12
SANTO ESTEBO, LOS JUECES Y LA SOCIEDAD CIVIL

El sábado, 27 de agosto, teníamos el proyecto y deseo de visitar el monasterio de Santo Estebo, en la maravillosa Ribeira Sacra gallega, una gran desconocida, que ofrece un espectáculo visual inusitado al contemplar los cañones del Sil, una obra de la naturaleza verdaderamente admirable. Por cierto, san Esteban, o santo Estebo, que es lo mismo, goza de una tradición de peso por estas tierras de Galicia y por las originarias de Portucale. Y casualmente antes de dormirme, ayer noche eché una ojeada a un libro de los Evangelios que tengo en mi mesilla de noche. Es una edición bastante rudimentaria, pero me funciona, porque admito que de vez en cuando me gusta, antes de dormir, ojear algo de este tipo, me refiero a libros de porte espiritual, aunque en ocasiones te llevas sorpresas no del todo agradables. Y eso sucedió cuando leí lo que los autores glosadores del libro han situado en la celebración de San Esteban, Protomártir, que tiene lugar el 26 de diciembre, precisamente al día siguiente de la fiesta cristiana de la Navidad. Pues bien, san Esteban mantuvo una posición doctrinal en determinados puntos que tropezó con los intereses de la casta sacerdotal judía, por lo que fue enviado ante el Sanedrín, el Tribunal Supremo de entonces para la raza judía, y le acusaron de una serie de cargos deleznables, le prepararon los correspondientes testigos falsos para garantizar el éxito del festín, y siguiendo el guion acordado, cuya antigüedad parece remontarse al origen de los tiempos, le condenaron. Y no solo eso, no exclusivamente redactaron una sentencia formal, sino que, además, le lapidaron.

Pues bien, lo que los autores del libro de los Evangelios que tenía en mi mesilla, como antes relataba, glosaron para ese día es un pasaje terrible. Una frase de Jesús en la que dice lo siguiente: «No os fieis de la gente, porque os entregarán a los tribunales…, los hermanos entregarán a los hermanos para que los maten, los padres a los hijos…». Inmediatamente me acordé de García porque, como ya he relatado, sus hermanos le situaron en una celda de por vida, hasta su muerte física. No sé si antes le crearon algún tribunal ad hoc —como dicen los juristas puros—, pero supongo que no sería necesario porque en aquellos años de Monarquía absoluta, la confusión del poder ejecutivo, legislativo y judicial en la persona del rey debía de ser total. Así que se trataba de un yo me lo guiso, yo me lo como.

Pero, dejando ahora eso a un lado, lo terrible es el papel que Jesús asigna a los tribunales. Eso de no os fieis porque os entregarán a los tribunales implica concebir a estos, y por derivada los jueces, como un lugar de perversión. Sobre todo de perversión política, porque se utiliza a esos tribunales, y por ende a sus componentes, como un instrumento para que los hermanos consigan que maten a los hermanos y los hijos a los padres. Produce ciertos escalofríos que Jesús el Cristo tenga una imagen tan absolutamente demoledora del papel de los tribunales. Curiosamente, no se aleja mucho de la imagen que de la Justicia tienen los españoles a día de hoy. Y me imagino que si profundizo en otras épocas, me voy a encontrar con algo muy pero que muy parecido. ¿A qué es debido semejante despropósito? ¿Acaso los tribunales no deberían reflejar la imagen de la Justicia ciega y obediente de la Ley? Pues sí, deberían, pero no es esa la consideración general en la que son tenidos, y por lo que vemos no es algo nuevo, sino que siempre ha sido así.

Pésima noticia, claro. Porque de nada nos sirve contar con leyes estupendas si son aplicadas por jueces corruptos. La seguridad jurídica real es más una cuestión de tribunales que de normas. Precisamente por ello el deseo de todos los políticos ha sido controlar a los jueces y utilizarlos como instrumentos en sus designios. ¿Cómo se controlan? El método más eficaz es nombrándolos, designándolos para un cargo en el que ejercen poder y disponen de retribuciones adecuadas. El mentado suele ser respetuoso y obediente con el mentor. ¿Y solo por eso se dejan corromper? Hombre, el ser humano es débil, sobre todo frente a determinadas ofrendas. Pero se suele ser algo más sutil cuando de corromper se trata. No es normal andar con maletas de dinero a ser entregadas a cambio de sentencias favorables a los deseos del gobernante. Eso queda para estratos inferiores de la corrupción judicial, en donde es posible que haya jueces que se dejen corromper en, como digo, temas menores a cambio de pagos en metálico.

La corrupción judicial de altura funciona de otra manera. Son ofrendas de cargos, de promociones que implican retribuciones y honores, y hasta de prolongación de emolumentos en los casos de jubilación. Y los jueces, como cualquier otro colectivo, porque todos se componen de humanos, son sensibles a estas cosas. Y, como digo, el poder suele ser algo sutil y no excesivamente grosero. La sutileza aquí se llama «razón de Estado». Cuando se trata de usar a los tribunales para ajusticiar a un enemigo político, se maneja esa noción, que, como tantas veces he escrito, es solo razón de gobernante. Pero si estás dispuesto a creerte algo porque te conviene, esas tres palabras, razón de Estado, funcionan muy bien, y basándote en ellas puedes coger la Ley y apartarla un poco y decir, como me señalaba aquel viejo jurista, que «si bien es cierto que… no lo es menos que…» y con eso produces la resolución judicial conveniente a los intereses de tu mentor. De este tipo de prácticas judiciales deriva la frase de Jesús: «No os fieis de la gente porque os entregarán a los tribunales».

Así que la clave de conseguir jueces adeptos al poder, seguidores de sus «razones de Estado», reside en el acto de nombramiento. Quizá por ello, en los momentos en los que los socialistas —creo que ellos empezaron— se dieron cuenta de que determinadas actuaciones suyas podían acabar en responsabilidades penales, pasaron a ocuparse de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, además, claro, de la Audiencia Nacional, que para eso fue concebida como un Tribunal especial. Y ocuparse aquí quiere decir garantizarse que las personas que llegaban a esos puestos de magistrados de esa sala deberían tener un tipo de simpatía o empatía con el poder que los nombró. De ser así, si alguno tenía la mala suerte de ser «entregado a los tribunales», que contara con que esos tribunales se iban a comportar con una obediencia derivada de la conciencia de a quién debían el puesto. No siempre las cosas son tan lineales porque de vez en cuando el nombrado sale algo díscolo y ejecuta el guion conforme a lo pactado. También es posible que a pesar de ser nombrado por un partido, si ves que es el otro el que parece que va a ostentar el poder, el nombrado se pase de bando. En fin, que tenemos una gama multicolor de posibilidades que en cualquier caso no permiten que la imagen de la Justicia sea la que debiera ser. Pero, con todo y eso, lo peor no es la imagen, sino la realidad. No importa tanto que los españoles crean que la Justicia es corrupta como que de verdad lo sea. Y, desgraciadamente, salvando, como siempre, multitud de casos singulares, no puede decirse, al menos como opinión derivada de un experiencia, que la Justicia española, en aquellos casos que tiene derivadas políticas para el Sistema, sea un ejemplo de sordera a los requerimientos de quienes ejercen el poder. Lo siento, pero es exactamente lo que opino. Y no se trata ahora de aportar más datos, que tiempo habrá, sino de formularnos una pregunta constructiva. ¿Y qué podemos hacer para evitarlo? ¿Cómo conseguimos garantizarnos una Justicia que merezca ese nombre?

Pues no es tan fácil, desde luego, porque nadie ha sido capaz de inventar un modelo que genere total inmunidad frente a las pasiones del bajo vientre humano. Y es que de humanos hablamos, de personas, de individuos, hombres y mujeres, vestidos con togas y portadores de un poder terrible: firmar un papel y enviarte a prisión, quitarte la libertad y los bienes. Directamente no la vida, porque no tenemos pena de muerte, pero indirectamente sus decisiones pueden contribuir a ello por senderos poco sofisticados, porque el encierro carcelario no es precisamente un ejemplo de sutileza.

Como primera medida tendríamos que evitar en lo posible la proliferación de cargos judiciales designados por el poder al margen de los mecanismos de selección establecidos. Me refiero a esos jueces del cuarto turno, creo que se llaman así. Son personas teóricamente prestigiosas que por decisión del gobierno de turno pasan a formar parte de la carrera judicial. Supongo que nadie se llamará a rasgado de vestiduras si digo que entre los motivos de prestigio se encuentra la cercanía ideológica al gobierno que va a nombrar al juez en cuestión. Por ejemplo, Pérez Mariño era un abogado vigués de Comisiones Obreras, o algo así. Es posible que no sea del todo exacto, pero seguramente no me alejaré demasiado del escenario real. Así que esa proximidad ideológica fue el principal de los componentes de su prestigio para ser designado juez por ese turno. Y, claro, cuando llega a la Audiencia Nacional a hacerse cargo del caso Argentia Trust contra Mario Conde, supongo que nadie creerá que, con independencia de otros factores, iba a actuar con total neutralidad. Alguien le recodaría, como dice la canción, quién le hizo ser mayor, esto es, juez. Y después de la sentencia se lo agradecieron nombrándole alcalde de Vigo. Otra cosa es que tuvieron que acabar cesándole, pero esto ya en determinados casos resulta invencible. Lo que cuenta es cómo funcionan este tipo de nombramientos. ¿Todos? Pues quizá todos no, pero si arrancamos el motivo de tentación, podremos estar más tranquilos en cuanto a la comisión del pecado.

En España a los jueces los nombra, en lo que a evolución de carrera se refiere, el Consejo General del Poder Judicial. A estos, a sus miembros, a los de este órgano, los designan los partidos políticos. Pues ya está el círculo cerrado. Un juez sabe que si quiere prosperar en la carrera judicial, es mucho mejor que se dedique a tener buenas relaciones con los partidos políticos, cada uno con el suyo y a veces algunos hasta con los dos al tiempo, porque del favor de esos partidos va a depender que llegue a ser, por ejemplo, magistrado del Supremo o que se quede en lugares de menos brillo social, aun a pesar de que su inteligencia, conocimientos, trabajo y dedicación sean muy superiores.

Se comprende fácilmente que con un esquema de nombramientos de este tipo el modelo ya nace pervertido desde el minuto inicial y que preservar la independencia en ese sistema se convierte en una labor hercúlea. En realidad, salvo algún caso excepcional —que por cierto, conozco—, resulta sencillamente imposible. A mí me resulta tremendamente bochornoso, y hasta diría demoledor como español, el espectáculo de nombramientos de ciertos cargos judiciales para los Tribunales Superiores de ciertas autonomías. El enfrentamiento entre candidatos conservadores y progresistas —son solo palabras— es angustioso porque no ceden en posiciones personales, cada uno defendiendo al suyo, y lo malo es que eso sucede, semejante conflagración se deriva de que en esos lugares, en tales comunidades, uno de los partidos en liza tiene problemas judiciales serios. De este modo la sensación que se transmite es que un candidato del color que sea defenderá a su partido, a los encausados de esa formación política, incluso por encima de la Ley. Y la gente percibe estas derivadas de modo más claro del que algunos creen. Y eso socava de manera atroz la confianza en la Justicia.

Insisto en que el poder de los jueces es terrible porque afecta de modo directo e inmediato a los derechos y libertades fundamentales, sustancialmente la libertad. Y puede ser un instrumento político utilizado por la clase política para demoler adversarios a los que no vencería en una lucha limpia. Y ese poder debe tener una clara contrapartida en responsabilidades cuando se utilice mal, cuando se prostituya al servicio del poder basándose en esa razón de gobernante disfrazada conscientemente de razón de Estado. Por ello es imprescindible el endurecimiento de las leyes que sancionen penalmente comportamientos corruptos de los jueces. Quien dotado del poder del Estado priva ilegítimamente de libertad a una persona tiene que ser seria, muy seriamente penado, porque es especialmente grave su comportamiento, es tremendamente demoledor de los principios de la convivencia. Algunos monarcas sabían que la clave residía no en evitar que se aprobaran por los parlamentos leyes que hablaran de jueces independientes y de Justicias supuestamente ciegas, sino en controlar a los hombres, a las personas, a los encargados de aplicar esas leyes, porque si los tenían en sus manos, las leyes serían papel mojado. La tiranía no se evita solo con leyes que consagren maravillosos principios, derechos y libertades, sino sustancialmente con personas honestas en puestos claves.

Y por ello, con independencia de tratar de conseguir esa honestidad, tenemos que ser particularmente duros con ciertos tipos de deshonestidad, porque la violación consciente de un juez de una ley, la condena injusta de un inocente ejecutada a sabiendas y al servicio del poder de turno, es mucho más grave que determinadas conductas penalmente castigadas con años de cárcel. El manejo de información privilegiada, siendo claramente reprobable, es infinitamente menos grave que la utilización prostituida por un juez del poder del Estado que le ha sido confiado, sacrificando con ello la libertad de una persona. Y muchos otros ejemplos pueden ser traídos a colación. Pero no los creo necesarios, porque se entiende con facilidad que este tipo de comportamientos merecen semejante reprobación penal agravada. Porque en ello nos va mucho. Que un juez se deje comprar por un banquero para encarcelar a inocentes con la finalidad de que se ablanden y acepten pagar unos créditos que no eran suyos es algo grave desde el plano bancario, pero es sencillamente demoledor desde el judicial.

En ese instante me imaginé que si García, mi virtual compañero de meditaciones, me hubiera escuchado con atención, estaría algo más que confuso.

—Pero vamos a ver. Habéis hecho revoluciones, habéis matado reyes, aristócratas, burgueses, proletarios… Todo eso para conseguir una sociedad mejor, y ahora me dices que al final la historia consiste en que es más de lo mismo…

—Hombre, más de lo mismo es una brutal exageración, porque en muchos campos del vivir ordinario se han conseguido avances más que sustanciales respecto de otras épocas. Por ejemplo, los reyes ya no acumulan los tres poderes en una sola mano como ocurría con Alfonso, su hermano, por ejemplo.

—Sí, teóricamente es así, pero si me dices que al final mediante los partidos se consigue que el presidente del Gobierno controle al Parlamento y nombre a los jueces, ¿puedes explicarme la diferencia real? Porque una cosa es la forma y otra la sustancia, ¿o no?

—La verdad es que en algunos casos ha sido así y sigue siendo más o menos de la misma manera. Se cuidan más las formas…

—Sí, pero ¿tú crees que hubiera sido más consolador que mi hermano Alfonso hubiera nombrado un tribunal de su cuerda para condenarme? Al final es lo mismo. Se trata de la voluntad del rey que se ejecuta de modo directo y sin disimulo, o creando marionetas judiciales que no son sino sirvientes de su voluntad.

—En eso tiene toda la razón. Incluso podría decir que por lo menos su hermano no engañaba a nadie hablando de la independencia de la Justicia y cosas así.

—Y, dime, ¿dónde encuentras el fallo? ¿Por qué crees que seguimos así después de mil años? ¿Por qué solo cambiamos la corteza pero dejamos la sustancia en el mismo estado?

—Es una pregunta complicada. Al final, creo que es asunto del ser humano.

—De acuerdo, pero con estos arados trabajamos los campos que tenemos. Los hombres son como son, y siendo como son, ¿qué hay que hacer para tratar de mejorar, para que no sucedan cosas como las que me describes?

—Pues conseguir que la separación de poderes no sea una frase bonita, sino una realidad efectiva.

—Eso es viejo, por lo que te he escuchado en estos días. Algo más se reclama, ¿no?

—Pues sí. Y es reconocer que el modelo de democracia representativa a ultranza que tenemos en la actualidad ha entrado en crisis irreversible.

—¿Qué harías tú?

—Pues cambiar el modelo, el Sistema.

—Hasta ahí llego, pero la pregunta es: ¿cómo se cambia ese modelo?

—En realidad son dos cuestiones diferentes: en qué consistiría el cambio y cómo se alcanzaría. Empleo el potencial porque es más fácil tener las ideas claras que conseguir implementarlas, porque el Sistema es lo suficientemente cerrado sobre sí mismo como para dificultarlo en extremos casi invencibles.

—Nada es invencible, porque según cuentas la Historia avanza.

—Avanzar es una cosa y moverse otra. Ciertamente se mueve, pero no en todo avanza. En algunas cosas seguimos igual, o parecido. En otras, afortunadamente, no. Ni de lejos.

—¿Y tienes esas ideas claras? Me refiero a lo que habría que hacer en este campo.

—En realidad no hay un campo porque todo está interrelacionado con todo. La economía no se entiende sin la política y viceversa. La política sin los medios de comunicación, y también en la dirección opuesta. Es un todo. Siempre ha sido así, pero como nuestro lenguaje fracciona y divide, pues…

—Bien, pero filosofías fragmentarias aparte, la pregunta sigue siendo si tienes ideas claras al respecto.

—Sobre lo que habría que hacer en economía y finanzas, en el mundo de la riqueza real, ya he reflexionado y tal vez me haya entendido…

—Sí, pero me refiero ahora a la separación de poderes efectiva.

—Ya he dicho lo que haría con el poder ejecutivo, la elección directa. Pero el asunto es más profundo. Con eso no basta. Hay que garantizar la presencia efectiva de la sociedad civil en el manejo de la cosa pública. Para ello es necesario transformar el concepto de clase política, evitar esa endogamia que antes expuse.

—¿Y qué más? Eso es presupuesto o consecuencia, según se mire, pero insisto, ¿qué más?

El rey García estaba siendo particularmente inquisitivo, pero eso venía muy bien porque una cosa es hablar por hablar y otra exponer ideas claras, y eso no todo el mundo las tiene, o en caso de disponer de ellas sienten cierto temor a exponerlas en público, cosa que no me ha ocurrido en mi vida y que a estas alturas, cumplidos los años que tengo, sería ridículo que activara el temor que jamás poseí en mis adentros. Así que adelante.

—Pues creo muchas cosas. La primera, hay que volver a potenciar las instituciones básicas de la sociedad civil, como por ejemplo Academias, Colegios Profesionales, Universidades, Ateneos, Fundaciones… Todas son trozos, pedazos de vida de la sociedad civil y su fuerza es nuestra fuerza y su reafirmación frente al poder del Estado es garantía de libertades. La mejor prueba de cuanto digo es que la preponderancia, el dominio abrumador, la profesionalización de la clase política, la expansión sin control de funciones del Estado, se ha conseguido a base de minimizar, cuando no de laminar, a esas instituciones que menciono.

—¿Crees entonces en un modelo organicista de la sociedad civil?

—No es que crea, es que se trata de una evidencia de la propia vida. El hombre en cuanto ser social se organiza celularmente. Y si destruimos o minimizamos esas células organizativas, tendremos a un individuo indefenso frente al poder del Estado. Así que no se trata solo de separación de poderes dentro del Estado, sino de algo más serio a día de hoy: de ajustar los poderes del Estado frente a la sociedad civil. Esa es la asignatura pendiente.

—No sé si te entiendo muy bien, la verdad.

—Pues, con todos mis respetos, no es demasiado complicado. El Estado es unitario y el poder también. Su ejercicio admite fragmentación conceptual entre ejecutivo, legislativo y judicial, por ejemplo. Pero es siempre una fragmentación interna. Es decir, es algo entre ellos, entre los políticos, y si todos forman un Sistema, pues surge una división puramente nominal, pero no real.

—Ya, ¿y?

—Pues que desde la sociedad tenemos que hacer dos cosas. La primera, decirle al Estado en qué se tiene que ocupar y en qué asuntos no debe inmiscuirse porque eso lo hacemos nosotros mejor. Y digo nosotros, la sociedad, decirle al Estado y no al revés, como viene sucediendo en la actualidad. El Estado se considera capacitado para decirnos si podemos o no fumar en nuestros domicilios, por poner un ejemplo límite. Invade día a día esferas de actividad que pertenecen a la sociedad. Una cosa es que no sea partidario del Estado mínimo y otra es que me guste el Estado invasor. Para nada. Necesitamos un Estado bien dimensionado y con activos personales bien capacitados. Y esa agenda la marca la sociedad.

—No está mal como teoría, pero eso a día de hoy no sucede ni de lejos, al menos por lo que te he estado escuchando estos días.

—Claro que no, y precisamente por ello la revolución pendiente es la de la sociedad civil. El debate de los poderes en el seno del Estado ya se tuvo. Las conclusiones siguen siendo válidas. El asunto es que no se ejecutan precisamente por la preponderancia de la clase política. Pero ahora es la reafirmación de la sociedad frente al Estado. Esta es la idea que defendí hace ya dieciocho años en Madrid.

—Con poco éxito, por lo que veo.

—Con ninguno, para ser más exactos. Pero eso no quiere decir nada. Hay que insistir porque la sociedad se comienza a dar cuenta de cómo funcionan las cosas y de dónde derivan sus males. Y ahora tenemos una enorme oportunidad, siempre que la sociedad quiera aprovecharla, claro.

—¿Y crees que lo quiere?

—Pues tengo muchas dudas. En el plano verbal, sí. Pero eso de estar dispuestos a pelear por un futuro mejor… Eso ya no lo sé.

—¿Por qué no? Se entiende mal que se quejen y que al tiempo no quieran arriesgar algo en defensa de un mejor futuro.

—Sí, así es, pero es que…

—Bueno, y ¿cuál es el camino para mejorar?

—Pues, identificadas las causas, poner en marcha los instrumentos adecuados. Empezando por los partidos políticos.

—¿Suprimirlos?

—No, claro que no. Al menos no a día de hoy, como suelen decir los que quieren guardar algo de ropa mientras se bañan. Pero sí introducir reformas sustanciales, profundas, serias, eficaces. La primera, democratizarlos. La Constitución reclama que respondan a principios democráticos, pero cualquiera que hable con franqueza del funcionamiento interno de su partido te dirá que eso de la democracia es pura fantasía. Los partidos obedecen a la voluntad del jefe. Y en su caso de los que conforman su corte más inmediata. Y eso hay que conseguir reducirlo.

—Pero en cualquier organización algo de eso pasa, ¿no? Es casi consustancial a la condición humana. Al final hay líderes…

—Sí, claro que sí, y no es malo, pero dentro de unos límites. O por lo menos dentro de un cuadro de sinceridad. No puede ser que a los líderes se les llene la boca hablando de democracia y luego en sus casas se olviden de sus principios más elementales.

—Bueno, bien, pero, al final, lo importante no es que funcionen democráticamente o no, sino el poder efectivo que ejercen; vamos, eso me parece.

—Pues sí, tiene razón. Es más importante definir el papel real que el funcionamiento interno. Y a eso iba. Antes que nada hay un asunto de financiación, de dineros. Es imprescindible que los partidos se financien con aquellas personas que quieran pertenecer a ellos, pero no con cargo a los presupuestos del Estado. El disponer de esos dineros estatales es clave para el nacimiento y expansión de la clase política. Hay que cortarlo de raíz. Se financian con cuota de sus asociados y en paz. Al igual que así debe ser con los sindicatos.

—Hombre, pero he oído decir que se trata de instituciones que convienen a todos los españoles. No un partido u otro, sino la existencia de los partidos proporciona solidez al conjunto, ¿o no? Si es así, deberían ser financiados con fondos del Estado, al menos parcialmente.

—Pues esa es la teoría. Pero la práctica ya sabemos cuál es. Yo no digo, insisto, que no necesitemos partidos. A día de hoy sí. Pero lo cierto es que necesitamos otro modelo de partidos y el mejor camino para conseguirlo comienza por cortocircuitar los fondos del Estado que a ellos se destinan. No tiene sentido que los españoles consideren a la clase política y sus partidos uno de sus principales problemas y que estén dispuestos a darles dinero a espuertas para que sigan siéndolo. Es un evidente sinsentido.

—Desde luego, visto así es correcto, pero ¿tienen razón los españoles al considerar a los partidos un problema? ¿Es algo circunstancial?

—No, creo que no, que no se trata de una apreciación circunstancial. Viene de lejos, aunque no se dieran cuenta hasta hace poco. Hay muchas cosas en la vida de los partidos que tienen que ser corregidas. Por ejemplo, no puede ser que los partidos sean un lugar en el que uno trabaje ya de por vida. En lo que podríamos llamar una maquinaria administrativa adecuada y ajustada a necesidades reales no tengo inconveniente, pero que haya personas que ganen un montón de dinero a base de estar toda su vida enredando en un partido, no me parece sano para la adecuada vida en sociedad.

—Entonces, ¿lo que quieres cambiar es el papel que cumplen en la vida social?

—No tanto el papel como su extensión. Vamos a ver; los partidos políticos no son el único cauce a través del cual la sociedad puede participar en el debate y decisión de los asuntos que a ella misma le interesan. Hay que abrir el abanico. Por eso digo lo de potenciar esas instituciones.

—Bien, entendido, pero la clave consiste en que los partidos tienen el monopolio de la representación parlamentaria. Ese es para mí el punto clave.

—Y lo es. Exactamente. Y si eso no se corrige de modo radical, no haremos nada.

—¿Y cómo se corrige de modo radical, por emplear tu terminología?

—Pues de varias maneras. La primera consiguiendo una buena Ley de Iniciativa Popular.

—¿Qué es eso?

—Pues que la sociedad tenga la oportunidad de hacer proposiciones de Ley y que se envíen al Parlamento y que los señores diputados tengan la necesidad de tratarlas y debatirlas y hasta en determinados casos aprobarlas.

—Pero eso ¿no viola el principio del mandato representativo?

—Es que eso… en fin, no me quiero irritar, pero es claro que han usado ese mandato representativo para hacer algunas cosas y no hacer otras que no se encontraban incluidas precisamente en tal categoría. Pero, en fin, dejémoslo ahora.

—¿Cómo funcionaría eso que propones?

—Pues como le digo: la sociedad, a través de sus cauces, de esas instituciones que le mencionaba, y de otras que puedan nacer en el futuro, elabora una proposición de Ley sobre una materia que le interesa y la remite al Parlamento. Allí tienen obligación de tratarla, de debatirla, y en su caso de aprobarla.

—¿Tendría derecho a ir al Parlamento alguien de la sociedad civil a defender esa propuesta?

—Pues claro. Pero es que hay que entender que el Parlamento existe porque la sociedad civil quiere, y no al revés. La clase política no son dueños sino administradores. La soberanía reside en la sociedad, no en los partidos ni en los políticos. Parece que tenemos que estar pidiendo permiso para hacer lo que es nuestro…

Mi tono de voz se había elevado un poco, debido al punto de mínimo acaloramiento que me invade cuando toco estos temas que me ocupan desde hace tantos años. García debió de percibirlo porque me pareció entenderle algo así:

—Bueno, bueno, no te excites… Dime una cosa, ¿tú crees que eso que propones le va a gustar a la clase política?

—Hombre, ni esto ni casi nada. Ya lo dije en el Vaticano y lo repito hoy.

—Pues no sé cómo vais a solucionar la cosa, porque si lo que necesitas es una Ley que dé la posibilidad a la sociedad civil de participar, y quienes hacen las leyes son los que no quieren ni oír hablar de eso, me huele que lo tenéis muy complicado. Perdona que sea tan brusco, pero…

—No se trata de brusquedades. Es así. Pero todo tiene un tiempo y un límite. No es de recibo que en Suiza los ciudadanos de ese país puedan elaborar leyes y someterlas a aprobación reglada de su Parlamento sobre temas para ellos capitales y que aquí nos conformemos con ser meros espectadores de una obra teatral en la que ni siquiera participamos en el guion, limitándonos a comprar las entradas y, hasta hace bien poco, solo teníamos la alternativa de aplaudir al final y, como mucho, guardar un respetuoso silencio.

—Lo entiendo, pero una cosa es entender y otra que con comprender se solucione el problema. No veo cómo…

—Pues forzando el cambio. La sociedad civil tiene que movilizarse, organizarse, aprobar conclusiones, trasladarlas a los partidos, exigir que se cumplan sus requerimientos…

—¿Y si no hacen nada? La experiencia, por lo que veo que cuentas, consiste en que en el mejor de los casos incluyen algo en sus programas electorales, pero luego en el poder se olvidan de eso y no cumplen sus promesas, ¿o no es verdad lo que digo?

—Claro que lo es, pero…

—Pero, perdona, lo que me resulta inconcebible es vuestro comportamiento.

—¿Por qué dice eso?

—Pues porque inventáis la democracia, decís que tenéis la soberanía y luego si los políticos no hacen lo que les pedís, a pesar de eso, les seguís votando. Es como si al administrador de mis campos le digo que se comporte de un modo determinado y no lo hace, y no solo le mantengo, sino que encima me dice él qué es lo que tengo que hacer yo. Sinceramente, no lo entiendo.

—Ni algunos como yo tampoco. Si quiere que sea todavía más ácido, le explico mi tesis del doble mal menor.

—¿Cómo es eso?

—Pues que todos, o muchos, estamos de acuerdo en que la democracia entendida como un hombre un voto es un mal sistema porque conduce a situaciones irracionales.

—Desde luego.

—Bien, pero añaden que es el menos malo de los sistemas posibles.

—Hombre, eso es más bien discutible.

—Sí, lo es, pero no se trata ahora de discutirlo, sino de explicarle que admitiendo que el modelo es malo, encima nombramos para gestionarlo a líderes que creemos que son malos pero que entendemos como los menos malos de los que se ofrecen. Así que tenemos dos males menores: el del modelo y el del líder.

—¿Y la gente lo acepta?

—Pues sí. Protesta pero vota.

—¿No es un contrasentido? ¿Por qué votan a quien no les gusta, a quien no les convence?

—Ya le digo, por lo del mal menor.

Me dio la sensación de que García se quedaba algo más que confundido con estas ideas que expresaban realidades diarias. A mí me sucedía lo mismo, pero como no conseguía convencer a casi nadie de lo irracional de ciertos comportamientos, opté por no debatir sobre ellos. Pero, claro, una entidad inmaterial, o de densidad material mínimamente densa, es otra cosa, porque en el fondo es casi un monólogo, y eso resulta más llevadero. Pero lo cierto es que no se dio por vencido. Quería saber. Se comprende que un rey muerto a manos de otro que era su hermano quisiera saber cosas, muchas, entre otras cómo organizamos los humanos de este siglo XXI nuestra convivencia para que no vuelvan a suceder situaciones como la suya. Tuve la sensación de que le conseguía llevar a la conclusión de que idénticas situaciones no ocurrían, pero parecidas… Quizá por ello continuó.

—Bien, pero entonces no vale con quitar financiación a los partidos, reducir el alcance de sus cometidos y concretar el Estado. Eso se hace y ya está. Pero ¿cómo se sigue?

—¿Qué quiere decir?

—Pues que ya sabemos que implantamos un modelo y luego, si no se está encima, se acaba deteriorando y la tendencia es regresar a lo peor, no evolucionar a lo mejor. Si no hay control ni impulso las cosas van a peor.

—Así es. Y eso que dice es muy importante. Precisamente por ello en ese discurso de1993 pedí que se garantizara la presencia efectiva de la sociedad civil en los órganos del Estado. Lo que le decía antes de la Ley de Iniciativa legislativa popular no es exactamente eso, pero cumple una misión.

—Por cierto, volviendo a ese asunto, eso que llamas Iniciativa Popular, ¿sirve solo para hacer leyes o también para derogar las que hagan los políticos?

—Caben las dos posibilidades. De hecho, en la Constitución republicana se admitía la iniciativa popular derogatoria, es decir, que ante una ley de los políticos el pueblo se organizaba para derogarla si no la quería. Pero ahora…

—Supongo que eso les gusta todavía menos, ¿no?

—Por supuesto, pero hay que conseguirlo.

—Y ¿ya está?

—Pues no, porque como decía es necesario que la sociedad civil tenga presencia directa en las instituciones del Estado. Y aquí viene el núcleo gordo del asunto. ¿Cómo? Algunos dicen que las nuevas tecnologías, internet y demás, podrían permitir una especie de segunda cámara integrada por todos los posibles votantes, es decir, los que forman el censo electoral de un país en un momento dado. Garantizando tecnológicamente el voto podría funcionar.

—Hombre, por razones obvias no entiendo demasiado de eso, pero en cualquier caso me resulta demasiado complejo, un poco sofisticado.

—Bueno, es verdad, pero el desarrollo de las redes sociales está ahí y no sabemos en qué acabarán, aunque hay ya algunos síntomas no demasiado buenos.

—¿Tienes alguna idea?

—Pues sí. Mire: nosotros tenemos un Congreso y un Senado. Este último creo honestamente que no sirve para nada positivo, aunque puede tener efectos incluso negativos. Así que esa segunda cámara creo que habría que suprimirla.

—Sí, pero con eso no consigues la presencia de la sociedad civil.

—Un momento, por favor, que a eso voy. Creo que hay que concebir el Parlamento de otra manera. Cabría una segunda cámara, por ejemplo, integrada directamente por personas derivadas de instituciones de la sociedad civil. Es decir, representantes de las Academias, Sindicatos, Organizaciones empresariales, Colegios Profesionales, Fundaciones, Asociaciones, Universidades… Se trataría de que las personas que han hecho cosas importantes en la sociedad civil se ocupen igualmente de ordenar la vida en sociedad mediante su participación en los órganos del Estado.

El silencio de García resultó muy elocuente. No sé si es que la idea le impactó o que su momento de materialización había concluido. Yo mismo había perdido la noción del tiempo y el espacio. Eran las siete y media de la mañana y comenzaba a clarear. Mi conversación comenzó a eso de las cuatro y media. Pero, curiosamente, no me encontraba cansado.

La idea que le expuse a García era una de las dos que albergo. Una vez que remocemos los sindicatos y los partidos, que transformemos el sistema financiero y demás propuestas, necesitamos abordar una reforma en profundidad del sistema representativo, que tiene que combinar la representación a través de partidos, con la democracia directa. Y la idea de las votaciones a través de internet no solo no hay que descartarla, sino que necesitamos aprovechar su potencial. Y las leyes de iniciativa popular, también. Pero hay que ir a más. Mi idea es que el Parlamento se componga de dos fuentes, es decir, que se nutra de dos procedencias. Una, los partidos políticos. Modificaremos la Ley electoral para hacerla más justa, más adecuada a la pluralidad, evitando que unos españoles tengan mucho más poder que otros por el mero hecho de concentrarse en determinadas localidades, conseguiremos listas abiertas o lo más parecido… Todo eso es claro. Pero hay más. Los partidos ya no pueden tener el monopolio de cauce para acceder al Parlamento.

La sociedad debe tener presencia directa e inmediata. Las instituciones que funcionan, que forman parte de la sociedad civil, con las que se conforma nuestra existencia, tienen que decir mucho en el proceso de elaboración de leyes. Y mucho es mucho. Y no de forma indirecta, sino inmediata. Porque son ellos los receptores de las leyes. Así que es normal que quieran darse a sí mismos el régimen de convivencia que más les guste en cada momento. Por eso el Parlamento debe nutrirse una parte con los partidos políticos, una vez reformadas sus estructuras, funciones y financiación y la Ley Electoral, y otra con los representantes de las entidades de la sociedad civil. Me parece que esta es la verdadera revolución pendiente. Dirán algunos que es una combinación entre democracia en sentido estricto y democracia orgánica. Me da igual que digan lo que sea con palabras. Lo que quiero es discutir la bondad o maldad del sistema. Lo que pretendo es que aprovechemos la experiencia de estos años y saquemos las conclusiones adecuadas para diseñar el nuevo modelo. Ya he dicho que estamos, o deberíamos estar, en una fase constituyente. Es el momento de aunar esfuerzos, experiencias, ideas, criterios, propuestas, en aras de confeccionar el nuevo Sistema.

Yo no pretendo sentar conclusiones dogmáticas ahora, sino algo más humilde: aportar ideas. Porque la experiencia es de todos, aunque unos no quieran verla en su realidad. Y no creo estar muy desacertado cuando digo que la sociedad civil no puede volver a dejar en manos de una clase profesional de políticos la ordenación de su vida. No puede. Mejor dicho, no debe, porque poder ya lo creo que ha podido. La experiencia está ahí. Tiene que tener acceso directo a las instituciones del Estado. Además, debe disponer de mecanismos mucho más eficaces de control, como son las leyes de iniciativa popular, la facilitación de referéndums para asuntos decisivos aprovechando las oportunidades tecnológicas… Todo esto tiene que suceder. Debemos confrontarlo, discutirlo, analizarlo, diseñarlo adecuadamente, pero la idea central, el eje sobre el que pivotar me parece diáfano: recuperar el protagonismo de la sociedad civil, que quiere ser la dueña de su destino.

Justo en el momento en el que iba a abandonar la terraza en la que mantuve los últimos coletazos de conversación con García, sentí de nuevo —o creí, que para el caso es lo mismo— que el rey gallego decidió que no se estaba mal contemplando con buena luz de alba madura el verdor de los castaños, de modo que empujado por esa visión retornó al lugar en el que desapareció sin despedirse. Pero no hay que echarle en cara esas cosas. Los reyes tienen sus propias normas, reclaman con fiereza que las cumplan sus súbditos, quienes, al tiempo, deben ser totalmente indulgentes con el correlativo incumplimiento real.

Su retorno apareció algo cargado de impertinencia, porque me preguntó si yo sabía lo de que Galicia y Portucale fueron parte del mismo reino, el gallego, el que le arrebataron primero Sancho y después Alfonso, sus queridos hermanos de sangre real. No solo le contesté afirmativamente, sino que, además, ejerciendo yo ahora de impertinente, le señalé con el dedo O Penedo, recordándole que se llama de los Tres Reinos, precisamente por eso. Imaginé que sentiría solo un placer en la erudición histórica de estas tierras, pero no, el hombre, el prisionero hasta la muerte, deseaba profundizar y seguramente excitarme un tanto.

—Mi hermano Sancho quería mi reino para unirlo a León. Alfonso, que ya tenía León, lo quiso para formar uno solo con Castilla.

—Sí, ya lo sé.

—No, te lo digo porque quisiera que me hablaras de algo que no acabo de entender bien.

—Pues, nada, vamos a ello.

—Durante siglos, el proceso seguido en Hispania —perdona que la llame así, pero es de mi tiempo— consistió en ir creando unidades territoriales cada vez mayores unificando la dirección política, conscientes de que la unión es la fuerza. Por eso, aunque Galicia fuera Galicia, era parte integrante de Castilla…

—Perdone que le interrumpa, pero sígame, por favor.

Supongo que se quedaría cortado, pero no lo pude apreciar bien por eso de la inmaterialidad de su cuerpo. Penetramos en la dependencia acristalada contigua a la terraza, la atravesamos con destino al segundo cuerpo de biblioteca en el que se encuentran las escaleras de castaño que descienden a la planta inferior. Circulamos por sus escalones y atravesamos el antecomedor estucado en tonos amarillos, azules y rojos, y, pidiendo permiso para ello, me detuve un segundo para mostrarle a García alguno de los libros que allí se exhiben y para pedirle que firmara en el que destinamos a las visitas de importancia que nos honran con su presencia. Cumplido el trámite —aunque con tinta invisible en su caso—, penetramos en la estancia destinada a comedor familiar, en la que al fondo se vislumbran dos fotografías para mí muy queridas, una de ellas con don Juan de Borbón y la otra con su santidad Juan Pablo II. Cerré la puerta y pedí a García que contemplara lo que en ella se encontraba. García pudo comprobar un mapa de España que aparece pegado en las dos hojas que la componen.

—Es anterior a 1492 —dije en alta voz.

—Sí, lo sé, porque veo que tiene independizado el reino de Granada.

—Exacto. Y como puede apreciar se diferencia Galicia, Castilla, Aragonia y Navarra. Lo que queda es Portugal y Granada.

—Sí, eso es, ya lo veo.

—Pues verá que Castilla abarca desde el Cantábrico hasta Sevilla y por el costado este bordea Almería, que todavía se situaba bajo los dominios de Granada, en poder musulmán en ese instante.

—Sí, así es.

—Aragonia incluye Cataluña y Valencia, además de Aragón y Baleares, claro.

—Bien, todo esto lo sé, pero ¿por qué me has hecho bajar aquí?

—Pues porque me hablaba arriba, en la terraza, del proceso de construcción de España, y quise traerle a comprobar el estado de la cuestión en 1492. Conquistada Granada, se incorporaron sus territorios a Castilla y punto final. Es decir, que aunque ahí aparece Galicia como diferenciada en términos nominales, lo cierto es que jurídicamente pertenecía a Castilla.

—Sí, claro, así es. ¿Y?

—Pues que curiosamente en este siglo y en parte en el anterior, el proceso de construcción se ha transformado en uno de signo contrario, es decir, de deconstrucción. Es algo insólito, creo, en Europa. Transitamos desde un Estado unitario hacia otro que no se sabe muy bien en qué consiste, alentando incluso meros errores históricos, situando fronteras temporales en donde mejor conviene a determinados intereses, deseos o alucinaciones de diverso corte.

—Pues sí, la verdad es que no entiendo lo que sucede, pero ya no es cosa mía.

En ese instante García definitivamente se fue. Regresé a mi despacho ascendiendo por las escaleras que antes marcaron mi descenso al mapa territorial de la España anterior a 1492. Me senté en la butaca situada frente a la estantería en la que se almacenan mis libros y otros de distintos autores. Traté de descansar. Me notaba, ahora sí, fatigado. Quizá sea porque este asunto consume muchas de mis energías emocionales. Porque no lo entiendo. No alcanzo a comprender qué estamos haciendo. Por qué deconstruimos lo que se tardó siglos en construir. Por qué no entendemos que las diferencias culturales, que son reales, pueden y deben valorarse y preservarse en un proceso de concienciación de identidades, por transitorias que sean, pero que carece del menor sentido derivar esas diferencias hacia un modelo político de exclusión territorial basado en el no-soy-tú.

Pero en esas andamos. Y las mentes, bombardeadas por ideas que carecen de soporte histórico y, en unos casos, puras invenciones. En otros, trazando las rayas de la frontera temporal donde a cada uno mejor le conviene. Y mientras tanto caminamos en un proceso de ineficiencia rayano en lo inconcebible. Todo el proceso de codificación de finales del XIX parece tirarse por la borda, fragmentando, dividiendo, imposibilitando un verdadero mercado interior, generando taifismos inconcebibles… En fin, no quiero extenderme sobre esto.

Porque mis ideas las tengo claras. El Estado de las autonomías que hemos fabricado ha sido un error. La descentralización política sin lealtad constitucional es un dislate. Y eso es lo que ha sucedido. Teníamos la experiencia en momentos anteriores de nuestra historia, pero no se quiso atender a ella. Y ya vemos dónde estamos.

Pero por lo menos la crisis ha servido para una cosa importante: para que nos demos cuenta de que, consideraciones de otro orden aparte, el modelo de Estado actual es sencillamente insostenible por ineficiente, por extremadamente caro, porque no podemos pagarlo.

Si se necesita consumir muchas energías en demostrar lo que digo, es que se parte de plataformas mentales en las que las razones se sustituyen por las emociones. Los números son terriblemente elocuentes. No se trata solo de que carece del menor sentido político, estratégico, lógico, histórico y lo que se quiera este proceso de deconstrucción en el que nos hemos embarcado. Es que, además, no podemos sostenerlo. No tenemos dinero para ello. Sacrificamos demasiadas cosas importantes en el altar de unos gastos inconcebibles por innecesarios. No podemos dejar de pagar a nuestros pensionistas o reducirles su pensión mientras dispensamos sin sentido gastos en financiar un modelo jurídico-político que camina contra el sentido común y la lógica más elemental.

Dicen que ya es imposible dar marcha atrás. Nada es imposible. Nada. Nos parecía imposible que después de siglos de construir esto que llamamos España, siguiendo un proceso similar al de todo el mundo civilizado, nos parecía imposible —decía— que nos viéramos en un proceso de signo contrario diseñado a partir de emociones, falsedades históricas, intereses, egoísmos y deslealtades constitucionales. Pues se ve que no era imposible. Por tanto, tampoco lo contrario, que tiene, además, a su favor el regreso a lo razonable.

¿Cómo? Esto ya es otro asunto. Pero los miniestados que hemos creado no son sostenibles. Soy partidario acérrimo de acercar el poder al pueblo. A eso lo llamo descentralización administrativa, Administración única… Las palabras son lo de menos. La descentralización política con deslealtad constitucional y con un precio insoportable no puede continuar demasiado tiempo. Precisamente por eso no solo no es imposible abordar la reforma, sino que es inevitable. Y no hay que tener miedo a ello.

¿Pueden hacerla los políticos tradicionales? ¿Acaso no tiene cada uno sus propios feudos? ¿Van a correr ese riesgo? Pues mucho me temo que es pedirles, esta vez sí, un imposible lógico. Una vez más la sociedad civil tiene que encargarse de ello, y precisamente por la envergadura de los cometidos que tenemos que abordar, es por lo que hablamos de periodo constituyente.