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EL BANQUERO MALLORQUÍN Y LA RIQUEZA FINANCIERA

Era la hora del paseo. Aquí, en estas tierras, en As Frieiras, anochece más allá de las diez de la noche, y eso que estamos ya a mediados de agosto, porque en los momentos solsticiales, en los alrededores del 22 de junio, tenemos luz diurna hasta muy cerca de las once. Sería sensato cambiar la hora oficial de Galicia para acercarla a la solar. No tiene demasiado sentido que entre la parte más oriental de España, que es Mahón, y la más occidental, que somos nosotros, los gallegos, exista una diferencia solar de hora y pico y mantengamos la misma hora oficial. Cuentan que nunca se han ajustado ambas para evitar que con ello se pueda dar alas a instintos nacionalistas, de modo que, para fagocitarlos, Castilla y Galicia deben tener exactamente la misma hora. No solo ellas dos, sino todo el Estado. Un poco infantil me parece. Los nacionalismos se alimentan de otros manás mucho menos racionales que el ajuste entre la hora real y la oficial. Pero, en fin, así estamos y me temo mucho que del mismo modo vamos a seguir. No deja de ser alucinante que se aprueben transferencias sustanciales, como puede ser las relacionadas con la educación, y, al tiempo, se sustente semejante cicatería en algo tan poco relevante como el ajuste entre hora oficial y solar. Al menos el desajuste te permite pasear con luz solar a horas oficiales en las que otros ya comienzan a vislumbrar penumbras.

Después de despedir a mi interlocutor de las reservas fraccionarias y los banqueros de la Escuela de Salamanca, me vestí de peregrino, que es lo mismo que ir como siempre pero con palo largo y unas botas de caminar. Poco más. Y lo del palo no es penitencia ni intento de emulación a los que verdaderamente recorren el camino de Santiago. Suelo llevar a los perros conmigo y, como andan muchos otros sueltos y se aficionan a las peleas, con un palo consigues disuadirles de que se enzarcen. Por cierto, ¿es la agresividad del uno contra otro una ley natural de todas las especies? En nuestro estado cultural actual de humanos, parece que sí, lamentablemente.

Justo antes de abrir el portón del norte, el que da al pueblo, frente a la casa de Pascua y al lugar donde guarda sus vacas, de las que parcialmente vive, antes de que pisara el suelo del pueblo en el que las huellas de las descargas fecales de esos animales —cuyo tamaño se ajusta al de sus productores— ilustrara el tipo de aldea en la que nos encontramos, me avisaron de que los días 16 y 17 tendría que acudir a reuniones fuera de A Cerca, una en León y otra en La Rioja. Es agosto, mes en el que casi todo se detiene. Pero todo, absolutamente todo, no.

Ni siquiera la mente, que algún descanso terapéutico debe necesitar. Por cierto, me contaron que la especie de los vencejos, cuando se encuentran fuera de las labores de anidamiento y alimentación, vuelan sin descanso y que no se detienen ni para dormir, o, mejor dicho, que duermen mientras vuelan a una altitud considerable, porque el descubrimiento fue efectuado por un ornitólogo que se encontraba en un helicóptero a mil quinientos metros de altura. Pues la mente humana debe de ser del código genético de esas aves porque no descansa, no para, ni siquiera, según dicen, cuando duerme. Pero, en cualquier caso, en la vigilia no se detiene, y de ahí la necesidad de practicar ciertos ejercicios de meditación, relajación, o, siendo más modesto en estos asuntos, simplemente permanecer en el máximo silencio posible tratando de concentrarse en algo que sea capaz de detener por algunos minutos, como mínimo ralentizar, ese sinfín que es el funcionamiento del procesador cerebral. Deberíamos ser conscientes de este hecho y percatarnos de que un exceso de fatiga mental se traduce en mala calidad de las decisiones que adoptemos. No solo hay, digamos, una aspiración espiritual o simplemente mental en esas técnicas, sino que se trata de algo todavía más pegado a la tierra: garantizar la calidad de las decisiones que tomamos en los asuntos del ordinario vivir.

Dejemos eso para más adelante y volvamos a nuestro sitio de partida. Pues bien, antes de iniciar el paseo, volví sobre los rescoldos de la conversación anterior y tomé de nuevo las hojas amarillentas que leí a mi interlocutor orensano, porque recordaba que las viejas —en el sentido de antigüedad— doctrinas de la Escuela de Salamanca acerca de los banqueros y sus andanzas tenían continuidad en el pasado siglo en dos autores, ambos economistas y los dos miembros de la Compañía de Jesús. Posiblemente en muchos otros también, pero recordaba a estos dos de modo especial. No quise hablar de ellos con mi compañero de mesa, mantel y tertulia porque entendí que con la ración consumida en las tres largas horas de conversación había material más que suficiente para alteraciones emocionales de envergadura, sobre todo, como digo, tratándose de hombre de izquierdas. Descubrir el lado oscuro de la banca, por así decir, explicado por alguien que había ejercido el oficio de banquero no es algo que se presenta todos los días de tu vida de hombre escorado hacia los terrenos de la llamada progresía.

Pero yo quería recordar a los dos sujetos, porque pensaría sobre ellos mientras caminaba. El primero se llamaba Francisco Belda y su nacionalidad era la española. Tuve en Deusto un profesor de Derecho Penal que se apellidaba Belda, un hombre tremendamente original. Creo que otro hermano suyo, también sacerdote pero no jesuita, era un hombre muy notable en inteligencia y conocimientos. Pero no se trataba de ninguno de los dos. El Belda de ahora, el de la banca, publicó un estudio llamado Ética para la creación de créditos. Uno puede comenzar a escandalizarse un tanto cuando ve la palabra «ética» revuelta con los créditos concedidos por los banqueros, sobre todo cuando recuerda que alguno de los más conocidos en España dijo tiempo atrás algo así como que para ser buen banquero se necesitaba tener instinto criminal. Crimen y ética parecen conformar dos mundos más bien opuestos. Lo cierto es que ese hombre, el banquero que tal cosa proclamó, fue condenado por el Supremo a unos pocos meses de cárcel por la nada edificante conducta de ordenar a sus inferiores que contrataran los servicios de un juez corrupto que debería admitir a trámite una querella presentada por su banco contra unos supuestos deudores, para obligarles a pagar algo que no debían del todo, y si se negaban deberían meterles en prisión preventiva como mecanismo de fuerza. Dicho y hecho. El juez actuó. Los clientes a la cárcel. Luego, claro, se querellaron y de ahí la condena. ¿Es verdad semejante bestialidad? El Supremo dice que sí, que todo auténtico y cierto en los Hechos Probados, pero soy el primero en admitir que tal parte de una sentencia judicial y la verdad no siempre son coincidentes, sobre todo cuando se trata de forzar el relato por motivos de orden político. Aquí algo de política hubo, pero me temo que en sentido mucho más absolutorio que condenatorio, esto es, se buscaba mucho más absolver que condenar, pero nunca se sabe. En todo caso, son cosas que ocurren en este país nuestro de cada día.

Seguro que alguien se ha atrevido a preguntarse silente: ¿cómo es posible un comportamiento así en un banquero en este siglo? Pues porque el modelo conduce inexorablemente al pudrimiento, no ya al abandono, sino a la gangrena de los valores más elementales debido a la utilización del postulado de «lo conveniente». Nada de lo que nos sucede sería ni posible ni comprensible sin tomar en cuenta esta descomposición que afecta a todas las áreas de nuestra existencia y cuya erradicación se convierte en el auténtico problema.

Pues bien, volviendo a Belda, lo interesante de su aportación es que estudia a los principales de la Escuela de Salamanca y concluye del mismo modo y en idéntica forma a la que mantuvimos nosotros en nuestra conversación, porque he aquí su principal tesis:

El resultado final es un aumento del poder de compra en el mercado muy superior a la cantidad representada por los depósitos en metálico que le dieron origen.

Vamos, lo que decíamos: que los banqueros crean dinero y eso es cosa muy seria, al tiempo que muy poco conocida y menos meditada por la generalidad de las personas que hablan de ello con escaso conocimiento de causa.

No es precisamente lo que adorna al segundo de los jesuitas que estudia esta Escuela. Porque conocimientos los tiene y en abundancia sobrada. En ciertos casos no se cumple literalmente el precepto de Gracián de que todo exceso daña. No es bueno, desde luego, el exceso, y cuando de información o conocimientos se trata, puede confundir más que iluminar. Pero el defecto de conocimientos, si va acompañado de roñosa reflexión, suele ser sendero que conduce al precipicio en la conclusión.

Se trata de un hombre llamado Bernard W. Dempsey. Su estudio se titula Interest and Usury, y la utilización de esta última palabra, la usura en castellano, anuncia que la cosa se va a poner seria. Y es así porque las conclusiones de este jesuita son claras como el agua clara.

Advierte que con su reserva fraccionaria, esa que expliqué con detalle a mi interlocutor, los bancos deprecian el poder adquisitivo del dinero de quienes son sus clientes. Es claro lo que afirma porque como el banco inventa dinero, crea más del que había sin contrapartida alguna, y si hay más dinero, es claro que el dinero vale menos, como las patatas. Eso lo entiende cualquiera. Y si deprecian el dinero con el que devuelven el depósito cuando se lo reclaman, quiere decir que en términos de poder de compra, de valor real, un depósito de 100 cuando lo devuelven es 95, 96, 98 o lo que sea, pero menos de 100. Así que ganan. Por eso compensan con el tipo de interés, pero como lo que pagan es siempre inferior a la depreciación que provocan, es por lo que este jesuita, Dempsey, habla ni más ni menos que de usura institucional. Fuerte, muy fuerte. Si encima viene de la Iglesia, aunque sea una tan caracterizada como la que encarnan los jesuitas, pues peor.

Guardé los papeles en su sitio, esta vez con vocación definitiva, llamé a mis perros, tomé el palo, abrí el portón y me dispuse a caminar. Mi objetivo era llegar al río que se encuentra en la parte más profunda del valle que separa Chaguazoso de Manzalvos y Cádavos, creo que los dos pueblos más próximos a la frontera con Portugal. La distancia es de unos 3,5 kilómetros y en su parte final el camino desciende con bastante inclinación, en una caída más bien brusca al centro del valle, lo que presagia que la subida será dura. Suelo tardar unos cuarenta minutos a buen paso. Y ya cerca del río los árboles a ambos costados del camino se cierran uniendo sus copas y generando un ambiente de penumbra casi permanente, incluso en esta época del año. Alguien me dijo que a esas zonas, a esos lugares en los que la fusión de copas de árboles impide la entrada limpia de los rayos de sol, sobre todo si se trata de robles, quejigos o carvallos, que es lo mismo o muy parecido, a esos lugares —decía— se les llama «fragas», y aseguran que la tierra del suelo de esos espacios, al acumular un humus especial, es de una fertilidad asombrosa. Es, además, terreno propicio para la aparición de meigas y otros habitantes del bosque. Campos sagrados de los druidas, para entendernos.

Miedo no, desde luego que no, pero cierto respeto produce el caminar por esos emplazamientos, sobre todo a determinadas horas del día cuando comienza a caer la luz y el bosque se cubre de extrañas sombras. El miedo nace en la mente y en ella vive, y precisamente por eso el contacto con la penumbra y la música de esos bosques genera un efecto mental que desata emociones capaces de poner en marcha la imaginación humana, y la representación de lo desconocido provoca casi siempre un temor reverencial. Son personas serias las que aseguran que existen entidades elementales que habitan en los bosques. Otras, con mayor cercanía a las tesis de la ciencia oficial, se limitan a asegurar que la mente en esas circunstancias es capaz de producir espejismos que alteren la realidad y de ver y oír sonidos e imágenes que solo existen en la imaginación de quien asegura haberlos visto o escuchado.

Me detuve en uno de los meandros secos del camino. Hacía calor, pero reconfortaba la sombra. Sentí el bosque. El viento que soplaba con cierta intensidad, incrementado por el efecto derivado de lo que los expertos llaman la fuerza térmica —diferencias de temperatura del aire en uno y otro lugar—, generaba esa música tan especial que solo se percibe en momentos así, cultivando silencio rodeado de esa naturaleza. Si dejas que tu imaginación vuele a sus anchas, puedes traducir esos sonidos en sinfonías variadas. Quise que mi mente descansara en ellos, no en las sinfonías, sino en los sonidos limpios que nacen de esa vibración de la naturaleza actuando de consuno.

No tengo duda: no existe el caos. Otra cosa es que la limitación de nuestras fuerzas mentales, la necesidad de operar con un lenguaje fraccionario, que separa, divide artificialmente lo que es unidad, y la inevitabilidad de tener que situarnos en el espacio/tiempo, nos impide ver más allá de lo epidérmico, de lo superficial, de lo inmediato a los sentidos primarios. Una cosa es que no podamos entender las leyes del cosmos y otra, que ante semejante imposibilidad lleguemos a la conclusión de que, dado que no somos capaces de descubrir el orden, asumimos que solo existe el caos. No es legítima la deducción. Debemos partir de la fragilidad de nuestro modo de conocimiento antes que negar la creación. He debatido sobre este asunto cientos de veces y siempre me reafirmo en que la creación responde a un orden. No todo es acumulación de experiencia. Hay información previa. Un pájaro no aprendió a volar a base de caerse desde el aire una y otra vez. Desde el comienzo existía un archivo en el que se contenía la información de cómo debería hacer el movimiento de sus alas, cuánto tiempo tendría que esperar para que crecieran lo suficiente para sustentarlo en el aire y todas las demás nociones necesarias para ejecutar el complejo acto de volar. Esa información, como digo, es previa y forma parte de lo que algunos llaman los registros akásicos. En todo caso, tengo para mí que uno de los factores claves del conocimiento es la humildad. Si no nos situamos en ese plano de humildad, es imposible llegar a entender nada, aunque solo sea algo tan directo y concreto como asumir que no entendemos porque no podemos, nos guste o no, ir más allá de lo que nos permite nuestra limitada capacidad frente al Infinito.

La postura de la Ciencia oficial es simple: aquello que yo, la Ciencia, no puedo reproducir en mi laboratorio experimental sencillamente no existe. Pero hemos de darnos cuenta de que la vida nos enseña que mucho de lo que hoy admitimos como real fue negado no hace tanto tiempo, y afirmaciones que hoy constatamos como científicas pudieron ser causa de encarcelamiento y hasta de perder la vida unos lustros atrás. Por ello, el ataque de todo Sistema, sea el que sea, se produce a quienes asumen la nefasta manía de pensar, de razonar, de cuestionar. A esa gente se la suele llamar heterodoxos, iconoclastas y más modernamente antisistema. Me imagino cómo debió de sonar a blasfemia pura aquella frase de mi discurso de investidura honoris causa en junio de 1993 cuando solemnemente sentencié: «El momento actual no se entiende sin la labor de los heterodoxos y los iconoclastas». No puedo evitar cierta sonrisa cuando me imagino cómo recibieron esa frase todos los que me escuchaban en aquel inolvidable día, repleto, como estaba, el paraninfo de la Complutense de lo más granado del Sistema, de personas que vivían, precisamente, porque rechazaban cualquier forma de heterodoxia y de iconoclastia, y ahora no disponían de más alternativa que escuchar silentes en sus asientos que alguien tratara de convertir en verdad lo que para ellos consistía en la blasfemia de todas las blasfemias. Nada bueno cabe esperar de los heterodoxos, para ellos, claro. Pero, guste o no, todos los momentos de avance en la Historia han contado con alguien que trata de explicar el mal funcionamiento de un orden de convivencia con la única finalidad de implementar otro mejor, más humano, más conforme con la dignidad de las personas.

Allí, sentado en el borde del camino que conduce al río, rodeado —supongo— de meigas y elementales a quienes no era capaz de descubrir con mis limitados sentidos, pero que seguramente estarían ejerciendo algún tipo de influencia sobre mi mente, volé en el tiempo. Y la causa inmediata de mi vuelo no fue esta vez la pregunta de mi sobrino, sino una reflexión elemental: ¿por qué no hemos hecho caso, ni siquiera sometido a debate, las conclusiones evidentes de la Escuela de Salamanca? ¿Por qué tesis como la de los jesuitas ni siquiera se analizan y se envían, envueltas en desprecio, a un cuidado olvido? ¿No nos habría ido mucho mejor si hubiéramos sido más atentos a todo lo que constituye parte esencial de nuestra vida en sociedad? No solo a lo que hacen o deberían hacer los bancos y entidades financieras, sino al funcionamiento de todas las instituciones que nos afectan en la vida diaria.

Obviamente, es muy fácil, sobre todo en estos tiempos, dedicarse a articular con mayor o menor brillantez diatribas contra el banquero. La demagogia es producto de fácil consumo y todavía más fácil elaboración. Basta con apelar a instintos del bajo vientre, disfrazados de pretensiones de imposible cumplimiento. No es hora de demagogia, aunque la veamos a diario en palabras, frases, sentencias, actitudes y conductas que a pesar de su abundancia y reiteración no dejan de sorprenderme. ¡Qué fácil es ser un buen demagogo! Lo malo, lo peor, es que políticamente no es solo fácil, sino que electoralmente, al menos hasta hoy, siempre ha sido muy rentable. Una sociedad madura tiene entre sus atributos esenciales ser capaz de discernir lo que constituye pura demagogia y no dejarse llevar por el sonido de sus flautas.

Pero cuando sientes el dolor de la impotencia, cuando te sitúas en uno de esos colectivos dañados por la crisis, que son todos, o casi todos, unos más y otros menos, cuando contemplas una familia sin ingresos, cuando ves a personas en paro que podrían y deberían estar produciendo, cuando después de cursar tus estudios conforme a «lo establecido» tienes que mendigar un trabajo y al no encontrarlo recorrer el mundo, pero no por afán de aventura, sino sencillamente como medio de supervivencia, cuando cualquiera de estos casos forma parte de tu vida diaria, es muy difícil pedir que no consumas demagogia. La fuerza de la poesía reside en muchas ocasiones en que proporciona un suave escapismo de lo real. La fuerza del permiso carcelario es la magia de la libertad para el preso que lo recibe, aunque su libertad se rellene de penuria e, incluso, de hambre, algo que no vive en la prisión que abandona por unos escasos días dando gritos de alegría. El alma humana consume emociones de todo tipo. Unas son sanas. Otras dañinas. Pero el momento temporal y el sujeto que las alimenta no sabe discernir con claridad, en determinados momentos, unas de otras.

No obstante, hay muchas formas de producir demagogia. Una de ellas, muy sutil y escasamente percibida por la gente, es, precisamente, situar verdades que no son tales envueltas en el atributo de la «ortodoxia». Es, a mi juicio, demagogia de peligro máximo, porque la esconden, la envuelven, la enmascaran en todo lo contrario. Es como un asesino disfrazado de madre Teresa de Calcuta. Y eso es lo que ha sucedido en este país, y me atrevo a decir en el mundo occidental, durante los últimos treinta años del pasado siglo y que son determinantes para entender el presente.

Insisto en que no entendía demasiado el sutil funcionamiento del sistema financiero cuando me tocó presidir Banesto. No tardé en darme cuenta de que se trataba de poder en sentido estricto, de acceder a uno de los centros reales de poder de la sociedad española, y me percaté a golpe de experiencia, esto es, a la vista de los esfuerzos descomunales que todos, políticos, medios de comunicación y sistema financiero, desplegaron para evitar algo tan elemental como que unos individuos que ganaron legítimamente un dinero lo invirtieran en acciones de un banco, y que el Consejo de Administración de ese banco les nombrara, porque podían hacerlo, miembros del mismo. Lo elemental siempre cede cuando de poder se trata. Lo razonable o lo justo se deja a un lado y se sustituye, como he dicho mil veces y repetiré como mínimo otras mil, por el principio de lo conveniente. Solo nos interesa aquello que nos conviene. Que sea justo o injusto es harina de un costal del que no consume cierta forma de entender el poder.

Precisamente porque no sabía demasiado, salvo eso que acabo de contar, me dediqué a entender de qué iba la cosa de la banca, pero no en la superficie elemental del comprar y vender dinero, sino a fondo, en cuanto contribución a la economía de mercado. Y la cosa no es tan intrincada de asimilar siempre que sepas rodearte de buenos maestros y que dejes tus intereses y emociones a un lado para tratar de entender. Una vez que has comprendido, si quieres te planteas la conveniencia o inconveniencia. Pero primero entiende. Y eso quise hacer.

Era un hombre ya en edad madura, mallorquín, alto, de complexión fuerte, de ojos negros de mucha negritud y pelo oscuro, de tez castigada en la superficie, no sé si por el viento, el calor, el sol o la experiencia. Uno de sus activos residía en que había conocido y trabajado —según creo— con el viejo y fallecido hace tiempo Juan March, fundador de la Casa March, una de las más poderosas de España, el hombre que fue capaz, según dicen, de burlar incluso a la República y de acumular tanto dinero que encontró la piedra filosofal del sistema en el que vivió: en determinados ambientes todo tiene un precio, y si se mide no solo en poder, sino, además, en unidades contantes y sonantes de moneda de curso legal, pues todavía más fácil. El hombre mallorquín conoció de cerca los modos y maneras de actuar y siempre decía que al viejo March le equivocaron algunas cosas. Una de ellas, no entender el turismo. Otra, la aviación, y la tercera, la importancia del valor de la tierra. Si lo hubiera comprendido —me decía— se habría gastado parte de su fortuna en comprar casi toda Mallorca —entonces las tierras eran baratas—, en montar aviones y hoteles y habría sido todavía mucho más rico. Cuesta entender eso de «más» cuando las fortunas se miden en cifras siderales. Hay un momento en el que el dinero ya no cuenta. Solo sirve para vanidad, poder, autoestima y capacidad de ofender a terceros. Pero eso funciona. Porque es humano, demasiado humano. Al menos respecto del tipo humano que hemos fabricado entre todos y que es el que habita y constituye nuestra sociedad, aunque primordial y fundamentalmente en lo que se llama la cúspide de la pirámide social.

Aquel hombre mallorquín había contribuido a la creación de un banco desde cero, y por ello, dado que sentía por mí una clara simpatía, y yo por él un gran respeto, por su inteligencia y tenacidad, le formulé muchas preguntas acerca de ese mundo singular. Fueron horas de conversación antes de que yo llegara a Banesto. Desgraciadamente, en mis primeras andaduras bancarias ya no pude contar con él. Murió.

Pero mientras vivió atendía a mis demandas, satisfacía con agrado mi curiosidad. En España existía una curiosa fascinación por ese mundo, el de lo financiero, y por sus actores, los banqueros, aunque yo personalmente me sentía alejado de él y no entraba para nada en mis planes dedicarme a esa profesión. Me situaba en un plano de indiferencia y curiosidad y mis preguntas no iban, en aquellos días, cargadas de intenciones ocultas de ningún género.

—Dime una cosa, ¿qué papel es el que juega, qué es lo que realmente aporta un banco? ¿Qué es lo que tiene que hacer realmente un banco?

El hombre contestaba con esa fluidez y sencillez de lenguaje que deriva de conocer a la perfección la materia de la que hablas y, al tiempo, de no tener miedo a transmitir al exterior tus conclusiones. Aquellos que se preocupan de lo que van a opinar los demás de sus pensamientos acaban perdiendo toda idea propia e individual. Sucede mucho con políticos que piensan lo que les dicen las encuestas que es bueno para obtener votos. Ciertamente, en aquellos días el hombre no tenía el menor motivo para estar prevenido conmigo, y no solo porque sentía su confianza en mí, sino porque yo andaba enredado con la industria farmacéutica de pequeña escala —aunque fuera la mayor de España— y eso en términos de poder es o muy poco o casi nada. Otra cosa son las grandes empresas del sector, pero ahora no hablo de eso. Así que el hombre me explicaba con claridad:

—Mira, en una sociedad se crea riqueza. Esta se mide y cuantifica en dinero. El dinero se guarda en bancos y la misión de estos es usar ese dinero en financiar a los que quieren crear riqueza. Es un círculo completo que provoca que la sociedad camine.

Simple y claro. El ahorro de una comunidad sirve para financiar proyectos de creación de riqueza de esa comunidad. Ya sé que estoy empleando un término abstracto y que al final del día son siempre personas físicas, individuos con nombres y apellidos, los que son capaces de generar riqueza, dinero, ganar, perder, invertir y todo eso que conforma el ciclo completo de la actividad económica. Sí, así es, pero, cuando se trata de ver qué papel cumple un sector en la vida de la sociedad en su conjunto, no queda más remedio que globalizar. Y soy perfectamente consciente de que puede llegarse hasta aquí un experto en cuántica a decirme que existe lo que se llama un cuanto de conciencia del que todos los individuos tomamos información, lo sepamos o no, queramos o no, y que todos nos sujetamos a sus patrones, aunque siempre queda un hueco para esos llamados heterodoxos e iconoclastas. Pero, vamos, que un modo de pensar es común, es comunitario, para entendernos, precisamente porque se instala en ese cuanto de conciencia. Esto puede resultar enrevesado de entender, pero no por ello deja de ser verdadero. Pero a mis efectos, como de lo que se trataba era de comprender la misión de la banca, esas matizaciones de altura me resultaban indiferentes. Y lo entendía perfectamente y por eso lo expresé en términos de pregunta:

—Así que la idea es clara: el ahorro de una comunidad sirve para financiar la inversión de esa comunidad y los banqueros son meros intermediarios en el proceso, ¿es así?

—Sí, así es. Por eso se les llama intermediarios financieros. No hay que magnificar su función. Un buen banquero es el que hace eso, sencillamente eso, de la mejor manera posible. No se trata de hacer negocios el banquero con ese dinero depositado, sino de contribuir a lo que digo: que los que sienten la vocación de invertir puedan tener los fondos para ello.

—Pero no solo intermedia, sino que valora los proyectos de esos que dices, es decir, hace un estudio de los proyectos y de la capacidad de quienes van a recibir el dinero para devolverlo…

—¡Hombre, claro! Pero eso forma parte elemental de esa misión de intermediación. Precisamente por eso cobran, porque es su misión: profesionalizar la conexión entre el ahorro de unos y la inversión de otros. No es magia ni nada complicado. Es sencillamente eso.

Mucho siento ahora no haber dispuesto entonces, cuando conversaba con el mallorquín, de la información que proporcionaba la Escuela de Salamanca. Estoy seguro de que nos habría dado mucho juego, y mucho jugo, porque seguramente habríamos penetrado en sus razonamientos y conclusiones con la experiencia de un hombre como él, cuya vida se desarrolla quinientos años más tarde. Una pena, desde luego, pero la vida viene así. Y cuando, por esos avatares del Destino que se escribe en las estrellas con lenguaje indescifrable para muchos humanos, me tocó pasar a la acción presidiendo un gran banco, esas ideas rebotaban en mi cabeza. Disponía, de esa manera que llaman personal e intransferible, de la oportunidad de comprobar por mí mismo si eso que me contaban, si esa misión teórica de los bancos, era la que iba a descubrir en la práctica diaria.

Pues no. Sinceramente no. Como relato en las conferencias que pronuncio en estos tiempos, me topé con que, por un arte que no sé si de magia o de lo que fuera o fuese, que de ser magia sería negra, se perdió la conexión entre la economía real y la financiera. Es como si esta última, que nació derivada de la primera y a su servicio, se alzara con la bandera de la independencia y dijera: miren ustedes, señores de la economía real, yo no tengo nada que ver con ustedes, o, en cualquier caso, no estoy a su servicio porque soy capaz de crear una cosa especial y exclusivamente mía: la riqueza financiera.

¿Y qué es eso de la riqueza financiera? Esta pregunta me la hice en múltiples ocasiones en mi época de banquero y me la sigo formulando a día de hoy. Bueno, ahora, si soy sincero, ya no tanto porque tengo una respuesta muy clara: es solo riqueza virtual, nada más. Aunque habría que decir: una riqueza virtual capaz de causar un destrozo en la economía real de proporciones devastadoras.

Gabriel es hombre de estas tierras. Casi diría que forma parte integrante del paisaje. Poseedor de casas y tierras en estos lares de As Frieiras, por herencia de algunas generaciones atrás. Es persona pegada a la tierra como pocas. Afable, simpático, atento con todo el mundo y cultivador de una especie que florece de modo singular por aquí. Me refiero a la asistencia a entierros y funerales, y eso que llaman «a cabo del año», que es el primer funeral o misa una vez transcurrido el primer año desde el fallecimiento. No se pierde uno y no tiene la menor pereza en acudir, o si la tiene la disimula a la perfección. Subía de Manzalvos en un coche rojo, matrícula de Ourense, pero de las antiguas, las de dos letras y los números de seguido, lo que ya indica que no era una de las versiones del último Salón del Automóvil. Por supuesto, pero Gabriel va encantado en él. Tiene otros, entre ellos un Audi, pero los recorridos por esta zona los efectúa a diario y utiliza un pequeño todoterreno, ese rojo que digo, o sencillamente las dos piernas para caminar. Esta vez venía de Manzalvos y me vio sentado en la cuneta, palo en mano, perros a mis costados, penumbra en el ambiente y cara de estar concentrado en mis cosas. Y lo estaba en verdad, porque no me di cuenta de su llegada ni de que detuvo el coche un poco antes de reconocerme, porque no es normal un individuo solo por aquellos lugares a esas horas, porque la gente suele salir a pasear en compañía de otros. Se acercó silente y caminando. Los perros lo reconocieron y le movieron el rabo sin el menor ladrido, así que pudo aproximarse hasta la distancia del cuerpo a cuerpo.

—¿Qué haces por aquí, home?

Sonreía, con esa sonrisa franca y gestos nerviosos que desentonan con un espíritu calmo, de esos que no se alteran; consumidor recalcitrante de optimismo, siempre responde ante la comunicación de alguna desgracia con «no pasa nada», «verás como todo se arregla» y frases por el estilo. De eso necesitamos muchas dosis en esta España de hoy, aunque el optimismo edificado sobre ignorancia de lo real es letal para el futuro. Pero Gabriel sabe que si te entregas de antemano entonces ya no hay solución. Por supuesto que es consciente de lo que pasa. Entre otras razones, además de porque se encuentra pegado a la tierra, como antes decía, porque entre sus ocupaciones se encontraba la de atender la dirección de la oficina de la Caja de Ahorros gallega implantada en la localidad de A Mezquita.

Los directores bancarios son casi como confesores. Conocen las intimidades de muchas gentes porque sabiendo lo que haces con el dinero se tiene una información muy completa de una persona y de una familia. Por eso el secreto bancario es casi tan potente como el de confesión sacerdotal. Bien mirado, para la vida de aquí abajo, es más importante el primero, el bancario, que el segundo, más centrado en la otra vida, aunque cuenta la historia que algunos cambios políticos y económicos de cierta envergadura deben su razón de ser, encuentran su causa fehaciente —como dicen los escolásticos— en esas confesiones de iglesia —qué decir de las de oratorio privado—, que luego, al ser puestas en contacto con la vida, alcanzan un valor capaz de ser medido y ponderado en maravedís, pesetas, dólares o euros, sin dejar atrás la libra esterlina, aunque se trata de país protestante.

—Pues nada, andaba pensando en mis cosas y concretamente en que todo este lío en el que nos han metido se podría haber evitado si desde hace años los banqueros se hubieran dedicado a hacer lo suyo y no a inventos peligrosos.

Guardó silencio. Es, como señalaba, hombre prudente y prefiere pensar antes de contestar. En ese deporte es sorprendente la extrema habilidad de mi madre, quien, a pesar de su edad —ya no es una niña—, lo sigue ejerciendo con una facilidad pasmosa. Le formulas una pregunta y en segundos es capaz de adivinar diferentes respuestas y para cada una de ellas construir las derivadas posibles, de modo que elige aquella que, conteniendo un mínimo de sinceridad, resulte más ajustada a eso que llaman la buena educación, que en muchos casos solo consiste en hacer la pelota —como se dice vulgarmente— a quien tienes enfrente. Seguramente algo de esto se encuentra en la genética gallega, cuando menos como tendencia, pero algunos lo tienen más elaborado que otros.

—Ya, y eso qué quiere decir…

Evidentemente, sabía lo que le transmitía entre otras razones porque lo habíamos comentado en multitud de ocasiones desde que llegué por estos sitios en el año 2009, en el puente de mayo, para ser más precisos. Pero como en el árbol de derivadas posibles las interpretaciones de esa frase de que los banqueros se dediquen a lo suyo son variadas, es mejor volver a preguntar que atreverse a comenzar un sendero que al final acaba en un precipicio.

—Pues eso, lo que ya hemos dicho mil veces: que si hubieran seguido siendo centros en los que conseguir con el ahorro de unos financiar a otros que quieren invertir, y en parte consumir, pues nada, pero se dedicaron a eso que llaman riqueza financiera, los derivados, las cesiones, los swaps

—Yo nunca supe bien lo que era eso, porque aquí, a nivel de nosotros, esas cosas no se dan. Aquí nadie viene a pedirte un producto raro de esos y, si te lo pide, pues como no los tenemos…

—Claro, porque las cajas han sido las que más han tardado en incorporarse a la llamada modernidad de la riqueza financiera.

—Esto sí.

Esta respuesta escueta, el «esto sí», es muy gallega. Seguro que en otros lugares de España se responde así muchas veces, pero donde con mayor afición lo practican es en Galicia y Mallorca. Algún día, por cierto, tendré que escribir sobre las similitudes que he encontrado entre el norte de Mallorca y estas tierras gallegas. Ya sé que a alguno les parecerá que ando un poco tocado de la cabeza porque mediterráneo y atlántico son cunas de civilizaciones, de culturas, si se quiere ser algo más modesto, diversas. No opuestas, pero sí diversas. Pues no del todo. Una especie de paganismo de fondo que convierte al catolicismo en algo sincrético es perceptible en ambos lugares, a pesar de esos pesares de mares, océanos y distancias físicas. Mi madre, por ejemplo, es católica, apostólica y romana, y en algunos de sus dichos se descubre, aunque ella no lo sepa, ese fondo prisciliano —para entendernos— que sigue viviendo debajo de los robles, los carvallos, en las fragas, en los montes, en las piedras brutas y en las talladas y en los cruces de caminos.

—Es acojonante, Gabriel. No sé muy bien por qué en un determinado momento a la derecha y la izquierda de este país —así llamadas, claro— les da por ponerse de acuerdo en una cosa: el que los bancos no tienen nada que ver con las empresas, que se trata de tener bancos sanos y no empresas sanas, que lo importante son los recursos propios, los derivados, las cesiones de créditos…

—¿Y esto por qué?

—¿Por qué qué? Lo que me preguntas es por qué y cómo aparece esta idea, ¿es eso?

—Sí, eso.

—Pues duro de contestar porque yo me lo encontré allí cuando llegué. Al principio estaba muy contento porque Banesto tenía una tradición de servir al mundo empresarial. Eso me gustaba. De hecho, sus participaciones en empresas eran muy importantes y fueron determinantes para mí, que quería poder contribuir a gestionarlas.

—Y eso lo criticaban, ¿no?

—Sí, claro, porque decían que los bancos no tenían que involucrarse en el capital de las empresas y yo sostenía que tenían que financiarlas, una veces con capital y otras con créditos, y en muchas ocasiones con las dos cosas a la vez. ¿Sabes qué pasa, Gabriel? Pues que este país nuestro es un país capitalista sin capitales privados. No teníamos ricos de esos que circulan por otros mundos. Los ricos aquí eran de segunda división en comparación con otros países, y, además, eso de la industria… Eso ya no les gustaba tanto. Preferían el comercio, la especulación, la intermediación y cosas así.

—Será por la cosa esa de que tenemos sangre judía.

Mucho se habla de la expulsión de los judíos por los llamados Reyes Católicos, pero se ignora que en Inglaterra, en el año 1290, el rey Eduardo I ya los expulsó de sus dominios, y en el país vecino, a Francia me refiero, desde 1306 se vienen efectuando expulsiones. Y me cuentan que algunos de los judíos franceses expulsados decidieron establecerse en Galicia, para quedarse o para continuar rumbo a Portugal. En todo caso, los que se quedaron formaron parte del paisaje rural y urbano de nuestras tierras, conformando en alguna manera nuestro ADN, ejerciendo cierta influencia, así que Gabriel no andaba desencaminado cuando aludía a nuestra ascendencia judaica. Pero como no se trataba de dar un curso de historia en ese momento, preferí contestar con cierta evasiva.

—No lo sé, pero en esa penuria de capitales, si los bancos no contribuían a financiar el desarrollo económico, mal asunto. Además eso no es privativo de España, sino que en Alemania, por ejemplo, pasa gran parte de lo mismo, y no puede decirse que los alemanes sean precisamente una catástrofe. Ni los judíos, y de esa noción de banca me percaté con total nitidez durante mi visita a Israel en 1993.

—Pero los del Banco de España decían…

—Mira, eso del Banco de España es uno de los lugares que más necesitados están de que se entre en su funcionamiento con luz y taquígrafos. A mí me cuesta explicar las cosas, porque como todavía hay una pandilla que se dedica a decir que les critico por lo de Banesto…

—Pero si no fueron ellos.

—Claro que no: ellos se prestaron a poner el nombre, pero actuaron, como siempre, como una especie de policía financiera del gobierno de turno, en este caso de gobierno y oposición. Por eso no me parecen importantes. Juegan a aparentar independencia, pero todo es una especie de paripé pactado. Aunque a decir verdad hubo un momento en el que tuvieron influencia conceptual.

—¿Qué es eso?

La pregunta tenía todo el sentido del mundo porque ponerse a hablar de influencias conceptuales en ese momento, además de un tanto cursi, era claramente exagerado, así que no pude evitar un gesto evocador cuando Gabriel me formuló la pregunta sin dejar que la sonrisa se manifestara abierta, controlando la musculatura de los labios.

—Perdona, Gabriel. Quiero decir lo siguiente. Los socialistas que ocupan el poder en 1982 de banca saben lo justo, menos algunos, educados en los caldos del Fondo Monetario Internacional, en donde se elaboró toda una teoría financiera que, en mi modesta opinión, está en la base de muchos desastres actuales, pero eso, como todo, es opinable. Pues esos socialistas, por ejemplo Solchaga y Boyer, que fueron ministros de Economía, se tragaron todas las tesis de la riqueza financiera y cosas así. Y con ellos muchos otros. Y de ahí pasó a los funcionarios del Banco de España, que se creen el fin del mundo, y no lo son. Seguro que como media son competentes y que saben de su oficio, pero en el fondo están dispuestos a firmar lo que sea si eso conviene políticamente. Es posible, me atrevo a decir que seguro, que si desciendes en el nivel de jerarquía administrativa encuentres más independencia, pero en las zonas altas es donde con más fuerza se percibe cuanto digo.

—Eso pasa en todos sitios, ¿o no?

—Sí, claro, más o menos. Pero ahora me interesa el Banco de España. Felipe González, por ejemplo, no tenía ni idea ni de banca ni de economía. Por eso, como los otros hablaban inglés y venían de Estados Unidos, y él hablaba español y creo que francés, pero —y bien que se lamenta en privado— no estuvo en ningún Harvard de turno, le costaba razonar en contra de esos postulados, de esas ideas que venían avaladas desde fuera. Y es que esta es otra: la fuerza tremenda que tuvo «lo de fuera».

—¿Qué quieres decir?

—Pues que después de la muerte de Franco y la aprobación de la Constitución, todos los días, cuando querían justificar algo, cualquier tipo de medida, fuera lo que fuera, siempre repetían la misma serenata: «Esto es lo que se hace en Europa», como si eso fuera el cáliz del Grial, la piedra filosofal, el bálsamo de Fierabrás, capaz de curar todas las enfermedades y dolores. Y en Europa, como en todas las partes de este puñetero mundo, hay cosas serias y otras que son errores de bulto, pero, claro, con eso de decir que era europeo…

Gabriel sonreía. Por aquí, los gallegos sabemos que lo de Europa no necesita de explicaciones. En estas tierras se encuentran emplazamientos del Camino de Santiago, en la parte conocida como ruta de la Plata. Y si algo une y crea un concepto profundo de Europa es ese caminar hacia el occidente, hacia el Finisterre, que no solo tiene, ni siquiera primordialmente, una dimensión geográfica o física, sino que es un caminar con el encuentro de nuestro propio Poniente, el lugar en el que solo existe la vida del alma, tras el abandono del cuerpo. Por ello, el descubrimiento de la tumba del Apóstol, más allá de su verdad o cuestionabilidad física, se tradujo en un caminar espiritual desde todos los rincones de Europa, y la comunicación basada en ese camino sirvió para percatarse de la unidad cultural, por así decir, europea, al margen de las divergencias entre el Derecho Romano y el Germánico, entre el modo de aplicar justicia del pretor y la propia del juez anglosajón. Por eso, la noción de Europa entre nosotros no está ni necesaria ni preferentemente vinculada a lo mercantil. Es mucho más profunda. Pero ellos, que ni siquiera se detienen a pensar en estas cosas que les parecen bobadas de misal de pueblo, no entienden sino de la eficiencia en su sentido menos noble y hondo. Continué.

—Así que como Felipe González parecía tener complejo frente a estos sabios, dejó que instalaran la doctrina. No solo que la instalaran, sino que la llevaran hasta sus últimas consecuencias, penalizando a los bancos que invertían en industrias de modo descarado, y, lo que es peor, sentando el dogma de que lo que decían ellos era la única verdad, lo ortodoxo, el dogma de los dogmas, y los que no lo querían aceptar eran inmediatamente anatematizados como «antisistema». La verdad…

—Y hoy, ¿qué pasa? Parece que las ideas son las contrarias, ¿o no?

Un segundo, una décima de sonrisa fría plagada no ya de nostalgia ni de resignación, sino casi diría que de ironía. Eso fue lo que transmití en el brevísimo espacio de tiempo en el que se movió mi cara. Porque la verdad es que pensar que tuve que sufrir lo indecible para crear la Corporación Industrial, y que, incluso, contratar los servicios de los intermediarios me costó años de cárcel y los cuadros que antes relataba, y que quince años después, la misma idea, exactamente la misma idea, la lleve a cabo la Caixa y que todo el mundo la aplauda y que, para más inri, Felipe González acepte formar parte de su Consejo de Administración por unos doscientos mil dólares o euros al año…

Este tipo de pensamientos no deben afectarte en negativo. Bueno, más que de pensamientos en el aire de la imaginación, hablo de realidades sonantes. Son conductas habituales en determinados modos de comportarse el poder. Sirven para todo lo contrario, para reafirmarte en que así no podemos seguir, que con este tipo de modos de pensar, con esta manera de entender el poder, no se puede llegar más que a donde hemos llegado, a la situación en la que nos encontramos.

—Es que eso de tener razón antes de tiempo decía mi padre que era peligroso.

Gabriel se decidió a hablar a la vista de que mi silencio indicaba un ensimismamiento en mis cosas que cortocircuitaba la conversación y había que volver a ella para que no se viniera abajo, como dicen por el sur.

—Sí, eso cuentan. En realidad dicen que tener razón antes de tiempo es igual a equivocarte, y te ponen ejemplos de las personas que se han adelantado a su tiempo a las que, por lo general, les han ido las cosas entre mal y muy mal…

—Pues por eso lo digo.

—No, pero yo me refería a que eso de tener razón es muy relativo. En realidad la tienes cuando te la dan. Y que te la concedan o te la nieguen no depende solo del fondo, de la verdad intrínseca, que diría un cursi, del tema, sino de que eso sea conveniente o no para los que mandan, porque si no les conviene date por jodido, y si no fíjate en nuestra Corporación Industrial y la de la Caixa. Nosotros, enemigos. Los de la Caixa, amigos. La idea es la misma. La nuestra era pecado. La de ellos, gloria bendita. Y así nos va, claro.

—Amigo, es que el poder es el poder y no se andan con coñas…

—Desde luego, y que me lo digan a mí. Pero ahora, aparte de casos concretos, lo que me interesa es que ese abandono de sus funciones propias es lo que nos ha de conducir al desastre.

—Teño que ir para casa. ¿Te llevo?

—No, gracias, Gabriel; prefiero volver andando y, además, están los perros. Nos vemos luego.

El coche de Gabriel volvió a integrarse en su mundo en movimiento. Clinton y Tina jugaban y lo hacían de manera distinta que la práctica que ejecutan en el patio, porque, aunque es muy grande, tiene cuatro muros y eso delimita, marca y restringe el espacio. Allí, en esa zona, sentían el placer de la libertad. Los helechos que forraban el suelo del bosque de un manto verde se agitaban al compás del viento. Los elementales y meigas decidieron tomarse vacaciones, o cuando menos no quisieron charlar conmigo. Quizá los asustó Gabriel. Quizá yo. Tal vez hablar de la banca y banqueros les produce reacción de tipo alérgico, con sarpullidos de su cuerpo sutil. Así que volví por donde vine, pero ahora en dirección contraria y tocaba subir, ascender, y para nosotros los humanos, tributarios como todos de la ley de la gravedad, el ascenso es siempre más costoso, más duro, más fatigoso, salvo, claro, que nazcas ascendido…

El resuello reflejaba el cansancio, pero no impedía mis pensamientos. Me vi en Hong Kong, muchos años atrás, siendo ya presidente de Banesto. Recuerdo que volvió a mi mente la experiencia de años mozos. En aquellos días me enseñaron lo que era esa riqueza financiera, así llamada, claro, vestida de derivados y productos cada día más sofisticados y cada segundo más alejados de la creación de riqueza real. El mundo de lo financiero no solo se puso a la cabeza de la economía, sino que a los empresarios reales se les consideró algo como de segundo plano. El respeto de los políticos por los banqueros era paralelo al escaso tiempo, comprensión y esfuerzo que dedicaban a lo importante: la economía real. Empresario podía ser cualquiera. Banquero solo el que formara parte del Olimpo de los elegidos. Elegidos para causar el tremendo desperfecto —dirán algunos pesimistas—, pero esto es harina de otro costal.

No lo entendí. Nadie podía darme una respuesta sensata y convincente a cómo podía perdurar en el tiempo una realidad financiera totalmente alejada de la riqueza real. Imposible.

—Nadie dice que totalmente separada, porque eso no puede ser. Pero tenemos que admitir que se trata de realidades muy diferentes —puntualizaban algunos de sus mejores teóricos.

Ni aun así. Solo sería cuestión de tiempo que estallara. Pero nadie quería poner coto a la proliferación de productos, insisto, cada vez más sofisticados y más contaminados de riesgo brutal. Me contaban algunos que la riqueza financiera, así llamada, ocupaba cada vez más proporción del PIB, que en los últimos años se triplicó proporcionalmente, lo cual resultaba insólito, no tanto en su resultado, que era consecuencia directa de lo que querían los ortodoxos del Sistema, sino que nadie se diera cuenta, o no quisiera darse cuenta, claro. Mirar para otro lado porque a mí me va bien es la norma derivada del principio de lo conveniente. Si se comete una injusticia con otros, pues que se fastidie. Mientras a mí no me toquen… No son conscientes de que cuando se toca a un inocente, cuando se viola la Ley al servicio del poder por los teóricos encargados de aplicarla, somos todos las víctimas de ese comportamiento, aunque no seamos capaces de ver más que un metro delante de nuestros ojos y narices. Si a mí me va bien, todo me da más o menos lo mismo. No hay valores, ni convicciones. Dominan las conveniencias.

Imposible olvidarme de aquello que decían ciertos sectores dogmáticos del Banco de España: «No queremos empresas sanas, sino bancos sanos».

Y esto lo decían convencidos, sin darse cuenta de que la economía financiera no puede subsistir sin una economía real sana. Es solo cuestión de tiempo. Lo peor, lo trágico, es que este tipo de consideraciones emanaban del Banco de España en pleno 1993, cuando una crisis, preludio de la de hoy, evidenciaba sus errores, la falsedad de sus dogmas que ellos no querían ver, no sé si por cerrazón mental o porque querían ser europeos a cualquier precio o porque políticamente estaban ejecutando instrucciones superiores.

Por eso querían limitar nuestros préstamos a las empresas. Nosotros tratábamos de convencerles de que en momentos malos, en coyunturas adversas, es cuando tienes que ayudar. Cuando todo va bien no te necesitan. Es ahora, en estos momentos de crisis cuando tienes que apostar. No ciegamente, claro. No financiando a lo que no tiene solución, sino ayudando a superar baches para seguir manteniendo un tejido industrial de mínima envergadura. Lo cierto y verdad es que ninguna de esas empresas a las que ayudamos en momentos difíciles en contra y con la oposición radical de los teóricos —quiroprácticos— del Sistema ha desaparecido, ha quebrado. Al contrario.

Ayer domingo pronunciaba unas palabras ante más de mil personas en el hotel Auditorio de Madrid. Impresionante organización. Una empresa hablando de valores humanos en estos tiempos… Allí, esas personas escuchaban no solo estrategias de marketing, de desarrollo de productos, sino de actitud de cada uno de nosotros ante la vida. No se trataba solo de que les hablara del mundo de las finanzas, y ni siquiera preferentemente, porque en ese campo tienen conocimientos diría que suficientes, aunque recordar lo obvio nunca viene mal en estos casos. Querían que les dijera cómo se comporta el Sistema, cómo ha cercenado valores, instituciones de la sociedad civil, cómo ha contribuido a crear una sociedad de individuos solitarios pegados, como mucho, a las pantallas de un ordenador para vivir una vida virtual y encontrar parejas sentimentales a través de las redes sociales, campo que también parecía propicio para la comisión de abusos deleznables con menores.

A esas personas les dije, a propósito de eso de tener razón antes de tiempo, esta frase:

—¿Se acuerdan de 1993, cuando nos acusaban a Banesto de prestar demasiado a las empresas?

Silencio en la gigantesca sala. Silencio absoluto. Pero el movimiento de cabeza para indicar afirmación como respuesta a mi pregunta agitó, casi imperceptiblemente, pero agitó, el aire de la sala, acondicionada para ser confortable en el agosto madrileño, y con semejante humanidad reunida, capaz de elevar la temperatura de una vivienda siberiana.

—Pues hoy es lo contrario. Relatividad en los valores. Lo perverso de ayer es bueno e imprescindible hoy. Ya lo decían los escolásticos: si me dejas que ponga la premisa mayor, los gatos no tendrán rabo. Ellos la pusieron en su día y casi nos hemos quedado en cueros nosotros.

Porque esa es la verdad, pese a quien pese. La riqueza financiera inundó el mundo de virtualidad. Y estalló. Las hipotecas basura, o como se las llame, son solo un detonante. Era cuestión de tiempo, nada más, como casi siempre ocurre en la vida. Lo que se puso de manifiesto era la tremenda artificialidad en la que se había instalado el sistema financiero. Por eso produce escalofríos que los premios Nobel como Stiglitz y Krugman digan, sin cortarse un pelo, que la clave para salir de esta crisis es que las entidades financieras vuelvan a ser lo que fueron, a prestar a particulares y empresas y que abandonen el exceso de producción virtual meramente financiera que ha proliferado estos años.

Ese es el problema, que casi nada se encuentra en su sitio, que casi todo lo importante se ha modificado en una dirección equivocada y que ahora hay que volcarlo para atrás. En el fondo esto no es malo porque señala un camino con claridad: volver a que la banca sea banca, a que el ahorro cumpla sus verdaderos fines. A esto lo llamo yo la función social del crédito.

La primera vez que mencioné esas dos palabras juntas para referirme a lo que debería hacer la banca, Eduardo García Serrano, hombre inteligente, serio, de ideas claras, aunque no por todos compartidas, pero de una inflexible dignidad y respeto por sí mismo, me comentaba que se encontraban en el ideario joseantoniano.

—A ver si te van a acusar de falangismo…

La verdad es que una de las características de nuestro tiempo es que comienzan lenta pero inexorablemente a pasar al olvido las etiquetas con las que calificar/descalificar a alguien. Los términos «derecha» e «izquierda», visto lo visto y sufrido lo sufrido, indican poco o casi nada. A mí no me interesa que uno me diga que es de izquierdas, porque los he visto que piensan de un modo totalmente irreconciliable con lo que se supone es la esencia de ese pensamiento. Y lo mismo sucede con la derecha: Jaime Alonso o Eduardo García Serrano, por poner dos ejemplos de personas formadas e inteligentes, se dice que pertenecen a la extrema derecha y si uno rasca en sus conceptos acerca de la economía, se va a encontrar con la sorpresa de que dejan por la izquierda a miles de kilómetros a personajes conocidos del socialismo moderno.

A mí personalmente me da exactamente igual que me pongan la etiqueta que quieran porque ya sé que no significa nada, no define nada, no atribuye ni quita nada. Lo que cuenta son las ideas. Lo que quiero y a lo que aspiro es a que cada persona me diga lo que piensa y no que se me defina ufano o apenado con etiquetas del pasado. Eso ha muerto. Hasta el extremo de que en Estados Unidos florece un movimiento llamado precisamente así, «no labels», no etiquetas. Importan las ideas. Abandonamos los clichés. Aunque el poder de arrastre en este país sigue siendo enorme. La juventud, sin embargo, no se deja influenciar demasiado por esos atributos cosificados producto de épocas en las que las palabras eran más importantes que las ideas. Y desgraciadamente para muchos lo siguen siendo, aunque percibimos ciertos avances. Sean o no para muchos importantes esas etiquetas, a mí me traen absolutamente sin cuidado. Expongo lo que pienso y dejo a los demás que se dediquen a auxiliares de la industria textil de colocar etiquetas a las ideas.

No he consultado ningún manual ni de derechas ni de izquierdas para construir esta noción, este concepto, esta idea. Porque se trata de algo sencillamente elemental. Sin creación de riqueza no hay avance. Sin financiación adecuada, no se puede funcionar. Por tanto, está claro: los bancos reciben ahorro y deben cumplir la función social de transmitirlo a quienes quieren invertir creando activos reales que beneficien, de modo directo o indirecto, a toda la comunidad. No hay nada extraño, patológico, subversivo, abusivo o altisonante. Es lineal: para eso están los bancos. Y cruzando muy diversos senderos e impulsados por razones más bien concretizables y monetizables, esta función social se abandonó y ahí se encuentra explicación cuando menos parcial de lo que nos sucede.