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NECESITAMOS CRECER, PERO ¿TENEMOS UN PLAN PARA CONSEGUIRLO?

Quedaba mucha tarde por delante y los demás se ocupaban en sus cosas, así que concluida la conversación con María, decidí tomar mi camino en solitario y salir en dirección a Esculqueira, a unos cuatro kilómetros de A Cerca. Pero visualizando mentalmente, imaginando el tramo de ascenso de más o menos kilómetro y medio de longitud, y de inclinación capaz de sacarte fuera el resuello, sobre todo con estas temperaturas, me arrepentí del itinerario escogido, cambié por aquello que dicen ser de sabios y decidí tomar rumbo al río, que siempre es mucho más reconfortante. Me refiero al río del molino, porque ríos por aquí hay más de uno, y aunque estamos en agosto y padecemos sequía, las aguas siguen corriendo, no tan voluminosas como desearíamos, pero al menos no se quedan quietas, como ciertos políticos cuando les mientas sus particulares bichas. Así que, sin saber por qué, tomé un ejemplar de mi libro El Sistema, el reeditado por Ediciones Martínez Roca, y me puse a caminar. Preferí que los perros se quedaran en casa porque los alsacianos sufren especialmente con el exceso de temperatura.

La inmensa mayoría de las personas con las que comento la situación actual, pertenezcan o no al gremio de los llamados intelectuales, aunque se trate de ejemplares del mundo de los vivos corrientes y molientes sin aspiraciones de intelectualidad, coinciden en que lo que sucede es serio y que algo muy profundo está cambiando. No saben hasta dónde alcanza la profundidad del terremoto, pero sí creen que no es una cuestión de parcheo, de atajar —como antes decía— los problemas, sino de solucionarlos, o cuando menos intentarlo, mediante acciones que puedan merecer ese apelativo. Y para ello tienen que ir directos al grano y no detenerse en la superficie.

Ya sé que son muchos los que quieren que algo cambie para que más o menos todo siga de la misma manera, esto es, cambiar un poco el envoltorio para que parezca un regalo distinto a ofrecer a la sociedad. La idea, la vieja tesis lampedusiana. Y admito que ha funcionado con eficacia durante muchos años. Pero hay momentos cruciales en la existencia humana en los que esto no sucede, en los que los cambios puramente estéticos, aquellos con los que se viste una mona de seda para que parezca humana pero siga siendo primate, ya no sirven, y en los que las acciones que se reclaman tienen que ser directas, enérgicas y sinceramente orientadas a solventar problemas.

La cuestión es si vivimos o no uno de esos momentos. Hay opiniones, claro, para todos los gustos. Muchos, como digo, responden que sí, que esto es ya un conjunto de muertos vivientes. Otros, por el contrario, aseguran que hay que cambiar algunas cosas pero que el Sistema no adolece de una enfermedad grave, sino de achaques debido a su ajuste a las circunstancias del momento. Yo, sin duda, me apunto a los primeros. Y no de hoy, sino desde hace tiempo. Es lo único que tengo para legitimar ideas que hoy se consumen con más facilidad: el tiempo de maduración en mi interior.

Bueno, el tiempo y su derivada principal: la experiencia. Porque de eso, de experiencia, tengo hasta hartarme. Y precisamente fue la experiencia la que me llevó a escribir ese libro que ahora caminaba conmigo en la tarde de Chaguazoso.

A veces uno necesita darse ánimos a sí mismo para continuar las tareas que se autoencomienda. Sentía que, a pesar de la claridad con la que yo veía las cosas, los esfuerzos desplegados desde hacía más de dieciocho años se habían saldado, al menos hasta el momento, con un enorme fracaso. Nadie atendió ni uno solo de los requerimientos. Y eso que habían nacido, como siempre digo, de la experiencia. Tal vez por eso. Pero reconozco que todo esto genera cansancio vital. Sientes la inutilidad del esfuerzo. Un impulso te dirige hacia el abandono de la tarea. Otro de signo opuesto te conduce a continuarla. Quizá no con el convencimiento de que conseguirás rematarla, sino tan solo de proporcionar un poco más de acicate al camino.

Descendiendo hacia el río por el camino que lleva a Manzalvos, poco antes de llegar al molino, dejas a tu derecha un pequeño prado, algo inclinado porque se sitúa en la ladera de la colina, en el que hallas cobijo a la sombra de la gigantesca copa de un enorme castaño que atrae mi mirada cada vez que por allí transito. Algo me impulsó a sentarme en ese lugar. No estaba excesivamente cansado, porque, como he explicado, el sendero es de descenso. La subida viene más tarde, al regresar a A Cerca. Pero aun a pesar de que disponía de fuerzas casi intactas, decidí detenerme, sentarme y comprobar en qué se traducía esa acción, ese movimiento y esa necesidad de un cierto cobijo. Seguramente sería más moral o espiritual, si se quiere, que de otro orden, pero lo que tenía a mano era la sombra de ese árbol. Nadie suele transitar por esa carretera a estas horas, aun a pesar de la afluencia de veraneantes. Demasiado calor. El sol todavía muy alto. La tarde todavía joven. La soledad podía acompañarme. La soledad y el silencio abrumador y estimulante de As Frieiras. Sonidos del bosque. Murmullo del río a lo lejos.

Abrí el libro El Sistema. Se me agolparon los recuerdos. Busqué en su introducción. Recordaba que allí expliqué los motivos por los cuales me decidí a escribirlo, asumiendo los indudables riesgos que ello implicaba, que se transformaron en más que dolorosas certezas en forma de vivencias en las que la crueldad no dejó de asomarse ni un instante. Conmigo y con los míos, con mis amigos, familiares, colaboradores, con todo lo que tuviera una cercanía mínima a mi persona. Trataron de comprarles. Algunos se negaron. Otros no, y arrendaron su dignidad. Así es el producto humano.

Busqué en aquellas páginas. Quería leerlas de nuevo. Seguramente las necesitaba para darme ese impulso que reclaman estas horas. Leí en alta voz lo que entonces escribí, siendo consciente de que esas frases tenían una antigüedad de más de dieciocho años.

He conocido la banca, las relaciones entre las distintas instituciones financieras, el poder real que el sector financiero español ejerce sobre el tejido industrial, los vínculos entre el mundo bancario y el poder político, las organizaciones empresariales y sus líderes, los sindicatos y los suyos, el subsuelo de los medios de comunicación social y muchas cosas más que, a mis cuarenta y cinco años, constituyen un acervo de experiencia personal indudable, que convierte estos años vividos, a pesar del enorme coste que han tenido, en una magnífica inversión en el terreno humano y personal.

Me detuve. Había apelado a la experiencia como argumento de autoridad. Lo mismo que hago hoy. Conocía, sabía por experiencia personal y directa, no por relato de terceros ni investigación a sueldo. Continué con la lectura de aquellas páginas.

Pero sobre todo y por encima de todo he aprendido, he vivido y he sufrido el funcionamiento de un esquema de poder que sintetizo con el término de «Sistema». Mi aproximación al mismo ha sido lenta, constante, diaria, con multiplicidad de experiencias objetivas, de análisis de las personas que lo integran, de los principios básicos de su conducta, de sus ramificaciones profundas en distintos ámbitos y de su funcionamiento acompasado, inexorable, con un manejo adecuado de los tiempos y con una voluntad de supervivencia hasta límites insospechados.

Ninguna duda. Al menos yo no la tengo. El Sistema ya es evidente que no funciona y que tiene que ser modificado. ¿Y ahora qué? Porque parece que es más fácil señalar el error de seguir una senda que describir con precisión el camino a recorrer. Esto último tiene más carga de problema, aunque solo sea porque no faltan voces dispuestas a calificarte de oráculo, aprendiz de brujo, ensayista de salvamentos nacionales y cosas así. Pero es lo de menos. Desde hace mucho tiempo no me importan lo más mínimo los adjetivos calificativos o descalificativos que tengan a bien dedicarme. No es mi asunto. Es el de ellos.

Mi preocupación es propia e interior. No quiero escribir sobre materia tan seria y sensible por el mero placer de hacerlo, aunque me guste escribir. Siento tanto la preocupación interior por lo que sucede, me importa tan poco haber acertado, que la responsabilidad me atenaza cuando dibujo con el teclado palabras destinadas a expresar mi pensamiento. Porque, por un costado, me abruma la sensación de que es muy difícil conseguir que las cosas cambien, y por otro el temor a equivocarme.

Lo primero ya lo expresé, como dejé constancia anteriormente, en el Vaticano. Lo reiteré en el discurso de junio de 1993 en la Complutense. La experiencia de estos años está aquí, con nosotros. No puede ser, en este campo, más desalentadora. No conseguiremos nada si nos limitamos a protestas de salón o de café. El Sistema se cierra sobre sí mismo porque se teje con los hilos de los intereses de la clase política dominante. Conviene no cultivar excesiva ingenuidad en las praderas del alma cuando de cambios políticos se trata. Se necesita, si queremos de verdad el cambio, que la sociedad civil se reafirme. Que se conceda a sí misma el papel que le corresponde. Y eso no en términos de literatura, de palabras, de discursos, de videoconferencias, sino de acción, de movimiento, de fuerza.

¿Estamos preparados para ello? No lo sé. Me temo que es difícil. Muchos me dicen que no lo intente, que la sociedad está aborregada, que han sido demasiados años de adoctrinamiento, de instalarse en el placer por el placer, en quitarse de encima responsabilidades. Me advierten que no debo equivocarme, que la gente solo quiere volver a lo de antes. Que es verdad que asisten a conferencias y coloquios, que protestan de manera silente o airada, que dicen cosas gordas en comidas, desayunos y cenas, que se manifiestan contra todo en charlas de café, pero que llega la hora de la verdad y les votan, y les vuelven a votar, porque no les importa el mal menor, sino que lo que quieren es regresar a lo de antes, a lo que conocen, a aquello que ya probaron y les gustó.

No quieren filosofar demasiado, ni hacerse excesivas preguntas. Ni demasiados cambios. Ni de uno ni de otro tipo. La sociedad civil está lejos —me aseguran— de querer asumir ese papel. Se han acostumbrado a ser súbditos y en esa condición están instalados y de ahí no les vamos a mover, ni con crisis ni sin ella.

No estoy seguro de que acierten en el diagnóstico, aun a pesar de la autoridad y capacidad que reconozco en las personas que así me hablan. Y no lo creo porque los datos arrojan una situación bastante límite. Al menos eso me parece. Quizá sea solo ilusión, esperanza, deseo de cambio. Los datos abruman, o cuando menos me abruman. Es verdad que aun a pesar de esos datos no parece que la sociedad esté dispuesta a estallar de modo violento, al menos por el momento. Ya razoné sobre esto.

Pero no todo es violencia, ni siquiera es necesario que se produzca para que se genere el cambio. Es cierto que muchos sostienen que todos los cambios de la Historia han reclamado mayores o menores dosis de violencia. Pero aunque la Historia se repite, no siempre lo hace de la misma manera, con los mismos métodos. La sociedad actual consume violencia. Eso es claro. Pero creo que puede pensarse en cambios en profundidad sin necesidad de dosis de violencia.

Creo que, a diferencia de lo que otros piensan, existen unas condiciones para que nos demos cuenta del fracaso de nuestro modelo y para que asumamos la necesidad ineludible de construir otro. No de formular revoluciones ni violentas ni abruptas, sino sencillamente de cambiar lo que con el paso del tiempo se ha demostrado que no solo no contribuye a crear las condiciones mejores de vida para nuestra sociedad, sino que se traduce en una especie de corsé en el que se encierran las libertades reales. Debo admitir que cuando sobre esto escribo debo embridarme al máximo, porque mi experiencia ha sido particularmente dolorosa. Pero ya he dicho que no almaceno en mi interior ninguno de los cánceres del alma, no conservo tumores de esa naturaleza y por ello no tengo interés alguno en refocilarme en el pasado, sino solo en traer a la luz las experiencias que de ese pasado se derivan para cincelar mejor y más serenamente un futuro.

¿Con quién contrastar mis ideas? Las expongo en conferencias, en charlas, en programas de radio y televisión, en artículos de prensa… Más o menos son conocidas, pero siento que algo me aprieta dentro cuando me dispongo a escribir sobre esto. Deseo, y solo deseo, contribuir a que se reflexione, a que nos pongamos a la nada fácil tarea de pensar, de reflexionar juntos, de diseñar. Hemos detectado muchos males que nos aquejan. Juntos podemos construir un nuevo edificio, una nueva casa común.

Algunos de mis amigos aseguran que vivimos momentos apasionantes de la Historia española. Así lo creo. Es una especie de periodo constituyente. José Merino, profesor titular de Derecho Constitucional, letrado en Cortes y letrado del Consejo de Estado, lo explicó con enorme claridad en la reunión convocada para preparar el I Congreso de la Sociedad Civil. Nos dijo cómo se han originado las Constituciones democráticas. Se trata siempre de movimientos celulares. Grupos de personas que se reúnen, que sienten, que buscan, que comienzan a formular soluciones, y finalmente esos movimientos acaban gestando una especie de estructura organizada celularmente y las soluciones y propuestas comienzan a tomar cuerpo, se traducen en proposiciones de cada vez mayor solidez.

¿Estamos ante un periodo constituyente? Creo que de hecho sí. De derecho es más difícil. Pero no imposible. Deberíamos estarlo. Este es el asunto.

Algo se agitó en el bosque. Quizá fuera un corzo pequeño como el que vimos el día pasado que cruzó de un salto preñado de elegancia de un lado a otro de la carretera provincial. Tal vez uno de esos pájaros, cuyo nombre no consigo recordar, que son córvidos muy especiales, de ojos de azul intenso y que raramente se dejan ver. No sé, pero percibí cierta alteración. Entonces imaginé que se trataba de García, mi rey gallego García, el de la tumba que no conseguí encontrar en medio de la zozobra del abad y de la maravillosa cromía del Panteón de los Reyes de San Isidoro. ¿Sería posible que García anduviera por allí?

No. Claro que no. Imaginaciones mías. Bueno, la verdad es que ya tuve una vez la experiencia de la ruptura del tiempo. Sucedió en La Salceda, en el olivar que mira a la sierra, al cerro Bartolo. Iba con alguien en el coche que no consigo recordar. De repente grité:

—¡Mira, un pavo real!

Lo vi con mi propios ojos y describí a mi acompañante sus colores y la forma de su caminar. Fue una visión fugaz. Apenas un segundo, pero lo vi, con total seguridad, con absoluta nitidez, sin el menor resquicio a la duda. Mi acompañante no. Pero escuchó paciente mis calificativos con los que ensalzaba la figura de ese animal. Ni siquiera me pregunté qué haría un pavo real en ese olivar, porque estaba emocionado por la visión, sobre todo porque me transportó a mi niñez, en la que vi cómo algunos ejemplares paseaban por ciertos prados de Tui.

Llegué a la casa de La Salceda y pedí que viniera Ignacio, el encargado, el responsable de esos campos. Nos sentamos alrededor de la mesa de madera barnizada en claro situada en la cara norte de la cocina, pedimos un café y charlamos de varias cosas, todas ellas relacionadas con la vida del campo. En un momento dado le dije:

—Por cierto, Ignacio, he visto al pavo real en el olivar. Es precioso.

Noté que Ignacio, sereno y calmo donde los haya, acostumbrado a consumir desgracias y malas noticias con más facilidad que la que mi amigo Colo tenía en la Universidad para tragarse bombones de chocolate, sin llegar a dar un respingo se tensó y echó su cuerpo hacia atrás, apoyándose en el respaldo de la silla de la misma madera que la mesa y con idéntico barniz, como si necesitara ese apoyo para no caerse al suelo.

—¿Pasa algo, Ignacio?

Tardó en responder. Me miró con una cara en la que me costaba adivinar lo que sucedía por sus adentros. Sabe que en ocasiones soy bromista, pero me conoce lo suficiente para percatarse de que aquello, el relato del pavo real, no tenía el aspecto de un chiste ni de una gracia de temporada. Permaneció en silencio por unos segundos aguantando firme mi mirada. Al final habló.

—Es que no hay ningún pavo real en el olivar, don Mario.

—¿Cómo que no? Te aseguro que lo he visto.

Nuevamente unos segundos de silencio. Sentí que le abrumaba lo que iba a decir, le costaba la respuesta que debía proporcionar a mis preguntas. Al final no tuvo más remedio y habló:

—No hay ahora. Pero lo hubo. Tuvimos uno exactamente igual al que usted dice que acaba de ver. Pero eso fue hace más de seis meses. Se lo llevaron. No sé qué han hecho con él, pero lo que le aseguro es que ya no está aquí.

Concluida la explicación, bajó los ojos y depositó la mirada sobre la mesa. Sorbió un trago del vaso de agua. Percibí el sonido del líquido al atravesar su garganta debido al esfuerzo notorio que ejecutó para conseguirlo. En la cocina de La Salceda no se escuchaba ni un solo ruido. Quizá el que provocó mi estupor. No me atrevía a decir nada. No podía dar ninguna explicación racional y cualquier cosa que dijera podría conducir a turbar todavía más el espíritu de Ignacio, hombre que valora lo desconocido, que cree en el espíritu vivo de la naturaleza. No podía contestar.

Opté por el silencio. Cambié de conversación. Nunca más volvimos a mencionar el asunto del pavo real.

Ignacio se fue y yo salí a pasear. Tomé el coche y volví, esta vez solo, a recorrer el mismo sendero por el olivar. Pedía con todas mis fuerzas que apareciera el animal. Pero no. Ni rastro. Nada. Detuve el coche frente a la malla que separa el olivar de las rañas. Algunas reses comenzaban a bajar del monte para cobijarse en las encinas y consumir un poco más de la libertad que proporciona la visión del espacio abierto. ¿Qué explicación podía dar al hecho? Porque lo único cierto es que yo vi al animal y lo describí con cierto detalle y coincidía con el que tuvimos en ese lugar tiempo atrás. Desde ese día ese suceso me obliga a reflexionar sobre la curvatura del tiempo. O sobre su estructura capilar. O sobre la posible ruptura de su continuidad aunque sea por unos segundos. Todo eso por la visión de un pavo real en una tarde de junio en el olivar de La Salceda. ¿Hay una explicación alternativa a este fenómeno? Pues sí, claro. Tal vez, aunque Ignacio no lo supiera, el pavo estaba allí, el originario u otro. Los humanos consumimos espejismos. Todo es posible. También lo es que todavía nos queda mucho por conocer del verdadero funcionamiento del Universo.

Tal vez debido a ese recuerdo fugaz no quise detenerme a identificar los rasgos de aquello que provocó el sonido y mi correspondiente agitación. Cerré los ojos y me imaginé que era García, el rey fallecido en 1090. No tenía ningún diseño interior de su arquitectura física, pero sí un detalle de mucha importancia: su hermano Alfonso, rey de Castilla y León, le encerró con los dos pies atados y así lo tuvo en la celda hasta su muerte física. Concentrándome en un par de pies atados con una argolla de hierro, ya disponía de suficiente asidero sin necesidad de dibujar mentalmente el resto de los rasgos corporales. Bueno, tal vez una túnica y un manto de piel, porque en León hace frío en invierno y la calefacción no funcionaba demasiado bien en aquella torre de reclusión forzosa.

Traicionado por su hermano Sancho, primero, y después por su otro hermano Alfonso, con la colaboración de su hermana Urraca, y encerrado en prisión diecisiete años por la única razón del poder por el poder, García se convertía, más que en un símbolo, casi en un amigo personal mío. Los dos sabemos de ese tipo de experiencias y aunque lo mío no fue morir en prisión y lo suyo sí, cualquiera que haya consumido algunos días en esos encierros sabe que a partir de ese momento valora muchas cosas que antes tenía, si no en los cajones del olvido, sí al menos en las estanterías de la indiferencia. Me sentía bien con esa forma sin demasiada precisión de contornos situada a mi costado, así que la representé sentada a mi derecha. No sé si la cubría la sombra del castaño, pero supuse que en su nivel de corporeidad eso le importaría menos. Sonreí. Ya sabía con quién comentar mis ideas de reforma del Sistema: ni más ni menos que con García. Por alguna extraña razón no encontramos su tumba. Quizá estuviera en nuestra casa de A Cerca. Ya hablaremos de eso otro día.

Es interesante reflexionar en voz alta sin esperar respuesta de una figura creada mentalmente aunque con rasgos ideales tan poderosos como el encarcelamiento atado de pies, aunque libre de manos. En ocasiones, al menos a mí me pasa, escribir, teclear sobre el ordenador ayuda a profundizar en las ideas propias. Cuando las ves reflejadas en papel, o en la pantalla de un ordenador, que para el caso es ahora lo mismo, las penetras con mayor profundidad que cuando exclusivamente viven en el espacio mental. Pues conversar con otro, aunque sea idealmente, es buena ayuda. Las ideas rebotan en el otro y el viaje de vuelta contribuye a que precipiten con mayor fluidez.

Durante el ascenso a Esculqueira del día anterior, ejecutado a marcha más que considerable con Ilia, dimos rienda suelta a algunas de las necesidades para poder salir de aquí, porque tengo algo muy claro: por supuesto que de aquí se sale, pero la cuestión es dónde se entra. Los pueblos siempre encuentran una salida, sea la que sea, reconforte o acongoje. Aunque la salida sea el empecinamiento de los políticos en no querer reformas profundas. Los pueblos se enquistan y en esa situación pueden vivir años. Se empobrecen económica, mental y hasta espiritualmente, pero continúan viviendo. Más tarde o más temprano —es cierto— aparece una ruptura, y dependiendo del grado de deterioro que se haya alcanzado, esa ruptura aportará mayores o menores dosis de violencia.

En España tenemos la oportunidad. Creo que en Europa, pero eso es demasiado para mí en este momento. Me resulta más que suficiente concentrarme en mi país. La oportunidad es encontrar una salida clara. La alternativa es entrar en un proceso de enquistamiento que generará, como digo, un deterioro progresivo y que conducirá al lugar que nos muestra la historia. Por ello perfilar la salida, no solo la puerta, sino la estancia en la que viviremos el tiempo que viene, es algo primordial. No solo cuenta —insisto— el de aquí se sale, sino que nuestra obligación reside en edificar el lugar en el que se entra.

Ya sé que la Historia te demuestra que, al final, por muy perfecta que sea la organización que diseñes y que implantes en una sociedad, el tiempo provoca un deterioro progresivo de su funcionamiento, y los ideales que la inspiraron, que estuvieron presentes en su nacimiento y bautizo, y hasta en su confirmación —por utilizar terminología eclesiástica tan propia de estos días de visita papal—, se transforman cualitativamente en un camino hacia su desaparición en cuanto tales. Pero eso es el hombre. Eso deriva de que por encima y por debajo de la organización se encuentra el individuo, la persona. El poder destructor del hombre es gigantesco. No solo depreda especies animales y vegetales, y hasta individuos humanos en demoledores genocidios, sino que descompone el andamiaje de ideales con los que se edificó un modelo de convivencia social. Las crisis y desaparición de civilizaciones son siempre obra humana. Por acción y por omisión. Más por negligencia que por dolo. Pero por acción del hombre en todo caso. Así que no debemos nunca perder de vista este tema central de toda propuesta: el individuo.

Alfonso VI pasa a la historia como rey conquistador y constructor. Pero esa historia, la traición a García, su hermano, el encerramiento en vida hasta la muerte del prisionero, es un hecho. Y el fondo de esa decisión es el trono. Es muy posible que también en la muerte de Sancho, su otro hermano, alguna actuación de Alfonso, directa o indirecta, estuviera presente, pero esto no lo sé. En todo caso, estamos ante el poder en su versión más inmediata. No hay ideales. Hay humanos construyendo edificios con sus vicios más detestables.

Imaginando a García frente a mí y consciente de su sufrimiento, le diría que tenemos que afrontar, en esta España de hoy, tres ejes muy decisivos. El económico, el político y el educativo. Son los tres pilares con los que hay que edificar la habitación en la que entramos si queremos salir de esta en la que nos encontramos.

Ante todo, claro, el económico. Porque una vez más tenemos al Estado en situación harto complicada. Debemos más de tres billones de euros, entre deuda pública y privada. Cierto es que, como dice Alberto Recarte, a esa deuda hay que descontarle los activos que tenemos contra nuestros acreedores y que suponen un billón, más o menos. No quiero discutir ahora el valor real de esos activos ni si de verdad podemos ejecutarlos, es decir, transformarlos en dinero. De otro modo su descuento es más teórico que real, pero lo dejo ahí. En todo caso, debemos mucho dinero. Y ese es el problema. Las cosas que nos suceden ocurren porque los acreedores tienen miedo, o como mínimo sienten profunda preocupación por saber cómo vamos a devolverles el capital y hacer frente a los intereses de nuestras deudas. Lo mismo que en cualquier familia endeudada: hay que saber de dónde sale el dinero para pagar lo que debemos.

El problema es que para que el país gane dinero tiene que crecer. Ese es el reto. Y desgraciadamente los análisis económicos nos dicen que es muy difícil que consigamos crecer a corto plazo de manera apreciable. Y esto es lo que asusta.

No pretendo que este libro contenga un análisis económico en profundidad atiborrado de datos y estadísticas y confeccionado de manera tal que resulte de muy difícil comprensión para la generalidad. Ya he hecho el esfuerzo de explicar el funcionamiento del sistema financiero. Porque si eso no se entiende, si no se comprende el papel que las instituciones financieras y su invento de la riqueza financiera han cumplido en estos tiempos modernos, no vamos a enterarnos de casi nada. Sencillamente, es capital comprenderlo, o por lo menos, como dicen los ocultistas, aproximarse a la noción de la idea.

A partir de ahí, las ideas son mucho más primarias. Al menos en su formulación, dejando a los técnicos su concreción. No podemos convertir a los españoles en profesores de economía para sacarlos de esta situación, de este magma de contaminaciones en que entre todos les hemos metido. Pero sí debemos explicarles algunas ideas clave para que sean conscientes de dónde estamos y cómo salimos de aquí. Ideas sencillas, pero ideas fuerza. La primera es clara como el agua: tenemos que ganar dinero, tenemos que crecer para, como primera cosa, pagar las deudas que hemos contraído estos años. Y, después, para seguir mejorando como país.

Y es que debemos asumir que estos años hemos vivido muy por encima de nuestras posibilidades. Así de claro. No íbamos del todo bien, sino que, cuando menos en una parte significativa, sufrimos un espejismo. Íbamos mal en el sentido de que estábamos gastando un dinero que no habíamos ganado. Consumíamos en una medida excesiva el dinero de otros, el que otros ganaban, ahorraban y nos prestaban. Llegaban a España miles y miles de millones. Fluía el dinero. Pero dinero y riqueza no es lo mismo. Primero, porque el dinero se puede inventar. Segundo, porque unos países pueden usar el dinero ganado por otros. Lo malo es que en este segundo caso hay que devolverlo. Y ese es uno de nuestros asuntos.

¿Qué sucede cuando has vivido por encima de tus posibilidades durante un tiempo? Pues que tienes que aceptar ir un poco a peor. Es decir, que ya no es lo mismo. Dicho más claro: que tienes que trabajar para ganar lo de cada día de hoy y lo que te gastaste en el pasado sin haberlo producido, sin haberlo ganado.

¿Y cómo se consigue crecer? ¿Cómo hacemos para que nuestro PIB aumente de modo sensible? No es tan fácil. Una cosa es comprender que lo tenemos que hacer y otra, que sea asequible de inmediato, y menos aún que se consiga de modo confortable y tranquilo. Eso sería pedir imposibles, algo que, por otro lado, parece que forma parte del lenguaje genético de muchas personas, sobre todo de las acostumbradas a vivir sin esfuerzo y a pretender seguir recorriendo el mismo camino.

Y nuestra pertenencia al euro es algo que, lo sepamos o no, exige grandes sacrificios si queremos continuar en él. Ya no es hora de lamentos. En los primeros momentos de la llamada Unión Monetaria, cuando se hablaba del viejo Tratado de Maastricht, algunos, muy pocos, dijimos que debíamos tener mucho cuidado, que estábamos manejando material explosivo de alta sensibilidad, en lo económico y en lo político. Sabíamos que el diseño del euro estaba mal concebido. Precisamente por eso queríamos que se explicara con claridad a los españoles en qué consistía eso de la Unión Monetaria, en qué se traduciría la cesión de soberanía monetaria, cómo nos afectaría a nuestra vida, a nuestras empresas, a nuestro ordinario vivir. Solo queríamos que se explicara, nada más, para que no nos lleváramos sorpresas en el futuro.

Porque las sorpresas iban a ser inevitables. Porque era claro como el agua que el entusiasmo inicial, forzado, desde luego, por una más que excesiva propaganda desde todos los rincones del Sistema, acabaría transformándose en un escepticismo, primero, y en una queja de fondo, después. Porque no podía ser de otro modo. Porque todo lo que se construye sobre cimientos artificiales acaba tambaleándose por mucho dinero que se gaste en propaganda. Y eso fue lo que sucedió. A los que pedimos un referéndum para que los españoles pudiéramos votar sí o no al euro nos llamaron de todo. Entre otras lindezas nos acusaron de antieuropeos… Es alucinante. Por cierto, que se ha acuñado el término «euroescépticos». Y se aplica, o, mejor dicho, lo aplican a quienes cuestionan el diseño técnico de la Unión Monetaria y Política europea. Es lo mismo que lo del Sistema. A mí no me gusta un determinado sistema. Pues los defensores, en vez de entrar a conocer las razones para el disgusto, en lugar de indagar si tengo o no argumentos sólidos, dignos de ser analizados y ponderados, se dedican a descalificar con eso de antisistema. Pues con lo de Europa sucede lo mismo.

Recuerdo una conversación con el entonces presidente del Grupo Prisa, Jesús Polanco. Hablábamos, precisamente, sobre mi deseo, mi petición, formulada públicamente en los medios de comunicación, de un referéndum, algo que sentó fatal a las instancias del Gobierno de entonces y derivadamente a las terminales del Sistema. Yo me daba perfecta cuenta de que muchos defensores del euro, sobre todo políticos, no tenían la menor idea de las consecuencias de fondo de lo que estaban diciendo. Operaban con palabras vacías, pero desgraciadamente no sucedía con ellas, como decía Benedicto XVI, que se las llevara el viento, porque agitaban mentes capaces de tomar decisiones y de meternos a todos en un lío por puros y duros intereses políticos y de partido.

Pues bien, Jesús Polanco me recriminaba esa petición mía. Su argumento era letal:

—La gente ni tiene idea ni tiene capacidad para comprender estas cosas. No se puede pedir voto cuando el cuerpo social al que apelas está sumido en la más profunda ignorancia sobre estos asuntos.

—Es verdad, pero entonces eso habría que aplicarlo a muchas más cosas que el euro, porque entonces lo que cuestionamos de fondo es la democracia en cuanto tal.

—Para eso estamos los medios de comunicación, para corregir los errores que se pueden cometer con la democracia llevada hasta sus últimas consecuencias.

Entendido. Mantengamos un plano formal en el que consumimos palabras, pero luego, a la hora de la verdad, pongamos en marcha mecanismos que corrijan esas convicciones, es decir, los defectos o derivadas penosas de esas convicciones puramente democráticas. Esto es el Sistema en su expresión más clara, más dura, más rotunda.

Conversaciones como esta tuve varias en distintos lugares y momentos, sobre todo cuando nos enfrentábamos a alguna decisión de importancia. Y siempre sucedía lo mismo: una cosa es el nivel formal, el de las palabras que se dicen y pronuncian para la gente en general, y otra la necesidad de introducir correcciones, y no vaya a ser que se tomen en serio eso de las libertades constitucionales. La experiencia vivida fue la que me llevó a definir al Sistema en el modo y manera en que lo hice en mi libro. Digo en sus páginas:

Entiendo por «Sistema» el modo de organizar las relaciones reales de poder en el seno de la sociedad española. Insisto en el término relaciones reales de poder, con el que pretendo referirme no al modo teórico de organizar un esquema de poder, sino al efectivo, al auténticamente vivido, que solo es deducible de manera empírica a través del análisis y constatación de su comportamiento. Dicho quizá de forma más clara: no importa solo cómo se definen en un texto constitucional las libertades formales de las que disponen los grupos que constituyen una sociedad. Lo que realmente interesa analizar es si en el ejercicio de esas libertades formales se aprecia la existencia de factores que distorsionan el principio formulado constitucionalmente.

La verdad es que en ese libro —El Sistema— utilizo un lenguaje demasiado técnico que dificulta su comprensión por personas, que son muchas, que no están acostumbradas a manejarlo. Pero, vamos, lo que quiero decir es muy rotundo: de nada vale disponer de Constituciones muy bonitas, que definan las libertades y derechos fundamentales de modo casi poético, si luego, a la hora de la verdad, en el momento de enfrentarse con ellas, con su ejercicio real, resulta que tenemos encima una estructura de poder que las convierte en más ilusorias que otra cosa.

¿Eso es lo que sucede en España? En gran medida ocurre y ejemplos los tenemos a diario. Precisamente por eso lo escribí en mi libro, que ha servido para poco más que hoy podamos darnos cuenta de que lo que nos sucede viene de muy atrás.

Recuerdo que Aznar, en su campaña electoral de 2000, decía a bombo y platillo que el principal logro político por él conseguido residía, precisamente, en haber introducido el euro en España. Supongo que hoy no diría lo mismo, vista la percepción de la gente que en Europa, y no solo en España, se ha dado cuenta de que no era oro todo lo que relucía. Son muchos los que hoy entienden que ese diseño se hizo mal. Hoy, como digo, lo reconocen. Quizá con la boca pequeña, pero más o menos lo admiten. Entonces con la boca grande insultaban a cualquiera que se le ocurriera pedir algo tan sencillo como: por favor, señores, si están ustedes tan seguros, tan convencidos, si tienen las ideas tan claras sobre las maravillas del euro, ¿por qué no lo explican bien a los españoles? ¿Por qué tienen miedo a un referéndum sobre una cuestión que es capital en nuestras vidas? Pues no. Ni referéndum ni nada. Política de hechos consumados conforma esa doctrina elaborada en los centros de inteligencia del Sistema.

Fue, siento decirlo, un claro exceso político embarcarse en una Unión Monetaria sin tener consolidada una Unión Política, sin tener centralizada la soberanía fiscal. Y hoy lo estamos viendo. Me llama la atención que Jacques Delors, un político socialista a quien se considera, seguramente con razón, uno de los padres del euro porque fue el primer presidente de la Comisión Europea y un impulsor de la moneda única, diga ahora esta frase: «Abramos los ojos: el euro y Europa están al borde del precipicio». Es verdad, pero la pregunta es: ¿qué responsabilidad tienen ustedes, señores políticos, en que nos encontremos en semejante situación?

Yo no creo que Europa esté al borde de ningún precipicio. Una determinada idea de Europa es posible e incluso probable. La Europa de los burócratas, la Europa diseñada por conveniencias políticas al margen de realidades, la Europa edificada sobre presupuestos ideológicos que la realidad se encarga de cuestionar, cuando no de rechazar cada día, esa Europa sí que es posible que se sitúe al borde del precipicio. Pero se arreglará. Porque Europa es algo mucho más viejo, más profundo, con más carga histórica y emocional que un diseño de unos políticos sentados alrededor de algunas mesas convencidos de que su misión es cambiar el curso de la historia.

Era evidente de toda evidencia que nosotros, los españoles, teníamos diferencias serias con los alemanes. Nuestra economía no tenía ni de lejos los niveles de competitividad que ellos manifestaban a las claras. Ni su tecnología, ni su modo de concebir el trabajo, ni nuestras gentes estaban igual de dispuestas a trabajar por España con el mismo ahínco, entusiasmo, voluntad y dedicación que ellos a contribuir a la mejora y grandeza de Alemania: son hechos. Y, dejando aparte emociones, esos hechos tienen dimensión económica. Ya lo creo que la tienen, y muy seria. Porque la competitividad de una economía es vara de medir la solidez de su futuro. Los no competitivos, en una economía mundial de mercado, acaban sufriendo las consecuencias de su falta de competitividad. Es solo cuestión de tiempo. Y ese tiempo ha llegado para nosotros.

Recuerdo aquel anuncio que me crispó. Se emitió, me parece recordar, en plena campaña electoral del 2000. Se veía a un par de personas mayores, hombre y mujer, jubilados, y el hombre le decía a la mujer algo así como esto: «Con el euro ya no tenemos que preocuparnos por nuestras pensiones porque ya estarán para siempre garantizadas».

Me indignó que se engañara a la gente de semejante manera, y que se ejecutara el engaño sobre el colectivo más sensible, el de los jubilados mayores, que no tienen otro deseo que sentirse tranquilos sobre su futuro. Cuando veo hoy cómo las pensiones de los mayores, según el relato del carpintero, sirven para financiar los gastos de las familias, y pagar hipotecas recibidas en tiempos de falsa bonanza, la verdad es que se me agita por dentro algo parecido a la indignación.

¿Podemos preguntarnos acerca de la conveniencia de salirnos del euro vistos sus efectos? Pues retóricamente sí, pero de hecho creo que no merece la pena. No digo que merezca o no la pena seguir o salir del euro. No entro en análisis de ventajas e inconvenientes. Sinceramente, creo que por motivos sustancialmente políticos no van a dejar que el euro caiga. ¿Nos pueden expulsar? Pues tampoco lo veo claro. ¿Hay algún político en los países periféricos —así nos llaman— capaz siquiera de plantear oficialmente las ventajas y los inconvenientes de seguir o de salir del euro? No, creo sinceramente que no, que nadie se atreve al ejercicio. Esperan, confían, suponen que al final harán lo que sea para que el modelo no salte por los aires. Nadie se pregunta por el precio. Nadie quiere asumir un fracaso que sería ciclópeo. Así que veo muy difícil una vuelta atrás en este campo. ¿Entonces?

Pues como no tenemos soberanía monetaria y como pintamos en Europa poco, tendremos que arar con estos bueyes. Pero llamando a las cosas por su nombre. Aunque duela, aunque moleste, aunque rechinen ciertos resortes que siguen sin querer ver la realidad. Hemos perdido competitividad con Alemania. Es decir, nuestros productos son menos competitivos. Por tanto, tenemos que recuperarla, y en este proceso de recuperación el papel de los salarios es vital. ¿Estoy diciendo que no pueden mantenerse los niveles actuales? Sí, estoy diciendo eso. Por mucho que duela. Es posible y realista que hay sectores en los que este postulado quizá no tenga que aplicarse de modo radical, pero en ciertas industrias intensivas en mano de obra, no queda otra. Tenemos que trabajar con esa premisa de que somos menos de los que nos creemos y tenemos que ajustarnos a lo que somos, no a lo que nos gustaría ser.

Y tenemos que hacer las cosas por nosotros mismos, no esperando salvadores de fuera, no pidiendo a Alemania que nos redima de nuestras culpas, que asuma nuestros errores, que pague nuestras deudas, que satisfaga nuestras carencias. Porque no lo van a hacer. Si fuéramos alemanes del este es posible, pero somos españoles del sur, así que nos tenemos que dejar de bromas y de pedir limosna y, por el contrario, hemos de ponernos a trabajar nosotros por nosotros mismos. Emplear la palabra «trabajar» aquí, cuando en el país tenemos cinco millones de parados, no es un eufemismo ni un comentario ácido. Es una expresión que quiere decir que, aceptando estar donde estamos con las limitaciones que tenemos que sufrir, somos nosotros los responsables de nuestro destino y no podemos confiar ni en limosnas ni en caridades, que no se van, insisto, a producir.

Hace unos días leía a intérpretes oficiales del pensamiento económico del Sistema decir con total y absoluta seguridad que los eurobonos, esos de los que hemos hablado más atrás, se iban a producir porque no queda más alternativa, porque no existe otro remedio. Incluso se aventuraron a la estupidez meridiana de que tendríamos eurobonos incluso sin contar con Alemania, lo que no solo no serviría de nada, sino que evidenciaría un proceso de confusión, de turbación mental colectiva de dimensiones más que considerables. El motor de Europa es Alemania. Francia le sigue, pero menos. Así que sin Francia y sin Alemania no se puede hacer nada. Nada serio, se entiende, porque las estupideces no reclaman ni de método ni de disciplina. Nacen espontáneamente, supongo, aunque en ocasiones da la sensación de que se dedican fervientemente a fabricarlas.

Precisamente por ello, en los momentos en los que se debatía la Unión Monetaria, yo entendía que era mejor admitir la realidad y tratar de configurar un euro a dos velocidades, de modo que los del sur, entre los que nos encontrábamos, dispusiéramos de más tiempo para acomodar nuestros datos reales a los suyos. Incluso estuve dispuesto a admitir que el liderazgo de ese sur le correspondiera a Francia, y eso que nuestras relaciones con los vecinos franceses, por circunstancias históricas bastante bien conocidas, no son de una exquisita cordialidad. Pero el proceso de reconstrucción europea exige dejar de lado algunas afrentas históricas. Ya sé que no es tan fácil y que todo reclama consumo de tiempo y paciencia, pero, en fin, al menos teníamos un camino. Al aplicar el café para todos ha venido el lío de pretender que sean iguales los que a todas luces son diferentes. Pero ya está hecho. Y ahora hay que cargar con las consecuencias.

¿Descarto una ruptura del euro? Yo ya no descarto nada en política, porque la capacidad de ciertos políticos actuales de decir digo donde decían Diego, asegurando que Diego era la más pura ortodoxia y el único camino posible, su habilidad y descaro en negar lo que afirmaron es tan grosera, y en ocasiones tan lacerante, que no excluyo que cualquier cosa puede pasar. Alberto Recarte, que no duda en calificar de error grosero el diseño del euro, considera que la salida de la moneda única sería una catástrofe para nosotros. De la misma opinión es el profesor Calaza, que escribió un libro específicamente dedicado a demostrar el error de la moneda única en ese diseño para un país como España, libro que, claro, fue cuidadosamente silenciado, aunque no consiguieron evitar que yo lo leyera, lo estudiara y a partir de ese instante comenzó una clara admiración por la inteligencia de ese hombre, acrecentada con el trato personal que mantenemos desde entonces hasta el día de hoy.

Alemania, como no podía ser de otro modo, acaba de decir, al igual que Francia, pero con más fuerza, con más rigor, con más contundencia, que de los eurobonos nada, que no es ese el camino. Y tiene toda la razón. El objetivo es estabilizar los países, entre los que se encuentra el nuestro, que han causado desequilibrios, que han seguido políticas de gasto sin control, de recibir dinero prestado creyendo que era suyo, de no ocuparse en reformar el modelo productivo, de seguir con un viva la Virgen aplicado a la construcción y la llamada promoción inmobiliaria, de derrochar dilapidando sin control el dinero en un Estado de autonomías que me parece sencillamente insostenible. Y eso lo tenemos que hacer por nosotros mismos.

El asunto es que mientras el euro siga, nosotros tenemos que continuar por el camino de las reformas profundas. No queda otra. Ya que no podemos salirnos del euro, incluso aunque asumamos que podríamos hacerlo pero que conseguirlo generaría un desastre sin precedentes como sostienen mentes autorizadas, ya que en ese corsé estamos encerrados, aprovechemos para seguir con una política de reformas profundas que permitan encarar un cierto futuro. Pero para ello hay algo que me parece imprescindible: diseñar un modelo de país.

Vamos a ver. Está claro que tenemos que crecer. Para ganar dinero, para generar empleo, para crear estabilidad social, para aumentar la cohesión de nuestra convivencia. Para todo eso es imprescindible el crecimiento. Y, además, no un crecimiento cualquiera, sino uno poderoso, por encima del 2 por ciento, que es el umbral mínimo, según los expertos, para crear empleo. Bien, pues ya está claro lo que tenemos que alcanzar. La pregunta es: ¿podemos? Si alguien dice sí, si responde afirmativamente, la pregunta sigue siendo: ¿me explica usted cómo?

Pues con un proyecto de país. Definiendo claramente dónde y cómo podemos crecer. Ya sé que esto parece muy difícil, incluso en cierta medida imposible, pero tenemos que hacer el esfuerzo. Debemos disponer de un proyecto a medio/largo plazo, porque esta es otra: no podemos esperar nada del corto plazo. Ya sé que esto no gusta, que la gente quiere escuchar que mañana por la tarde, a eso de las cinco o cinco y media, todo solucionado y ya está. Pues no. Ni mañana ni pasado mañana. Hemos vivido de prestado mucho tiempo y es mucho el que tenemos que emplear para recuperarnos. Y eso no debe asustar. Al contrario: debe estimular. Tenemos que saber trabajar por este país pensando en el medio/largo plazo, algo que hicieron los alemanes cuando incorporaron a Alemania Oriental. Nosotros, los españoles, tenemos nuestra propia España Oriental, que en este caso es la España virtual, la que se deriva de haber vivido por encima de nuestras posibilidades, de haber consumido lo que no producíamos, y de haber gastado lo que no ganábamos y que otros nos prestaban. Esa es nuestra «España Oriental». Y al igual que los alemanes en su día, nosotros tenemos que trabajar ahora para integrarla, para asumirla, para deglutirla, para incorporarla a nuestro vivir colectivo. Y si a los alemanes les costó muchos años el proceso, y al final triunfaron, a nosotros también nos va a suponer un consumo de tiempo y esfuerzo más que considerable. Merece la pena. Sin duda alguna. Siempre, claro, que estemos dispuestos a ello.

Yo pongo el ejemplo de los constructores de catedrales. Uno de esos monumentos del Gótico costaba un siglo. Así que es claro que los que empezaban a construir no verían el final de su obra. Y, sin embargo y a pesar de ello, trabajaban con todo entusiasmo. O con más o menos entusiasmo, pero trabajaban. Aquí, en nuestro país, se ha instalado una cultura del corto plazo, de la especulación pura y dura, de tal modo que lo que no consigues de hoy para mañana parece que no interesa. Es el culto a lo inmediato. Pues eso también hay que erradicarlo y volver a tener proyectos en la cabeza que exigen, que reclaman, que necesitan de un esfuerzo continuado. De otro modo el país es solo un centro de especuladores y adoradores de la riqueza financiera.

Porque uno de los desperfectos capaces de causar más daño a un país ha sido la pérdida de la cultura del esfuerzo, algo que en mi generación, no sé si todos, pero sí muchos, teníamos claro como el agua. Nada nos venía regalado. De ahí la expresión de que «no me ha tocado en una tómbola, sino que me ha costado lo mío». El exceso, ese que dice Gracián que siempre daña, se ha traducido en un tipo de mentalidad en el que no solo las cosas le vienen por añadidura, sino que se creen con cierto derecho a tenerlas sin que exista el correspondiente deber de trabajar, de esforzarse para alcanzarlas.

¿Qué es, entonces, un proyecto de país? Pues un Plan Estratégico de España. Es un Plan similar al que todas las empresas realizan anualmente y que prevén un periodo quinquenal. Se trata de hacer un análisis realista de qué podemos hacer en agricultura, en industria, en servicios, en turismo, es decir, en todos y cada uno de los sectores económicos que ahora están creando empleo/desempleo o produciendo beneficios/pérdidas. Pero se trata de hacerlo con una mentalidad empresarial clara y no esencialmente política, buscando agradar a la población y tratando de conseguir votos. Hay que llamar a las cosas por su nombre. Es muy posible que un plan así, integral, completo se encuentre fuera de nuestras posibilidades, en el sentido de que resulte excesivo. Puede ser, pero hay algo que podemos hacer y es aproximarnos a esa idea y desterrar locuras económico-políticas que nos afectan seriamente.

El olivar es un ejemplo de cuanto digo. Tenemos casi dos millones de hectáreas de olivar de secano que no son rentables con un entorno productivo de mil quinientos kilos de aceituna por hectárea, cuando el regadío se sitúa en un mínimo de seis mil y en un máximo de hasta doce mil. Y el truco falso de la supuesta pérdida de calidad del aceite ya no funciona. Durante años lo he advertido y sin la menor respuesta. Al tiempo, Portugal ponía en marcha algo así como cuarenta mil hectáreas de olivar productivo de regadío. Me llegan noticias de Australia, de California, del norte de África y hasta de China, modernizando plantaciones y técnicas extractivas, a la vista de que el aceite de oliva, producto viejo, casi cada día arroja más y más dimensiones favorables para la salud humana. Mientras nosotros seguíamos confiando en las subvenciones para sanear unas cuentas de explotación totalmente deficitarias. Y con ello inundábamos el mercado de aceite. Y por exceso se iban los precios al suelo. Y, claro, el que sufre es el producto, la calidad. Porque, nos guste o no, muchos establecimientos venden aceite de oliva por debajo del precio de coste. Y eso quiere decir que algo hacen. Y ese algo aparte de la subvención es destruir la calidad. Así de claro. Aunque no guste. Somos el primer país productor de aceite de oliva del mundo y por una estrategia instalada en la chapuza, y en ciertas formas poco sutiles de engaño, podemos perder la primacía mundial. De hecho, la calidad de nuestro aceite ya no es reconocida en los mercados en la forma en la que lo fue en otros tiempos. Sería lamentable, pero de seguir como vamos, sinceramente creo que será.

Y este ejemplo es válido porque la razón para no abordarlo no es de orden social, de la gente que vive del sector y palabras del mismo tipo, sino el deseo de mantener un voto cautivo mediante el dinero de las subvenciones. Eso no es ni siquiera pan para hoy, pero ciertamente genera miseria para mañana, y ese mañana está llegando a velocidades agigantadas.

Y desgraciadamente es extrapolable a otras áreas de actividad. Tenemos la agricultura que podemos tener. Con 1200 kilos de cereal por hectárea no hay quien compita. Ni con subvenciones ni sin subvenciones. El dinero público sin contrapartida se ha traducido en excesivas ocasiones en utilizaciones puramente golfas, aprovechándose de una coyuntura, sin ningún deseo real de crear mecanismos productivos a medio/largo plazo. El exceso de oferta ha deteriorado de manera sensible el sector turismo. ¿Qué pasa con la minería, que ahora parece que la Xunta de Galicia quiere renacer algunas concesiones mineras abandonadas? ¿Hay un plan económico o un plan político? ¿Qué sucede con la producción de medicamentos genéricos? ¿Hay trampa, cartón o hay abaratamiento de costes?

Podría ir repasando uno a uno esos sectores y descubrir las corruptelas instaladas en ellos. Es muy posible que en alguno no se den, pero lo dudo mucho. Ejemplos de personas y empresas que hacen las cosas bien y con rigor los vamos a tener. Por supuesto. Pero no se trata de ensalzar las excepciones, sino de generalizar el comportamiento de la mayoría de los que operan en el sector en cuestión.

Porque tenemos que cambiar entre otras cosas la mentalidad acerca de la finalidad de la empresa, que no es crear empleo, porque eso debe ser consecuencia de que funcione bien. Ni siquiera el beneficio por el beneficio. Es claro que una empresa que no gana dinero no puede subsistir a medio plazo. Es, por tanto, condición sin la cual no se puede funcionar. Pero no es el principal objetivo. Tenemos que recuperar la noción de servicio. La empresa está en la vida económica y social para cumplir, para prestar un servicio, consistente en producir bienes o prestar servicios que la sociedad demanda. Y para hacerlo en condiciones capaces de satisfacer esas necesidades de modo adecuado. Es así como recuperaremos la noción de calidad en un país demasiado acostumbrado a chapucerías de tercera clase.

Seguramente estaremos todos de acuerdo en que necesitamos ese Plan Estratégico, pero también con mucha probabilidad me preguntarán si creo que los políticos por sí solos lo van a hacer. Pues la respuesta es un rotundo no. Y no porque tenga animadversión de clase, que no es el caso ahora, sino porque la experiencia me indica que sencillamente no es posible que se pongan a trabajar como empresarios cuando no lo han sido nunca en sus vidas. No tienen mentalidad para elaborar un plan empresarial porque su estructura mental, su modo de pensar no es empresarial, sino político. Y sinceramente, la diferencia entre uno y otro es notable. El empresario, si ve que en un sector no hay nada que hacer en términos de rentabilidad de futuro, pues lo dice y en paz, y se pone a buscar alternativas a ese sector, lugares en los que emplear la mano de obra sobrante, piensa en vender maquinarias para comprar otras que sirvan en lugares o sectores diferentes… En fin, que trabaja en esa dirección seria.

El político piensa qué van a pensar los clientes potenciales, sus votantes, cómo se van a traducir en votos esas actuaciones, qué van a decir los medios de comunicación social, cómo va a verse afectada su imagen, qué pensarán en el seno de sus partidos… En fin, todo un mundo virtual que desgraciadamente está condicionando el mundo real. Y con eso es con lo que hay que terminar. Por eso digo que el Plan Estratégico de España, el análisis sector a sector, actividad a actividad, desgranando posibilidades, fortalezas y carencias, debe hacerse por los empresarios. ¿Tenemos empresarios dispuestos? Pues no lo sé, pero supongo que sí. ¿Contamos con las plataformas organizativas adecuadas? Pues posiblemente sí, y si hay que crear nuevas, se crean, y si hay que mejorar las existentes, pues se mejoran. ¿Tenemos al frente los activos humanos adecuados? Pues seguramente hay mucha gente de valía y se pueden complementar con otros, y los que no quieran seguir el camino del futuro y prefieran seguir anclados en el pasado, pues ellos mismos se retiran de la escena. No estamos ahora para exceso de contemplaciones porque la realidad, nos guste o no, es bastante acuciante.

¿Debemos mantener totalmente al margen a los políticos? No estoy diciendo eso. Advierto de que un plan estratégico serio debe nacer de la sociedad, debe ser confeccionado por quien conoce cómo funcionan las cosas en la realidad. No se puede hacer un plan empresarial por funcionarios que en su vida han tenido la responsabilidad de pagar una nómina, que no han sufrido las noches de insomnio pensando en qué hacer al día siguiente, que no saben lo doloroso que es comprobar en tus carnes cómo te niegan créditos quienes antes casi te regalaban el dinero. En fin, que es necesario haber sufrido un poco para saber cómo salir del sufrimiento, o por lo menos para intentarlo de manera seria y ordenada pensando, como siempre digo, en el medio plazo y no en mañana por la mañana. Y lo digo yo, que por razones ya de edad —al margen de la voluntad de Dios— no estaré todo el tiempo que me gustaría. Precisamente por ello hay que incorporar a la gente que tiene más tiempo por delante. Porque lo que será España no es lo que pensemos nosotros, sino lo que se derive de los modos de pensar de la gente que hoy es más joven y que tiene el futuro por delante. Y ese futuro nadie se lo va a regalar. Se lo tienen que labrar, casi diría arañar con sus propias manos, porque la cosa está difícil, pero al tiempo constituye una aventura apasionante. Confieso sin rubor que me encantaría vivirla hasta el final si somos capaces de poner el proceso en marcha de modo adecuado.

Una sociedad reclama políticos, esto es, personas que se ocupen de lo que se llama la cosa pública. Eso no lo duda nadie. Y los asuntos que nos afectan a todos son, por definición, cosa pública. Así que nadie pretende que ese Plan Estratégico se implante en la vida española sin contar con los políticos. De lo que se trata es de algo más simple, al menos en cuanto a formulación: que todo proyecto colectivo tiene que contar con el concurso y participación de la sociedad civil. Esta fue la idea esencial de mi discurso de 1993, el de la Universidad Complutense, y sigue siendo hoy, porque en esa dirección, como ya he explicado, en estos dieciocho años transcurridos desde entonces no solo no hemos mejorado, sino que el empeoramiento es tan intenso como perceptible. Y es hora de cambiar las cosas. Todas las instancias de la sociedad deben colaborar en la formulación de ese Plan Estratégico. Lo malo es que estamos tan carentes de instituciones civiles poderosas que esa participación es más ideal que otra cosa. Por ello hay que impulsarla con criterios empresariales. Con la colaboración de todos los que quieran participar, pero es necesario hacerlo y no esperar que sea una iniciativa política, porque desgraciadamente eso es difícil que suceda, al menos en la forma realmente debida.

Entre otras razones porque para que tenga éxito el Plan Estratégico hay que contar con elementos adicionales de mucha importancia. El primero, desde luego, vocaciones empresariales. Debemos tener clara una idea: la única forma de crear empleo real y estable es mediante empresas que sean competitivas y capaces de pervivir a largo plazo. Empleo artificial lo crea cualquiera y los políticos tienen tentación permanente de caminar por ese sendero. Mal asunto. No sirve de nada. Por ello, si tenemos cinco millones de parados es debido a la quiebra de quinientas mil empresas pequeñas y medianas. La cosa es clara: tenemos que volver por el sendero, pero al revés, creando empresas allí donde antes las destruimos. Solo de esta manera tendremos, insisto, empleo real y estable.

Y crear empresas cuesta mucho tiempo. Lo que se destruye en un par de años tarda mucho más tiempo en reconstruirse de manera consolidada. Pero eso es lo que tenemos que hacer. Y para ello es necesario estimular las vocaciones empresariales. Decía antes que uno de los desperfectos importantes causados por esta crisis reside, precisamente, en que se han perdido vocaciones empresariales, entre gente de cierta edad que estaba en condiciones de continuar, agregando al impulso, al entusiasmo la experiencia, y entre gente joven, que, visto lo visto, sienten tanta preocupación por su futuro que el mundo de la aventura empresarial les resulta en exceso arriesgado. Y esto hay que cortarlo de raíz. ¿Cómo? Pues como todo: presentando la sociedad un proyecto colectivo realista y atractivo. Solo si se entiende, se comprende y se admite como cierto que estamos ante un cambio de modelo, ante una nueva manera de entender, enfocar y dirigir la realidad colectiva, podremos pedir que renazcan esas vocaciones empresariales. De otro modo, no.

Y para que en estas condiciones se generen, se creen nuevas empresas, es necesario atender una demanda real de los empresarios: la reforma de las condiciones laborales. Demasiada demagogia se vierte en este asunto. La reforma tiene que consistir, entre otras cosas, en facilitar el despido y permitir la negociación en cada empresa. Es algo obvio. Si se disponen de condiciones excesivamente rígidas, está claro que al empresario le va a costar mucho más decidirse a invertir, a empezar o a ampliar su empresa. Tenemos que ser conscientes de dónde estamos. Priorizar es esencial, y la prioridad es crear empresas, porque lo obvio, lo evidente, lo incuestionable es que sin empresas rentables no hay empleo. Es necesario ir admitiendo ideas y convirtiéndolas en anclas para sujetar el modelo.

Es que si se aplica la reforma se va a despedir a mucha gente, así que no solo no se crea empleo, sino que se aumenta el desempleo. Eso dicen algunos. Visión más que corta. Sencillamente, ignora la realidad empresarial. Yo lo he vivido y lo sigo viviendo a diario. Hay empresas en las que prescindir de algunos trabajadores que por lo que sea ya no son necesarios, o no se han acompasado a los nuevos tiempos, puede permitir mantener el resto del empleo. El problema es que con determinada antigüedad el coste es excesivo y el empresario no se lo puede permitir. Es así como se acaba poniendo en riesgo el empleo de todos. Y esto no se quiere ver con claridad. Pero sucede, y con mucha frecuencia. Demasiada. Y es cierto que hay empresas en pérdidas que podrían remontar si dispusieran de una legislación laboral que les facilitara la reducción de una parte de la plantilla para salvar la otra y la empresa en conjunto.

¿Y es que carece de sentido pedir que los salarios se ajusten sustancialmente a la productividad? Pues no me parece. Se paga a alguien porque es productivo, porque aporta, porque contribuye de manera clara al desarrollo empresarial. Los funcionarios deberían igualmente ajustarse, al menos en lo posible, a este criterio. Pero en la empresa privada, que es el motor del país, sustraer la productividad como elemento para fijar salarios y su evolución me parece absurdo.

Seamos claros: esto es algo que vienen demandando los empresarios en España desde hace mucho tiempo. En los últimos quince años hemos tenido siete de gobierno del PSOE y ocho de gobierno del PP. Y nunca se ha reformado de verdad la legislación laboral. ¿Por qué? Pues por dos razones. Una es de coyuntura: porque en las épocas de bonanza la presión para el cambio disminuye. Como, además, esas épocas de bonanza en nuestro caso han coincidido con la explosión de mano de obra extranjera algo más barata, pues el efecto competitividad se conseguía, al menos parcialmente, por esa vía.

Pero la razón de fondo es otra y reside en el modo de encarar los problemas por la clase política. No hacen la reforma porque tienen miedo a perder votos. Porque tiene eso que llaman coste electoral. Esa es la clave. Un par de huelgas de los sindicatos y los políticos se asustan. Y aplazan decisiones urgentes.

Porque quien dice que con esta legislación laboral hemos sido capaces de crear empleo en otros momentos dice la verdad. Pero es que no es ese el asunto, sino que con esta legislación laboral no seremos capaces de crear el empleo necesario en estos momentos, en estas circunstancias, que son muy distintas a las que tuvimos en otras épocas. Esto es lo que cuenta. La tarea, el trabajo es de ahora.

Y para ello hace falta una voluntad política decidida. Que asuma el proyecto, que lo lidere y que no le importe el coste electoral, que no quiera cambiar convicciones por conveniencias de coyuntura. Y para eso es necesario, seguramente, una reforma en profundidad de los sindicatos. En realidad se trata de cambiar la mentalidad de los dirigentes sindicales. Tienen que darse cuenta de que vivimos en el siglo XXI y que los modelos del XIX ya no sirven para hoy. Hay que modificar la financiación de los sindicatos, terminar con muchos de los abusos generados con los liberados sindicales, obligar a que entiendan que España necesita una estrategia de colaboración y no de confrontación, que con actitudes del pasado no se reconquista el futuro.

Por ejemplo, ¿por qué se niegan a que las empresas individualmente puedan negociar sus condiciones? ¿Acaso es que todas las empresas de un sector son iguales? Evidentemente no. Unas son mejores que otras, unas tienen unos problemas y otras otros. ¿Por qué el café para todos? Pues porque de esta manera se reafirma el poder sindical. Pues aquí lo que hay que afirmar es la rentabilidad empresarial y el empleo derivado y situar como decisivas, como primera opción otras consideraciones que pertenecen a planos distintos. ¿Por qué se va a negar el derecho de la plantilla de una empresa a reducir voluntariamente sus salarios para contribuir al salvamento de la empresa o para permitir inversiones productivas o para ayudar al incremento de plantilla? ¿Qué sentido tiene anteponer ese pretendido poder sindical, que es poder de dirigentes, a la vida real de las empresas? Para mí carece del menor sentido.

Los empresarios no disfrutan, ni tienen como objetivo despedir a nadie. Si lo hacen es porque no queda más remedio. A nadie le gusta ese plato. Es preciso que esto se entienda. Es necesario que terminemos con la estrategia de confrontación y recuperemos la de colaboración. Aquí nadie quiere destruir ni empleos ni empresas. Conviene que se recuerde. Dejemos de seguir buscando al malo de la película para intentar construir un guion distinto.

Es cuestión de mentalidad. Casi todo es cuestión de modo de pensar. Pero necesitamos ese cambio en profundidad en el modo de entender las empresas y las relaciones en su seno si queremos sacar este proyecto adelante. Soy consciente de que alguno dirá que se trata de ideas elementales. Y es verdad. Lo malo es que a pesar de esa elementalidad llevamos demasiado tiempo conviviendo sin ellas. Y es que, aunque parezca mentira, muchas de las cosas que necesitamos, de las ideas que tenemos que implantar para salir de aquí y entrar en otro lugar más confortable, son sencillas, casi elementales. Por eso uno tiene esperanza en que las cosas se solucionen. Porque no se necesitan genios ni genialidades, sino ideas claras, trabajo, esfuerzo y visión a medio plazo.

A raíz del conocimiento de nuestras cuentas públicas por los acreedores del reino de España, de la situación de nuestra deuda pública y privada, se impusieron desde fuera, desde Europa, China y Estados Unidos, al Gobierno español una serie de reformas obligatorias. Algunas se implementaron con cierto rigor. Otras no. Entre estas últimas se encuentra la reforma laboral, que todavía no ha pasado de un mero movimiento cosmético, quizá por temor a los sindicatos, tal vez porque se preveía el desastre electoral del PSOE en las municipales y autonómicas y se intentó reducirlo al máximo. Lo cierto es que no se implementó una reforma efectiva. Es más, incluso el intento de llevarlo a cabo, aparte del posible desgaste del Gobierno, se tradujo en ciertos enfrentamientos en el seno de la propia patronal CEOE, lo que ya es excesivo. Pero parece que la protesta de ciertos empresarios derivaba de que los altos mandos de la CEOE estaban dispuestos a ceder en puntos que se consideraban esenciales. En fin, confusión y más confusión en un tema capital en el que debería existir claridad y más claridad. Las ideas fuerza no son confusas, ni extrañas. Implican acomodar el modelo español al europeo. No es cuestión de ideas, sino de voluntad política.

De nuevo un asunto que debe ser debatido de forma clara y transparente en el seno de la sociedad civil. Porque a todos nos afecta. Todos recibiremos las consecuencias positivas o negativas de que se implemente con eficacia. Y es asunto de urgencia porque la sociedad, como vengo diciendo, está alcanzando cotas de desempleo, y de la desesperanza correlativa, realmente insoportables. Conviene decirlo alto y muy claro: la sociedad tiene que ser consciente de que no solo se necesitan empresarios, sino además empresas rentables para crear empleo real, y eso reclama una legislación laboral adecuada al tiempo que nos toca vivir, que va a ser un tiempo largo y preñado de esfuerzo para recuperar cotas de bienestar —aunque distinto— y de cohesión en la convivencia.

Me imaginé a García sentado escuchando el discurso que proporcionaba en voz alta. Un hombre del Medioevo, muerto en 1090, no entendería nada de lo que estaba diciendo. Y no porque viviera esos diecisiete años en una celda con los pies atados, sino porque las vocaciones empresariales y las relaciones laborales en esa época nada tenían que ver con los modelos de hoy en día. La verdad es que en muchos aspectos, cuando echas la vista atrás, te das cuenta de que la Humanidad ha avanzado. La superación de la consideración del hombre como cosa, como objeto de relación jurídica, es uno de esos avances cualitativos que lo que realmente provocan es el estupor derivado de que durante muchos siglos la Humanidad hubiera convivido con semejante dislate. Pero así fue, y no hace tanto tiempo que la esclavitud fue abolida en Estados Unidos. Supongo que si García pudiera contemplar lo que sucede hoy, no entendería nada o casi nada de estas cosas. Sin embargo, en lo que hace referencia al poder, al modo de comportarse, no le extrañarían algunas cosas que vivimos, porque tampoco son tan exquisitamente diferentes de las decisiones de sus hermanos para arrebatarle el trono de Galicia y el Condado de Portucale. Pero es que el poder siempre es el poder. Y las limitaciones, los contrapesos, los balances, como dicen los americanos, son siempre necesarios. A medida que la tecnología se pone al servicio de que el poder tenga todavía más control, esos contrapesos se convierten en algo no solo imprescindible, sino urgente.

Pues si no entendía de esas cosas, menos aún de la tercera pata que nos falta para ese Plan Estratégico en lo económico. Me refiero a la reforma del mundo financiero. Precisamente porque es capital, decisivo, imprescindible y como dicen los latinos una conditio sine qua non, es por lo que me he extendido en las páginas anteriores. Me parece imprescindible que la sociedad comprenda el papel del dinero, de los bancos, el modelo seguido de endeudamiento progresivo… No se puede vivir al margen de esas cosas. No se trata de convertir, como antes decía, a los españoles en expertos en finanzas. No es necesario, pero sí que tenemos que mínimamente conocer y saber interpretar la realidad financiera. Porque nos jugamos mucho en ello.

Como antes explicaba, ahora son muchos los empresarios que entienden la importancia del crédito, los que saben, porque lo han comprobado en sus carnes, que por muy bien que lleves tu empresa si no consigues financiar el circulante de modo adecuado, en unos casos no podrás crecer y en otros, lamentablemente, no podrás subsistir. Pero, en cualquier caso, una cosa es estudiar en la Universidad o en la Escuela de Negocios el concepto de cash flow y otra comprobar, cuando diriges una empresa, cómo necesitas al banco para poder acometer proyectos empresariales serios. Como siempre sucede en esta vida, cuando de la teoría pasas a los hechos, cuando viajas desde las páginas de los libros o las explicaciones de pizarra a la realidad pura y dura, es cuando se entienden bien las cosas. Quizá por eso dicen aquello de «a la fuerza ahorcan». Así que sin una reforma del sistema financiero no haremos nada. Porque para crecer empresarialmente se necesitan empresarios, empresas, marco adecuado de relaciones laborales y financiación. Siempre ha sido así, claro. Pero lo que no siempre ha sucedido es el disponer de un sistema financiero dominado por políticos, en unos casos, o por ejecutivos doctrinarios de la riqueza financiera y alejados de la verdadera función social del crédito, con la aquiescencia, el aplauso y la colaboración de los funcionarios teóricamente encargados de controlarles.

El otro día comentaba esta idea con Iván Mora, hermano de César Mora, familia de banqueros, concretamente de Banesto, pero de banqueros de los de antes. Iván, como en su día César, me relataba lo que escuchaba decir a su padre cuando ejercía de banquero. Y las ideas que se expresaban con esas palabras no se acercaban a las que hoy presiden el mundo de las finanzas. Entonces se entendía esa conexión de servicio entre la banca y la economía real. Lo que realmente ha llegado a perderse y que hay que recuperar de manera urgente si queremos que ese Plan Estratégico realmente sirva para algo más que para quedar presentable en unas hojas de papel, que seguro se encuadernaría de lujo, es acometer en profundidad la reforma del sistema financiero.

Y eso no consiste solo ni preferentemente en asuntos de cumplimiento de capital, es decir, eso que se llama con un lenguaje que casi no entienden ni los propios técnicos TIER, con sus distintas clasificaciones. Es lógico que los bancos deban tener un capital mínimo para poder conceder créditos. Aquí es donde entra en juego la vieja idea de la reserva fraccionaria que expliqué más atrás. Ahora se comprende su valor capital en el funcionamiento adecuado o en el destrozo de una economía.

Pero con todo y eso la clave es situar a lo financiero de nuevo en el lugar del que nunca debió salir. Y eso, insisto, se llama función social del crédito. Debemos tener clara una cosa: que vender dinero en sus distintas versiones no es lo mismo que distribuir camisas, pantalones, televisores o coches. Cuando hablamos de libertad de mercado a ultranza tratándose de este tipo de bienes, lo hacemos sin correr demasiados peligros. Pero cuando esa misma libertad se pretende aplicar sin reglas límites al sistema financiero, es cuando podemos ocasionar desperfectos de tamaño natural. Ya lo he explicado antes: la ruina de un banco puede provocar la de miles, cientos de miles de empresas y millones de personas que se ven abocadas a esa situación sin comerlo ni beberlo. Por eso los juegos liberales a ultranza tratándose de este mundo de las finanzas son muy pero que muy peligrosos. Lamentablemente, la experiencia lo ha demostrado así.

Es muy posible que alguno me pueda querer decir algo así como: «Oiga, usted no sostenía esta tesis cuando llegó a Banesto; al menos se decía que era un genuino representante de la libertad en el mundo financiero». Pues dirá lo que quiera, pero no sería del todo exacto. Una cosa es la libertad para que una persona que ha ganado legítimamente su dinero pueda comprar acciones de un banco y sentarse en su Consejo de Administración, y otra que la libertad a ultranza deba ser la regla aplicable al mundo de las finanzas. Esto último nunca lo he sostenido.

Por otro lado, en aquellos años ochenta y noventa, no se había desarrollado nada parecido al entramado de derivados y swaps del 2010. Esto no quiere decir que no existieran fórmulas digamos «imaginativas», pero ni de lejos tenían la proporción, el alcance, la dimensión, el tamaño que con el tiempo, ayudados por sistemas de retribución variable de los ejecutivos bancarios, los famosos bonus que han sido noticia en el mundo entero, llegaron a tener. Creo, incluso, recordar que en algún Consejo de Banesto expresamente me declaré algo escandalizado, y sobre todo preocupado, por el volumen de dinero artificial que se estaba generando con los famosos «derivados», es decir, productos prototípicos de la ingeniería financiera de la modernidad.

Por otro lado, no es de extrañar. Uno aprende a base de experimentar. La vida es el mejor laboratorio que imaginarse pueda. Así que tras años de experiencia en ese mundo llegué a conclusiones que no podían formar parte de mi acervo intelectual más que, en su caso, en el plano, más bien inestable, de la pura y dura teoría. Y una de esas conclusiones es que la famosa libertad de mercado hay que tomarla con cierta prudencia, y acentuando de modo muy agudo esta virtud cuando del mundo financiero se trata. Y por si alguien tiene dudas de cuanto digo, me limito a transcribir estas palabras que formaron parte del tantas veces citado discurso de la Universidad Complutense y del doctorado honoris causa. Aquí van: «El mercado, por sí solo, no resuelve todos los conflictos, de modo que, tanto en los casos enunciados a título de ejemplo como en otros muchos de parecida entidad, sigue siendo necesario arbitrar mecanismos que garanticen que el mercado conduce al sistema hacia una solución eficiente».

Pues este sigue siendo el tema central del debate referido particularmente al mundo financiero. Y si como consecuencia de esa amplísima libertad de mercado, esa desregulación a ultranza en beneficio de la cacareada riqueza financiera, se ha generado, o cuando menos indirectamente se ha contribuido, incluso a su pesar, a la destrucción de empresas y puestos de trabajo al carecer de financiación cuando les resultaba merecida, tenemos que como mínimo admitir que es asunto que merece una reflexión, y eso a pesar de que la moda prácticamente unánime de todos los economistas y teóricos de los últimos años ha sido, y, en gran medida, sigue siendo, la libertad por encima de cualquier consideración. Pues yo no me convierto en un afiliado entusiasta de esa escuela. Creo que hay que sacar enseñanzas de las crisis.

Antonio Torrero es un catedrático de Estructura Económica. Gran persona en lo humano y excelente teórico en lo profesional, es, además, hombre estudioso y especialista en contrastar los dogmas de las finanzas con las realidades de la vida. Ha escrito mucho sobre este particular y me declaro un discípulo suyo. Y quiero introducir normas de control en el proceso universal de desregulación y globalización financiera. Y lo hago no porque me convenzan más o menos los argumentos teóricos, sino porque he visto lo que ha sucedido y sigue ocurriendo en el mundo, así que creo que esas posiciones maximalistas del pasado tienen que ser sometidas a revisión.

Por eso me da pena lo sucedido con las cajas de ahorros. Dije antes y sostengo de nuevo ahora que podrían haber sido un instrumento más que adecuado para garantizar que el ahorro sirviera para financiar proyectos empresariales rentables. Los políticos han sido los causantes del daño. Quiero decir, para ser más justo y preciso, la gestión de esas entidades que en muchos casos, según me dicen, ha sido derivada de criterios políticos. Todo el mundo menciona de modo singular a la Caja Castilla-La Mancha gerenciada por Hernández Moltó como la tormenta perfecta del desperfecto financiero. Es posible. Pero no seamos ingenuos. No solo ha fallado la gestión de esos políticos, sino la supervisión de los llamados controladores, léase Banco de España, y hasta de las autoridades del Ministerio de Economía. Los españoles, o cuando menos muchos de nosotros, no nos creemos ni con fórceps que no estuvieran al tanto de lo que sucedía en esa caja en particular y en el sistema financiero en su conjunto. Imposible. Ni siquiera admitiendo dosis inadmisibles de negligencia en estado puro. No. Estoy convencido de que conocían y consentían. Miraban a otro lado. Por formar parte de un sistema de poder.

Lo que no me parece de recibo es contemplar los destrozos ocasionados, al menos en gran parte, por el modo de comportamiento del sistema financiero desregulado y globalizado, y decir que eso se salda simplemente con exigir más capital y mejores ratios de capitalización. No tiene el menor sentido. Más capital significa mejor solvencia, pero, al tiempo, podría traducirse en mayor capacidad de crear dinero y, por tanto, en mayor poder destructor. Así que es necesario ser algo más riguroso y tratar de obtener enseñanzas más rotundas que las que nos quieren señalar como solución.

Alberto Recarte apunta, como antes decía, a que en 2012, si no hay nuevos temblores, el sistema financiero español habrá quedado saneado en lo que a balances se refiere. Algunos dudan de que eso sea así, porque nunca sabremos con total exactitud cuál es el verdadero valor de ciertos activos en poder de los bancos. Pero, bueno, admitámoslo por la solvencia intelectual de quien lo dice, que es indudable. Y tomemos nota de que ese saneamiento habrá costado algo así como 250.000 millones de euros. Una monstruosidad. El 25 por ciento del PIB español. Una cantidad descomunal. ¿Alguien se imagina lo que se podría haber hecho con ese dinero en saneamiento industrial y creación de nuevas empresas? Porque ese saneamiento se hace a consecuencia de pérdidas que no dejan tras de sí elementos reales verdaderos. Bueno, quizá viviendas que no se venderán jamás a sus precios y algunas otras cosas, pero poco más. Es decir, que en gran medida —y me gustaría equivocarme— es dinero tirado por la venta de la modernidad de la riqueza financiera.

Pues algo así, como apunto, no se puede solventar con arreglos de balance de entidades financieras. Ni siquiera con impuestos sobre las transacciones financieras. Hay que ir más al fondo del problema. No quiero, insisto, convertir este libro en tratado de reforma del sistema financiero, sino apuntar ideas que creo pueden concitar la adhesión de muchas personas.

Antes que nada, limitar de modo radical los inmorales bonus que se autoatribuyeron los ejecutivos bancarios, a base de cobrar por eso que llaman retribución variable, dependiendo del tamaño de los balances que fueron inflados de modo brutal y artificial, considerando como beneficios puras anotaciones contables que luego se traducían en pérdidas reales, aunque los bonus habían sido ya cobrados y nunca restituidos. No es solo un juicio moral, sino que además esas prácticas afectan, vía la codicia de sus ejecutores, a la solvencia del sistema financiero, y con ella a la de la economía real, a la de las familias y empresarios de a pie, como he demostrado reiteradamente.

Ya sé que alguno me va a decir que debe existir libertad de las empresas para retribuir a sus ejecutivos como mejor les parezca sin poner límites ni puertas al campo cuando esa gestión se ha demostrado eficaz. Es una aproximación teórica difícilmente discutible, desde luego, pero estamos en el sistema financiero en el que la bondad de una gestión es algo que solo se sabe a ciencia más o menos cierto tiempo después y los bonus se cobran anualmente. Además el sistema financiero tiene una función social especial y en este sentido distinta a la del resto de las empresas, y eso tiene que traducirse en un rigor muy superior, sobre todo si contamos con el dato inequívoco de que los ejecutivos bancarios en algunos casos conocidos no han tenido el menor recato en límites ni cuantitativos ni cualitativos en esas retribuciones variables. Yo creo que hay un problema de límites, de medida en el fondo de todo esto. Siempre debe existir una medida razonable para todas las cosas. Más allá de ella aparecen distorsiones de la propia convivencia.

Creo, además, que hay que introducir reformas muy profundas en el funcionamiento de los mercados para evitar la proliferación absurda de instrumentos de la especulación pura y dura. Se especula con todo, hasta con los índices de Bolsa, por ejemplo. Ya expliqué este punto antes, pero quiero reiterarlo: hay que limitar de modo drástico el papel de la especulación en los mercados financieros, sobre todo con esas operaciones de futuro que convierten a lo que nació para garantizar capitales en un casino puro y duro. Es debatible hasta dónde debemos llegar en esa misión, pero es incuestionable para mí que la situación actual de especulación elevada a la enésima potencia es claramente negativa. Sobre todo cuando a los hombres los sustituyen, incluso, las máquinas, que son las que dan sin control de situación presente órdenes de compra y venta con total y absoluta indiferencia hacia cualquier otra cosa que no sea el puro y duro automatismo.

Hay que garantizar la existencia de unos centros de ahorro que se dediquen a financiar la inversión, recuperando la esencia de la actividad financiera y bancaria, y eliminando o restringiendo al máximo otro tipo de actividades, y esa financiación de la inversión puede hacerse tanto por vía de créditos como de aportación de capital.

Hay que volver a analizar con mucho cuidado los instrumentos de control, es decir, la actuación del Banco de España, por decirlo de manera directa y sin eufemismos. Ha fallado sin paliativos y no vale ahora con tratar de desplazar la culpa a otros. Hay que revisar su actuación real, no la meramente teórica, y ver dónde se producen las fugas que pueden convertirlo en una especie de policía financiera.

Hay que garantizar la gestión profesional de estos centros de ahorro eliminando cualquier vestigio de control político. Hay que recuperar la idea de un director ejecutivo profesional y políticamente inamovible, que disponga de un plazo suficiente para ejercer su función y con una retribución adecuada alejada de esos bonus a los que antes me refería.

Hay que garantizar la presencia de la sociedad en los órganos de control del crédito y la inversión. Si se trata de algo que afecta de modo tan directo a la vida de la sociedad, debe existir algún modo de conocer y controlar que el proceso se ejecuta con normalidad. Por supuesto, me refiero al control en esos órganos o centros de ahorro que mencionaba.

Hay que debatir en profundidad qué hacemos con esos bancos tan grandes que no pueden caer. Cómo controlar la gestión, cómo adecuar su estructura de gestión a los riesgos que implican para la sociedad.

Hay, en suma, que tomarse en serio la idea de la función social del crédito y el ahorro. Y este debate me temo que no lo vamos a tener, a la vista de lo que contemplo en los diarios y canales de televisión. Parece como si la tormenta se tradujera en unos cuantos retoques de índole más o menos cosmética, y no es eso ni mucho menos. Un modelo ha fracasado. Tenemos que reconocerlo. Y actuar en consecuencia de manera decidida.

Claro que, como me decía el otro día Alejo Vidal-Quadras, siempre queda el problema principal: los hombres encargados de gestionar esas entidades financieras, porque su estructura, su catadura moral es decisiva. Por supuesto, aquí y en cualquier otro lugar, en cualquier otro aspecto de la actividad económica, política y social. El asunto es que en este campo financiero hemos podido comprobar en carne propia la capacidad de daño derivada de una estructura moral dominada por la avaricia a ultranza, además de por dogmas fabricados por quienes no han contribuido nunca a crear verdadera riqueza en el mundo empresarial.