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DESDE LA COMPLUTENSE DEL 93 A LA SOCIEDAD CON MIEDO DEL 2011

Admito que tuve que consumir algunas dosis de valentía, virtud que en ciertos momentos se aproxima a la imprudencia hasta el punto de confundirse con ella. Pero cada uno es cada uno, que dicen por ciertos lugares de España, y eso no hay modo de cambiarlo, ni siquiera con la edad. Incluso el cumplir años y acumular experiencias te puede estimular en el deseo de decir aquello que piensas sin excesivos miramientos, sin demasiadas preocupaciones por el qué dirán. Pero en aquellos días de 1993 tenía cuarenta y cinco años y me encontraba en una posición social y financiera de esas que dicen ser de lo más alto de la pirámide de organización social. Era cierto, pero precisamente por eso, si tenía que hablar sería para decir cosas, máxime cuando se trataba de un acto de semejante envergadura, cuando menos formal: los quinientos años de la Universidad Complutense, la presencia en el acto del Rey, y un discurso cuyo propio título ya indicaba que la polémica estaría servida: «Sociedad civil y poder político».

Comenté el discurso con poca gente, porque no había que dar antes de tiempo demasiados cuartos al pregonero, como se suele decir. Pero, obviamente, tuve que someterlo a la consideración del Rey porque no podía atreverme a tocar un tema tan delicado en presencia del Monarca sin que estuviera suficientemente informado. Iban a sacar punta, seguramente, a mis palabras, así que tenía el deber de evitar que don Juan Carlos se sintiera sorprendido. Por ello le hice llegar el texto íntegro de mi exposición. Era evidente que si se sugería algún cambio debido, precisamente, a la presencia real, lo iba a aceptar sin la menor duda, más por educación que por otras consideraciones colaterales.

Pero no. Silencio inicial y finalmente aprobación. No al texto, si se quiere. No a las ideas, pero sí al hecho de que las leyera con toda la carga de solemnidad que aquel acto implicaba. Pues, nada, adelante.

Y llegó el día del mes de junio de 1993, aquel para mí inolvidable año. Bueno, a fuer de ser honesto, diré que desde esa fecha en adelante no he parado de tener años de esos que calificamos de inolvidables. Sí, pero aquel momento tuvo su magia singular. Debido a distintos factores, entre los que mi consideración de entonces en la sociedad española, la capacidad de ejercer poder que me atribuía la presidencia del Grupo Banesto y la posibilidad de llegar a la opinión pública, el control —supuesto, imaginado— de algunos medios de comunicación social, la presencia del Rey y otros factores adicionales, provocaron que aquella mañana, en el Paraninfo de la Complutense, vestido de gala y con toda la solemnidad del ritual de ciertos actos clásicos del mundo universitario, se situara lo más granado del Sistema español. Esto sí, con plena y total ausencia de políticos, porque si quería reclamar el protagonismo de la sociedad civil, debía empezar predicando con el ejemplo. Ellos, obviamente, no sabían lo que iban a escuchar de mis labios, aunque ya me conocían un poco y la posibilidad de que me pusiera a desgranar cierto tipo de impertinencias no solo no la descartaban, sino que consideraban muy elevada la probabilidad de que ocurriera.

Y ocurrió. Desde lo alto de una especie de púlpito como los que se encuentran en las iglesias cristianas para que los sacerdotes expongan sus sermones, leí el texto. No suelo leer discursos, pero hay ocasiones en las que el protocolo lo reclama, como sucedió ante Juan Pablo II y ahora, un año después —1993—, ante el rey don Juan Carlos. Sentía cierta satisfacción interior —justo es decirlo— no solo por pronunciar aquellas palabras, sino, además, por comprobar en los días siguientes las reacciones.

Llegó la hora. Lo recuerdo bien. Me erguí un poco más y con un tono algo más solemne, más recargado, si se quiere, del que venía usando hasta ese instante de mi discurso, que ya era un tono mucho más afectado del que suelo emplear cuando hablo en público —pero a veces se confunde solemnidad con afectación—, con un punto de emoción imperceptible hacia fuera en mi voz lo dije:

Se advierte entre los ciudadanos un descenso generalizado en la valoración de la clase política.

Pronunciada la frase, me detuve unos segundos más de lo habitual. Quería percibir el ambiente creado con ellas, pero no mirando a los ojos de los asistentes, aunque solo fuera porque la distancia entre ellos y yo era lo suficientemente grande como para no poder apreciar sus brillos con nitidez. Me bastaba con el lenguaje corporal, comprobar si, por ejemplo, alguien se agitaba en los asientos que ocupaban. Y cierto movimiento se percibió, pero en general se conservó la calma. Así que continué:

Podría decirse que existe una cierta desconfianza entre el ciudadano y la clase política. Quizá sea debido a lo que dice Ortega acerca de que nada le gusta más al español que poder designar con nombre y apellidos al autor presunto de sus males. Pero también a la sensación de que no existe plena coincidencia entre los intereses de los políticos profesionales y los sujetos representados, sobre todo en una situación en que se desdibujan los perfiles ideológicos entre las opciones con mayores posibilidades de éxito electoral. El hecho de que se haya puesto de manifiesto una separación entre la uniformidad de pensamiento de la clase política y la respuesta divergente de gran parte de la sociedad es una prueba elocuente de la situación.

Lo miras con la experiencia de los dieciocho años transcurridos y, con independencia del acierto de fondo en el diagnóstico de la situación, algo de susto produce pensar cómo acogería el Sistema esas palabras. Es verdad que mi vida de estos últimos años es consecuencia directa de ese mundo en el que voluntariamente me introduje. Me refiero al intento de recuperar el protagonismo de la sociedad civil en detrimento del poder de la clase política y del sistema en general. Y, como dejé constancia más atrás, ya dije en el Vaticano algo elemental: que más poder de la sociedad civil implicaba menos de la clase política, y no se puede ser optimista, porque es casi imposible que alguien, sin una fuerte presión externa, ceda parcelas de poder.

Por si acaso, aclaré que esto no quedaba referido a la clase política exclusivamente, sino al vehículo esencial que manejan: los partidos políticos. Por eso rematé:

Esta posición social no afecta solo a la clase política considerada individual y aisladamente, sino que también repercute sobre los partidos políticos como cauce exclusivo para la generación de la clase dominante.

Pues ya solo quedaba decir que el modelo de democracia parlamentaria que nos habíamos dado a nosotros mismos, o mejor, que nos dieron algunos diciendo que éramos nosotros los que nos lo proporcionábamos voluntariamente, se encontraba igualmente en crisis, derivada precisamente de la que afecta a los políticos y a los partidos. Era obvio, pero había que atreverse, porque eso era ya poner encima de la mesa el debate de cómo debemos organizar nuestro modelo político a la vista de lo que tenemos entre manos. Y, para variar, de cabeza a la piscina.

Hoy nos enfrentamos en el mundo occidental con la necesidad no de cambiar el sistema representativo, cosa que habría que sopesar con mucho cuidado, pero sí de revitalizarlo. Revitalizar la representación significa acometer una tarea de reformas a través de las cuales se consiga que la democracia, siendo —no podría ser de otra manera— democracia de partidos, sea, al mismo tiempo, democracia de ciudadanos.

Ahora vamos a ser un poco sinceros con nosotros mismos y admitamos que aquello tenía que sonar más duro que un planteamiento meramente heterodoxo o iconoclasta. Estaba afectando a la esencia misma del modelo. Primero, porque el cauce —los partidos— no tenían buena imagen e iban a peor. Segundo, porque los actores —la clase política— se percibían con intereses alejados de los ciudadanos, y, tercero, porque la democracia, que se había convertido en una democracia de políticos y partidos, tenía que cambiar de modo dramático para que se transformara en democracia de ciudadanos, es decir, para conseguir, como concluía en ese discurso, «la presencia de la sociedad civil en las instancias del Estado» para hacer verdad esa tesis: «Cualquier proyecto político básico» para que se «pueda convertir en proyecto colectivo» debe retener «el concurso y la participación de la sociedad civil».

¿Nostalgia? Pues vuelvo a insistir en que no, en modo alguno. Claro que me habría gustado que los políticos y los actores del Sistema se dieran cuenta de que no perseguía nada más que denunciar lo que realmente estaba sucediendo en España. No solo en España, sino en todo el mundo occidental en mayor o menor medida. Pero yo quería concretarme a mi país y lo que dije era claro como el amanecer que hoy ha protagonizado la naturaleza después de unos días de lluvia de agosto. Se veían con total nitidez los perfiles de las «cuerdas» —así dicen en Castilla— de las montañas que definen, que fronterizan este valle, que indican el camino a seguir para cualquiera que quiera caminar al poniente con dirección a lo que fue Portucale en los tiempos del rey García.

Por cierto, tenía más que abandonado al hombre virtual. Y es que como me dediqué a hablar de economía y finanzas y en esas materias García no es experto, pues tampoco podía recrearme en una fluidez excesiva. Si se hubiera tratado de analizar los efectos de la prisión continuada, las traiciones por el poder y cosas así, seguro que el viejo y desaparecido rey gallego podría darnos un curso de doctorado. Pero de finanzas no. Y no es por falta de educación de los reyes de entonces, sino porque en aquellos días ni siquiera habían aparecido los banqueros. Quizá ciertas órdenes militares pudieron ejercer algunas funciones de facilitar la circulación de fondos, pero la banca en cuanto tal ni estaba ni de momento se la esperaba. Más tarde floreció en Italia. Después llegó a España, incluso antes del florecimiento de los banqueros sevillanos de los que hablaba con claridad de juicio y grosor de palabras la Escuela de Salamanca.

Pero si hablábamos de política, García podría explicarnos algunas vivencias, aunque en el fondo siempre sucede lo mismo: por aumentar y conservar el poder ciertas personas que lo ejercen son capaces de cualquier cosa, incluso de traicionar y encerrar a un hermano de por vida, por mucho origen real —es una forma de hablar— que tuviera. Y García se convertía ante mis ojos en un ejemplo vivo de esa forma de entender las relaciones de los hombres con los hombres.

—¿Qué es clase política? —me preguntaría García. Y tiene sentido que me lo pregunte porque en aquellos días solo existían con poder los reyes y la aristocracia. El pueblo de entonces no disponía de ningún instrumento efectivo para ejercer la menor alícuota de poder. Pero es que si hablamos en términos modernos, la clase política de los tiempos de García eran, precisamente, los reyes y la aristocracia, organizada de diferentes maneras, que no se trata ahora de organizar un curso de historia medieval, por mucho que me apasione.

García no podía saber, mientras vivió —otra cosa es después de muerto—, que la aristocracia dejaría de existir como tal clase en cuanto ostentadora de poder. Fue sustituida por la burguesía, lo que algunos llaman la revolución de los propietarios, que dividió el mundo —y parcialmente sigue así— entre propietarios y no propietarios. Tampoco pudo conocer, insisto en esa dimensión que finaliza en 1090, la aparición fraudulenta de la llamada revolución proletaria y de los ingentes, tan ingentes que resultan casi inconcebibles, daños que provocó.

Poco a poco esas clases dominantes han ido cediendo terreno a una clase especial: la política. A esa me refería en mi discurso de 1993 y me sigo refiriendo hoy.

—Pero ¿no es un abuso conceptual hablar de clase política?

Esta pregunta me la he formulado a mí mismo y era un buen momento para explicar a García que de abuso nada. Lo digo porque la esencia de una clase es la idea de casta y esa noción reclama un atributo esencial: la endogamia. Es una especie de pescadilla, de esas de la cola mordida, porque para ser clase hay que sentir la endogamia, y la endogamia es la que provoca la aparición de la clase. No es un trabalenguas. Vamos a ver: solo si se inventa algo que una y diferencie cualitativamente puede nacer la categoría casta.

¿Qué diferenciaba a la aristocracia? Pues el mito de la sangre azul. Dado que se quería que la condición fuera transmisible por herencia, debían encontrar algún atributo perpetuo, susceptible de seguir vivo en el siguiente heredero, y ese atributo fue la noción de sangre azul como elemento diferencial. No es de extrañar. Los reyes, una vez consolidados por la fuerza, se sometían a la elección de entre los notables, al menos en algunas monarquías como la visigoda. Pero luego, para subsistir de modo más claro, se agarran a la noción de «poder de origen divino». Y, claro, si eran designados por Dios para ejercer su misión política, quien osara discutirlo se enfrentaba a la ira divina, esto es, interpretada, con inevitables criterios de parcialidad, por los propios afectados, es decir, por los reyes y sus terminales. Pero semejante historia no podía perdurar eternamente, así que algunas revoluciones europeas, dentro y fuera del continente, se encargaron de decir que como historia eso no estaba mal, pero que en adelante habría que organizar la convivencia social de un modo muy diferente. Y así fue.

—Ya, pero ¿cuál es la prueba de la endogamia de la clase política?

La pregunta tiene respuesta sencilla: entre ellos se lo gestan. Para dedicarse a la política hay que pertenecer a la clase. Y los cauces de reclutamiento son los partidos. No exclusivamente si se quiere, porque la clase política se ha entrelazado —nunca mejor dicho— con otros centros de poder, concretamente el financiero y el mediático, conformando con ello eso que llamo el Sistema. Pero del mismo modo que nadie debe llegar a ser banquero sin pasar por los cauces de reclutamiento, obteniendo, además, el plácet del poder organizado en torno al Banco de España, nadie debe osar penetrar en la política sin utilizar las vías de acceso por ellos designadas. Y no es cuestión de intrusismo profesional. Es más profundo: si caminas por sus senderos, tienes que aceptar las reglas de juego, y estas proclaman pertenecer a la red de intereses mutuos. De este modo, cuando llegues a ejercer poder, tienes ataduras muy profundas que coartan la libertad real para tomar decisiones. Es el Sistema, la red actuando.

No creo que se necesite demasiada argumentación para explicar lo que constituye hoy una obviedad: existe la clase política y los españoles consideran que sus intereses y los de esa clase no coinciden en lo sustancial. Vamos, que ellos van a lo suyo. ¿Es justo este diagnóstico?

Mi posición es rotunda: si lo dije hace dieciocho años y el tiempo me ha dado, desgraciadamente, la razón, no voy a sostener ahora lo contrario. Y es que las encuestas son terminantes. Desgraciadamente, los políticos y los partidos políticos constituyen uno de los problemas más graves en la mente de los españoles. Es impresionante que eso sea cierto. Pero lo es. Las encuestas aquí no mienten.

—¿No es injusto medir a todos los políticos por el mismo rasero?

Alguno puede decir que no todos los políticos son igual de corruptos, ni se puede generalizar la corrupción como esencial a esa clase de personas. Y tiene razón. No todos son lo mismo en todos los aspectos. Ni mucho menos. Y hay buena dosis de injusticia cuando a todos, en esos asuntos de miseria moral, se los sitúa en el mismo gallinero. Y no exclusivamente en temas de corrupción, económica o de otro tipo, sino también en el modo de entender el poder. Pero en otros funciona la conciencia de clase. Vamos a ver: creo que ningún político profesional va a defender que el acceso a esa condición se haga al margen de los partidos. Porque todos siguen la senda, la ruta, caminan por las mismas vías, descansan en los mismos descansaderos y almuerzan en las mismas hospederías. Eso no quiere decir que todo político haya cometido actos de corrupción. Los hay y en exceso abundantes y, además, pertenecientes a todos los partidos, y por ello se produce la trágica defensa del «y tú más».

—Pero en algunas ocasiones se han admitido «independientes» en las listas electorales, ¿no?

Pues sí. Pero eso de independientes habría que matizarlo mucho, porque puede ser que no sean afiliados al partido que los incluye en las listas para el Congreso, pero eso no quiere decir que sean independientes. Y es que no pueden serlo. Porque el modelo funciona cerrado sobre sí mismo. Los parlamentarios son los que designan los partidos. El poder de confeccionar las listas cerradas les atribuye una posibilidad de secuestrar voluntades y libertades de esas que teóricamente forman parte esencial de la noción de independencia.

Un caso de independencia notorio fue, por ejemplo, el del juez Garzón. No tengo nada personal en contra de ese juez, pero como ha desparramado actividades variadas a lo largo de su peripecia vital, sirve, quiera o no, guste o no, como ejemplo en diferentes campos. Por ejemplo, en el del independentismo político, porque apareció de golpe en las listas electorales del PSOE; ocupó un cargo de cierta envergadura, y al decir de los conocedores, resulta que como no fue nombrado ministro, no solo dejó el cargo, sino que, además, regresó al Juzgado y se puso a investigar el caso GAL, en el que inculpó a personas con las que había compartido posiciones políticas. Aquí parece que el independentismo político es algo muy relativo.

Y es que los supuestos independientes lo son —en algunos casos sonoros— más de palabra que de otra cosa, porque ya se encargan los profesionales de que dejen de serlo y porque las consideraciones de conveniencia personal matizan la noción de independencia. Pero, en el fondo, sucede que el propio Sistema no permite la independencia real.

Es claro que los parlamentarios, las personas elegidas para formar el Parlamento, lo son porque el partido los incluye en las listas. Es claro que quien decide es el que manda en el partido, esa persona que, si gana, es el presidente del Gobierno. Por tanto, el presidente del Gobierno controla el Parlamento por esta vía. Y como los nombramientos del Consejo General del Poder Judicial dependen de los partidos, pues ya está todo cerrado y concluso: confusión de poderes en una versión poco sofisticada. Da igual que la Constitución proclame la división y la independencia de esos poderes. Luego, la vida, canalizada a través del Sistema, se encarga de corregir esos «excesos», y si los medios de comunicación social, como decía Polanco, rematan la faena, pues todo claro.

Y de nuevo esto no es de hoy. Se veía venir. Me parecía tan duro y tan preocupante que lo incluí en mi discurso del 93, de manera educada, si se quiere, pero clara.

Causa preocupación la posibilidad de una cierta invasión del poder ejecutivo sobre el legislativo y judicial, con una tendencia muy problemática de confusión entre Gobierno y Estado.

Y por si alguien quería más sustancia añadí:

Y hoy en Europa, con algunas excepciones, existe la preocupación de que el Parlamento, que fue un instrumento político de control, pueda llegar a convertirse, de alguna manera, en un mecanismo legitimador de decisiones que en gran medida se toman fuera de él.

Yo creo que no necesito extenderme más en consideraciones jurídico-políticas, ni siquiera en demostrar el pedigrí de mis convicciones, su edad y su exposición pública. Ya no es necesario, al menos en mi opinión. La sociedad española abrumadoramente sabe que los políticos conforman una clase, que sus intereses no son siempre coincidentes con los de la sociedad, que esta no se siente representada por ellos a pesar de que les vote, incluso como mal menor, que disfrutan de una serie de privilegios absolutamente inasumibles en estos tiempos, que legislan en muchas ocasiones para defensa de sus propios intereses, que utilizan las normas jurídicas para blindarse, en fin, toda una serie de hechos —insisto, hechos— cuya enumeración no cumpliría otra misión que recordar lo evidente, lo sabido, lo cotidiano.

Un ejemplo reciente. Se aprueba la modificación del Código Penal y se deciden a introducir la responsabilidad penal de las personas jurídicas. Es un asunto complicado y discutible, pero eso ahora no importa. Lo que cuenta es que en esa reforma deciden que tres entidades carecen de esa responsabilidad penal: los partidos, los sindicatos y los ayuntamientos. Es decir, los empresarios sí y los partidos y los sindicatos no.

Existe ya una conciencia, no sé si cuántica como dicen los expertos o de otro tipo, pero una conciencia generalizada de que con esta clase política no vamos a conseguir la modificación del Sistema, precisamente porque les interesa sobre todo el poder, y el Sistema se cierra sobre sí mismo, con independencia de las supuestas diferencias ideológicas entre unos y otros. Vamos, que entre el PP y el PSOE en determinados asuntos la gente no percibe diferencia. En otros sí, claro. Pero en la esencia de ciertos comportamientos no. Y desgraciadamente, si apelamos a los hechos, tendremos que inclinarnos ante la conclusión.

Porque, como decía antes, entre 1996 y 2011 hemos tenido quince años de gobierno de los que ocho han sido para el PP y siete para el PSOE. Y si hacemos repaso de temas capitales que se percibían como tales en 1996, tendremos que reconocer que no solo no se han modificado, sino que se han deteriorado de modo descomunal. ¿Ejemplos? Los tengo de todos los colores. Si miramos a la economía, la reforma laboral, sin hacerse, la reforma de la llamada justicia social, sin hacerse, la reforma del sistema financiero, sin hacerse, la gestión profesional de las cajas de ahorros, sin hacerse, la ley de huelgas, sin hacerse, la reforma de la política de subvenciones «electorales», sin hacerse, la reforma de la Administración pública para evitar dispendios faraónicos, sin hacerse… Puedo extenderme más, pero insisto en que creo que ya no es necesario.

Vamos al mundo de la política. Nos encontramos también con el mismo campo de preocupaciones no solo no solucionadas, sino nítidamente empeoradas. La necesidad de reforma de la Ley Electoral, la de evitar la politización de la justicia, la de democratizar los partidos, las listas abiertas, la necesidad de reformar la financiación de los partidos, cortar de raíz las tendencias disgregadoras… ¿Acaso algo de esto ha mejorado desde 1993? Pues evidentemente no. ¿Por qué? Porque los políticos, sean del signo que sean, tienen intereses comunes, precisamente porque esos intereses afectan a la noción de clase endogámica, y por ello gozan de privilegios jurídicos y hasta en materia de pensiones, sueldos, retribuciones y otro tipo de prebendas.

Sencillamente, la sociedad española se ha dado cuenta. Pero una cosa es percatarse, incluso decir públicamente y en alta voz que ya está bien, y otra actuar de manera directa y eficaz para cercenar de raíz el problema. Esto ya es otra cosa. Porque sigue viva en mí la duda de si de verdad queremos cambiar, de si estamos dispuestos a arriesgar, de si nos vamos a limitar a propiciar cambios de gobierno que en estos temas de fondo, como ha demostrado la experiencia de los últimos veinte años, significan seguir con más de lo mismo. Y cuando digo más, quiero significar con tendencia a empeorar, porque es obvio de toda obviedad, al menos para mí, que estamos cada día con un régimen real de libertades más cortocircuitado, disminuido y jibarizado por los modos de cierta clase política de entender las relaciones con la sociedad.

Por eso no comprendo demasiado bien las políticas del llamado mal menor. Ante una situación casi límite decimos que vamos a votar algo que asumimos que es malo pero que es lo menos malo. Creo que nos situamos en una especie de círculo perverso. Y no nos damos cuenta de que estamos afectando a la esencia del problema, es decir, a la propia idea de la democracia tal y como la practicamos en nuestra vida real.

Una cosa es decir que todos somos iguales y que un hombre un voto debe ser la regla inamovible, y otra bien distinta que esa teoría sea la que funcione en la práctica. Pues no. Como ya comenté antes, en el programa de los jóvenes que dediqué en Intereconomía a estos asuntos me sorprendió la claridad con la que algunos se manifiestan en torno a la inservibilidad del principio de un hombre un voto. Argumentaban de manera que años atrás hubiera supuesto la excomunión absoluta, porque decían que cómo va a ser igual el voto de un hombre formado intelectualmente, trabajador, que ha dedicado una vida a su país, que paga sus impuestos y demás, con el de un imberbe que se dedica a dejar que el tiempo resbale sobre su vida mientras consume todo lo malo que llega a sus manos. Ciertamente, con estos ejemplos límite la cosa tiene mal color para la democracia.