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HABLANDO DE COMBINAR ÉTICA Y CAPITALISMO
Al mediodía del 18 de agosto, a eso de las dos de la tarde y envuelto en un extraño calor, de intensidad desconocida para estas tierras altas, aterrizaba por A Cerca Ilia Galán. Le conocí hace años. Nuestra relación se inició a raíz de una carta que me envió a prisión con el propósito sincero de transmitirme unos ánimos que se suponían necesarios dada la brutalidad del encierro. Es profesor titular de Estética y Teoría del Arte en la Universidad Carlos III de Madrid, además de profesor invitado en las Universidades de Oxford, Harvard, La Sorbona y Nueva York, entre otras. Es poeta y autor de numerosos libros de ensayo y novela, además de colaborador de diversos medios. Inquieto, muy inquieto en su vida intelectual y puramente humana, con un orden de preocupaciones que no solo abarca los aspectos filosóficos de la estética, ni siquiera se centra en los puramente éticos, sino que profundiza en un mundo más amplio, ese que llamamos espiritual.
Situados en la terraza desde la que se divisa al completo el valle sobre el que se alza el símbolo de O Penedo dos Tres Reinos, nuestra conversación giró hacia lo que constituía la noticia del día: la visita de Benedicto XVI a Madrid. Los dos coincidimos en que este papa, siendo, como lo es, un hombre tremendamente culto, con un rigor intelectual evidenciado en sus obras de modo implacable, carece del, digamos, carisma o atractivo personal del que disfrutaba su antecesor, Juan Pablo II, mucho más orientado hacia lo que llamaría un catolicismo de masas con componentes de influencia mediática.
—Me parece —dijo Ilia— que Ratzinger es un hombre de una extrema lucidez, de una gigantesca claridad mental porque le he escuchado en directo y te aseguro que es persona que impacta, precisamente por la fuerza de su intelecto.
—Yo tuve la oportunidad —recordé— de compartir con él una cena en el Vaticano. Bueno, creo que fue en la sede de la Embajada española, a la que asistimos unas pocas personas y entre ellas se encontraba el cardenal Ratzinger, entonces máximo titular del organismo vaticano dedicado a la defensa de la fe.
—Pues a pesar de esa carencia de carisma, con lo que estoy de acuerdo, la afluencia está siendo masiva. Más de un millón de personas ocupa Madrid con este motivo. Y no solo jóvenes, aunque el encuentro se oriente principalmente a la juventud. Y es que hay algo más que carisma o rigor intelectual en el movimiento. Hay hambre de espiritualidad.
Estas dos palabras unidas, hambre y espiritualidad, referidas a un movimiento de masas, singularmente de masas jóvenes, producido en estos compases del siglo XXI, después de un gigantesco y brutal esfuerzo para que el individuo tenga una visión estrictamente materialista de la existencia, la global y la suya propia, no dejan de producir sorpresa. Sobre todo a los defensores a rajatabla de esa visión del mundo. No tengo idea en estos momentos de los porcentajes que se aplicaban a una y otra concepción entre los españoles, pero sea lo que sea, de lo que no me cabía duda alguna es de que Ilia estaba en lo cierto.
—Tienes razón, Ilia. La sociedad actual, no solo la española, está buscando. Y no se trata exclusivamente de un bienestar material, que es legítimo aspirar a ello. La búsqueda, al menos eso creo, tiene contenido espiritual, aunque la definición concreta, la precisión de en qué consiste eso que llamamos mundo espiritual no la tengan totalmente clara en sus mentes muchos de esos buscadores. Por ser más concreto: quiero decir que esa búsqueda no se circunscribe exclusivamente a la Iglesia católica. Es más imprecisa en sus contornos, más magmática, menos definida en sus perfiles. Buscan algo diferente a una visión puramente material del mundo y de la vida.
—Así es. Y creo que detrás del éxito de un papa como este, que no ofrece una de esas imágenes fabricadas especialmente para las masas, se encuentra precisamente eso que dices: la búsqueda, o mejor dicho, la necesidad de la búsqueda. Porque lo que sienten las personas con un mínimo de sensibilidad es una necesidad de algo distinto a lo que la sociedad oficial les ofrece, perteneciente a otro orden diverso del material, a una dimensión del hombre que supere el mero encuadramiento orgánico. Y en esa búsqueda, yo al menos creo que también es localizable un componente de protesta por lo que les toca vivir.
—Yo creo, Ilia, que sienten y viven en sus carnes que algo se desmorona, se descompone, y en ese proceso el hombre tiende a reencontrarse consigo mismo de manera más profunda que cuando vive aturdido por el exceso de bienestar material. Pero es algo más que un mero refugio ante esa carencia. Es más profundo.
En efecto. En prisión tuve la oportunidad de vivir como muchos presos; ante la inevitabilidad de su condición, ante la privación de libertad y la marginación que implica, se refugian en una especie de conversión hacia lo religioso que se traduce en poseer la Biblia o libros de corte oriental. Digo poseerlos, porque leerlos o estudiarlos ya es otra cosa. Pero llama la atención esa aproximación singular. Tan singular que desaparece en el mismo instante en el que recuperan un trozo de libertad. Pues aun a pesar de que la sociedad que les toca vivir y la carencia de oportunidades que parece ofrecerles suponen en cierta medida alguna forma de encierro, creo que el movimiento que vive estos días la humanidad, del cual esta manifestación de Madrid es un momento álgido, y sin duda importante aunque sea puntual, creo que esa búsqueda de lo espiritual es mucho más profunda que la que pudiera derivarse de una coyuntura social muy adversa.
—No deja de ser curioso, cuando menos singular —puntualizó Ilia—, que tras siglos de materialismo doctrinario nos encontremos hoy aquí, ante la visita de un papa como Benedicto XVI, y sosteniendo, creo que con razón, que lo que sucede, el fondo del asunto, es la búsqueda de mucha gente de un referente espiritual.
—Sin duda. Creo, Ilia, que aun valorando en primer término esa dimensión espiritual, lo grave, lo más inmediato consiste en que nuestra sociedad se descompone y casi nada está quedando en pie. Me refiero al modelo de instituciones de que nos hemos dotado como forma de organizar civilizadamente nuestra convivencia. Yo estoy escribiendo un libro sobre este asunto y siento cierta frustración personal cuando tecleo sobre el ordenador, porque no me gustan muchas de las cosas que tengo que relatar, pero es la realidad que se impone a mis deseos de consumir un poco de utopía.
—¿Sobre qué asunto en concreto estás escribiendo?
—Digamos que trato de investigar las raíces de nuestra situación actual. Es decir, por qué hemos llegado a esta situación, a este destrozo de convivencia, y no solo referido al mundo económico, al paro, a las quiebras, sino a la globalidad de la convivencia. Intento analizar las causas en profundidad. Por ejemplo, me he esforzado en demostrar el papel que ha cumplido el sistema financiero en esta crisis, y lo hago con la finalidad de que se entienda, porque no se trata solo de descalificar, de insultar, de culpar, de abroncar, sino de saber por qué y de qué manera una noción equivocada del sistema financiero ha contribuido de modo decisivo a traernos hasta aquí.
—Pues es de agradecer, porque nosotros, los intelectuales, no sabemos de finanzas, y tenemos necesidad de comprender para poder reflexionar sobre los cambios imprescindibles. Por eso creo que debes escribirlo de modo que nos resulte inteligible.
—Eso pretendo, la verdad. Otra cosa es que lo consiga. Pero, vamos, el asunto obviamente no es solo el sistema financiero, sino el conjunto del Sistema que parece desmoronarse. Ya sé que muchos, cuando dices estas cosas, te acusan de que eres catastrofista. Ya sé que abundan los que te dicen que la gente está cansada de oír lo mal que funcionan las cosas y que lo que desean son soluciones. Y es verdad. Lo malo es que los datos están ahí y con ellos es difícil dibujar un cuadro medianamente aceptable. Solo conociéndolo podremos intentar cambiarlo.
—Yo creo que es necesaria una revisión integral del modelo. Hay que repensarlo. Somos muchos intelectuales los que estamos en eso, los que reflexionamos sobre el asunto y sobre las salidas posibles, y por ello una visión del sistema financiero que nos resulte inteligible nos ayudaría. Como dices, hay más, pero vivimos en un sistema en el que las finanzas tienen un papel decisivo. Y a muchos nos falta una visión en profundidad, no del negocio financiero, que no nos interesa demasiado, sino del papel que juega en la vida social.
Tiene razón. Pero lo grave es que el predominio de lo financiero, por así decirlo, se ha traducido en la generación de grandes grupos que ejercen un notable poder en la vida social. Y que entre otros aspectos se manifiesta en el ofrecimiento de empleo, directo o indirecto, a los intelectuales, por ejemplo. En mi experiencia, la capacidad de secuestrar voluntades de algunos llamados intelectuales que ha ejercido, por ejemplo, el Grupo Prisa en sus momentos más álgidos, aquellos en los que su poder se expandía con escasos límites sobre la vida de España, ha sido muy notable. Y es que, como decía alguno, si te llevas mal con Prisa y no te publican en sus medios, tu vida de intelectual desaparece, porque te condenan a la marginalidad. Recuerdo un libro que se llamaba La traición de los intelectuales. Aquí se ha producido un arrendamiento de sus voluntades, por decirlo por derecho y de modo gráfico. Y eso explica en gran medida la para mí indudable penuria intelectual que sufrimos. Se instaló entre ellos la necesidad de una especie de pensamiento único, y esa necesidad tenía, justo es decirlo, componentes monetarios, porque se necesita dinero para vivir, y ya se sabe que el que paga manda. Pero, claro, como ese pensamiento no era verdaderamente único, ni profundo, ni cierto, así pasa lo que pasa.
—Puede resultar chocante, Ilia, que yo sostenga, por ejemplo, que existe una descompensación entre los daños que puede provocar el sistema financiero y su gestión estrictamente privada. Es decir, entre los bancos llamados «demasiado grandes para caer», los daños que si caen pueden provocar, y que su gestión y filosofía sean estrictamente privadas, y hasta casi singularmente privadas, y hasta aparentemente familiares.
—Perdona, pero no te entiendo bien. Ya te digo que no somos expertos en ese mundo…
—Disculpa. Quería señalar que si quiebra un gran banco, de esos llamados demasiado grandes, es la ruina para todo un país o para una parte sustancial de ese país. Por ello creo que debemos repensar cómo organizarlo, porque me parece excesiva una gestión puramente privada, no digamos ya familiar, sin una presencia decisiva de un aparato de control por parte de la sociedad, porque se trata de un asunto de envergadura nacional. Ya sé que puede ser malentendido, pero…
—Hombre, malentendido por nosotros creo que no. Me refiero a los intelectuales que pensamos libres de ataduras de corte ideológico dogmático y menos aún de intereses crematísticos. Por otros, quizá. Pero si existe coherencia en el planteamiento tendremos que abordarlo. No basta con descalificar a los banqueros, que es la moda hoy. Hay que saber por qué y qué alternativas proponemos.
—Precisamente por eso, porque siento que hay una especie de rebelión, hartazgo o como lo quieras llamar en el seno de la sociedad y se necesitan propuestas serias. Los problemas más o menos los conocemos. Pero de lo que se trata es de formular propuestas serias.
—Esto es lo que constituye el lado débil de los movimientos sociales tipo indignados, o como los quieras llamar. Sus protestas son comprensibles, pero no tienen propuestas serias, entendiendo por serias susceptibles de ser implantadas con realismo. No basta con que nazcan del deseo de cambio, ni siquiera solo de la reflexión, sino que, además, tienen que derivar de la experiencia —remató Ilia.
—El problema, Ilia, es lo que yo llamo la parcelación de la crisis. Es decir, aparece un señor y escribe que él tiene la solución para arreglar el paro. Es cómico, pero así es. Otro tiene idéntica solución, pero para arreglar el gasto en vehículos en las administraciones públicas, por poner un ejemplo más que límite. En fin, de esos arreglos parciales, o supuestos arreglos, tenemos un abanico de ofertas gratuitas muy amplio cada día. Pero eso no sirve. No se trata de problemas puntuales, sino del Sistema en su conjunto. Lo que vemos en diferentes campos no son sino las consecuencias concretas, en campos concretos, de un fallo global. Es como si descompuesto el motor de un coche en su integridad, viniera uno a decirte que él sabe cómo arreglar el carburador y otro a contarte cómo puede recargarse la batería…
Esta falta de visión global del asunto es lo que más me preocupa. La parcelación, la segmentación, el troceamiento del problema tiene cierta fuerza, puede servir para concentrar a la gente en asuntos muy concretos, de visión, pero solo funciona si se entiende que el problema es global. Todo está interrelacionado con todo. Nosotros, los humanos, manejamos un lenguaje que es por esencia fragmentario, esto es, dividimos la realidad en parcelas que son solo modos de entendernos, artificialidades para comunicarnos más fácilmente. Pero la realidad sigue ahí, presente, unitaria, y eso es lo que tenemos que abordar.
No puede decirse, por ejemplo, que la asistencia a la visita de un papa como Benedicto XVI derive de que unos jóvenes tienen problemas de empleo, otros con las drogas, otros buscan divertirse… El asunto es, como pensábamos nosotros, la búsqueda de referentes, y no consiste solo en una labor de escudriñar el exterior, el mundo de fuera, sino el interior de uno mismo. En el fondo la búsqueda espiritual es un poco el preguntarse quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos. Es mucho más que centrarse en los problemas de la economía o de la política, aunque siendo seres sociales y viviendo en sociedad tenemos que ocuparnos de ellos.
Lo malo es que esto que está sucediendo no es nada nuevo, ni resultaba impredecible para quienes querían abrir los ojos a lo que estaba ocurriendo a su alrededor. La visita de Benedicto XVI me trajo el recuerdo de aquella jornada en el Vaticano con su antecesor, Juan Pablo II. Gracias a Íñigo Gómez Bilbao conseguí recuperar el libro en el que se recogieron todas las ponencias y, además, las palabras del anterior pontífice. Lo guardo en la biblioteca de A Cerca, en las proximidades de mi mesa de trabajo, y lo custodio con especial afecto. En su día fue un documento poco difundido, porque ya se sabe que cuando algo no gusta, el Sistema expande con toda su fuerza la capa de silencio más densa y efectiva de la que es capaz. Pero silenciar no equivale a destruir. Al final, libres de presión forzosa hacia abajo, ciertas cosas acaban alcanzando la superficie, recuperando su espacio propio y natural. No hay forma de sumergir al corcho, como no sea presionando constantemente sobre él en dirección al fondo. Pero como en algún momento esa presión desaparece, el corcho recupera de nuevo la superficie de la que fue forzado a salir. Por eso estoy convencido de que la historia le hará un sitio, porque quienes por allí anduvimos reflexionando en aquellas jornadas nos anticipamos en mucho a nuestro tiempo, y predecimos el camino a seguir, que, ciertamente, no ha sido el recorrido, y así nos va.
Siento cierta frustración personal, como decía antes, cuando rememoro todo esto. Quizá otros se invadirían de vanidad al convertirse en profetas de la catástrofe. Pero personalmente tengo todas mis vanidades curadas y precisamente por eso me siento vivir en libertad. Mil veces mil preferiría que esos libros y esas admoniciones pasaran al baúl de los trastos inservibles antes que convertirse, como lo son, en documentos que señalaron ese sendero que por ceguera o egoísmo, o por lo que sea, que en el fondo da igual, no ha querido recorrerse, y de ahí el alto coste que estamos pagando. De ahí, también, y esto es lo que principalmente me importa, la enorme oportunidad que nos brinda el destino de contribuir a crear un mundo mejor. Nunca es demasiado tarde para tratar de mejorar la convivencia, para volver al referente del individuo en Humanidad.
A muchos les resultó más que extraño que me dedicara a organizar y que participara en un encuentro en el Vaticano titulado Capitalismo y ética. No tanto por el lugar elegido, ni siquiera por el papel que en este asunto pudiera cumplir la Iglesia católica, sino porque debatir sobre capitalismo y ética podría parecer algo imposible. Escuché voces en aquellos días que me decían que se trataba de términos que viven en lugares diferentes, en órdenes de valores completamente distantes.
—Mira, Mario, el capitalismo solo atiende al beneficio. Lo demás es literatura. La única ética que preside el comportamiento de los grandes empresarios, y de modo muy singular y especialísimo los grandes banqueros, es la del beneficio. Cuanto más mejor. Y los accionistas de las empresas no atienden a ética o no ética. Les interesa el dividendo. Lo demás, cantos de sirena. Esa es la regla. Así que me parece una pérdida de tiempo y dinero lo que vas a organizar en el Vaticano.
—Pero es que eso sinceramente me parece un suicidio. No puede ser. Nos llevamos el modelo por delante.
—Pues ya no. Antes de la caída del Muro de Berlín teníamos un referente alternativo. Ahora ya no. Es tal el desastre que han originado los comunistas que tenemos gasolina para muchos años, porque ya no hay más solución que la economía de mercado. Y como no hay alternativa, no es necesario plantearse esos problemas que quieres traer a la reunión del Vaticano.
—Eso no es así. Nada puede subsistir si se sitúa por encima de la cohesión social. Nada es duradero cuando necesita consumir cantidades ingentes de injusticia. Nada pervive a costa de negar al individuo, al hombre en su dimensión total. Al final, la gente salta.
—Puede, pero hay mucho tiempo por delante, así que no debes preocuparte. Dedícate a lo tuyo, que es la banca.
¿Quién era mi interlocutor en semejante conversación? Pues no uno concreto, no solo una persona con nombre y apellidos, sino muchos nombres y muchos apellidos, porque era el modo de pensar —como diría Jospin— que impregnaba el momento de la sociedad española. Seguramente de la mundial, pero nunca he visto en mi vida un modo de ser, de pensar, de actuar, de moverse, de decidir tan brutalmente orientado al beneficio por el beneficio, tan despreciativo de ciertos valores humanos, de algunas de las reglas de la convivencia, como el de aquellos productos de la ortodoxia del Sistema, aquellos amantes de la riqueza financiera, aquellos que sonreían con tintes de desprecio cuando les hablaba de tejido industrial, de pequeños y medianos empresarios, de construir un país equilibrado. Incluso llegaban a decir cosas así:
—Déjate de coñas, este país no tiene más solución que ser un país de servicios. La industria, para los alemanes. Nosotros, al comercio y al turismo, que es lo nuestro…
Comprendo que produzca escalofríos recordar este planteamiento, pero en los días preparatorios de aquel encuentro en el Vaticano era la doctrina oficial que me llegaba desde todos los ámbitos del mundo financiero.
—¿Qué haces? ¿Dónde está Ilia?
María irrumpió en mi despacho mientras me encontraba envuelto en estos pensamientos y con el libro rojo en mis manos. No me refiero al de Mao, claro, sino al del Vaticano. Ella, como tantos otros, a pesar de que ya entonces era profesora universitaria y doctora en Derecho, no tenía almacenada en su memoria referencia alguna al Congreso, y mucho menos a sus conclusiones, lo que prueba que cuando el Sistema se pone a trabajar para destruir u ocultar, consigue resultados espectaculares. No siempre duraderos, claro, pero de momento…
—Ilia está con sus cosas. Hemos quedado para ir a pasear después. Y yo ando con el Congreso del Vaticano, porque me ha venido a la memoria a raíz de la visita del papa. Es curioso, pero tiempo después siguen vivas muchas de las cosas que entonces dijimos.
—¿A qué te refieres en concreto?
—Pues por ejemplo a cómo conseguimos conjugar, sintonizar, armonizar o como quieras llamarlo capitalismo y ética.
—Complicado, ¿no? ¿Tú crees que son términos más o menos homogéneos?
—Hombre, esa fue precisamente la batalla. Me decían que lo de la ética y el capitalismo se corresponde con lugares diferentes y que debíamos dejarnos de sueños armonizadores. Precisamente por eso lo abordé de manera directa en mi discurso.
Tomé el libro y busqué mi intervención, que viene recogida en las páginas 28 a 31.
—Mira. No solo no rehúyo esta cuestión, sino que la trato de manera directa. Lee por ti misma este párrafo en alto.
—No, léelo tú, que da igual.
—No es lo mismo. Cuando lees interiorizas más que cuando escuchas. Por eso lo de los audiolibros me gusta menos. El acto de leer es importante y eso que ahora parece despreciarse. Pero, bueno, deja esto de momento y lee el párrafo segundo.
María tomó el libro en las manos, lo sujetó como mejor pudo, porque los libros tamaño folio son algo incómodos de leer, buscó el párrafo que le indicaba y leyó en voz alta aunque templada, en la que podía adivinarse un punto de curiosidad:
El tema central que nos reúne hoy aquí es Ética y capitalismo. La ética y los valores económicos pertenecen, en principio, a dos órdenes distintos. La independencia entre ética y economía, o incluso la contradicción entre ambas, ha sido motivo de reflexión de grandes teóricos de este siglo.
Concluyó la lectura, siguió con el libro en las manos marcando el lugar en el que se encontraba el discurso, me miró y dijo:
—Yo estoy de acuerdo en que es muy difícil encontrar un punto de encuentro, valga la redundancia, entre ética y capitalismo. Son cuestiones, órdenes valorativos, como dices en el texto, diferentes.
—Sí, claro, pero el reto era ese, y sigue siéndolo. Por eso lo quise poner por delante de cualquier otra consideración. Atacarlo en directo.
—Entiendo, pero eso no es suficiente. Lo que cuenta es solucionar las cosas, no solo plantearlas. Y ¿qué solución le das al conflicto?
Pregunta que ataca el centro del problema. Yo sentía en aquellos días que el camino por el que circulábamos, el sendero que conducía a un progresivo distanciamiento de los valores propios de la economía real en beneficio de un artificial, cuando menos en mucho grado, mundo financiero, no podía conducir sino a un resultado fatal, porque, además, y, por en medio, se llegaba a negar al individuo convirtiéndolo en número. Porque los valores propios del mundo financiero, en el que los productos, por ejemplo, carecen de consistencia real, no tienen nada que ver con la actividad de creación de riqueza, en donde todo lo que haces es tangible, tiene presencia física, corporal, y no solo virtual. Pero he de admitir que en 1992 nos encontrábamos a miles de kilómetros de distancia del volumen y consecuencias que ha alcanzado el mundo financiero de hoy en día. No obstante, las tendencias son las tendencias. Hay que saber verlo. Mejor dicho, hay que querer verlo, porque si rechazas la visión porque afecta a tus intereses no hay nada que hacer. Por eso hablé de una idea que sigue viva en mi interior.
—Mira, la idea es un código de valores compartido.
—¿Qué es eso?
La verdad es que eso de un código de valores compartido suena un poco raro. Hoy quizá ya no tanto, pero si nos situamos en 1992 en plena efervescencia del culto a la nueva diosa financiera, eso de hablar de valores y, por si fuera poco, encima pretender codificarlos resultaba más que chocante. Pero así fue.
—Déjame ahora que lea yo —le pedí a María para facilitar la búsqueda y agilizar la conversación. María me entregó el libro y unos pocos párrafos más abajo del que leyó ella se encontraba la frase capital.
—Mira lo que dije ese día: «Conectamos así con una de las tesis centrales que me permitiré exponer ante ustedes: el punto de unión entre ética y economía es la concepción general de la sociedad, o, dicho de otra manera, el código de valores compartido que define el modelo deseado de una sociedad». ¿Qué te parece?
—Teóricamente muy bien, pero el asunto es que hay que precisar esos valores, hay que concretar cuáles son y quién se encarga de definirlos, y eso es lo verdaderamente difícil.
—Sí, claro, ese es el asunto y precisamente por ello lo abordé de manera directa y pedí que nos pusiéramos a debatir, a discurrir cuáles deben ser esos valores. Ese debate y esa discusión deben tenerse, dije entonces y mantengo hoy, en el seno de la tan cacareada sociedad civil. Lo malo es que entonces y hoy no estoy seguro de que esa sociedad esté dispuesta a ponerse a trabajar en el asunto.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que no podemos ser optimistas. Estos años no han pasado en balde. La sociedad ha sido laminada. Fíjate que estamos ante la crisis más profunda que hemos tenido y las preguntas son: ¿Dónde están las Academias? ¿Y los Colegios Profesionales? ¿Y los intelectuales? ¿Y las Universidades? ¿Cuál es el estado real de todas esas instituciones que deberían cumplir un papel primordial en la sociedad civil de nuestros días? Desgraciadamente, que yo sepa, no han sido capaces de articular una respuesta ni medianamente coherente a los problemas que nos acucian. Están como calladas, silentes, asustadas, impotentes. Es cierto que en ocasiones se han atrevido a esbozar algunas precisiones sobre el paro y no sé qué más. Pero en el fondo nada o muy poco en comparación con la magnitud de los asuntos que nos traemos entre manos. Tenemos una sociedad civil inerte y vacía. Y en eso los grupos económicos tienen una enorme responsabilidad.
—¿Los grupos económicos? ¿Por qué? ¿No son los políticos los responsables?
—Los responsables, María, somos todos. Pero los grupos económicos tienen una responsabilidad muy especial. Perdona que repita tanto esta palabra, responsabilidad, pero es que creo que cuadra a la perfección. Y lo digo hoy alto y claro porque ya lo dije en su día. Y ahí lo tienes, en el discurso.
Tomé de nuevo el libro. Me molestaban estas referencias constantes, pero no tenía más alternativa si quería evidenciar que no se trataba de pensamientos oportunistas nacidos al calor del desastre, sino de pensamientos, ideas, valores y juicios que anidaron dentro mucho tiempo. Además quería significar que atreverse a explicar estas cosas en público era, en aquellos días, nadar contra corriente, y eso suele traducirse en consecuencias complicadas.
—Mira. Esto es lo que dije: «El hecho de que los grupos empresariales cuenten en la actualidad con el grado de legitimación social más alto de la Historia Moderna les asigna una especial responsabilidad. Ellos deben contribuir a fortalecer la sociedad en la que se incardinan y de la que reciben el beneficio de su actividad».
Concluí la lectura. Nos quedamos en silencio. Sonaban fuertes esas palabras. Hemos visto en estos días cómo algunos empresarios de tamaño más que considerable se reúnen en torno a iniciativas en las que teóricamente pretenden defender la sociedad civil… Dan a sus proyectos —por así llamarlos— una publicidad ostentosa, buscando que la gente crea en ellos. Pero eso ya no funciona; al menos no como antes. Porque suena forzado y hasta cínico. La sociedad, afortunadamente, se ha dado cuenta de ello y las recibe, más que con indiferencia, casi con rechazo. Porque son conscientes de que estos años no han cumplido esas misiones. Recuerdo que un día, cuando creamos la Fundación Banesto, dije en la Junta General algo así como: «Debemos devolver a la sociedad en forma de cultura parte de lo que de ella obtenemos como beneficio». La gente sonreía cuando escuchaba estas ideas, porque desde siempre algunos expresaban otras más o menos parecidas, pero en su verdadero fondo las concebían como instrumentos de pura imagen, de marketing, sin corazón, sin sentimiento.
—Por cierto, ¿has visto lo que ha dicho Benedicto XVI en el discurso de entrada en España a los jóvenes?
—He leído algo pero no sé en concreto a qué te refieres.
—Pues a estas palabras que te leo. Las he tomado de internet. Son esclarecedoras para mí: «Hay palabras que solamente sirven para entretener, y pasan como el viento; otras instruyen la mente en algunos aspectos; las de Jesús, en cambio, han de llegar al corazón, arraigar en él y fraguar toda la vida. Sin esto, se quedan vacías y se vuelven efímeras».
—Son bonitas, desde luego.
—Ya, pero aparte de la estética…
—Hombre, la estética también cuenta, no se puede ir por la vida solo con conceptos, más conceptos… También las cosas bonitas cuentan, aunque sean utopías.
—Por supuesto, no lo niego. Pero me refiero al fondo. Es verdad que hay palabras que solamente sirven para entretener. Es el lenguaje de los políticos, que hablan, hablan y no dicen nada. Como mucho entretienen.
—¿Tú crees que entretienen? Yo creo que la mayoría aburre a muerte.
—Totalmente de acuerdo, pero aquí se refiere Benedicto XVI a palabras que son carcasas vacías, que carecen de fondo, que no responden siquiera a ideas, a pensamientos reales, a convicciones. Los políticos de hoy han sustituido las convicciones por las conveniencias. Solo les importan los votos. Hablan con palabras para entretener; no llegan al corazón.
—¿Qué es llegar al corazón para ti? Porque lo que yo pienso del corazón lo tengo claro y por eso te pregunto qué es para ti.
La pregunta es muy densa. La referencia al corazón no es exclusivamente a la víscera en cuanto tal. Tiene una carga simbólica muy profunda. Si se leen esas palabras de Benedicto XVI, se aprecia en ellas la diferencia entre mente y corazón. Dice, y tiene toda la razón, que algunas palabras «instruyen la mente». Son las que permiten un tipo de «conocimiento». Es el territorio de lo que podríamos llamar exclusivamente racional. Se necesita razón, sin duda, para vivir.
Pero no es todo. Hay algo que va más allá, que toca los lugares más profundos del ser humano considerado en su integridad. Si alguno no se ofende —insisto, y si lo hace peor para él— me atrevo a decir que son palabras que llegan a esa zona en la que vive el alma, el espíritu o como quiera llamársele. El lenguaje del corazón tiene una tradición muy profunda en todos los esoterismos, incluido, por supuesto, el cristiano. Pero es algo que se ha perdido en gran medida y por eso en aquellos días, a pesar de estar en el Vaticano, yo era pesimista y no me recaté de decirlo.
Me produjo cierta desazón leer las palabras con las que concluía esa intervención en el Vaticano. Después de pedir a los grandes grupos económicos que contribuyeran a potenciar y fortalecer la sociedad civil, se me ocurrió la idea de pedir a los medios de comunicación que colaboraran en tan importante tarea. Una pretensión que formulé con estas palabras:
Los medios de comunicación como institución básica de la sociedad civil también juegan un papel decisivo en el proceso porque la opinión pública debe percibir con nitidez el proyecto, sus características básicas y la importancia del éxito de la tarea.
No era ingenuo. Ya tenía experiencia de cómo funcionaban los medios de comunicación en nuestro país, aunque siendo sincero me quedaba todavía mucho por aprender acerca del grado de servilismo que pueden alcanzar cuando sus intereses económicos andan por en medio. Lo aprendería después con elevado coste personal, aunque agradezco a día de hoy disponer de esa información. Una vez que he sobrevivido, claro. Lo que algunos, debo decirlo, se empeñaron a fondo en intentar que no se produjera, si no físicamente, sí al menos civilmente. Pero gracias a Dios, y a los despropósitos cometidos por ellos mismos, a su soberbia impenitente, a su adoración de lo conveniente, algunos imperios del pasado se debaten hoy en un dilema de subsistir o desaparecer, una vez que sus esencias han sido vendidas por razones de emergencia al postor que ha querido comprarlas.
Además de los grupos económicos y los mediáticos se encontraban los propios integrantes de la clase política. A ellos me dirigí para concluir y es ahí donde se nota con mayor carga el pesimismo que me embargaba. Creía a pie juntillas en lo que decía, en la necesidad de ese código de valores compartidos, al tiempo que pensaba que iba a ser muy pero que muy difícil que se pasara del plano verbal, del discurso a la acción y mucho menos a la conducta sostenida. Por eso dije:
Las instancias estatales deberían ayudar, aunque no podemos ser optimistas, porque mayor fuerza de la sociedad civil significa menor poder efectivo del Estado y quienes han sido educados en cualquier forma de autoritarismo mantendrán siempre esa raíz inextirpada, aunque más o menos evidente en función de las circunstancias.
No puedo ocultar un sentimiento de frustración ante la lectura de esas palabras. Han transcurrido desde entonces diecinueve años. En ellos, ni los medios de comunicación ni los grandes grupos empresariales ni la clase política han hecho nada en la dirección de fortalecer la sociedad civil. Todo lo contrario. Entonces ya tenía una noción muy clara de lo que era el Sistema de poder como conjunto de esa trilogía. Quería intentar que se dieran cuenta. Inútil. El poder ciega. No solo corrompe, sino que primero ciega. Porque se contempla lo real a través de los cristales de los intereses inmediatos.