerzas colectivas que reivindicaban. En Australia, entre los objetos sagrados de los arunta que simbolizaban la fuerza esencial del clan estaba el nurturyci, un hatillo de palos o lanzas que se reunía en el centro de la aldea en ocasiones rituales. Los romanos utilizaron este mismo símbolo para representar la autoridad del Estado para castigar a los infractores de la ley. Los funcionarios públicos de la antigua Roma estaban rodeados de lictores que llevaban haces de olmo o palos de abedul atados juntos mediante correas rojas; siempre que aparecían esos fasces, cualquier perturbación o agitación se calmaba, impresionada ante el símbolo del poder colectivo. En 1919, el Partido Fascista de Mussolini adoptó su nombre de los fasces, que también implican el lema "La unión hace la fuerza": sólo se puede romper un palo cada vez, y cuando se unen, el haz es irrompible. La legibilidad universal de esta imagen de fuerza que puede hallarse en la unidad queda demostrada por el hecho de que aparece visiblemente incluso en el atril del orador en el Congreso de los Estados Unidos.
Los símbolos religiosos colectivos también representan poder, aunque de un tipo sagrado en lugar de laico. Tal y como señaló Henry Adams, las grandes catedrales medievales actuaban como almacenes gigantes de energía psíquica, equivalentes a las enormes turbinas eléctricas de hace un siglo. Las analogías actuales deberían ser los reactores nucleares, los aceleradores de partículas y los centros espaciales. Transforman la mano de obra física requerida para construirlas en asombrosas imágenes de fuerzas misteriosas, que a su vez refuerzan la autoestima de quienes se identifican con ellas.
El poder colectivo, sobre todo de la variedad religiosa, no equivale necesariamente a fuerza física o control material. Muchas catedrales góticas estuvieron dedicadas a la Virgen María, y las imágenes de modestia, sufrimiento y dulzura asociadas con ella son mucho más típicas de la iconografía cristiana que la representación de la fuerza en sí misma. Pero en la concepción cristiana del mundo, los mansos heredarán la tierra; la dulce intercesión de la Virgen influye en el poder de Dios Padre. El poder es un concepto mucho más sutil de lo que imaginó Stalin cuando preguntó burlón de cuántas divisiones disponía el papa.
No obstante, la mayoría de las imágenes que la gente crea de sí misma, tanto a nivel personal como colectivo, son en cierto modo una expresión de poder, tanto si ese poder implica influir a los demás, controlar el curso de los acontecimientos o simplemente salirse con la suya. Claro está, desde una perspectiva evolutiva, las imágenes del Yo cumplen una importante función. Podría decirse que suministran los objetivos, prevén las posibilidades de ser y luego nos arrastran hacia el futuro. ¿Pero son algunas de esas imágenes más útiles que otras al hacernos emprender ese viaje?
Imágenes del Yo ideal
¿Dónde podemos encontrar las imágenes que la humanidad ha creado para darse una dirección, un objetivo hacia el que aspirar? La tarea de elegir ejemplos relevantes se ve dificultada por la extremada riqueza de la imaginación humana. Existen tantas representaciones de dioses, ángeles, demonios y animales antropomórficos, que resultaría tentador utilizar como modelos, pero que a fin de cuentas han de rechazarse por irrelevantes... La manera como se representan dioses y demonios nos dice algo acerca de la visión de una cultura acerca de las fuerzas sobrehumanas que la rodean, pero es precisamente en el interior del ámbito más estrecho de representaciones de los hombres y mujeres de hoy en día donde debemos buscar las aspiraciones de esa cultura.
En la tradición occidental, el ideal de perfección humana fue fijado hace casi tres mil años por los escultores griegos. En Egipto, China y la India se han desarrollado modelos distintos pero no obstante reconocibles. Pero fuera de los perímetros de lo que solía denominarse las grandes civilizaciones, resulta más difícil reconocer representaciones de seres humanos individualizados, de figuras de hombres y mujeres que hayan existido realmente. El típico estilo de las complejas culturas de Melanesia, África y el Nuevo Mundo tal vez podría denominarse expresionista. Los cuerpos tienden a aparecer distorsionados de manera que subrayan rasgos o características deseadas o mágicamente importantes: ojos enormes, genitales colosales. Las posturas de los cuerpos están formalizadas, dispuestas según líneas prescritas y ritualizadas.
Desde luego, la diferencia entre los grabados que aparecen en una canoa de guerra maorí y un friso en un antiguo templo egipcio o griego pueden tan sólo ser una cuestión de grado, y la imaginería no occidental pudiera ser un indicador muy acertado de la personalidad ideal de su época. Una postura rígida y prescrita por el ritual podría significar que una persona era disciplinada, que controlaba su cuerpo y se mantenía en armonía con las leyes de los dioses y la tribu. Estaba claro que era de desear contar con un falo erecto. ¿Qué mejor modelo de un hombre que un ser sexualmente supcrdotado? Incluso los faraones se rodeaban de obeliscos fálicos enormes, y los bustos romanos se alzaban sobre plintos decorados con penes erectos.
Sin embargo, contamos con más conocimientos al tratar de interpretar el mensaje de las imágenes humanas esculpidas durante el período clásico de la cultura griega. Así es como, por ejemplo, interpreta Arnold Hauser la iconografía de los kouroi arcaicos del siglo vn a.C. y estatuas posteriores de la época de Policleto:
Ahora es cuando se sientan los fundamentos de la ética de la nobleza: la concepción de arete, con sus rasgos dominantes de adecuación física y disciplina militar, desarrollados sobre una tradición, un nacimiento y una raza; de kalokagathia, el ideal del equilibrio adecuado entre cualidades corporales y espirituales, físicas y morales; de sophrosyne, el ideal de autocontrol, disciplina y moderación.
Hauser dice que, hacia finales de la era aristocrática de Grecia, cuando los nobles combatientes empezaron a perder el control político frente a los mercaderes cada vez más ricos, intentaron que se esculpiesen en mármol las virtudes que su propia clase reivindicaba. Buena forma física, moderación y autodisciplina eran, supuestamente, los rasgos que justificaban la soberanía de la nobleza guerrera. Las estatuas que representaban estas cualidades se utilizaron como salvaguardia contra las pretensiones de ambiciosos mercaderes que intentaban usurpar este poder. Hauser también dice que las estatuas esculpidas pocos siglos después, en la época de Praxíteles y Lisipo, revelan los cambios de valores que la victoria de la clase de los mercaderes provocó en Atenas. Las figuras humanas tienen ahora un aire humanista, que da énfasis a la belleza por encima de la fuerza, a la inteligencia despierta en lugar de al carácter resuelto y a la espontaneidad sobre la disciplina.
Muchos de los ideales sugeridos por las primeras esculturas griegas también aparecen implícitos en las típicas representaciones humanas del arte oriental, sobre todo en las figuras de sabios y bodhisattvas, los iluminados. La sonrisa arrobada, la energía condensada, la serenidad del griego kouros, controlada por algún tipo de disciplina interna, se ven duplicadas en miles de imágenes del Buda por todo Extremo Oriente. A pesar de las vastas diferencias culturales, todas las grandes civilizaciones, desde Egipto a Japón, han imaginado un estado de consciencia similar como la expresión más elevada del Yo. Tiene que ver con un poder tranquilo, con la energía controlada de quien está en paz consigo mismo y con el mundo.
Parte de esta serenidad interior sobrevivió a la destrucción de las civilizaciones clásicas. Las, por otra parte, lúgubres figuras del arte bizantino retuvieron en sus hechizadoras miradas un asomo de esa paz, que continuó insuflando los semblantes medievales. Los grandes ciclos de frescos sobre los muros de las catedrales esbozaban de una manera incluso más colorista y veraz lo que era el ideal de una vida cristiana, para instruir a los fíeles. Mártires y vírgenes aparecieron representados en todo su esplendor moral, las recompensas de los justos aparecieron visualmente catalogadas y los sufrimientos de quienes no estaban a la altura de lo que la Iglesia esperaba de ellos también se representaron con un detalle atroz.
Los educadores cristianos creyeron que exponer a los niños a las imágenes de los santos era una manera eficaz de ilustrar las virtudes deseables, y tal vez de inculcárselas. Así pues, a finales del siglo xiv, Giovanni Dominici recomendaba que uno debería tener:
pinturas en casa de jóvenes santos o vírgenes, con los que vuestros hijos, incluso en pañales, pudieran deleitarse en ser como ellos... Me gustaría que viesen a Inés con el cordero, a Cecilia coronada de rosas, a Isabel con muchas rosas, a Catalina en la rueda, con otras figuras que pudieran inculcarles el amor por la virginidad acompañando la leche de su madre, deseo de Cristo, odio por los pecados, disgusto ante la vanidad, evitar las malas compañías y un principio... de contemplación del supremo Santísimo.
El Renacimiento, como en la época de Praxíteles en Grecia, fue un período en el que la forma humana casi reventó su caparazón defensivo y obtuvo una rara espontaneidad y libertad. Ebrias de posibilidades, las figuras podían adoptar cualquier forma y emprender cualquier aventura; no había límites para la humanidad. El poder del Yo ideal dejaba de provenir de la obediencia a la autoridad divina, pasando ahora a depender de la determinación del individuo para desarrollar al máximo el potencial de su ser. Una pintura bien ejecutada podía incluso ayudar a la procreación de hijos bellos, tal y como sugirió Giulio Mancini a principios del siglo xvn:
Las cosas lascivas deben colocarse en las habitaciones privadas, y el padre de la familia debe mantenerlas tapadas, descubriéndolas únicamente cuando esté ahí con su esposa, o con alguien íntimo no demasiado remilgado. Esas mismas imágenes lascivas son apropiadas para la habitación donde uno trata con su esposa; porque una vez vistas sirven para excitar y hacer hijos hermosos, sanos y encantadores... Porque los padres, al ver esas imágenes, imprimen en
su semilla una constitución similar a la que vieran en el objeto o figura.
Hicieron falta varios siglos para que menguase el optimismo del Renacimiento. Para finales de la primera guerra mundial, pocos artistas occidentales mantenían una creencia en el ideal de la perfección humana. En las últimas generaciones la forma humana ha sido representada en formas no vistas en Europa desde antes de que las grandes civilizaciones iniciaran su difícil periplo hacia un futuro esperanzador. Los grandes artistas de este siglo han dejado de idealizar a hombres y mujeres, y en su lugar han tomado prestadas las imágenes distorsionadas del arte tribal, de los garabatos infantiles y el arte de los dementes. Probablemente sea un error pensar que los africanos que originalmente tallaron las máscaras que más tarde inspiraron a Picasso o Klee estuvieran expresando un temor existencia! básico, como han afirmado algunos críticos de arte. Pero está claro que los artistas occidentales que replicaron sus obras estaban representando su desesperación ante la condición humana a través de los rasgos distorsionados de su pintura.
Ya desde hace muchos años, el arte dominante parece haber abandonado toda esperanza de ser capaz de proporcionar un modelo de Yo que resulte viable. En nuestro siglo, sólo han existido tres corrientes de imágenes idealizadas de la humanidad. Dos de ellas fueron políticas, y las utopías que defendieron a través de su arte resultaron ser horribles fracasos. Los regímenes fascistas presentaron una versión muscular y tosca del ideal de arete griego como modelo para la raza aria destinada a heredar la tierra. La estatuaria del Foro Itálico mussoliniano, o los ministerios hitlerianos de Berlín proporcionaron una representación concreta del individuo in— timidatorio, despiadado y robótico que le convenía a la ideologia dominante. El otro ideal humano inspirado en la ideología política fue el representado por el realismo socialista. Durante medio siglo, el experimento comunista generó una enorme cantidad de pinturas y estatuas representando jóvenes de mejillas rosadas sumergidos en innumerables y útiles proyectos, desde cosechar y pescar a reparar tractores y alimentar niños. Menos monumental que el arte fascista, la variedad soviética tal vez resultó más vacua. El Yo que representó era, obviamente, una criatura propagandística sin casi relación alguna con la realidad social que pretendía representar. Y lo que todavía es peor, no tuvo relevancia alguna para el futuro inmediato.
El tercer conjunto de imágenes que representa un Yo ideal es el proporcionado por los medios de información occidentales, por lo general al servicio de la publicidad comercial. Desde las jovcncitas a la moda de los felices veinte, utilizadas para promocionar cosméticos o cigarrillos, a la generación "pepsi" y los anuncios de televisión que venden cerveza, una forma de representación claramente explotadora de lo que significa ser humano se ha apoderado de nuestro entorno visual. Su propósito es atraer nuestra atención hacia un producto concreto y asociarlo con pensamientos y sensaciones deseables, induciéndonos a comprar, aumentando así su cuota de mercado. Para conseguirlo, los productos suelen asociarse con jóvenes saludables que parecen estar pasándoselo bomba.
El ideal de individualidad que emerge de esas imágenes comerciales carece de cualquier indicación de la autodisciplina equilibrada de los primeros héroes griegos, del éxtasis espiritual de los santos cristianos, del fanatismo ideológico de los desnudos fascistas o del autoengaño colectivo de los trabajadores soviéticos. Lo que muestran es una buena salud animal, contento sensual y una carencia de preocupaciones o responsabilidades que pudiera interferir con disfrutar de la última moda consumista o estimulación sensorial. La iconografía de la publicidad moderna suele dar la impresión de ser un regreso al fetichismo y totemismo de nuestros distantes antepasados. Según Martin Esslin, que considera los anuncios televisivos como un drama religioso, el universo moral del anuncio televisivo
es esencialmente el de una religión politeísta. Se trata de un mundo dominado por un acendrado panteón de poderosas fuerzas, que literalmente residen en todo artículo de consumo... Si el viento y las aguas, los árboles y arroyos de la antigua Grecia estaban habitados por gran variedad de ninfas, dríades, sátiros y otras divinidades locales y concretas, lo mismo sucede con los anuncios de televisión. El politeísmo al que nos enfrentamos en este caso es pues bastante primitivo, cercano a las creencias animistas y fetichistas.
Otros comentaristas han comparado la publicidad a un evangelio, «una fuente esencial de referencia donde nos descubrimos a nosotros mismos revelados... Además, cada forma proporciona una imagen de control para que nuestra consciencia nos perciba a nosotros y a nuestro mundo». El mundo que percibimos a través de esos medios está repleto de cosas semianimadas que reclaman atención y dinero, y los Yoes que percibimos son los de consumidores intentando validar su identidad a través de la posesión de cosas.
El mensaje de esas imágenes es que la meta más elevada es vivir una vida de placer despreocupado. Pero claro, no se trata de un tema especialmente novedoso u original: tal y como intentó demostrar Sorokin, las culturas sensatas se han alternado con culturas inclinadas a valorar otras ideas aparte del placer, al menos según los registros históricos con los que se cuenta. Tal vez las figuras liberadas del arte renacentista se acerquen mucho a la hora de transmitir una imagen del Yo similar a la que nos rodea en el medio del arte comercial. Pero es probable que los observadores contemporáneos consideren que las representaciones humanas del Renacimiento sean más interesantes, que sugieran más pensamientos y emociones complejas que sus homologas contemporáneas, obsesionadas con el narcisismo y el fetichismo de los objetos.
Así pues, no parece que ni los artistas, ni los dos grandes movimientos políticos del siglo, ni tampoco las energías comerciales de la época hayan tenido éxito a la hora de proporcionar una representación viable del Yo sobre el que pudieran modelarse formas de ser factibles de cara al futuro. ¿Significa eso que nos hemos quedado sin ideas de cara al nuevo milenio y que los artistas están justificados al representar la forma humana como una figura sacada de garabatos infantiles o de un esquizofrénico? ¿Es correcto este análisis implícito acerca de en qué nos hemos convertido sin que haya modo de imaginar una manera positiva de ser humano? ¿O es que nuestra imaginación sólo se ha bloqueado de manera temporal y con el tiempo podríamos pergeñar una nueva representación del Yo ideal?
El Yo del futuro
Voy a suponer que la correcta es la última opción. No obstante, por definición es imposible adivinar qué forma puede adoptar dicha representación. Pero como el tema no es precisamente trivial, valdría la pena especular acerca del tipo de imágenes que pudieran llegar a encarnar las cualidades a las que aspirásemos.
La posibilidad más obvia es que la imagen futura del Yo recapitule algunas de las características del pasado: el dinamismo físico de las diosas clásicas griegas o los atletas, combinada con la serena concentración interior de los kouroi o los bodhisattvas. Con ello, en esta coincidentia opposito— rum se combinarían las cúspides de la complejidad humana. ¿Pero existe actualmente una expresión visual de este estado de ser? Tal vez para inspirarnos deberíamos fijarnos en las películas: Gary Coopcr en Sólo ante el peligro, o Los siete samurais, o incluso la imagen del astronauta encarnado en la valerosa princesa Leia o en el impetuoso Luke Sky vvalker.
Una posibilidad más radical es que los rasgos externos —belleza, carácter, la máscara de la personalidad— sean cada vez menos importantes. Los artistas serios ya han abandonado todo intento de representar la apariencia exterior de los individuos. ¿Y qué ocupa su lugar? Tal vez el punto de mira se traslade a la descripción de la complejidad interna. El ordenador pudiera convertirse en la metáfora del Yo: el organismo como una maquinaria increíblemente compleja. Tal vez sería algo parecido a HAL, el ordenador principal a bordo de la nave espacial en 2001 de Kubrick; o el mundo informati— zado de Tron.
Finalmente está lo que a falta de un término mejor podríamos denominar el Yo cósmico. Un ejemplo de ello es el personaje de Kevin Costner en la película Bailando con lobos. Este modelo apunta hacia una integración del individuo en unidades más grandes y complejas: con otras culturas, con la humanidad como un todo, con otros animales y con el paisaje natural. El destino más extremo a lo largo de esta trayectoria esta el "Yo cuántico", que se define a sí mismo a través de la unión con la totalidad de la existencia, con la energía que palpita en el cosmos.
Está claro que los artistas tienen ante sí un enorme reto a la hora de visualizar y representar las posibilidades más radicales de ser. Pero entonces, ésa es la tarea a la que siempre se ha visto enfrentado el verdadero artista. Como escribió Karl Jaspers: «El ser humano es una posibilidad abierta, incompleta e incompletable. Por ello siempre es más y distinto de lo que quiere realizar en sí mismo». No obstante, es responsabilidad nuestra intentar imaginar lo que ese ser humano podría llegar a ser en el siguiente escenario de su historia. De no hacerlo, la evolución continuará adelante a ciegas. No obstante, nos hemos adentrado en el futuro demasiado como para limitarnos a permitir que las cosas funcionen por sí mismas. Y no podemos trazar un rumbo esperanzador sin modelos significativos, sin imágenes realistas de aquello en lo que podemos convertirnos.
EL DESARROLLO DEL Yo A LO LARGO DE LA VIDA
Los psicólogos que estudian el desarrollo humano tienden a estar de acuerdo en que es típico contar con diversas metas en momentos diferentes del ciclo de la vida. En otras palabras, las prioridades alrededor de las que las personas ordenan su energía psíquica cambian con el tiempo. Los niños suelen empezar valorando sus necesidades físicas inmediatas, como seguridad, alimentos y comodidad, y sus Yoes se organizan para ocuparse de ellas. Pero hay gente que no pasa nunca más allá de esta fase y que continúan inviniendo toda su energía vital en atender únicamente al cuerpo y sus necesidades. Aunque estas necesidades suelen ser esenciales, para la mayoría de las personas emerge un nuevo conjunto de valores, lentamente, que incluso llegan a tener prioridad, basados en la necesidad de ser aceptados, amados y respetados por los demás. En esta etapa, una persona empezará a seguir las normas de su comunidad aunque éstas no le reporten una ventaja inmediata, e intenta convertirse en un ciudadano responsable y de fiar. Pero si ésos son los únicos valores que se reconocen, se corre el peligro de que la vida quede reducida a una conformidad irreflexiva. Con el tiempo, ese tipo de valores sociales generarán a su vez para algunos individuos, metas nuevas y antitéticas: el impulso de ser independiente y autónomo. Quienes llegan a esta etapa están totalmente individualizados, son únicos e interesantes. Al final, la persona que se ha diferenciado vuelve a invertir la atención en metas más amplias y obtiene satisfacción ayudando a una causa más grande que el Yo, pero no por obligación o conformidad, sino a través de una convicción razonada.
Muchos especialistas que han estudiado cómo cambian las personas a través del ciclo vital, han descrito los mismos patrones, más o menos independientemente. Algunos ejemplos son los psicólogos Abraham Maslow, que estudió cómo las necesidades básicas se van convirtiendo en valores; Larry Kohlberg, que investigó el desarrollo de la moralidad; Jane Loevinger, que estudió el desarrollo del ego, y James Fowler, que se interesó en saber cómo se desarrolla la fe. En cada uno de esos casos, estos científicos sociales describen un proceso dialéctico entre diferenciación e integración, entre dirigir la atención hacia el interior y luego al exterior, entre valorar el Yo y después la comunidad más amplia. No se trata de un movimiento circular que regrese al principio, sino que más bien se parece a una espiral ascendente, en la que la preocupación por el Yo se va volviendo más capacitada para dedicarse a objetivos menos egoístas, mientras que la preocupación por los demás se hace más significativa a nivel individual y personal. En el mejor de los casos, este proceso de crecimiento en espiral resulta en alguien como Albert Schwcitzer, el filósofo que interpretaba a Bach de maravilla al órgano y que pasó gran parte de su vida dirigiendo un hospital benéfico en Gabón, en la antigua África ecuatorial francesa, o alguien como el poeta Faludy o Suzie Valdez.
Esta línea de desarrollo no está únicamente limitada al ciclo vital estadounidense u occidental. También puede hallarse la misma espiral ascendente entre los polos alternativos de valores personales y comunitarios en otras culturas. Por ejemplo, se espera que la carrera ideal de un brahmán oscile entre estos mismos polos: primero se supone que ha de ser un hijo deferente, luego un erudito religioso, al llegar a la mediana edad un granjero afortunado y un hombre familiar, y finalmente, en la vejez, un monje que se retira de la vida activa para meditar en los bosques. Lo que resulta quizás más interesante es que este patrón acerca de cómo los individuos aprenden a valorar metas diferentes al ir madurando, puede que en realidad esté reflejando la evolución del Yo en la historia de la raza humana.
Quienes estudian el desarrollo biológico humano gustan de señalar que el proceso a través del que maduran los organismos individuales —desde la concepción al crecimiento máximo— se parece a la manera como toda la especie evolucionó a lo largo de millones de años. La frase de que "la ontogenia recapitula la filogenia" hace referencia al hecho de que, por ejemplo, los embriones humanos en la matriz pasan por fases en las que primero parecen un pez, luego ranas, a continuación cerdos y otros embriones de mamíferos, como si cada bebé repitiese el lento y complicado proceso de la evolución humana a cámara rápida, en el curso de unos pocos meses.
Tal vez pueda aplicarse el mismo principio al desarrollo del Yo. Pudiera ser que la necesidad de supervivencia y seguridad fueran las únicas metas con sentido en las primeras etapas de la evolución humana, durante las que el Yo ideal consistía en fertilidad para las mujeres y valentía para los hombres. Luego, se supone que pasarían largos milenios en los que los valores más elevados fueran aquellos que aglutinaban a la comunidad, normalmente basados en creencias religiosas. Tal vez ahora nos estemos aproximando al final de esta fase. Pero como la mayoría de las personas, incluso en una cultura tan individualista como la estadounidense, parece que siguen valorando la conformidad por encima de todo, el futuro bien podrían contar con controles sociales incluso más estrictos, del tipo imaginado por Huxley, Orwell y Koestlcr en sus novelas, en las que una vigilancia continua y las drogas mantenían impensante y dócil a la mayoría. Es posible que todavía nos aguarden miles de años de una conformidad en aumento.
No obstante, al menos desde que los griegos empezaron a valorar la acción independiente y la visión personal, cada vez es más la gente que aspira a una individualidad basada en el desarrollo del potencial personal. El humanismo laico, que hunde sus raíces en la concepción del individuo autónomo imaginado por los pensadores del Renacimiento, ha trasladado el centro de los valores desde el respeto por la voluntad colectiva a los empeños creativos del individuo, responsable de sus propias prioridades. Y unos cuantos de ellos parece que incluso han hallado maneras de utilizar sus agudas singularidades en pro del bien común, alcanzando lo que podríamos llamar una individualidad trascendente. Pudiera ser que tengan que pasar otros cuantos millones de años antes de que estos valores informen la consciencia de la mayoría. Pero parece que nos estamos quedando sin tiempo y que tal vez existan maneras de acelerar este proceso. El egoísmo, la conformidad e incluso el desarrollo de una individualidad singular ya no bastan para dar a la vida un sentido en un momento en que somos capaces de autodestruirnos a nosotros y al entorno, cada vez con mayor facilidad.
Fluir y el crecimiento del Yo
Los niños aprenden a hablar porque disfrutan haciendo preguntas, y andan para poder llegar adonde quieren estar. Aprender es divertido; la excitación de un niño que de repente puede mantenerse en una bicicleta sin caerse, o de un joven delincuente que logra robar una cartera por primera vez, son ejemplos típicos de qué es fluir.
Y cada experiencia fluida contribuye al crecimiento del Yo. Para fluir, uno ha de formular intenciones y tener una manera de calibrar lo bien que lo está haciendo. El Yo está constituido sobre todo por información acerca de objetivos y re— troinformación. Por ello, tras cada episodio que implica fluir, somos un poco distintos a lo que éramos antes. Nuestra consciencia contiene información reciente acerca de qué somos. Por ejemplo, el niño que aprende a ir en bici se va a la cama esa noche sabiendo con orgullo que está ahora más cerca de convertirse en adulto porque ha llegado a controlar su vehículo; el joven raterillo se va a dormir sintiendo que se ha convertido en un profesional.
Sería útil regresar al concepto de complejidad para poder comprender con mayor claridad de qué manera afecta el fluir al Yo. Como ya hemos dicho, la complejidad de un organismo depende de su grado de diferenciación e integración. Eso vale tanto para un molusco como para un ordenador... o el Yo. Y las experiencias fluidas implican ambas dimensiones del Yo.
Para experimentar fluidez, primero debemos reconocer alguna oportunidad de actuar, o desafío. Eso implica sobre todo un proceso de diferenciación. Para reconocer un desafío, uno ha de saber cómo soltar lo consagrado y comprobado, abrirse a otras posibilidades, buscar la novedad, ser curioso, estar dispuesto a aceptar riesgos y experimentar. Por lo general hallamos desafíos que encajan con nuestro temperamento o habilidades innatas. El niño atlético gravitará hacia los desafíos físicos y la competitivideid, el que cuenta con una sensibilidad auditiva especial se sentirá atraído por los instrumentos musicales. Como cada persona se ve enfrentada a un conjunto distinto de oportunidades de acción, descubre más acerca de los límites y potenciales del Yo y se va volviendo más singular.
Esta segunda dimensión de complejidad está relacionada con la adquisición de habilidades. Cuando uno aprende a dominar un desafío, las habilidades implícitas en la actividad pasan a formar parte del repertorio propio; eso comporta un proceso de integración. Para dominar una habilidad se necesita disciplina y paciencia, y para adecuar la nueva habilidad entre los otros atributos y prioridades del Yo, también hace falta cierta cantidad de sabiduría, o conocimiento de uno mismo. Casi todos los niños se ven atraídos a la música en uno u otro momento; la mayoría de ellos querría aprender a tocar un instrumento. Pero son pocos los que adquieren la destreza suficiente como para no sentir vergüenza al tocar frente a una audiencia, y algunos de los que la adquieren se entusiasman tanto, que toda su vida pasa a estar subordinada al flujo de sonidos. Se descuida la familia, a los amigos y otras posibles alegrías de la vida, que acaban olvidándose. En estos casos, una incapacidad para integrar música y otros objetivos inhibe la complejidad del Yo.
La persona T es la que combina armoniosamente esas tendencias opuestas; es original pero sistemática, independiente pero responsable, atrevida pero disciplinada, intuitiva pero racional. Equilibra un sano orgullo a causa de su singularidad con un interés profundo por los demás. Estar en uno u otro de esos polos no es difícil, pero es muy difícil estar en ambos a la vez. No obstante, sólo cuando se resuelve la aparente antinomia entre ambos procesos puede el Yo participar totalmente en el fluir de la evolución.
LAS HABILIDADES DE ESPIRITUALIDAD Y SABIDURÍA
Si uno intenta convertirse en un trascendedor, ¿debería primero concentrarse en adquirir habilidades o en la capacidad de reconocer desafíos? La respuesta es que un organismo debe desarrollarse en todos los frentes al mismo tiempo. Uno no puede hacer que crezca primero el esqueleto de huesos y luego empezar a "criar" músculos; ninguna parte del cuerpo es totalmente independiente del resto. En nuestro caso, una persona sin habilidades no puede reconocer un desafío. Pero sin hacer frente a un desafío uno no puede darse cuenta de cuáles son esas habilidades. En la vida real, ambas cosas se desarrollan de manera simultánea, pero como escribir es un proceso lineal, debemos examinarla una tras otra. Empezaremos considerando el tipo de habilidades que conducen a la trascendencia.
En la mayoría de culturas que han realizado la complejidad de la civilización, las cualidades más estimadas son las incluidas en procesos mentales de un carácter particular, que a falta de un término mejor podríamos llamar "espirituales". Las capacidades espirituales incluyen la habilidad de controlar la experiencia directamente, de manipular memes que aumenten la armonía entre los pensamientos, emociones y voluntades de las personas. A quienes practican esas habilidades se les llama chamanes, sacerdotes, filósofos, artistas y sabios de diversos tipos. Son respetados y recordados, y aunque no es probable que se les conceda poder o dinero, se busca su consejo, y su existencia es celebrada por la comunidad en la que viven.
A primera vista resulta difícil comprender por qué la mayoría de las sociedades consideran tan importantes las contribuciones espirituales. Desde una perspectiva evolutiva, daría la impresión de que carecen de valor para la supervivencia. Los esfuerzos de labradores, constructores, comerciantes, estadistas, científicos y trabajadores producen obvios beneficios concretos; ¿que sucede con la actividad espiritual?
Lo que es común a toda forma de espiritualidad es el intento de reducir la entropía en la consciencia. La actividad espiritual tiene por objeto producir armonía entre deseos en conflicto, intenta hallar sentido a los sucesos aleatorios de la vida y trata de reconciliar los objetivos humanos con las fuerzas naturales que entran en conflicto con ellos procedentes del entorno. Aumenta la complejidad al despejar los componentes de la experiencia individual, como bueno y malo, amor y odio, placer y dolor. Intenta expresar esos procesos en memes que resulten accesibles para todos y ayuda a integrarlos entre sí, y con el mundo exterior.
Esos esfuerzos por aportar armonía a la mente suelen estar, aunque no siempre, basados en una creencia en poderes sobrenaturales. Muchas "religiones" orientales, o las filosofías estoicas de la antigüedad, intentaron desarrollar una consciencia compleja sin recurrir a un Ser Supremo. Algunas tradiciones espirituales, como el yoga hindú o el taoísmo, se concentran exclusivamente en alcanzar la armonía y el control de la mente sin ningún interés en reducir la entropía social; otros, como la tradición confuciana posterior, tienen sobre todo por objeto lograr el orden social. En cualquier caso, si la importancia que se concede a dichos empeños es indicativa de algo, la reducción de conflicto y desorden a través de medios espirituales parece ser muy adaptativa. Sin ellos, es posible que la gente estuviera desanimada y confusa, y que la "guerra de todos contra todos" hobbesiana se hubiera convertido en una característica del paisaje social más importante de lo que ya es.
En la actualidad, la espiritualidad experimenta un declive en las sociedades tecnológicas más avanzadas. Se debe en parte a que los memes que validan el orden espiritual tienden a perder su credibilidad con el tiempo y necesitan ser refundidos en nuevas formas continuamente. Vivimos ahora en una era en la que muchos enunciados básicos del cristianismo, que ha sostenido los valores espirituales occidentales durante casi dos mil años, han entrado en conflicto con las conclusiones de la ciencia y la filosofía. Aunque las religiones han perdido gran parte de su poder, la ciencia y la tecnología no han podido generar convincentes sistemas de valores para sustituirlas.
Está claro que ni el humanismo liberal de Occidente ni el materialismo histórico que tan espectacularmente ha fracasado en Europa oriental y la URSS, han sido capaces de proporcionar el sustento necesario para colmar las necesidades espirituales de sus respectivas sociedades. Los Estados Unidos, que pasan por un período de riqueza material sin precedentes, sufren de los síntomas de un aumento de la entropía individual y social: tasas en aumento de suicidios, delitos violentos, enfermedades de transmisión sexual, embarazos no deseados... Por no mencionar una creciente inestabilidad económica alimentada por el irresponsable comportamiento egoísta de muchos políticos y hombres de negocios. El problema queda claramente ilustrado cuando nuestros líderes, como el antiguo presidente Bush, tratan en período electoral de apelar a valores familiares o patrióticos, utilizando viejos clichés sin relación con lo que la mayoría de las personas de esta sociedad sabe o cree. A nivel visceral sabemos que tienen buenas intenciones y podemos estar de acuerdo con gran parte de lo que dicen, pero no existe ninguna convicción intelectual tras sus palabras.
En los antiguos países comunistas, medio siglo, o más, de ideología materialista ha dejado a la gente confusa y desconfiada, sedienta de algo creíble en lo que creer, hasta el punto de volver a abrazar religiones e ideas nacionalistas antes desacreditadas. Todavía no ha aparecido una nueva síntesis en la que basar un conjunto de valores factible, que unifique lo mejor de la sabiduría de las religiones del pasado con el conocimiento actual.
En todas las culturas, la esencia de la espiritualidad parece consistir en un esfuerzo por liberar la consciencia de la esclavitud de las instrucciones genéticas. Los Diez Mandamientos, al igual que las disciplinas yóguicas, como los rituales budistas o las prácticas de casi todas las religiones conocidas, intentan garantizar que la atención no se invierta de manera exclusiva en sus canales "naturales". Por ejemplo, el tradicional catálogo cristiano de los siete pecados capitales contiene memes que intentan contrarrestar un comportamiento demasiado indulgente que, aunque biológicamente hablando, es "bueno para nosotros", puede no ser tan bueno si queremos continuar evolucionando.
Uno de los problemas de nuestro tiempo es que quedan pocos memes efectivos de autocontrol. Para la mayoría de las personas, la noción del pecado está trasnochada sin lugar a dudas y los intentos seculares por canalizar la energía hacia objetivos complejos —como el concepto de buena ciudadanía, orgullo profesional, ley y orden, responsabilidad disciplinada— también han perdido gran parte de su influencia sobre la consciencia humana. No obstante, la necesidad de ayudar a los individuos a ver la necesidad de autodisciplina es tan urgente como siempre. Tal vez si comprendiésemos que para determinar el curso del futuro necesitamos toda nuestra atención, hasta la última chispa de energía psíquica, estaríamos más dispuestos a controlar la codicia natural del Yo, para así poder escuchar la llamada de la complejidad. Después de todo, no sería mal negocio. A cambio de las redundantes recompensas del placer, obtendríamos las siempre estimulantes alegrías del crecimiento espiritual.
El concepto de sabiduría está relacionado con la espiritualidad. Es tal vez la cualidad más asociada con lo que aquí hemos denominado una persona T. Es la característica principal de un Yo complejo. Tal y como dice el mandato de la Biblia: «La sabiduría es lo principal, así que obtén sabiduría» (Proverbios 4,7). ¿Pero qué es sabiduría? A pesar de lo irresistible que ha sido este concepto a lo largo de la historia y en toda civilización conocida, las ciencias no tienen casi nada que decir al respecto. Durante muchos siglos, en Occidente el conocimiento ha seguido de forma creciente metas especializadas en un intento impetuoso de controlar el comportamiento externo de cosas y personas. Ha sido escaso el interés prestado a procesos escurridizos como espiritualidad y sabiduría. Sólo recientemente los psicólogos han vuelto a sentir la obligación de atenderlos.
La sabiduría tiene tres aspectos diferentes. En primer lugar, es una manera de conocer, o habilidad cognitiva. En segundo, es una manera especial de actuar que es social mente deseable, o una virtud. Y finalmente es un bien personal, porque la práctica de la sabiduría lleva a la serenidad y el disfrute internos.
Tres características distinguen a la sabiduría de otros procesos cognitivos que podríamos denominar "inteligencia", "conocimiento científico" o "genio". La primera es que la sabiduría no trata con la apariencia variable y superficial de la experiencia, sino que intenta aprehender las verdades perdurables y universales que la subyacen. En el pasado se asumía que la base de todo conocimiento era Dios, por lo que Tomás de Aquino pudo escribir: «A quien considera absolutamente la causa más elevada de todo el universo, es decir Dios, se le llama sobre todo sabio». Cuando llegan a cierta edad, muchos científicos sienten la necesidad de ser "sabios", abandonando los empeños estrechos de miras de su especialidad, para empezar a hacerse preguntas más amplias acerca de la naturaleza del cosmos. Durante uno de esos períodos de la vida de Einstein, este rechazó la mecánica cuántica porque creía que Dios no jugaba a los dados con el universo. Por desgracia, el científico que intenta apostar su especialidad a la sabiduría, no tarda en perder la credibilidad entre sus colegas.
Pero la búsqueda de la verdad universal no es ni mucho menos exclusiva de grandes científicos o filósofos. Cualquiera que no esté atrapado en los velos de Maya, que vea más allá de las apariencias y que no siga de manera automática los dictados de los instintos y la sociedad, ha alcanzado cierto grado de sabiduría. El primer paso hacia la sabiduría es darse cuenta de que no podemos confiar a ciegas en nuestros sentidos y creencias, y no obstante tener el anhelo de comprender la realidad que se oculta tras nuestra percepción parcial de ella. Una actitud así no está limitada a quienes fueron a la universidad; por el contrario, el dicho que asegura que un conocimiento pequeño es algo peligroso puede aplicarse a muchos individuos que, habiendo dominado un pequeño campo de conocimiento, están tan pagados de sí mismos y satisfechos con su conocimiento que pierden todo interés en ir más allá. Pero el engreimiento intelectual no produce avances evolutivos; hace falta alguien como Sócrates, que se proclamó ignorante a lo largo de toda su ilustre carrera, para sacar nuevos conocimientos a la luz.
En nuestros días la búsqueda de la verdad puede no llevarnos a una a contemplar a Dios, como sucedió con Tomás de Aquino, sino más bien a la comprensión de las causas subyacentes a la realidad, de las relaciones orgánicas entre las diversas fuerzas y procesos presentes en el universo, incluyendo las mentes de hombres y mujeres. Algunos pudieran seguir prefiriendo dar el nombre de Dios a la misteriosa energía que entreteje todos esos procesos en una estructura de increíble complejidad. Sea cual fuere la fe de cada uno, es urgente que crezcamos para apreciar de qué manera impactan las acciones en este tapiz que cambia con el tiempo, y es precisamente el intento de hacerlo lo que constituye la primera parte de la sabiduría.
El segundo aspecto es virtud. Esa palabra proviene del latín vir, que significa "hombre". En su concepción sexista del mundo, los romanos creían que el comportamiento social— mente valorado era la expresión de los mejores rasgos masculinos. Para ellos virtud significaba valor físico, un sentido de la responsabilidad cívica, la aceptación estoica del destino. Aunque esos rasgos suelen considerarse generalmente virtuosos en toda cultura, una sociedad puede hacer énfasis en otros —como generosidad o piedad religiosa— dependiendo de sus necesidades. En general son valores espirituales, pues fomentan la armonía interna e interpersonal. El elemento común entre ellos es la creencia de que una persona sabia no sólo piensa profundamente sino que actúa con conocimiento de causa. Por eso Platón escribió: «Primera entre las virtudes del Estado, aparece la sabiduría». Aristóteles, Tomás de Aquino y Kant estuvieron de acuerdo en que la sabiduría es el requisito más necesario para jueces y soberanos.
Los especialistas que carecen de sabiduría también pueden actuar siguiendo su conocimiento, pero sus actos estarán presumiblemente sesgados a causa de su perspectiva limitada. Por eso los actos de una persona sabia probablemente serán más armoniosos; en lugar de estar basados en una visión estrecha, están dirigidos por una comprensión más amplia del bien común. En este sentido, la sabiduría es directamente proporcional al tamaño del grupo cuyo bienestar tiene en cuenta. Una persona que decide actuar de una manera, teniendo sólo en cuenta las consecuencias momentáneas, es menos sabia que otra que intenta tener en cuenta el futuro. Alguien que sólo se interesa en aumentar su propio bienestar es menos sabio que quien tiene en cuenta el bienestar de su familia y de otros. Y una persona que aspira a una única meta, como pueda ser ganar dinero, estar sana o mejorar la seguridad de la comunidad, es menos sabia que alguien que comprende que el dinero, la salud y la seguridad están relacionados, y que sólo son algunas de las condiciones que hay que considerar para asegurar la satisfacción humana.
El tercer aspecto de la sabiduría es que, dicho brevemente, sienta bien. Los antiguos griegos no fueron los únicos que creían que, en palabras de Sófocles: «La sabiduría es la parte suprema de la felicidad». Dos mil años después Montaigne escribiría: «La señal más manifiesta de sabiduría es una alegría continua». En toda cultura se ha considerado al sabio como alguien que está en la envidiable posición de ser serenamente feliz. Cuando la gente invierte su energía psíquica en las metas más universales —como hacen los sabios— y, en lugar de afanarse únicamente en busca de su beneficio personal, apuntan a una armonía más amplia, sus Yoes empiezan a expandirse más allá del mecanismo egocéntrico que heredamos como parte de nuestra herencia evolutiva. Un Yo así aumenta para incluir objetivos más allá del marco limitado y mortal del cuerpo; así pues, resulta menos vulnerable a las amenazas que hacen desgraciados a otros.
El sabio disfruta de formar parte de las poderosas fuerzas que soplan a través del universo y que se manifiestan temporalmente en la realidad que conocemos, en el cuerpo que poseemos durante unos pocos años. Siendo conscientes de que el Yo es una ilusión, aprenden a no tomárselo demasiado en serio. Disfrutan de estar vivos, pero perciben que la vida es más que la pequeña parte que nos es revelada y a la que la mayoría de los seres se aferra con tanta desesperación. La fluidez es la condición usual de su existencia; no es de extrañar que el resto de la humanidad envidie su felicidad.
Pero la envidia suele estar atemperada con el contento. Desde que la lechera griega se rió del filósofo que, absorto en el estudio de los astros, cayó en el patio porque no se enteraba de lo que tenía delante de la nariz, los sabios han sido ridiculizados a causa de su preocupación con la realidad que subyace a las apariencias, mientras pasan por alto lo obvio y concreto. Es cierto, la sabiduría tiene un precio. Se descuidan las recompensas y comodidades de la vida comente, y en términos de la realidad envuelta en los velos de Maya, la vida del sabio está desperdiciada. Así pues, y paradójicamente, hace falta mucha seguridad en uno mismo para renunciar al yugo del Yo. Pero quienes han tenido éxito en el empeño rara vez se arrepienten.
Es imposible reconocer un desafío sin haber adquirido algunas habilidades relevantes. Observar una fila de símbolos matemáticos no significa nada para los no iniciados, pero puede presentar un excitante rompecabezas intelectual para alguien que tenga cierto conocimiento de los conceptos básicos. Las escarpadas paredes de El Capitán en el Parque Nacional de Yosemite son formaciones impresionantes de roca gris para la mayoría de los visitantes, pero para los escaladores expertos son una promesa de años de gozosa ocupación. En la misma situación, una persona puede aburrirse porque no tiene nada que hacer, otra puede quedar paralizada a causa de demandas excesivas y una tercera puede divertirse andando a la búsqueda de una tarea que encaje con sus intereses y habilidades.
Tanto si existe como si no una oportunidad para pasar a la acción, y tanto si se trata de un obstáculo desalentador como estimulante, depende más de la preparación mental de la persona en cuestión que de las condiciones materiales objetivas. Por ejemplo, cuando Suzie Valdez vio a los golfillos hambrientos de Ciudad Juárez, no trató de ignorar ni negar lo que veía, ni dejó que la miseria la sobrecogiese. En lugar de ello se preguntó a sí misma qué podía hacer en aquella situación, y halló una manera de usar lo que en principio eran unos recursos muy exiguos para aliviar, al principio sólo en una cantidad infinitesimal, las condiciones de los pobres. Tras este primer paso aumentó su confianza en sí misma, así como su autoconocimiento, pasando a realizar una tarea algo más ambiciosa. Paso a paso, su implicación se fue volviendo más compleja, a la ver que la fluidez se hacía más profunda.
El tipo de desafíos que una persona elige reconocer depende de a qué aspecto del entorno es especialmente sensible. Hay niños que perciben cualquier cambio en la luz, toda variación en las tonalidades de color, o que no pueden dejar de contar el número de esquinas de ladrillos cruzados en todas las paredes que ven. Para esos individuos las artes visuales proporcionan las oportunidades de acción más obvias. Otros son sensibles a los sonidos y se sentirán atraídos por la música, mientras que aquéllos cuyos cuerpos se mueven con gran coordinación podrían dedicarse a los desafíos deportivos o de la danza. Faludy se hizo poeta porque contaba con un oído inusual para los idiomas. A los cinco años de edad, Linus Pauling ayudó a mezclar medicamentos a su padre en la parte de atrás de la farmacia, desarrollando la ambición de comprender por qué las propiedades de la materia cambian cuando se combinan distintas substancias: una curiosidad infantil que le llevó a ganar el Nobel y que todavía le motiva a sus 90 años. Vera Rubin, que ahora es una de las astróno— mas más importantes de este país, se sintió en principio intrigada por las estrellas cuando de niña observaba las constelaciones cada noche desde su ventana de la buhardilla. «No podía imaginarme —dice— cómo podía haber alguien que no quisiera ser astrónomo.» Las estrellas están ahí para que todos puedan verlas, pero muy pocos responden a su desafío tal y como hizo Rubin.
Por desgracia, es más fácil desarrollar Yoes alrededor de metas que conducen al estancamiento que al crecimiento. El miedo de perder el control de la propia energía psíquica es tal vez la razón más importante por la que tantos dirigen su atención hacia su interior, intentando defender el Yo mientras permanecen ajenos al potencial para implicarse que les rodea. Los niños que no se sienten queridos o que se sienten incompetentes, constantemente culpables o que se sienten manipulados y controlados por sus padres, suelen utilizar todos sus recursos en un esfuerzo sin fin para demostrar que son merecedores de amor y atención. Les queda poca energía disponible para maravillarse con las estrellas.
Cuando un niño así es lo bastante afortunado como para contar con talentos innatos o habilidades adquiridas, el intento de validar el Yo puede conducirle a grandes logros. Los adultos eminentes han tenido a menudo infancias miserables, y la necesidad de ponerse a prueba a sí mismos suele percibirse con claridad a través de su ambición adulta. Pueden no ser felices, pueden aportar más entropía que orden al entorno social, pero al menos pueden canalizar su energía hacia un objetivo complejo y lograr resultados sobresalientes, como en el caso de Winston Churchill, John D. Rockefeller, Picasso o Einstein.
Por otra parte, cuando un niño es relativamente inexperto y carece de oportunidades para extraer disfrute del dominio de desafíos importantes, entonces la necesidad de demostrar la importancia del Yo puede conducir a la persona a cometer actos de violencia y desafío. Siempre es más fácil crear una impresión aumentando la entropía que la complejidad. Una adolescente sabe que si se queda embarazada conseguirá atraer más el interés de sus padres que si va aprobando cursos en el colegio. De igual manera, los chicos adolescentes saben que la violencia, el comportamiento arriesgado, las drogas y la promiscuidad sexual son el medio más rápido de demostrar que están liberados del control de otras personas. El desafío para ellos es establecer independencia, demostrar que tienen el poder de conseguir cosas difíciles. Invertir energía en metas que aumentan el orden no es una prioridad para ellos; su principal preocupación es proteger el Yo, no aumentar la armonía.
Hace unos años conocí a un joven de una importante familia de Nueva Inglaterra, guapo y de constitución recia, educado en un colegio exclusivo, que no obstante parecía muy inseguro. Tras una fachada educada e impasible, de vez en cuando revelaba vacío interior, falta de energía y ausencia de cualquier tipo de entusiasmo o curiosidad. Todavía sigo sin saber qué provocó aquel vacío en el núcleo del Yo de Zeke. Puede deberse a muchas causas, y ahora resultaría inútil especular sobre ello. El hecho es que durante dos años pareció asistir a la universidad como un sonámbulo. Luego, cuando volví a verle por primera vez tras las vacaciones de verano, el otoño de su penúltimo año universitario, Zeke pareció transformado. Caminaba con seguridad, miraba a los ojos y sonreía al hablar. Estaba vivaz y relajado.
Curioso acerca del cambio en su comportamiento, le pregunté cómo había pasado el verano. No necesitó que le incitase más: deseaba contármelo. Zeke se había enrolado en la tripulación de un vapor en Alaska y había navegado con ellos de isla en isla por los agitados mares árticos, deteniéndose allí donde hallaban una colonia de focas. Entonces bajaban a tierra con sus cachiporras y daban de garrotazos a las crías de foca hasta matarlas con toda la rapidez posible. Zeke hablaba con evidente orgullo sobre la dureza de las vidas de los cazadores de focas, de las habilidades requeridas para enarbolar la pesada cachiporra y descargar el golpe en el lugar adecuado del cuello de la cría de la manera más eficaz, para luego pasar a la delicada labor de despellejar al animal muerto. Como millones y millones de jóvenes antes que él, Zeke halló en el caos una especie de consumación.
La sociedad cuenta con muchos medios para posibilitar que las personas creen sus Yoes perjudicando a los demás sin por ello salirse de la ley. Jerornc Bettis, un defensa central del equipo de Notre Dame, habla en nombre de muchos de sus compañeros cuando dice: «Infligir dolor es la cosa más importante para un defensa central». De niño, según su abuela, Bettis era un llorica. Sus hermanos mayores y amigos no hacían más que zurrarle. Ahora que es 115 kg de músculo, está repitiendo el ciclo. En uno de sus poemas, Gyórgy Faludy describe que los guardias jóvenes tenían erecciones al golpear a los prisioneros políticos en los sótanos de la policía secreta. Hacer daño y matar a otros seres es una manera comprobada y segura de demostrar que el propio Yo existe y es poderoso. Es algo de lo que uno puede aprender a disfrutar si otras fuentes de fluidez se hallan bloqueadas.
Este tipo de solución puede ser eficaz en términos de reforzar el Yo, pero no es una solución que deba guiar a la humanidad hacia un futuro más armonioso. Todos contamos con el pavoroso potencial de aumentar la entropía a nuestro alrededor, pero con el único resultado de aumentar el caos. ¿Cómo optimizar pues estos objetivos distintos? ¿Qué hay que hacer para experimentar fluidez y crear un Yo más complejo, al mismo tiempo que se contribuye a la evolución? Tal vez sea ahora el momento de reunir las piezas de la respuesta que hemos desarrollado hasta ahora y juntarlas.
En primer lugar, es esencial aprender a disfrutar de la vida. No tiene sentido vivir maquinalmente si uno no disfruta todo lo posible. Es difícil confiar en alguien virtuoso que hierve de miseria interior. Su comportamiento puede ser ejemplar, pero la entropía de su consciencia es peligrosa. Fluir también puede ser la mejor receta para el orden social.
Pero el disfrute únicamente no conseguirá que la evolución tome una dirección deseable, a menos que se fluya en actividades que expandan el Yo. Por ello, también es necesario buscar complejidad. Una curiosidad y un interés sostenidos, así como el deseo de descubrir siempre nuevos desafíos, junto con el empeño de desarrollar las habilidades apropiadas, llevan a un aprendizaje que tiene lugar a lo largo de toda la vida. Cuando esta actitud está presente, un nonagenario es fresco y estimulante; cuando todo ello está ausente, un joven saludable parece apático y aburrido.
Otro rasgo de un Yo trascendente es el dominio de sabiduría y espiritualidad. Eso implica la capacidad de ver más allá de la apariencia de las cosas, percibir a través de los engaños de memes y parásitos, para poder captar la relación esencial entre las fuerzas que afectan a la consciencia. También quiere decir desarrollar la disciplina interna y el sentido de responsabilidad necesarios para soportar las presiones internas de nuestros genes y los cantos de sirena externos de los memes. Sin estas habilidades es muy fácil quedar atrapado en el interior de uno mismo, del trabajo, de la religión, y perder de vista la variedad de la vida, de la que cada uno de nosotros formamos una parte diminuta, aunque no por ello insignificante.
Finalmente, una evolución armoniosa depende de nuestra capacidad de invertir energía psíquica en el futuro. Alguien que invierta toda su atención lidiando con el presente o defendiéndose de cualquier posible peligro futuro, contará inevitablemente con un Yo que se quedará fuera de la corriente evolutiva. No tendrá afinidad, apego o participación en el futuro. Sólo aquellos que confían en lo que ha de llegar, que están dispuestos a poner a prueba sus habilidades en oportunidades imprevistas, triunfarán a la hora de crear el futuro en sus propios Yoes.
Cuando las personas egocéntricas influyen en el futuro, suelen provocar un aumento de la entropía y la explotación. Cristóbal Colón fue ciertamente un hombre de gran visión pero escasa sabiduría. Percibió el futuro, pero la exclusividad de su pulsión de poder personal acabó disminuyendo sus grandes logros. Así pues, la evolución requiere que hagamos una inversión en un futuro armonioso. No sólo debemos buscar nuestro beneficio personal, o el de las causas en las que ahora creemos, sino en el bienestar colectivo de toda vida, sean cuales fueren las formas que adopte en el futuro. Los individuos que transfieren paite de su energía vital a ese futuro incondicional están colmados. Han pasado a formar parte de la corriente evolutiva; el futuro se ha injertado en su interior. Sea lo que sea que ocurra con sus cuerpos y mentes individuales, la forma de su consciencia influirá en la matriz de una creciente complejidad, en las formas de energía futura.
Cómo son los trascendedores
¿Cuál sería su definición de un Yo trascendente, de una persona que sobresale de la normalidad humana? ¿Conoce a alguien así?
¿A que renunciaría en la vida para convertirse en una "persona T"?
¿Qué es el Yo?
¿Puede describir el Yo de alguna de las personas más cercanas —pareja, padres, hijos, amigos— en términos de las metas que más atesoran y en las que invierten más energía psíquica?
Si las metas son lo que define al Yo, ¿qué prioridades tiene usted en su vida? ¿Cuál de esas metas es probable que lleve a la trascendencia?
Imágenes evolutivas del Yo ideal
¿Cuál cree que es la representación actual más precisa del Yo ideal en nuestra cultura?
¿Tiene su propia imagen visual acerca de qué sería una persona ideal? ¿Cómo actuaría esa persona?
El desarrollo del Yo a lo largo de la vida
¿De qué manera han cambiado sus prioridades en los últimos cinco años? ¿En los últimos diez? ¿En los últimos veinte? ¿Sigue considerando importantes las mismas metas?
¿Qué tipo de persona será usted hacia el final de su vida?
Fluir y el crecimiento del Yo
¿Es relativamente feliz y alegre la gente a la que usted admira y respeta? ¿Por qué?
¿Alguna vez ha fluido en una actividad que conduzca a una complejidad más elevada? ¿En qué actividad? ¿Puede realizarla a menudo?
Espiritualidad y sabiduría
¿Conoce a alguien sabio? De ser así, ¿cuál es su característica más notable?
¿Qué habilidades espirituales ha desarrollado usted? Si no tiene ninguna, ¿existe alguna que le gustaría adquirir? ¿Cómo la conseguirá?
Los desafíos del futuro
¿Cuál considera que es la tarea más importante para aumentar la complejidad en su barrio o ciudad?
¿De qué manera puede usted contribuir a ello?