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ERA UN HOMBRE DE LA IZQUIERDA DURA EL QUE HABLABA DE BANQUEROS

Las referencias que me proporcionaron, provenientes de lugar de confianza plena, una especie que habita muy escasamente en mi interior fraguado con inconcebibles traiciones, me aventuraban una conversación más que interesante. La edad, superados los sesenta y acercándose con dignidad, aunque todavía con distancia considerable, a la cifra mágica del número siete, me indicaba que seguramente cruzaría mis pensamientos con los de una persona en la que la experiencia del vivir habría reducido en muchos enteros la cotización de las ilusiones del soñar en juventud.

Porque soñar, todos soñamos, claro, aunque hay matices diferenciales en la temática de nuestros sueños. Incluso en el color y nitidez. Una hermana mía decía cuando éramos niños e, incluso, en las puertas de la juventud, que ella soñaba en color, en tecnicolor, como se decía entonces, y nos tenía acomplejados al resto de la pandilla gallega que no conseguíamos ir un metro más allá del puro y duro blanco y negro. Una vez que nos acostumbramos a la televisión con colorido, a partir de los años cincuenta del pasado siglo, la cosa pudo cambiar, y los complejos se disolvieron casi en su totalidad. Ahora solo nos queda soñar en eso que llaman tres dimensiones, aunque el inconveniente reside en que en el estado actual de la técnica se necesitan gafas especiales, y eso debe resultar altamente molesto cuando uno decide ponerse a dormir. En todo caso, un budista recalcitrante diría que no hace falta semejante tecnología porque el vivir, eso que ellos llaman Maya, es precisamente soñar en tres dimensiones, aunque nuestra formación actual no nos permite tener conciencia de ello. Algo de razón tienen, desde luego. Sobre todo cuando se contemplan algunas vidas.

Regreso a mi personaje. Su experiencia vital venía adornada por varias características sugerentes, al menos para una conversación en profundidad en estos tiempos que corren. La primera, un hombre que había sido de izquierdas, y, concretamente, del partido comunista, pero no ocupando cargos ni recibiendo prebendas derivadas de su filiación, sino, simple, sencilla y llanamente, alimentando un tipo de sueño que afectó a muchas gentes en edades tempranas, y a otros, menos tempranos y más maduros, les agarró por el costado que más duramente ata: el de los intereses de poder. A estos últimos no les afectó; seguramente es más preciso decir que les infectó.

Además, curiosamente, pertenecía a un movimiento de corte nacionalista gallego. Pero para los que no conocen bien ese tipo de posicionamientos en nuestra tierra gallega les diré que ese nacionalismo nunca —o casi nunca— se edificó sobre una posición excluyente, esa de «no-soy-tú», puesto que su referente era Hispania, integrando, por tanto, la Península, sabedores —supongo— de la verdadera historia del Condado Portucalense, que gracias a Teresa, la hija de Alfonso VI, y a su matrimonio con un Borgoña, dio origen al reino de Portugal. Al menos en mi experiencia, el nacionalismo gallego nunca tuvo componentes tribales de exclusión que se aprecian en otras propagandas.

Por último, el hombre era un buen conocedor de la mente humana, puesto que en eso consistía su profesión, que seguía ejerciendo a pesar de que la edad de la llamada jubilación aparecía ya en el DNI y en la fecha del título de expedición de su doctorado. Pero un psiquiatra auténtico nunca se jubila. Tal vez del ejercicio profesional, pero no del intelectual. Asumí que sería psicoanalizado a lo largo de la conversación, y acepté el coste sin el menor problema.

Habíamos quedado en almorzar en A Cerca. Apareció a las dos de una tarde de agosto. Cumplimentamos una presentación de rigor escasamente original, porque tratar de serlo en estos casos es peligroso para el futuro de la charla, porque en los introitos se pueden decir estupideces que comprometan el futuro inmediato. Un vino blanco de entrada, más bien frío, que es lo que toca, sobre todo en verano, aunque hay quien lo discute, algún aperitivo poco afrancesado y a la mesa, a comer pero sobre todo a charlar.

Inevitable que al comienzo intercambiemos experiencias vitales. Yo, como digo, tenía la información de su adscripción ideológica del pasado, aunque me di cuenta en la calidad del brillo de su mirada de que, con independencia de su alma gallega, que eso imprime carácter en la forma de mirar, la reasignación de sus ideales —por decirlo con palabras economicistas—, su reajuste al colisionar con la experiencia, se produjo sin un exceso de tristeza, con mayor carga de resignación de la que supuso en sus años mozos, pero sin perder del todo la esencia, la puerta del conocimiento humano que ha sido y seguirá siendo la curiosidad. Al menos creo que algo así decían los griegos en su Academia. Pues bien, esa curiosidad no tardó demasiado tiempo en manifestarse entre nosotros, pero quiso hacer un introito sincero —ahora sí— que sirviera para aplacar posibles aristas intelectuales o ideológicas y templara el ambiente anímico de ambos.

—Bueno, quiero decirte que yo, a pesar de lo que dicen, y a pesar de cómo pienso, porque algo sigo pensando, os veo en Intereconomía.

Era una manifestación importante, incluyendo el toque de ironía. No se trata de mentar a un canal de televisión cualquiera, sino a uno que en el último año y medio ascendió en audiencia de manera brutal, provocando, claro está, las iras de los competidores, que se manifestaban de muy diversas maneras, entre las que la descalificación pura y dura y el intento de ridiculización ocupaban las butacas preferentes. Y un atributo curioso: canal de extrema derecha, aunque nadie se atrevía a concretar en qué consiste en estos tiempos que corren ser de extrema derecha, posiblemente por el temor de que si asignaban las coordenadas, a lo mejor se encontraban con sorpresas. Ese canal tiene un anuncio que dice algo así como «orgulloso de ser de derechas», lo que resultaba nítidamente rompedor en un país en donde casi todos se avergonzaban de usar esa palabra. Porque de derechas hay en nuestro territorio nacional una multitud. Que lo reconozcan públicamente ya es otro asunto. Así que decirlo a las claras era atreverse. Y ser atrevido suele resultar peligroso en un país en donde crece la mediocridad porque se alimenta con toda suerte de vitaminas intelectuales y físicas.

—Hombre, pues…

Mi respuesta, convencional de toda convencionalidad, no pudo siquiera ser terminada. El hombre respiraba energía. No intransigencia, pero sí energía. Por ello me interrumpió y con tono decidido me dejó sentado a las claras su propósito.

—No te lo digo por decir. Quiero que sepas que no estoy de acuerdo con todo lo que se dice en vuestro canal y en particular en el programa en el que participas. Ni mucho menos. Pero sí que lo estoy en que digáis todo lo que decís, porque muchos otros ocultan y sin la información no podemos formarnos criterio.

—Pues nada, muchas gracias.

¿Qué podía decir aparte de gracias? Yo estaba de acuerdo en la apreciación, porque conocía que uno de los métodos más eficaces de practicar censura informativa es precisamente no informar. No solo alterar o confitar la información, sino sencillamente ocultarla. Pero a partir de ese momento, recibida la aclaración teñida de simpatía, tenía que ser yo el que tomara la iniciativa para situarle en un terreno en el que pudiera encontrarse intelectual e ideológicamente cómodo. Y lo hice del modo —creo— más sugerente para un hombre de izquierdas. Al menos eso supuse, porque imaginé que le gustaría que mentara lo que algunos llaman «la bicha» andaluza.

—Por cierto que, aparte de lo que dices, que es verdad, habrás visto que es la única emisora en la que en programas informativos nos atrevemos a manejar la expresión de que hay que cambiar el Sistema. Los demás ni de lejos utilizan esa expresión. Les da como miedo, o es que deben tributo al César…

—Sí, a eso me refiero, aunque, claro, otra cosa es que nos guste o no el cambio que proponéis…

—Por supuesto, pero es evidente el fracaso de lo que hemos construido. Por Sistema nosotros nos referimos, queremos mentar…

No me dio oportunidad de seguir. Se metió de bruces en el asunto.

—A la banca, por ejemplo, ¿no? Bueno, a la banca y a los políticos, porque visto desde fuera, y yo me considero «fuera» solo relativamente, porque soy un lego en finanzas, que no en política —los comunistas nunca son legos en política—, me parece que esta crisis es responsabilidad primordial de los banqueros, ¿o no?

Hay asuntos en los que tengo que ser especialmente cuidadoso, sobre todo cuando de nuevos interlocutores se trata, porque pueden dar lugar a malentendidos, aunque confieso que los malentendidos no son mi problema, sino el de quien malentiende, y por eso me preocupan entre poco y casi nada. Pero, aun así, uno de los temas sensibles reside en mi posición sobre el sistema financiero, porque pueden creer que como consecuencia del atropello que sufrí al quitarme Banesto —a mí y a los cientos de miles de accionistas que siguen sin enterarse del expolio— tengo acumulada cierta prevención, por decirlo suavemente, contra todo lo que tenga que ver con la banca privada, la oficial y los controladores —es un eufemismo— del Banco de España. Pero como hablando claro y por derecho se entiende la gente, por lo menos la que se quiere entender, que con la otra nada hay que hacer, le dije:

—Mira, sería injusto decir que toda la responsabilidad es de los banqueros. Pero con seguridad lo sería más todavía asegurar que no tienen ninguna responsabilidad en el desastre que estamos viviendo.

—Lo que quieres decir, supongo, es que según tu tesis la responsabilidad es del Sistema en su conjunto y que los banqueros son una pieza más, cualificada, pero no la única.

—Por supuesto, pero conviene detenerse un poco en las ideas porque cuando generalizas en exceso te pierdes matices importantes para comprender. Por eso conviene ir paso a paso, es decir, desgranar. Es un poco coñazo eso de ir desentrañando y admito que el detalle a veces solo sirve para perder perspectiva, pero es necesario analizar las fibras para conocer el estado del músculo, y con ello el del cuerpo en general.

—Y en ese contexto, si la responsabilidad es del Sistema en su conjunto, ¿qué diferencia o diferencias hay entre esta y otras crisis pasadas? ¿Qué han aportado o quitado a lo que tenemos que padecer los señores de la banca? Porque banqueros hemos tenido siempre, ¿o no?

Era una pregunta que me permitía una contestación nacida de una reflexión profunda de muchos años, no de algo que hubiera pasado a formar parte de mi acervo intelectual, de mi equipo de convicciones desde 2007-2008, años en los que solo los que no quisieron ver se negaron a la contemplación de la evidencia del lío que nos venía encima. Me mentó una de mis reflexiones favoritas: el verdadero papel de la banca y de lo financiero en el entorno del sistema capitalista de economía de mercado. Y eso implica un riesgo elevado, porque es tema, asunto, materia que me apasiona, y cuando me meto de cabeza en asunto apasionante suelo extenderme más allá de la paciencia de quienes me escuchan, pero es mi forma de ser.

—Bueno…, verás…, esta es una crisis sustancialmente financiera y no directamente derivada de la economía real.

Comencé suavemente y sin darme cuenta con exceso de tecnicismo. Me cayó la bronca.

—Si pudieras hablarme más claro, te lo agradecería. Lo malo es que empezáis con esa jerga y así no nos enteramos de demasiadas cosas. Nosotros, los médicos, también lo hacemos, lo confieso, y por eso te pido el esfuerzo, porque se trata de que me entere un poco más…

El tono no era crítico, sino sincero. Y tenía razón, porque damos por supuestos términos, palabros, como dicen por el sur, expresiones que pensamos son entendidas por todos. Pues no. Ni mucho menos. Otra cosa es que sean repetidas por muchos, pero no equivale a ser comprendidas. En demasiadas ocasiones funciona aquello que decía una señora respecto de un político: «Hay que ver qué bien habla». Al ser preguntada por lo que había dicho ese hombre que hablaba tan bien, la señora contestó sin inmutarse: «Ah, eso no lo sé. Pero hablar, habla bien».

—Perdona. Quería decir que… A ver cómo te lo explico de manera lo más clara posible. Se suele decir que las crisis vienen cuando las empresas van mal, cuando no se genera riqueza, cuando no funciona eso que llamamos economía real.

—¿Es que la otra es economía artificial?

Algo de sorna y cachondeo se percibía en la pregunta, pero lo malo es que acertó de pleno.

—Pues sí, de eso va la cosa precisamente, de artificialidad.

—Coño, pues no me imaginaba yo que con mi gracia iba a centrar el asunto.

—Es que no es una gracia, sino algo que afecta a la médula de lo que estamos viviendo y sobre lo que llevo reflexionando muchos años.

Imposible evitar que la mente viajara a través del pasado, y eso que, como antes decía, me he experimentado suficientemente en la gestión del recuerdo. Lo malo de haber llegado a la banca desde la industria y sin avales en el mundo financiero consiste en que comienzas a practicar ese terrible deporte de preguntar por qué. Una de las ventajas que tiene pertenecer a un Sistema tejido con los lazos de los intereses es que sustituyes el por qué por el cómo. No se trata de conocer las razones para hacer algo, sino de decidir el mejor modo de actuar al servicio de las conclusiones que forman parte de la arquitectura del modelo, del Sistema. Sus integrantes no se cuestionan, como digo, ni razones ni moralidades. Simplemente actúan. Los intereses mandan.

Como mi experiencia al llegar a Banesto era nula en eso de integrarse en un sistema de poder, y mis conocimientos financieros no eran los de un experto en esas lides, no me quedó más remedio que reflexionar acerca del verdadero sentido del negocio bancario. Pero no para ver cómo podría ganarse más dinero, lo que es legítimo, sino para tratar de entender algo que me importaba más, al menos en el orden cronológico: cuál es el papel de la banca y su aportación al sistema llamado de economía de mercado. Alguno dirá: pero ¿qué hace un banquero, o alguien que trabaja de tal, cuestionando los cimientos de su propia profesión? Pues gajes de una forma de ser y pensar…

Claro que los libros que me proporcionaron para dar satisfacción a mis impertinentes interrogantes eran elaborados por banqueros y cantaban sus excelencias, sin detenerse ni en sus costes ni en sus calamidades, así que tampoco pude armarme con un caudal crítico excesivo. Por otro lado, los análisis ideologizados de la banca me interesaban menos, porque la ideología por la ideología consiste en afirmar que uno es malo o bueno porque es malo o bueno, sin más aditamentos, y ese tipo de argumentaciones tan sólidas y profundas no son de las que más atraen mi atención.

Pero, curiosa y casualmente, tiempo después cayó en mis manos una documentación que hablaba de algo muy interesante: qué pensaban los teóricos de la Escuela de Salamanca de nuestro llamado siglo de oro, quienes no solo realizaron aportaciones a la ciencia económica —esto de ciencia…—, sino a algo más directo e inmediato: a la doctrina del dinero y sobre todo a los juicios morales que merecía la actividad bancaria. Y teniendo frente a mí a un hombre culto, y con predisposición intelectual, quizá más que ideológica, a encontrar culpabilidades en el sector financiero, saber que los juicios morales sobre el negocio bancario y su correspondiente peligrosidad social tenían quinientos años de antigüedad seguramente le resultaría interesante. Quizá lo conociera, pero en todo caso sería algo ilustrativo. Así que me decidí a penetrar por derecho en ese mundo.

—Supongo que conoces la Escuela de Salamanca y sus aportaciones en el campo económico y bancario, ¿no? Lo digo porque pueden ilustrar para conocer nuestro mundo de hoy.

—Hombre, de la Escuela de Salamanca claro que he oído hablar, pero de sus teorías bancarias no tengo la menor idea, entre otras cosas porque en mi profesión no se estudiaban y no sentía la menor atracción por ese mundo.

No dudó en responder. Normalmente, los que van de intelectuales por la vida jamás niegan un conocimiento que se les supone obligatorio, incluso meramente potestativo, porque creen que con eso les van a considerar menos. Por esta razón cada día valoro más a los que niegan conocer lo que no conocen. Es una redundancia aparente, pero para mí se convierte en prueba de madurez personal. Y aquel hombre había vivido lo suficiente para alcanzar madurez, lo que no es, por cierto, solo cuestión de años, porque he conocido a ancianos instalados en la frivolidad más espantosa con la que caminan impertérritos a la tumba consumido su turno vital. En todo caso, no cabe duda de que la experiencia ayuda, como el calor a las frutas de temporada, a madurar con más azúcar.

—Pues si atendemos a lo que decían hace quinientos años quizá entendamos mejor por qué hoy estamos por aquí. Supongo que sabes que el gran Carlos V consiguió quebrar la Hacienda Real con su política expansionista y que derivadamente de ello quebraron los banqueros de la época.

—Pues la verdad es que no soy experto en esa faceta histórica.

—Bueno, pues te cuento. Los banqueros más puros —por decir algo— eran los italianos, pero resulta que con los dineros de las Indias, el oro y la plata y demás que llegaban de América, se traía una riqueza no ganada. Me refiero a que era algo gratis, porque nos llegaba sin esfuerzo previo de elaboración o fabricación. Así que en Sevilla, fundamentalmente, comenzó a florecer una riqueza no debida, por así decir, al esfuerzo y trabajo de los receptores de esos metales. En cierto sentido, los árabes descubrieron petróleo bajo su suelo; nosotros, en aquellos días, encontramos oro en las Indias. Parecido, ¿no?

Mi interlocutor no disimuló el interés. Suponía que el relato acabaría confirmándole en sus tesis acerca de la perversidad intrínseca de los banqueros y sus negocios, pero quería oírlo razonadamente de alguien que, además de haber sido banquero, se remontaba a una explicación de semejante antigüedad. Por ello, percatado de su atención, continué.

—Allí donde hay riqueza, dinero en sus diversas formas, hay necesidad de protegerla, de guardarla. Y en estos territorios florece una profesión especial: los banqueros. Y por eso el centro de la actividad económica europea se desplazó en aquellos años desde Italia a Sevilla. Y así surgieron unos cuantos banqueros especiales, pocos, por cierto, porque no es profesión para la abundancia de actores, pero conocidos en su época, aunque olvidados en la nuestra. Uno de ellos se llamaba Íñiguez, apellido que me es familiar.

Eso de que surgieran banqueros no parecía demasiado interesante, porque está claro que hay que guardar la riqueza, así que no esperé demasiado, porque percibí cierto punto de desilusión en mi interlocutor, y ataqué por directo.

—Pues bien, esos banqueros se llevaban la mar de bien y mantenían una complicidad total con el poder político, que es lo mismo que decir entonces con el poder real, o si quieres hasta imperial.

Esto ya era otra cosa. De nuevo los ojos con brillo. Renacía la atención. Se escuchaba el ruido del interior revolucionado, o cuando menos acalorado. Continué apretando a fondo.

—Carlos V se gastaba lo que no ganaba. En eso es poco original, sobre todo si miramos a lo sucedido en estos últimos años. Parece que forma parte del ADN de los políticos, sean plebeyos o de supuesta sangre real. Pero, claro, el rey necesitaba dinero. Y los banqueros de la época lo tenían guardado. Así que se lo pedía. Y los banqueros le decían: «Majestad, es que si le damos ese dinero nos quedamos nosotros sin nada, y tenemos que hacer negocios para seguir viviendo». Así que había que diseñar un modelo para generar dinero con el dinero de otros, y, para arreglar este entuerto, para que con el dinero de otros ganaran dinero los reyes y los banqueros, nació la llamada reserva fraccionaria.

—¿Reserva fraccionariaaaaa? ¿Qué es eso?

Entendí la sorpresa de mi interlocutor. Pocos, muy pocos saben cómo funciona ese concepto que es esencial en el entendimiento de la actividad bancaria y de su enorme capacidad de producir beneficios y desperfectos.

—Pues ni más ni menos que el corazón del negocio bancario y el origen de los problemas. Así de simple. No te voy a decir que eso naciera exclusivamente de la necesidad de los políticos, en este caso de los reyes, de dinero para sus gastos y campañas, pero que lo impulsó de manera decisiva es una verdad como un templo.

—Pues ya me dirás.

—Inmediatamente. Si tú tienes, por ejemplo, un coche y quieres que te lo guarden, vas a un garaje y pides que te lo custodien. Y, claro, estás dispuesto a pagar por ese servicio. El guardador te cobra. Pues bien, lo mismo debería producirse cuando vas con tu dinero al banco para que te lo guarden. El banquero debería cobrarte porque es su responsabilidad la custodia del dinero, ¿no? Pues curiosamente no solo no te cobran, sino que, encima, te pagan.

Me di cuenta de que mi interlocutor nunca había pensado en semejantes cosas, a pesar de tratarse de algo elemental, inmediato, directo, que forma parte de nuestras vidas de modo casi inseparable, al menos por el momento. ¿Cómo no haber caído en eso? Su mirada reflejaba cierta perplejidad y no quise que se agrietara demasiado, así que continué.

—Bueno, pues la razón es muy clara: porque usan el dinero que tú les dejas para hacer negocios con él. Dicho más claro, porque con tu dinero ganan ellos dinero.

Dejé que respirara unos segundos. Se levantó de la mesa y caminó alrededor de ella casi como un autómata. Podía imaginar lo que se agitaba en su mente. Se había dado cuenta de algo elemental: que en realidad los prestamistas éramos nosotros, los de la sociedad civil, los que ganamos el dinero, los que creamos riqueza, o, por lo menos, contribuimos a que otros emprendedores la creen… Se sentó de nuevo casi sin haberse percatado de haberse levantado. Fue un gesto plagado de instinto y cuando eso sucede, la razón se toma vacaciones. Habló con tono en el que se percibía algo así como pesar, abatimiento, pesadumbre… No lo sé. Lo que quedaba claro es que no iba a dar saltos de entusiasmo infinito.

—Pero… entonces… en realidad lo que sucede es que…, es que somos nosotros los prestamistas… El banquero recibe dinero prestado de nosotros… ¡Joder!

Una conclusión elemental, pero que muchos jamás han interiorizado en sus vidas. La inmensa mayoría de la población que guarda sus dineros en un banco no se definiría a sí misma —o eso creo— como prestamista a los señores banqueros a los que a día de hoy no aprecia excesivamente.

—Pues sí, así es. No interesa entrar ahora en matices jurídicos, que formaron parte del acervo de discusión de la Escuela de Salamanca, sobre la naturaleza jurídica del depósito irregular. Eso tiene interés, pero en otro orden de ideas. Ahora vamos a la sustancia: yo gano un dinero, me voy al banco, lo dejo para que me lo guarden y encima me pagan.

—Hombre, si es a la vista no… Por lo menos a mí no me pagaban, aunque ahora…

Estaba claro que quería aportar un grano de arena en términos de conocimiento. Lo de los depósitos a la vista en cuenta corriente es producto de consumo masivo, así que saber que en ellos no te retribuyen, o no demasiado, es cosa de experimento diario. Pero incluso en ese campo la banca había cambiado en los últimos años.

—Eso era antes, amigo. Las necesidades de los bancos de tener dinero para seguir haciendo sus negocios, eso que en terminología inglesa se llama algo así como funding, les llevó a pagar mucho incluso en esas cuentas a la vista. Pero, vamos, en términos históricos tienes razón. En los depósitos a la vista se pagaba muy poco porque podías pedir tu dinero en cualquier momento. Fíjate en este punto, «porque podías pedirlo en cualquier momento», con lo que al banquero le era más difícil utilizar tu dinero para ganar el suyo, porque si se lo pedías tenía que devolverlo. Por eso se generaron los depósitos a plazo fijo, porque así tenía la seguridad de poder meterse en negocios con más comodidad, como mínimo en lo temporal, en el plazo de tiempo de que disponía para ganar más dinero con el tuyo.

—Ya, sí, pero…

—Perdona, que esto es solo el principio. Vamos a suponer que tú me das cien maravedís a un año. ¿Cuánto dinero puedo invertir en ese año?

—Cien, claro.

—Así debería ser, y así es como no es.

—¿No?

—Pues no y la razón se llama la reserva fraccionaria. La explicación ahora es fácil. Ni todos los que dejan el dinero a la vista lo reclaman de golpe, ni todos los que lo prestan a plazo hacen lo propio vencido el término pactado. Estadísticamente, eso es una evidencia.

—Supongo que sí, pero ¿qué tiene eso que ver?

—Pues que si me dejas cien y sé que no me los vas a reclamar al final del plazo puedo prestar más de cien.

—Pero eso sería tanto como inventar dinero. Vamos a ver, si yo gano cien y con mis cien la banca crea doscientos, por poner un ejemplo, eso es crear dinero de la nada. ¿O no?

—Pues claro. Esa es la esencia. La banca crea dinero de la nada. Inventa dinero. Lo has entendido a la perfección.

Imposible evitar un momento de silencio después de un descubrimiento semejante. Es curioso: estábamos en presencia de algo elemental, de una conclusión que habita entre nosotros desde hace cientos de años, y la debatíamos personas intelectualmente formadas, y a pesar de ello se descubría una evidencia como si se tratara de un arcano de esoterismo avanzado o uno de los secretos constructivos más queridos de los masones operativos del Medioevo. En esos casos no debes interrumpir el silencio. Funciona como auténtico caldo de fermentación en el que se sedimentan conclusiones. Parar, detenerse, silenciar… Imprescindible para el sosiego mental, para que el procesador cerebral sitúe en lugar adecuado las conclusiones alcanzadas. Mi interlocutor, consumido con suficiencia el trámite, lo rompió al cabo de unos segundos. Dudas y preguntas componían el material de su alocución.

—Ya… Pero ¿lo podían hacer por las buenas? Quiero decir, ¿no existía ningún control sobre los banqueros que hacían semejante cosa? Lo digo porque siempre he pensado, mejor dicho, asumido sin más que eso de crear dinero es una función del Estado, no de personas privadas.

—Tienes razón. No sé si por conciencia de la naturaleza pública de la función o por motivos de conveniencia, está claro que el poder se puso encima —como dicen los del sur— de esta actividad de los banqueros, y lo hizo de la manera más rudimentaria que conoce: exigiendo su autorización. Por ello los banqueros de entonces necesitaban licencia municipal y real para disponer de esa reserva fraccionaria. Y ahora seguro que captas bien el fondo: yo, Carlos V, necesito dinero. El banquero lo tiene. Pero tengo que dejarle que invente dinero para que me preste dinero a mí, al rey. Y por eso le autorizo a la reserva fraccionaria. No porque sea bueno o malo para la economía nacional, sino porque necesito dinero, yo, el rey, para seguir financiando mis proyectos imperiales.

—Ya…

—Pues es así como nace la complicidad indeleble entre banqueros y gobernantes: a través de la reserva fraccionaria, porque una parte del dinero inventado se emplea por el rey y la otra por los propios banqueros para seguir haciendo negocios. Y para el rey, claro, mucho más cómodo ese dinero que tener que subir los impuestos. Y la gente, el personal de a pie, como dicen algunos ricos, sin enterarse de la fiesta, que era real, de realeza, y financiera, de finanzas bancarias.

—Pero… eso quiere decir que…, quiere decir que el mismo dinero se usa dos veces…

—Exactamente. Bueno, no exactamente. Dos veces si la reserva fraccionaria es del 50 por ciento. Pero ¿y si me dejan con un maravedí conceder préstamos por cinco maravedís? Pues entonces se usa muchas veces.

—Pero, insisto, eso es dinero artificial, inventado, no creado, que genera un poder de compra irreal.

—Así es, así es, ese es el asunto…

Después de estas palabras, preferí unos minutos de silencio adicional, acompañado de algo de soledad, para que las nuevas conclusiones, los descubrimientos derivados de la conversación, fueran adecuadamente deglutidos, asimilados, sobre todo por alguien que vive en un entorno ideológico, aunque devaluado por la experiencia, en el que oír algo semejante podría revivir el fuego de viejas brasas adormecidas por el tiempo. Así que opté por pedir permiso y ausentarme con la excusa de un cuarto de baño, que es muy socorrido cuando de ganar tiempo se trata, sobre todo a determinadas edades, en las que todo el mundo está dispuesto a admitir algún desgaste prostático.

Al regreso encontré a mi interlocutor en la terraza desde la que se divisa la increíble belleza del valle situado a los pies de O Penedo dos Tres Reinos. En este mes de agosto los campos traducían en cromía una extraña sequía y amarilleaban en exceso. Pero el verdor de los castaños seguía impenitente, invencible, majestuoso. El hombre, mi compañero de mesa y plática, tenía la mirada perdida, escondida en algún lugar de ese valle, mientras su mente circulaba, cansada, casi exhausta, a través de otros derroteros menos bellos, más áridos, ciertamente peligrosos, sobre todo cuando se trata de una peligrosidad denunciada hace más de quinientos años.

Me detuve en la biblioteca. Busqué en el lugar en donde guardo documentos impresos que me interesan. Localicé uno que hacía referencia, precisamente, a la Escuela de Salamanca y su posición en materia bancaria. Unas pocas hojas impresas a un solo espacio. Busqué algunas frases que tenía subrayadas con esos rotuladores amarillos, verdes o naranjas que te permiten pasar por encima de la palabra o frase y resaltarlas. No sé cómo se llaman técnicamente, pero a mí me resultan de gran utilidad. Supuse que el reencuentro con el pasado, con aquellos teóricos de la Escuela, le confortaría.

Me acerqué a la terraza y percibí que a pesar de las dos horas transcurridas desde que iniciamos el encuentro, el sol todavía se encontraba demasiado en lo alto. A Cerca se sitúa a mil metros sobre el nivel del mar y nunca abunda el calor en exceso. Al menos no en la forma en que te agravia en otras zonas de España. Incluso en el propio Ourense, que al situarse en un bajo rodeado de montañas, asume calores casi infernales en verano. Recuerdo que cuando era pequeño y lo atravesábamos procedentes de Madrid para ir a la casa de mis padres en Playa América, la sensación de respirar aire caliente era tan intensa que queda almacenada para siempre en mi memoria. Hay que admitir, en defensa de esa ciudad, que entonces, en aquellos días, los coches, cuando menos el nuestro, no tenían aire acondicionado, y a esas horas en las que circulábamos por la ciudad, sobre las cuatro de la tarde, el sol se encontraba en el apogeo de su fuerza, y nosotros ya cansados, casi exhaustos, porque habíamos dejado la calle Alburquerque de Madrid a eso de las seis de la mañana.

Le pedí que abandonara la terraza y me acompañara a la biblioteca. Allí, gracias al poder de la penumbra derivada del menor tamaño de las ventanas que dan al naciente, se respiraba un ambiente mucho más fresco. Curioso: el tamaño de los huecos exteriores, unido al volumen de las paredes, en estas casas de más de doscientos cincuenta años de antigüedad, sirve para protegerte del calor y del frío. Ahora se utilizan otros mecanismos, menos naturales, más efectivos, aunque no sé si más o menos humanos. Me inclino por lo segundo. Lo cierto es que nos sentamos uno frente al otro. Eligió el sillón entelado en azul oscuro con rayas amarillas, que se sitúa justo frente a las estanterías en donde María colocó mis libros, y los que sobre mí algunos han escrito, que no son pocos, por cierto. Me llamó la atención contemplar la imagen de aquel hombre de considerable edad y experiencia, de mirada que reflejaba pesadumbre más que contento, con un fondo integrado por el blanco con banda roja inferior de Los días de gloria, y del azul de Memorias de un preso. Curiosamente, justo encima de su cabeza, se vislumbraba, solo vislumbraba, la silueta negra del dorso pequeño de Cosas del camino, mi libro más intimista. Y es que en esas estábamos, charlando de las cosas de este camino tan singular con el que tenemos que lidiar en nuestros días. Y ahora, antes de irnos a las soluciones —si es que las hay— nos enredábamos en tratar de entender lo sucedido.

Su aparente pesadumbre mezclada con cierto asombro por lo que le tocaba vivir contrastaba con una especie de alegría interior que yo percibía por mis adentros. Y es que enfrentarme a personas de talla intelectual siempre me ha gustado. Quizá porque ame el desafío del intelecto. Cuando tienes necesidad de ser entendido es cuando compruebas no solo la solidez de tus argumentos, sino la capacidad de exponerlos de manera comprensible. Y ese desafío me entusiasma no tanto por ganar una batalla dialéctica, lo que no pasa de una cretinez de tamaño no desdeñable, sino por examinarme a mí mismo, de comprobar esos extremos: solidez argumental y capacidad expositiva. En prisión, en los años de encierro, me resultaba muy complicado un encuentro de este tipo, así que tuve que pelearme con un enemigo nada despreciable: el ordenador. Aprendí mucho de ese reto. Sobre todo una cosa: el ordenador no traduce en términos emocionales o de interés las conclusiones a las que llega. Son para él hechos. Puros hechos. Algo que para la inmensa mayoría de los humanos no existe, porque el hecho aparente siempre es convertido por nuestro procesador mental en un elemento emocional. De ahí que los relatos de resoluciones judiciales a lo que llaman Hechos Probados sean, en ciertas ocasiones, más que hechos objetivos, meros criados de intereses al servicio del poder.

—Mira, estoy seguro de que has visto que los llamados indignados, en sus manifestaciones públicas, cargan contra la banca e insultan a los banqueros.

Mi interlocutor pareció despertar del letargo en el que le había instalado nuestra conversación y el precipitado de sus pensamientos. Me miró con expresión todavía no definida, se agitó levemente para recostarse con comodidad en el sillón azul, quizá pensando que de nuevo tendríamos para un rato y convenía ponerse cómodo, y con voz entre sosegada y calma, con ribetes de fatiga, contestó:

—Bueno, eso lleva ya tiempo. He visto en revistas alemanas de primer nivel llamar criminales a los banqueros, y no en artículos interiores, sino precisamente en la portada. La imagen de los banqueros se encuentra demolida.

—Tienes razón y de eso hablaremos, porque tiene importancia. Más de la que muchos piensan. Pero ahora, lo que quería transmitirte es que los calificativos —mejor, los descalificativos— usados por los indignados tienen antecedentes mucho más rotundos en la Escuela de Salamanca.

Nada dijo. Prefirió gesticular indicando sorpresa. Quizá mejor curiosidad. Tal vez una mezcla de ambas. Así que tomé aquellas hojas impresas, busqué entre ellas, localicé el párrafo y le dije:

—En 1544, casi quinientos años atrás, se publicó en Medina del Campo un libro llamado Instrucción de mercaderes. Su autor, el doctor Saravia de la Calle, un nombre importante en la Escuela de Salamanca. Se refiere, claro, a los banqueros. Te voy a leer lo que dice.

Me miró inquisitivo. Deliberadamente mis movimientos fueron lentos, pesarosos, tratando de dejar que la variable tiempo cumpliera su cometido en el desarrollo de lo emocional. Al final, con voz que pretendía neutralidad, aunque no lo consiguiera, leí.

—Mira, estas son sus palabras para definir a los banqueros: «Hambrientos tragones, que todo lo tragan, todo lo destruyen, todo lo confunden, todo lo roban y ensucian, como las arpías del Pineo».

La cara de cierta sorpresa de mi interlocutor merecería un cuadro puntillista, pero Antonio López no presenciaba la escena, así que al almacén de la memoria. Continué.

—Y no se detienen en esto, sino que el doctor añade: «Salen a la plaza y rúa con su mesa y silla y caxa y libro, como las rameras al burdel con su silla».

Deposité mis hojas amarillas en la mesa frente a nosotros, la que sirve de apoyo al lugar de estancia, que, por cierto, se encuentra plagada de libros varios, de diferentes órdenes y materias, que acumulo para ser leídos o consultados con más facilidad que las estanterías de la biblioteca, y es que, además, María, que tiene una especial devoción por ordenar estos espacios de almacenamiento de libros, y que desarrolla una paciencia infinita para clasificarlos adecuadamente, se pone especialmente nerviosa —y lo comprendo— cuando a su deseo y práctica de orden le correspondo con ese desorden ordenado que siempre me ha caracterizado en la custodia de papeles y documentos. Quien contemple mis mesas de trabajo percibirá una imagen casi caótica. Pero que no me toque un papel, o un objeto, por leve que sea, porque los sitúo con precisión de tres dimensiones en mi memoria y percibo de modo inmediato si alguien ha estado enredando en mis cosas.

—Bueno, ya me dirás qué te parece esto que acabo de leerte.

—Pues en eso andaba pensando. Son adjetivos muy fuertes. ¿De dónde viene ese odio? Porque parece casi odio lo que destilan esas palabras, ¿no?

—Hombre, no sé si odio o explicación adjetivada en exceso de lo que constituye su experiencia del quehacer de tales personas. En realidad descalifican su función pero no la teórica, sino la práctica, no el concepto, sino la experiencia, no la definición, sino la vivencia.

Noté su gesto, que traducía cierto impacto, porque debo confesar que la frase me salió redonda, casi hasta poética, y eso hablando de banqueros…

—Ya, pero ¿por qué tanto descalificativo, como dices tú?

—Fíjate bien que en esta Escuela no solo se sanciona verbalmente al banquero, aunque sería mejor decir a un tipo de banquero, porque generalizar en exceso es ilegítimo. Supongo que entonces como hoy había diferentes tipos de banqueros, porque estos, como el color de las rosas, admiten variedades cualitativas. Pero, en todo caso, ellos, los de la Escuela, también sancionan —por así decir— al que les deja su dinero y por dárselo a los banqueros percibe interés. A Sarabia le parece algo inmoral, injusto, y por eso respecto del cliente emplea esta frase.

Tomé de nuevo las hojas amarillentas inclinándome para agarrarlas hacia la mesa en donde las había depositado un minuto antes, localicé la frase del buen doctor y se la leí a mi interlocutor.

—Mira lo que dice del cliente bancario: «No le libra de culpa, al menos venial, por encomendar el depósito de su dinero a quien sabe que no le ha de guardar el depósito, sino le ha de gastar su dinero, como quien encomienda la doncella al lujurioso y el manjar al goloso».

—Joder, la cosa viene fuerte con estos de Salamanca.

Sonreí. No quise leer en alta voz más cosas, pero en el fondo del asunto se encontraba esa experiencia de aquellos días, porque Carlos V, abrumado por las deudas, optó por la vía más directa de quedarse directamente con las reservas de oro y metales preciosos que tenían los banqueros en su poder. Vamos, que los confiscó directamente, sin andarse con rodeos, que para eso un rey es un rey, y un emperador, pues más si cabe. Y, claro, estos quebraron. Y, claro también, para justificar la quiebra que derivaba de sus decisiones, metió a alguno de ellos en prisión, que siempre ayuda el transmitir una imagen de culpabilidad al personal que consume lo que le dicen que degluta. Y esa quiebra de los banqueros al ser confiscados por el rey provocó la ruina de muchos. Porque lo confiscado era propiedad de los depositantes. Y con esta ruina de muchos se generó una depresión económica que caracterizó aquellos años. Y con eso, como es natural, los teóricos de la Escuela de Salamanca se enfadaron mucho con los banqueros, pero sobre todo con el tipo de negocio que hacían.

—Hombre, pero el culpable era el rey, el confiscador, ¿o no?

—En el fondo, rey y banqueros formaban un dúo operativo, así que deslindar culpabilidades no es algo que merezca demasiado la pena.

Sarabia, el de la Escuela de Salamanca, decía que si los banqueros deben dedicarse a la custodia del dinero, su salario debe ser moderado, porque deben limitarse a custodiarlo con la diligencia de un buen padre de familia. Pero no es eso lo que hacen, al menos no a juicio del doctor. Porque de custodiar, nada. Se apropiaban de los depósitos y se dedicaban con ellos a hacer negocios, pero no para los dueños del dinero, sino para ellos mismos, esto es, para los banqueros. Pero son tan gráficas, y en cierto modo tan actuales, algunas de sus palabras que decidí dar marcha atrás y acepté leerle nuevos comentarios de quien ya ocupaba un protagonismo sensible en nuestra conversación.

—Fíjate en esto: el doctor pide que sus salarios, los de los banqueros, sean moderados, pero como se apropian de los depósitos, literalmente se forran a costa del dinero ajeno. Y protesta el doctor con lo que hacen con esos beneficios y lo ejecuta con este discurso emblemático: «Y ya que recibieseis salario habría de ser moderado, con el cual os sustentásedes, y no tan excesivos robos con los que hacéis casas superbas y compráis ricas heredades, tenéis excesivas costas de familia y criados y hacéis grandes banquetes y vestís tan costosamente, especialmente, que cuando os asentastes a logrear érades pobres y dexastes oficios pobres».

Empezaba a ser demasiado el cúmulo de informaciones sucesivas que acabarían provocando una alteración emocional considerable en cualquiera, sobre todo, como dije, si se trata de persona acostumbrada a instalarse mental y emocionalmente en los postulados de la izquierda. Podría haberle recordado la política de remuneraciones inmorales seguidas por algunos banqueros del momento, los más de veinte millones de dólares anuales de ciertos jefes de banca que provocaron desastres, y que, no obstante, percibían semejantes cantidades de ingresos personales en un mundo en donde comenzaba a abundar en exceso la penuria económica y vital de demasiadas gentes. Pero eso habría sido apelar a lo más fácil. No es lo anecdótico, desde luego que no, pero en este caso la clave residía en entender el fondo del asunto. Lo demás vendría más tarde.

Nos despedimos. Entendí que más que la hora, todavía relativamente temprana, la carga de trabajo acumulada en nuestra conversación reclamaba un descanso. Salimos juntos de la biblioteca. Atravesamos la galería en la que cuelgan fotografías de antepasados. Las miró con una sonrisa. Se detuvo en la que aparecemos el Rey y yo a bordo del Alejandra. Guardó silencio. Descendimos los escalones que nos sitúan en el hall de entrada. Allí volvió, como al entrar en la casa, a contemplar las diferentes alturas, a escudriñar el patio gallego en el que residen orondas —y redondas de poda— las camelias que me regaló Alfredo Conde. Se movía silencioso e inquisitivo. Quizá quiso que su mente descansara un rato en la arquitectura y en la decoración, con sus correspondientes derivadas. Era consciente de que tendría tiempo para volver inevitablemente sobre lo conversado.

Ascendimos por el patio adoquinado. Es casi un producto a extinguir porque colocar adoquines no es solo una labor paciente, sino que sobre todo hay que saber ejecutarla. Mi padre, con mucha coña, decía de los portugueses que a veces se pasaban en exceso de bombo porque a los que colocaban esos adoquines en ciertas carreteras portuguesas se les llamaba «técnicos en colocación de paralalepípedos». Seguramente, como digo, sería una de esas coñas a las que mi padre era aficionado con su gigantesco sentido del humor, pero lo cierto es que el remate de un trozo del patio que quedaba por ajustar con adoquines se lo encargamos y lo ejecutó un portugués, lo que no debe extrañar porque en esa zona la frontera —así llamada— con Portugal se encuentra a muy pocos kilómetros, no más de cinco, de modo que el trasiego de bienes, servicios, mercancías y personas es fluido y constante en ambas direcciones.

Cruzamos el umbral y salimos al campo. Allí seguían los castaños, orgullosos y silentes, sabedores de que dominan el tiempo por encima de nuestras vidas. Ellos, claro, disponen de menor espacio para moverse. Pero a cambio acumulan más tiempo. A veces me pregunto si muchos no preferirían ser castaños a personas, es decir, vivir mucho más tiempo confinados en menor espacio. Lo cierto y verdad es que el mundo es para muchos una trampa mortal: apenas si disponen de un espacio muy poco superior al de un castaño y mucho menor resulta su tiempo de vida. Por si fuera poco, el castaño disfruta con las estaciones. Vivir para él es un hecho en-sí-mismo. Para ciertos humanos es solo un caminar sobre las brasas de un sufrimiento inevitable.

Pensé en contarle el misterio de la mina de agua que proviene del monte, del cerro del Cabezo, pero, como supuse que no sería experto en el funcionamiento de las aguas subterráneas, me decidí por el silencio. Estuve a punto de hablarle algo de este lugar, de A Cerca, porque me formuló una pregunta que yo sigo planteándome a mí mismo con frecuencia:

—Oye, el muro que rodea esta finca es enorme de alto, y doble, y eso costaba un pastón. ¿Por qué lo hicieron así? ¿Qué ocultaban por aquí?

No quise responder más que con una sonrisa que indicaba un «ya hablaremos». Nos despedimos. Nos dimos la mano. En su apretón percibí que la conversación le había resultado fructífera. Me alegré. Su coche negro dejó atrás el portón de salida, que cerré con el mando eléctrico. Me quedé mirando hacia la plaza de Chaguazoso, allí donde reside moribunda una capilla prerrománica convertida —aunque parezca increíble— en almacén de patatas. El coche negro cruzó por delante de su puerta y se perdió al girar hacia su izquierda para retomar la carretera que debería conducirle de nuevo a Ourense. Cayó la tarde. El silencio del valle sonaba con fuerza. A lo lejos, aun a pesar de las horas, algunas mujeres gallegas trabajaban las huertas. Al contemplarlas me reafirmé: la mujer gallega es el pilar de esta sociedad matriarcal encubierta. Y el misterio de este lugar tiene algo que ver con una mujer gallega, pero eso es para otro momento.