Una psicología para un mundo globalizado
Título original: THE EVOLVING SHLF A Psychology for thc Third Millennium
© 1993 by Mihaly Csikszentmihalyi
© de la edición en castellano: 2008
by Editorial Kairós, S. A.
Editorial Kairós, S.A. Barcelona, España
Nirvana Libros S.A. de C.V. México, D.F.
© de la traducción del inglés: Miguel Portillo Revisión: Joaquim Martínez Piles
Primera edición: Abril 2008
Fotocomposición: Grafime. Barcelona
Tipografía: Times, cuerpo 11, interlineado 12,8
Impresión y encuademación: Romanyá-Valls. Capellades
INTRODUCCIÓN
Lo que sigue a continuación es una secuela de Fluir, un libro que escribí hace tres años. Fluir representó un cuarto de siglo de investigaciones psicológicas sobre la felicidad. En él exponía un sumario de los principios que hacen que valga la pena vivir la vida. Trataba de preguntas como éstas: ¿porqué a algunas personas les encanta su trabajo, se lo pasan estupendamente con su familia y disfrutan de las horas pasadas pensando en soledad mientras otras aborrecen sus trabajos, se aburren en casa y les aterra estar solas? ¿Cómo pueden transformarse las rutinas cotidianas de manera que resulten tan emocionantes como esquiar por la ladera de una montaña, tan satisfactorias como cantar el coro del Aleluya, tan significativas como participar en un ritual sagrado? Los estudios que yo y otros hemos realizado sugieren que esas transformaciones son posibles.
Después de muchos años de investigaciones sistemáticas, llegó el momento de pasar revista a lo aprendido y presentarlo ante una audiencia más amplia. Fluir tuvo un éxito inesperado a la hora de lograr esc objetivo; no obstante y a fin de completar sus argumentos, es necesario explorar muchas cuestiones que no podían ser tratadas en aquel volumen. Éste es precisamente el objeto del presente libro.
Mi interés en el disfrute empezó en 1963, cuando trabajaba en una tesis doctoral sobre desarrollo humano en la Universidad de Chicago. La tesis giraba alrededor de un importante tema relativo a la creatividad: ¿cómo hace la gente para hacerse preguntas nuevas? ¿Cómo identifican problemas en los que nadie había pensado hasta aquel momento? Para responder a todo ello decidí observar a los artistas trabajando. Tomando notas y fotografías acerca de la evolución de las pinturas y luego preguntando a los artistas acerca de qué sucedía en sus mentes mientras trabajaban, imaginé que podría obtener valiosas informaciones acerca del proceso creativo.
Aunque mi investigación sobre la creatividad demostró ser un éxito, hubo algo todavía más importante que se manifestó a raíz de mis observaciones de artistas cuando estaban pintando. Lo que más me impresionó fue lo inmersos que parecían estar con lo que sucedía en los lienzos. Daba la impresión de que cuando se esforzaban por dar forma a su visión entraban en un trance casi hipnótico. Cuando una pintura empezaba a resultar interesante no podían apartarse de ella; se olvidaban del hambre, de las obligaciones sociales, del tiempo y del cansancio, de manera que podían continuar con ella. Pero esta fascinación sólo duraba mientras la pintura estaba sin acabar; una vez que dejaba de cambiar y crecer, el artista solía apoyarla contra una pared para dirigir su atención a la siguiente tela en blanco.
Estaba claro que lo que resultaba más absorbente en el proceso de pintar no implicaba acabar obteniendo un bello cuadro, sino el propio proceso de pintarlo. Al principio me pareció extraño, porque las teorías psicológicas suelen suponer que nos sentimos motivados bien por la necesidad de eliminar una condición desagradable como hambre o miedo o por la esperanza de algún tipo de recompensa futura, como dinero, posición o prestigio. La idea de que una persona pudiera trabajar sin descanso durante días, sin ninguna otra razón que seguir trabajando, carecía de toda credibilidad. Pero si uno se detiene a pensarlo, este comportamiento no es tan raro como pudiera parecer en un principio. Los artistas no son los únicos que invierten tiempo y esfuerzo en una actividad que cuenta con pocas recompensas fuera de sí misma. De hecho, todo el mundo dedica grandes cantidades de tiempo a hacer cosas que resultan inexplicables a menos que asumamos que hacerlo es disfrutablc en sí mismo. Los niños pasan gran parte de sus vidas jugando. Los adultos también juegan al póquer o al ajedrez, participan en deportes, se dedican a la jardinería, aprenden a tocar la guitarra, leen novelas, van a fiestas o pasean por el bosque —y otros miles de cosas—, sin ninguna otra razón aparte del hecho de que dichas actividades resultan divertidas.
Sí, claro está, siempre existe la posibilidad de que alguien se haga rico o famoso al hacer alguna de estas cosas. El pintor puede tener un golpe de suerte y vender un cuadro a un museo. El guitarrista puede aprender tan bien a tocar que alguien le ofrezca un contrato de grabación. Podemos justificar la práctica de los deportes para mantenernos sanos, e ir a fiestas porque es posible obtener contactos profesionales o aventuras sexuales. Los objetivos externos suelen estar presentes como telón de fondo, pero rara vez son la razón principal por la que nos involucramos en dichas actividades. La razón principal para tocar la guitarra es que es un disfrute, al igual que hablar con gente en una fiesta. Tocar la guitarra o ir a fiestas no es algo que le guste a todo el mundo, pero quienes dedican su tiempo a hacerlo lo hacen porque la calidad de la experiencia mientras se hallan inmersos en esas actividades es intrínsecamente gratificante. En pocas palabras, algunas cosas se hacen por diversión.
Pero esta conclusión no nos lleva muy lejos. La cuestión obvia es: ¿por qué son divertidas estas cosas? Por extraño que parezca, cuando intentamos responder esta pregunta resulta que, contrariamente a lo que esperábamos, la enorme variedad de actividades divertidas comparten algunas características comunes. Si se le pregunta a una jugadora de tenis cómo se siente cuando un partido va bien, nos describirá un estado mental muy similar al que nos ofrecerá un ajedrecista sobre un buen torneo. Lo mismo sucederá con una descripción acerca de cómo se siente alguien que está absorto en la pintura o interpretando una pieza musical difícil. Presenciar un buen partido o leer un libro interesante también parece producir el mismo estado mental. Yo lo denomino "fluir", porque ésta fue la metáfora elegida por varios entrevistados acerca de cómo se sentían cuando su experiencia resultaba lo más disfrutable posible: era como ser llevado por una corriente, en la que todo sucedía sin problemas y sin esfuerzo.
Contrariamente a lo que podríamos pensar, "fluir" no suele tener lugar durante relajados momentos de ocio o entretenimiento, sino más bien cuando nos hallamos activamente sumergidos en un empeño difícil, en una tarea que nos obliga a emplearnos a fondo, física o mentalmente. Puede suceder realizando cualquier actividad. Hacer un trabajo difícil, deslizarse por la cresta de una ola gigantesca o enseñar a nuestro hijo las letras del alfabeto son tipos de experiencias que concentran todo nuestro ser en un arrebato de energía armónico, elevándonos por encima de las ansiedades y abulia que caracterizan gran parte de la vida cotidiana.
Resulta que cuando los desafíos son elevados y se utilizan a fondo las habilidades personales, experimentamos este extraño estado de consciencia. El primer síntoma de que se está fluyendo es una concentración de la atención sobre un objetivo claramente definido. Nos sentimos sumergidos, concentrados, absortos. Sabemos lo que hay que hacer y obtenemos una respuesta inmediata acerca de cómo lo estamos haciendo. La jugadora de tenis sabe después de cada golpe si la pelota ha ido a parar a donde quiso enviarla; el pianista sabe cada vez que pulsa una tecla si las notas suenan como deben hacerlo. Incluso un trabajo generalmente aburrido, una vez que los desafíos se han equilibrado con las habilidades de la persona y que se han clarificado los objetivos, puede empezar a resultar emocionante y apasionante.
La profundidad de la concentración requerida por el equilibrio preciso de desafíos y habilidades excluye preocuparse acerca de cuestiones que pasan a ser temporalmente irrelevantes. Nos olvidamos de nosotros mismos y nos abismamos en la actividad. Si el escalador se preocupase de su trabajo o de su vida amorosa mientras cuelga sobre el vacío sujetándose a la pared únicamente con la punta de sus dedos, no tardaría en caer. El músico tañiría una cuerda equivocada y el ajedrecista perdería la partida.
El uso apropiado de las habilidades ofrece una sensación de control sobre nuestras acciones, pero como estamos demasiado ocupados para pensar en nosotros mismos, no importa si controlamos o no, si ganamos o perdemos. Solemos experimentar una sensación de trascendencia, como si se estuviesen expandiendo los límites del Yo. El marino se siente uno con la embarcación, el viento y el mar; el cantante tiene una misteriosa sensación de armonía universal. En esos momentos desaparece la consciencia del tiempo y las horas dan la impresión de pasar en un periquete, sin que nos demos cuenta.
Ese estado de consciencia, que es lo que más se acerca a lo que pudiéramos llamar felicidad, depende de dos grupos de condiciones. El primero es externo. Algunas actividades son más susceptibles de producir fluidez que otras porque (1) tienen objetivos concretos y reglas manejables, (2) posibilitan el ajuste de las oportunidades de actuar con nuestras capacidades, (3) proporcionan información clara acerca de cómo lo estamos haciendo, y (4) eliminan las distracciones y hacen posible la concentración. Los juegos, las actuaciones artísticas y los rituales religiosos son buenos ejemplos de tales "actividades fluidas". Pero uno de los hallazgos más importantes de nuestros estudios ha sido que cualquier actividad puede producir la experiencia óptima de fluir, siempre y cuando cumpla los requerimientos enunciados anteriormente. Los médicos dicen que la cirugía es un "deporte de contacto corporal" tan adictivo como navegar a vela o esquiar; a los programadores informáticos les suele costar separarse de sus teclados. De hecho, la gente parece fluir más cuando realizan sus trabajos que cuando se dedican a otras actividades en su tiempo libre.
El segundo grupo de condiciones que permiten fluir es interno, de cada persona. Algunas personas cuentan con la extraña habilidad de combinar sus capacidades con las oportunidades que les rodean. Se proponen objetivos que les resultan manejables incluso cuando no parece que puedan hacer nada. Son buenas a la hora de leer la retroinformación que otras no pueden percibir. Pueden concentrarse con facilidad y no se distraen. No tienen miedo de perderse, por lo que su ego desaparece fácilmente de la consciencia. Las personas que han aprendido a controlar la consciencia de ese modo cuentan con una "personalidad fluida". No necesitan jugar para fluir; pueden ser felices incluso trabajando en una cadena de montaje o languideciendo en confinamiento solitario.
En Fluir describí a personas que habían hecho de sus vidas una experiencia feliz y significativa al introducir toda la fluidez posible en su trabajo y relaciones. Algunas de estas personas eran trotamundos sin hogar, mientras que otras habían padecido tragedias devastadoras como ceguera o parálisis; no obstante todas habían sido capaces de transformar condiciones aparentemente sin salida en una existencia serena y alegre. Pero también señalé el hecho de la dificultad de crear una vida feliz simplemente a base de añadir una serie de experiencias fluidas. En este caso el todo es mucho más que la suma de sus partes. Un artista puede pintar durante décadas y disfrutar de cada minuto de su actividad y no obstante deprimirse y perder la esperanza al alcanzar la madurez artística. Un tenista profesional puede disfrutar de casi toda su carrera y acabar desilusionado y amargado. Para transformar la totalidad de la vida en una experiencia fluida unificada es necesario tener fe en un sistema de significados que proporcione sentido al propio ser.
En el pasado, la fe solía estar basada en explicaciones religiosas. Cómo empezó el mundo, por qué debíamos sufrir, qué sucedía después de morir... Esas cuestiones básicas se respondieron mediante las mejores explicaciones que la gente pudo imaginar, esforzándose por ordenar el caos y las ocurrencias de la existencia. Los relatos míticos de todas las religiones tratan de esos temas, y a menudo alcanzan la conclusión lógica de que debe existir un Dios, o todo un panteón de dioses, responsables de nuestro destino. Basándose en esas historias, todas las religiones han desarrollado reglas para vivir, a menudo sabias en sus consecuencias, que permiten que las personas lleven una existencia coherente. Los sentidos que la humanidad ha inventado a través de la religión desempeñaron un papel fundamental, y probablemente irremplazable, en nuestra historia evolutiva. Seríamos una especie animal muy distinta si nuestros antepasados no hubieran acertado a imaginar un cosmos con sentido y antropomórfico.
Pero ahora, en la cúspide del segundo milenio después del nacimiento del que ha sido llamado el hijo de Dios, es difícil mantener la fe en las historias y relatos tradicionales. El contenido literal de los textos sagrados, de los antiguos rituales, de reglas como las que prohibían el divorcio o el aborto, parecen estar cada vez más en conflicto con otras cosas que hemos ido descubriendo acerca del mundo. Pocos siguen creyendo que la tierra es plana o que ocupa el centro del sistema solar. Aunque un sorprendente y elevado número de personas sigue creyendo que la tierra no existió hasta hace unos pocos miles de años a.C. y que el ser humano fue creado tal y como es hoy en día de un montón de arcilla, esas creencias van a resultar cada vez más anacrónicas —al menos en su forma literal— para cada nueva generación.
El ocaso de las creencias tradicionales es un momento peligroso para cualquier cultura. Al descartar una explicación religiosa literal, resulta fácil desacreditar la sabiduría obtenida a costa de mucho esfuerzo y que a menudo se halla entretejida con la primera. Cuando la cronología y causalidad de la Biblia se tornan sospechosas, lo mismo sucede con sus mandamientos contra la avaricia, la violencia, la promiscuidad sexual y el egoísmo. Durante un corto período, quienes rechazan toda la visión del mundo tradicional se sienten liberados y alborozados de hallarse en una nueva tierra sin reglas ni restricciones. Sin embargo, no tarda en hacerse obvio que vivir en libertad absoluta no es posible ni deseable. Sin reglas basadas en la experiencia pasada es muy fácil cometer graves errores; sin un sentido de propósito final es difícil mantener el valor cuando llegan las inevitables tragedias de la vida. ¿Pero dónde puede encontrarse una fe en la que uno pueda creer en el tercer milenio?
Fluir finalizaba con la propuesta de que comprendiendo mejor nuestro pasado evolutivo podíamos sentar las bases para un sistema viable con sentido, para una fe que proporcionase orden y propósito a nuestras vidas en el futuro. Conocernos a nosotros mismos es el mayor logro de nuestra especie. Y comprendernos a nosotros mismos —de qué estamos hechos, que motivos nos impulsan y con qué objetivos soñamos— implica, en primer lugar, comprender nuestro pasado evolutivo. Sólo a partir de esta base podremos crear un futuro estable y con sentido. Este libro se ha escrito con el objeto de desarrollar en profundidad este argumento.
El primer capítulo, "La mente y la historia", presenta la perspectiva evolutiva y plantea que para comprender cómo funcionan nuestras mentes hay que tener en cuenta sus profundas raíces en el lento desarrollo del pasado de nuestra especie. Reflexiona sobre la red de relaciones que nos unen entre nosotros y con el entorno natural, y describe brevemente cómo apareció la consciencia introspectiva, liberándonos hasta cierto punto del control del determinismo genético y cultural.
El siguiente capítulo, "¿Quién controla la mente?", trata de algunas de las consecuencias indeseables de la evolución del Yo. Libres del control externo, solemos caer presas de una profunda insatisfacción, de un anhelo esquivo en pos de objetivos siempre más allá de nuestro alcance: un legado de la emancipación de la mente. Todavía no hemos aprendido a que ésta haga lo que deseamos, o lo que es bueno para nosotros. En lo referente al control de la mente, somos como un conductor novato al volante de un bólido de carreras.
Tres fuentes de ilusión se alzan entre nosotros y una clara percepción de la realidad. Se analizan en el tercer capítulo, "Los velos de Maya". Incluyen las distorsiones debidas a las instrucciones genéticas, en otro tiempo necesarias para nuestra supervivencia, pero a menudo en conflicto con la presente realidad; las distorsiones de la cultura en la que nacimos y las que son resultado de la irrupción del Yo como entidad separada que tiene sus propias exigencias sobre la mente. A menos que comprendamos la manera como esas fuerzas configuran la manera en que pensamos y actuamos, nos será difícil obtener control sobre la consciencia.
Pero nuestras vidas no sólo están dirigidas internamente por las instrucciones de genes, culturas y el Yo. La evolución es el resultado de la competencia entre organismos en pos de la energía requerida para la supervivencia. Las fuerzas de la selección continúan activas a nuestro alrededor; los opresores nos explotan desde arriba y los parásitos desde abajo. Las ideas que concebimos, los artefactos tecnológicos que creamos, compiten entre sí, y con nosotros, por los escasos recursos materiales y por la atención disponibles, que es el recurso más escaso de la mente. La necesidad de aprender a llevarnos bien con esas amenazas externas se discute en los capítulos cuarto y quinto, "Depredadores y parásitos" y "Memes frente a genes".
"Dirigir la evolución" es el capítulo siguiente. Examina cómo se aplican los principios de evolución al desarrollo de la cultura y la consciencia, y presenta la idea de que si el pasado tiene algún sentido deberá hallarse en el aumento en la complejidad de las estructuras materiales y la información en el tiempo. Esta característica del proceso evolutivo puede proporcionar una dirección significativa a nuestros esfuerzos, una esperanza de cara al futuro.
El capítulo séptimo, "Evolución y fluidez", explica por qué las experiencias fluidas conducen al aumento de la complejidad en la consciencia. Argumenta que, a fin de contar con un futuro que valga la pena, debemos descubrir maneras de disfrutar de las acciones que provoquen mayor armonía en nuestro interior, la sociedad y el entorno del que formamos parte.
En el siguiente capítulo, "El Yo trascendente", se presentan algunos estudios de casos prácticos sobre individuos cuyas vidas se ajustan a la evolución de la complejidad. Esas personas que disfrutan de todo lo que hacen, que no dejan de aprender y mejorar sus capacidades, y que están tan decididas a alcanzar objetivos más allá de ellas mismas que el miedo a morir tiene escaso poder sobre sus mentes. Su ejemplo sugiere lo que pudiera significar el vivir a través de una fe evolutiva.
El capítulo noveno, "El fluir de la historia", afirma que fluir no sólo ayuda a evolucionar al ser individual, sino que también proporciona la energía y dirección para llevar a cabo algunas de las más importantes transformaciones en tecnología y cultura. Coches y ordenadores, conocimiento científico y sistemas religiosos parecen haber sido creados más a partir de un gozoso deseo de descubrir nuevos desafíos, y para crear orden en la consciencia, que por una necesidad o un cálculo de provecho. A partir de estas reflexiones se propone la visión de una "buena" sociedad que hace que sea posible tanto el fluir como la complejidad.
El último capítulo, "Una fraternidad para el futuro", delinea algunas sugerencias prácticas sobre lo que podría implicar aplicar la fe evolutiva. Si es cierto que, en este momento de la historia, la mejor "historia" es la irrupción de la complejidad, entonces podemos hablar del pasado y del futuro, y si es cierto que fuera de ella nuestro ser a medio formar corre el riesgo de destruir el planeta, y nuestra consciencia en ciernes con él, entonces ¿cómo podemos llegar a darnos cuenta del potencial inherente en el cosmos? Cuando el Yo acepta conscientemente su papel en el proceso de la evolución, la vida adquiere un sentido trascendente. Pase lo que pase con nuestras existencias individuales, llegaremos a ser uno con la fuerza que es el universo.
1. LA MENTE Y LA HISTORIA
la perspectiva de la evolución
Cada año sabemos más acerca de la increíble complejidad de nuestro universo. La mente titubea ante la sugerencia de miles de millones de galaxias, cada una compuesta de miles de millones de estrellas, girando lentamente en todas direcciones recorriendo distancias inimaginables. Y en el interior de cada grano de materia los aceleradores de partículas revelan constelaciones cada vez más huidizas de extrañas partículas surcando misteriosas órbitas. En medio de este campo de fuerzas formidables, una vida humana se desarrolla en lo que es menos de un milisegundo en la escala temporal cósmica. No obstante, en lo que a nosotros respecta, es precisamente eso, nuestra propia y corta vida, llena de unos cuantos y preciosos momentos, lo que más nos importa, mucho más que todas las galaxias, agujeros negros y supernovas juntos.
Y existen buenas razones para que así sea. Como dijo Pascal, los seres humanos pueden ser frágiles como juncos, pero son seres pensantes; en sus consciencias reflejan la inmensidad del universo. En los últimos siglos la presencia humana se ha hecho más importante en el mundo natural. Sólo desde hace poco somos capaces de tener un vislumbre de los millones de años que nos han precedido, eones durante los que miles de organismos se sustituyeron entre sí, luchando por sobrevivir en un paisaje en evolución constante. Y ahora nos damos cuenta de que nuestro patrimonio único —la consciencia reflexiva que nos llevó a creer durante un tiempo que estábamos destinados a ser la cúspide de la creación— viene acompañado de una imponente responsabilidad. Comprendemos que estar en la primera línea de la evolución de este planeta significa que podemos dirigir nuestra energía vital hacia la consecución de crecimiento y armonía o bien despilfarrar los potenciales que hemos heredado, aumentando así el predominio del caos y la destrucción.
A fin de realizar las elecciones que conducen a un futuro mejor, es conveniente ser conscientes de las fuerzas que operan en la evolución; después de todo, a través de ellas triunfaremos o fracasaremos como especie. Mi intención en este libro es reflexionar acerca de lo que sabemos sobre evolución, y desarrollar las implicaciones de ese conocimiento en las acciones cotidianas. Si comprendemos mejor aquello a lo que nos enfrentamos, dispondremos de más opciones para vivir nuestra vida de manera responsable, y tal vez para ayudar a dirigir el futuro hacia los objetivos más positivos para la humanidad.
Un resultado de reflexionar acerca de la evolución es que uno aprende a tomarse el pasado muy en serio. Natura non fecit saltum, decían los romanos: la naturaleza no progresa a base de saltos. Lo que somos en la actualidad es resultado de fuerzas que actuaron sobre nuestros antepasados hace muchos miles de años, y lo que la humanidad será en el futuro dependerá de nuestras elecciones presentes. Pero nuestras elecciones están influidas por un número de compulsiones que forman parte de la configuración evolutiva de todo ser humano. Están sometidas a los genes que regulan las funciones de nuestro cuerpo y a los instintos, que, por ejemplo, nos empujan a encolerizarnos o excitarnos sexualmente incluso cuando no queremos. También están constreñidas por la herencia cultural, por sistemas que enseñan al hombre a ser masculino y a la mujer femenina, o una religión que enseña a mostrarse intolerante frente a los miembros de otra.
Mientras nos esforzamos en cambiar el curso de la historia no podemos ignorar las restricciones con las que nos ha cargado el pasado; hacerlo sólo provocaría frustración y desilusión. Conocer las fuerzas que determinan la consciencia y las acciones puede hacer posible que nos liberemos de ellas: ser libres para decidir qué pensar, qué sentir y cómo actuar. En este momento de nuestra historia debería ser posible que un individuo crease un Yo que no fuese simplemente resultado de impulsos biológicos y hábitos culturales, sino una creación consciente y personal. Ese ser sería consciente de su libertad y no la temería. Disfrutaría de la vida en todas sus formas y se haría consciente de manera gradual de su parentesco con el resto de la humanidad, con la vida como un todo y con las fuerzas latentes que animan el mundo más allá de nuestra comprensión. Cuando el Yo empieza a trascender los estrechos intereses que la evolución ha encajado en su estructura, entonces está preparado para empezar a tomar el control de la dirección de la evolución. Pero conformar el rumbo futuro de la evolución no es algo que puedan conseguir individuos solitarios trabajando juntos. Por ello, es necesario considerar qué instituciones sociales serian las adecuadas para fomentar acciones evolutivas positivas, y cómo podemos desarrollar más.
Eso, en pocas palabras, es el proyecto de este libro. Primero explorará las fuerzas que nos han conformado desde el pasado, con virtiéndonos en el tipo de organismos que somos; describirá maneras de ser que nos ayuden a liberarnos de la opresiva influencia del pasado; propondrá enfoques de la vida que mejoren su calidad y conduzcan a una participación jubilosa, y reflexionará acerca de las posibles maneras de integrar el crecimiento y la liberación del Yo con los de la sociedad en su conjunto. Está claro que la tarea que se propone este libro es demasiado ambiciosa para realizarla en el interior de sus cubiertas. El conocimiento aumenta cada año; la experiencia madura con el tiempo. Escribir acerca de esas cuestiones es en sí mismo un proceso evolutivo —algo que cambia lentamente, que nunca finaliza— pero tengo la esperanza de que El Yo evolutivo sea un primer paso en ese proceso.
En parte por esta razón, al final de cada capítulo he enumerado algunas cuestiones a fin de estimular el proceso de reflexión, seguidas de espacio en blanco para que el lector incluya sus pensamientos. Se trata de una forma modesta de demostrar que los argumentos de este libro no están completos, que está abierto a que cada lector continúe por sí mismo según su sabiduría y experiencia. Escribir en los libros a fin de completar los pensamientos del autor ha sido una de las prácticas académicas más antiguas en toda civilización. Las anotaciones de los lectores que aparecen en los márgenes de las páginas forman tanta parte de la cultura como lo que aparece impreso en esas páginas; por eso tiene sentido proporcionar una alternativa para que el lector se implique de manera activa con lo que lee. Espero que así sea.
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