LOS LÍMITES DE LA RAZÓN
Por lo que sabemos (que no es mucho), la gente ha intentado conocer el significado de sus vidas interiores. Pensamientos y emociones son cosas extrañas. ¿De dónde proceden? ¿Son reales? ¿Adonde van? Los griegos creían que pensamientos y emociones tenían su origen en el pecho, los hindúes los sitúan a lo largo de diferentes centros a lo largo de la médula espinal y los chinos sostienen que pensamos con el corazón. Para explicar la existencia de la consciencia, algunas culturas creen que los espíritus de los antepasados muertos hablan con los vivos, mientras que otras consideran que es la voz de dioses o demonios.
A la gente le costó un tanto concebir la mente como algo separado del cuerpo y comprender que los procesos mentales podían controlarse. La actitud general parece haber sido que el pensamiento es algo que sucede de manera espontánea, como respirar o sudar. Se consideraba la vida mental como parte del funcionamiento holístico del cuerpo, tan alejada de nuestro control como la digestión. El dicho romano de Mens sana in corpore sano, mente sana en un cuerpo sano, es un reflejo de la creencia de que el pensamiento es inseparable de las funciones físicas. La armonía entre actividad mental y física se acentuó especialmente en las culturas orientales, donde la separación entre cuerpo y mente nunca fue tan grande como en Occidente. El yoga, que alienta la dieta correcta, la adecuada postura corporal y la respiración correcta, que se cree que afectan el contenido de pensamientos, emociones y la capacidad de concentración, no es más que un ejemplo.
Cuando los filósofos griegos iniciaron sus investigaciones sistemáticas acerca de la naturaleza del Yo, ya estaba claro que los procesos de pensamiento seguían sus propias reglas y que podían configurarse y dirigirse a voluntad. Mediante la formación mental adecuada, un poeta ciego podía llegar a escribir el verso más glorioso, y un filósofo poco convincente podía concebir los pensamientos más brillantes. A raíz de esos trabajos, la mente pasó a considerarse más importante que su contenedor físico. Cuando san Francisco enseñó en el siglo xiii, se refirió al cuerpo como "hermano asno", la envoltura de carne y huesos que laboriosamente transporta a la mente en su viaje (y claro está, también al alma, pero ésa es otra historia).
En el siglo xvii se alcanzó el punto culminante de esta dicotomía, tras el implacable análisis de los procesos mentales
A llevado a cabo por René Descartes. Este creía que el fluido racional de pensamientos podía tener lugar independientemente de todo lo demás: del cuerpo y sus necesidades, de anteriores aprendizajes, valores culturales e incluso egoísmos. Demostró la viabilidad de sus afirmaciones pasando años en una aireada casa campesina en una melancólica playa holandesa, donde formuló un prodigioso número de elegantes teorías que trataban desde óptica y cálculo hasta las primeras incursiones sistemáticas en la epistemología. Durante un tiempo, las reglas desarrolladas por Descartes fueron enormemente liberadoras, porque prometían que bastaba con sentarse y pensar las cosas en profundidad para que todos los seres humanos llegasen a las mismas conclusiones.
Por desgracia, al cabo de poco tiempo resultó obvio que el cerebro no estaba aislado del resto del cuerpo y que no funciona meramente como una máquina lógica y geométrica que realiza operaciones deductivas. Esa conclusión apareció en parte como resultado de la evidencia continuada acerca de la terca irracionalidad humana, en forma de guerras sin sentido, pesadas dictaduras, absurdas revoluciones y la abundancia de otras formas de comportamiento aparentemente irracionales. A todo ello le dieron forma conceptual los escritos de Sigmund Freud, que demostró que los pensamientos y acciones de individuos aparentemente serios y sanos estaban gobernados por recuerdos reprimidos de sucesos ocurridos en la infancia. Por ejemplo, cuando disiento de mi jefe acerca de su propuesta para una campaña de ventas, yo podría estar usando proyecciones y tendencias demográficas de mercado de manera muy lógica, pero la verdadera razón de mis objeciones sería que mi jefe despierta en mí la hostilidad que sentí hacia mi padre. Las cifras que utilizo en mi argumentación no son más que simples racionalizaciones que podrían interpretarse con igual facilidad para demostrar lo contrario si yo tuviese sentimientos distintos acerca de mi jefe. Lo mismo valdría para la autonomía de los procesos racionales.
El marxismo lanzó otro ataque a la independencia pura del pensamiento. Esta doctrina subrayaba el papel del egoísmo material a la hora de dar forma a nuestros argumentos pretendidamente racionales. Afirmaba que los filósofos medievales no podían separar sus ideas de los intereses de la Iglesia que les apoyaba; que científicos y filósofos de la Ilustración presentaron ideas que eran afines a la clase mercantil, y que los pensadores decimonónicos no seguían el dictado de la razón sino que estaban influidos por las necesidades de las clases capitalistas dominantes. Y es de suponer que los estudiosos marxistas tenían su propio pensamiento conformado por las demandas de los burócratas comunistas. Lo que según este punto de vista parece un argumento racional, suele ser una ideología disfrazada, un intento de transformar necesidades egoístas en verdades con validez universal.
Y en cuanto los marxistas perdieron parte de su amplio atractivo intelectual, en los fértiles campos de Europa brotaron nuevos asaltos contra la razón. En las últimas décadas, el deconstruccionismo y el postmodernismo se han encargado de desprestigiar a la razón a partir del punto donde lo dejaron Freud y Marx. El deconstruccionismo es la última forma de una perspectiva que ha ido emergiendo a intervalos regulares a lo largo de la historia, según la cual no hay manera de saber nada a través de la propia experiencia directa. Si intento contarle algo acerca del sufrimiento de mi infancia, las palabras que utilizaré aportarán el primer nivel de distorsión al relato, y su interpretación de mis palabras acabará distorsionando la historia todavía más. Ni la lógica ni el discurso científico pueden evitar el desconcertar con sus intentos comunicativos. No hay manera de aprehender la realidad a través de las palabras, todas las generalizaciones son sospechosas y compartir significados entre las mentes es una tarea ilusa.
Los racionalistas, claro está, no han tirado la toalla. Impertérritos ante las a menudo infantiles exageraciones románticas de quienes niegan la validez de cualquier intento de conocimiento objetivo, prosiguen su alegre caminar suponiendo que en el universo hay orden y que la mente está equipada para reconocerlo. En sus esfuerzos en pos de la verdad inequívoca, los racionalistas a veces sucumben a la tendencia de simplificar la consciencia, convirtiéndola en una caricatura de sí misma. Los actuales seguidores del enfoque cartesiano son los científicos cognitivos que creen que estudiando cómo funcionan los ordenadores acabarán descubriendo cómo pensamos todos. Las similitudes suelen ser instructivas, pero al creer que los ordenadores son espejos en los que podemos ver reflejarse el funcionamiento de la mente, muchos científicos cognitivos están confundiendo ese reflejo con la realidad.
Si tenemos en cuenta todo lo que hemos aprendido durante este último siglo, sería de justicia admitir que Descartes tuvo razón al creer que la mente puede seguir principios racionales universales, pero (y es un gran pero) sólo mientras se sigan principios racionales universales. No es una casualidad que esa puntualización parezca tautológica. Pensamos como ordenadores siempre que pensamos como ordenadores. Pero ciertamente, esa función particular sólo representa un pequeño aspecto de cómo pensamos. Toda persona normal puede aprender las reglas del ajedrez —siempre que quiera hacerlo y luego, al jugar al ajedrez puede parecer que se comporta tan racionalmente como cualquier autómata. Pero la lógica sólo es una pequeña parte de lo que sucede en la consciencia de un jugador de ajedrez humano. También existe un placer sensorial al tocar las piezas; está el alivio al escapar de las cargas del mundo real para sumergirse en una actividad manejable e independiente; la emoción de batir a un oponente, y la alegría de poder hacer frente a un difícil desafío. Todas esas emociones se hallan presentes al jugar al ajedrez, y sin ellas ¿a quién le importaría seguir reglas lógicas? En cambio, el ordenador no tiene elección entre jugar o no.
Es una falacia concluir, como hacen Herbert Simón y otros profetas de las nuevas ciencias cognitivas, que si programan un ordenador de manera que deduzca un descubrimiento científico como las leyes del movimiento de Newton, significará que el ordenador funciona igual que debió hacerlo la mente de Newton cuando dio con esas leyes. Podemos estar seguros de que cuando Newton escribió sus leyes su consciencia contenía al menos tantos elementos no racionales como hay en la de un jugador de ajedrez, y que esas emociones e intuiciones fueron más importantes en la génesis de su descubrimiento que la lógica. Que un ordenador obtenga los resultados de Newton en unos pocos segundos (siempre y cuando se le introduzca la información preselecciona— da y las reglas correctas, todo lo cual supone conocimientos previos, y por lo tanto no es en absoluto comparable a la situación original), no resulta más sorprendente que el hecho de que cualquiera pueda obtener en unos pocos segundos una réplica fotográfica de los frescos de la Capilla Sixtina que a Miguel Ángel le costaron doce años pintar. No obstante, sería difícil afirmar que comprendiendo cómo funciona la cámara podemos entender cómo pensaba Miguel Ángel.
El pensamiento racional opera bien en los límites de "juegos" racionales como ajedrez, geometría o cálculo, todos ellos con reglas muy claras y supuestos limitados. Un ejercicio de estrategia militar puede muy bien llevarse a cabo lógicamente en dependencias del estado mayor, pero en un campo de batalla las cosas cambian. Los economistas son muy listos a la hora de dar forma a comportamientos económicos siguiendo todo tipo de supuestos y conjeturas, pero sería una tontería esperar que esos comportamientos funcionasen predeciblemente en la realidad, donde las suposiciones no valen. Para los sacerdotes es muy fácil seguir reglas religiosas en los bellos y ordenados rituales eclesiásticos, pero les resulta muy difícil hacerlo en la complejidad de la vida privada. Los jugadores de béisbol se comportan de modo predecible y ordenado durante un partido, pero si les quitases los árbitros, su comportamiento no tardaría en degenerar.
Está muy bien contar con estructuras racionales y lógicas con las que ordenar pensamientos y acciones. Gran parte de lo que llamamos civilización consiste en intentos de racionalizar la vida, de manera que las acciones puedan ser predecibles y razonables. Pero la civilización es una construcción frágil que necesita una protección y cuidados constantes. Sin ellos, la mente no se comportará lógicamente. Y no existe ninguna garantía de que las presiones evolutivas pudieran, por sí mismas, producir un aumento del comportamiento racional. Por ejemplo, podría decirse que la guerra solía ser más racional en el pasado, cuando los ejércitos luchaban sobre todo para impresionarse en lugar de aniquilarse entre sí, que las ofensivas se detenían para permitir la recogida de las cosechas, que las batallas finalizaban a la puesta de sol y que las bajas civiles se consideraban de mal gusto. De igual manera, el comportamiento económico parece haber sido más racional en el pasado, cuando adquirir propiedades no era el único objetivo que motivaba las acciones de las personas. Si lo que queremos es más comportamiento racional, no podemos esperar a que suceda por sí mismo; debemos invertir energía psíquica en la creación y conservación de ordenados sistemas de reglas.
Pero supongamos que pudiéramos reducir todas las opciones a la lógica binaria del ordenador y hallar una manera de plegarnos a un programa de acción perfectamente racional que vinculase a todos los miembros de la sociedad. ¿Nos aseguraría eso un futuro prometedor? Es improbable. La razón funciona mejor en sistemas cerrados en los que existen reglas aceptadas y donde los resultados pueden predecirse. Construir un motor o un puente siguiendo especificaciones técnicas, jugar al ajedrez o al béisbol, o solucionar un problema que cuenta con una solución convencional son actividades para las que se echa mano de los pasos analíticos de la mente.
Pero el futuro no está limitado por reglas ni cuenta con resultados predecibles. Necesitamos cultivar algo más que lógica si queremos prosperar en él. Debemos fomentar la intuición a fin de anticipar cambios antes de que ocurran; empatia para comprender lo que no puede expresarse con claridad; sabiduría para percibir la conexión entre sucesos aparentemente inconexos, y creatividad para descubrir nuevas maneras de definir problemas, nuevas reglas que hagan posible adaptarse a lo inesperado.
La lógica puede programarse en un ordenador porque sus reglas no cambian fácilmente con el tiempo. Pero la evolución humana no puede ser limitada por reglas estrictas. Debe ser flexible para poder aprovechar cualquier oportunidad que se presente en el caleidoscópico panorama de su entorno. Intuición, empatia, sabiduría y creatividad forman parte del proceso evolutivo humano, y cambian con el tiempo según cambian los sucesos y nuestra comprensión de los mismos. Si programásemos todas esas cualidades en un ordenador, quedarían obsoletas casi inmediatamente, porque con cada generación cambian las condiciones que afectan a la consciencia humana, y lo hacen de manera sutil pero importante. Por ejemplo, las actitudes hacia la mujer que hace unas pocas décadas resultaban perfectamente aceptables, ahora parecen descaradamente sexistas. Este cambio no fue preordenado lógicamente, sino que ha sido resultado de muchas experiencias humanas distintas. El ordenador no sabría cómo reescribir sus programas porque para ello hace falta una mente dependiente de un cuerpo, que viva en un entorno histórico y cultural único, y que sepa computar lo que todavía no es racional.
La adicción al placer
Si la racionalización excesiva es peligrosa, también sucede lo mismo con la excesiva confianza en la sabiduría del cuerpo. Nuestros antepasados pasaron una y otra vez de confiar en sus mentes a hacerlo en sus sentidos, primero abrazando a Apolo y luego a Dionisos. El sociólogo Pitirim Sorokin ha descrito esos cambios de visión del mundo en sus investigaciones sobre la historia de la cultura, que ha considerado como alternancias entre fases ideacionales, o regidas por su valor, y sensatas, regidas por el placer. En nuestra propia época hemos presenciado una transición, iniciada durante la Belle Époque de principios del siglo xx, que cobró impulso tras la primera guerra mundial, acelerándose después de la segunda guerra mundial, alcanzando su apogeo a finales de la década de 1960. La actual fase sensata se caracteriza por un aumento de la legitimización del materialismo (probablemente las personas tenían una orientación igualmente materialista antes, pero pocas osaban admitirlo en público), un rechazo gradual de represiones de comportamiento y códigos morales, considerados como hipócritas o ignorantes, una falta de fe en valores permanentes, un egocentrismo narcisista y una impenitente búsqueda de satisfacción sensorial.
Una popular formulación de esta manera de estar en la vida ha sido la "filosofía Playboy" inspirada por Hugh Hefner, el editor del medio oeste estadounidense de la primera revista de amplia difusión de la nueva era sensata. Halló eco en las muchas sectas, terapias y estilos de vida que brotaron en la Costa Oeste durante las dos últimas generaciones y que ensalzaban lo ilimitado de los potenciales humanos. El mensaje básico de este movimiento es que deberíamos hacer lo que sienta bien, porque el cuerpo es el que mejor sabe lo que nos conviene. Cualquier intento de interferir en el placer es sospechoso, forma parte de una conspiración para convertir nuestras vidas en algo miserable.
Esta tesis no hubiera significado gran cosa mientras hubiera continuado siendo una "filosofía", pero coincidió con un período histórico en el que pudieron ponerse en práctica muchas de sus afirmaciones. La opulencia material ayudó lo suyo. Coches, anticonceptivos, jacuzzis y una plétora de comodidades hicieron posible que muchas personas sintiesen que realmente podían llegar a satisfacer todos sus caprichos sin temer las consecuencias.
Pero resulta que existen muchos datos que sugieren que nuestro cuerpo no sabe exactamente lo que le conviene. El aumento del número de drogadictos, alcohólicos, víctimas de enfermedades de transmisión sexual, embarazos no deseados y glotones demuestra que hacer lo que a uno le parece bien puede en realidad hacer que acabemos sintiéndonos mal. Ratas de laboratorio que tienen la opción de elegir entre comer o estimular eléctricamente centros de placer en sus cerebros eligen la estimulación y mueren de hambre. Monos adictos a la heroína se esfuerzan hasta morir de agotamiento por conseguir otro chute. El comportamiento similar que puede verse en las calles de nuestras ciudades nos demuestra con qué facilidad sucumbe el cerebro al placer.
El placer, según el entendimiento actual de la evolución, es una experiencia que se siente cuando uno hace algo que en el pasado fue útil para la supervivencia. Es resultado de una estimulación química de los receptores neuronales apropiados, normalmente mediante substancias que el organismo ha necesitado para un funcionamiento óptimo. Por ejemplo, cuando nuestros lejanos antepasados vivieron en el mar, sus cuerpos se adaptaron a un entorno salado. Aunque la raza humana haya sido terrestre desde hace muchos millones de años, sigue necesitando un suministro constante de sal a fin de recargar el equilibrio fisiológico del cuerpo, mantener el metabolismo interno y la potencia eléctrica en las membranas celulares, necesaria para que el corazón bombee sangre. Con el tiempo, el gusto de la sal se ha vuelto agradable, una afortunada adaptación que aseguró que la buscaríamos y consumiríamos en cantidad necesaria.
Eso estaba muy bien en entornos pasados en los que la sal escaseaba. Los mercaderes cargaban con pedazos de sal y recorrían enormes distancias, cambiándola por marfil y metales preciosos; se libraron guerras por su propiedad; las minas de sal estaban entre las posesiones más preciadas de los primeros imperios. Como era cara, resultaba difícil excederse en su consumo. El placer del gusto salado estaba equilibrado por su escasez. Pero como nuestros antepasados aprendieron a extraer y concentrar sal con mayor eficacia, se hizo más accesible y por tanto económica. Ahora una bolsa de patatas fritas puede proporcionar más sal de la que contenían las dietas del pasado durante muchos días. La sal sigue teniendo buen sabor, pero ahora consumimos demasiada, y ello puede llegar a poner en peligro nuestra salud.
El mismo modelo vale para las grasas, el azúcar, el alcohol y otras substancias que pueden ser fácilmente adictivas. Como en tiempos pasados fueron buenas para nosotros, aprendimos a disfrutar de ellas. Pero tras la aparición de la cultura, las condiciones empezaron a cambiar cada vez con mayor rapidez, y los centros de placer cerebrales no tuvieron tiempo de adaptarse. En un período de tan sólo cuarenta años tras 1860, la producción mundial de azúcar aumentó el 500%. Y para 1990 había unos 17,7 millones de estadounidenses con problemas de alcohol, y 9,5 millones de consumidores de drogas ilícitas. Nuestros genes no han tenido tiempo para aprender que demasiada sal, azúcar, cocaína o alcohol es perjudicial. Como nunca tuvieron que preocuparse acerca de la presencia de esas substancias en demasía, no se alzaron defensas contra su exceso. La consecuencia es que el placer se ha convertido en un guía engañoso del comportamiento.
Lo que vale para las substancias químicas también sirve para hablar de comportamientos que son placenteros porque ayudan a sobrevivir, pero que se vuelven peligrosos si uno se excede. El antropólogo Lionel Tiger afirma que el sexo, el ejercicio de dominio y poder, y la interacción social son placenteros porque en el pasado ayudaron a sobrevivir. Por ejemplo, en la Edad de Piedra una persona solitaria habría tenido problemas para encontrar un compañero con el que procrear, y no habría tardado mucho en ser devorada por los grandes felinos que recorrían la sabana. Sólo sobrevivían aquellos individuos que sentían placer en compañía del grupo y que nunca se alejaban de otras personas. Por eso, todos descendemos de antepasados extravertidos —los supervivientes—, y nuestros cerebros están cableados para experimentar placer al hallarnos en compañía de otras personas. Pero la sociabilidad, como otros comportamientos adaptativos útiles, puede en nuestros tiempos acabar siendo exagerada y convertirse en perjudicial.
La evolución nos proveyó aparentemente con un eficiente mecanismo para conseguir que hiciésemos lo más conveniente para nosotros: la experiencia del placer. Pero para ahorrar esfuerzos (y la evolución siempre trata de ahorrar esfuerzos, porque la entropía es muy poderosa y la energía muy difícil de obtener), no proporcionó un mecanismo complementario para determinar el justo medio y evitar los excesos. Como dice Tiger, parafraseando al filósofo Santayana: «Quienes no aprenden de la prehistoria están condenados a repetir sus éxitos». El cerebro no nos dirá cuándo ya está bien.
La única manera de evitar convertirse en peligrosamente dependiente del placer es utilizar la mente. Sólo a través de la reflexión consciente podemos determinar qué cantidad nos conviene de eso que parece tan bueno, para luego poder adoptar una disciplina que haga posible detenerse en el umbral del exceso. Eso es precisamente lo que han intentado hacer las religiones: proporcionar instrucciones culturales para mantenerse en el medio. Por ejemplo, el cristianismo, el islam y el budismo, tres de las fes más antiguas y difundidas, son partidarias de la moderación de los apetitos desmesurados. Los siete pecados capitales del cristianismo nos advierten contra gratificarse en un orgullo desmedido, demasiadas posesiones materiales, sexualidad desordenada, la envidia de los demás, demasiada comida y bebida, cólera y pereza. También las Cuatro Nobles Verdades del budismo afirman que (1) el sufrimiento es una parte esencial de la existencia, (2) la causa del sufrimiento es el deseo, (3) la liberación del sufrimiento implica la eliminación del deseo y (4) la eliminación del deseo se consigue siguiendo el Óctuple Noble Sendero, que a su vez es un sistema de autodisciplina por el que se aprende a controlar los infinitos caprichos corporales. Pero las religiones ya no pueden imponer las limitaciones necesarias, así que hasta que se descubran nuevas y creíbles instrucciones culturales, cada uno de nosotros deberá encontrar por sí mismo el justo medio que impida que el placer se apodere de nuestras vidas.
Estrés, tensión y hormonas
A causa de su susceptibilidad frente al placer, la mayoría de las religiones y filosofías han mantenido al cuerpo bajo sospecha desde la antigüedad. Frente a los ciegos deseos del cuerpo, a menudo se ha buscado la salvación en los procesos de pensamiento racionales. Pero nunca ha sido fácil conseguir que el cuerpo escuchase a la razón. Acerca de la relación mente-cuerpo, o mente-cerebro, se han desarrollado dos opiniones extremas. Una es la actual opinión ortodoxa de que pensamientos y emociones están directamente causados por procesos electroquímicos u hormonales que tienen lugar en el cerebro; así pues la fenomenología es un epifenómeno de la neurofisiología. En otras palabras, que lo que sentimos y pensamos no es más que consecuencia de procesos fisiológicos sobre los que tenemos escaso o nulo control. Luego está la postura diametralmente opuesta a la anterior, defendida por resueltos cienciologistas y demás, que afirma que la mente es totalmente independiente de su soporte biológico. Y no sólo eso, sino que puede incluso afectar directamente fenómenos físicos fuera del cuerpo; puede hacer que aparezcan dólares en una cuenta bancaria, eliminar cánceres, elevar edificios en el aire y demás. La verdad, como de costumbre, es algo más compleja y radica entre ambas posiciones extremas.
Está claro que cualquier cosa que la mente experimente debe estar basada en procesos neurofisiológicos cerebrales. La cuestión radica en si la interpretación de esas experiencias en la consciencia puede a su vez afectar las redes químicas subyacentes. Son varios los científicos que así lo creen. Por ejemplo, Roger Sperry, que ganó el Nobel en 1981 por sus descubrimientos con pacientes de cerebro dividido (por callosotomía) y que inició los estudios de lateralidad hemisférica, cree que aunque la consciencia es generada por las propiedades electroquímicas del cerebro, en algunos aspectos importantes se hace independiente de sus orígenes y puede a su vez sugerir pensamientos y acciones adicionales. Así pues, los sucesos que tienen lugar en la mente pueden convertirse en causas por derecho propio.
El estrés es una forma de esta interacción mutua que ha sido ampliamente estudiada. El estrés puede medirse en términos de toda una variedad de cambios fisiológicos, que van desde la liberación de adrenalina, el sudor de las palmas, la dilatación de las pupilas, la aceleración de los latidos del corazón, el aumento de la presión sanguínea y demás. Esos cambios representan un valor adaptativo positivo en cuanto que preparan al cuerpo para luchar o huir frente a una amenaza externa. Pero el estrés excesivo o prolongado puede ser perjudicial porque descompensa el equilibrio interior del cuerpo. El estrés aumenta cuando nos hallamos frente a estresantes externos como un desconocido en un callejón oscuro, un plazo de entrega de un trabajo o un bulto en la axila. El argumento convencional que relaciona estos hechos es el siguiente: un estresante externo provoca el estrés fisiológico, que a su vez —si es excesivo— provoca daños físicos. La lección práctica que algunos extraen de esa conclusión es que para permanecer sanos deben eliminar los estresantes externos, tanto si es el trabajo, la esposa o el coche que no funciona.
Pero la cantidad de estrés que uno experimenta no sólo depende de los estresantes. Hay muchas maneras en las que el control de la consciencia puede ayudar a mitigar los efectos de causas externas. Es notorio, por ejemplo, que la reacción de estrés no suele aparecer hasta que el peligro ha pasado. Los artilleros de helicópteros en Vietnam no mostraban señales fisiológicas de estrés durante sus misiones, cuando sus vidas corrían constante peligro; pero cuando el helicóptero regresaba a la base, sus hormonas empezaban a burbujear. El motivo de ello es que cuando el peligro estaba presente, los soldados podían bloquear la sensación temporalmente; pero en cuanto regresaban a la base, la consciencia volvía a permitir que irrumpiera la comprensión de que podían haber muerto, la cual les afectaba con creces. Aunque una inmediata respuesta estresante pudiera haber sido útil a los antiguos guerreros que luchaban con espadas y lanzas, el moderno guerrero que se sienta en una cabina de alta tecnología probablemente está más a salvo inhibiendo el flujo de adrenalina hasta más tarde; la reacción hormonal incontrolada podría fácilmente conducir a un accidente.
La manera como interpretamos las amenazas también determina la severidad de la reacción de estrés. Las personas muy neuróticas, o las proclives a la depresión, suelen considerar los acontecimientos de manera más negativa y reaccionan con intensidad ante estresantes que no molestarían demasiado a otras personas. Es cierto que una persona puede deprimirse con más facilidad debido a una predisposición genética, pero también es verdad que es posible aprender a modular las propias interpretaciones de los sucesos. La lección a extraer de esta conclusión es que para estar sano no es necesario cambiar los estresantes externos, sino la propia mente.
Si la adrenalina es una de las hormonas que desempeña un papel más importante en el estrés, la testosterona es una de las más implicadas en los comportamientos dominantes tradicionalmente asociados con la masculinidad: jactarse, alardear, fanfarronear, tornarse agresivo e iniciar peleas. Parece que este compuesto químico se desarrolló a través de la evolución para asegurar que los hombres —que cuentan con una dosis mayor que las mujeres— pudieran proteger su descendencia y territorio. Se ha documentado en grupos de primates que los machos más dominantes tienden a contar con los más elevados niveles de testosterona y que los individuos más mansos presentan a su vez los más bajos. A partir de esa observación podría extrapolarse que la testosterona tiene algo que ver con la creación de la jerarquía y estratificación social.
También es fácil extraer la conclusión de que la testosterona causa el comportamiento dominante y masculino. Aunque probablemente sea cierto en parte, lo contrario también parece serlo. En otras palabras, el comportamiento y la experiencia modifican la fisiología. Si apartamos a un mono manso de la parte inferior del orden en que comen los machos de su grupo y le colocamos en un grupo de monas, se volverá más enérgico y resuelto, y el nivel de testosterona de su cuerpo aumentará. En cambio, si a un mono dominante con elevado nivel de testosterona se le aleja de sus compañeros y se le mete en un grupo diferente que cuente con una estructura dominante fuerte ya establecida, el macho inmigrante deberá ocupar una posición en los niveles inferiores de la jerarquía, y como consecuencia su nivel de testosterona disminuirá. Está claro que la dominación no es simplemente un reflejo del nivel hormonal: los efectos del entorno y la propia percepción de la posición jerárquica que se ocupa también cuentan en una compleja causalidad circular.
Habría que añadir que las jerarquías dominantes entre los primates no están formadas por los machos más machos vapuleando a todo el resto para someterlos. Por lo general suele ser al contrario: los animales más mansos permiten a los que se afirman más alcanzar su posición de dominio renunciando a los enfrentamientos. ¿Cuáles son las implicaciones de esta tendencia para la evolución humana? Los genes y las hormonas también nos afectan el temperamento, y el temperamento es un factor importante a la hora de determinar la posición social. En algunas organizaciones como los Marines, las compañías de ferrocarril, los sindicatos o General Motors, un elevado nivel de resolución probablemente ayuda a ascender, pero ello se debe sobre todo a que los tipos extravertidos y resueltos son respetados por los que no lo son tanto. Y una vez establecidos los diferenciales de poder, el comportamiento, los procesos de pensamiento, y presumiblemente los niveles hormonales que son típicos de diferentes posiciones, refuerzan la resolución de los dominantes y la docilidad de los subordinados.
No obstante, esta pauta no es inevitable. Cambiando los valores y reglas de una organización, hay gente con distintas configuraciones que también obtienen respeto y poder, y eso, a su vez, es posible que conlleve consecuencias fisiológicas. Hasta cierto punto ya está sucediendo como resultado de programas de discriminación positiva que han situado a un número cada vez mayor de mujeres en posiciones de liderazgo. Incluso General Motors y Conrail se están dando cuenta de que los principios organizativos que corresponden a una manada de babuinos pudieran no ser los más eficaces para dirigir una compleja corporación industrial.
Si la testosterona y otras substancias químicas priman a los varones en el tipo de comportamiento cinético y resuelto que la evolución ha seleccionado como adaptativo para la mitad de la especie, el estrógeno participa en la regulación del comportamiento de la otra mitad. Durante gran parte de la historia evolutiva, la especialización entre los sexos era muy simple: los hombres debían producir y las mujeres reproducir. La producción incluía sobre todo cazar y tareas defensivas, y los varones adquirieron las hormonas que facilitaban esas tareas. La reproducción implicaba tener niños fuertes y sanos que pudieran crecer hasta alcanzar la madurez, y las mujeres desarrollaron las hormonas necesarias para ello. Mientras que las hormonas masculinas se desencadenan cuando una amenaza o enfrentamiento externos requieren una respuesta rápida y contundente, las femeninas siguen un ritmo interno relacionado con el ciclo reproductivo. La liberación de andrógenos y estrógeno, que ayuda a las mujeres a ser receptivas a los hombres, también las hace críticas y selectivas a fin de asegurarse la mejor pareja para sus propios genes. Una vez tiene lugar la concepción (estamos aquí hablando de millones de años durante los que las mujeres adultas estaban casi invariablemente embarazadas), las hormonas ayudaban a predisponer a la futura madre hacia un comportamiento protector y afectuoso.
Al igual que el efecto de las hormonas masculinas no siempre es adaptativo respecto al entorno social contemporáneo, también el efecto de las hormonas femeninas resulta a veces problemático. Los ciclos reproductivos de las mujeres siguen siendo operativos, pero en las sociedades tecnológicas, en las que la mayoría de las mujeres sólo concibe una o dos veces a lo largo de la vida, han perdido gran parte de su función. Hasta hace bien poco las mujeres empezaban a tener hijos cuanto antes, pues sólo sobrevivían uno o dos. Hace doscientos cincuenta años, la madre de Luis XVI tuvo once abortos espontáneos y ocho nacimientos vivos durante los catorce años de su matrimonio; de sus cinco hijos, sólo uno sobrevivió. Ésa no fue una situación inusual a lo largo de los millones de años de evolución humana. Hoy en día, las tasas inferiores de mortalidad infantil han convertido la preparación mensual para el embarazo en algo con poco sentido. Al igual que la irritabilidad masculina inducida por la testosterona puede resultar embarazosa y fuera de lugar en una sala de consejo de administración o en un laboratorio, los cambios conductuales inducidos por el ciclo menstrual en las mujeres pueden parecer arbitrarios o caprichosos.
Volvemos a hallarnos frente a una de las paradojas centrales de la evolución: las habilidades adaptativas del pasado, que hicieron posible que existiésemos, no nos facilitan necesariamente la vida ahora ni nos hacen más felices. Los cazadores machotes tienen pocos lugares en los que encajar en la economía moderna, y muchos de ellos pueden convertirse en marginados amargados del sistema. Hoy en día, demasiada testosterona es probable que tenga como resultado la delincuencia en lugar del liderazgo. De igual modo, los tipos femeninos de madres amantes sufrirán de fertilidad frustrada en un mundo superpoblado. En la medida en que todos nosotros estamos programados para ser cazadores o madres, debemos conciliarnos con esta incómoda herencia.
En la actualidad está de moda tratar de negar la herencia evolutiva. Ahora que los hombres ya no salen a cazar cada mañana, prosigue el argumento, no necesitamos ser más dominantes que las mujeres. O, dado que hemos decidido que todos los hombres son iguales, no necesitamos ser individuos dominantes. Por otra parte, las feministas intentar borrar el pasado evolutivo insistiendo en que las mujeres pueden —y deben— ser tan agresivas y dominantes como los varones. También hay algunos hombres que desarrollan comportamientos afectuosos, acercándose al ideal tradicional femenino.
Pero creer que las instrucciones depositadas en nuestros genes a lo largo de eras de selección natural pueden simplemente ser alteradas en el transcurso de unas pocas generaciones a través de las buenas intenciones no es más que una vana ilusión. Muchos padres deben haber tenido una experiencia similar a la que pasó una de mis compañeras de la Universidad de Chicago, una neurocientífica con dos hijos, un chico y una chica, a finales de los sesenta. Convencida de que el comportamiento dependiente del sexo no era resultado más que de prácticas educativas culturalmente estereotipadas, hizo todo lo que estuvo en su mano por criar a ambos hijos de la misma manera. Al ser una profesional de éxito, la madre esperaba que también sería un buen modelo para sus hijos. A ambos los trató de la misma manera, hablándoles en el mismo tono y vistiéndoles con ropa parecida. Cuando llegó el momento adecuado a ambos se les dio camiones y muñecas para jugar. No obstante, por mucho que intentó inculcarles un comportamiento no relacionado con el sexo de cada uno, el niño no dejaba de apartar las muñecas y la chiquilla ignoraba delicadamente los camiones. Ahora mi colega reconoce de mala gana que su hijo se ha convertido en un agresivo y extravertido jovencito y que la hija es una encantadora, seductora y sensible mujercita.
Intentar negar las diferencias innatas entre las personas es una de las presunciones más ridículas de nuestros tiempos. Pretender que podemos ser todo lo que queramos sin tener en cuenta la manera como la fisiología controla la mente no sólo es inútil sino peligroso, porque sólo reporta desilusión, hipocresía y finalmente escepticismo. No resulta sorprendente, por ejemplo, que en los últimos años se haya desarrollado un "movimiento masculino" en oposición dialéctica a los intentos de la década de 1960 de ignorar los hechos acerca de la biología masculina y sus consecuencias psicológicas. Incluso aunque algunas de las manifestaciones de este movimiento resulten igualmente ridículas por su vehemencia reaccionaria —bailar desnudos en el claro de un bosque al ritmo de tambores no es una solución muy original a la alienación yuppie indican una necesidad nada trivial. Algunas pulsiones básicas no pueden erradicarse, y si no se satisfacen de manera significativa y creativa, seguirán clamando en busca de satisfacción.
Por otra parte, es necesario comprender que la "naturaleza humana" es resultado de adaptaciones accidentales a condiciones medioambientales ya desaparecidas hace mucho. Nuestra programación genética está inevitablemente destinada a proporcionarnos percepciones distorsionadas de la realidad ahora que las condiciones externas han cambiado. Sólo trascendiendo las limitaciones de la fisiología, sin dejar que la testosterona o el estrógeno determinen por completo la manera como actuamos o pensamos, nos liberaremos de la tiranía del pasado. Para lograrlo se requiere paciencia, buena disposición y, por encima de todo, una mayor comprensión del funcionamiento de la mente.
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¿Ha de esforzarse por conseguir más para ser feliz? ¿O bien el intento de satisfacer sus ambiciones interfiere con sus posibilidades actuales de ser feliz?
Caos y consciencia
¿Le molesta el desorden? ¿Pasa tiempo dándole vueltas a sus problemas, autocompadeciéndose? Si así fuese, ¿qué suele hacer? ¿Se dedica a entretenerse, toma estimulantes o se sumerge en algún tipo de actividad como trabajar o jugar al golf? ¿Qué es lo que le va bien?
¿Hasta qué punto puede controlar su atención? ¿Debe tomar pastillas para poder dormir o mantenerse despierto? ¿Ha de tener la televisión o la radio encendidas como sonido de fondo para ayudarle a mantener la mente en la dirección correcta? ¿Dispone de un sistema para concentrar la mente cuando necesita reflexionar, tipo escribir en un diario, confeccionar listas o meditar?
Felicidad evasiva
¿Hay veces en que se siente feliz sin razón, o sólo cuando todo funciona como a usted le gusta? ¿Puede hacerle sentirse feliz una hermosa vista, una bonita canción, la buena suerte ajena, o bien su felicidad está limitada a la satisfacción de sus objetivos personales?
¿Qué suele hacer cuando no se presenta alguien a quien esperaba? ¿Tiende a sentir amargura y sumergirse en la frustración, o se le ocurre hacer algo al respecto?
Los límites de la razón
Cuando intenta argumentar una cuestión con lógica, ¿hasta qué punto cree que su razonamiento está influido por el interés propio? Piense en la última discusión que tuvo con su pareja o un colega del trabajo. ¿Tuvo que ver con los argumentos que presentó su comodidad personal y esperanzas de ascenso, o bien la necesidad de tener razón? ¿Hay alguna situación en la que su lógica sea totalmente objetiva?
Si confecciona una lista de las cosas que sabe bajo cuatro encabezamientos: (1) las cosas que sabe a través de la experiencia directa, (2) las que se desprenden lógicamente de verdades evidentes, (3) las que cree porque se lo contaron, (4) las que "sólo sabe" a través de una sensación visceral e intuitiva, ¿cuál de las columnas sería más larga?
La adicción al placer
¿A qué placeres es adicto: azúcar, alcohol, opiáceos, endorfinas o televisión? ¿Cuáles son las consecuencias de tal adicción, pros y contras? ¿Qué le costaría liberarse de ella, y cómo se sentiría? ¿Qué podría elegir para sustituir a la antigua adicción?
Estrés, tensión y hormonas
¿Puede reconocer cuándo su cuerpo interfiere con el control sobre la consciencia, por ejemplo, cuándo tener hambre le pone nervioso e irritable? ¿Ha desarrollado algún sistema para recuperar el control?
¿Siente que si el cuerpo le dice que algo es bueno o malo, entonces es que así debe ser? Si, por ejemplo, siente una oleada de cólera contra alguien que se le cuela en una cola, le parece que debe expresar la cólera? ¿O si le atrae alguien sexual— mente, debería intentar tener relaciones sexuales con esa persona, independientemente de otras relaciones en curso?
3. LOS VELOS DE MAYA
El cerebro es un mecanismo maravilloso, pero también engañoso. Para asegurarse de que no nos relajamos demasiado, nos obliga a esforzarnos tras objetivos cada vez más lejanos. Para evitar que nos sumerjamos en ensoñaciones, empieza a proyectar información desagradable en la pantalla de la consciencia en cuanto dejamos de hacer algo determinado. Nos hace sentir bien cuando hacemos cosas que en el pasado sirvieron a un propósito de supervivencia, pero no puede avisarnos cuando el placer traspasa el umbral de peligro. Tanto si nos gusta como si no, nos prepara de cara a acciones que tenían sentido cuando las personas vivían en cuevas, pero que ahora están fuera de lugar. Ésas son algunas de las tendencias que incorpora la maquinaria del cerebro, y a fin de hacernos con el control de la consciencia debemos aprender a moderar su influencia. Pero ésos no son los únicos obstáculos que se alzan entre nosotros y la realidad. Creadas a partir de instrucciones genéticas, reglas culturales y deseos desenfrenados del Yo, esas distorsiones son reconfortantes, pero es necesario ver a través de ellas para que el Yo sea verdaderamente liberado.
Ilusión y realidad
Un tema recurrente en muchas culturas ha sido que la realidad tal y como se nos aparece en una ilusión engañosa. Lo que vemos, pensamos y creemos no son los verdaderos contornos del mundo. La realidad se presenta a sí misma mediante una serie de velos que distorsionan lo que tapan. La mayoría de las personas miran los velos ilusorios y están convencidas de estar viendo la verdad, pero en realidad sólo se engañan a sí mismas. Sólo mediante un paciente desvelo que lo que los hindúes denominan los velos de Maya —o ilusión— podemos obtener un vislumbre más aproximado de lo que realmente es la vida. Pero esta idea no es exclusiva de la India. Muchas religiones y filosofías de todo el mundo sostienen que las apariencias normales son engañosas y que es necesario ver a través de ellas para comprender la naturaleza de la realidad. Hace veinticuatro siglos, Demócrito parece que dijo: «Nada es real, o si lo es, no lo sabemos. No tenemos medio de conocer la verdad. La verdad está en el fondo de un abismo». El cristianismo no negó la realidad del mundo material, sino sólo su importancia. Toda acción que realmente importe tiene lugar fuera de esta existencia. Quienes se toman demasiado en serio los sucesos de la esfera física corren el riesgo de ser embaucados por preocupaciones triviales e impermanentes, perdiéndose así el reino eterno del espíritu.
¿Pero por qué debería preocuparnos, en el umbral del tercer milenio, lo que han dicho acerca de la realidad las antiguas religiones y filosofías? ¿Qué supieron de la verdad? Puede parecer anacrónico que, al hablar sobre la evolución y el futuro, uno tenga que poner atención a los mitos hinduistas o a las concepciones cristianas. Pero si nos tomamos la evolución en serio, es necesario apreciar lo importante que es el pasado a la hora de dar forma al presente y al futuro. Igual que la estructura química del cromosoma humano empezó a determinar, hace millones de años, tanto las verdades como las ilusiones que estamos destinados a experimentar, también las representaciones simbólicas creadas por pensadores del pasado nos ayudan a revelar y a ocultar la realidad. Nuestra tarea actual es separar las percepciones genuinas de religiones y filosofías de los inevitables errores que se colaron en sus explicaciones. Sería una declaración de pecaminoso orgullo asumir que el conocimiento actual es superior en todos los sentidos al del pasado, y por ello desechar lo que los antiguos aprendieron como si fuesen supersticiones atrasadas.
La "epistemología evolutiva" es una rama del saber que aplica la perspectiva evolutiva a una comprensión acerca de cómo se desarrolla el conocimiento. Éste siempre implica obtener información. La manera más primitiva de adquirirla es a través del sentido del tacto: las amebas y otros organismos simples sólo saben lo que ocurre a su alrededor si pueden sentirlo con sus "pieles". El conocimiento que un organismo así atesora trata estrictamente acerca de lo que existe en sus inmediaciones. Tras un enorme salto evolutivo, los organismos aprendieron a descubrir lo que sucedía a cierta distancia de ellos sin tener que sentir el entorno. Este salto implicó el desarrollo de órganos sensoriales para procesar información que estaba más lejos. Durante mucho tiempo, las fuentes de conocimiento más importantes fueron la nariz, los ojos y los oídos. El siguiente gran avance sucedió cuando los organismos desarrollaron memoria. Ahora la información ya no necesitaba estar presente, y el animal podía recordar sucesos y consecuencias que sucedieron en el pasado. Cada uno de estos pasos en la evolución del conocimiento añadió importantes ventajas de supervivencia para las especies equipadas para utilizarlas.
A continuación, con la aparición en la evolución de los humanos se desarrolló una manera totalmente nueva de adquirir información. Hasta ese momento, el proceso de información fue totalmente intrasomático, es decir, tenía lugar en el interior del cuerpo del organismo. Pero cuando apareció el habla (y todavía más con la invención de la escritura), el proceso de información pasó a ser extrasomático. A partir de entonces el conocimiento dejó de estar almacenado en los genes o en los restos de memoria del cerebro; podía transmitirse entre las personas sobre una substancia permanente como piedra, papel o semiconductores de sílice; en cualquier caso, fuera del frágil e impermanente sistema nervioso.
El asombroso aumento de nuestro poder para controlar el planeta fue posible por el almacenamiento extrasomático de información, una capacidad que sólo adquirimos en los últimos segundos de la historia evolutiva. Al principio, la información se almacenaba en canciones, mitos e historias que nuestros antepasados se transmitían alrededor de las hogueras. Las leyendas condensaban siglos de útiles experiencias en unas cuantas líneas rimadas, proverbios o historias aleccionadoras. Los jóvenes miembros de la tribu ya no tenían que aprender únicamente a partir de sus propias experiencias qué era peligroso y qué resultaba valioso en su entorno; en lugar de ello, podían confiar en la memoria colectiva de generaciones pasadas, y posiblemente evitarían repetir los errores que aquéllas cometieran. Este conocimiento les ayudó a conseguir cierta cantidad de control sobre el entorno, proporcionándoles tiempo libre para aprender diversas tecnologías —como fabricar armas, encender hogueras y trabajar los metales— que también serían transmitidas extrasomáticamente.
Claro está, los mitos y leyendas no sólo comunican información útil; también transmiten una enorme cantidad de lo que ahora se llamaría "ruido", es decir, detalles irrelevantes, o detalles que sólo tienen sentido en ciertas situaciones históricas concretas. Es algo inevitable, porque cualquiera que desee comunicar una verdad experimentada personalmente, normalmente no puede distinguir el elemento esencial de esa verdad de sus características incidentales. Por ejemplo, imaginemos un padre de nuestra propia cultura que quiere explicarle a su hijo el amor que sintió cuando se casó con su esposa. Como hablar de emociones entre varones resulta embarazoso, y como los sucesos externos son más "reales" y fáciles de describir, el padre pudiera recordar la boda sobre todo en términos de qué música sonó en la iglesia, el número de invitados al banquete, el número de botellas de vino consumidas y demás. El mensaje central respecto a sus sentimientos por la novia apenas aparece mencionado. Así que lo que el hijo puede llegar a aprender a partir de la historia del padre es que la importancia de las bodas depende de la música, los invitados y las bebidas, pasando por alto la parte más importante del mensaje.
Cuando las experiencias y pensamientos de una cultura empiezan a fundirse dando paso a una visión sistemática de lo que son la vida y el mundo, las religiones hacen su primera aparición en el escenario de la evolución. No sería exagerado decir que la religión ha sido el órgano de conocimiento extrasomático más importante de los creados por los humanos hasta el momento, con la posible excepción de la ciencia, que es una manera de comprobar objetivamente la información que se obtiene, y que permite a sus usuarios rechazar sistemáticamente conclusiones erróneas. Aunque las religiones carecen de esta característica de autocorrección, y por ello suelen fracasar a la hora de adaptarse al nuevo conocimiento, creciendo con el tiempo, lo cierto es que disponen de otras ventajas sobre la ciencia que no son despreciables. Tal vez la más importante sea el hecho de que las religiones llevan siglos existiendo y que cuentan con la oportunidad de conservar información que es importante para la supervivencia humana durante más tiempo que la ciencia. Sólo por esa razón sería fatuo ignorar las percepciones religiosas, sobre todo cuando, como en el caso de los velos de Maya que ocultan la realidad, se repiten una y otra vez en contextos culturales muy distintos.
La noción de que la realidad está muy oculta de la vista no sólo la han mantenido pensadores de antaño. El actual pensamiento científico está empezando a explicar, en sus propios términos, lo que pensadores anteriores pudieran haber querido decir con la metáfora de Maya. Las ciencias sociales, por ejemplo, han ofrecido muchas pruebas acerca de lo diferente que es la apariencia de la verdad, dependiendo de dónde se ha nacido, a qué tipo de experiencias tempranas se haya estado expuesto o qué tipo de ocupación se acaba teniendo.
Por ejemplo, los antropólogos han demostrado en diversos estudios la manera tan acertada como las culturas pueden inculcar sus valores y concepciones sobre el mundo. La mayoría de los grupos humanos creen que son un pueblo elegido situado en el centro del universo y que su modo de vida es mejor que el de cualquiera. Los amish viven en un mundo amish, los zulúes en un mundo de zulúes. Ambos dan por descontado que su comprensión del mundo es la única que tiene sentido. Una desgraciada consecuencia de esta actitud es que, al creer con demasiada intensidad en la realidad del mundo de nuestra cultura, no vemos la realidad más amplia que descansa tras ella. Muchas personas no tienen ningún problema con los residuos tóxicos siempre y cuando no los tiren en su barrio. Las sustancias sólo se vuelven venenosas cuando amenazan el propio mundo. Si mi mundo se limita a Chicago, entonces todas las toxinas de fuera de la ciudad no son venenosas; mientras no me impliquen, no existen. Cuanto más grande es el grupo con el que uno se identifica, más cerca se está de la realidad esencial. Sólo la persona que considera todo el planeta como su mundo puede reconocer una sustancia tóxica como venenosa sea donde fuere donde se vierta.
De igual manera, los sociólogos han señalado los métodos a través de los que se construye la realidad socialmente. Cuando la gente interactúa con padres, amigos y compañeros de trabajo, aprende a ver el mundo desde el punto de vista de esas interacciones particulares. El mundo parece muy distinto desde un club de hombres de negocios que desde un edificio sindical, un cuartel militar o un monasterio. Los jefes de estado mayor viven en un mundo centrado alrededor del Pentágono, donde las megamuertes, el cómputo de muertos y los jugosos contratos con las industrias de defensa son las principales características del paisaje. El suyo es un mundo distinto del de los vendedores de coches, jugadores de fútbol o profesores. Pero no sólo son las diferencias de posición social o de maneras de ganarse la vida lo que tan a menudo resulta en conflictos de interés, en lo que los marxistas denominan la lucha de clases. Se trata de que personas en distintas posiciones del sistema social acaban viviendo en entornos físicos y simbólicos diferentes; de hecho, en lo que son mundos ajenos. Considerando lo poderosas que son las fuerzas de la cultura y la sociedad a la hora de dar forma a lo que vemos, sentimos y creemos, no es sorprendente que los hindúes pensasen que todos vivimos bajo hechizos proyectados por brujos demoníacos.
Los psicólogos hallan tendencias comparables a nivel individual. Cada persona, equipada con un conjunto de genes y experiencias más o menos único, desarrolla un "mapa cognitivo" de su mundo que facilita la navegación entre sus escollos. En el mismo hogar un niño puede aprender a observar el mundo a través de cristales de color de rosa, mientras que otro aprenderá que es poco prometedor y peligroso. Algunos niños, nacidos con una gran sensibilidad al sonido, crecerán poniendo atención al entorno auditivo y no verán muchos de los colores, luces y formas que rodean a los niños más sensibles visualmente. A una persona le interesan más las cantidades, a otra las sensaciones; una es abierta y confiada y la otra retraída y desconfiada. Esas diferencias individuales se van convirtiendo con el tiempo en hábitos, para más tarde pasar a ser pautas de pensamiento acerca de las experiencias y su interpretación. Esos "mapas" son útiles porque proporcionan indicaciones coherentes para quien los utilizan, pero no son muy precisos en cuanto a representar una imagen de la realidad objetiva y de validez universal. De hecho, dos personas que se encuentren en la misma situación utilizando mapas cognitivos distintos verán y experimentarán realidades totalmente distintas.
La relatividad del conocimiento no es un concepto que hayan explorado únicamente las ciencias sociales "blandas". Hasta la física, antaño parangón de ciencia mecánica y absoluta, ha abandonado en el último siglo sus esperanzas acerca de poder proporcionar un relato inequívoco de lo que en realidad está ahí fuera, pues resulta que incluso los datos más elementales y concretos ofrecen una información poco de fiar. Montañas, árboles y casas no están constituidos de materia sólida, sino de miles de millones de palpitantes e impredecibles partículas. Como ya sospechaba Demócrito hace bastantes siglos, el mundo que podemos ver sólo es la parte que registran los sentidos. A nuestro alrededor suceden todo tipo de cosas que ni siquiera percibimos porque están más allá de nuestro umbral de percepción. Los ojos, los oídos y el resto de los sentidos sólo proporcionan la información mínima necesaria para sobrevivir en un entorno corriente. Pero pasan por alto demasiadas cosas. Basta con ver a un cachorrillo perder la chaveta, lleno de emoción, cuando explora fragancias en una pradera para damos cuenta de qué cantidad de información nos perdemos.
¿Por qué no podemos crear instrumentos sensitivos más grandes y mejores para así poder percibir esos escurridizos eventos que tienen lugar fuera de nuestro conocimiento?
Como ya han comprobado los físicos, todo instrumento, toda medición, sólo proporciona una visión parcial, dependiente de los propios instrumentos. La realidad se crea cuando uno intenta aprehenderla. El famoso principio de incertidumbre de Heisenberg, que describe la imposibilidad lógica de determinar al mismo tiempo tanto la posición como la velocidad de una partícula atómica dada, sólo fue el primer temblor de lo que se ha convertido en un auténtico terremoto que amenaza el edificio antaño sólido de las ciencias físicas. Ilya Prigogine, un Nobel en Química, expresó la dificultad de obtener una imagen precisa de realidad absoluta, de la siguiente manera: «Sea lo que fuere a lo que llamamos realidad, sólo se nos revela a través de una construcción activa en la que participamos». Y el físico John Wheeler dijo: «Más allá de las partículas, más allá de los campos de energía, más allá de la geometría, más allá de los mismísimos tiempo y espacio, está el elemento esencial [de todo lo que existe], el acto todavía más etérico de observador-participación». Dicho de otro modo, por muy compleja que sea la teoría y precisa la medición, el hecho es que somos nosotros los que hemos desarrollado las teorías y los instrumentos de medición, y por ello, todo lo que aprendamos dependerá de nuestra perspectiva como observadores. Las limitaciones del sistema nervioso humano, la particular historia de la cultura, la idiosincrasia de los sistemas de símbolos utilizados, determinarán la realidad que se percibe. El acrónimo tan poco elegante utilizado por los programadores informáticos, GIGO (Garbage in, garbage out\ "basura que entra basura que sale", es decir, la información errónea genera resultados erróneos), es aplicable a la epistemología en general. El resultado está siempre en función de la entrada de información.
Cuando los aborígenes australianos intentaron explicar el monzón que llegaba cada año a sus tierras desde el mar entre truenos y relámpagos, lo representaron como una enorme serpiente apareándose en las nubes y dando a luz a la lluvia. Teniendo en cuenta lo que sabían, es el relato con más sentido para lo que experimentaban. La explicación moderna se basa en diferenciales de temperatura, índices de condensación de vapor, velocidad del viento y demás. Esta historia nos suena más sensata que la de la serpiente gigante, ¿pero no les parecerá igual de primitiva a los observadores que escuchen nuestra explicación al cabo de unos cientos de años?
¿Significa eso pues que es inútil preocuparse acerca de qué es verdadero porque por mucho que uno lo intente la respuesta siempre estará distorsionada? Muchas personas acaban dándole la razón a esta noción. Es muy fácil dar el paso del relativismo al escepticismo, pero no es la mejor dirección. Si nos negamos a tomar en serio la realidad disponible aquí y ahora porque no es la verdad absoluta, seguramente nos arrepentiremos de esa decisión tan apresurada. Aunque la realidad sólo pueda percibirse a través de cristales deformados, es mejor apañarse con lo que uno puede comprender que desdeñarlo porque no llegue a ser perfecto.
Pero ¿no resulta descorazonador saber que, por mucho que nos afanemos en comprender, la realidad esencial siempre permanecerá oculta? Sólo en el caso de que la búsqueda de la verdad esté motivada por alcanzar una respuesta absoluta y definitiva. Quien busca certeza está destinado a acabar decepcionado. Será como Fausto, que tras pasarse la vida estudiando teología, filosofía y las ciencias, acaba desesperado al descubrir que no ha aprendido una sola verdad en la que pueda confiar a ciegas. Si, por otra parte, nos damos cuenta de que las verdades parciales que descubrimos son todas ellas aspectos legítimos del universo incognoscible, entonces podemos disfrutar de la búsqueda y obtener de ella el placer que se deriva de todo acto creativo, tanto si se trata de pintar un cuadro como de preparar una buena comida. En este caso, no obstante, no es cuestión sólo de pintar o cocinar, sino de una manera de ver, de crear todo un mundo. Dar forma a la propia realidad, vivir en un mundo de creación propia puede ser tan placentero como componer una sinfonía.
Ninguna persona que haya vivido ha podido aprehender la realidad como un todo, ni es imaginable que nadie pueda nunca llegar a hacerlo. Al igual que la propia evolución, la búsqueda de la verdad nunca termina. Siempre hay que revisar las certezas, y cuando menos lo esperamos se nos abren nuevas perspectivas. Imagine la revolución que tuvo lugar en el entendimiento cuando los primeros labradores descubrieron que una única semilla plantada proporcionaría cientos de nuevas semillas, o cuando la visión copernicana del sistema planetario desplazó a la tolemaica.
Pero crear una nueva realidad, un mundo válido personal, no es tarea fácil. Lo es mucho más aceptar las certidumbres ilusorias proporcionadas por los genes y la cultura, o rechazar cualquier esfuerzo y buscar refugio en un escepticismo radical que niegue el valor de cualquier esfuerzo por comprender. Aunque la realidad que buscamos no contenga la verdad, al menos debe contener una verdad. Un producto creativo nunca es arbitrario ni casual; debe ser cierto respecto a algo que se siente profundamente o que se percibe en el interior de la persona. Y para alcanzar ese núcleo de certeza interna, es necesario aprender a desvelar los diversos velos de Maya.
Hay una vieja parábola índica que me gusta repetir a los estudiantes graduados que intentan hallar temas para sus tesis doctorales. Trata de un joven discípulo que se acerca a un viejo y hábil escultor con una petición.
—Maestro —dijo—, quiero convertirme en un escultor famoso. ¿Qué debo hacer?
—Vaya —replicó el maestro—. Dime qué clase de estatua te gustaría crear.
El joven reflexionó durante un instante y respondió: —Lo que más me gustaría sería esculpir un elefante magnífico.
Ante esta respuesta, el maestro colocó un bloque de piedra y unas cuantas herramientas frente al joven:
—Estupendo. Aquí tienes un bloque de mármol, un mazo y un cincel. Todo lo que tienes que hacer es quitar aquello que no se parezca a un elefante magnífico.
Así acaba la historia. ¿Fácil? En cierta manera lo es, claro está, y no obstante también resulta exasperadamente difícil. ¿Cómo sabemos lo que no es el elefante? ¿Cómo sabemos qué es el velo y qué es la realidad que oculta? No podemos saberlo por adelantado. Sólo después de que empieza a picar comienza el escultor a tener cierta idea acerca de lo que ha de descartar y lo que ha de mantener; y todavía hace falta bastante más tiempo para saber si está consiguiendo un elefante o sólo una masa informe de piedra. Sólo después de muchas pruebas se da uno cuenta de lo difícil que es una tarea tan sencilla. Para empezar a separar la verdad de la ilusión es necesario contrastar las propias ideas preconcebidas contra la experiencia real y en curso.
Este capítulo pasará revista a tres grandes fuentes de distorsión que interfieren con una verdadera comprensión de lo que sucede en el mundo. Son la programación genética, la herencia cultural y las demandas del Yo. Estas distorsiones están "dentro" de todos nosotros; ningún ser humano es inmune a las ilusiones que fomentan. El capítulo siguiente revisará tres obstáculos "externos" que impiden una verdadera percepción de la realidad. Teniendo en cuenta estos seis velos nos será más fácil ver más allá de las apariencias y crear un mundo personal con sentido a partir de lo que veamos allí.
El mundo de los genes
En el capítulo anterior vimos que el cerebro está construido para ser susceptible de tener diversas sensaciones placenteras que pueden ser perjudiciales en dosis excesivas. Está más allá de cualquier duda que la manera como experimentamos el mundo está limitada y estructurada —pero no determinada— por las instrucciones químicas codificadas en los genes. Dichas instrucciones se han transmitido más o menos inalteradas durante muchos millones de años, de antepasado en antepasado, hasta llegar a nuestros padres. Lo que nos dicen que hagamos es seguir la mejor estrategia de supervivencia que nuestros antepasados fueron capaces de desarrollar. Nos dicen que busquemos alimentos cuando estemos hambrientos, que nos defendamos si nos atacan, que nos interesemos en miembros del sexo contrario y demás.
Las instrucciones genéticas son más bien genéricas: son aplicables a situaciones comunes y nos impulsan a actuar de modos que por lo general solían ser útiles en el pasado. Los bebés nacen con la capacidad de reconocer los rostros humanos, porque ésas son las características más importantes del primer entorno de un bebé. De igual manera, los bebés están programados para imitar a los adultos, porque es el modo más seguro que tienen de llegar a ser independientes y sobrevivir. Estas instrucciones están sólidamente engastadas en el cerebro y sus efectos son automáticos. No obstante, cuando una persona se ve enfrentada a una nueva situación, la sabiduría de los genes deja de ser fiable. Un niño imitará tanto a un adulto grosero como a uno bienintencionado. La evolución no ha sido capaz de crear un detector preciso que nos permita saber qué comportamientos vale la pena imitar y cuales no. Los mamíferos pueden estar genéticamente equipados para evitar serpientes, pero no vendedores de bonos sin escrúpulos.
Como los humanos han ido dependiendo cada vez más de instrucciones culturales que de genéticas para su supervivencia. han tenido que desaprender muchas de ellas, que resultaron muy útiles en el pasado. En su lugar ha habido que adoptar reglas nuevas y artificiales, como aprender a controlar la cólera, reprimir la sexualidad, tolerar largos períodos sentados frente a escritorios, a menudo contra las llamadas de la "naturaleza". Pero a pesar de toda esta domesticación, la voz de los genes sigue teniendo mucha fuerza, y la manera como experimentamos el mundo está, en gran parte, determinada por ella. Aunque un hombre haya aprendido a no actuar a partir de impulsos agresivos o sexuales, gran parte de su vida interior, de su energía psíquica, está ocupada en emociones y pensamientos incitados por los instintos. Ése es el primer velo de Maya y, a menos que uno aprenda a ver a través de él, la realidad siempre aparecerá oscurecida por las necesidades y deseos del programa genético.
Por lo general asumimos que los instintos, pulsiones y necesidades viscerales constituyen el núcleo más genuino de la personalidad, que son la esencia de quienes somos. Pero últimamente los biólogos evolutivos han empezado a decir que la persona individual, en lo que respecta a los genes, es sólo un vehículo para la reproducción y posterior diseminación de éstos. En realidad, a los genes no les importamos nada, y si eso ayudase a su reproducción, estarían encantados de dejarnos vivir en la ignorancia y la miseria. Los genes no son nuestros pequeños ayudantes; nosotros somos sus sirvientes.
Las instrucciones químicas que predisponen a una adolescente soltera a quedarse embarazada no estuvieron diseñadas para hacerla feliz o tener éxito en la compleja sociedad en la que ahora vive. Tan sólo son un mecanismo que debe asegurar que la información en sus cromosomas va a ser copiada y transmitida a otra generación. En el pasado, cuando la esperanza de vida era corta y la mortalidad infantil elevada, los genes eran capaces de estimular a una joven para que se quedase embarazada en cuanto pudiera dar a luz un hijo, y así contar con una opción de difundirse mejor que al incitar un comportamiento más comedido. Que eso sea beneficioso o no para la adolescente no es la cuestión. La adolescente, claro está, es dichosamente inconsciente de todo ello y no hace más que obedecer las instrucciones de la naturaleza en la creencia equivocada de que lo que siente como bueno en ese momento seguirá siéndolo a largo plazo.
Los genes están programados para protegernos mientras produzcamos descendencia viable; después que nos zurzan. Aunque es cierto que nuestros intereses como individuos y como portadores de instrucciones genéticas suelen solaparse, no siempre es así, Por ejemplo, a los genes no les interesa cuánto vive la gente después de que sus hijos sean lo bastante mayores para sobrevivir por sí mismos. De hecho, les sería más ventajoso que los padres muriesen lo antes posible después de que los hijos acaben la universidad, pues así no ocuparían un espacio y unos recursos que podría utilizar otra generación posterior. Estos genes no es que sean muy simpáticos, pero no obstante continuamos confundiendo sus intereses con los nuestros. Mientras no podamos diferenciar entre dichos intereses, nuestras mentes no serán libres para dedicarse a sus propios fines, sino que deberemos seguir obedeciendo confusas instrucciones del pasado.
Toda persona crea el mundo en el que vive invirtiendo atención en ciertas cosas, y lo hace siguiendo ciertas pautas. El mundo construido según los anteproyectos proporcionados por los genes es un mundo en el que toda la atención de Una persona está invertida en fomentar el programa de "adecuación reproductiva". El objetivo es simple: ¿cómo puedo obtener lo suficiente del entorno para asegurarme de que me reproduciré y de que mis hijos también tendrán hijos? En organismos menos complejos, como muchas especies de insectos, se dedica prácticamente toda la vida al proyecto de poner una nidada de huevos; los padres mueren poco después. Al igual que otros organismos, la mariposa ha evolucionado para ver únicamente esas cosas que ayudarán o impedirán la supervivencia de sus crías. Su mundo está compuesto de formas de flores que proporcionan néctar, y de formas que parecen depredadores a los que es mejor evitar. Los poetas ensalzan mucho al águila majestuosa que vuela libre entre los picachos nevados. Pero los ojos del águila suelen estar concentrados en el suelo, en busca de roedores ocultos entre las sombras. Las vidas de gran parte de la humanidad podrían resumirse en términos similares.
Tomemos el ejemplo de Jerry, un imaginario y joven abogado. ¿En qué ocupa su vida? Gran parte la dedica a los requerimientos de sus genes. Al levantarse por la mañana, pasará casi una hora lavándose, vistiéndose y arreglándose en un intento de conseguir una apariencia atractiva y al mismo tiempo algo intimidatoria; una corbata de intenso color rojo pudiera serle útil en esa cuestión. Luego pasa unos minutos desayunando, en la primera de varias comidas a lo largo del día que estimularán sus ánimos y energía al recargar el nivel de azúcar de su corriente sanguínea. El coche que conduce hasta el trabajo y la manera como conduce también están indirectamente influidos por las instrucciones de sus genes. Puede que conduzca un Volvo porque es seguro, un Ford porque es práctico o que incluso pudiera elegir un coche lleno de potencia, que proyecte la imagen del éxito. ¿Y por qué se pasa Jerry ocho, diez o doce horas al día trabajando? Pues para poder satisfacer su instinto nidificador y comprar una casa cómoda, atraer a la pareja deseada, tener hijos, acumular algunas propiedades que transmitirles y poder costearse un caro seguro con el que proteger a su descendencia.
Con toda probabilidad, Jerry no dirá que gasta su energía psíquica de la manera como lo hace porque está tratando de complacer a sus genes. Dirá que ha elegido ponerse la corbata roja porque le gusta más que las otras y que conduce un Volvo porque se siente bien al volante de un coche así. Tal vez pudiera reforzar sus elecciones con razonamientos basados en experiencias personales o con evidencias objetivas. En ese caso, más poder para él. Pero a menudo la gente no considera las opciones; no se paran a reflexionar sobre alternativas. Simplemente aceptan el guión que les proporcionan los genes y lo interpretan de acuerdo a las instrucciones específicas proporcionadas por la cultura en la que hayan nacido.
De adolescente me pasé un año más o menos asistiendo a un instituto en un barrio obrero de una ciudad meridional italiana. Mis compañeros de clase provenían de familias desplazadas por la segunda guerra mundial que se habían trasladado de comunidades tradicionalmente campesinas para probar suerte en las nuevas barriadas urbanas que brotaban alrededor de los distritos industriales. Durante el tiempo que pasé con ellos, me sentí como un antropólogo de visita en una extraña tribu; tanto sus valores como la manera como consideraban el mundo eran muy diferentes a los que yo estaba acostumbrado. Aunque unos cuantos de los chicos (las clases todavía estaban segregadas por sexos) se hicieron muy amigos míos, yo nunca dejé de maravillarme de que nueve de cada diez ideas que les rondaban la cabeza eran sobre sexo. Si un profesor o alumno desconocido —de cualquier sexo— entraba en clase por alguna razón, los chicos comentaban en voz alta y sin cortarse un pelo acerca de sus características sexuales primarias o secundarias, especulando acerca de cómo se lo haría en la cama. El momento culminante de la semana para aquellos quinceañeros era el miércoles, cuando el burdel de al lado ofrecía descuentos diurnos para estudiantes. Aunque no todo el mundo tuviera acceso a aventuras heterosexuales, la mayor parte de las conversaciones giraba alrededor de hazañas reales o imaginarias. También había varias parejas homosexuales estables que se tomaban sus relaciones muy en serio y con cierto aire romántico.
Pero la escuela que he descrito no era única. Los adolescentes de todas las partes deben aprender a habérselas con las hormonas que inundan sus cuerpos —y sus cerebros— con instrucciones urgentes sobre sexualidad y reproducción. Se ha calculado que los adolescentes estadounidenses piensan en temas sexuales un promedio de una vez cada veintiséis segundos, pero no porque así lo quieran, sino porque las sensaciones que recorren sus carnes les impiden lo contrario. Sea cual fuere la frecuencia de pensamientos relacionados con la sexualidad, la cuestión es que la energía psíquica no es libre de ir a donde deseamos que vaya; dejada a sí misma, se dirige hacia la dirección en que fue programada.
Los alimentos tienen un control similar sobre la mente. No podemos pasar más que unas pocas horas sin pensar en comer. Mis estudios sobre psicología cotidiana sugieren que la gente normal se pasa entre el 10 y el 15 % de su vida despierta bien comiendo o pensando en comer. Para la gente con trastornos alimenticios las cifras se elevan al doble: casi un tercio del día está ocupado con preocupaciones sobre la comida. En casos extremos, no poder refrenar el apetito puede llegar a matamos. En informes sobre los campos de concentración se ha llegado a la conclusión de que los primeros prisioneros que mueren son aquellos que no pueden apartar sus mentes de la comida y que están dispuestos a hacer cualquier cosa para obtenerla. Un amigo que pasó años en el gulag soviético me contó que en uno de los campos el personal de la cocina se divertía echando peladuras de patatas —los únicos desperdicios remotamente comestibles que se desechaban— junto a las letrinas, donde quedaban inmediatamente contaminadas por los excrementos. Comer esas peladuras de patata crudas equivalía a suicidarse, y no obstante siempre había algunos reclusos que no podían reprimirse y sin hacer caso de advertencias engullían las peladuras, para por lo general morir poco después de infecciones intestinales.
Nosotros no padecemos problemas tan graves. No obstante, al leer revistas populares uno acaba teniendo la impresión de que incluso en nuestra sociedad la mayoría de la gente está enfrascada en una batalla constante contra la obsesión de los alimentos. Parece que cada semana aparece una nueva dieta, prometiendo la liberación a las masas con sobrepeso. Las celebridades hablan de sus estrategias de control de peso con una seriedad antaño reservada a la salvación del alma. Los empleados sedentarios de los Estados Unidos llegan a consumir hasta 8.000 calorías al día —casi el triple de las necesidades reales— y eso conduce inevitablemente a aumentos de peso peligrosos para la salud. Está claro que estamos lejos de haber obtenido control sobre nuestros apetitos.
¿Significa eso que es mejor cuestionar cada uno de nuestros movimientos e intentar reprimir los deseos sexuales, o intentar dejar de comer, o no tener hijos, porque ésos no son realmente nuestros objetivos, sino unos que nos han implantado en la mente los genes egoístas? Una estrategia de ese tipo sería contraproducente. No hay modo de escapar a la facticidad de la existencia biológica. Sería presuntuoso intentar cuestionar a posteriori la sabiduría de millones de años de adaptación, aunque fuera posible hacerlo. Al mismo tiempo, la supervivencia en el tercer milenio requerirá que comprendamos mejor cómo somos manipulados por las substancias químicas presentes en nuestro cuerpo.
Como primer paso, mientras realizamos nuestras rutinas cotidianas, resulta liberador detenerse a reflexionar acerca de por qué hacemos lo que hacemos. Ayuda saber que, si tomo una tercera tajada de tocino para desayunar, no estoy simplemente ejerciendo mi libertad de elección o abandonándome a un capricho, sino que probablemente estoy siendo manipulado por las instrucciones de un hambriento gen de tres millones de años de edad. No importa si sigo adelante y como la tercera tajada o no. Lo que cuenta es que, aunque sólo sea durante unos pocos segundos, he interrumpido el determinismo automático de los genes, que durante un momento, he corrido el primer velo de Maya.
Reflexionar sobre el origen del impulso, de los hábitos, es el primer paso para obtener control sobre la propia energía psíquica. Conocer el origen de los motivos y hacernos conscientes de nuestras tendencias es el requisito previo de la libertad. Pero no basta con saber cómo las instrucciones genéticas nos hacen hacer lo que quieren que hagamos. El segundo velo es el que utiliza la cultura y la sociedad —los sistemas humanos en los que hemos nacido— para envolver la realidad, ocultando alternativas a fin de utilizar nuestra energía psíquica para sus propios fines.
El mundo de la cultura
Los campesinos que viven en las aldehuelas de las llanuras húngaras de vez en cuando les cuentan a los visitantes: «¿Sabía usted que nuestro pueblo es el centro del mundo? ¿No? Puede comprobarlo por sí mismo con facilidad. Todo lo que tiene que hacer es dirigirse a la plaza del centro del pueblo. En medio de la plaza hay una iglesia. Si trepa a la torre verá que los campos y bosques se extienden en un círculo por todo alrededor, con nuestra iglesia en el centro». El hecho de que los pueblos vecinos también piensen que son el centro del mundo no tiene importancia; después de todo, ¿qué saben unos extranjeros que viven en la periferia del universo? Sus falsas ilusiones no han de ser tomadas en serio. Esos campesinos tradicionales basaban sus opiniones en pedacitos de información perfectamente sensibles. Cuando miraban abajo desde el campanario de la iglesia, el pueblo en realidad daba la impresión de hallarse en el centro del mundo, y las tradiciones que aprendieron de sus mayores en la infancia contenían un valor más grande que cualquier otra cosa que pudieran aprender más tarde. Desde su punto panorámico, la realidad que conocían tenía totalmente sentido.
Por desgracia, toda cultura aislada debe alcanzar la misma conclusión, plausible pero totalmente equivocada. Cuando viví en Calabria, en el sur profundo de Italia, pasé muchas y frustrantes horas discutiendo con otros adolescentes que afirmaban que eran mucho más civilizados que la gente que vivía al norte, en Nápoles o en Roma: «Después de todo —decían—, todo el mundo sabe que cuanto más al sur vas, más elevado es el nivel de civilización». No ayudaba señalar que entonces las tribus del Africa ecuatorial eran mucho más civilizadas que los calabreses. Eso sólo les confundía y les ponía de mal humor. Pues todo grupo humano no sólo se cree en el centro del universo, sino que sus virtudes únicas lo convierten en superior a cualquier otro grupo.
Toda cultura inculca un prejuicio similar en sus miembros. Los griegos llamaban "bárbaros" a todos los que no hablaban su idioma, porque los sonidos que emitían resultaban un galimatías —bar bar- para sus oídos. Los chinos creían que sólo su cultura merecía el calificativo de civilización, y la palabra en idioma navajo para designar su propia tribu significa "la gente". Nosotros tampoco somos inmunes a tal miopía. Algunos ejemplos resultan divertidos. Cuando solía tomar el viejo tranvía n° 22 en Chicago para ir a la universidad, pasaba por tres restaurantitos que anunciaban "El mejor pollo frito del mundo". Otros ejemplos de egocentrismo resultan menos divertidos. Durante la primera guerra del Golfo, los medios de información estadounidenses alardearon complacientemente sobre las escasas bajas sufridas en el conflicto, sin querer ponerse a calcular las ingentes pérdidas iraquíes. Cada grupo étnico en los Estados Unidos cuenta con su propia versión de superioridad. Algunos afroamericanos se pretenden herederos de la civilización egipcia y predican la superioridad del "pueblo del sol" sobre los pálidos "pueblos de hielo". Incluso los estados de la Unión, constituidos no hace tanto, han tenido tiempo para desarrollar este tipo de intolerancia: los de Colorado se burlan de la gente que va en coches con matrícula de Texas, la buena gente de Wyoming desdeñan a los de Colorado, y en Montana no lo tienen muy claro respecto a los de Wyoming.
La sensación de importancia e invulnerabilidad que se obtiene de la propia cultura es ilusoria pero convincente. Es bueno sentirse en el centro del universo. A alguien que llegue por primera vez a los Estados Unidos le resulta difícil creer en la seguridad acerca de su destino único que tienen casi todos los ciudadanos de este afortunado país. Casi son envidiables esos norteamericanos que creen tranquilamente que, como están protegidos por la Constitución, no han de preocuparse de que les suceda nunca nada dramático. Luego uno recuerda que antes de la segunda guerra mundial fueron los alemanes los que se sentían muy confiados en su destino, con todos aquellos grandes científicos, compositores y poetas que produjeran en el pasado. Los rusos son capaces de perdonarse muchos defectos a causa de la profunda sensibilidad de sus almas, que es obviamente mucho más valiosa que las virtudes mundanas cultivadas en otras culturas. Los italianos suelen ser amargos críticos de sí mismos, pero en su interior saben que nadie entiende la vida tan bien como ellos. Los franceses menosprecian racionalmente al resto del mundo; los británicos se creen aparte a causa del sentido común que sólo se da en su refugio insular. Y si uno cree que esos prejuicios corresponden únicamente al imperialismo occidental, todo lo que ha de hacer es hablar con un chino, japonés, hindú o etíope para desengañarse. Y claro, estas afirmaciones acerca de norteamericanos, rusos y demás son flagrantes generalizaciones estereotipadas, pero lo cierto es que gran parte del comportamiento social está regido por estereotipos.
Si el etnocentrismo parece ser resultado inevitable de pertenecer a una cultura, probablemente es que no hay otra manera de ser. La supervivencia y la autoestima dependen de aquéllos entre los que hemos nacido. Ahora mismo, para ser humanos necesitamos las instrucciones transmitidas a través de la cultura casi en la misma medida que las instrucciones genéricas. ¿Cómo si no podríamos hablar, leer, contar, pensar? Los genes no pueden enseñarnos esas habilidades; debemos aprenderlas de hombres y mujeres que hablen nuestro idioma, del conocimiento almacenado en libros y los otros sistemas de símbolos. Pero en el proceso de enseñarnos a ser humanos, la cultura empieza a reclamarnos. Igual que los genes utilizan el cuerpo como vehículo para su propia reproducción, una cultura también tiende a utilizar a los individuos como vehículos para su propia supervivencia y crecimiento. A fin de asegurar este extremo, debe convencernos de su superioridad.
Una persona bien asimilada es alguien que está dispuesta a sacrificar su vida por el bien del país, el partido o la religión. Es alguien que intuitivamente sabe que las montañas de su lugar son más hermosas, su comida más sabrosa, las canciones más melodiosas y la gente mayor más sabia que en ninguna otra parte del mundo. Sabe que los idiomas extraños son bárbaros, que los hábitos extranjeros son ridículos o repulsivos. Es precisamente la gente bien asimilada la que mantiene las tradiciones vivas; sin ellas las culturas estarían en un estado de flujo constante y no tardarían en perder sus peculiares características.
Las lealtades culturales suelen empujar a las personas a actuar todavía con mayor indiferencia respecto a sus propios intereses de lo que consiguen las instrucciones genéticas. Es difícil saber en qué les beneficia matarse constantemente a serbios y croatas, católicos y protestantes irlandeses, armenios y azerbaiyanos, camboyanos y vietnamitas o a las diversas tribus guerreras de Sudáfrica. Un Capuleto que derive su identidad del odio ancestral hacia los Montesco no puede abstenerse de escarnecer al enemigo siempre que se encuentre con él al cruzar la piazzci, aunque eso le cueste una puñalada mortal. Y lo que es todavía peor, cientos de miembros de bandas mueren cada año en el West Side de Chicago por la misma razón. A veces sólo mueren por llevar una insignia que los identifica con el grupo equivocado, como una gorra inclinada hacia la izquierda, o un brazalete en la muñeca derecha.
La asimilación excesiva le conduce a uno a ver la realidad únicamente a través de los velos de su cultura. Una persona que invierta energía psíquica exclusivamente en objetivos prescritos por la sociedad está renunciando a la posibilidad de poder elegir. Es fácil percibir este peligro en el caso de una sociedad sencilla, como la de los gusii de África occidental. Según Robert Le Vine, el antropólogo que ha estudiado el curso de la vida de esta tribu, los gusii valoran tres aspiraciones por encima de todas las demás, y dedican casi todas sus energías a conseguirlas. Una es poseer cuantas más cabezas de ganado mejor, porque la riqueza se calcula en términos del tamaño del rebaño que uno posee. La segunda es tener tantos hijos y nietos como sea posible, porque el estatus social depende de la extensión de la red familiar. La tercera aspiración es obtener poder espiritual, que hasta cierto punto se desprende de la riqueza y la posición social, pero que también requiere acciones personales que evoquen temor y respeto de parte de sus semejantes. Riqueza, estima y la capacidad de inculcar temor son todas formas de poder que hacen que un hombre pueda acumular los recursos necesarios para tener muchos hijos y nietos.
Aquí queda poco espacio para la poesía, el romance o los vuelos de la imaginación. Tan simple como es, el mundo de los gusii no parece muy diferente del mundo estructurado por los genes. Aunque los gusii cuentan con sus propias, ricas y únicas tradiciones culturales, los objetivos principales de supervivencia, reproducción y dominio que organizan sus vidas son claramente una extensión de objetivos similares compartidos por primates no humanos y por otras especies inferiores.
Las exigencias de nuestra propia cultura son más complejas y aparentemente están menos vinculadas a antecedentes biológicos, pero pueden resultar igualmente restrictivas. Si alguna vez llegamos al punto en que una mayoría de personas pudiera no imaginar ningún objeto por el que valiese la pena vivir la vida excepto hacer dinero, si el respeto —y el amor propio— descansasen únicamente en la comparación social basada en los logros materiales, entonces el mundo manifestado por incluso la cultura más avanzada tecnológicamente se volvería tan limitado como el de los gusii.
Es cierto que a primera vista las oportunidades para llevar estilos de vida diferentes en nuestra sociedad parecen extremadamente variadas y diversas. Si se desea vivir como un fundamentalista religioso, un amish o un Haré Krishna, uno puede hacerlo. Si se quiere ser un soltero marchoso y vivir en una torre de apartamentos urbana, o acampar con hippies en la orilla de un río, también existen muchas oportunidades para ello. Hay comunidades de estudiosos, buceadores, vegetarianos, adoradores del Sol, cada una con sus propios valores y estilos de vida. ¿Pero implica esa diversidad una compleja integración cultural? Por lo general no suele ser así; las numerosas y distintas subculturas llevan existencias paralelas, cada una de ellas bien aislada de las influencias de las otras.
Y esos aspectos de la cultura que son comunes a casi todo el mundo no son mucho más complejos que los de los gusii. La cultura que abarca gran parte de nuestra sociedad admira a los Donald Trump, Ivan Boesky y Michael Milken porque han amasado grandes "rebaños" de dólares; venera al general Norman Schwarzkopf porque ha bombardeado al enemigo hasta someterlo; paga millones a un jugador de baloncesto porque salta más alto que cualquier otro; y se desmaya a los pies de artistas que sirven como símbolos de juventud, belleza y una vida feliz, aunque la persona tras la sonriente máscara sea la mayoría de las veces desgraciada y viva en estado de confusión e infelicidad. El paisaje de este mundo es observado cada noche por millones de personas en sus pantallas de televisión. Es un mundo a base de unas pocas y simples ideas que se repiten incesantemente, de todas las maneras distintas posibles.
Es peligroso tomarse demasiado en serio la imagen del mundo presentada por la propia cultura. En primer lugar, hacerlo limita el alcance del potencial de cualquier individuo. Por ejemplo, una mujer educada que viva en un país árabe no podrá evitar sentir que debe renunciar a muchas c importantes opciones personales a fin de preservar la integridad de su cultura. En segundo lugar, la identificación excesiva con una visión del mundo en particular conduce inevitablemente a la ceguera respecto a otras culturas y finalmente a la hostilidad hacia el "otro". El nacionalismo, el fanatismo religioso y la intolerancia ideológica han servido como justificaciones para las principales guerras de los últimos siglos, y ahora que el planeta se está superpoblando, esas fuerzas divisorias se vuelven más explosivas. Finalmente, aceptar la visión del mundo cultural de manera incuestionable es peligroso simplemente porque nos ciega a realidades más grandes. Quienes automáticamente desprecian todo lo que está fuera de los prejuicios de su grupo están condenados a vivir para siempre en un mundo insignificante.
Pero cargar contra las limitaciones de la propia cultura resulta tan inútil como protestar contra la falta de visión demostrada por las instrucciones genéticas. Aunque uno pueda disentir de muchos de los valores y prácticas que la cultura soporta, los beneficios de vivir en un sistema social razonablemente civilizado son tan elevados que un rechazo frontal no tiene sentido. Sentir gratitud por la cultura que nos hace humanos no implica aceptarla porque sí. Algunas de las más grandes figuras de la historia han sido aquellas que se preocuparon lo bastante del desarrollo de los potenciales humanos como para manifestar su desacuerdo con la sociedad en la que vivían, incluso cuando esa sociedad estaba en la cumbre de su gloria: Sócrates cuestionó las bases de la lealtad cívica; Catón y Cicerón criticaron las maneras de la élite romana; y Juana de Arco, Lutero y Mahatma Gandhi desafiaron el statu quo de sus épocas.
Los genios creativos son a menudo gente marginal, individuos cuya visión se amplió enormemente porque se vieron obligados a pasar de un mundo cultural a otro, siendo así capaces de percibir la relatividad de ambos. De los siete "creadores de la era moderna" cuyas vidas describe Hovvard Gardner, sólo uno, la bailarina y coreógrafa Martha Graham, acabó viviendo en el país donde naciera, pero viajó tanto que podríamos decir que de hecho era multicultural. Sigmund Freud estudió en París y luego dejó Viena para trasladarse a Londres; Einstein pasó de Alemania a Italia, luego a Suiza, de vuelta a Alemania y luego a los Estados Unidos; Gandhi pasó muchos años en Inglaterra y Suráfrica antes de regresar a la India; Picasso dejó España por Francia; Stravinski tuvo que abandonar Rusia y vivió en varios lugares exiliado, incluyendo Hollywood; y T.S. Eliot huyó de las orillas del Misisipí para irse a Londres. El elemento común de todas esas peregrinaciones probablemente no sea una coincidencia, sino que señala el hecho de que es más fácil ver la realidad de nuevas maneras cuando uno deja el capullo de la propia cultura nativa.
A un nivel más modesto, es importante que cada persona reconozca que los valores, reglas, hábitos y actitudes que heredamos son útiles y necesarios, pero no absolutos. Es peligroso dejar la evaluación de la cultura a unos pocos especialistas; una responsabilidad así debería estar ampliamente compartida. Si la gran mayoría acepta de forma pasiva cualquier opinión pública y dictado tradicional, será muy fácil que unos pocos grupos de interés poco escrupulosos manipulen las reglas a su favor.
Correr el segundo velo de ilusión implica darse cuenta de lo parcial que es una visión de la realidad, incluso la más precisa que permita la cultura, y no hace falta que incluya nada más que eso. No es esencial rechazar valores o prácticas familiares. Pero demasiado a menudo, quienes adoptan una postura contracultural acaban estando tan controlados, o incluso más, por sus valores rebeldes, de lo que los habrían controlado los valores corrientes. El estridente fanatismo de reformadores religiosos como Calvino; de líderes revolucionarios como Danton, Marat, Lenin o Stalin; o de los heraldos actuales del maoísmo, deconstruccionismo y postmodernismo, pueden resultar tan limitadores como la ortodoxia que pretendían derrocar.
No obstante, resulta liberador poner en causa las descripciones de la realidad de la propia cultura, en especial las que presentan los medios de información. Cuando uno abre el periódico por la mañana, vale la pena recordar que lo que estamos leyendo representa una visión necesariamente tendenciosa. Al coronel McCormick, el legendario editor del Chicago Tribune, se le suele citar cuando dice que una pelea de perros callejeros en el centro de Chicago es más importante que una guerra en China. Mientras comprendamos que los medios de información presentan el mundo sub specie culturae, es poco probable que nos engañen.
Y durante el resto del día también vale la pena quitarse de vez en cuando las gafas distorsionadoras que nos hemos acostumbrado a llevar, y mirar lo que sucede desde una perspectiva diferente. ¿Hasta qué punto acepto la definición de otra gente acerca de quién soy yo y qué puedo ser? ¿Hasta qué punto ignoro los valores de los pueblos de diferentes culturas? O de manera más prosaica: ¿me gustan los tan anunciados valores de mi coche? ¿Merece mi lealtad la empresa para la que trabajo? ¿Trabajar setenta horas a la semana es realmente la mejor manera de invertir la energía de mi vida? ¿Es contar con una figura delgada y un aspecto juvenil la cúspide de la realización humana? Por hacer preguntas parecidas Sócrates acabó teniendo que ingerir cicuta y Savonarola quemado en la hoguera. Pero Sócrates y Savonarola hablaron en plazas públicas para convencer a sus conciudadanos de la autenticidad de sus visiones alternativas. Pero para ver con mayor claridad la naturaleza de la realidad uno no necesita convertirse en un ardiente activista; basta con hacerse esas preguntas en la intimidad de la propia mente. Al hacerlo, uno empieza a liberarse de las ilusiones que son los efectos secundarios de ser un ser cultural. Entonces será posible ver a través del segundo velo.
El mundo del Yo
Los deseos instintivos y los valores culturales se abren camino en la consciencia desde fuera, por así decirlo. Los primeros empiezan como impulsos químicos que interpretamos como necesidades auténticas, y los segundos lo hacen como convenciones sociales que interiorizamos como inevitables. La tercera distorsión de la realidad empieza en la mente y se elabora hacia el exterior: es el efecto secundario de ser consciente, la ilusión de yoidad.
Como ya hemos visto antes, la consciencia introspectiva es un desarrollo reciente en la evolución humana, pero exactamente cuán reciente, nadie lo sabe. Es cierto que las instrucciones genéticas son mucho más antiguas; probablemente las instrucciones culturales también se desarrollaron con anterioridad al advenimiento de la introspección. Se ha propuesto que hace tan sólo unos tres mil años empezó la gente a darse cuenta de que pensaba. Antes de ese momento, las ideas y emociones pasaban a través de la mente por sí mismas, sin ningún control consciente. Un guerrero griego o un sacerdote sumerio seguían el instinto y la convención; cuando se les ocurría una nueva idea, creían que les era enviada por un dios o espíritu.
Es improbable que lleguemos nunca a poder determinar con precisión cuándo empezó la gente a darse cuenta de que podía controlar sus procesos mentales. A diferencia de las puntas de flechas y las marmitas, los restos de introspección no pueden excavarse en antiguos asentamientos. El suceso fue tan discreto que no dejó rastro alguno: la era de la consciencia no empezó con una explosión sino con un susurro. Sea como fuere como se desarrolló esa capacidad, fue uno de los sucesos más trascendentales sucedidos en nuestro planeta. Ni siquiera los asteroides que se supone pusieron fin a la era de los dinosaurios, hace unos 65 millones de años, provocaron un cambio tan grande en el mundo.
¿Por qué es tan importante este suceso? En parte, claro está, porque la manipulación consciente del contenido mental hizo que fuese mucho más fácil conceptualizar nuevas invenciones y tecnologías. Pero todavía es más importante que una vez que la mente realizó su autonomía, los individuos pudieron concebirse a sí mismos como agentes independientes con sus propios intereses. Por primera ver fue posible que la gente se emancipase del dominio de los genes y la cultura. Una persona podía ahora tener sueños únicos y adoptar una postura individual basada en objetivos personales.
Aunque el Yo trajo consigo el regalo de la libertad personal, también tejió otro velo, tan espeso como los dos anteriores: las ilusiones del ego. El egoísmo es una parte eterna de vivir y los perdonavidas implacables deben haber sido muy abundantes antes de que hombres y mujeres empezasen a controlar sus propias mentes gracias a la capacidad de reflexión. Pero una vez que el Yo se desarrolló, trajo consigo sus propias distorsiones. Consideremos a Zorg, el imaginario líder de un grupo de homínidos del lejanísimo pasado, anterior al advenimiento de la consciencia introspectiva. Zorg sabe que es el líder porque si él decide caminar en una cierta dirección la tribu le seguirá. Por la misma razón, si gruñe, el resto se acobarda. Cuando se ve impulsado por el hambre o los deseos sexuales, Zorg se aprovecha de su posición dominante para quedarse con más de lo que le toca. De vez en cuando debe coger alguna rabieta o lastimar a alguno de sus compañeros. Es claramente egoísta, pero su egoísmo carece de un componente esencial que sólo puede tener una persona con un ego introspectivo: Zorg no es ambicioso y no intenta acumular poder en un sentido abstracto. Sus deseos de dominio son resultado de instrucciones genéticas y la retroalimentación que recibe de los otros; son intentos temporales y dirigidos en función del contexto. Ni siquiera intenta acumular más propiedades que sus semejantes; después de todo, los cazadores-recolectores no poseen terrenos, y los bienes móviles son una pesada carga para llevarlos de aquí para allá.
Podría decirse que la perspectiva de Zorg está severamente limitada por lo que la biología y la cultura le permiten experimentar. Pero sigue estando libre de todas esas tendencias que son subproductos de una mente consciente de sí misma. Los faraones, los soberanos de Mesopotamia, del valle del Indo, de la antigua China, se diferenciaban de Zorg no sólo en que contaban con muchísimos más recursos de los que echar mano, sino también en que cada uno de ellos contaba con la sensación de su propia y única individualidad o identidad. Y una vez que el ego se halla presente, su principal objetivo pasa a ser su propia protección a toda costa. Así pues, decenas de miles de esclavos egipcios tuvieron que ofrecer sus vidas para construir las pirámides de manera que el ego del faraón pudiera vivir; las miles de estatuas enterradas en las tumbas de los emperadores chinos fueron laboriosamente fabricadas con el mismo propósito.
A una escala más pequeña, los egos insaciables han devorado la energía psíquica de las personas en casi todos los antiguos grupos humanos de que tenemos noticia. Cuando moría el caudillo de una de esas tropas de jinetes nómadas que se abatían constantemente desde las estepas de Asia central para asolar las regiones más pobladas de Europa y Asia, era enterrado con sus caballos, armas y joyas, y también con sus mujeres y sirvientes, para que pudieran servir al fallecido en la otra vida.
La Ilíada, la épica más venerada del pasado europeo, ofrece una excelente descripción acerca de cómo funcionaba el ego de un guerrero griego. El poema empieza con una reunión de los líderes del ejército griego que sitia la ciudad enemiga de Troya. El sitio ha durado muchos años y hasta el momento ha sido un fracaso; los griegos están cansados, sienten nostalgia de su hogar y las enfermedades causan estragos en sus filas. El consejo intenta resolver una disputa entre dos grandes jefes que amenaza con dar al traste con la alianza griega y acabar la guerra con una ignominiosa retirada. Agamenón, líder de la facción más grande del ejército, afirma que el escaso botín obtenido por los griegos hasta el momento ha sido distribuido de manera injusta; Aquiles ha obtenido más de lo que se merecía. Aquiles, el joven príncipe cuyo temerario valor le ha valido la admiración de los griegos, protesta airadamente y afirma que merece todo el botín que ha obtenido. Agamenón insiste en que, a menos que se le entregue a Briseida, una princesa troyana obtenida por Aquiles, se retirará con sus tropas. Los otros líderes temen que si Agamenón y sus soldados se retiran, la guerra se perderá, por lo que obligan de mala gana a Aquiles a entregar la mujer. El resto de la ¡liada cuenta las consecuencias de esta acción: contrariado, Aquiles se niega a seguir luchando; sin él la guerra empeora Para los griegos; los dioses descienden del Olimpo para apoyar a las diversas facciones y luchar entre sí... y así continúa la historia hasta que las erguidas torres de Troya acaban finalmente cayendo, devoradas por el fuego.
La cuestión es que el conflicto que prepara el terreno para Ilíada es una pugna entre dos hombres atrapados en la necesidad de satisfacer sus egos. Ni Aquiles ni Agamenón valoran especialmente a la desventurada princesa troyana, que no es más que un símbolo, un premio que identifica públicamente al mejor hombre. Pero los dos grandes guerreros están dispuestos a desgraciarse a sí mismos, a sus familias y amigos, a fin de proteger la idea del Yo alimentada en sus mentes. En cuanto un héroe se hace consciente de la propia identidad, identifica todo su ser con su reputación. Y una vez que lo hace y a fin de continuar existiendo, debe mantener dicha reputación a cualquier precio.
El ejemplo de la Ilíada también ilustra que, con la aparición de la consciencia reflexiva, el ego empieza a utilizar posesiones para simbolizar el Yo. Tal y como vio claramente William James: «El Yo de un hombre es la suma total de todo lo que puede decir que es suyo, no sólo su cuerpo y sus poderes psíquicos, sino sus ropas y su casa, su esposa e hijos, sus antepasados y amistades, su reputación y sus obras, su tierra y caballos, yate y cuenta bancaria».
El problema es que cuanto más se identifica el ego con símbolos externos al Yo, más vulnerable se vuelve. James sigue escribiendo que la súbita pérdida de las propias posesiones resulta en un «encogimiento de nuestra personalidad, en una conversión parcial de nosotros mismos en nada». Para evitar dicha aniquilación, el ego nos obliga a permanecer constantemente en guardia para detectar cualquier cosa que pudiera amenazar los símbolos sobre los que descansa. Nuestra visión del mundo se polariza en "bueno" y "malo"; a lo primero pertenecen las cosas que sostienen la imagen del Yo, y a lo segundo todo aquello que la amenaza. Así es como funciona el tercer velo de Maya: distorsiona la realidad para que resulte congruente con las necesidades del ego.
Las ideas que pasan a ser las representaciones centrales del Yo son aquéllas en las que una persona invierte la mayor parte de su energía psíquica. Para los guerreros griegos era el honor, para los primeros cristianos fue la fe religiosa. Hubo veces en que los cristianos se vieron obligados a elegir entre]a muerte y abjurar de su fe, y eligieron morir, porque la aniquilación de un Yo construido sobre una base religiosa habría sido todavía peor. En el siglo xiii, los cátaros del sur de Francia se dejaron matar a miles en lugar de renunciar a su visión del mundo, una visión que otros cristianos consideraron herética. De las principales religiones existentes en la actualidad, sólo el islam parece requerir ese grado de fidelidad total. Al menos en las sociedades tecnológicas, la gente rara vez construye ya sus egos sobre la fe religiosa.
En la actualidad, los símbolos del Yo tienden a ser de tipo más material. Ráyale la pintura al coche de alguien y es probable que te mate. Si la energía psíquica se invierte en una casa, muebles, planes de pensiones o acciones, entonces ésos serán los objetos que habrá que proteger a fin de asegurar la seguridad del Yo. Las ventajas de identificar el Yo con posesiones resultan obvias. La persona que conduce un Rolls-Royce es inmediatamente reconocida por todo el mundo como un triunfador y alguien importante. Los objetos proporcionan una prueba concreta acerca del poder de su propietario, y el ego puede aumentar sus límites casi de manera indefinida con sólo afirmar su poder sobre grandes cantidades de posesiones materiales. Cuando más se identifica el Yo con objetos externos, más vulnerable se vuelve. Después de todo, nadie puede realmente controlar la fama y la fortuna siquiera un soberano absoluto como Alejandro Magno ni un multimillonario como Robeit Maxwell—, y a aquellos que dependen demasiado de estas premisas para definir quiénes son, cualquier amenaza a sus adquisiciones les hace sentirse vulnerables en los más hondo de su ser. Por esta razón los Esternas religiosos y filosóficos siempre se han mostrado tan ambivalentes acerca de los esfuerzos materiales, prescribiendo en su lugar el desarrollo de una personalidad que cuente con un valor independiente de los logros externos.
Los objetos no son los únicos símbolos externos mediante los que el ego representa al Yo. El parentesco y otras relaciones humanas también son muy importantes. Invertimos mucha atención en los seres cercanos y por ello se hacen indispensables a la hora de sentir quiénes somos. Sobre todo en sociedades donde se dispone de escasas posesiones materiales, los vínculos con los demás son básicos, son componentes que definen al Yo. Incluso la guerra descrita en la Ilíada empezó porque París, uno de los hijos del rey troyano, se fugó con la mujer del hermano de Agamenón. El simbolismo de su partida resultó intolerable para los egos de los protagonistas.
Las relaciones humanas parecen una base más sólida sobre la que edificar una imagen del Yo que las posesiones materiales. Por desgracia, la tentación de utilizar a otras personas para agrandar el propio ego también es muy fuerte, y poca gente la resiste. Los padres que se muestran demasiado protectores con sus hijos, los amantes excesivamente celosos, los patronos paternalistas, los revolucionarios dispuestos a sacrificar vidas por el bien de la humanidad, no suelen preocuparse demasiado del bienestar de la gente con la que interactúan. El esfuerzo por "ayudar" o "proteger" suele ser una manera de demostrar la capacidad de control y por lo tanto el poder del Yo.
Como el ego es tal fuente de problemas, se han llevado a cabo numerosos esfuerzos por abolirlo. Algunas de las religiones orientales han producido las prescripciones más radicales al respecto. Sus argumentos son bastante lógicos: si una persona se niega a invertir energía psíquica en alcanzar objetivos, renuncia a los deseos y no se identifica con ninguna idea, creencia, objeto o relación humana, entonces en cierto sentido se vuelve invulnerable. A causa de nuestra naturaleza queremos que ciertas cosas sucedan; cuando nuestros deseos se ven frustrados, sufrimos. Renunciando a toda expectativa y deseo —de hecho, renunciando al Yo— uno deja de estar frustrado. Todo lo que ocurra, sea lo que sea, será aceptable. Una versión vulgarizada de esta solución parece impregnar la actitud de muchos jóvenes durante las últimas décadas. La expresión "no pasa nada", y la declaración "si yo estoy bien tú estás bien", son primos lejanos de esta postura desapegada.
¿Puede triunfar el radical proyecto de desembarazarse del Yo? Es improbable que una sociedad sobreviviese si la mayoría de sus integrantes se volviera totalmente desinteresada. Y aunque alguien tuviese éxito al renunciar a los deseos, al mismo tiempo y necesariamente también debería renunciar a la esperanza, a la ambición y a esforzarse por un futuro mejor, o incluso diferente. La persona sin ego —si es que existe— es una enorme rareza, un espécimen ejemplar que es un útil modelo que nos demuestra que ésa también es una posibilidad. Pero no es probable que se convierta en la pauta del tercer milenio.
En caso de tener por delante otros mil años para evolucionar, será necesario descubrir nuevas maneras de hacernos a nosotros mismos. El tipo de ego que puede llevarnos a través de ello será el que esté lo suficientemente seguro como para renunciar a deseos que estén más allá de lo necesario. Deberá ser de un tipo que dependa de posesiones que no resulten escasas. En lugar de competir por los mismos recursos simbólicos, como hacían Aquiles y Agamenón, se contentará con lo que es único en sí mismo y sus experiencias. Y a pesar de contar con una mayor identidad, será un Yo identificado con el bien común más amplio, no sólo con el de la familia o el País, sino de la humanidad, y más allá de la humanidad, con el principio de la propia vida, con el proceso de evolución.
En el momento presente resulta difícil pensar que la humanidad podría sobrevivir de otro modo.
Las primeras etapas hacia la construcción de un Yo así implican despejar la mente de las ilusiones que gastan energía psíquica y nos dejan impotentes para controlar nuestras vidas. Estas ilusiones son la consecuencia inevitable de haber nacido de carne y hueso, en una cultura humana, con un cerebro lo suficientemente complejo como para haberse vuelto consciente de su propio funcionamiento. Son inevitables pero no ineluctables. Para liberamos de la facticidad de la existencia, al principio sólo tenemos que dar un paso hacia atrás y reflexionar sobre lo que nos hace funcionar. Al empezar a ver que por detrás de nuestros actos está el control ejercido por los genes, la cultura y el ego, y al damos cuenta de hasta qué punto seguimos sus instrucciones, podemos desanimamos y perder la esperanza. Pero la sacudida ocasionada por esta realidad puede ayudarnos. Comprender que muchas de nuestras acciones no son de nuestra elección es el primer paso hacia el desarrollo de un programa individual más auténtico y genuino.
Las personas que llevan una vida satisfactoria, que sintonizan con su pasado y su futuro —en pocas palabras, la gente que podríamos considerar "feliz"— suelen ser individuos que han vivido sus vidas según reglas creadas por ellos mismos. Comen de acuerdo a sus propios horarios, duermen cuando tienen sueño, trabajan porque disfrutan haciéndolo y eligen sus amistades y relaciones por buenas razones. Entienden sus motivos y limitaciones. Han conseguido crear una pequeña libertad de elección. Suele ser gente que no desea muchas cosas. Pueden ser soñadores ambiciosos, grandes artífices y ejecutores, pero sus objetivos no son egoístas en ninguno de los tres sentidos de servir los objetivos de los genes, la cultura o el ego. Hacen lo que hacen porque disfrutan enfrentándose a los desafíos de la vida, porque disfrutan de la propia vida. Sienten que forman parte del orden universal y se identifican con el crecimiento armonioso. Este tipo de Yo es el que hará que sea posible la supervivencia en el tercer milenio.
Pero antes de pensar cómo se puede crear un Yo evolutivo, es necesario dedicar algo más de tiempo a observar las condiciones que hacen que sea tan difícil construir un Yo así. Además de los obstáculos creados en la mente por los genes y la cultura, nuestra libertad para captar la realidad se ve cercenada por la competencia con otras personas y por los productos de nuestros propios pensamientos. En el siguiente capítulo repasamos la manera como las presiones evolutivas suelen producir diferencias de poder entre individuos, unas diferencias que pueden derivar con facilidad hacia la opresión y explotación. Y el Capítulo 5 tratará en profundidad la cuestión de cómo los frutos de la tecnología y de la imaginación humana consumen los escasos recursos físicos y psíquicos existentes. Estos factores fuera de la mente pueden evitar el libre ejercicio del control sobre nuestras vidas de manera tan efectiva como cualquiera de los impedimentos internos; por ello, vale la pena familiarizarse con ellos.
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il usión y realidad
¿En qué tipo de información confía más? Piense en algo de lo que esté completamente seguro. ¿Cómo sabe que es verdad? Por ejemplo, ¿qué evidencia concreta tiene de hechos como estos: (a) la Tierra gira alrededor del Sol, (b) ha experimentado amor, (c) Picasso fue un gran pintor, (d) ¿existe (o no existe) vida después de la muerte?
Observar un objeto que se tiene delante como si no se supiera qué es, como si se desconociese su nombre, es un buen ejercicio. ¿Puede mirar una silla o una lámpara en una habitación sin prejuicio, como si las estuviese viendo por primera vez y no pensase en ellas como "silla" o "lámpara"?
El mundo de los genes
¿Qué le atrae de las personas del sexo contrario? ¿del mismo sexo? ¿Por qué?
La comida y el sexo son dos necesidades básicas que todos tenemos. ¿Qué cantidad de su energía psíquica consumen? ¿Cuánta energía le cuesta mantener una dieta y reprimir los deseos sexuales? ¿Cómo puede liberar parte de la energía que está bajo el control de esas necesidades?
El mundo de la cultura
¿Y respecto a su familia, ciudad, país... ¿En qué cree que son mejores que otras familias, ciudades o países? ¿En qué son peores?
¿Alguna vez ha intentado comprender lo que debe ser la vida de una madre con niños pequeños en Bangladesh o en Etiopía?
El mundo del Yo
¿Cuándo se le cuela alguien en una cola se molesta mucho? ¿Siente celos con facilidad ante la buena suerte de otras personas? ¿Siente que usted siempre debería tener la última palabra en una discusión? ¿Guarda rencor durante mucho tiempo? ¿Cuánta energía psíquica podría ahorrar no permitiendo que esas sensaciones le superen?
Si tuviera que representar el Yo dibujando una serie de cinco (o diez) círculos concéntricos, como una diana, con el que ocupa el centro representando lo que es más "usted", ¿cómo calificaría esos círculos? ¿Qué escribiría en el del centro? ¿Un valor, cualidad, posesión, relación?
4. DEPREDADORES Y PARÁSITOS
En el capítulo anterior repasamos tres fuentes de ilusión que interfieren con la capacidad de ver con claridad y de actuar libremente. Si podemos entender mejor cuáles son nuestras tendencias motivadoras incorporadas, decíamos, dejaremos de estar bajo el control total del cuerpo, la cultura y el ego. Pero para pasar a ser socios activos en la construcción del futuro no basta con eso. Existen otros obstáculos que es necesario afrontar. A diferencia de los velos de Maya, que son internos, estos otros obstáculos surgen a partir de interacciones con otras personas. Son los resultados de las presiones competitivas inherentes a la evolución. Todos nosotros contamos con un incentivo incorporado para sacar ventaja a otras personas a fin de posibilitar nuestros propios intereses. Todos intentamos obtener cuanto más poder posible, extraer tanta energía como podamos del entorno, hacer nuestras vidas más cómodas y seguras. Por ello, la opresión y la explotación parasitaria son características constantes de la evolución. Pero la opresión y la explotación también distorsionan la percepción de la realidad, tanto para los que ganan como para los que pierden a lo largo del proceso.
Las fuerzas de la selección
La evolución está dirigida por la selección natural. Nadie puede predecir cómo operará ésta, o describirla a priori. Sólo después de que algunas especies de animales se extingan podemos decir: «Ah, es que fue eliminada por la selección natural». Las condiciones que hacen que un tipo de organismo sobreviva pero que no lo haga otro son todavía demasiado complejas y modificables para hacer predicciones acerca de sus posibilidades. No hace mucho, la raza humana parecía destinada a un brillante futuro. Si había alguna forma de vida que fuese a sobrevivir, con toda seguridad éramos nosotros. Pero ahora es posible que cualquier oficial borracho en un silo de misiles apriete el botón equivocado y que entonces la selección natural le dé el premio gordo a las cucarachas.
Existimos porque los organismos que llevaron nuestros genes en el pasado fueron capaces de transmitirlos de generación en generación hasta el presente. Pero no sólo evolucionan los genes; también lo hacen los memes, es decir, pautas de comportamiento, valores, idiomas y tecnologías. La información contenida en los memes no se transmite a través de instrucciones químicas en los cromosomas, sino a través de la imitación y el aprendizaje. Cuando aprendemos el estribillo de una canción tradicional, o la manera de hacer el nudo de los zapatos, o las palabras de la Declaración de Independencia, se forma parte del proceso de selección que transmite memes en el tiempo.
La selección siempre implica una elección entre dos o más opciones. En la selección natural, un organismo que produce muchos descendientes viables tendrá más de una oportunidad de transmitir las instrucciones de su cuerpo que los que tienen menos descendencia; así pues, el primero será capaz de hacer más copias de sí mismo y poblar la tierra. Actualmente, la tasa de nacimientos de los trabajadores emigrantes turcos en Alemania es mucho más elevada que la de los propios alemanes. Si esa tendencia continúa, la selección natural estaría sustituyendo lentamente los genes alemanes por turcos. La misma tendencia existe en los Estados Unidos, donde la tasa de nacimiento de los hispanos es más elevada que la de los anglosajones.
Hace unos pocos años, durante un viaje a la Finlandia rural, mi esposa y yo nos detuvimos en una granja junto a un pueblecito oculto entre lagos brumosos e inacabables bosques de abetos. Era el escenario perfecto de un mito nórdico. Uno esperaba ver aparecer a rubios vikingos de detrás de las rocas cubiertas de moho, entonando versos del Kalevala. Pero en lugar de eso vimos a unos cuantos pilluelos de rasgos asiáticos, que parecían hallarse como en casa en aquel paisaje subártico. Nuestro acompañante finlandés respondió afligido a nuestra perplejidad. Durante muchos años, la producción de las granjas de esta región no había podido competir con éxito frente a los productos importados de latitudes más cálidas. Al igual que otros muchos granjeros de Occidente, los lugareños recibían una subvención del gobierno a cambio de dejar sus tierras improductivas. Pero la vida era pobre y aburrida comparada con la de Helsinki, Los hombres de la región seguían pegados a los campos, porque el Yo de un hombre estaba íntimamente identificado con su granja, pero cada vez eran más las mujeres jóvenes que se marchaban para trabajar en las factorías electrónicas urbanas.
Y claro está, sin mujeres, la antigua y tradicional vida de los aldeanos fineses estaba tocando a su fin. ¿Qué hacer? Unos intermediarios tuvieron una idea luminosa para cubrir aquel mercado. Anunciaron viajes a las Filipinas por el equivalente a 10.000 dólares, con pase de novias incluido. Podías ir y elegir una mujer dispuesta a seguirte al otro lado del mundo, siempre y cuando le pagases algo a su familia. ¿Cómo se ajustaron aquellas pobres inmigrantes al duro clima, a las costumbres extrañas y a un idioma que no entendían? Pues no muy bien. Pero ahora eran sus hijos los que corrían por los fríos bosques, aportando nuevos genes a lugares que durante siglos no habían experimentado cambio biológico alguno. ¿Qué tiene todo ello que ver con la selección a favor o en contra de los genes fineses?
El truco radica en que, por lo que sabemos, no existe nada que pueda denominarse concretamente genes "fineses" o "filipinos". Los humanos pertenecen a la misma especie y las instrucciones químicas que llevamos están tan bien mezcladas que existen muy pocos rasgos genéticos únicos de una cultura o grupo étnico concreto. De hecho, los genetistas saben que los chimpancés y los humanos comparten más del 90 % de sus instrucciones genéticas, y no obstante, ¡viva la diferencia! La consideración relevante para el futuro de nuestra especie no es si el banco de genes de los finlandeses será diluido por los filipinos, o si los Estados Unidos serán invadidos lentamente por genes hispanos (o eslavos, o asiáticos). La posibilidad más pertinente es que los memes extranjeros desplacen al banco de memes originales. En la medida en que los padres hispanos enseñen a sus hijos el español y sus costumbres y valores de origen, el inglés y sus hábitos culturales acompañantes saldrán perdiendo (sí, claro, los memes ingleses de los Estados Unidos no son en realidad "originales", ya que desplazaron a muchas culturas amerindias en los últimos siglos).
La selección de memes es ahora probablemente mucho más crítica que la evolución genética a la hora de determinar nuestro futuro. Por ello, es esencial comprender mejor cómo seleccionamos la información contenida en memes. Todos nosotros participamos en este proceso, y en la medida en que sepamos lo que hacemos, podemos participar en determinar su dirección. Pero antes de pararnos a considerar lo que sería una dirección evolutiva positiva, resultaría muy útil considerar algunos de los peligros más peculiares de la evolución cultural o mimética. Como veremos, muchas de las características que hacen que la selección natural parezca estar caracterizada por una tendencia brutal se repiten de manera similar en la selección y transmisión de memes.