La Galia de los cabelleras largas

DESDE ENERO HASTA DICIEMBRE

DEL 51 A. J.C.

Cuando la noticia de la derrota y captura de Vercingetórix llegó a Roma, el Senado decretó un período de acción de gracias de veinte días, lo cual no pudo contrarrestar la conspiración que Pompeyo y sus nuevos aliados, los boni, habían tramado contra César durante aquel año de guerra total, pues sabían perfectamente que el general no tenía tiempo ni energías para oponerse a las medidas que ellos personalmente tomasen. Aunque se le mantenía informado, la urgencia que supuso encontrar comida para sus legiones, asegurarse de que la vida de sus hombres no se arriesgaba de manera innecesaria y enfrentarse a Vercingetórix fueron las principales prioridades de César. Y aunque agentes como Balbo, Opio y Rabino Póstumo, los banqueros, se esforzaban muchísimo por evitar el desastre, no tenían ni la consumada facilidad de entendimiento de César para la política ni su inatacable autoridad; valiosísimos días se malgastaron enviando cartas y esperando respuestas.

No mucho después de haberse convertido en cónsul sin colega, Pompeyo se casó con Cornelia Metela y se pasó por completo al campo de los boni. La primera prueba de su nuevo compromiso ideológico llegó a finales de marzo, cuando cogió un decreto senatorial del año anterior y lo hizo aprobar como ley. Una ley bastante inofensiva en apariencia, pero de la que César captó las verdaderas intenciones en el momento en que leyó la carta de Balbo. Según dicha ley, de entonces en adelante todo hombre que tuviera el cargo de pretor o cónsul tendría que esperar cinco años antes de que se le permitiera gobernar una provincia. Un fastidio que adquiría mayor gravedad porque daba origen a un remanente de posibles gobernadores a los que se podía enviar a gobernar con sólo notificárselo: todos aquellos hombres que, después de ser pretores o cónsules, se habían negado a aceptar una provincia ahora estaban legalmente obligados a hacerse gobernadores si así lo disponía el Senado.

Peor que aquella ley era otra que Pompeyo procedió a aprobar y que estipulaba que todos los candidatos a pretor o a cónsul tenían que presentar su candidatura personalmente dentro de la ciudad de Roma. Todos los miembros de la muy numerosa facción de César protestaron con vehemencia. ¿Y César, y la ley de los Diez Tribunos de la plebe que permitía que éste se presentara para su segundo consulado in absentia?

–¡Oh! ¡Vaya, hombre! – exclamó Pompeyo-. ¡Lo siento mucho, se me olvidó por completo!

Después de lo cual añadió un codicilo a su lex Pompeia de iure magistratum eximiendo a César de lo previsto en dicha ley. El único problema fue que no lo hizo inscribir en la tablilla de bronce que contenía la ley, y sin esta inscripción el codicilo no tenía validez alguna.

César recibió la noticia de que ahora tenía prohibido presentarse in absentia mientras estaba construyendo la plataforma de asedio en Avarico; después vino Gergovia, a continuación la revuelta de los eduos y más tarde la persecución que finalmente les llevó hasta Alesia. Mientras se las veía con los eduos en Decetia, se enteró de que el Senado se había reunido para discutir la asignación de las provincias para el año siguiente, ahora inalcanzables para aquellos hombres que ocupaban cargos de pretor o de cónsul pues tenían que esperar cinco años. El Senado se rascaba la cabeza al tiempo que se preguntaba de dónde iba a sacar a los gobernadores para el año siguiente, pero el cónsul sin colega se reía. Muy fácil, dijo Pompeyo, los que habían rehusado gobernar una provincia el año siguiente a ocupar el cargo, tendrían que gobernar ahora les gustase o no. Por ello a Cicerón se le ordenó que gobernase Cilicia, y a Bibulo, Siria, una perspectiva que a aquellos dos amantes del hogar les llenó de horror.

Dentro del anillo de asedio construido alrededor de Alesia, César recibió una carta desde Roma que le informaba de que Pompeyo había logrado que su nuevo suegro, Metelo Escipión, fuera elegido colega consular suyo para el resto del año. Y, noticia más alegre, que Catón, que se presentaba como candidato para el consulado del año siguiente, había resultado ignominiosamente derrotado. Con toda aquella admirada incorruptibilidad suya, Catón no consiguió impresionar a los electores. Probablemente porque a los miembros de la primera clase de votantes centuriados les gustaba pensar que existía alguna probabilidad de que los cónsules (a cambio de una banal consideración financiera) estuvieran dispuestos a hacer unos cuantos favores cuando se les pidiera de la manera oportuna.

De modo que cuando entró el año nuevo, César seguía en la Galia de los cabelleras largas. No había manera de que pudiera cruzar los Alpes para supervisar los acontecimientos de Roma desde Rávena. Dos cónsules enemistados con él, Servio Sulpicio Rufo y Marco Claudio Marcelo, iban a ocupar el cargo, una perspectiva vejatoria para César. Aunque, en cierto modo, era un consuelo que nada menos que cuatro de los nuevos tribunos de la plebe fueran hombres de César, comprados y pagados como es debido. Marco Marcelo, el cónsul junior, ya iba diciendo que tenía intención de despojar a César de su imperium, de sus provincias y de su ejército, aunque la ley que Cayo Trebonio había promulgado para concederle a César sus segundos cinco años de mandato prohibía específicamente que el asunto fuera ni siquiera discutido antes de marzo del año siguiente, fecha para la que faltaban quince meses. La constitucionalidad era para seres inferiores y a los boni les importaba un rábano si el blanco al que apuntaban era César.

Al cual, a causa de la bruma de desprecios que le estaba ensombreciendo la vida en aquella época, le resultó imposible instalarse y hacer lo que hubiera debido hacer: mandar llamar a personas como Balbo y Cayo Vibio Pansa, su dominante tribuno de la plebe, sentarse con ellos en Bibracte y darles instrucciones personalmente sobre cómo proceder. Era seguro que había unas cuantas tácticas que sus partidarios podían intentar, pero sólo si se reunían con él en persona. Pompeyo disfrutaba del favor de los boni y se regocijaba en la posesión de una esposa tremendamente aristocrática, pero por lo menos ya no estaba en el cargo de cónsul; y Servio Sulpicio, el nuevo cónsul senior, era un miembro de los boni accesible y prudente, y no un fanático intemperante como Marco Marcelo.

En lugar de acomodarse para ocuparse de los problemas de Roma, César continuó por el camino de someter a los bitúrigos y se contentó con escribir una carta al Senado mientras iban de viaje. En vista de sus asombrosos éxitos en las Galias, decía, parecía que era justo y apropiado que se le tratase a él exactamente igual que a Pompeyo. La «elección» de Pompeyo como cónsul sin colega fue in absentia porque estaba gobernando las Hispanias. Y seguía gobernándolas, pues no había dejado de hacerlo durante el período de su consulado. Por lo tanto, ¿harían el favor los padres conscriptos del Senado de prolongar el gobierno de César en las Galias e Iliria hasta que asumiera el consulado al finalizar los tres años que faltaban? Lo que se le había concedido a Pompeyo, también debería concedérsele a César. La carta no se dignaba mencionar la ley de Pompeyo que obligaba a los candidatos consulares a inscribirse para las elecciones dentro de Roma, pues su silencio sobre ese punto era una manera de decir que sabía que la ley de Pompeyo a él no le concernía.

Tres nundinae transcurrirían entre el envío de aquella misiva y cualquier posibilidad de respuesta; y como varias otras nundinae más, aquéllas se emplearon en reducir a los bitúrigos hasta que empezaron a pedir humildemente clemencia. La campaña de César fue una serie de marchas forzadas de ochenta kilómetros al día; tan pronto estaba en un lugar quemando, saqueando, matando y esclavizando, como aparecía a ochenta kilómetros de distancia antes de que la noticia, que se transmitía a voces, pudiera advertir a nadie.

En aquel momento César ya sabía que la Galia de los cabelleras largas no se consideraba vencida. La nueva estrategia cónsistía en pequeñas insurrecciones programadas para estallar por todo el país simultáneamente, lo que obligaba a César a actuar como un hombre que se ve forzado a apagar diez incendios diferentes en diez lugares distintos al mismo tiempo. Pero aquellos insurrectos suponían que habría ciudadanos romanos a quienes matar, y no los había, pues la adquisición de alimentos para las legiones, todas diseminadas, las hacía el propio ejército por la fuerza.

César contrarrestó al reducir a varias de las tribus más poderosas una a una, empezando por los bitúrigos, que estaban enfadados porque a Biturgo se le había enviado a Roma a desfilar en el triunfo de César. Se llevó sólo a dos legiones, la decimotercera y la nueva decimoquinta: la primera porque llevaba aquel número gafe, y la segunda porque estaba formada por reclutas novatos. Esta legión, la decimoquinta, era su «cajón de sastre», pues a los hombres que la formaban los entrenaban para luego repartirlos por las otras legiones cuando el número de soldados de éstas disminuía. La actual decimoquinta era el resultado de la ley dictada por Pompeyo a principios del año anterior, según la cual todos los ciudadanos romanos varones entre los dieciocho y los cuarenta años de edad debían hacer el servicio militar. Una ley que a César le resultaba muy útil, pues no le costaba obtener voluntarios, pero que a menudo le traía problemas con el Senado por reclutar a más hombres de los que estaba autorizado a alistar.

El noveno día de febrero regresó a Bibracte. Las tierras de los bitúrigos se veían arrasadas, la mayor parte de los guerreros bitúrigos estaban muertos y las mujeres y los niños eran prisioneros. Aguardando a César en Bibracte estaba la respuesta del Senado a su petición de una prórroga de su período como gobernador. Una respuesta que quizá César ya esperaba, aunque en el fondo de su corazón verdaderamente confiaba en que no fuese así, aunque sólo fuera porque rechazar su petición era el colmo del disparate.

La respuesta era no: el Senado no estaba dispuesto a tratar a César como había tratado a Pompeyo. Si quería ser cónsul al cabo de tres años, tendría que comportarse como cualquier otro gobernador romano: dejar su imperium, sus provincias y su ejército y presentar personalmente su candidatura dentro de Roma. La respuesta no entraba a discutir sobre la tranquila suposición de César de que sería elegido cónsul senior. Todo el mundo sabía que ocurriría así. César nunca se había presentado a las elecciones de ningún cargo en las que no hubiera obtenido más votos que nadie. Y no porque sobornase a los electores; César no se atrevía a hacerlo pues había ya demasiados enemigos que estaban buscando una excusa para procesarlo.

Fue entonces, mirando aquella carta fría y cortante, cuando César tomó la decisión de hacer planes para cualquier eventualidad que pudiera surgir.

No me dejarán ser todo lo que yo debería ser. Todo aquello que tengo derecho a ser. Sin embargo, complacen a un cuasirromano como Pompeyo. Inclinan la cabeza y le hacen la pelota, lo exaltan, lo llenan de ideas acerca de su propia importancia, pero están todo el tiempo riéndose de él por detrás. Bien, ésa es la carga que debe soportar Pompeyo, y algún día se dará cuenta de qué es lo que piensan de él en realidad. Cuando las circunstancias sean propicias se quitarán las máscaras y Pompeyo quedará auténticamente acabado. Es exactamente como Cicerón cuando Catilina parecía estar seguro de ser cónsul. Los boni se confabularon con el despreciado paleto de Arpino para dejar fuera a un hombre que tenía linaje. Ahora se asocian con Pompeyo para dejarme fuera a mí. Pero no estoy dispuesto a permitir que eso suceda. ¡Yo no soy Catilina! Ellos van a por mi pellejo porque mi gran valía les obliga a ver hasta qué punto es grande su propia incapacidad. Creen que pueden obligarme a cruzar el pomerium y a entrar en Roma para presentar mi candidatura, y así al cruzar el pomerium tendría que abandonar el imperium que me protege de ser procesado. Todos estarán allí, en la cabina electoral, dispuestos a atacar con una docena de pleitos inventados y me acusarán de traición, de extorsión, de soborno, de desfalco… hasta de asesinato si encuentran a alguien dispuesto a jurar que me vio entrar furtivamente en las Lautumiae para estrangular a Vetio. Como Gabino, como Milón, seré condenado en tantos tribunales diferentes por tantos crímenes diferentes que nunca seré capaz de mostrar mi cara en Italia de nuevo. Me despojarán de la ciudadanía, mis hazañas se borrarán de los libros de historia y se enviará a hombres como Enobarbo y Metelo Escipión a mis provincias para quedarse ellos con el mérito, exactamente del mismo modo que Pompeyo se llevó el mérito de lo que había hecho Lúculo.

Pero eso no ocurrirá. No permitiré que ocurra, no importa qué tenga que hacer para evitarlo. Mientras tanto seguiré trabajando para que se me permita presentarme in absentia, con mi imperium intacto hasta que asuma el de cónsul senior. No quiero que se me conozca como a un hombre que actúa de forma inconstitucional. Nunca en mi vida he actuado inconstitucionalmente. Todo se ha hecho como la mos maiorum dice que debe hacerse. Esa es mi mayor ambición: alcanzar mi segundo consulado dentro de los límites que marca la ley. Una vez que me convierta en cónsul ya me las arreglaré, utilizando las leyes, para hacer frente a esas acusaciones inventadas. Y ellos lo saben. Y tienen miedo de que lo haga. Pero no pueden soportar perder, porque si pierden, admiten que soy mejor que ellos en todos los aspectos concebibles, desde la inteligencia hasta el linaje. Porque yo soy un hombre y ellos son muchos. Si los derroto sin salirme de la ley, se llevarán un gran disgusto, se quedarán como la esfinge y no les quedará otro recurso que tirarse por el precipicio que tengan más a mano.

No obstante, también haré planes por si todo me sale mal. Empezaré a hacer esas cosas que asegurarán que yo triunfe dentro de la ley. ¡Oh, qué tontos! Siempre me subestiman.

Júpiter Óptimo Máximo, si es que es ése el nombre que te gusta oir, Júpiter Óptimo Máximo, seas del sexo que prefieras, Júpiter Óptimo Máximo, que es todos los dioses y fuerzas de Roma fundidos en uno solo, Júpiter Óptimo Máximo, ¡haz un contrato conmigo para que yo venza! Y si es así, aquí mismo juro que te ofreceré los sacrificios que mayor honor te hagan y que más satisfacción te den…

La campaña para reducir a los bitúrigos duró cuarenta días. En cuanto César llegó de vuelta al campamento que estaba justo debajo del monte de la Bibracte edua, reunió en asamblea a las legiones decimotercera y decimoquinta y le regaló a cada uno de los hombres de ambas legiones una prisionera bitúriga, que podían conservar como criada o vender a los tratantes de esclavos. Después, le dio a cada soldado una prima en metálico de cien sestercios y a cada centurión una de dos mil. Todo de su propio bolsillo.

–Esto es para demostraros mi agradecimiento por vuestro maravilloso apoyo -les dijo a sus soldados-. Lo que Roma os paga es una cosa, pero es hora de que yo, Cayo Julio César, os dé algo de mi propio bolsillo como agradecimiento personal. Los últimos cuarenta días hemos conseguido un botín pequeño, y yo os he sacado de vuestro bien merecido descanso de invierno y os he pedido que marchéis ochenta kilómetros al día durante casi todos esos cuarenta días. Después de un terrible invierno, de la primavera y del verano en el campo de batalla contra Vercingetórix, merecíais descansar y no hacer nada de nada durante seis meses por lo menos. Pero ¿acaso refunfuñasteis cuando os dije que teníais que poneros en marcha? ¡No! ¿Os quejasteis cuando os pedí esfuerzos hercúleos? ¡No! ¿Aflojasteis el paso, pedisteis más de comer, me disteis menos de lo que podéis dar en algún momento? ¡No! ¡No, no, no! ¡Vosotros sois los hombres de las legiones de César y Roma nunca ha visto nada semejante! ¡Vosotros sois mis muchachos! ¡Mientras yo esté vivo, seréis mis queridos muchachos!

Los soldados lo vitorearon histéricamente, tanto por llamarlos sus queridos muchachos como por el dinero y la esclava, que también salió del bolsillo privado de César, pues los beneficios de la venta de esclavos pertenecían exclusivamente al general.

Trebonio miró de reojo a Décimo Bruto.

–¿Qué está tramando, Décimo? Es un gesto maravilloso, pero ellos no se lo esperaban y no logro adivinar qué le ha entrado a César para hacer eso.

–Recibí una carta de Curión en la misma bolsa que le trajo a César una carta del Senado -dijo Décimo Bruto hablando en voz baja para que no le oyeran Marco Antonio o los tribunos-. No quieren dejarlo presentar su candidatura in absentia, y la disposición de ánimo de la cámara es despojarle de su imperium en cuanto les sea posible. Quieren que César caiga en desgracia y que se le envíe al exilio permanente. Y Pompeyo Magno también lo quiere.

Trebonio gruñó con desprecio.

–¡Eso último no me sorprende! ¡Pompeyo no vale ni una correa de las sandalias de César!

–Ni los otros tampoco.

–Eso ni que decir tiene. – Dio media vuelta y abandonó el terreno donde estaba formado el ejército; Décimo echó a andar con él-. ¿Crees que César lo haría?

Décimo Bruto no parpadeó.

–Creo… creo que están locos por empeñarse en provocar a César, Cayo. Porque creo que sí, que si ellos no le dejan otra alternativa, César marchará contra Roma.

–¿Y si lo hace?

Las cejas rubias, casi invisibles, se alzaron.

–¿Tú qué crees?

–Creo que los matará.

–Estoy de acuerdo.

–Así que tenemos que hacer una elección, Décimo.

–Puede que tú tengas que elegir. Yo no. Yo soy un hombre de César para lo bueno y para lo malo.

–Y yo. Pero César no es Sila.

–Por lo que deberíamos estar agradecidos, Trebonio.

Quizá a causa de esta conversación, ni Décimo Bruto ni Cayo Trebonio se sentían de humor para hablar durante la cena, que discurría mientras ambos estaban tumbados juntos en el lectus summus, César ocupaba él solo el lectus medius y Marco Antonio estaba en el lectus imus, frente a ellos.

–Te estás mostrando muy generoso -comentó Antonio mientras se comía una manzana de dos bocados-. Ya sé que tienes fama de manirroto, pero lo que has regalado hoy suma un total de cien talentos, o casi.

Y arrugó con fuerza la frente y juntó mucho las cejas.

Los ojos de César centellearon, pues Antonio le divertía enormemente y le gustaba que aceptara de buen grado el papel de blanco de las bromas.

–¡Por todo lo que Mercurio quiera, Antonio, tus habilidades matemáticas son fenomenales! Has hecho el cálculo mentalmente. Creo que ya es hora de que te encargues de los deberes propios de cuestor y dejes que el pobre Cayo Trebacio haga algo que se adapte más a sus inclinaciones, si no a su talento. ¿No estáis de acuerdo? – les preguntó a Trebonio y a Décimo Bruto.

Éstos asintieron sonriendo.

–¡Yo me cago en los deberes propios del cuestor! – gruñó Antonio al tiempo que tensaba los músculos de los muslos, algo que al verlo habría hecho desmayarse a la mitad de la población femenina de Roma, pero que con el público que tenía en aquel momento era un desperdicio.

–Es necesario saber unas cuantas cosas acerca del dinero, Antonio -le dijo César-. Ya me doy cuenta de que tú piensas que es lo suficientemente líquido como para verterlo como agua, no hay más que ver tus colosales deudas, pero también es una sustancia de gran utilidad para un futuro candidato a cónsul y a comandante del ejército.

–Estás evitando el tema -le indicó Antonio sagazmente, templando la insolencia con una sonrisa encantadora-. Acabas de desembolsar cien talentos a los hombres de dos de tus once legiones, y hasta al último de ellos le has regalado una esclava que puede vender por mil sestercios más. No es que muchos de ellos vayan a hacerlo a estas alturas de la primavera, y tú te encargaste de que tuvieran las mujeres más jugosas y más jóvenes. – Se dio la vuelta en el canapé y empezó a tensar los músculos de sus macizas pantorrillas-. Lo que quiero saber en realidad es… ¿vas a limitar tu generosidad a tan sólo dos de tus once legiones?

–Eso sería una imprudencia por mi parte -dijo César poniéndose serio-. Pienso estar de campaña durante todo el otoño y el invierno, y voy a llevar dos legiones cada vez. Pero siempre legiones diferentes.

–¡Muy inteligente!

Antonio alargó la mano para coger la copa de vino y bebió profusamente.

–Mi querido Antonio, no me obligues a quitar el vino del menú invernal -le reprochó César-. Si no puedes beber con moderación, te exigiré abstinencia absoluta. Te sugiero que mezcles el vino con agua.

–Una de las muchas cosas que no comprendo de ti -le dijo Antonio frunciendo el ceño- es por qué tienes esa manía con uno de los mayores dones que los dioses han dado a los hombres. El vino es una panacea.

–No es una panacea. Y tampoco lo considero un don -le aseguró César-. Más bien lo llamo una maldición. Como si hubiese salido directamente de la caja de Pandora. Incluso tomándolo en cantidades pequeñas, mella la espada de los pensamientos lo suficiente como para impedir el más nimio de los sofismas.

Antonio soltó un rugido de risa.

–¡Así que ésa es la respuesta, César! ¡Tú no eres más que un sofista!

Dieciocho días después de su regreso a Bibracte, César partió de nuevo, esta vez para reducir a los carnutos. Trebonio y Décimo Bruto fueron con él, y a Antonio, con mucho pesar por su parte, se le dejó al cuidado del tenderete. Quinto Cicerón llevó a la séptima legión desde el cuartel de invierno de Cabillonum, pero Publio Sulpicio despidió a la decimocuarta desde Matisco, pues César no requería sus servicios.

–He venido yo mismo porque mi hermano acaba de pedirme que lo acompañe a Cilicia en abril -le informó Quinto Cicerón.

–La perspectiva no parece hacerte feliz, Quinto -le dijo César con suavidad-. Te echaré de menos.

–Y yo a ti. He pasado los tres mejores años de mi vida aquí, en la Galia, contigo.

–Me gusta oir eso, porque no han sido fáciles.

–No, nunca han sido fáciles. Quizá por eso hayan sido tan buenos. Yo… yo… aprecio en lo que vale la confianza que has puesto en mí, César. Ha habido ocasiones en las que me he merecido una bronca, como con el asunto aquel de los sugambros, pero nunca me has echado una bronca. Ni me has hecho sentir poco adecuado para el puesto.

–Mi querido Quinto, ¿por qué habría tenido que echarte una bronca? – le preguntó César con su sonrisa más cariñosa-. Has sido un legado maravilloso y ojalá te quedases hasta el final. – La sonrisa se desvaneció y los ojos de César se pusieron de repente a mirar a lo lejos-. Cualquiera que sea el final.

Desconcertado, Quinto Cicerón miró a César, pero aquel rostro no mostraba expresión alguna. Naturalmente, Cicerón le contaba en su carta los acontecimientos en Roma con gran lujo de detalles, pero Quinto en realidad no conocía a César tan íntimamente como lo conocían Trebonio o Décimo Bruto. Ni había estado en Bibracte cuando el general recompensó a las legiones decimotercera y decimoquinta.

Así, cuando César partió hacia Genabo, Quinto Cicerón, con el corazón hundido, se puso en camino hacia Roma y hacia un puesto de legado que él sabía perfectamente que no le resultaría tan provechoso como trabajar con César y en el que no se sentiría tan feliz. ¡Otra vez bajo el control del hermano mayor que le haría discursos y desaprobaría todo lo que él hiciese! Había ocasiones en las que la familia era una dolorosa molestia. Oh, sí…

Ya estaban a finales de febrero y el invierno se aproximaba. Genabo era todavía una ruina calcinada, pero no había insurgentes en la zona para disputarle a César el uso de la oppidum. Instaló el campamento muy cómodamente junto a las murallas, puso a algunos de sus soldados en las pocas casas que quedaban en pie e hizo que el resto pusiera techo de paja y césped en las paredes de las tiendas para que estuvieran lo más calientes posible.

La primera orden que dio en aquella empresa fue cabalgar hasta Carnutum y visitar a Cathbad, el druida jefe.

El cual, pensó César, parecía mucho más viejo y más preocupado que cuando lo vio por primera vez años atrás: el cabello, que había sido de un color dorado brillante, se había vuelto de un tono más apagado, gris y dorado, y los ojos azules del druida se veían exhaustos.

–Fue una locura que te opusieras a mí, Cathbad -le dijo el conquistador.

¡Oh, desde luego, en cada centímetro de su persona parecía un conquistador! ¿No había nada que pudiera borrar el increíble aire de confianza, la vigorosa y rotunda resolución que rezumaba aquel hombre que ponía un halo alrededor de su cabeza, que emanaba de su cuerpo? ¿Por qué los Tuatha habían enviado a César a contender con ellos? ¿Por qué él, cuando Roma tenía tantísimos torpes incompetentes?

–No me quedó otra elección -fue la respuesta de Cathbad, y alzó la barbilla con orgullo-. Supongo que has venido hasta aquí para llevarme cautivo, que voy a tomar parte con los demás en tu desfile triunfal.

César sonrió.

–¡Cathbad, Cathbad! ¿Me tomas por tonto? Una cosa es coger prisioneros de guerra o poner fin a las actividades de los reyes rebeldes, pero convertir en víctimas a los sacerdotes de un país es una absoluta locura. Supongo que habrás notado que no se ha aprehendido a ningún druida, ni se ha impedido que vayáis a cumplir con vuestro trabajo de curar o aconsejar. Ése es mi estilo político, y mis legados lo saben.

–¿Por qué los Tuatha te enviaron a ti?

–Imagino que hicieron un pacto con Júpiter Óptimo Máximo. El mundo de los dioses tiene sus leyes y sus convenios, exactamente igual que el nuestro. Evidentemente los Tuatha advirtieron que las fuerzas que los conectaban a ellos con los galos estaban disminuyendo de un modo misterioso. No por falta de entusiasmo galo o por falta de práctica religiosa, sino porque nada permanece igual, Cathbad. La tierra se mueve, la gente cambia, las épocas van y vienen. Y lo mismo ocurre con los dioses de todos los pueblos. Quizá los Tuatha estén asqueados por los sacrificios votivos humanos, igual que se asquearon otros dioses. Tampoco creo que los dioses permanezcan estáticos para siempre, Cathbad.

–Es interesante que un hombre tan unido a las actitudes políticas y prácticas de su país pueda ser además verdaderamente tan religioso.

–Yo creo en nuestros dioses con toda mi mente.

–Pero ¿qué me dices de tu alma?

–Nosotros los romanos no creemos en el alma como creéis vosotros, los druidas. Todo lo que perdura después del cuerpo es una sombra sin mente. La muerte es un sueño -le dijo César.

–Entonces deberíais temerla más que los que creemos que seguimos viviendo después de la muerte.

–Yo creo que la tememos menos. – Los ojos azul pálido de César se llenaron de pronto de fuego a causa del dolor, de la pena, de la pasión-. ¿Por qué iba a querer ningún hombre o mujer algo además de esto, de la vida? – le preguntó César en tono exigente-. Es un valle de lágrimas, una terrible prueba de fuerza. Por cada centímetro que ganamos, retrocedemos un kilómetro. ¡La vida está ahí para ser conquistada, Cathbad, pero a qué precio! ¡A qué precio! A mí nadie me derrotará nunca. No se lo permitiré. Yo creo en mi mismo y he establecido una pauta para mí.

–Entonces, ¿dónde está el valle de lágrimas? – le preguntó Cathbad.

–En los métodos. En la obstinación humana, en la falta de previsión, en que no logramos ver cuál es el camino mejor, el camino más airoso. Durante siete largos años he tratado de hacer comprender a tu pueblo que no pueden ganar, que deben someterse por el futuro bienestar de esta tierra. ¿Y ellos qué hacen? Se arrojan a mis llamas como las polillas a una lámpara. Me obligan a matar a un gran número de ellos, a destruir más casas, más aldeas, más ciudades. Yo preferiría con mucho seguir una política más blanda, más clemente, pero ellos no me permiten hacerlo.

–La respuesta a eso es fácil, César. Ellos no cederán, así que el que tiene que ceder eres tú. Tú le has proporcionado a la Galia conciencia de su identidad, de su poder. Y después de habérsela dado, nada se la puede arrebatar. Nosotros los druidas cantaremos las gestas de Vercingetórix durante diez mil años.

–¡Ellos son los que tienen que ceder, Cathbad! Yo no puedo hacerlo. Por eso he venido a verte, para pedirte que les digas que cedan. De otro modo no me dejáis elección: tendré que hacer con lo que queda de la Galia lo que acabo de hacer con los bitúrigos. Pero eso no es lo que quiero hacer. No quedará nadie más que los druidas. ¿Qué clase de destino es ése?

–Yo nunca les diré que se sometan -le aseguró Cathbad.

–Entonces empezaré aquí, en Carnutum. En ningún otro lugar he dejado los tesoros y las cosas de valor intactos. Pero aquí esos tesoros han sido sacrosantos. Desafiadme y saquearé Carnutum. No se tocará a ningún druida, y tampoco a su esposa ni a sus hijos, pero Carnutum perderá esos enormes montones de ofrendas acumuladas durante siglos.

–Pues adelante, saquea Carnutum.

César suspiró, y lo hizo de corazón.

–El recuerdo de la crueldad es poco consuelo en la vejez, pero haré lo que me vea obligado a hacer.

Cathbad se echó a reír con júbilo.

–¡Tonterías! ¡César, tú debes saber cuánto te aman los dioses! ¿Por qué atormentarte con pensamientos que tú, mejor que nadie, comprendes que no tienen validez? Tú no llegarás a viejo, los dioses nunca lo permitirían. Ellos se te llevarán en la flor de la vida. Yo lo he visto.

Se le cortó la respiración, y César también se echó a reír.

–¡Te doy las gracias por eso! Carnutum está a salvo. – Echó a andar dispuesto a marcharse, pero antes dijo por encima del hombro, todavía riéndose-: ¡Sin embargo, la Galia no lo está!

Durante los primeros días de un duro y crudo invierno, César acosó sin descanso a los carnutos. Fueron más los que murieron congelados en los campos de cultivo que a manos de la séptima y la decimocuarta legiones, pues no les quedaba un lugar donde guarecerse, ni casas ni refugios. Y una nueva actitud empezó a aparecer poco a poco en la conducta de los galos; donde un año antes la gente de las tribus vecinas acogía gustosa a los refugiados y los socorría, ahora cerraba las puertas y fingía no oir los gritos de socorro. La guerra de desgaste empezaba a dar sus frutos. El miedo estaba conquistando cualquier tipo de oposición.

A mediados de abril, en lo más crudo del invierno, César dejó a la séptima y a la decimocuarta en Genabo con Cayo Trebonio y partió a ver qué pasaba en la Remia.

–Los belovacos -le informó Dórix simplemente-, Correo mantuvo a sus hombres en casa en lugar de ir a la concentración de Carnutum, y los dos mil que envió con Commio y los cuatro mil atrebates regresaron de Alesia indemnes. Ahora Correo y Commio se han aliado con Ambiórix, que ha regresado del otro lado del gran río. Han estado repasando todas las tierras de turba de Bélgica en busca de hombres, nervios, eburones, menapios, atuatucos, condrusos. Y también han ido más al sur y al oeste: los aulercios, ambianos, morimos, veromanduos, caletes, veliocases. Algunos de estos pueblos no fueron a Carnutum, otros sobrevivieron intactos porque huyeron rápidamente. He oído que se están congregando muchísimos hombres.

–¿Os han atacado? – le preguntó César.

–Todavía no. Pero antes o después lo harán.

–Entonces será mejor que actúe antes de que os ataquen. Tú siempre has respetado los tratados que habéis hecho con nosotros, Dórix. Ahora me toca actuar a mi.

–Debería advertirte, César, que los sugambros no están contentos de la manera en que se desarrollan las cosas entre los ubios y tú. Los ubios están prosperando a base de proporcionarte guerreros a caballo, y los sugambros comienzan a estar resentidos. Todos los germanos, dicen, deberían verse favorecidos del mismo modo, no sólo los ubios.

–Eso significa que los sugambros están cruzando el Rin para ayudar a Correo y a Commio.

–Eso me han dicho. Commio y Ambiórix están muy activos.

Esta vez César llamó a la undécima legión, que estaba en el campamento de invierno de Agedinco, y le pidió a Labieno la octava y la novena. A Cayo Fabio le dio la duodécima y la sexta y lo envió a guarnecer Suesio en el río Matroma, que dividía las tierras de los remos y las de los suesiones. Llegaron los exploradores e informaron de que Bélgica estaba hirviendo, así que las legiones se barajaron de nuevo: se envió la séptima a César, la decimotercera se trasladó hasta la tierra de los bitúrigos bajo el mando de Tito Sextio, y Trebonio heredó la quinta alauda para sustituir a la séptima en Genabo.

Pero cuando César y sus cuatro legiones entraron en las tierras de los belovacos las encontraron desiertas; siervos, mujeres y niños atendían las tareas del hogar mientras los guerreros iban camino de una concentración que, según informaron los exploradores, tendría lugar en el único pedazo de terreno seco y elevado que se alzaba en mitad de un bosque pantanoso al noroeste.

–Haremos algo un poco diferente -le explicó César a Décimo Bruto-. En lugar de marchar una detrás de la otra, pondremos a la séptima, a la octava y a la novena en columnas, agmen quadratum, en un frente muy ancho. De ese modo el enemigo verá inmediatamente nuestra fuerza total y supondrá que estamos dispuestos a entrar en formación de combate. La impedimenta seguirá justo detrás, y luego meteremos a la undécima entre la retaguardia de la caravana de equipaje. Así no la verán.

–Haremos ver que estamos asustados y que sólo somos tres legiones. Bien pensado.

La vista del enemigo fue toda una impresión, pues había miles y miles de hombres moviéndose por aquel único pedazo de terreno seco y elevado.

–Son más de los que me esperaba -dijo César.

Y envió a buscar a Trebonio, que tenía que recoger a Tito Sextio y a la decimotercera por el camino.

Se produjeron algunas escaramuzas mientras César metía a sus hombres en un campamento muy fortificado. Correo, al mando, pareció que iba a atacar, pero luego cambió de idea, a pesar de que habían acordado que debería entrar en combate mientras César estuviera en posesión de sólo tres legiones.

La caballería que César reclutó entre los remos y los lingones llegó antes que Trebonio guiada por Vertisco, el tío de Dórix, un viejo y valiente guerrero ansioso por pelear. Los belovacos no siguieron la política de prender fuego a los campos como ordenó Vercingetórix, por lo que había mucho alimento y grano que recoger; y como la campaña parecía que podía durar más de lo previsto, César estaba ansioso por adquirir cualquier suministro extra que pudiera obtener. Aunque el ejército de Correo se negó a abandonar su terreno elevado para atacar todos juntos, resultó ser una gran molestia para los que salían a buscar alimentos hasta que llegasen los remos. Después fue más fácil. Pero Vertisco estaba demasiado ansioso por pelear, y despreciando el tamaño del grupo belga enviado a acosar a la partida de buscadores de comida al que estaban dando escolta, los remos salieron en su persecución y se les hizo caer en una emboscada; Vertisco murió, con gran regocijo por parte de los remos. Correo decidió que había llegado la hora de realizar un ataque masivo.

En ese preciso momento Trebonio se acercó con la quinta alauda, la decimocuarta y la decimotercera, con lo que siete legiones y varios miles de soldados a caballo rodearon a los belgas, y el lugar que tan perfecto había parecido para atacar o defenderse, de pronto se convirtió en una auténtica trampa. César se puso a construir rampas por encima de los pantanos que separaban los dos campamentos, luego tomó un altozano que se hallaba detrás del campamento belga y empezó a utilizar la artillería con efectos devastadores.

–¡Oh, Correo, ya has perdido la oportunidad! – exclamó Commio cuando llegó-. ¿De qué nos van a servir ahora quinientos sugambros? ¿Y qué esperas que le diga yo a Ambiórix, que aún está reclutando hombres?

–No lo entiendo -lloraba Correo retorciéndose las manos-. ¿Cómo han podido llegar aquí con tanta rapidez esas tres legiones? ¡Nadie me avisó, y deberían haberme avisado!

–No avisa nunca -le aseguró Commio con severidad-. Te has mantenido a distancia hasta ahora, Correo, y ése es tu problema. No has visto trabajar a los romanos. Avanzan en lo que ellos llaman marchas forzadas… son capaces de recorrer ochenta kilómetros en un día. Luego, en el momento en que llegan, dan media vuelta y pelean como perros salvajes.

–¿Y ahora qué hacemos? ¿Cómo podemos salir de ésta?

Eso Commio sabía cómo hacerlo. Ordenó que los belgas cogieran toda la yesca, paja y maleza seca que pudieran encontrar y que lo amontonaran todo junto. El campamento era un verdadero caos, todo el mundo se afanaba en medio de un gran desorden haciendo preparativos para huir; las mujeres y cientos de carros de bueyes agravaban los lamentos de Commio.

Correo puso a todos sus hombres en formación de combate y les hizo sentarse en el suelo, como era su costumbre. El día transcurrió, y no se hizo movimiento alguno excepto amontonar subrepticiamente la madera, la paja, la yesca y la leña delante de las líneas. Luego, al crepúsculo, se les prendió fuego de principio a fin, y los belgas aprovecharon la ocasión para huir.

Pero habían perdido la gran oportunidad. Cogido mientras preparaba una emboscada, Correo halló la fortaleza y el valor que le habían faltado cuando se encontraba en mejor posición y se negó a retirarse; él y sus mejores hombres perecieron. Mientras los belgas pedían la paz, Commio cruzó el Rin hacia los territorios de Ambiórix y los sugambros.

El invierno tocaba ya a su fin y la Galia estaba tranquila. César regresó a Bibracte, enviando agradecimientos, donativos de dinero y mujeres a todas las legiones, de modo que los soldados se encontraron, para ser legionarios, con que eran muy ricos. Una carta de Cayo Escribonio Curión aguardaba a César.

Una idea brillante, César, la de reunir y editar tus Comentarios sobre la guerra en la Galia y ponerla al alcance de todo el mundo. Todos la están devorando y los boni, por no decir el Senado, se han puesto lívidos. No le corresponde, rugía Catón, a un procónsul que está al mando en una guerra que él dice que le fue impuesta a la fuerza, el anunciar a bombo y platillo su exaltado nombre y ensalzar sus hazañas por toda la ciudad. Pero nadie le hace ningún caso, pues las copias se agotan tan rápidamente que hay una lista de espera. No es de extrañar. Tus Comentarios son tan emocionantes como La Iliada de Homero, con la ventaja de que son reales y ocurren en nuestros días.

Tú sabes, naturalmente, que Marco Marcelo, el cónsul junior se está haciendo completamente odioso. Casi todo el mundo aplaudió cuando tus tribunos de la plebe le vetaron y le impidieron hablar de tus provincias en la Cámara en las calendas de marzo. Este año tienes buenos hombres en el banco de los tribunos.

Me asombró que Marcelo fuera mucho más allá y anunciase que la gente de la colonia que tú fundaste en Novum Comum no son ciudadanos romanos. Mantenía que tú no tenías poder legal para hacer eso, ¡aunque Pompeyo Magno lo tenga! Hablar de una ley para este hombre y de otra ley para aquel hombre… Marcelo ha perfeccionado ese arte. Pero para la Cámara es un suicidio decretar que las personas que viven en la orilla más alejada del Po en la Galia Cisalpina no son ciudadanos y que nunca lo serán. A pesar del veto tribunicio, Marcelo siguió adelante e hizo que el decreto se inscribiera en bronce y lo colgó públicamente en la tribuna de los oradores.

Lo que probablemente no sepas es que el resultado de todo esto es un enorme escalofrío de miedo que va desde los Alpes, en lo alto de la Galia Cisalpina, hasta la punta y el talón de Italia. La gente se muestra muy desconfiada, César. En todas las ciudades de la Galia Cisalpina se dice que a quienes le han dado a Roma tantos miles de sus mejores soldados ahora el Senado les informa de que no son lo bastante buenos. Los que viven al sur del Po temen que les despojen de la ciudadanía, y los que viven al norte del Po temen que no se les conceda jamás. Ese sentimiento está por todas partes, César. En Campania he oído decir a cientos de personas que necesitan que César vuelva a Italia, que César es el más infatigable adalid de la gente corriente que Italia ha conocido nunca, que César no permitiría esos insultos y groseras injusticias senatoriales. Este sentimiento se está extendiendo, pero ¿puede alguien, otros o yo, meterles en la cabeza a esos adoquines del grupo de los boni que están jugando con fuego? No.

Mientras tanto ese complaciente idiota de Pompeyo está sentado como un sapo en un pozo negro, ignorándolo todo. Está feliz. Esa arpía de cara congelada que es Cornelia Metela le ha apretado tanto las tuercas que él asiente, se crispa, empuja y se revuelca cada vez que ella le da un codazo. Y cuando digo codazo no me refiero a ninguna travesura, pues dudo de que hayan dormido alguna vez en la misma cama o que hayan echado un polvo contra la pared del atrio.

De modo que, ¿por qué te estoy escribiendo cuando en realidad nunca he sido amigo tuyo? Por varios motivos, y seré sincero acerca de todos ellos. El primero es que estoy muerto de asco de ver a los boni. Yo antes pensaba que cualquier grupo de hombres que tuviera tan cerca del corazón los intereses de la mos maiorum había de tener la razón de su parte, aun cuando cometieran asombrosos errores políticos. Pero supongo que en los últimos años he visto cómo son de verdad. Parlotean acerca de cosas de las que no tienen ni idea, y ésa es la única verdad. Es un mero disfraz para su propia incapacidad, para su total falta de sentido común. Si Roma empezara a desmoronarse materialmente alrededor de ellos, se limitarían a quedarse de pie parados y dirían que una parte de la mos maiorum había sido aplastada por una columna.

El segundo motivo es que aborrezco a Catón y a Bíbulo. Son los dos generales de salón más hipócritas que he conocido. Analizan tus Comentarios de la manera más experta, aunque ninguno de ellos podría mandar como jefe ni en una pelea de burdel. Que si hubieras podido hacer esto mejor o aquello con más rapidez, y cualquier cosa con más diplomacia, Y tampoco entiendo la ceguera del odio que te tienen. ¿Qué les has hecho tú a ellos? Por lo que yo veo, simplemente has hecho que parezcan tan pequeños como son en realidad.

El tercer motivo es que tú te portaste bien con Publio Clodio cuando eras cónsul. Su destrucción la provocó él mismo. Me atrevo a decir que la vena de heterodoxia de los Claudios que había en Clodio se convirtió en una forma de locura. No tenía idea de cuándo parar. Hace ya más de un año que murió, pero yo sigo echándole de menos. Aunque al final nos habíamos alejado un poco.

El cuarto motivo es muy personal, aunque está muy relacionado con los tres primeros. Me encuentro terriblemente endeudado y no sé cómo salir del apuro. Cuando mi padre murió el año pasado, pensé que todo se arreglaría por sí solo. Pero no me dejó nada. No sé dónde fue a parar el dinero, pero desde luego no quedaba nada después de que mi padre dejara de sufrir. La casa es lo único que heredé, y tiene una enorme hipoteca. Los prestamistas me apremian sin piedad para que les pague, y la estimable casa de finanzas que tiene la hipoteca amenaza con extinguir el derecho a redimirla.

A todo lo cual hay que añadir que quiero casarme con Fulvia. ¡Bueno, ahí tienes! Parece que te lo estoy oyendo decir. La viuda de Publio Clodio es una de las mujeres más ricas de Roma, y cuando muera su madre, lo que no puede tardar demasiado en suceder, será mucho más rica. Pero no puedo hacer eso, César. No puedo amar a una mujer del modo como la he amado durante muchos años y casarme con ella lleno hasta las cejas de deudas. El asunto es que yo nunca me imaginé que Fulvia llegara a mirarme nunca, pero el otro día me tiró una indirecta tan clara que me dejó hecho polvo. Me muero de ganas de casarme con ella, pero no puedo hacerlo. No hasta que haya pagado lo que debo y pueda mirarla directamente a los ojos.

Así que he aquí mi proposición. Tal como van las cosas en Roma, vas a necesitar al más capaz y brillante tribuno de la plebe que Roma haya producido nunca, porque los demás están babeando ante la mera idea de las calendas de marzo del año que viene, cuando tus provincias salgan a debate en la Cámara. Dicen los rumores que los boni propondrán una moción para despojarte de ellas inmediatamente y, gracias a la ley de cinco años, mandarán a Enobarbo para que te sustituya. Éste nunca aceptó una provincia después de su consulado porque era demasiado rico y demasiado perezoso para tomarse la molestia. Pero ahora sería capaz de ir andando cabeza abajo a Plasencia con tal de tener la oportunidad de sustituirte.

Si pagas mis deudas, César, te doy mi solemne palabra de Escribonio Curión de que seré el tribuno de la plebe más capaz y brillante que Roma ha visto jamás. Yde que siempre actuaré en defensa de tus intereses. Me pondré a la tarea de mantener a raya a los boni hasta que concluya el período de mi cargo, y no es una promesa yana. Necesito por lo menos cinco millones.

Durante largo rato después de leer la carta de Curión, César se quedó sentado sin moverse. La suerte estaba con él, y qué maravillosa suerte. Curión como tribuno de la plebe comprado y pagado. Un hombre de gran honor, aunque eso en realidad no era algo que se hubiera de tener en consideración. Una de las normas más rigurosas de la conducta política romana era el código que gobernaba a aquellos que aceptaban sobornos. Una vez que se compraba a un hombre, comprado quedaba. Porque el deshonor no estaba en que lo compraran, sino en no permanecer comprado. Un hombre que aceptaba un soborno y luego faltaba a su palabra se convertía en un marginado social de entonces en adelante. La suerte estaba en que se le ofreciera un tribuno de la plebe del calibre de Curión. El hecho de si resultaba tan bueno como él pensaba que era no se ponía en duda; incluso aunque resultara la mitad de bueno de lo que él esperaba que fuera, seguiría siendo una perla que no tenía precio.

César se dio la vuelta en la silla para quedar de frente al escritorio, cogió la pluma, la mojó en el tintero y comenzó a escribir.

Mi querido Curión, estoy salvado. Nada me proporcionaría mayor placer que el que se me permita ayudarte a salir de tu apuro económico. Por favor, créeme cuando te digo que no requiero ningún servicio de ti en pago por el privilegio de poder ayudarte en este asunto. La decisión queda, pues, por completo en tus manos.

No obstante, si quisieras tener la oportunidad de brillar como el más capaz e inteligente tribuno de la plebe, entonces a mí me honraría pensar que tú te esfuerzas por cuidar de mis intereses. Como muy bien dices, llevo a los boni alrededor del cuello como las serpientes de Medusa. Y tampoco tengo ni idea de por qué se han fijado en mí como blanco durante casi tantos años como llevo en el Senado. El porqué no es importante, lo importante es el hecho de que verdaderamente yo soy el blanco a por el que van.

Pero si queremos bloquear a los boni cuando lleguen las calendas de marzo próximo, creo que nuestro pequeño pacto debe permanecer en secreto. Y tampoco deberías anunciar que te vas a presentar como candidato a tribuno de la plebe. ¿Por qué no te buscas a algún tipo necesitado (pero no en el Senado) que esté dispuesto a anunciar que desea presentarse como candidato pero que además esté preparado para retirarse en el último momento? A cambio, desde luego, de unos bonitos honorarios. Eso lo dejo en tus manos. No tienes más que pedirle a Balbo los recursos necesarios. Cuando dicho tipo necesitado se retire justo antes de que comiencen las elecciones, da un paso adelante y ofrécete como candidato sustituto como si acabases de tener el impulso de hacerlo. Esto te convertirá en inocente de cualquier sospecha acerca de que estuvieras actuando en favor de los intereses de alguien.

Incluso cuando entres en el cargo de tribuno de la plebe, Curión, aparentarás que actúas por tu cuenta. Si quieres una lista de leyes útiles, te la proporcionaré con mucho gusto, aunque imagino que no tendrás dificultad para que se te ocurran unas cuantas que aprobar sin necesidad de mi guía. Cuando introduzcas tu veto en las calendas de marzo para bloquear el debate acerca de mis provincias, estoy seguro de que eso caerá sobre los boni como los proyectiles que lanza un escorpión en la guerra.

Dejo a tu criterio el idear una estrategia adecuada, no hay nada peor que un hombre que no dé a sus colegas suficiente cuerda. Pero si necesitas que hablemos de alguna estrategia, en mí tienes a tu servidor. Sólo quiero que te quede claro que no lo espero de ti.

Aunque te advierto de que los boni todavía no han gastado todas sus municiones. Antes de que accedas al cargo, se les ocurrirán muchas maneras más de hacerte la tarea más difícil. Y posiblemente más peligrosa. Una de las marcas del verdadero gran tribuno de la plebe es el martirio. Tú me caes bien, Curión, y no quiero ver que los cuchillos del Foro centellean en tu dirección, ni cómo te arrojan desde el borde del monte Tarpeyo.

¿Te bastaría con diez millones para ser un hombre completamente libre? Si es así, los tendrás. En la misma bolsa que lleve esta carta le enviaré otra a Balbo, así que puedes hablar con él en cualquier momento después de que recibas la presente. A pesar de lo que parece una tendencia al cotilleo, Balbo es la discreción personificada, y lo que decide diseminar por ahí ha sido todo cuidadosamente pensado de antemano.

Te felicito por tu buena elección de esposa. Fulvia es una mujer interesante, y las mujeres interesantes escasean. Ella cree con verdadera pasión, y se adherirá absolutamente a ti y a tus aspiraciones. Pero eso tú lo sabes mejor que yo. Por favor, dale mis mejores recuerdos y dile que estoy deseando verla cuando regrese a Roma.

Allí estaban diez millones bien gastados. Pero ¿cuándo le sería posible regresar a la Galia Cisalpina? Era junio, y la perspectiva de poder marcharse de la Galia Transalpina se iba haciendo, si acaso, cada vez más remota. Era probable que los belgas estuviesen ya completamente acabados, pero Ambiórix y Commio seguían en libertad. Por eso tendría que vapulear a los belgas una vez más. Las tribus de la Galia central estaban definitivamente acabadas; los arvernos y los eduos no volverían a escuchar nunca más a un Vercingetórix o a un Litavico. Al venirle a la cabeza el nombre de Litavico, César se estremeció, pues, a pesar de llevar cien años bajo el dominio de Roma, no por ello Litavico había dejado de sentirse galo. ¿Les sucedería eso también a todos los galos? La sabiduría decía que un gobierno continuo basado en el miedo y en el terror no beneficiaría ni a Roma ni a la Galia. Pero ¿cómo llevar a los galos hasta el punto donde pudieran ver por sí mismos dónde estaba su destino? ¿Ahora miedo y terror para que luego, cuando eso aflojase, se sintieran agradecidos? ¿Miedo y terror ahora para que los galos los tuvieran siempre presentes en el recuerdo, incluso cuando ese terror ya no existiera? La guerra era un asunto de pasión para los pueblos que no eran el romano, iban a la guerra furiosos de justo enojo, sedientos de matar enemigos. Pero esa clase de emociones son difíciles de sostener en su justo punto. Cuando ya todo estaba dicho y hecho, lo que deseaba cualquier pueblo era vivir en paz, seguir adelante con una vida corriente y agradable, ver crecer a sus hijos, comer en abundancia, estar calientes en invierno. Sólo Roma había convertido la guerra en un negocio. Por eso Roma siempre ganaba al final. Porque, aunque los soldados romanos aprendían a odiar a sus enemigos de una manera saludable, abordaban la guerra con la cabeza lo suficientemente fría como para hacer negocio: entrenados a conciencia, absolutamente pragmáticos y con una gran confianza en si mismos. Veían la diferencia entre perder una batalla y perder una guerra, y también comprendían que las batallas se ganaban antes de que se arrojase el primer pilum, que las batallas se ganaban en el campo de prácticas y en el campamento de instrucción. Disciplina, contención, pensamiento, valor. Orgullo por la calidad profesional. Ningún otro pueblo poseía esa actitud ante la guerra. Y ningún otro ejército romano poseía esa actitud de forma más profesional que el de César.

A principios de quinctilis llegaron de Roma noticias muy turbadoras. César estaba todavía en Bibracte con Antonio y la duodécima legión, aunque ya le había enviado órdenes a Labieno de reducir a los tréveres, y estaba a punto de partir hacia las tierras de Ambiórix en Bélgica; los eburones, los atrebates y los belovacos tenían que entender de una vez por todas que cualquier resistencia era inútil.

Marco Claudio Marcelo, el cónsul junior, había flagelado públicamente a un ciudadano de la colonia de César en Novum Comum. No lo había hecho con sus propias manos, desde luego, pero la hazaña se hizo por orden suya. Y el daño era irreparable. No se podía flagelar a un ciudadano romano. Se le podía castigar y apalear con las varas que componían las fasces de un lictor, pero su espalda era inviolable, estaba legalmente protegida del contacto de un látigo de correas de cuero. Y Marco Marcelo iba diciendo a toda la Galia Cisalpina y a toda Italia que muchas personas que se consideraban a sí mismos ciudadanos en realidad no lo eran. Podían ser y serían flagelados.

–¡No estoy dispuesto a consentirlo! – les dijo César, blanco de ira, a Antonio, Décimo Bruto y Trebonio-. ¡Los habitantes de la Novum Comum son ciudadanos romanos! ¡ Son mis protegidos y les debo protección!

–Pues va a ocurrir cada vez más -terció Décimo Bruto con aspecto severo-. Todos los Claudios Marcelos están hechos con el mismo molde, y hay tres de ellos en edad de ser cónsules. Se comenta que todos lo serán: Marco este año, su primo hermano Cayo el año que viene y su hermano Cayo al año siguiente. Los boni están dominando ahora; dominan las elecciones de un modo tan completo que no se prevé que haya dos cónsules popularis que accedan al cargo hasta que tú seas cónsul, César. E incluso entonces ¿te pondrán otra vez un peso encima como era Bíbulo? ¡Oh, dioses! ¿Y si resulta que es el mismo Bíbulo?

Todavía tan enfadado que no era capaz de reír, César apretó los labios hasta que formaron una línea recta y puso una expresión feroz.

–¡No aguantaré a Bíbulo como colega, que quede bien claro! Tendré como colega a un hombre que yo quiera, no importa lo que ellos hagan para impedirlo. ¡Pero eso no cambia lo que está sucediendo ahora mismo en la Galia Cisalpina, en mi provincia, Décimo! ¿Cómo se atreve Marco Marcelo a invadir mi jurisdicción para azotar a mi gente?

–Es que tú no tienes un imperium maius completo -le recordó Trebonio.

–¡Oh, bueno, esa clase de imperium sólo se la conceden a Pompeyo! – aceptó César con brusquedad.

–¿Qué puedes hacer? – le preguntó Antonio.

–Mucho -le aseguró César-. He mandado recado a Labieno y le he pedido que separe a la decimoquinta legión y la ponga al mando de Publio Vatinio. Labieno a cambio puede quedarse con la sexta.

Trebonio se irguió en el asiento.

–La decimoquinta está ya bien sangrada -observó-, aunque sus hombres sólo lleven un año en el frente. Y, si no recuerdo mal, todos proceden del otro lado del Po. Y muchos de ellos son de Novum Comum.

–Exacto -dijo César.

–Y Publio Vatinio es tu partidario más leal -observó Décimo Bruto pensativamente.

De alguna parte César sacó una sonrisa.

–No espero que nadie me sea más leal que tú o que Trebonio, Décimo.

–¿Y yo? – le preguntó Antonio, indignado.

–Tú eres de la familia, así que cállate -le dijo Trebonio sonriendo.

–Vas a enviar a la decimoquinta y a Publio Vatinio a proteger la Galia Cisalpina -dijo Décimo Bruto.

–Así es.

–Ya sé que no hay ningún aspecto legal que te impida hacerlo, César -intervino Trebonio-, pero… ¿no tomarán eso Marco Marcelo y el Senado como una declaración de guerra? No me refiero a una guerra auténtica, me refiero a la clase de guerra que tiene lugar entre las mentes.

–Tengo una excusa válida -les informó César recobrando algo de su calma habitual-. El año pasado los japudes invadieron Tergeste y amenazaron la zona costera de Iliria, pero la milicia local los venció y no fue nada serio. Enviaré a Publio Vatinio y a la decimoquinta legión a la Galia Cisalpina, y cito al pie de la letra: «para proteger a las colonias de ciudadanos romanos del otro lado del río Po de las invasiones bárbaras».

–El único bárbaro a la vista es Marco Marcelo -comentó Antonio con deleite.

–Creo que interpretará las palabras de la forma correcta, Antonio.

–¿Qué órdenes le darás a Vatinio? – quiso saber Trebonio.

–Que actúe en mi nombre en toda la Galia Cisalpina e Iliria. Que impida que se azote a los ciudadanos romanos. Que dirima los pleitos. Que gobierne la Galia Cisalpina por mi del mismo modo que lo haría yo si estuviese allí -les explicó César.

–¿Y dónde pondrás a la decimoquinta? – le preguntó Décimo Bruto-. ¿Cerca de Iliria? ¿En Aquilea, quizá?

–Oh, no -dijo César-. En Plasencia.

–A un tiro de piedra de Novum Comum.

–Eso es.

–Lo que yo quiero saber es qué le parece a Pompeyo lo de la flagelación -dijo Antonio-. Al fin y al cabo, él estableció colonias de ciudadanos al otro lado del Po, en la Galia Cisalpina también. Marco Marcelo pone en peligro a sus ciudadanos tanto como a los tuyos.

César arrugó los labios.

–Pompeyo no ha hecho ni ha dicho absolutamente nada. Está en Tarento. Asuntos privados, tengo entendido. Pero ha prometido asistir a una reunión del Senado fuera del pomerium más adelante este mismo mes, cuando pase por allí. El pretexto de la reunión es debatir la paga del ejército.

–¡Eso es una broma! – intervino Décimo Bruto-. El ejército no ha tenido nunca un aumento de sueldo en cien años, literalmente en cien años.

–Cierto. Y he estado pensando en ello -dijo César.

La guerra de desgaste continuó, y los belgas fueron invadidos una vez más, se quemaron sus hogares, las cosechas que empezaban a brotar se rastrillaron o se hundieron en el suelo, mataron a sus animales y las mujeres y los niños se quedaron sin techo. Tribus como los nervios, que habían sido capaces de reunir cincuenta mil hombres en los primeros años de campaña de César en la Galia, ahora apenas llegaban a contar con un millar; las mejores mujeres y los mejores niños se vendieron como esclavos; Bélgica se había convertido en una tierra de ancianos, druidas, lisiados y deficientes mentales. Al final de aquella invasión, César pudo estar seguro de que no quedaba nadie que pudiera tentar a Ambiórix o a Commio, y de que sus propias tribus, tal como estaban, le temían demasiado a Roma para querer tener algo que ver con sus propios reyes anteriores. A Ambiórix, elusivo como siempre, no se le encontró ni se le capturó nunca. Y Commio se fue al este a ayudar a los tréveres en su lucha contra Labieno, que cuando estaba de campaña era casi tan concienzudo como César.

Se envió a Cayo Fabio con dos legiones para reforzar a Rebilo y a las dos suyas, que se encontraban entre los pictones y los andos, dos tribus que no sufrieron demasiado en Alesia ni estuvieron en primera línea en la resistencia contra Roma. Pero parecía como si, uno a uno, todos los pueblos de la Galia hubieran decidido dar un último golpe en su agonía, pensando quizá que el ejército de César, después de tantos años de guerra, con toda seguridad tenía que estar agotado y con muy poco interés ya. Una vez más se puso de manifiesto que no era así: doce mil andos murieron en una batalla junto a un puente sobre el Loira, y otros perdieron la vida en más combates de menor envergadura.

Lo cual significaba que, de forma lenta pero segura, la zona de la Galia aún era capaz de ofrecer resistencia. La lucha se iba reduciendo constantemente en dirección sur y en dirección oeste, en el territorio de Aquitania, donde Drapes, rey de los senones, se unió a Lucterio después de que su propio pueblo se negara a cobijarlo.

De todos los grandes líderes enemigos, quedaban pocos. Gutruato, de los carnutos, fue devuelto a César por su propio pueblo, que estaba demasiado aterrorizado por las represalias de Roma en el caso de que lo socorriesen. Como había asesinado a ciudadanos civiles en Genabo, su destino no estaba por entero en manos de César; también estaba involucrado en ello un consejo representativo del ejército. A pesar de todos los argumentos de César, que sostenía que Gutruato debía vivir para formar parte de su desfile triunfal, el ejército acabó saliéndose con la suya. A Gutruato se le azotó y luego se le decapitó.

Poco después, Commio se encontró por segunda vez con Cayo Voluseno Cuadrato. Mientras César se dirigía al sur con la caballería, Marco Antonio quedó al mando de Bélgica y acabó con los belovacos por completo e instaló un campamento en Nemetocena, en las tierras de los atrebates, el pueblo de Commio. Éstos tenían tanto miedo a que Roma continuase desgastándolos todavía más a base de guerras de agotamiento que se negaron a tener nada que ver con Commio; quien, después de haberse unido a una banda de sugambros de ideas parecidas a las de los germanos, acabó buscando refugio en el bandidaje y se dedicó a hacer destrozos entre los nervios, que no estaban en condiciones de resistir. Cuando Antonio recibió una súplica pidiendo ayuda del siempre leal Verticón, le envió a Voluseno junto con una numerosa tropa de caballería para ayudarlo.

El tiempo no había disminuido ni una pizca el rencor que Voluseno sentía hacia Commio. Como sabía quién estaba al frente de los bandidos, Voluseno se puso a trabajar con salvaje entusiasmo y de forma sistemática llevó por donde quiso a Commio y a los sugambros del mismo modo que un pastor conduce a las ovejas, hasta que finalmente se encontraron. Se entabló un duelo lleno de odio entre los dos hombres, que cargaron el uno contra el otro con las lanzas en ristre. Ganó Commio y Voluseno cayó con la lanza de Commio atravesada justo en medio del muslo; tenía el fémur hecho astillas, la carne destrozada, los nervios y los vasos sanguíneos cortados. A la mayor parte de los hombres de Commio los mataron, pero él, que tenía el caballo más veloz, huyó mientras la atención general estaba concentrada en Voluseno, que se encontraba críticamente herido.

Lo llevaron a Nemetocena. Los cirujanos del ejército romano eran buenos, le amputaron la pierna por encima de la herida y Voluseno salvó la vida. Commio envió a un mensajero con una carta para ver a Marco Antonio.

Marco Antonio, ahora creo que César no tuvo nada que ver con la traición de ese Voluseno cabeza de lobo, pero he hecho la promesa de no volver a ponerme delante de un romano. Los Tuatha se han portado bien conmigo. Me entregaron a mi enemigo y yo lo he herido tan gravemente que él perderá la pierna, si no la vida. Mi honor está satisfecho.

Pero estoy cansado. Mi propio pueblo tiene tanto miedo a Roma que no me quiere dar comida ni agua ni techo. El bandidaje es una profesión innoble para un rey. Sólo quiero que se me deje en paz. Como rehenes para garantizar mi buena conducta te ofrezco a mis hijos, cinco chicos y dos chicas, no son todos de la misma madre, pero todos son atrebates y lo bastante jóvenes como para convertirse en romanos verdaderamente buenos.

Yo siempre serví bien a César antes de que Voluseno me traicionase. Y por ese motivo te pido que me envíes a alguna parte donde pueda pasar el resto de mis días sin necesidad de tener que volver a levantar una espada. A algún lugar donde no haya romanos.

La carta le gustó a Antonio, quien tenía un modo más bien anticuado de considerar la valentía, el servicio, el código del verdadero guerrero. Le parecía que Commio era como Héctor y Voluseno como Paris. ¿De qué le serviría a César o a Roma matar a Commio y arrastrarlo detrás de la carroza del vencedor? Y no creía que César pensara de modo diferente, de modo que le mandó una carta a Commio junto con su enviado.

Commio, acepto tu ofrecimiento de rehenes, pues te considero un hombre honrado al que se ha agraviado. Tus hijos estarán al cuidado del propio César, y estoy seguro de que él los tratará como a los hijos de un rey.

Por la presente te sentencio al exilio en Britania. Cómo llegues allí es cosa tuya, aunque te adjunto un pasaporte que puedes presentar en Icio o a Gesoriaco. Britania es un lugar que tú conoces bien de los días que pasaste al servicio de César. Seguro que allí tendrás más amigos que enemigos.

Tan larga es la mano de Roma que no se me ocurre otro sitio adonde enviarte. Queda tranquilo porque allí no verás romanos. César detesta ese lugar. Vale.

El último aliento de rebelión ocurrió en Uxellodunum, una oppidum que pertenecía a los cardurcos.

Mientras Cayo Fabio se ponía en marcha para acabar de reducir a los senones, Cayo Caninio Rebilo se dirigía al sur, hacia Aquitania, consciente de que pronto llegarían refuerzos para aumentar sus dos legiones. Fabio tenía que regresar en el momento en que se hubiera convencido de que los senones estaban ya completamente acobardados.

Aunque tanto Drapes como Lucterio estuvieron al mando de contingentes en el ejército que acudió a ayudar a Alesia, no aprendieron la inutilidad de resistir el asedio. Al enterarse de la derrota de los andos y de que Rebilo se acercaba, se encerraron dentro de Uxellodunum, una fortaleza situada en la cima de una montaña altísima. Ésta quedaba rodeada por un meandro del río Oltis que desgraciadamente no contenía agua, pero que tenía dos fuentes cercanas, una del propio Oltis y la otra de un manantial permanente que brotaba de unas rocas situadas inmediatamente debajo de la sección más alta de las murallas.

Como sólo contaba con dos legiones, Rebilo, cuando llegó, no intentó repetir la táctica empleada por César en Alesia; además, el río Oltis, demasiado fuerte para construir una presa o desviarlo, hacía imposible la circunvalación de la fortaleza. Rebilo se contentó con asentarse en tres campamentos separados en terreno lo suficientemente elevado como para asegurarse de que el enemigo no pudiera llevar a cabo una evacuación secreta de la fortaleza.

Lo que Alesia sí les había enseñado a Drapes y a Lucterio era que una provisión de alimentos tan grande como una montaña era algo esencial para aguantar un asedio. Ambos hombres sabían que Uxellodunum no podía tomarse por asalto por muy brillante que fuera César, porque el risco sobre el cual se alzaba la fortaleza estaba rodeado de otras rocas demasiado difíciles para que las tropas pudieran escalarlas. Y tampoco funcionaría una plataforma de asedio como la que habían construido en Avarico, pues las murallas de Uxellodunum eran tan altas y resultaba tan peligroso aproximarse a ellas que ninguna hazaña de la impresionante ingeniería romana sería capaz de superarlas. Una vez asegurada la comida, Uxellodunum podía aguantar un asedio que durase hasta que el plazo de gobernador de las Galias de César expirase.

Por eso tenían que encontrar comida en enormes cantidades. Mientras Rebilo construía sus campamentos, y mucho antes de que pensase en hacer fortificaciones adicionales, Lucterio y Drapes guiaron a dos mil hombres fuera de la ciudadela y se adentraron en los campos de los alrededores. Los cardurcos se pusieron a trabajar con afán y consiguieron grano, puerco salado, tocino, alubias, garbanzos, tubérculos y jaulas de poíios, patos y gansos. Se encerró el ganado vacuno y las ovejas. Por desgracia el principal cultivo de los cardurcos no era comestible; eran famosos por su lino, y hacían el mejor tejido fuera de Egipto. Por lo cual hicieron incursiones en las tierras de los petrocorios y de otras tribus vecinas, que no mostraron ni mucho menos tanto entusiasmo ante la idea de darles comida a Drapes y a Lucterio como habían mostrado los cardurcos. Pero lo que no se les daba lo cogían, y cuando todas las mulas y carros de bueyes estuvieron bien repletos, Drapes y Lucterio volvieron a casa.

Mientras tenía lugar esta expedición de recogida de alimentos, los guerreros que se quedaron en la fortaleza le hicieron muy difícil la vida a Rebilo; noche tras noche atacaban uno u otro de los tres campamentos, y con tanta habilidad que Rebilo desesperó de poder terminar ninguna fortificación destinada a constreñir Uxellodunum de una forma más concienzuda.

La enorme caravana de alimentos regresó e hizo un alto a unos veinte kilómetros de Uxellodunum, donde acampó bajo el mando de Drapes, que tenía que quedarse allí y defender el campamento de un posible ataque romano. Entonces algunos visitantes procedentes de la ciudadela aseguraron que los romanos no se habían dado cuenta todavía de la existencia de aquella caravana. La tarea de meter la comida dentro de Uxellodunum recayó sobre Lucterio, que conocía la zona al dedillo. No más carros, dijo. Los últimos kilómetros había que hacerlos a lomos de mulas, ylos últimos centenares de pasos en plena noche y lo más lejos posible de los tres campamentos romanos.

Había muchos senderos en el bosque entre el campamento de la caravana de alimentos y la ciudadela. Lucterio guió a su contingente de mulas todo lo cerca que se atrevió y se puso a esperar. No se movió hasta cuatro horas después de medianoche, y lo hizo con tanto sigilo como le fue posible; las mulas llevaban una especie de zapatillas acolchadas de lino sobre los cascos, y los hombres les sujetaban los belfos con las manos para que no hiciesen ruido. El silencio era sorprendente. Lucterio iba confiado; seguro que los centinelas apostados en las torres de vigilancia del campamento romano más cercano, en realidad más cercano de lo que Lucterio habría deseado, estarían durmiendo.

Pero los centinelas romanos que estaban en las torres de vigilancia no tenían costumbre de dormitar cuando estaban de servicio, pues el castigo por ello era la muerte a golpes, y las inspecciones del servicio de vigilancia eran despiadadas y siempre por sorpresa.

Si hubiera estado lloviendo o hubiera hecho viento, Lucterio habría podido salirse con la suya. Pero la noche era tan tranquila que incluso el lejano sonido del Oltis se oía claramente en aquel lugar tan apartado del río. Así que también resultaban claramente audibles otros ruidos extraños: tintineos, raspaduras, susurros apagados, crujidos.

–Despierta al general y haz menos ruido del que se oye ahí afuera -le dijo el jefe de vigilancia a uno de sus hombres.

Rebilo sospechó que se iba a producir un ataque por sorpresa, y mandó exploradores y movilizó el campamento con velocidad y en silencio. Justo antes del amanecer, atacó tan calladamente que los hombres de Lucterio que cargaban los alimentos apenas se dieron cuenta de lo que ocurría. Invadidos por el pánico, escogieron huir hacia Uxellodunum y dejaron atrás las mulas; por qué Lucterio no hizo lo mismo siempre ha sido un misterio, pues aunque escapó y se adentró en el bosque, no hizo intento alguno de volver al lugar donde estaba Drapes para contarle lo ocurrido.

Rebilo supo dónde se encontraba el campamento de la caravana de alimentos por un cardurco de los que habían capturado, y envió a sus tropas germanas a atacarlo. Los jinetes ubios iban acompañados de guerreros de infantería también ubios, lo que era una combinación letal; y detrás de ellos marchaba velozmente una de las dos legiones de Rebilo. La contienda no llegó a ser tal. A Drapes y a sus hombres los hicieron prisioneros, y toda la comida que habían conseguido con tanto esfuerzo cayó en manos de los romanos.

–¡Y estoy muy contento de ello! – le comentó Rebilo a Fabio al día siguiente mientras le estrechaba la mano efusivamente-. Hay dos legiones más a las que alimentar, pero ya no tenemos que preocuparnos por buscar comida.

–Pues empecemos el sitio -dijo Fabio.

Cuando la noticia de la racha de buena suerte de Rebilo llegó hasta César, éste decidió seguir adelante con la caballería y dejar que Quinto Fufio Caleno, al frente de dos legiones, fuese a paso de marcha normal.

–Porque no creo que Rebilo y Fabio tengan que afrontar ningún peligro -le dijo César-. Si encontráis algún brote de resistencia en vuestro camino, encárgate de ello sin la menor misericordia. Ya es hora de que la Galia ponga la cabeza bajo del yugo de una vez por todas.

Llegó a Uxellodunum y se encontró con que las fortificaciones de asedio progresaban a buen ritmo, aunque su llegada fue una sorpresa, pues ni Rebilo ni Fabio habían pensado que lo verían allí en persona y lo recibieron con gran alegría.

–Ninguno de nosotros dos es ingeniero, y no hay ingenieros con nosotros que merezcan tal nombre -le dijo Fabio.

–Queréis cortarles el agua -afirmó César.

–Yo creo que tenemos que hacerlo, César. De lo contrario vamos a tener que esperar hasta que el hambre los haga salir, y hay muchos indicios de que no están escasos de comida, a pesar del intento de Lucterio de introducir más alimentos.

–Estoy de acuerdo, Fabio.

Se encontraban de pie en un montículo rocoso desde donde se veía todo el suministro de agua de Uxellodunum, el sendero que bajaba desde la ciudadela hasta el río y el manantial. Rebilo y Fabio ya habían empezado a tomar medidas en lo referente al sendero que conducía al río y habían apostado arqueros en lugares desde donde podían matar a los que acarreaban el agua sin que los arqueros o los lanceros que había en las murallas de la ciudadela pudiesen atacar a los tiradores romanos.

–No es suficiente -dijo César-. Adelantad las ballestas y cubrid el sendero con piedras de un kilo. Emplead también escorpiones.

Eso dejó a Uxellodunum sólo con el manantial, y llegar a él era tarea mucho más difícil para los romanos, pues quedaba justo debajo de la parte más elevada de las murallas de la ciudadela, y se accedía a él por una puerta que había en la base de las murallas inmediatamente adyacente al manantial. Atacarlo era inútil. El terreno era demasiado accidentado y estaba situado en un lugar en el que no cabían ni un par de cohortes de soldados.

–Me parece que estamos atascados -dijo Fabio suspirando.

César sonrió.

–¡Tonterías! Lo primero que vamos a hacer es construir una rampa con tierra y piedras desde donde estamos ahora hasta aquel punto de allí, a cincuenta pasos del manantial. Es todo cuesta arriba, pero nos proporcionará una plataforma de veinte metros sobre el nivel del suelo que tenemos en este momento. Encima de la rampa construiremos una torre de asedio de diez pisos de altura. Dará sobre el manantial y permitirá así que los escorpiones disparen a cualquiera que intente coger agua.

–Durante el día -puntualizó Rebilo abatido-. Pero ellos se acercarán al manantial cuando sea de noche. Además, nuestros hombres, mientras hacen los trabajos de construcción, se encontrarán al descubierto por completo.

–Para eso están los manteletes, Rebilo, como tú muy bien sabes. Lo importante es hacer que todo este trabajo parezca que es bueno -le dijo César con desenfado-. Como si lo estuviéramos haciendo en serio. Y eso a su vez significa que las tropas que hagan el trabajo deben estar convencidas de que va en serio. – Hizo una pausa con la mirada puesta en el manantial, una noble cascada que salía con presión, y continuó hablando-: Pero todo esto no es más que una pantalla de humo. He visto muchos manantiales como éste antes, sobre todo en Anatolia. Lo minaremos. Está alimentado por varios ríos subterráneos de distintos tamaños. Los zapadores empezarán a hacer un túnel de inmediato y desviarán hacia el Oltis cada afluente subterráneo que encuentren. No tengo ni idea de cuánto tiempo durará la obra, pero cuando se haya desviado el último afluente, el manantial se secará.

Fabio y Rebilo lo miraban fijamente, impresionados y llenos de respeto.

–¿Y no podemos minarlo sin hacer la farsa por encima de la tierra?

–¿Y permitir que se den cuenta de lo que estamos haciendo? Hay minas de plata y cobre en toda esta parte de la Galia, Rebilo. Imagino que en la ciudadela habrá hombres expertos en minería. Y no quiero que se repita lo que ocurrió cuando asediamos a los atuatucos: minas y contraminas que se retorcían unas alrededor de otras y que se encontraban unas con otras como los túneles de un escuadrón de topos enloquecidos. Aquí las excavaciones han de hacerse en absoluto secreto. Los únicos hombres de nuestro ejército que sabrán de su existencia son los zapadores. Por eso la rampa y la torre de asedio tienen que convencer a los asediados de que es un problema muy grande. No me gusta perder hombres y haremos todo lo posible por no perderlos, pero quiero que acabe este asunto y quiero que acabe cuanto antes -concluyó César.

Así que la rampa se levantó cuesta arriba y después empezó a erigirse la torre de asedio. Los asombrados y aterrados habitantes de Uxellodunum se tomaron la revancha con lanzas, flechas, piedras y proyectiles de fuego. Cuando comprendieron que ya se había construido la última plataforma de la torre, salieron por la puerta de la muralla y atacaron en masa. La lucha fue feroz, pues las tropas romanas creían realmente en la eficacia de lo que estaban haciendo y defendieron su posición con gran esfuerzo. Pronto la torre ardió y los manteletes y fortificaciones a ambos lados de la rampa se encontraron seriamente amenazados.

Como el frente era tan limitado en extensión, la mayor parte de los soldados romanos no se vieron implicados en la lucha; se apretujaban cuanto podían y animaban a sus camaradas mientras dentro de la ciudadela los cardurcos se alineaban en la muralla y también animaban a los suyos. En pleno fragor del combate, César hizo que los soldados que estaban de espectadores se dispersasen al darles órdenes de que se pusieran alrededor del perímetro de la fortaleza y originasen un ruido enorme, como si por todas partes se estuviera montando un ataque a gran escala.

La estratagema dio resultado y los cardurcos se retiraron para hacer frente a aquella nueva amenaza, lo que proporcionó tiempo a los romanos para apagar los incendios.

La torre de asedio de diez pisos empezó a levantarse de nuevo, pero no llegó a utilizarse, pues bajo tierra las minas fueron avanzando inexorablemente, y uno a uno los ríos que alimentaban el manantial se desviaron. Aproximadamente al mismo tiempo que la torre podría haber sido equipada con la artillería y puesta en funcionamiento, el magnífico manantial que daba agua a Uxellodunum se secó por primera vez en la historia.

La noticia cayó como un rayo del cielo despejado, y algo vital dentro de los sitiados desapareció. Porque el mensaje estaba implícito: los Tuatha se inclinaban ante el poder de Roma, los Tuatha abandonaban a la Galia por amor a César. ¿Para qué seguir luchando cuando hasta los Tuatha sonreían a César y a los romanos?

Uxellodunum se rindió.

A la mañana siguiente, César convocó un consejo formado por todos los legados, prefectos, tribunos militares y centuriones presentes; el motivo era que pudiesen participar en el último estertor de la Galia. Incluido Aulo Hircio, que había viajado con las dos legiones que Quinto Fufio Caleno llevó después de que hubo empezado el ataque al manantial.

–Seré breve -comenzó a decir sentado en su silla curul, vestido con el traje completo de militar y con la vara de su imperium apoyada en el antebrazo derecho.

Quizá fuera la luz del salón de reuniones de la ciudadela, que entraba por una gran abertura sin postigos situada detrás de los quinientos hombres allí reunidos y caía directamente sobre el rostro de César, lo que le dio ese aspecto. Aún no había cumplido cincuenta años, pero tenía el largo cuello profundamente surcado de arrugas, aunque ninguna flaccidez de la piel le estropeaba la fortaleza de la mandíbula. Las arrugas cruzaban su frente, se desplegaban como abanicos en los lados externos de los ojos, tallaban fisuras a ambos lados de la nariz y enfatizaban los altos pómulos agudamente definidos al surcar la piel del rostro debajo de ellos. Cuando estaba de campaña no se molestaba lo más mínimo por el cada vez más escaso cabello, pero aquel día llevaba puesta la corona cívica de hojas de roble porque quería dar la impresión de autoridad indiscutible; cuando entraba en una sala con ella puesta todas las personas tenían que levantarse y aplaudirle, incluso Bíbulo y Catón. A causa de aquella corona, César entró en el Senado a la edad de veinte años; a causa de ella todos los soldados que sirvieron bajo su mando sabían que César luchó en primera línea con espada y escudo, aunque los hombres de sus legiones galas le vieron en primera línea luchando junto a ellos en muchas ocasiones y no hacía falta que se lo recordasen.

Tenía un aspecto desesperadamente cansado, pero ninguno de los presentes confundió esos signos con el cansancio físico; estaba en una forma soberbia y era un hombre extremadamente fuerte. No, estaba sufriendo un agotamiento mental y emocional. Todos se daban cuenta de ello. Y les extrañaba.

–Estamos a finales de septiembre. Es verano -dijo con un acento terso y sucinto que despojaba a las cadencias de su latín exquisitamente elegido de cualquier intención poética-, y si hubiera sido hace dos o tres años, uno diría que la guerra de la Galia había acabado por fin. Pero todos los que estamos hoy sentados aquí sabemos que no es así. ¿Cuándo admitirá la Galia Comata su derrota? ¿Cuándo decidirán instalarse bajo la ligera mano de la supervisión romana y admitirán que están más seguros, más protegidos, más unidos de lo que nunca habían estado antes? La Galia es un toro al que le han sacado los ojos, pero no le han quitado la ira. Y embiste ciegamente una y otra vez, destrozándose a sí mismo contra muros, rocas, árboles. Y cada vez queda más débil, pero nunca más tranquilo. Hasta que al final tiene que morir, sin dejar de embestir, y se hace pedazos a sí mismo.

La habitación estaba en completo silencio; nadie se movía, nadie se atrevía a carraspear. Fuese lo que fuese lo que se avecinaba, iba a ser algo importante.

–¿Cómo podemos calmar a ese toro? ¿Cómo podemos convencerle de que se esté quieto, de que nos deje aplicarle ungüentos para curarlo? – Cambió el tono de voz, que se hizo más sombrío-. Ninguno de vosotros, incluido el centurión de más baja graduación, no deja de percatarse de las terribles dificultades que afronta Roma. El Senado está pidiendo mi sangre, mis huesos, mi espíritu… y mi dignitas, mi parte personal de valor y posición públicos. Y ello significa también vuestra dignitas, porque vosotros sois mi gente. Los tendones de mi amado ejército. Si yo caigo, vosotros caéis. Si a mí se me deshonra, se os deshonra a vosotros. Ésa es una amenaza omnipresente, pero no estoy hablando por esto, pues es sólo una consecuencia. Lo menciono para reforzar lo que estoy a punto de decir. – Respiró profundamente-. No me prolongarán el mandato. En las calendas de marzo del año siguiente al año que viene, terminará. Puede ser que acabe en las calendas de marzo del año que viene, aunque yo pondré hasta el último gramo de mi persona para impedirlo. Necesito el año que viene para hacer el trabajo administrativo necesario para transformar la Galia Comata en una provincia romana como es debido. Por eso, al acabar este año debe acabar también esta guerra inútil, sin sentido, que es un desperdicio, de una vez por todas. No me produce ningún placer ver los campos de batalla después de la lucha, porque en esos campos de batalla también yacen cadáveres romanos. Y muchos, muchos, galos, belgas y también celtas, muertos por ningún otro motivo que no sea un sueño que no pueden hacer realidad porque no poseen ni la educación ni la previsión que hacen falta. Y eso lo habría averiguado Vercingetórix de haber sido él el vencedor.

Se puso en pie y se quedó parado con las manos a la espalda y el ceño fruncido.

–Quiero ver cómo esta guerra acaba este año. No me refiero a un simple cese de las hostilidades, sino a una paz auténtica. Una paz que durará más tiempo del que viviremos los hombres que estamos en esta sala, y nuestros hijos, y los hijos de nuestros hijos. Si eso no ocurre, los germanos la conquistarán, y la historia de la Galia será una historia diferente. Y también lo será la historia de nuestra amada Italia, porque los germanos no descansarán con la conquista de la Galia. La última vez que vinieron, Roma les lanzó a Cayo Mario. Yo creo que Roma me ha puesto a mi en este momento y en este lugar para asegurarse de que los germanos no regresen nunca más. La Galia Comata es la frontera natural, no los Alpes. Debemos mantener a los germanos al otro lado del Rin si nuestro mundo, incluido el mundo de la Galia, ha de prosperar.

Paseó un poco, volvió a ponerse en el centro y los miró desde debajo de aquellas cejas rubias suyas. Una mirada larga, mesurada, inmensamente seria.

–La mayoría de vosotros ha servido conmigo el tiempo suficiente para saber qué clase de hombre soy. No soy cruel por naturaleza. No me produce placer ver cómo se inflige daño o tener que ordenar que se inflija. Pero he llegado a la conclusión de que la Galia de los cabelleras largas necesita una lección tan horrible, tan severa y tan espantosa que el recuerdo perdure a través de las generaciones y sirva para desanimar futuros levantamientos. Por ese motivo os he convocado aquí hoy, para daros mi solución. No para pediros permiso. Yo soy el comandante en jefe y la decisión me corresponde tomarla a mi solamente. Y la he tomado. El asunto no está en vuestras manos. Los griegos creen que sólo el hombre que comete el hecho es culpable del crimen si el hecho es un crimen. Por ello la culpa descansa enteramente sobre mis hombros. Ninguno de vosotros tiene parte en ello, ninguno de vosotros sufrirá por ello. Yo soy el que lleva la carga. A menudo me habéis oído decir que el recuerdo de la crueldad es un pobre consuelo en la vejez, pero hay motivos por los cuales yo no temo ese destino como lo temía hasta que hablé con el druida Cathbad.

Caminó hasta la silla curul y se sentó en ella en posición formal.

–Mañana veré a los hombres que han defendido Uxellodunum. Creo que hay unos cuatro mil. Sí, hay más, pero con cuatro mil bastará. Y a aquellos que nos pongan peor cara, que nos miren con más odio, les amputaré ambas manos -dijo con calma.

Un débil suspiró resonó por la habitación. ¡Qué bien que ni Décimo Bruto ni Cayo Trebonio estuvieran allí! Pero Hircio lo estaba mirando con los ojos llenos de lágrimas, y a César eso se le hizo dificil. Se vio obligado a tragar, y confió en que no se le hubiera notado mucho. Luego continuó hablando.

–No le pediré a ningún romano que lo haga, pues algunos ciudadanos de Uxellodunum pueden hacerlo, los voluntarios. Ochenta hombres, cada uno de los cuales cercenará las manos a cincuenta hombres. Les ofreceré salvar las manos a todos aquellos que se ofrezcan voluntarios. Saldrán bastantes. Los artificieros están ahora trabajando en una herramienta especial que yo he ideado, un poco parecida a un escoplo afilado de quince centímetros de ancho en el filo. Se colocará a lo ancho del dorso de la mano, justo por debajo de los huesos de la muñeca, y se le golpeará una vez con un martillo. El flujo de la sangre será cortado por una correa que se les pondrá alrededor del antebrazo. En el momento en que se haga la amputación, la muñeca se sumergirá en brea. Puede que algunos mueran desangrados pero la mayoría vivirá.

César ya hablaba con fluidez, con facilidad, pues estaba fuera del reino de las ideas y había entrado en el terreno de lo práctico.

–A esos cuatro mil mancos se les mandará luego al exilio para que vagabundeen y pidan limosna por todo este vasto país. Y cualquiera que vea a un hombre sin manos pensará en la lección aprendida después del asedio de Uxellodunum. Cuando las legiones se dispersen, cosa que harán en breve, cada una se llevará a algunos de estos hombres adondequiera que vaya a pasar el invierno. Así nos aseguraremos de que los mancos estén bien repartidos. Porque la lección no servirá para nada a menos que se tenga prueba de ello en todas partes.

»Para terminar os daré alguna información que ha sido recogida y compilada por mis héroes oficinistas, galantes pero poco ensalzados. Los ocho años de guerra en la Galia Comata han costado a los galos un millón de guerreros muertos, un millón de personas se han vendido como esclavos, cuatrocientas mil mujeres y niños han muerto, y un cuarto de millón de familias galas han quedado sin hogar. La suma de todo ello es igual a toda la población de Italia. Lo que es una espantosa indicación de la ceguera y la ira del toro. ¡Y eso tiene que acabar! Y tiene que acabar ahora. Tiene que acabar aqui, en Uxellodunum. Cuando yo deje el mando de los galos, la Galia Comata estará en paz.

Hizo un gesto de despedida con la cabeza y todos los hombres salieron en silencio, todos sin mirar a César. Sólo Hircio se quedó.

–¡No digas ni una palabra! – le pidió bruscamente César.

–No tengo intención de decirla -repuso Hircio.

Después de rendirse Uxellodunum, César decidió que visitaría todas las tribus de Aquitania, la única parte de la Galia de los cabelleras largas que había estado poco involucrada en la guerra, y por ello la única parte del país capaz de poner en el campo de batalla un complemento entero de guerreros. Con él se llevó a algunas de las víctimas sin manos de Uxellodunum como testimonio viviente de la determinación de Roma de poner fin a la oposición.

El avance fue pacífico. Las diferentes tribus lo recibían con bienvenidas febriles, desviaban la mirada de los que no tenían manos, firmaban cualquier tratado que él les pidiera y hacían poderosos juramentos de adherirse a Roma por siempre. En conjunto, César estaba dispuesto a creerles. Porque un arverno, nada menos, le había entregado a Lucterio unos días después de que éste se pusiera en marcha hacia Burdigala como primera etapa de su gira por Aquitania, lo cual era una indicación de que ninguna tribu de la Galia estaba dispuesta a dar cobijo a uno de los lugartenientes de Vercingetórix. Aquello significaba que uno de los dos defensores de Uxellodunum tomaría parte en el desfile triunfal de César; el otro, Drapes, de los senones, se negó a beber y a comer y murió todavía resueltamente en contra de la presencia de Roma en la Galia de los cabelleras largas.

Lucio César fue a ver a su primo, que se encontraba en Tolosa, hacia finales de octubre. Le llevaba importantes noticias.

–El Senado se reunió a finales de septiembre -le comunicó a César con la boca tensa-. Confieso que estoy decepcionado con el cónsul senior, al cual yo tenía por un hombre más racional que su colega junior.

–Servio Sulpicio es más racional que Marco Marcelo, si, pero no está menos determinado que éste a verme caer -le dijo César-. ¿Qué pasó?

–La Cámara resolvió que en las calendas de marzo del año que viene debatiría el asunto de tus provincias. Marco Marcelo informó de que la guerra en la Galia Comata había acabado definitivamente, lo cual significa que no hay absolutamente ningún motivo por el cual no se te deba despojar de tu imperium, de tus provincias y de tu ejército en esa fecha. La nueva ley de los cinco años, dijo, proporciona una cantera de gobernadores en potencia que están en situación de ir a sustituirte inmediatamente. Retrasarlo es prueba de debilidad por parte del Senado, y algo completamente intolerable. Luego concluyó diciendo que de una vez por todas había que enseñarte que tú eres un servidor del Senado, no su amo. Y ante esta afirmación recibió grandes voces de ayuda de Catón.

–Tendrían que ser muy fuertes las voces, puesto que Bíbulo está en Siria, o por lo menos de camino hacia allí. Continúa, Lucio. Por tu cara adivino que se avecina algo peor.

–¡Mucho peor! Después la Cámara decretó que si algún tribuno de la plebe veta el debate sobre tus provincias en las calendas de marzo próximo, dicho veto será considerado como un acto de traición. Al tribuno de la plebe culpable se le detendrá y se le juzgará sumariamente.

–¡Eso es enteramente inconstitucional! – exclamó César bruscamente-. ¡Nadie puede impedir que un tribuno de la plebe cumpla con su deber! Ni negarse a hacer honor al veto a menos que esté vigente un senatus consultum ultimum. ¿Significa que eso es lo que se propone hacer el Senado en las calendas del próximo marzo? ¿Operar bajo un decreto último?

–Quizá, aunque eso no se dijo.

–¿Es eso todo?

–No -contestó Lucio César sin que su voz se alterase en absoluto-. La Cámara aprobó también otro decreto: se reserva para sí el derecho a decidir en qué fecha se licenciará a los veteranos de tu ejército que hayan cumplido el tiempo de permanencia en filas.

–¡Oh, ya comprendo! He sentado un precedente, Lucio, ¿verdad? Hasta este momento en la historia de Roma nadie ha tenido el derecho a decidir cuándo los soldados cuyo tiempo en filas ha expirado han de terminar su servicio en las legiones, nadie excepto su comandante en jefe. Imagino, entonces, que en las calendas de marzo próximo el Senado decretará que todos mis veteranos sean licenciados en el acto.

–Eso parece, Cayo.

Era extraño, pensó Lucio, que César no pareciese preocupado; incluso le dirigió una sonrisa auténtica.

–¿De verdad piensan que pueden derrotarme con esa clase de medidas? – preguntó-. Meados de caballo, Lucio. – Se levantó de la silla y le tendió una mano a su primo-. Te agradezco las noticias, de verdad, pero basta ya de eso. Tengo ganas de estirar las piernas entre los lagos sagrados.

Pero Lucio César no estaba dispuesto a dejar el asunto así y siguió obedientemente a Cayo mientras decía:

–¿Qué vas a hacer para contrarrestar a los boni?

–Haré lo que tenga que hacer -fue lo único que César quiso decirle.

Las disposiciones para el invierno estaban hechas. Cayo Trebonio, Publio Vatinio y Marco Antonio llevaron cuatro legiones a Nemetocena, la de los atrebates, para guarnecer Bélgica; dos legiones fueron a Bibracte. en el territorio de los eduos; otras dos fueron destinadas al territorio de los turones, cerca de los carnutos, hacia el oeste; y dos más fueron a las tierras de los lemosines, al sudeste de los arvernos. No había ninguna parte de la Galia que no tuviera cerca un ejército. Con Lucio César, César terminó una gira por la Provenza y después se reunió con Trebonio, Vatinio y Marco Antonio en Nemetocena para pasar el invierno.

A mediados de diciembre el ejército de César recibió una sorpresa agradable e inesperada: el general aumentó la paga de los soldados rasos de cuatrocientos ochenta sestercios al año a novecientos; era la primera vez en más de un siglo que se le subía el sueldo a un ejército romano. Al mismo tiempo le dio a cada hombre una prima en metálico e informó a los soldados de que la parte del botín que correspondía al ejército sería mayor.

–¿A expensas de quién? – le preguntó Cayo Trebonio a Publio Vatinio-. ¿Del Tesoro? ¡Seguro que no!

–Pues claro que no -le respondió Vatinio-. César es siempre muy escrupuloso con los asuntos legales. No, es a expensas de su propio bolsillo, de su parte del botín. – El pequeño y tullido Vatinio frunció el ceño, pues no había estado presente cuando César recibió la respuesta del Senado a su petición de que le trataran como habían tratado a Pompeyo-. Ya sé que es un hombre fabulosamente rico, pero también gasta a manos llenas. ¿Puede permitirse mostrarse tan generoso, Trebonio?

–Oh, yo creo que sí. Ha sacado veinte mil talentos sólo de la venta de esclavos.

–¿Veinte mil? ¡Por Júpiter! ¡A Craso se le consideraba el hombre más rico de Roma y sólo dejó siete mil talentos!

–Marco Craso presumía mucho de su dinero, pero ¿has oído alguna vez a Pompeyo Magno decir cuánto tiene? – le preguntó Trebonio-. ¿Por qué crees que los banqueros se arremolinan alrededor de César últimamente, ansiosos por satisfacer todos sus caprichos? Balbo ha sido siempre su hombre de confianza y Opio le va a la zaga. Se remontan a tus tiempos, Vatinio. No obstante, hombres como Atico son muy recientes.

–Rabino Póstumo le debe a César haber podido empezar una nueva vida -observó Vatinio.

–Sí, pero después de que César empezó a prosperar en la Galia. El tesoro germano que encontró entre los atuatucos fue fabuloso. Su parte del mismo ascenderá a miles de talentos. – Trebonio sonrió-. Y si anda un poco corto, los tesoros de Carnutum dejarán de ser sacrosantos. Los ha dejado en reserva. A César no le gusta ser el payaso de nadie. Sabe que el próximo gobernador de la Galia Comata se apoderará dé todo lo que hay en Carnutum. Y por eso te apúesto lo que quieras a que lo que hay en Carnutum desaparecerá antes de que llegue el nuevo gobernador.

–Las cartas que recibo desde Roma dicen que probablemen·te… ¡oh, dioses, cómo pasa el tiempo…! Dicen que lo más probable es que lo releven dentro de poco más de tres meses. ¡Las calendas de marzo avanzan hacia él al galope! ¿Qué hará entonces César? En el momento en que se le despoje de su imperium lo procesarán en cien tribunales. Y caerá, Trebonio.

–Oh, es muy probable -convino Trebonio plácidamente.

Vatinio tampoco era el payaso de nadie.

–No está dispuesto a permitir que las cosas lleguen tan lejos, ¿verdad?

–No, Vatinio, en efecto.

Se hizo un silencio. Vatinio observó el rostro afligido que tenía ante sí mordiéndose el labio. Sus ojos se encontraron y sostuvieron la mirada.

–Entonces tengo razón -dijo Vatinio-. César ha consolidado los vínculos con su ejército.

–Por completo.

–Y si se ve obligado a hacerlo, marchará contra Roma.

–Sólo si se ve obligado. César no es un rebelde por naturaleza, le encanta hacerlo todo in suo anno, nada de mandos especiales o extraordinarios, diez años entre consulados, todo legal. Si tiene que marchar contra Roma, Vatinio, eso matará algo dentro de él. Es una alternativa que César sabe perfectamente que está a su alcance, y ¿crees tú que ni por un momento le tiene miedo al Senado? ¿A alguno de ellos? ¿Incluido el muy cacareado Pompeyo Magno? ¡No! Ellos caerán ante César como dianas en un campo de prácticas delante de lanceros germanos. Y él lo sabe, pero no quiere que las cosas sean así. Él quiere lo que se le debe, pero lo quiere legalmente. Marchar contra Roma es el recurso que utilizará cuando ya no tenga ningún otro, y combatirá con todas las fuerzas hasta el último momento antes de hacerlo. Su hoja de servicios es intachable. Y César quiere que siga así.

–Siempre quiso ser perfecto -comentó Vatinio con tristeza, y se estremeció-. Por Júpiter, Trebonio, ¿qué les hará si le obligan a ello?

–No quiero ni pensarlo.

–Lo mejor será que hagamos ofrendas para que los boni entren en razón.

–Yo llevo meses haciéndolas. Y creo que quizá los boni entrarían en razón si no fuera por un factor.

–Catón -apuntó Vatinio al instante.

–Catón -repitió Trebonio.

Se hizo otro silencio; Vatinio suspiró.

–Bueno, yo soy partidario de César en lo bueno y en lo malo -le dijo a Trebonio.

–Y yo.

–¿Y quién más?

–Pues Décimo, y también Fabio, y Sextio, y Antonio, y Rebilo, y Caleno, y Basilo, y Planeo, y Sulpicio y Lucio César -enumeró Trebonio.

–¿Labieno no?

Trebonio movió la cabeza enfáticamente de un lado al otro como señal de negación.

–No.

–¿Porque así lo decide Labieno?

–Porque así lo decide César.

–Pero él no dice nada despectivo de Labieno.

–Ni lo dirá nunca. Labieno todavía confía en llegar a ser cónsul con él, aunque sabe que César no aprueba sus métodos. Pero no dice nada en los despachos senatoriales, así que Labieno todavía tiene esperanzas. Durará hasta que llegue la decisión final. Si César decide marchar contra Roma, les hará un regalo a los boni: Tito Labieno.

–¡Oh, Trebonio, reza todo lo que puedas para que no estalle una guerra civil!

César también rezaba por eso mientras trataba de hacer acopio de todo su ingenio para enfrentarse a los boni dentro de los límites de la constitución no escrita de Roma, la mos maiorum. Los cónsules para el año siguiente eran Lucio Emilio Lépido Paulo como senior y Cayo Claudio Marcelo como junior. Cayo Marcelo era primo hermano del actual cónsul junior, Marco Marcelo, y también del hombre que se predecía que sería cónsul el año después del año siguiente, otro Cayo Marcelo. Por ese motivo a menudo se referían a él como Cayo Marcelo el Viejo, y a su primo como Cayo Marcelo el Joven. Terco enemigo de César, de Cayo Marcelo el Viejo no se podía esperar nada. Paulo era diferente. Exiliado por tomar parte en la rebelión de su padre, Lépido había llegado un poco tarde a la silla curul de cónsul, y lo había logrado reconstruyendo la basílica Emilia, que era, con gran diferencia, el edificio más importante del Foro Romano. Luego llegó el desastre el día en que el cuerpo de Publio Clodio ardió envuelto en llamas en la casa del Senado; la casi acabada basílica Emilia ardió también, y Paulo se encontró sin dinero para volver a empezar.

Paulo era un hombre de paja, y éste era un hecho del que César estaba al corriente. Pero así y todo lo compró. Valía la pena ser el amo del cónsul senior. Paulo recibió mil seiscientos talentos de César durante el mes de diciembre, entró como hombre de César en las nóminas que llevaba Balbo, y la basílica Emilia pudo reconstruirse aún con mayor esplendor. De más importancia era Curión, que fue comprado por sólo quinientos talentos e hizo exactamente lo que César le había sugerido, fingir que se presentaba al tribunato de la plebe en el último momento y, cosa que no era difícil tratándose de un Escribonio Curión, fue elegido con el mayor número de votos.

César también puso en marcha otros proyectos. Todas las ciudades importantes de la Galia Cisalpina recibieron enormes cantidades de dinero para erigir edificios públicos o para reconstruir sus plazas de mercado, como hicieron los pueblos y ciudades de Provenza y de la propia Italia. Pero todas esas poblaciones tenían una cosa en común: le habían manifestado su apoyo a César. Durante algún tiempo pensó en donar edificios a las Hispanias, a la provincia de Asia y a Grecia, pero luego decidió que tal inversión no sería apoyo suficiente para él si Pompeyo, un patrón mucho mayor en aquellos lugares, elegía no permitir que sus protegidos apoyaran a César. Nada de todo aquello se hizo para ganar los favores en el caso de que estallase una guerra civil, sino para atraer a los influyentes plutócratas locales al terreno de César y para animarlos a que sugirieran a los boni que ellos no verían con agrado que a César se le tratase mal. La guerra civil era la última alternativa, y César creía realmente que era una alternativa tan abominable, incluso para los boni, que nunca se llegaría a tal extremo. Y el modo de ganar era hacer imposible a los boni ir en contra de los deseos de la mayoría de Roma, Italia, Galia Cisalpina, Iliria y la provincia gala romana.

César comprendía la mayoría de las idioteces, pero no podía, ni siquiera cuando se hallaba en estados de ánimo muy pesimistas, creer que un pequeño grupo de senadores romanos prefirieran precipitarse a una guerra civil antes que enfrentarse a lo inevitable y darle a César lo que, al fin y al cabo, no era más que lo que se le debía. Ser legalmente cónsul por segunda vez, libre de procesamientos, el primer hombre de Roma y el primer nombre en los libros de historia. Estas cosas se las debía él a su familia, a su dignitas, a la posteridad. No dejaría ningún hijo, pero un hijo no era necesario a menos que éste tuviera la habilidad de subir aún más alto. Eso no solía ocurrir, todo el mundo lo sabía. Los hijos de los grandes hombres nunca eran grandes. Como ejemplos estaban el Joven Mario y Fausto Sila…

Mientras tanto había qúe pensar en la nueva provincia romana de la Galia Comata. Forjar, cribar a los mejores hombres locales. Y unos cuantos problemas que resolver de naturaleza más prudente, incluido el de deshacerse de dos mil galos que César no creía se inclinaran ante Roma durante más tiempo que el que durase su mandato en la nueva provincia. Mil de ellos eran esclavos que César no se había atrevido a vender por temor a represalias sangrientas, bien fuera contra sus nuevos dueños o en insurrecciones parecidas a la de Espartaco. El segundo millar estaba compuesto por galos libres, en su mayoría jefes de tribu, que no se habían acobardado ni siquiera después de producirse la amputación de manos en las víctimas de Uxellodunum.

Acabó mandándolos a pie a Masilia y cargándolos a bordo de transportes bajo una fuerte vigilancia. Los mil esclavos fueron enviados al rey Deiotaro de Galacia, que era galo él también y siempre estaba necesitado de buenos hombres de caballería; sin duda, cuando llegaran, Deiotaro los haría libres y les presionaría para que prestaran servicio de armas. Los mil galos libres los envió al rey Ariobárzanes de Capadocia. Ambos lotes de hombres eran regalos, una pequeña ofrenda en el altar de la diosa Fortuna. La suerte era señal de que se gozaba del favor de los dioses, pero nunca estaba de más forjarse la suerte por sí mismo. Atribuir el éxito a la suerte era una manera de pensar muy vulgar, y nadie sabia mejor que César que detrás de la suerte había mares de trabajo duro y pensamiento profundo. Sus tropas podían alardear de la suerte que tenía César; eso a él no le importaba lo más mínimo. Mientras pensasen que él tenía suerte, no tenían miedo, con tal de que él estuviera allí para lanzar sobre ellos el manto de su protección. Fue una suerte vencer al pobre Marco Craso, que tuvo los días contados desde el momento en que sus tropas decidieron que era gafe. Ningún hombre estaba libre de cierta clase de superstición, pero los hombres de humilde cuna y educación escasa eran supersticiosos en grado sumo. César jugaba con eso conscientemente. Porque si la suerte provenía de los dioses y se pensaba que un gran hombre la tenía, lógicamente ese hombre adquiría una especie de reflejo de la divinidad, y no hacía daño que los soldados pensasen que su general se hallaba sólo un poco más abajo que los dioses.

Justo antes de final de año, César recibió una carta de Quinto Cicerón, legado senior al servicio de su hermano mayor, el gobernador de Cilicia.

No hacía falta que te dejase tan pronto, César. Ése es uno de los castigos por trabajar para un hombre que se mueve a tanta velocidad como tú. No sé por qué supuse que mi hermano Marco se apresuraría a partir hacia Cilicia, pero no fue así. Se marchó de Roma a primeros de mayo y tardó casi dos meses en llegar a Atenas. ¿Por qué adula tanto a Pompeyo Magno? Tiene algo que ver con la época en que él tenía diecisiete años y era cadete en el ejército de Pompeyo Estrabón, ya lo sé, pero me parece que la deuda que a Marco se le antoja que tiene con Pompeyo Magno por la protección que le dio entonces es tremendamente exagerada. Por esta carta percibirás que ya en ruta tuve que sufrir dos días en la casa que tiene Magno en Tarentum. No puedo, por mucho que lo intente, simpatizar con ese hombre.

En Atenas (donde estuvimos esperando que llegase Pomptino, el legado militar de Marco… yo hubiera sido un general para Marco mucho más competente, ya sabes, pero él no se fiaba de mí) nos enteramos de que Marco Marcelo había azotado a un ciudadano de tu colonia de Novum Comum. Una verdadera desgracia, César. Mi hermano se indignó igualmente, aunque tenía los pensamientos, en su mayor parte, ocupados por la amenaza de los partos. De ahí que se negase en redondo a marcharse de Atenas hasta que Pomptino llegase.

Tardamos otro mes en cruzar la frontera para entrar en Cilicia por Laodicea. ¡ Un lugar muy bonito, con todas esas deslumbrantes terrazas de cristal que caen sobre precipicios! Entre las charcas de agua pura y templada que hay encima, los lugareños han construido unos pequeños pero lujosos refugios de mármol para personas como Marco y yo, agotados por el calor y el polvo que encontramos durante todo el camino desde Éfeso hasta Laodicea. Fue delicioso pasar unos días empapándonos en las aguas (por lo visto son buenas para los huesos) y jugueteando como peces.

Pero luego, al proseguir el viaje, descubrimos la clase de honor que Léntulo Spinther y luego Apio Claudio habían impuesto a la pobre y devastada Cilicia. Mi hermano dijo que era «una verdadera ruina y desolación», y no es ninguna exageración. La provincia ha sido saqueada, explotada y violada. Todo y todos han sido acribillados a impuestos; entre otros, por el hijo de tu querida amiga Servilia. Sí, siento decirlo, pero Bruto parece haber trabajado en la misma onda que su suegro Apio Claudio en toda clase de asuntos censurables. Aunque se reprime mucho de ofender a gente importante, mi hermano le dijo a Atico en una carta que consideraba despreciable la conducta de Apio Claudio en su provincia. Tampoco le complació que Apio Claudio lo esquivase.

Permanecimos en Tarso sólo unos cuantos días, pues Marco estaba ansioso por empezar la temporada de campaña y Pomptino también. Los partos habían atacado a lo largo del Éufrates, y el rey Ariobarzanes de Capadocia se encontraba en una situación muy apurada, debido en gran parte a un ejército casi tan pobre como las dos legiones que encontramos en Cilicia. ¿Porqué ambos ejércitos estaban tan menguados? Por falta de dinero. Uno ha de deducir que Apio Claudio se guardó para sí la mayor parte del dinero destinado a pagar las semanadas del ejército, y que no se preocupó por incrementar la fuerza de cada legión mientras estaba pagando la mitad de hombres que sus libros decían que pagaba. El rey Ariobarzanes de Capadocia no tenía dinero suficiente para pagar un ejército decente, principalmente debido al hecho de que el joven Bruto, ese pilar de rectitud romana, le había prestado dinero a un astronómico interés compuesto. Mi hermano se enfadó muchísimo.

Pero, en fin, pasamos los tres meses siguientes de campaña en Capadocia, un asunto muy cansado. ¡Oh, Pomptino está loco! Tarda días y días en entrar en una aldea patéticamente fortificada que tú tardarías tres horas en tomar. Pero, claro, mi hermano no sabe cómo se ha de manejar una guerra, así que está muy satisfecho.

Bíbulo tardó muchísimo en llegar a Siria, lo que significa que tuvimos que esperar a que se pusiera en orden antes de empezar nuestra campaña con junta desde ambos lados de las laderas del A mano. En realidad ahora estamos a punto de comenzarla. Supongo que llegó a Antioquía en sextilis y le metió prisa al joven Cayo Casio en su camino de regreso a Roma con mucha frialdad. Naturalmente, tiene a sus dos hijos con él. Marco Bíbulo tiene poco más de veinte años, y Cneo Bíbulo unos diecinueve. Los tres Bibulos se enojaron mucho al descubrir que Casio se las había arreglado muy bien con la amenaza de los partos, incluyendo una emboscada que llevó a cabo en el do Orontes que hizo que Pacoro y su ejército parto se fueran a casa con mucha prisa.

Este fervor no es muy del gusto de Bíbulo, creo yo. Su método para tratar con los partos es bastante diferente al de Casio, ciertamente. En lugar de tomar en consideración la guerra, ha contratado a un parto llamado Ornadapates y le está pagando para que le deje caer al oído al rey Orodes el rumor de que Pacoro, el hijo preferido de Orodes, tiene intención de usurpar el trono de su padre. Inteligente pero no admirable, ¿no te parece?

Echo mucho de menos la Galia Comata, César. Echo de menos la clase de guerra que nosotros solíamos llevar a cabo, una guerra tan viva y tan práctica, tan desprovista de maquinaciones dentro del alto mando. Por aquí me parece que me paso tanto tiempo tratando de aplacar a Pomptino como haciendo cualquier otra cosa más productiva. Escríbeme, por favor. Necesito que me animen.

¡Pobre Quinto Cicerón! Pasó algún tiempo antes de que César pudiera sentarse a contestar esta carta más bien triste. Típico de Cicerón, preferir a una nulidad dispuesta siempre a darle coba como Cayo Pomptino antes que a su propio hermano. Porque Quinto Cicerón tenía razón; él habría resultado un general mucho más capaz que Pomptino.