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UNA CHARLA CON MANUEL, OTRA CON ANTONIO Y DESPUÉS CON ERNESTO
Envuelto en estos pensamientos, con la idea de la función social del crédito golpeando mi cabeza con la fuerza de lo conceptual refrendado en la experiencia, llegué a A Cerca y ascendí por la escalera situada frente a la puerta de la iglesia, la que en otro tiempo fue entrada de la casa, a la que se accedía a caballo o a pie, según las ocasiones y la dignidad del sujeto. Por cierto, todavía se conserva en el patio adoquinado una especie de rampa ascendente que crece, que asciende elevándose sobre el suelo, a medida que penetra en su interior. La razón es sencilla: según la altura del caballo y el tamaño de las piernas del jinete, resultaba conveniente —esta vez sí— bajarse más arriba o más abajo dentro de la extensión de la rampa, y, finalmente, localizar los cuatro peldaños que desde la parte superior de esa rampa te permitían descender al patio. Y frente con frente a ella, a la rampa y sus escalones de descenso me refiero, situaron los antiguos una bancada de piedra, sin ornamentar, ligeramente tallada y apoyada en la pared del segundo cuerpo de los tres de que se compone el edificio en su conjunto. Se trataba de poder sentarse al abrigo de la solana, porque los bancos encaran poniente, y, desde ellos, además de descansar el cuerpo, se puede hacer lo propio con el espíritu contemplando la majestuosidad del mayor de nuestros castaños, inmenso, descomunal, que nos mira y observa indiferente a nuestra presencia sin una sola mueca, agitado únicamente por los golpes de viento, dejándose mecer por ellos, sin oponerse ni ofrecer resistencia, pero manteniéndose siempre silente y absorto en sí mismo, meditando al asumir la experiencia del vivir, que para eso tiene, según los técnicos que nos visitan regularmente, algo así como casi mil años de antigüedad. Aseguran, además, que en los troncos de los castaños se puede obtener información acerca de las condiciones climatológicas de determinadas épocas. Pues será, pero semejante averiguación carece de poesía. A mí me gusta mucho más no tener ni idea de si hizo frío o calor en un momento dado, y, con independencia de esos particulares del clima, poder contemplar la imponencia de un producto natural semejante, enorme de volumen, enorme de tronco y casi indescriptible de copa, capaz de irradiar una serenidad, y hasta una dulzura, envidiables y reconfortantes. Sintonizar, en sentido estricto, con ese castaño es alivio para el espíritu.
Sin embargo, el de Manuel, el constructor que realiza obras por estas zonas algo abandonadas —dice— de la mano de Dios, aunque yo creo que es exactamente lo contrario, no parece encontrarse con la serenidad del castaño de poniente. Al contrario. Se le veía agitado y nervioso. Acudió a verme para concretar si decidíamos encarar unas pequeñas obras en uno de los locales que dan al patio para generar un depósito en el que albergar ordenadamente herramientas, utensilios y los cientos de cosas que se acumulan en un terreno y edificio que tiene tendencia a la siempre soñada autosuficiencia. Decían los antiguos que sin salir del recinto amurallado de A Cerca una familia podía vivir sin problemas, porque dentro de su mundo encontraría el alimento para el cuerpo sin dificultades insuperables.
Nada más verme se acercó. Sus movimientos no eran demasiado bruscos, lo que conforma una característica de los habitantes de esta tierra: no tienen prisa, pero no como los andaluces, que manejan el tiempo lento como equivalente al tiempo sin nada, sino que aquí cada paso, cada día, cada hora, casi cada minuto tiene su afán, y por eso no hay prisa, porque siempre hay materia de trabajo para culminar. Tiene razón, al menos en parte, el que aseguraba que los gallegos con lo del trabajo acabamos siendo unos degenerados que vamos contra las leyes de la naturaleza.
Su aspecto, contrito, confuso, irritado y portador de una extraña calma, reclamaba de mi parte la pregunta de si algo le ocurría, y se la formulé sin dejar de trazar una sonrisa que redujera la tensión de la previsible conversación. Su respuesta no me cogió de sorpresa.
—Es que viene uno de lidiar con los bancos y no entiende nada. Hace unos años, ibas a ver al director a pedirle un crédito y te concedía cinco. Querían colocar dinero como fuera. No les importaba ni las garantías ni casi el interés. Ahora todo lo contrario. Ahora no dan nada y no lo entiendo, porque la empresa es la misma, yo soy el mismo, las cosas, dentro de lo que cabe, marchan bien… Nos van a arruinar a todos.
La letra y la música de lo que decía Manuel era común a cientos de miles de empresarios en España. Los datos estadísticos hablan de 450.000 empresas pequeñas y medianas desaparecidas durante la crisis. Es una auténtica barbaridad porque nuestro tejido empresarial, el lugar en donde se localiza empleo, se compone de ese tipo de empresas que aglutinan la mayoría de los puestos de trabajo. Por eso a nadie puede extrañar que la desaparición de semejante número de entidades empresariales se traduzca en la brutalidad de las cifras de paro. Y en ese proceso la no financiación del circulante por los bancos tiene mucha responsabilidad. No toda, pero sí abundante.
—Está pasando con mucha gente, con muchos empresarios, Manuel. Pero el asunto no es que los bancos no quieran prestar. Es que en gran parte no pueden.
—¿Y por qué? ¿Es que no tienen dinero?
—Pues no, Manuel. Ese es el tema. Mira: se metieron en muchos líos de productos financieros raros, unas cosas que llaman derivados, swaps y cosas así. Como eso no tenía detrás nada más que la especulación, al final se ha venido abajo. Pero se producen pérdidas. Muchas pérdidas que esta vez son reales. Los bancos tienen que encajarlas y tales pérdidas reducen sus recursos propios, y al disminuirlos tienen que bajar la cifra de créditos.
Me di perfecta cuenta de que mi discurso era excesivamente técnico para Manuel, que no entiende nada ni de productos financieros sofisticados ni de ese mundo abstruso del cálculo de los recursos propios de la banca. Pero sí que sabe que los bancos no le prestan como antes, a pesar de que su empresa, con sus obras que araña allí donde puede, va más o menos bien, y desde luego subsiste con más holgura que muchas otras que han tenido la desgracia de desaparecer. Pero Manuel no pretendía entender, ni siquiera comprender al banco. Su pregunta fue directa:
—Yo lo que sé es que no prestan. Si me dice que han perdido dinero en otras cosas, la pregunta que le hago es esta: ¿y qué culpa tengo yo de que perdieran dinero por meterse en esos líos? ¿Por qué mi empresa tiene que pagar sus culpas?
La pregunta era seria y aguda. Los bancos perdieron dinero, mucho dinero, ingentes cantidades de dinero, en productos financieros que conectaban con ese artificio de la riqueza financiera. Y para ello usaron dinero real y artificial. Ahora sus pérdidas se traducían en imposibilidad de financiar a empresas que podrían subsistir si dispusieran del soporte financiero adecuado. Es decir, los errores derivados de una interpretación excesiva de la riqueza financiera —así llamada— se acaban derivando en destrozos hacia la economía real. El asunto es grave y, a la vez, ilustra sobre la peligrosidad de lo financiero en cuanto cortocircuito del proceso de creación de riqueza.
—Tienes razón, Manuel, pero así son las cosas, así funciona el modelo que nos hemos dado.
—Querrá usted decir así no funciona, porque a eso no se le puede llamar funcionar, porque estamos todos mal por su culpa.
—Bueno, por su culpa y por la de todos, porque ese sistema funciona o no funciona, como dices, porque queremos, porque lo hemos dejado, porque nos hemos desentendido.
—No sé bien qué quiere decir. Yo no he dejado nada…
—Pues sí, aunque no seas consciente de ello. La sociedad española ha seguido un proceso de irse desentendiendo de las cosas. Los empresarios no prestaban atención a los banqueros ni a los políticos. Decían que tenían que ir a lo suyo, a ganar dinero, y de lo demás no querían saber nada.
—Pero es que sin los créditos no hay manera de ganar dinero.
—Pues eso. Ahora nos estamos enterando de que no basta con decir que llevas tu empresa muy bien, que tienes controlado al personal, que produces bien, eficiente y barato, que tus productos son cojonudos… Sin crédito no eres nada.
Posiblemente el discurso fuera excesivamente abstracto para el momento que vivía Manuel, absorto en lo más inmediato, la liquidez para nóminas, para poder comprar materiales, para pagar a los acreedores mientras los clientes seguían sin pagarle a él. Es decir, el círculo propio de toda empresa. Pero la abstracción no impide ver con claridad. Los empresarios se han desentendido de demasiadas cosas. Ahora comprueban que un banco puede provocarles la ruina al dejar de financiar su circulante, y no porque la empresa vaya mal, sino porque debido a líos de otra naturaleza no tienen capacidad de conceder esos créditos. No tienen dinero, vaya, porque lo perdieron, y para capitalizarse de nuevo necesitan fondos y no es tan fácil encontrar verdaderos inversores que a día de hoy quieran poner su dinero en la banca.
Está claro que hay que situarse al borde del precipicio para saber si se siente o no miedo. Hasta ese momento todo es literatura. Y el precipicio llegó para muchos empresarios. Algunos no han podido resistir. Demasiados. Y siempre hablamos de los cinco millones de parados, y lo hacemos con razón, porque se trata de una desgracia de magnitud casi inconmensurable, sobre todo por la escasa esperanza de solventarlo en un próximo futuro. Pero delante de esos cinco millones de parados se encuentran medio millón de empresarios quebrados, que, además de ver arruinadas sus empresas, sufren lo propio en sus vidas porque muchos de ellos hipotecaron sus casas y sus bienes porque creían a pie juntillas en las empresas que estaban desarrollando, y ahora el huracán de la crisis asola no solo sus centros de negocio, sino sus casas, sus enseres, sus vidas.
Y esos empresarios que han visto cómo desaparecían sus empresas por falta de financiación de circulante, ahora se dan cuenta de que ese dinero bancario que daban por supuesto si ellos hacían las cosas bien, ese dinero, ya no llega, y no, insisto, porque las empresas carezcan de futuro, sino porque los bancos carecen de liquidez suficiente agobiados por sus problemas de recursos propios. Y eso, sencillamente, no puede ser. Un sistema no puede funcionar así, destruyendo capacidad de crear riqueza real a consecuencia de perversas interpretaciones de la nunca bien ponderada riqueza financiera.
—Yo lo que creo es que dentro de poco nadie va a querer ser empresario, porque para sufrir…
La reflexión de Manuel era profunda. No se trataba, solo y con ser mucho, de los cinco millones de parados ni de los 450.000 empresarios desaparecidos. El efecto alcanza, y de lleno, a la vocación empresarial. Porque lo que se está consiguiendo es que muchas personas de cuarenta y cinco o cincuenta y cinco años, con experiencia y conocimientos suficientes, al ver cómo se arruinaban sus empresas por causas en gran medida ajenas a su quehacer, ni quieren ni oír hablar de volver a ser empresarios. No saben muy bien de qué van a vivir, quizá de los rescoldos, de los restos de lo que quede de los ahorros de su vida, pero en cualquier caso eso de acometer nuevos proyectos, crear nuevas empresas… Eso que lo hagan otros porque ellos consideran que ya han sufrido bastante.
Así que de un costado perdemos esa capacidad empresarial. Y de otro, a los jóvenes, como es el caso de mi sobrino, les pedimos que hagan algo que luego no tiene correspondencia con lo que les ofrecemos. Perdemos igualmente vocaciones empresariales. La juventud, según las últimas encuestas, recupera el deseo de ser funcionario por encima de empresario. Hemos destrozado quizá uno de los logros más importantes de finales del siglo pasado: la legitimidad y atractivo de la actividad empresarial.
Y con ello hemos asumido una gigantesca responsabilidad. No hemos entendido nuestro momento histórico. No hemos comprendido que con la caída del Muro no se había terminado todo, no estábamos situados ante el tan cacareado, como falso y artificial, fin de la Historia. Al contrario. Nos enfrentábamos a nosotros mismos, y en este enfrentamiento parece que hemos conseguido algo ciertamente complicado en tales circunstancias: fracasar. Pero, en fin, no eran momentos para esas consideraciones porque Manuel me contemplaba callado y seguramente intrigado porque no entendía bien qué pasaría por mis adentros para permanecer tanto tiempo en silencio. Quizá por ello se atrevió a romperlo con una pregunta directa:
—Pero ¿no decían que los bancos españoles eran los más fuertes del mundo? ¿También nos han engañado en eso?
—Hombre, Manuel, están mejor que otros, pero…
Una conversación imposible. Cuando la realidad se impone de manera tan cruda, las justificaciones siempre suenan con alguna oquedad. No penetran. La fuerza del problema inmediato es brutal. Descompone las razones antes siquiera de llegar a ser asimiladas por el intelecto. Frente a la ferocidad del hecho cualquier razón trae música de excusa. Sobre todo en un país en el que estamos acostumbrados, como decía Ortega, a buscar culpables para nuestros males sin querer contemplarnos a nosotros mismos como los verdaderos autores de esta masacre.
Antonio es un empresario de raza. Bueno, era, porque se cuenta entre los que ya no quieren escuchar demasiado las canciones que hablan de la bondad del emprendedor y de su reconocimiento social. Su empresa, como tantas otras, se encuentra ya en concurso de acreedores. Increíble pero cierto: dos o tres años atrás tenía perfectamente ultimada su salida a cotización bursátil, a la vista de la potente capitalización, la evolución de las ventas, los beneficios recurrentes, en fin, todo ese entramado que permite ofrecer tu empresa, dividida en las partes a las que llamamos acciones, al público en general, a quien quiera poner su dinero en la esperanza de ganar más.
Porque esta es otra. La Bolsa, las Bolsas mundiales no recogen instintos empresariales, sino puramente financieros. Llamarles a los que en ellas participan accionistas es un puro eufemismo. Ninguno de ellos, o si encontramos alguno convendría guardarle bien para exponerle en algún museo, ninguno o casi ninguno de ellos —decía— tiene el menor interés en el futuro de la empresa en la que pone sus dineros. Bueno, mejor dicho, ese futuro solo le interesa en tanto en cuanto se traduzca en subida de la cotización. Lo demás le trae al fresco. Incluso diría que si compra a cinco y vende a siete, gana su dinero, lo retira y se va; a partir de ese momento, si la empresa quiebra y los trabajadores se quedan en la calle, ese problema no le importa nada, entre otras cosas porque estará mirando hacia otro lado, buscando otro lugar en donde la especulación, a base de adivinar el futuro y si es posible con información privilegiada, se traduzca en dinero. No habrá creado nada, pero habrá conseguido recursos financieros.
Por ello digo que eso de hablar de accionistas de las empresas cotizadas es una descomunal mentira. Inversionistas puros y duros. Es posible, claro, que determinados grupos que consiguen paquetes de acciones importantes y se convierten en accionistas de referencia puedan ser eso, accionistas. Pero aun en esos casos conviene desconfiar. No se trata siempre de potenciar a la empresa en la que invierten, sino de ver cómo esa potencia puede traducirse en mejora de la empresa del grupo inversor. Las inversiones en el sector financiero y otras que se han ejecutado en nuestro país no siempre han sido fundamentadas en un intento de mejorar la gestión de la banca o de la empresa industrial de que se trate, sino de ver cómo los activos de la entidad financiera o industrial pueden servir a los fines de la entidad o de las personas que invierten. Si es que casi nada está en su sitio. Ni la banca cumple su misión real, ni el mercado de valores sirve para lo que servía. Cada día es más un monumento cuyo único dios es la especulación por la especulación.
Antonio asumía con resignación el fin de su empresa y en cierta medida el suyo propio como empresario. La raíz del desastre se encuentra en España porque algunos de sus proyectos en México, por ejemplo, podrían funcionar. Pero el consumo de recursos que reclamaba España constituía tal sangría que no dejaba dinero libre. Poco a poco y día a día caminando hacia el final, tratando de no llegar, de buscar, de encontrar alguna solución, algún refugio, un descansadero como el de las reses que caminan por las vías pecuarias. Pero al final sucede lo que tiene que suceder.
Y es entonces el momento de reflexionar. De mirar para atrás a ser posible sin ninguna emoción negativa. Digo a ser posible porque pretender que seamos santos es confiar en un producto muy diferente al humano actual. Santo no es el que hace todo bien y se enfrasca en cosas extraordinarias, sino, más llanamente, ser santo consiste en hacer santamente las cosas ordinarias. Y cuando has sufrido en tus carnes un deterioro semejante que afecta a toda tu vida medida en aspiraciones, ilusiones, expectativas y grados de bienestar, mantener la serenidad de juicio es tarea santa, sin la menor duda. Pero Antonio lo conseguía, al menos en muchos de sus ratos de lucidez. Por ello me sorprendió su análisis, no porque fuera erróneo, que para nada resultaba equivocado, sino todo lo contrario, porque se pudiera iniciar una conversación semejante con una persona de sus características.
—En el fondo entre todos hemos creado el monstruo que ahora nos devora —dijo Antonio sin poder evitar que la serenidad y el temple con los que pronunció las palabras dichas escondieran totalmente una inevitable brizna, unos cuantos filamentos de tristeza, o tal vez de melancolía.
—Así es, Antonio, así es, y el error va más allá de eso que llaman modelo productivo nacional.
—Bueno, en parte. Porque está claro que este país, si quería crecer, tenía que centrarse en la construcción y la promoción inmobiliaria, porque a pesar de lo obvio no hemos sido capaces durante todos estos años de crear un modelo alternativo eficaz. Se fue a lo fácil, y te lo digo yo, que estuve metido, como bien sabes, de patas y cejas en el asunto. Pero nos pasamos muchos pueblos. Demasiados.
—Entre todos lo hicimos. No solo vosotros, los empresarios del sector. Ni siquiera los bancos. Todos.
—Hombre, los bancos se encontraron con que debido al euro recibían una montaña de dinero, y muy barato porque se aplicaba a España los tipos de interés de Alemania, así que tenían que usar el dinero a toda velocidad para no perderlo.
Tenía toda la razón Antonio. Esto es algo que no todo el mundo comprende y valora. A partir de 1994 y de manera muy especial desde 1996 en adelante, a España llegaron cantidades ingentes de dinero. No sé si se les llama Fondos Estructurales o algo parecido, porque lo cierto es que siempre andan creando cosas así para manejar un dinero que no es suyo, pero, bueno, eso es otro tema. Lo cierto es que ese dinero llegaba. Y en lugar de ser destinado con un proyecto de país bien armado a introducir las reformas necesarias en el modelo productivo, nos dedicamos a gastarlo, a consumir. Sería injusto decir que durante estos años no se han efectuado obras de infraestructura, por ejemplo, que han mejorado mucho no solo la imagen, sino, lo que es más importante, la vida real de los españoles. Sería injusto, desde luego. Pero sería igualmente ceguera no darnos cuenta de que no todos los dineros fueron utilizados con una visión clara de futuro. Al contrario. Una vez más el cortoplacismo imperaba. Los políticos querían poder decir aquello de «España va bien», cuando algunos nos dábamos cuenta de que no era así, que estábamos viviendo del ahorro de otros, que no nos dedicábamos a lo serio, a implantar un modelo viable a medio plazo.
Y los empresarios participábamos del festín. Todo se vendía. No porque fuéramos genios del marketing ni de la publicidad, sino porque te lo compraban. El poder de compra irreal aumentó exponencialmente. Si los de la Escuela de Salamanca levantaran la cabeza… Esa capacidad de la banca de crear dinero generó una gigantesca burbuja, una cantidad ingente de dinero artificial inundó el mercado debido al juego de la reserva fraccionaria. Partes muy significativas se destinaron al desastre ese de la riqueza financiera. Otras a la especulación inmobiliaria, porque ese fue el problema: transformaron en actividad especulativa una parte capital de nuestra estructura productiva.
—El asunto, Antonio, consiste en que todo el mundo se dedicó a especular. Y lo hizo ni más ni menos que con la vivienda.
—Hombre, no sé si todo el mundo, aunque te admito que una buena parte del mundo efectivamente especuló.
—Antonio, si somos sinceros, si ponemos la mano en el corazón y preguntamos a la gente quiénes en aquellos años dorados se negaban a aceptar un crédito del director de sucursal para comprar un piso diciendo que no se preocupara, que lo tenía vendido sobre plano… ¿Quién se negaba a ganar dinero de este modo tan fácil?
—Desde luego, desde luego.
—Lo que pasa es que eso era mentira. Hay dos aspectos. Uno el puramente económico y otro del orden de valores.
—¿Qué quieres decir exactamente?
—Pues que se construía y edificaba sin consideraciones verdaderas de mercado. Es decir, nadie se preguntaba quién coño compraría esas viviendas a semejantes precios, porque todo el mundo daba por supuesto que se venderían. Si ves algunos lugares en los que se han edificado cosas monstruosas, comprenderás que eso no puede venir de un análisis empresarial serio, de un estudio de mercado auténtico…
—Está claro.
—Mira, Antonio, camino de Los Carrizos, en Sevilla, atravesamos un pueblo llamado Burguillos. Cada vez que pasaba por delante de sus obras se me ponía la piel de gallina porque me preguntaba quién compraría aquellas viviendas a aquellos precios. Imposible. Tenía que ser fruto puro y duro de la especulación. No hay otra. Y, claro, así ha sido. Me cuentan que hoy hay mucho, pero mucho en venta por liquidación a bajo precio, y, claro, surgen constructores arruinados, y hasta algún empresario huido. Y hablan de familias que no saben qué pasó con su dinero. No sé si es cierto porque hace mucho que no bajo por el sur, pero puedo entenderlo con facilidad, me resulta comprensible, Antonio, porque, con el stock de viviendas que hay, vamos a tardar muchos años en venderlas, y mientras tanto no hay forma de que se recupere de manera suficiente la construcción. Nosotros, por ejemplo, conocemos empresas de grúas de esas para construir que no es que no las alquilen a ningún precio, es que no las consiguen vender casi ni regalándolas. La cosa es muy complicada.
—No es posible todo lo sucedido sin la complacencia de la Administración —puntualizó Antonio—. Y no me refiero solo a actitudes corruptas, a que muchos políticos locales se han querido forrar a base de cobrar comisiones por recalificación y cosas así, sino que, además, pensando incluso en sus ayuntamientos, querían financiar obras, en algunos casos muy desproporcionadas, con los ingresos procedentes de las licencias.
—Y eso de la corrupción no es lo peor. Estamos viendo ya juicios penales que en el fondo son un espectáculo demoledor. Pero lo que ha ocurrido es que se han comprometido muchos pagos de futuros a empresarios que han ejecutado esas obras con el dinero que supuestamente iba a venir de esas nuevas licencias. Y eso se acabó. Pero las obras hay que pagarlas. Y ahora no hay dinero. Y quienes lo sufren son también los empresarios a los que debe dinero la Administración pública. Si es que esto…
—Y el impacto de todo esto en los balances bancarios es tremendo, para las empresas del sector y para las de los demás.
—Bueno, para nosotros no es tremendo, sino letal. Vas a un banco a pedir un crédito, descuentos de papel, lo que sea, de una empresa encuadrada en el sector de la construcción y no quieren ni oír hablar de ti.
—Y con el lío este de las pruebas esas de fortaleza, como las llaman, no han conseguido tranquilizar a nadie, porque como estamos en un mundo en el que la conciencia general es que todo es mentira, sobre todo si viene de los políticos, por mucho que se empeñen, no van a conseguir que se les crea.
—Y lo entiendo porque como cada día dicen una cosa, se ejecutan a sí mismos. La complacencia de las autoridades con todo esto tiene que ser total y absoluta. No es creíble que semejante barbaridad se haya producido sin que lo supieran el Banco de España y los políticos. Estaban en al ajo. Lo que pasa es que como les gusta decir eso de que vamos bien, de que crecemos, de que todos felices porque ellos son unos tipos estupendos, pues Jauja. Ya sabes eso de que no se escucha más que aquello que se quiere oír.
—Pero la responsabilidad de ellos es tremenda —puntualizó enfatizando con fuerza, lo que demostraba que se le veía dolido con la institución.
—Claro que lo es. Por ejemplo, el Banco de España. Sinceramente, creo que ha perdido toda credibilidad entre la gente. Ahora muchos se dan cuenta de que ha funcionado siempre como una especie de policía financiera del gobierno de turno. Los cánticos de independencia son mera representación teatral. Al menos así se percibe ya por una enorme mayoría. Y eso tendrá consecuencias.
—Es que no es creíble que no supieran lo que está sucediendo con el mercado inmobiliario, por ejemplo.
—Lo sabían. Y lo consentían. Mira, Alberto Recarte, que es hombre serio y trabajador, y que, además de saber, trabaja y estudia, dice que en un año y medio o así habremos terminado con el saneamiento del sistema financiero. En su opinión, que me parece muy fundada, eso habrá costado unos 250.000 millones de euros. Es una monstruosidad de cifra. El 25 por ciento del PIB. Una salvajada. ¿Cómo va a ser posible algo así sin que se enteren las autoridades encargadas precisamente de la vigilancia de las entidades financieras? No, Antonio. Todo forma parte del mismo Sistema. Es el Sistema el que falla. ¿Acaso alguien se cree que los funcionarios del Banco de España y sus autoridades no son de y viven del Sistema?
—Eso está claro, pero, por grande que sea esa cifra, mi pregunta es: ¿incluye el suelo?
—No sé a qué te refieres.
—Pues que hay una buena parte de créditos concedidos por las entidades financieras para suelos urbanizables. Es decir, suelos rústicos que por un papelito administrativo pasaban a valer cientos de millones de euros. Sin más que ese papelito. Y los bancos financiaban sobre el nuevo valor del terreno. Y ahora no se va a urbanizar ni con la Guardia Civil, como dices tú siempre. Así que ese dinero está perdido. Y no sé si los bancos lo han reconocido.
—Sí, me han hablado de ese problema, pero no tengo respuesta. Supongo que algo sí y parte no, como siempre. Porque, esta es otra, a medida que saneamos los balances bancarios, vamos restringiendo las posibilidades de crédito a las empresas, así que esto es una pescadilla —mejor sería decir un tiburón— que se muerde la cola.
No merecía la pena insistir. El desastre inmobiliario en España, mayor que en otros países, aunque en todos cocieron habas, estaba a su vez destrozando la economía real por la vía de restringir las posibilidades de los bancos de conceder créditos. Y nos empeñábamos en buscar culpables. Y no los hay, salvo que nos centremos en todos nosotros, en la sociedad española en su conjunto. Porque todos, insisto, todos, participamos del festín. Porque se instaló la avaricia y perdimos el referente real de las cosas. No nos dimos cuenta de que la vivienda es un activo fundamental. Uno de los que deberían quedar sustraídos de la especulación. Y no solo no hicimos caso a eso, sino que, por si fuera poco, transformamos la vivienda en una especie de activo financiero sujeto a la especulación pura y dura. La metimos dentro de eso que llaman riqueza financiera. Se compraban y vendían activos inmobiliarios sobre plano. No se trataba de pisos, de viviendas para ser ocupadas por familias, sino de activos financieros puros y duros. Se especulaba con ellos. Nadie se preguntaba quién iba a vivir allí y cómo podrían pagar esos precios. Eso se daba por supuesto. La especulación y la avaricia se adueñaron del modelo. Y no tuvimos ni el más elemental de los escrúpulos de darnos cuenta de que operábamos con algo tan serio como la vivienda. Nos inundaba la especulación. Las prácticas propias del mundo de la riqueza financiera se importaban, sin pago de aranceles, a la economía real. El modelo alcanzaba la máxima de sus posibles perversiones.
Cuando Manuel me abandonó y mis pensamientos y reflexiones acerca de mis conversaciones con Antonio se encontraban en un momento álgido, sonó mi teléfono móvil. Salí a la terraza para atender la llamada, y no por falta de cobertura, sino porque presagiaba que íbamos a continuar con más de lo mismo, es decir, con problemas derivados de esta situación en la que subsistir incólume o con daños menores empezaba a parecerse mucho a un milagro.
Era Ernesto. Llamaba desde fuera de España. Su preocupación más directa era la evolución de las cotizaciones bursátiles, y en particular de una empresa industrial en la que tiene depositadas todas sus esperanzas y muchos de sus dineros, que todo hay que decirlo. Lo malo es que confiado en la evolución racional de la empresa se embarcó en ciertas operaciones de crédito. Y desgraciadamente la empresa se vio arrastrada por la Bolsa, es decir, que caía como las demás. Menos que otras, desde luego, pero caía. Y eso los bancos lo llevan fatal porque funcionan los colaterales.
—¿Qué es un colateral? —me preguntó mi hijo Mario cuando hablamos de financiar la compra de una empresa del sector en el que nos movemos.
—Pues las garantías que ofreces al lado del principal. Es decir, el banco valora tu capacidad de generar recursos para pagar. Si no la tienes, pues en puridad no debería concederte el crédito. Si la tienes pero quiere asegurarse más, pide garantías. Por ejemplo, compramos una empresa y ofrecemos como garantía las acciones de esa empresa comprada y las que tenemos de la nuestra.
—Ya.
—El asunto es que si se trata de empresas cotizadas en Bolsa y el valor baja, disminuye la cobertura de las garantías y el banco te pide que complementes.
—¿Y si no tienes más?
—Pues te ejecuta y en paz. Bueno, en paz no, porque eso significa que el banco empieza a quedarse con activos de todo tipo y se mete en el problema de cómo custodiarlos. Hay bancos, por ejemplo, que se han quedado con un montón de grúas para la construcción y no saben qué hacer con ellas. Las tienen a la intemperie, se deterioran… Pero, en fin, es lo que hay.
Pues Ernesto estaba preocupado por esos colaterales, claro. Y el problema le sacaba de quicio, y no solo por las repercusiones personales para él, que podía soportarlas, sino por la irracionalidad de lo que sucedía.
—Lo acojonante del caso es que todo lo que yo preveía que iba a suceder ha sucedido. La empresa ha ganado una fortuna, sus expectativas son alucinantes, ha pagado la deuda, los bancos quieren financiarla sin problemas…
—¿Y?
—Pues que con todo y eso las acciones bajan en flecha. Ahora se han recompuesto un poco, pero no tiene el menor sentido el precio al que cotizan con la realidad empresarial.
—Ya, Ernesto, pero es que la Bolsa no se fía de las «realidades» de eso que los expertos llamáis fundamentales, es decir, los indicadores de cómo van las cosas por la empresa. Es irracional, pero es así. Y no de ahora, sino de hace mucho tiempo.
—Sí, pero ahora estamos alcanzando la irracionalidad más absoluta. Las Bolsas, aparte de la especulación, se crearon para eso que llaman servir de instrumento de financiación de las empresas. Ahora parece que eso se ha olvidado.
—Y es normal, Ernesto, porque la especulación lo ha inundado todo, incluso el mundo de la vivienda, así que no te puedes extrañar. Cada día se inventan más y más cosas sobre las que especular. Las acciones se compran a futuro, con créditos, sin créditos, se crean eso que llaman posiciones cortas, largas, luego se venden las posiciones… Es el mundo de la especulación pura y dura.
—Hombre, la especulación es inevitable. Y no necesariamente mala. El problema es de medida, como casi todo en la vida.
—El problema es de sistema, Ernesto. Una vez más. La transformación de la economía real en una economía financiera está siendo un verdadero cáncer para la evolución de la sociedad. Eso lo tengo claro como el agua.
—Ya, pero, por ejemplo, el otro día te decía que había que limitar las posiciones cortas para evitar excesos.
—Mira, Ernesto, la gente de la calle no entiende qué es eso de posiciones cortas, largas o mediopensionistas. La gente lo que ve es que todo el mundo anda especulando. Y es verdad. Se especula con la evolución de los tipos de interés, con el precio de la deuda, hasta con los índices bursátiles, uno compra sin dinero, otro vende sin títulos… Es un casino. Esto sencillamente no puede ser. Tenemos que volver a situar las cosas en su justa medida y ahora están en una medida que, más que injusta, es un despropósito. Cada día hay más y más fórmulas para especular con lo que sea. Cada día tenemos más vocaciones de especuladores y menos de empresarios. El especulador es el hombre del corto plazo y eso inunda la sociedad. Y la corroe en sus cimientos. No tengo la menor duda.
—Pero hay algo serio detrás de los futuros. No es solo especulación. Se trata de garantizar al empresario real que quiere tener claro el precio, por ejemplo, de sus primeras materias.
—Así es. Lo entiendo y lo comparto. Si yo necesito trigo para mi negocio, quiero garantizarme su precio. Y por eso lo compro a futuro. Hasta aquí sin problemas. Lo mismo sucede, por ejemplo, si quiero garantizarme el coste del dinero y compro bonos del tesoro a futuro. Eso, insisto, está bien. El problema es que a partir de ese preciso y precioso instante aparecen en escena los especuladores y crean todo un mundo de irrealidades, de locuras, de despropósitos en mi modo de ver las cosas. Esos especuladores no crean riqueza en modo alguno, o por lo menos soy incapaz de verla. Y, sin embargo, sus riesgos son brutales, como lo estamos viendo hoy, porque el desmoronamiento de esos artificios acaba teniendo consecuencias letales para la economía real.
—Puede ser, de hecho, en parte es. Pero ¿quieres acabar con la libertad de mercado? Eso es lo que te dicen los que trabajan en ese mundo, que son seminaristas de esa libertad.
—No. No quiero acabar con eso. Pero no quiero ser un adorador del mercado como si con eso todos los temas fueran resueltos. Y eso no es de hoy, Ernesto. Déjame un momento y te llamo.
Quería ir a la biblioteca y recuperar mi discurso honoris causa, el de 1993. Allí lo dije claro. Habían transcurrido dieciocho años y uno siempre tiene ese puntito de vanidad de haber tenido razón, aunque doy mi palabra de que eso en mi caso me importaba poco menos que nada. Pero quería que se supiera que esas cosas que digo hoy, fuera de la banca, arrojado a golpe de brutalidad, las exponía con toda claridad cuando me situaban en el cenit del mundo económico, y no solo financiero, sino también empresarial. Por eso me fui a la biblioteca, tomé el librito, volví a salir a la terraza y marqué el número de Ernesto.
La tarde caía implacable y menos mal que en estas tierras el calor se soporta bien. Sobre todo cuando te comparas con otros sitios. Esto de la comparación será todo lo odiosa que quieran algunos, pero si sales ganando hay que reconocer que reconforta. Insisto en que somos humanos y no es conveniente olvidarse. Ernesto al otro lado.
—Mira, lo que quería era leerte lo que dije hace muchos años, en el discurso de 1993, el de doctorado honoris causa.
—Me acuerdo del discurso. Me acuerdo. Yo estaba allí, como bien sabes.
—Sí, por supuesto. Pero ahora me gustaría que recordemos que lo que decíamos entonces, en lo más alto, sigue vivo y coleando para desgracia de todos nosotros.
Tomé el libro en el que guardo el discurso, lo abrí en la página correspondiente y leí, pidiendo antes perdón por la extensión de la cita:
Para resolver estas deficiencias que denota el sistema, es necesario situar al mercado en el lugar que le corresponde. Los liberales doctrinarios piensan, como es conocido, que si existiese un marco legal que obligara a todos, incluido el Estado, y, dentro de él, cada agente económico persiguiese sus propios intereses individuales, el mercado —la «mano invisible» de Adam Smith— garantizaría por sí solo un desarrollo económico armónico y satisfactorio. Esta afirmación es probablemente una simplificación, sobre todo en un contexto de economía globalizada en donde los avances teóricos a favor de la libertad de comercio mundial tropiezan con realidades fácticas de estructuras proteccionistas más o menos sofisticadas. Por ello creo que merece la pena dedicar una breve reflexión para poner de manifiesto que el mercado, por sí mismo, no da en todo momento las respuestas adecuadas a los problemas reales de la sociedad. Una constatación que es particularmente importante en unos momentos en que ya nadie duda razonablemente del triunfo de la economía de mercado frente a sus clásicos competidores colectivistas.
Existen, ante todo, necesidades sociales que la ortodoxia liberal no soluciona: son los llamados «fallos del mercado». Es claro que el mercado no puede resolver íntegramente la provisión de determinados bienes públicos que son imprescindibles para que tengan sentido la idea del Estado y el concepto de civilización: la defensa, la justicia, el ordenamiento tributario, la seguridad, las grandes infraestructuras… Tampoco parece realista en otros casos esperar que las actuaciones individuales solventen determinadas necesidades colectivas: las que tienden, por ejemplo, a superar los problemas de degradación del medio ambiente o la congestión en las grandes urbes. Por consiguiente, el mercado, por sí solo, no resuelve todos los conflictos, de modo que, tanto en los casos enunciados a título de ejemplo como en otros muchos de parecida entidad, sigue siendo necesario arbitrar mecanismos que garanticen que el mercado conduce al sistema hacia una solución eficiente.
Pero es que, incluso cuando funciona a la perfección un modelo de competencia, ese modelo solo garantiza la asignación eficiente de los recursos: es decir, asegura que no van a existir recursos ociosos. Y en esto estriba la diferencia entre progreso técnico y progreso social.
Concluí la lectura y percibí la respuesta de Ernesto cargada con un punto de ironía.
—Bien, pero ahí hablas del mercado en general y no dices nada del mercado financiero en particular, que es de lo que estamos hablando ahora.
—Es cierto, pero ten en cuenta que en ese momento yo era banquero y teníamos en marcha una ampliación de capital gigantesca en Banesto, así que eso de tirar piedra sobre tu tejado concreto no es una de mis aficiones favoritas.
—Sí, lo entiendo, pero el asunto no es solo el mercado, la especulación, los cortos y los largos. Entiendo que hay otras cosas que han causado mucho daño y de las que se habla poco.
—¿Por ejemplo?
—Pues la brutalidad de las retribuciones variables. Ahí se encuentra una explicación. No toda, desde luego, pero sí una buena parte de los desastres.
Ernesto tenía toda la razón. Incomprensibles las cifras de remuneraciones que se han alcanzado en la banca. Curiosamente en la banca. También, aunque en menor medida, al menos proporcionalmente, en ciertos sectores industriales. Pero donde las cifras han resultado algo más que escandalosas es en el sector financiero.
Con independencia del juicio moral y hasta el jurídico que nos puedan merecer, lo cierto es que el modelo ha causado muchos daños. Los ejecutivos se fijan su retribución de acuerdo con el crecimiento, el tamaño del balance de sus empresas. Así que a crecer a toda pastilla porque cuanto más crezcamos, más dinero me llevo hoy. El problema es que ese crecimiento se verá si es bueno o dañino a medio e incluso a largo plazo, pero los bonus los cobran hoy. Es así como se genera una especie de conflicto entre el interés de la empresa, que es su balance sano, y el del ejecutivo, que es su balance grande, sano o no. Increíble, desde luego, pero cierto.
—Y lo acojonante no solo es la cifra que cobran. Lo alucinante es que después de que se ha demostrado que esa política de retribuciones variables se ha traducido en pérdidas gigantescas, nadie ha devuelto ni un duro. Es más, en plena crisis algunos ejecutivos norteamericanos se quedaron con el dinero.
—Hombre, todo esto trae causa de la teoría de crear valor para el accionista, ¿recuerdas?
Hubo un momento en el que se instaló la moda de que el objetivo del dirigente empresarial de empresa cotizada era crear valor para sus accionistas. Podría pensarse que esa expresión equivalía a aumentar la solidez de la empresa, a hacerla más fuerte, mejor asentada en el futuro, con más protección, mayor seguridad para los directivos y empleados, en fin, crear empresa.
Pues no. Crear valor era igual a aumentar la cotización de las acciones. Y como eso, según decía antes, no tiene necesariamente que ver con la solidez empresarial —con esos fundamentales que dicen ellos—, pues la cosa se complica. Sobre todo porque los ejecutivos se concedían a sí mismos unas opciones de compra de títulos, es decir, que se fijaban unos precios de las acciones a comprar. Si subían de cotización se forraban. Así que su objetivo es que subieran a toda costa. ¿Se puede manipular un mercado de acciones? Hombre, cada día es más difícil, pero hay mecanismos, sobre todo cuando se trata de acciones de empresas que tienen poco volumen en su cotización. Cuantos más inversores, más mercados, más acciones y más dinero involucrado, más complicado, pero… La imaginación acompasada con la avaricia tiene un enorme campo en el mundo financiero… Pero no solo se trata de ese valor, sino de perder la perspectiva de cuál debe ser la verdadera misión de la empresa, que no consiste en primero que suba el valor de las acciones y después comprobar si hemos hecho los deberes para tener futuro.
El asunto es más complicado que todo eso. De nuevo vuelvo, una vez, y volveré muchas más, al verdadero problema: el hombre. Hemos creado un diseño ideal de un mercado idílico que está siendo gestionado por personas nada idílicas. Quizá en un laboratorio puro y duro podría funcionar esa concepción del mercado. Pero con gentes como las que hemos producido es imposible. No se trata de que el mercado sea imperfecto. Los que somos imperfectos somos nosotros. Y como los valores instalados crecen en el campo del corto plazo, la avaricia, la acumulación, el poder, el dinero…, con eso es muy difícil, por no decir imposible, que el sistema funcione bien. Cierto es que tenemos que cambiar muchas de las reglas de juego del modelo. Pero sobre todo tenemos que ocuparnos del principal problema: el hombre.