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NO CONSIGO ENCONTRAR LA TUMBA DEL REY GARCÍA. ¿DEMASIADO GRANDES
PARA CAER?
Su vestimenta, integrada por pantalón corto, camisa remangada hasta el codo, calcetines gruesos y calzado de caminar, mochila a la espalda y un bastón de madera sin tallar, culminado en punta metálica, no sé si de latón o hierro, en todo caso bien sujeto en su mano derecha, no podía causar asombro en un lugar en el que abundan los peregrinos del Camino de Santiago. Sobre todo los del llamado Francés, el que arranca en el país vecino, que suelen descansar para contemplar, rezar, estudiar, sentarse, comentar con otros o lo que sea, porque no hay registro de actividades varias, en la increíble catedral de León, llena de misterios y de informaciones ocultas en sus piedras, en sus formas, en sus tallas, incluso en la mera disposición arquitectónica de su claustro. Tuvimos la suerte de que nos dejaron, acompañados del técnico, ascender por unos andamios situados en un costado del lado norte y llegar a una plataforma especialmente construida para esa labor gigantesca de restauración de las vidrieras, quizá el aspecto más llamativo, aunque no sé si el de mayor carga simbólica, de la catedral. Situados en ella, en esa plataforma artificial, contemplar el espectáculo de la catedral produce casi la ruptura del mecanismo de la percepción normal. Es, ciertamente, algo perseguido por los constructores de catedrales del Medioevo. No se trataba sin más de levantar sobre el suelo, incluso sobre un suelo cuidadosamente seleccionado, un edificio. Ni siquiera uno que contuviera secretos arquitectónicos de primer nivel, que tan celosamente custodiaron los gremios de constructores de la Edad Media. Ni aun cuando en la construcción y en sus disposiciones se pretendieran ocultar verdades que deberían ser desconocidas para el gran público. Eso fue así, y bien lo sé, porque desde hace muchos años leo todo lo que puedo acerca de los secretos de las catedrales y sus constructores. Pero es que hay más. Se trata de conseguir que en ese lugar, en ese ambiente, mediante la creación de un espacio delimitado de la forma singular que se consigue con la arquitectura del edificio, el hombre se transporte hacia su lado más místico. Si nadie se enfada —y si lo hace peor para él—, lo diré con estas palabras por derecho: se trata de conseguir un mejor y mayor acercamiento a Dios. A partir de aquí, cada uno que defina en su interior esa palabra.
Por cierto que uno de los objetivos perseguidos en mi viaje a León, con independencia de las reuniones empresariales que iba a tener esos días, residía en algo que sigue revistiendo para mí un enorme atractivo: la vida de García, el hijo de Fernando, que fue designado por su padre rey de Galicia y posteriormente destronado, primero por su hermano Sancho, que murió más tarde asesinado, y posteriormente por su otro hermano, Alfonso, con la inestimable ayuda de su hermana Urraca. Este último, Alfonso, el del mítico juramento de Santa Gadea, encerró a García en el castillo de Luna, y allí lo tuvo diecisiete años condenado por el delito de haber nacido. Sin más. Murió García en esa celda, en la que, para mayor inri, su querido hermano, el rey Alfonso, lo retuvo con los pies atados… Pues de esa forma murió y tras su fallecimiento, ocurrido diecisiete años después de su ingreso carcelario, fue enterrado en el Panteón de los Reyes de San Isidoro de León.
Pues allí fui, atraído por la magia de un personaje sobre el que quiero investigar más a fondo. Además, resulta que, según relata la historia, en la lápida superior de la tumba de García se hizo constar, por voluntad del preso fallecido, una inscripción del siguiente tenor: «Aquí yace el rey García de Portugal y Galicia, hijo del gran rey Fernando, que fue capturado por su hermano con engaño. Murió preso el 22 de marzo de 1090». Me llamaba la atención ese mensaje, o, mejor dicho, que el rey vivo permitiera que algo así figurara en la tumba de su hermano muerto, pero a veces la vida te llena de sorpresas en los comportamientos del poder. Así que allí nos fuimos. Y contamos con la inapreciable asistencia del abad custodio, hombre experto y erudito, para acompañarnos en las labores que queríamos realizar.
Consultamos el libro en el que se contiene el plano del increíble Panteón de los Reyes y, efectivamente, allí figura, además de García, conde de Castilla, la tumba en piedra correspondiente a García, rey de Galicia. Ninguna duda. El plano indicaba con precisión el lugar en el que se situaba la piedra mortuoria que contenía los restos del rey víctima de sus hermanos. Pues la sorpresa fue mayúscula: en ese lugar no había nada. Ni rastro de la tumba. El desconcierto fue general. Nadie tenía explicación para el hecho. El plano era rotundo. La historia también. Los dos indican que allí estaba la tumba con la inscripción. Pero la realidad se situaba por encima y nos llenaba el lugar preciso de un puro y duro vacío. ¿Por qué? ¿Un misterio más en torno a la vida de ese hombre? Me huele a mí que sobre García se cierne una de las actuaciones más puras del poder en cuanto Sistema, pero, en fin, como digo, tengo que estudiar este asunto mucho más a fondo, porque eso de la condena a diecisiete años por el mero hecho de haber nacido tiene para mí una indudable carga simbólica… Al menos ahora no te atan los pies en la celda como hizo Alfonso con García. Un consuelo, claro…
Además de su vestimenta de peregrino, el hombre portaba unos ojos muy azules, abiertos en toda su extensión con expresión relativa de asombro y un brillo que indicaba afecto. La luz de los ojos transmite claramente sentimientos del que la emite. Siempre que sepas leerlos, claro, que no todo el mundo tiene doctorado en esa asignatura. Se me acercó con la mano extendida. Se la estreché en silencio. Comenzamos a hablar algo del Camino Francés y del sentido iniciático de su caminar. El hombre parecía sincero. Nos despedimos.
Una vez concluida la visita y cuando nos disponíamos a regresar al lugar donde dejamos los coches para encaminarnos al encuentro empresarial, a desarrollar a lo largo de una cena y sobremesa, me topé de nuevo con el peregrino. Allí estaba, en pie, esperando a que saliera y con gestos evidentes de que algo quería consultarme. Y, en efecto, se aproximó y me dijo con voz amortiguada de forma consciente, como si me fuera a transmitir algún secreto masónico:
—Mire, yo soy economista y tengo mucha preocupación por lo que está pasando. No veo la salida. Creo que mientras no reduzcamos a lo bestia el sector público y tracemos una política energética adecuada, y se meta en cintura, pero de verdad, al sistema financiero, no hay nada que hacer. Bueno, y que nos pongamos a trabajar con un plan claro, y ese es el problema, que no veo nada de esto en los políticos actuales.
No me imaginaba yo que iba a hablar de economía en ese instante, con ese hombre, en ese lugar, teniendo a nuestras espaldas la carga arquitectónica, monumental y simbólica de la catedral de León. Pero así fue. Bueno, no tanto de economía como del país, porque lo que preocupa a muchos no es solo la situación económica, sino el conjunto de nuestra vida, en la que la economía tiene, desde luego, un papel fundamental, pero no exclusivo. No se trata ahora de la pescadilla esa que se muerde la supuesta cola, sino de que todo es un conjunto unitario, porque para que podamos tener una sociedad en orden y con una vida que merezca el atributo de verdaderamente humana, no solo hay que arreglar, ordenar, situar en su debido plano y contexto a la economía, sino que muchas otras cosas, demasiados aspectos de nuestro ordinario vivir, muestran igualmente desperfectos serios. Poco importa averiguar qué es causa y qué consecuencia, porque todo ello forma un entramado de causas y concausas entrelazadas entre sí. Una causa se transforma en consecuencia, y una consecuencia en concausa, y así sucesivamente.
La cena resultó más que agradable. Empresarios puros y duros, de los de a pie, que yo digo, que ganan el dinero como dice la amenaza bíblica respecto del parto, con el sudor de su frente. Y en estos días más que sudar casi hay que deshidratarse para poder subsistir. Ser empresario se ha convertido en un ejercicio aeróbico de primer nivel.
Nos acompañaba, además, otro empresario, este de cotización bursátil, de empresa multimillonaria en tiempos, apenas hace un par de años, pero que ahora, con la crisis del sector construcción, se vio arrastrado de forma cruel, puesto que su actividad es auxiliar precisamente de ese trozo de nuestra actividad económica que se encuentra no ya deprimido, sino mejor diría que sumergido. Y como a tantos otros le preocupaba de manera directa e inmediata la deuda bancaria, y no solo eso, sino el papel que cumple el sistema financiero. Yo preferí permanecer silente en los primeros compases, en el sentido de no comenzar abruptamente a exponer mi teoría de la función social del crédito hasta que el caldo de cultivo no estuviera suficientemente formado. Pero he de reconocer que, en los tiempos que corren, todo lo que tenga que ver con el papel de los bancos en el mundo empresarial se fermenta con rapidez de antibiótico de primera generación.
—El asunto es que con el proceso de concentración bancaria se genera en España casi un duopolio de oferta, lo que te sujeta todavía más, porque ha disminuido la oferta.
Tenía mucha razón quien así habló. Pero convenía ir más allá, profundizar, acercarte a lo real y decir las cosas claras y por derecho. Así que intervine.
—Por supuesto, pero eso es así porque hemos querido todos que así sea, porque lo hemos consentido, porque nos hemos dejado llevar por la falsa luz de unas definiciones de lo ortodoxo.
Empleé términos un poco técnicos y algo metafóricos a propósito, porque en los instantes iniciales no conviene descender demasiado el nivel. Pero acabas tirándote a la arena si quieres que te entiendan.
—Perdona, pero no sé muy bien qué quieres decir, porque nosotros no pertenecemos al mundo de la banca, sino a la empresa pura y dura.
—Sí, pero somos españoles, vivimos aquí y teóricamente decidimos lo que queremos. Y durante años nos han hablado de que la concentración bancaria era necesaria para competir, para ser más eficiente. Y no nos preguntamos ¿más eficiente, para quién? ¿Quién gana con esa concentración bancaria impuesta a golpe de teoría de salón? Pues es evidente que los banqueros y en su caso los accionistas, pero ¿y los empresarios y los españoles de a pie?
Me detuve deliberadamente para beber un poco de agua. Quería, antes de seguir, que esas palabras comenzaran a horadar, a abrir hueco, a expandir un poco las mentes. Dejaba la pregunta en el aire y retomé la respuesta, pero manteniendo el mismo modo de debatir, esto es, preguntando. Formular preguntas me ha dado mucho juego en este tipo de debates. Curiosamente, en aquellos días en los que consumía impasible los libros de Krishnamurti y las conferencias que pronunciaba, me di cuenta de que este método funciona muy bien, porque es un buen instrumento para penetrar a fondo en la calidad de una argumentación.
—¿Acaso hemos ganado algo en precio del dinero, en rebaja de las comisiones, en calidad de los servicios, en amabilidad o atenciones? No lo veo por ningún lado. Si estos años hemos tenido dinero fácil, excesiva y dañinamente fácil, es debido a que a los banqueros les resultaba imprescindible emplearlo para no perder dinero. No querían atendernos, sino atenderse a ellos mismos. Pero se generó un oligopolio de oferta.
—Hombre, relativamente. Es verdad que ha existido concentración. Antes erais seis o siete grandes bancos, que no recuerdo bien.
—Siete, contando al Popular —puntualicé.
—Bien, pues siete, pero ahora quedan dos o tres. Pero también tenemos la banca extranjera ofertando servicios.
—Sí, pero con un matiz: ya la teníamos en España en aquellos días. Y no podían poner demasiadas trabas a su expansión, a pesar de actitudes algo ridículas como las de Cavaco Silva en Portugal, que por un lado hablaba de Europa para fuera y por otro se convertía en nacionalista portugués hacia dentro y todo por el mero y simple hecho de que no quería perder votos en Portugal, que es quien, según me dijo personalmente, le daba de comer.
—La verdad es que el cinismo político…
—Sí, pero es solo cuestión de tiempo. Pero nos empecinamos en la eficiencia medida en términos de tamaño.
—¿Y no es así?
—Pues depende, claro, del nicho de mercado en el que te quieras situar. Es decir, por expresarlo más claro: depende de lo que quieras hacer. Si se trata de abordar negocios enormes, pues necesitas ser muy grande. Si te conformas con algo más pequeño, pues en ese caso puedes seguir viviendo a pesar de ser pequeño en tamaño. Bancos pequeños que son conscientes de su tamaño y trabajan en operaciones ajustadas a su dimensión tienen posibilidades de subsistir. A la vista está. En fin, que aquello de la eficiencia y el tamaño es, como todo, relativo. Pero lo evidente es que en estos momentos de crisis si hay dos grandes bancos controlando el mercado, peor para nosotros, o, por lo menos, me parece más peligroso que si tuviéramos los seis de antes. ¿O no?
—¿Pero no eran siete?
—Sí, perdona —contesté sonriendo como respuesta a la mueca afectuosa con la que pronunció estas palabras.
La noche leonesa sorprendía por la temperatura. Nos encontrábamos a seiscientos metros de altura. Quizá ochocientos, que no lo recuerdo bien. Todos en camisa, sin el menor abrigo, salvo, claro, el derivado de que cenábamos bajo un porche. Atreverse en León, a esa altura, a cenar a pelo sin un mínimo cobertizo es una apuesta por una semana siguiente con desperfectos notables. Me atrevo a decir que a la una de la madrugada —comenzamos a cenar tarde— no creo que la temperatura descendiera por debajo de los veintidós o veintitrés grados. Y lo comenté.
—Sí, sucede un par de días cada verano —señaló Félix, del grupo de los empresarios de a pie. Sus ojos azules, visualizados a través del cristal de sus gafas, con montura de profesor de literatura hispánica, recordaban el color de los del peregrino—. Pero dime una cosa —añadió—. ¿No es cierto que había exceso de sucursales en España?
—Es posible y hasta casi seguro que sí, pero también lo es que aquí se hablan más de dos o tres lenguajes a la vez. Los procesos de concentración bancaria en realidad se traducen en despedir a gente, es decir, que el objetivo a alcanzar consiste en que menos personas hagan el mismo trabajo. Esas son en el fondo las llamadas sinergias. Pero los despidos no siempre van acompañados de cierres efectivos. Es decir, si yo cierro una sucursal por la fusión y me la compra otra entidad financiera que la abre ahora con su marca, ¿hay un problema de mercado? Si no hay mercado para mí y lo hay para otro, entonces no es cosa de mercado, sino de otro tipo, ¿o no?
Y es que esto ocurría en más de una ocasión. Las sucursales sobrantes de una fusión de bancos las compraba otro banco o una caja en expansión. La experiencia es testigo claro de lo que digo. Entonces, teniendo esto en mente, cualquiera se puede preguntar: ¿pero no decían que sobraban? Y es verdad que había que reducir el número de sucursales, pero en realidad el asunto de fondo consistía en despedir a gente, mucha gente, por el exceso de activos humanos en el sector financiero. Cuando pagabas los depósitos al casi 0 por ciento y vendías ese dinero al 17 o 18 por ciento, si no más, el margen era tan enorme que allí cabía todo el mundo. Pero ahora sobran, hay exceso. Y eso, dicho así de claro, sin matices, es políticamente costoso.
—No solo eso, sino que, además de las cajas y los bancos españoles, compran sucursales de esas que se van a cerrar las entidades extranjeras, los bancos extranjeros que se expanden, y eso tiene poco sentido si de verdad el problema es de mercado —puntualizó Juanjo, empresario de muchos sectores, desde el minero hasta el casi maldito, como antes decía, de auxiliares de la construcción.
—Lo que de verdad habría que reducir es la presencia y el mando de los políticos en el sistema financiero. Sobre todo en las cajas de ahorros en donde los desmanes han sido brutales —apostilló Félix.
—Esa es la verdad, Félix. Ahí está el problema. Es posible que sobren sucursales, que sobre personal, pero lo que es seguro es que sobran políticos al mando de las caja de ahorros y del sistema financiero en general. Pero sobre todo de las cajas, que es donde han tenido influencia más directa. El problema no es del modelo de cajas, sino de la gestión política, de utilización de los dineros al servicio de fines políticos, cuando no de una corrupción pura y dura, de cobro de comisiones, en dinero o en otras cosas, en fin, en todo eso que sabemos.
—Lo que han hecho con las cajas es alucinante —señaló Juanjo—. Cuando vives en provincias es cuando más te das cuenta de lo que han hecho. Campaban por sus respetos, por decirlo con frase castellana.
—El asunto de la corrupción me importa, pero se soluciona, cuando menos se parchea, a golpe de responsabilidades, enviándolos al fiscal, aunque ya sabemos que los fiscales… El problema no es ese, sino que como consecuencia de eso se quiera cambiar el modelo. A ver si me explico. El problema son los políticos y la pésima gestión de las cajas. Y para arreglarlo se quiere convertirlas en banco. ¿Me podéis explicar la lógica de eso? Yo sinceramente no la veo. Dicen que es necesario para captar capitales, para sanearlas definitivamente, y si no hay participaciones, acciones o algo así, los capitales no van a entrar. Pero ni aun así. Lo que creo es que se ha perdido una gran oportunidad.
—¿Por qué dices eso?
—Porque se trata del 50 por ciento del sistema financiero español. Eso es lo que representan las cajas. Y, además, un 50 por ciento muy puro, poco internacionalizado, muy pegado a la tierra, al cliente, al españolito de a pie. Y se trata, por tanto, del 50 por ciento del ahorro español. Es mucho lo que hay en juego. Una adecuada gestión de las cajas serviría para garantizar en buena medida suministro de recursos a las necesidades de inversión que vamos a tener si queremos sacar esto adelante. Pero les ha dado miedo llamar las cosas por su nombre.
—¿Y cuál es su nombre para ti? —preguntó Félix.
—Pues, aunque os suene a barbaridad, yo habría nacionalizado, por así decir, las cajas de ahorros. Hubiera tomado las riendas totales del control y despedido a todos los gestores políticos. Hubiera hecho una limpieza seria, sincera, franca de toda la basura que hay en sus balances. La habría identificado como lo que es: desastre de la gestión política. Y lo habría explicado a los españoles con total claridad, porque el modelo no solo ha creado desperfectos en la Justicia, en el sistema electoral, en la inflación de actividades del Estado, sino también en el mundo financiero, y aquí de modo tan claro como el agua clara.
—Bueno, en realidad nada hay que nacionalizar, porque las cajas ya estaban nacionalizadas al no tener accionistas.
—Pues todavía peor. Porque no habría que expropiar, ni pagar, ni asumir costes internacionales, sino sencillamente profesionalizar la gestión. Y luego ya veríamos el final del modelo…
—¿Tiene sentido volver ahora a una gestión pública del sistema financiero? ¿No se ha demostrado ya que eso no funciona?
—Mira, Félix. Lo que es evidente es que la gestión privada del sistema financiero mundial es lo que está en entredicho. Los desastres mundiales los han causado bancos privados, no bancos públicos. Eso es claro. Por tanto, no hay que diferenciar entre gestión privada o pública, sino entre gestión honrada y corrupta. Lo que habría que hacer es darse cuenta de que el ahorro pertenece a los españoles y que su adecuada utilización es un asunto que a todos nos afecta, que es un activo de un país como el nuestro. Esa es la verdadera misión del sistema financiero. Eso es lo que llamo función social del crédito. Y en lugar de atender a estos fines, resulta que andan revueltos con balances, cotizaciones en Bolsa y cosas así. Y los responsables de los desperfectos siguen estando al frente de las cajas. Y los encargados de supervisarlas para que nada de esto ocurriera siguen en sus funciones. Esto es realmente asombroso.
—Ya…
—El asunto no es de dónde viene el gestor, sino cómo lo hace. Una gestión pública con gestores buenos y honrados es mucho mejor que una gestión privada con personas que van a su puro beneficio y abusando a manos llenas.
Elevé un poco el tono y no tanto porque eran ya casi las dos menos cuarto, sino porque este tipo de asuntos necesitan en su tratamiento, cuando de conversaciones amistosas se trata, de un poco de pasión. Porque es verdad. A mí no me pueden argumentar diciendo que no conozco el sistema financiero, que no tengo idea de lo que hablo, que estos temas necesitan de expertos. No sé de qué tipo, la verdad, porque hasta ahora lo que hemos visto son expertos en destrozar un ahorro y en no querer enterarse de lo que estaba ocurriendo. Porque no ha sucedido en una o en dos cajas y en las demás todo perfecto, sino que todas, unas más y otras menos, adolecen de la misma enfermedad, y, por tanto, está claro. Por lo menos lo está para mí.
Lo sucedido con la Caja Castilla-La Mancha es quizá paradigmático. Un experto socialista, Hernández Moltó, causando un estrago demoledor. Pero hay más, mucho más, y me temo que nunca lo sabremos en su integridad. Pero en el fondo ya casi no me interesa saber, sino avanzar. No me importan tanto las responsabilidades por el pasado como ser responsable en la construcción del futuro.
—¿Y cómo quieres solucionarlo? —preguntó Pedro, el único de nosotros que controla una empresa que cotiza en la Bolsa de Madrid, y que acumula deuda bancaria por más de quinientos millones de euros.
—Hombre, Pedro. Solución… Esa palabra es excesiva. Yo sé cómo funciona el sistema financiero y sé que hay que hacer muchas cosas, entre ellas desterrar la mentalidad esa de la riqueza financiera. Que los bancos vuelvan a ponerse al servicio de las empresas y no al revés.
—Eso suena bonito, pero el asunto es cómo se hace…
—Pues hay que cambiar la mentalidad de los cuadros dirigentes de la banca.
—Quizá no solo la mentalidad, sino a las personas directamente. Al menos a algunas de ellas —apuntó Félix.
—Sí, claro, pero eso requiere tiempo. Y voluntad de hacerlo. Las dos cosas. Y dudo mucho que los políticos del Sistema tengan esa voluntad de cambio real. Lo que os aseguro es que la reforma del sistema financiero no es asunto de capitalización, de más recursos propios, de más controles de Basilea, de más cosas así que nadie acaba de entender. El asunto es más complejo, mucho más. Y es que nos han metido en un lío muy gordo, entre otras cosas con eso que llaman «demasiado grandes para caer». Pero en el pecado llevan la penitencia.
En ese instante me acordé de una conversación que días atrás había tenido con mi amigo Colo, compañero de Universidad, hombre que ha desempeñado cargos de importancia capital dentro de la estructura del Ministerio del Interior en la época socialista y que ha sido maltratado de forma absolutamente injusta en un asunto no bien esclarecido, el llamado fondos reservados. Pero a pesar de ello Colo siempre se ha mantenido en su sitio, sin estridencias, sin hacer el ridículo propio de algunos otros compañeros de su partido que cuando no se les concede lo que ellos creen merecer se venden al mejor postor para apuntarse a críticas públicas por las que cobran un dinero nada despreciable. Lo despreciable en esos casos no es exactamente el dinero, sino la conducta.
Finalizada la conversación de la terraza de A Cerca con Ernesto, en la que tratamos el tema de las retribuciones de los ejecutivos financieros y la especulación en el mercado, sonó de nuevo el teléfono. Era Colo, que se disponía a emprender un viaje de esos con los que consume algunos días de cada verano. Me preguntó que dónde andaba y a qué me estaba dedicando. Le contesté por directo que en Galicia y que estaba enfrascado en un libro sobre los orígenes de nuestros problemas.
—Interesante, sí, pero la gente quiere más soluciones que explicaciones —dijo pragmático Colo.
—Así es, pero sin saber de dónde vienes no puedes saber adónde vas. Sin identificar el problema no puedes hacer nada. Porque esta gente, toda esta gente que manda, quiere atajar problemas, pero no solucionarlos de verdad.
—Claro, porque atajar es más fácil que solucionar.
—Y porque entre ellos funciona el Sistema…
—¿Y en qué andas liado en concreto?
—Estoy con el sistema financiero, y de manera directa con el lío que se ha creado con eso de los bancos demasiado grandes para caer. Ya sabes que han concentrado tanto los bancos que ahora si uno cae nos destroza a todos. No solo en España, sino en el mundo en general.
Esa es la gran diferencia. Por grande que sea una empresa industrial, por enormes que sean sus cifras de ventas, resultados, empleados, accionistas y demás, si cae, pues se causa un gran destrozo, pero controlado, limitado a esa empresa, proveedores, y, en su caso, clientes y empleados. Pero poco más. La economía en su conjunto sigue viva. Pero si cae un gran banco, como sus ramificaciones se extienden a toda la economía, porque sus productos financieros los consumen particulares de todo tipo y empresas de todo sector, el destrozo que podría ocasionar sería bíblico, afectaría a la economía nacional. Y eso es terriblemente grave. Nuestra vida resulta que en parte depende de que los grandes bancos no caigan. Y el problema es que no podemos hacer nada para evitarlo, es decir, no estamos en la gestión diaria de los asuntos de cada banco en particular. Ni del sistema financiero en su conjunto.
Se responde que para eso ya están los controles de los supervisores, pero a la vista está que esa respuesta no sirve para nada, porque, al final, los supervisores son más ejecutores de órdenes políticas que otra cosa. Porque, entre otras razones, también quieren vivir bien y tienen fondos de pensiones, y cosas así, privilegios de varios tipos, y cobran de un presupuesto del Estado y, bueno, pues todos esos «y» que sabemos que forman parte del contexto, como se suele decir, de nuestro ordinario vivir.
—¿Me escuchas? —casi gritó Colo al otro lado de la línea. No me di cuenta, pero mis pensamientos se gestaron en un silencio profundo y, claro, Colo pensó que se había cortado la comunicación, algo que parece consustancial al sistema de móviles, como los retrasos a los viajes en avión.
—Perdona, es que me quedé pensando. Te decía que si te imaginas lo que sucedería en España si quiebra el Santander o el BBVA. El descojono sería absoluto. La cantidad de empresarios arruinados y de familias destrozadas. Ese es el asunto.
—Ya, sí, claro, pero es que el Estado no puede dejar que caiga.
—¿Cómo lo evita? Pues poniendo dinero de todos los españoles. Así que ya ves cómo funcionan las cosas: mientras van bien, los beneficios para los bancos y sus accionistas, pero si van mal lo tenemos que pagar entre todos. Y eso no es teoría, sino que es lo que estamos viendo todos los días. Los dineros empleados en el mundo en compensar los destrozos de los bancos han sido ingentes. Si nos hubieran dado esos dineros a los empresarios, otro gallo habría cantado.
—Sí, pero ¿qué alternativa cabe?
—El asunto, Colo, es que algo que si cae destroza a todos no puede ser estrictamente privado. Algo que afecta a la función social del crédito no puede ser estrictamente privado.
—No me jodas que ahora propones nacionalizar la banca.
—No es eso. En cualquier caso, yo no consumo etiquetas ni palabras. Voy al fondo de los asuntos a la vista de la experiencia. El pasado lo admito, pero en tanto en cuanto me sirva. Pero, si las cosas cambian, las recetas del pasado y las conclusiones de entonces pueden no ser válidas hoy.
—¿Qué quieres decir exactamente?
—Pues que se trata de pensar con orden. Hubo una época en la que se demonizó todo lo privado. Después todo lo público. Entonces se elevó el mercado a los altares. Ahora se habla de regular el mercado. En fin, que la vida te obliga a ir revisando los conceptos y no apegarte a dogmas que no son sino verdades de coyuntura y poco más. Pero lo que tengo claro como el agua clara, Colo, es que algo que puede causar un destrozo de toda una economía no puede dejarse en manos estrictamente privadas.
—¿No vale con los controles de los reguladores? Teóricamente, son la presencia del sector público para controlar algo que tiene consecuencias negativas posibles para todos o para muchos.
—Pues es evidente que no. A la vista está. El ridículo de los controladores de todo el mundo es gigantesco. Pero de los controladores y los políticos, porque…
—Habrá que reforzarlos.
—Por supuesto, pero no es ese el asunto. Al menos no es todo el asunto. Se trata de establecer correspondencias conceptuales correctas: lo que puede destrozar toda la economía del Estado no puede estar en manos estrictamente privadas. Punto y final. ¿Cómo se organiza? Pues eso es lo que tenemos que debatir. Ese es el debate de fondo del sistema financiero y no el volumen de recursos propios o los coeficientes de Basilea I, II y III. Que claro que son importantes. No lo niego, pero no son la clave. Por muchos recursos propios que tenga un banco, siempre puede perderlos y no una, sino varias veces. Si se pone a perder… La capacidad que tienen de perder dinero con los inventos estos de la riqueza financiera es ilimitada.
—Pues habrá que introducir limitaciones al mercado.
—Por supuesto, Colo, y limitaciones en la gestión privada de asuntos de envergadura pública.
—Pero ese debate ahora no creo que esté abierto —señaló Colo.
—Claro que no. Y los políticos no quieren abrirlo. Refuerzan a los bancos con dinero de todos y ya está. A lo sumo hablan de un impuesto sobre las transacciones financieras, y fíjate que hasta para eso las resistencias son terribles. Y eso que todo el mundo es consciente del daño causado por ciertas prácticas bancarias en la economía real.
—Es que el sistema financiero manda mucho…
—Y destroza mucho, Colo. Porque cientos de miles de pequeños y medianos empresarios han caído víctimas de las pérdidas que los bancos han provocado sin que ellos hayan tenido ni arte ni parte, sin comerlo ni beberlo. Y no es demagogia. Es la pura y dura realidad.
—No, si yo estoy de acuerdo contigo. Está claro que no todo tiene que ser privado y que hay cosas que podemos recuperar de la experiencia actual.
—Mira, el asunto ya no se centra tanto en la propiedad como en la gestión. Y en la gestión prima la filosofía de la entidad y la calidad moral de los gestores. Los italianos presumen de que ellos no han tenido crisis financiera comparable con la de otros países occidentales, y lo achacan, como dijo con mucho cachondeo el ministro de Economía italiano, a que «nuestros banqueros no hablan inglés». Quería decir que no son ejecutivos financieros educados a la americana, encargados de diseñar cada día un producto financiero más y más sofisticado con el que incrementar esa llamada riqueza financiera y aumentar la especulación.
—Los italianos son muy listos —dijo Colo—. Tras ese cachondeo aparente se esconden verdades como puños.
—Desde luego. La finezza italiana es siempre admirable. Pero es que en Francia el sistema financiero ha estado en manos públicas mucho tiempo y no ha pasado nada. Y además hay que poder distinguir.
—¿Entre qué y qué?
—Pues, por ejemplo, bancos pequeños y medianos, gestores de fortunas, de planes de inversión… Esos están en manos privadas y penetran en el mercado sin problema. Es bueno que cada uno confíe a quien quiera sus asuntos particulares. Si caen, pues caen, pero no se llevan la economía por delante.
—El tema, entonces, lo centras en los grandes bancos y no por ser grandes, sino porque por su tamaño pueden destrozar al país entero.
—Exacto. Eso es lo que digo. Bueno, lo que digo yo y lo que están diciendo los americanos después de la experiencia de Lehman Brothers. Se han pasado. En el fondo es lo que dijo Hegel, que a partir de un momento la cantidad se convierte en calidad.
—Hombre, meter a Hegel con la banca y el sistema financiero…
—Déjate de coñas, Colo. Lo que quiero decir es que sentaron las bases del tamaño. Había que ser grande a toda costa, para ganar más y más dinero, para ser más y más eficientes. Pero no se detuvieron a pensar qué pasaba si en vez de avanzar se caían, si en vez de ganar dinero lo perdían, si en vez de ser eficientes se convertían en un problema. Y ese tamaño hace que si caen nos destrocen a todos. Y eso es lo que reclama pensar y no asentarse en dogmas ni en conclusiones del pasado que, entre otras cosas, se han demostrado no ser del todo ciertas.
—Pero cuando estabas en Banesto yo creo recordar que defendías la gestión privada del crédito, ¿o no?
—Claro, y sigo defendiendo que es posible y conveniente. Todo es cuestión de tamaño. Defiendo las empresas constructoras en manos privadas, por ejemplo, pero sería imposible defender que en un país existiera una única empresa constructora de tamaño tal que si quebrara nos mandara a todos a freír puñetas. Es una cuestión de tamaño y de algo más.
—¿Qué algo más?
—Pues por ejemplo de mentalidad.
—¿A qué te refieres?
—A la forma de entender la banca. Nosotros, en Banesto, teníamos claro que estábamos al servicio de la economía real, de las empresas y particulares. Ahora se inventa el rollo ese de la riqueza financiera y se desprecia a las empresas. Eso es lo que ha cambiado. Y la mentalidad de los gestores bancarios. Un presidente de banco de mi época ganaba al año lo que hoy ganan a la semana algunos directivos. Y eso no es que sea inmoral, que lo es en ciertas cifras, sino que condiciona todo. Si pones tu actividad exclusivamente al servicio de tu bolsillo con los bonus esos gigantescos, tan enormes como inmorales, y para eso inventas cada día un producto de «riqueza financiera», la cosa solo puede acabar mal. El asunto es sobre todo moral, de calidad de los individuos.
—Es posible que tengas razón, pero no creo que te sigan en ese debate. Tú has sido el primero, al menos el primer banquero, en denunciar la concomitancia entre políticos y financieros.
—Y con los medios de comunicación, Colo. Eso es lo que llamo el Sistema. Estoy convencido de que la cosa no va de esos retoques estéticos. Va de cambios en profundidad. Tenemos que construir un nuevo modelo y ese nuevo modelo exige, reclama definir adecuadamente el qué y el cómo del sistema financiero en su conjunto, porque es asunto capital. Sin definir el modelo financiero no podremos tener claro el modelo de crecimiento, es decir, cómo vamos a crecer y cómo vamos a ganar dinero como país.
¿Cuánto tiempo transcurrió desde que me inicié en el recuerdo de mi conversación con Colo? Ni idea. Lo cierto es que cuando regresé al mundo de los vivos en aquella cena, nada raro percibí. Quizá fueran solo segundos en los que los demás emplearon su tiempo en dar buena cuenta de una lubina a la sal que realmente estaba impresionante. La ruptura de la ecuación espacio/tiempo es algo que me apasiona, pero estaba claro que no podía dedicarme a ello en aquel momento, así que procuré retomar la conversación pero desviando un poco la atención, porque cargar demasiado las tintas sobre los banqueros, con independencia de que todos estuviéramos de acuerdo, podría restar credibilidad al resto del mensaje. Aunque, a fuer de sinceridad, cuando estás pidiendo dinero a la banca y te lo niega quien antes casi te lo regalaba, eso de la credibilidad tiene mucha menor consistencia. Así que lo procedente, lo oportuno, era volver un poco las tornas sobre nosotros mismos, sobre los empresarios de eso que llamo el sector real de la economía.
—Bueno, pero creo que nosotros tenemos que entonar también un poco el mea culpa. ¿O no?
—¿Quiénes somos nosotros? —preguntó Juanjo—. ¿Quiénes somos los nuestros, como decía aquel?
—Pues me refiero a los empresarios. Porque nos hemos desentendido de los políticos y de los banqueros. Y ahora, cuando unos y otros nos están fracturando la vida por los cuatro costados, nos damos cuenta de que esa dejación, ese abandono, ha sido una enorme irresponsabilidad.
—Hombre, con independencia de que tengas razón, no hemos dejado de lado a los políticos, porque controlan el presupuesto y tienen mucho dinero que darte.
—No me refería a eso, Félix. Por supuesto que tienes razón y eso también es otro problema. Porque los hemos usado para nuestro interés. Vamos a ver, en España los empresarios siempre han vivido a la sombra del poder, ¿o no?
Verdad como un templo. En 1988 pronunciaba una conferencia en la Universidad de Santiago de Compostela sobre la estructura empresarial de España. Llegaba entonces a la conclusión de que, por diversas razones que allí, en la conferencia, analizaba, no disponíamos de una verdadera clase empresarial homologable con los países más importantes de Europa. ¿Catolicismo versus calvinismo? Puede ser, no lo discuto, y seguro que algo de eso hay. Pero más que eso, también. El exceso de sector público de un país se traduce en el intento de todos de conseguir participar en tus dineros.
Es curioso, pero en España siempre ha existido adoración del empresario por el político —adoración interesada, claro— y fascinación por el banquero. Con estas dos premisas lo que nos sucede tiene raíces históricas de cierta envergadura y consistencia.
—Es que el poder en España es dinero. Creo que son los mexicanos los que dicen que vivir al margen del Estado es una locura y contra el Estado un suicidio.
—Así es. Pero hemos ido demasiado lejos, en tamaño del Estado y en corrupción del empresario con el político.
Silencio. Y silencio obligado porque todos, en mayor o menor medida, en el instante mismo en el que nuestros negocios tropiezan, colisionan o concuerdan con el sector público, tenemos la moral laxa, lo más laxa posible para «financiar» a las personas que pueden decidir adjudicar una contrata, concedernos una licencia, aprobarnos un plan y cosas así. El punto de encuentro entre políticos y empresarios en demasiadas ocasiones es la corrupción pura y dura. Se paga para conseguir favores. Y por eso cuando el asunto se evoca la tendencia es a un silencio espeso y a permitir que suenen con fuerza los ruidos creados por los cubiertos al resbalar sobre los platos. Pero hay que afrontarlo por derecho.
—Si hay corrupción en la política, que la hay, nosotros tenemos que asumir la parte de culpa que es nuestra, porque estamos dispuestos a pagar al político o intermediario del político de turno con tal de obtener un beneficio.
—Y si no… ¿qué coño haces? Si ellos marcan esas reglas…
—Sí, Juanjo, pero con eso estamos pudriendo todo, poco a poco y paso a paso. Miramos a lo nuestro concreto, a lo mío, en esa frase: ¿y de lo mío, qué?, y nos olvidamos de que afectamos al país. Un país con políticos corruptos solo existe de verdad si los empresarios participan en el juego. Porque un corrupto reclama un corruptor. Así de claro.
—Desgraciadamente, así es, pero ellos son los que marcan las reglas, insisto.
—No hay reglas de juego sin jugadores, Juanjo. Cuando pagando conseguimos romper el principio de libre competencia, no solo prostituimos un político y con él el Sistema, sino que destrozamos a otros empresarios que han hecho las cosas bien, que quieren jugar limpio, que no tienen esos contactos y que se quedan con sus empresas sin las contratas a las que tenían derecho. Estamos afectando al sistema en su conjunto, y esto no podemos dejar de reconocerlo. No se trata de echar la culpa a otro, sino de darnos cuenta de que todos en menor o mayor proporción, unos más y otros menos, unos con la nariz tapada y otros con la sonrisa abierta, pero todos, al fin y al cabo, hemos contribuido a crear este estado de cosas. Solo aceptando esto podremos intentar buscar soluciones claras.
Eran cerca de las dos y media de la madrugada cuando llegué al magnífico Hostal San Marcos, de León. Curiosamente, a pesar de que pronto se cumplirían las veinticuatro horas de vigilia, no tenía demasiado sueño. Hablar y pensar sobre estos asuntos me apasiona, y al tiempo me provoca desazón, y con esa mezcla mantenerte despierto es más fácil. Pero conseguí dormir.
Al día siguiente, la prensa se hacía eco de un supuesto acuerdo entre Merkel, la alemana, y Sarkozy, el francés. Hablaban de un gobierno europeo, de una necesidad de gobernar el euro, de limitar constitucionalmente los déficits, de un presidente de ese gobierno europeo que duraría dos años y medio y sería rotatorio… Palabras. Parecía que todo eran meras palabras, como siempre. Solo algo concreto. Francia y Alemania tratarían de unificar los criterios y tipos del impuesto de sociedades. Esto era ya otra cosa. Asunto entre ellos, entre los que pueden mandar en Europa. No sé si significaría algo más.
Al tiempo se conocía que el Banco Central Europeo había comprado en una semana deuda italiana y española por más de 22 000 millones de euros… ¡Madre de Dios! Y, claro, los alemanes y los franceses se negaban a los eurobonos, al menos de momento, mientras no queda claro que los beneficiados por ellos deberían pasar a ser sus feudos.
Las Bolsas no se lo creyeron. Ni las Bolsas ni los ciudadanos de a pie. Era agosto. Seguíamos en vacaciones. Pero la procesión continúa por dentro.
Tenía que llegar a Peñafiel, en plena Ribera del Duero, así primero a Benavente, después a Valladolid y finalmente a mi destino. Iba solo en mi coche, conduciendo yo mismo. Las autovías te permiten, si respetas la velocidad límite, pensar al tiempo que viajas. Y eso hice, siguiendo mi nefasta manía. Y repasé la conversación de la noche anterior. ¿Cuál era la razón de los problemas de la empresa de Pedro? Pues algo en gran parte ajeno a él que consiste en la caída del sector de la construcción. ¿Previsible? Sinceramente, creo que sí porque el exceso era evidente de toda evidencia, pero a veces, insisto, no queremos oír más que lo que nos gusta. Ni oír ni ver. Y eso se paga. Porque hacemos planes extrapolando el presente, creemos que siempre seguiremos creciendo, nos endeudamos para hacer más y más cosas, y de repente el entramado se cae y nos quedamos colgados de una brocha. Así es la vida en demasiadas ocasiones.
Por cierto que hablando del cinismo de los políticos se me olvidó comentar con ellos un asunto de importancia. Hay concursos públicos convocados por las administraciones públicas españolas que descartan los productos ofrecidos por los empresarios españoles porque son más baratos los que tienen procedencia china. Y es verdad. Pero ¿cómo consiguen ese resultado? Pues mediante salarios imposibles de ser pagados en Occidente y con un régimen laboral inaceptable para nosotros. Así que todos jugamos en el mismo campo, pero ellos con unas reglas y nosotros con otras. Eso es cinismo en estado puro. Los políticos me exigen unas determinadas normas. Los chinos no tienen que cumplirlas. Con las normas chinas nosotros seríamos capaces de producir más barato. No sé si todos sus productos, pero sí muchos. Pero los políticos no quieren aceptarlo porque para ellos, al menos en sus discursos, forma parte de las conquistas de Occidente. Y gracias a eso los chinos se llevan los concursos y el dinero de Occidente. Es alucinante que China se haya convertido en el primer tenedor de deuda americana. El mayor acreedor del mundo, el que impone sus leyes en la economía capitalista, resulta ser un país comunista. Es más que una paradoja. Es un problema serio.
No más que otros, pero no menos que otros. Por eso digo que son demasiadas cosas al tiempo. Por ejemplo, hoy nos quejamos de la inmigración. Pero ¿quién suministró la mano de obra necesaria para el boom de la construcción? ¿Quién mantiene la mano de obra en el sector servicios? ¿Quién recogía la aceituna? Si queremos solventar nuestros problemas, tenemos que ser sinceros, al menos con nosotros mismos.
No sé, tienes la sensación de que nada queda en pie. Y es que es difícil que sea de otro modo, porque un sistema es un todo unitario. No es posible que alguna de las partes se desborde, por decirlo así, sin que ello afecte a todo el conjunto. Si disponemos de un sistema financiero desbocado, desproporcionado y que ha perdido el norte de su verdadera misión, eso solo es posible si el resto de los componentes sufren de distorsión de nivel igual o superior. Por ello desde hace mucho tiempo, más de dieciocho años, vengo hablando del Sistema como punto de referencia.