Porcia frunció el ceño.
–¡Eso es ridículo!
–Bueno, sus dos primeras esposas le fueron infieles.
–Ellas no tienen nada que ver conmigo, Bruto. Si no fuera por Lucio, me habría encontrado desesperadamente sola.
–Pero tienes a Lucio.
–He despedido al pedagogo… ¡qué hombre tan idiota! Últimamente yo misma me encargo de enseñar a Lucio, y ha adelantado mucho. No se puede enseñar golpeando con una vara, hay que hacer que el estudio resulte fascinante.
–Ya veo que él te quiere.
–Y yo lo quiero a él.
El motivo de la misión que había llevado allí a Bruto lo estaba corroyendo, pero se dio cuenta de que quería saber mucho más acerca de la vida de casada de Porcia, y sabía que en el momento en que abordase el tema de la muerte, toda oportunidad de descubrir lo que ella pensaba desaparecería. Así que de momento aplazó el dar la noticia y dijo:
–¿Te gusta la vida de casada?
–Muchísimo.
–¿Qué es lo que más te gusta?
–La libertad. – Porcia se echó a reír dando un bufido-. ¡No tienes idea de lo maravilloso que es vivir en una casa sin Atenodoro Cordilión y Estatilo! Yo sé que Tata los tiene en mucha estima, pero en mi caso nunca fue así. ¡Estaban tan celosos de mí! Si parecía que yo iba a poder pasar unos minutos a solas con él, se apresuraban a estropearlo. Todos esos años, Bruto, viviendo en la misma casa que Marco Porcio Catón, sabiendo que era su hija pero que nunca podría estar a solas con él libre de esas sanguijuelas griegas… ¡Los aborrecía! Son hombres malévolos y mezquinos. Y lo animaban a beber.
Gran parte de lo que Porcia decía era cierto, pero no todo; Bruto creía que Catón bebía porque quería hacerlo, y que ello tenía mucho que ver con la animosidad que sentía por aquellos que él consideraba indignos de la mos maiorum, y con Marcia. Lo cual venía a demostrar que Bruto tampoco había adivinado el secreto mejor guardado de Catón: la soledad en que se había convertido su vida sin su hermano Cepión, su terror de amar a otras personas tanto que vivir sin ellas fuera una agonía.
–¿Y te gustó casarte con Bíbulo?
–Sí -respondió Porcia con tirantez.
–¿Fue muy difícil?
Como no había sido educada por mujeres, la muchacha interpretó aquello como lo habría interpretado un hombre y respondió con franqueza.
–Te refieres al acto sexual.
Bruto se ruborizó, pero el rubor no se notaba en aquel rostro tan moreno y con tanta barba, así que respondió con la misma franqueza.
–Sí.
Porcia dejó escapar un suspiro y se inclinó hacia adelante con las manos enlazadas entre las piernas, que tenía muy abiertas; estaba claro que Bíbulo no le había hecho perder en absoluto los hábitos masculinos.
–Bueno, Bruto, una acepta lo que es necesario. Los dioses también lo hacen, si hay que creer a los griegos. Y no he encontrado pruebas en los escritos de ningún filósofo de que las mujeres también disfruten de ello. Es una recompensa para los hombres, y si los hombres no lo buscasen activamente, no existiría. Tuve que sufrirlo, y es lo peor que puedo decir sobre ello, y lo mejor que puedo decir es que no me dio asco. – Se encogió de hombros-. Es un asunto breve, al fin y al cabo, y una vez que el dolor se hace soportable no es nada realmente difícil.
–Pero se supone que no tiene que dolerte después de la primera vez, Porcia -le dijo Bruto.
–¿De verdad? – le preguntó ella con indiferencia-. Pues a mí no me ha pasado así. – Luego añadió, sin que al parecer le ofendiera-: Bíbulo dice que no soy jugosa.
Bruto se sonrojó aún más, pero al mismo tiempo también se le encogió el corazón.
–¡Oh, Porcia! A lo mejor cuando regrese Bíbulo las cosas serán diferentes. ¿Lo echas de menos?
–Una debe echar de menos al marido -le aseguró Porcia.
–No aprendiste a quererle.
–Yo quiero a mi padre. Quiero al pequeño Lucio. A ti también te quiero, Bruto. Pero a Bíbulo lo respeto.
–¿Sabías que tu padre quería que yo me casara contigo?
· Porcia abrió mucho los ojos.
–No.
–Pues sí. Pero yo no quise.
Aquello desanimó a Porcia, que, enfadada, preguntó:
–¿Por qué no?
–Por nada que tenga que ver contigo, Porcia. Sólo que yo le di mi amor a otra que no me amaba.
–A Julia.
–Sí, a Julia. – A Bruto se le torció la cara-. Y cuando ella murió, sólo quise una esposa que no significase nada para mí. Así que me casé con Claudia.
–¡Oh, pobre Bruto!
Éste se aclaró la garganta.
–¿No sientes ninguna curiosidad por saber qué me ha traído por aquí?
–Me temo que no he pensado en nada más que en el hecho de que hayas venido.
Bruto se movió incómodo un poco en la silla y luego miró directamente a Porcia.
–Me han delegado para que sea yo quien te dé una noticia dolorosa, Porcia.
La muchacha palideció y se pasó la lengua por los labios.
–Bíbulo ha muerto.
–No, Bibulo está bien. Pero a Marco y a Cneo los asesinaron en Alejandría.
Las lágrimas comenzaron a correr por las mejillas de Porcia in·mediatamente, pero no dijo ni una palabra. Bruto buscó el pañuelo y se lo dio, pues sabía muy bien que Porcia habría utilizado el suyo a modo de secante o de bayeta. Así que la dejó llorar un rato y luego se puso en pie con cierto azoramiento.
–Tengo que irme, Porcia. Pero… ¿puedo volver? ¿Te gustaría que se lo dijera yo al pequeño Lucio?
–No -murmuró la muchacha hablando entre los pliegues de lino del pañuelo-. Se lo diré yo, Bruto. Pero vuelve cuando quieras, por favor.
Bruto se marchó entristecido, aunque se daba cuenta de que la pena que sentía no era por los hijos de Marco Bíbulo. Era por aquella pobre criatura vital y magnífica cuyo marido no tenía nada mejor que decir de ella que no era jugosa. (¡Oh, que expresión más horrible!)
Catón seguía cabildeando entre los boni menos importantes para intentar posponer la discusión de las provincias de César hasta los idus de noviembre, cuando le llegó la noticia de que Quinto Hortensio se estaba muriendo y lo había mandado llamar.
El atrio estaba lleno de visitantes que habían ido a expresar sus buenos deseos, pero el mayordomo condujo a Catón inmediatamente a la «habitación de reclinarse». Hortensio yacía en la hermosa cama, envuelto en mantas y tiritando de un modo espantoso; tenía torcido el lado izquierdo de la boca y babeaba, y con la mano derecha se agarraba a la ropa de cama que tenía alrededor del cuello. Pero, como en la anterior visita de Catón, Hortensio lo reconoció inmediatamente. El joven Quinto Hortensio, que tenía la misma edad que Bruto y estaba bien acomodado en el Senado, se levantó de la silla que ocupaba y se la ofreció a Catón con la cortesía auténtica de los Hortensios.
–No tardaré mucho en morir -le dijo Hortensio con voz espesa-. Tuve una hemorragia cerebral esta mañana. No puedo mover el lado izquierdo. Todavía puedo hablar, pero la lengua se me ha puesto muy torpe. Vaya destino el mio, ¿verdad? No tardaré mucho. Otro ataque pronto.
Catón apartó las mantas hasta que pudo coger aquella mano derecha tan debilitada con cierta comodidad; Hortensio le agarró patéticamente.
–Te he dejado una cosa en mi testamento, Catón.
–Sabes que no acepto herencias, Quinto Hortensio.
–No es dinero, je, je. – Aquel hombre agonizante se echó a reír disimuladamente-. Sé que no aceptas dinero. Pero esto sí lo aceptarás.
Dicho lo cual cerró los ojos y dio la impresión de quedar sumido en el sopor.
Sin soltarle la mano, Catón tuvo tiempo para mirar a su alrededor, y no lo hizo con miedo, sino con una determinación de acero.
Sí, Marcia estaba allí con otras tres mujeres.
A Hortensia la conocía bien, era la viuda de su hermano Cepión y nunca había vuelto a casarse. La hija que ella y Cepión habían tenido, la joven Servilia, estaba a punto de llegar a la edad casadera, lo cual Catón apreció al tiempo que sentía una gran impresión. ¡Cómo se iban los años! ¿Tanto tiempo había transcurrido desde la muerte de Cepión? No era una chica agradable, la joven Servilia. ¿Sería que aquel nombre predisponía a todas las Servilias? La tercera mujer era la esposa del joven Hortensio, Lutacia, hija de Catulo y por ello prima hermana por partida doble de su marido. Muy orgullosa y muy bella, aunque con una belleza glacial.
Marcia tenía los ojos fijos en una lámpara que había en el rincón más distante, y Catón podía contemplarla sin temor a encontrarse con la mirada de ella, estaba seguro. A las otras mujeres las había ignorado con aquella misógina manera de ser suya, pero a Marcia no podía ignorarla. No tenía esa clase de memoria que hace que uno pueda conjurar las facciones exactas de una cara amada, y ése había sido uno de los aspectos más tristes de su constante pena desde que su hermano Cepión murió. De manera que miró a Marcia con asombro. ¿Así era ella?
Habló con voz fuerte y ronca, tanto que Hortensio se sobresaltó y abrió los ojos y los mantuvo abiertos, sonriéndole a Catón y enseñando las encías desdentadas.
–Señoras, Quinto Hortensio se está muriendo -dijo Catón-. Traed sillas y sentaos donde él pueda veros. Marcia y la joven Servilia aquí, a mi lado. Hortensia y Lutacia al otro lado de la cama. Un hombre que se está muriendo debe tener el consuelo de poder descansar la mirada en todos los miembros de su familia.
El joven Quinto Hortensio, ahora flanqueado por su esposa y su hermana, le cogió a su padre la mano izquierda paralizada; era un hombre de aspecto más bien militar para ser el retoño de un hombre nada militar, pero lo mismo podía decirse del hijo de Cicerón, mucho más joven. Por lo visto, los hijos no se parecían a sus padres. El propio hijo de Catón no era nada marcial, valeroso ni político. Qué extraño que tanto Hortensio como él hubieran tenido hijas más apropiadas para seguir los pasos de la familia. Hortensia comprendía las leyes de un modo brillante, y tenía el don de la oratoria; llevaba una existencia erudita. Y Porcia era la que hubiera podido sucederle a él en el Senado y en la arena pública.
Al disponer de aquel modo a la familia en torno a la cama, Catón no tenía que mirar a Marcia, aunque era intensamente consciente del cuerpo de ella a escasos centímetros del suyo.
Pasaron horas allí sentados, sin darse apenas cuenta de que los criados habían entrado para encender las lámparas al caer la noche; sólo abandonaban el lado del lecho para hacer breves visitas a las letrinas. Todos miraban al hombre agonizante, cuyos ojos se habían cerrado de nuevo al ponerse el sol. Al caer la noche, la segunda hemorragia cerebral liberó un enorme torrente de sangre a presión que le inundó las partes vitales del cerebro. Lo mató con tanta rapidez, con tanta sutileza, que nadie se dio cuenta de que se había producido un segundo ataque. Sólo lo advirtió Catón al ver que bajaba la temperatura de la mano que sostenía; respiró profundamente y con cuidado desenredó los dedos entumecidos de la mano que lo apretaba. Se puso en pie.
–Quinto Hortensio ha muerto -dijo. Y se inclinó sobre la cama para quitarle al hijo de Hortensio la fláccida mano izquierda de su padre, a quien cruzó ambas manos sobre el pecho-. Ponle la moneda, Quinto.
–¡Y ha muerto de un modo tan pacífico! – exclamó Hortensia, atónita.
–¿Y por qué no iba a ser así? – le preguntó Catón.
Y salió de la habitación para buscar la soledad del jardín frío e invernal.
Se estuvo paseando por los senderos el tiempo suficiente como para acostumbrarse a la noche sin luna, el cielo estaba lleno de nubes, con la intención de permanecer allí hasta que el lecho de muerte pasase al cuidado de las pompas fúnebres; luego se marcharía sin decir nada por la puerta del jardín hasta la calle, sin volver a entrar en la casa. Sin pensar en Quinto Hortensio Hortalo. Pensando en Marcia.
Ésta se materializó ante él de manera tan súbita que Catón se vio obligado a ahogar un grito. Ya nada le importaba. Ni los años, ni el marido viejo ni la soledad. Marcia se le echó en los brazos y le sujetó el rostro entre las manos, sonriéndole durante todo el rato.
–Mi exilio ha terminado -le dijo la muchacha, y le ofreció la boca.
Catón la tomó, retorcido de dolor, destrozado por la culpa, con todo aquel sentimiento inmenso que le había transmitido a su hija liberado por fin, incontrolable, tan fiero y maravilloso como fue en aquella época olvidada ya hacía mucho tiempo, antes de que Cepión muriera. Tenía el rostro mojado por las lágrimas; Marcia se las lamió, él tiró de la túnica negra de ella, ella tiró de la de él y juntos cayeron sobre el suelo helado sin darse cuenta. Ni una sola vez en los dos años que Marcia pasó con Catón éste le hizo el amor como se lo hizo entonces, sin reprimir nada, incapaz de resistir a la enormidad de la emoción que lo embargaba. La presa había reventado, Catón sintió que volaba en pedazos y ni siquiera toda la rigurosa disciplina de la ética despiadada que se infligía a si mismo pudo ensombrecer aquel asombroso descubrimiento ni impedir que su espíritu saltase lleno de un gozo que no sabía que existiera, allí con ella y dentro de ella, una y otra vez.
Cuando se separaron amanecía, y no se habían dicho una sola palabra el uno al otro; y tampoco hablaron cuando Catón se apartó de ella y salió a la calle, que empezaba a llenarse de actividad, por la puerta del jardín. Mientras tanto, Marcia recogió la ropa y se envolvió en ella con algo más o menos parecido al orden y se retiró sin ser vista a sus aposentos en aquella inmensa casa. Estaba dolorida, pero de triunfo. Quizá aquel exilio había sido la única manera de que Catón pudiera admitir lo que sentía por ella. Sonriendo, buscó el baño.
Filipo fue a ver a Catón aquella mañana y los cansados ojos se le abrieron de par en par de la sorpresa que sintió al ver el aspecto del estoico más dedicado y famoso de Roma: vibrante de vida, ¡sonriendo de verdad!
–No me ofrezcas ese espantoso meado que llamas vino -le dijo Filipo mientras se sentaba en una silla.
Catón se sentó a un lado de su desvencijado escritorio y esperó.
–Soy el ejecutor del testamento de Quinto Hortensio -le comunicó el visitante, que tenía un aspecto que evidenciaba claramente su malhumor.
–Oh, sí, Quinto Hortensio me dijo algo acerca de que me había dejado un legado.
–¿Un legado? Pues yo a eso más bien lo llamaría un don de los dioses.
Las pálidas cejas pelirrojas se alzaron, y los ojos de Catón chispearon.
–Soy todo curiosidad, Lucio Marcio -le dijo.
–¿Qué te pasa esta mañana, Catón?
–Absolutamente nada.
–Absolutamente todo, diría yo. Estás raro.
–Sí, pero siempre lo he sido.
Filipo respiró hondo.
–Hortensio te ha dejado todo lo que hay en su bodega de vino -le informó.
–Qué amable de su parte. No me extraña que dijera que yo lo aceptaría.
–No significa nada para ti, ¿verdad, Catón?
–Te equivocas, Lucio Marcio. Significa muchísimo.
–¿Sabes lo que Quinto Hortensio tenía en su bodega?
–Imagino que algunas cosechas muy buenas.
–¡Oh, sí, así es! Pero ¿sabes cuántas ánforas?
–No. ¿Cómo voy a saberlo?
–¡Diez mil ánforas! – gritó Filipo-. Diez mil ánforas de los mejores vinos del mundo. ¿Y a quién se le ocurre dejárselas? ¡A ti, el peor paladar de Roma!
–Sé lo que quieres decir y sé cómo te sientes, Filipo. – Catón se inclinó hacia adelante y le puso una mano en la rodilla a Filipo, un gesto tan extraño viniendo de Catón que Filipo estuvo a punto de apartarse-. Yo te diré qué vamos a hacer, Filipo. Voy a hacer un trato contigo -le dijo Catón.
–¿Un trato?
–Sí, un trato. En modo alguno puedo hacer sitio para diez mil ánforas de vino en mi casa, y si lo almaceno en Túsculo todo el barrio me lo robará. De modo que me quedaré las quinientas ánforas peores que haya en la bodega del pobre viejo Hortensio y te daré a ti las nueve mil quinientas mejores.
–¡Estás loco, Catón! ¡Alquila un almacén en condiciones o véndelo! Yo te compraré todo el que pueda permitirme, así que no perderé. ¡Pero, sencillamente, no puedes regalar casi todo el vino, no puedes!
–Yo no he dicho que fuera a regalarlo. He dicho que quería hacer un trato contigo, y eso significa que quiero cambiártelo por otra cosa.
–¿Qué puedo tener yo que valga tanto?
–Tu hija.
Filipo se quedó con la boca abierta.
–¿Qué?
–Te cambio el vino por tu hija.
–¡Pero tú te divorciaste de ella!
–Y ahora voy a volver a casarme con ella.
–¡Estás loco! ¿Para qué la quieres otra vez?
–Eso es asunto mío -dijo Catón, que parecía extraordinariamente complacido consigo mismo. Se estiró voluptuosamente-. Pienso casarme otra vez con ella en cuanto las cenizas de Quinto Hortensio hayan ido a parar a la urna.
Filipo cerró bruscamente la boca y tragó saliva.
–¡Pero es que, mi querido amigo, no puedes hacer eso! ¡El período de luto son diez meses enteros! Y eso suponiendo que yo accediera -añadió.
El humor desapareció inmediatamente de los ojos de Catón, que volvieron a ser como siempre, serios y resueltos. Apretó con fuerza los labios.
–En diez meses el mundo puede haberse terminado -dijo con voz muy ronca-. O César puede caer sobre Roma con su ejército. O a mí pueden haberme desterrado a una isla en el mar Euxino. Diez meses son un tiempo precioso. Por ello me casaré con Marcia inmediatamente después del funeral de Quinto Hortensio.
–¡No puedes hacerlo! ¡No lo consentiré! ¡Roma se volvería loca!
–Roma ya está loca.
–¡No, no lo consentiré!
Catón suspiró, se dio la vuelta en la silla y miró con aire soñador por la ventana de su despacho.
–Nueve mil quinientas enormes, gigantescas ánforas de vino de cosecha -le dijo-. ¿Cuánto contiene un ánfora? ¿Veinticinco jarros? Multiplica nueve mil quinientos por veinticinco y tienes doscientos treinta y siete mil quinientos jarros de una colección sin igual de Falernio, Chian, Fucine, Samiano… -Se incorporó tan súbitamente que Filipo se sobresaltó-. ¡Oye, creo que Quinto Hortensio tenía algo de aquel vino que el rey Tigranes, el rey Mitrídates y el rey de los partos solían comprarle a Publio Servilio!
Los ojos oscuros giraban enloquecidos, el apuesto rostro era la imagen de la confusión; Filipo juntó las manos y las extendió implorante hacia Catón.
–¡No puedo hacerlo! ¡Eso originaría un enorme escándalo, un escándalo peor que el que hubo cuando tú te divorciaste de Marcia y la casaste con el pobre y viejo Hortensio! ¡Catón, por favor! ¡Espera unos meses!
–¡Pues no hay vino! – le dijo Catón-. Y en cambio verás cómo yo me lo llevo, carreta tras carreta, al monte TesTaceo, en el puerto de Roma, y me dedico a romper personalmente cada ánfora con un martillo.
El oscuro cutis de aquel hombre se volvió completamente blanco.
–¡No serás capaz!
–Claro que si. Al fin y al cabo, como tú mismo has dicho, tengo el peor paladar de Roma. Y puedo permitirme beber todos los horribles meados que quiera. En cuanto a venderlo, eso sería lo mismo que aceptar dinero de Quinto Hortensio. Y yo nunca acepto legados en dinero. – Catón se recostó en la silla, puso los brazos detrás de la cabeza y miró con ironía a Filipo-. ¡Decídete, hombre! Lleva a tu hija viuda a casarse con su ex marido dentro de cinco días… y podrás saborear extasiado doscientos treinta y siete mil quinientos jarros del mejor vino del mundo, o si no, contempla cómo yo hago pedazos las ánforas en el monte TesTaceo. Y después me casaré con Marcia igualmente. Ella tiene veinticuatro años, hace seis que es mayor de edad y no necesita tu permiso. Es sui juris, no puedes impedírnoslo. Lo único que puedes hacer es darle a nuestra segunda unión un poco de respetabilidad. Y yo preferiría que Marcia se sintiera lo bastante cómoda como para aventurarse a salir de nuestra casa sin avergonzarse.
Frunciendo el ceño, Filipo estudió a aquella criatura altamente excitable y por completo indomable que lo contemplaba. Quizá estuviera loco. Si, desde luego, estaba loco. Todo el mundo lo sabía desde hacía años. Aquella clase de dedicación obsesiva de Catón a una causa era única. Había que ver cómo perseguía a César. Y seguiría haciéndolo. El encuentro de aquel día, no obstante, le reveló muchas más facetas de la locura de Catón de las que Filipo suponía que existían.
Suspiró y se encogió de hombros.
–Muy bien, entonces. Si vas a hacerlo, hazlo, que caiga sobre vuestras cabezas, la tuya y la de Marcia. – Le cambió la expresión-. Hortensio nunca le puso un dedo encima, ya lo sabes. Por lo menos supongo que debes de saberlo, puesto que quieres volver a casarte con ella.
–No lo sabía. Suponía lo contrario.
–Era demasiado viejo, estaba demasiado enfermo y demasiado senil. Simplemente la puso en un metafórico pedestal como la esposa de Catón, y se dedicó a adorarla.
–Sí, eso tiene sentido. Marcia nunca ha dejado de ser la esposa de Catón. Gracias por la información, Filipo. Ella misma me lo habría dicho, pero yo habría dudado.
–¿Tan baja opinión tienes de mi Marcia? ¿Después de haber sido su marido?
–Yo me casé con una mujer que me puso los cuernos con César, también.
Filipo se puso en pie.
–Desde luego. Pero las mujeres son tan diferentes unas de otras como los hombres. – Echó a andar hacia la puerta y luego se dio la vuelta-. ¿Te das cuenta, Catón, de que hasta hoy no sabía que tienes sentido del humor?
Catón pareció no comprender.
–Yo no tengo sentido del humor -repuso.
Así fue como, poco después del funeral de Quinto Hortensio Hortalo, se puso el sello sobre el escándalo más delicioso y exasperante de la historia de Roma: Marco Porcio Catón volvió a casarse con Marcia, la hija de Lucio Marcio Filipo.
A mitad de mayo el Senado votó posponer cualquier discusión acerca de las provincias de César hasta los idus de noviembre. El cabildeo de Catón había tenido éxito, aunque, lo que no era sorprendente, convencer a sus partidarios más cercanos le resultó lo más difícil; Lucio Domicio Enobarbo se echó a llorar y Marco Favonio comenzó a aullar. Sólo el hecho de que Bíbulo les escribiera una carta a cada uno les indujo hacerse a la idea.
–¡Oh, bien! – exclamó Curión con júbilo en la cámara después de la votación-. Puedo tomarme unos meses de descanso. ¡Pero no creáis que no interpondré mi veto otra vez en los idus de noviembre, porque lo haré!
–¡Veta lo que quieras, Cayo Curión! – bramó Catón, a quien la fabulosa aura de su escandaloso segundo matrimonio con la misma mujer le otorgaba un considerable atractivo-. Poco después saldrás del cargo y César caerá.
–Y alguien ocupará mi lugar -le aseguró Curión lleno de confianza.
–Pero no alguien como tú -fue la réplica de Catón-. César nunca encontrará otro como tú.
Quizá César no lo encontraría, pero el sustituto de Curión que había imaginado ya viajaba apresuradamente desde la Galia a Roma. La muerte de Hortensio había dejado un hueco en algún sitio más que entre las filas de los grandes abogados; también era augur, lo que significaba que su puesto en el colegio de augures estaba vacante y había que celebrar elecciones. Y Enobarbo tenía intención de intentarlo otra vez, decidido a situar de nuevo a su familia en el club más exclusivo de Roma, el colegio sacerdotal. Sacerdote o augur daba igual, aunque ser sacerdote siempre habría resultado más satisfactorio para alguien cuyo abuelo fue pontifex maximus y puso en vigor la ley que requería elecciones públicas para sacerdotes y augures.
Sólo los candidatos a cónsul y pretor tenían obligación de inscribirse en persona dentro del sagrado recinto de Roma; para todas las demás magistraturas, incluidas las religiosas, podía presentarse la candidatura in absentia. Así, el sustituto de Curión previsto por César como tribuno de la plebe, que se apresuraba desde la Galia, envió a alguien por delante y se registró como candidato para el puesto de augur que había dejado vacante Quinto Hortensio. Las elecciones se celebraron antes de que el sustituto llegase a Roma, pero ganó. La forma muy expresiva en que Enobarbo manifestó su pesar cuando volvió a ser derrotado probablemente inspirase la redacción de varios poemas épicos.
–¡Marco Antonio! – exclamó muy tieso Enobarbo arrugándose la brillante calva con los dedos retorcidos. La rabia no era posible, pues la convirtió en desesperación en las últimas elecciones de augures, cuando Cicerón lo derrotó-. ¡Marco Antonio! Creía que lo más bajo a lo que los electores podían llegar era a Cicerón, ¡pero Marco Antonio! ¡Ese patán, ese libertino, ese mocoso forzudo sin cerebro! ¡Roma está llena de bastardos! ¡Un cretino que vomita en público! ¡Su padre prefirió suicidarse antes que venir a Roma a enfrentarse a su juicio por traición! ¡Su tío torturó a griegos libres, hombres, mujeres y niños! Su hermana era tan fea que tuvieron que casarla con un lisiado. Su madre es, sin duda, la mujer más tonta que está con vida, aunque sea una juliana. ¡Y sus dos hermanos menores sólo se diferencian de Antonio en que tienen aún menos inteligencia!
El que escuchaba todo esto era Marco Favonio; Catón empleaba en aquellos días hasta el último momento libre para quedarse en su casa con Marcia, Metelo Escipión estaba ausente en Campania bailándole el agua a Pompeyo y los boni menos importantes estaban todos apiñados en torno a los Marcelos.
–Venga, anímate, Lucio Domicio -intentó tranquilizarlo Favonio-. Todos saben por qué has perdido. César le ha comprado el puesto a Antonio.
–César no se ha gastado en sobornos ni la mitad de lo que me he gastado yo -gimoteó Enobarbo en medio de un ataque de hipo, y le salió todo lo que llevaba dentro-. ¡He perdido porque soy calvo, Favonio! Si tuviera una sola mecha de pelo en alguna parte de la cabeza todo estaría bien, pero aquí me tienes, con sólo cuarenta y siete años, ¡y estoy tan pelado como el culo de un mandril desde que cumplí los veinticinco! ¡Los niños me señalan y me llaman cabeza de huevo, las mujeres levantan los labios con repugnancia y todos los hombres de Roma creen que estoy demasiado decrépito para que merezca la pena votarme!
–Oh, tch, tch, tch -cloqueó Favonio con impotencia. Se le ocurrió una cosa-: César está calvo, y sin embargo no tiene ningún problema.
–¡César no está calvo! – bramó Enobarbo-. ¡Todavía le queda pelo suficiente como para peinarse hacia adelante y cubrirse el cuero cabelludo, de modo que no está calvo! – Hizo rechinar los dientes-. Además está obligado por la ley a llevar puesta la corona cívica en todos los actos públicos, y eso le ayuda a sujetarse el pelo en su sitio.
En aquel momento entró muy decidida la esposa de Enobarbo. Se trataba de la Porcia que era hermana de Catón, una mujer baja, rolliza, con pecas y el cabello de color arena. Se habían casado jóvenes y su unión había resultado muy feliz; los hijos habían ido viniendo a intervalos regulares, dos chicos y cuatro chicas, pero por suerte Lucio Enobarbo era tan rico que el número de hijos cuyas carreras había de financiar y el de hijas cuyas dotes había de aportar suponía poca cosa para él. Además habían adoptado a un hijo de un Atilio Serrano.
Porcia lo miró, canturreó, le dirigió a Favonio una mirada de comprensión y atrajo hacia su estómago la despreciada cabeza de Enobarbo dándole palmaditas en la espalda.
–Deja de lamentarte, querido mio -le dijo-. La razón no sé cuál ha sido, pero los electores de Roma decidieron hace años que no iban a votarte para que entrases en un colegio sacerdotal. No tiene nada que ver con tu falta de pelo. Si fuera así, no te habrían votado como cónsul. Concentra tus esfuerzos en conseguir que nuestro hijo Cneo sea elegido para alguno de los colegios sacerdotales. Es una buena persona y a los electores les cae bien. Y ahora déjalo ya, sé un buen chico.
–¡Pero es que Marco Antonio…!
–Marco Antonio es un ídolo público, un fenómeno de la misma clase que un gladiador. – Se encogió de hombros y le pasó la mano a su esposo por la espalda, como las madres hacen con los bebés-. No es tan hábil como César, ni mucho menos, pero encanta a las multitudes igual que él. A la gente le gusta votarle, y eso es todo.
–Porcia tiene razón, Lucio Domicio -le dijo Favonio.
–Claro que tengo razón.
–Entonces dime: ¿por qué se ha molestado Antonio en venir a Roma? Ya lo votaron in absentia.
Aquella quejumbrosa pregunta de Enobarbo fue contestada unos días después, cuando Marco Antonio, al que acababan de elegir augur, anunció que iba a presentarse también a las elecciones a tribuno de la plebe.
–Pues los boni no están impresionados -le comunicó Curión sonriendo.
Para ser una persona que siempre tenía un aspecto magnífico, ahora Antonio presentaba un aspecto aún más magnífico, pensó Curión. La vida con César le había sentado bien, incluida la prohibición de beber vino. Rara vez había producido Roma un especimen que pudiera igualarle, con aquella altura, aquel físico de hombre fuerte, aquel imponentemente enorme equipo genital y aquel aire de inextinguible optimismo. Lo miraban y gustaba a la gente de un modo como nunca había gustado César. Quizá, pensó Curión con cinismo, porque irradiaba masculinidad sin poseer un rostro hermoso. Como los de Sila, los encantos de César eran más ambiguos; y si no lo eran, aquel antiguo bulo acerca de la aventura amorosa de César con el rey Nicomedes no se habría sacado a colación con tanta frecuencia, aunque nadie pudiera señalar ninguna actividad sexual sospechosa desde entonces y a pesar de que el chisme del rey Nicomedes se apoyaba en el testimonio de dos hombres que aborrecían a César, el fallecido Lúculo y el muy vivo Bíbulo. Mientras que a Antonio, que en otra época solía darle lascivos besos en público a Curión, nunca, ni por un instante, lo calificaron de homosexual.
–Ni yo esperaba que los boni lo estuvieran -le respondió Antonio-, pero César cree que lo haré muy bien como tribuno de la plebe, aunque eso signifique que tenga que entrar en el cargo después de ti.
–Estoy de acuerdo con César -comentó Curión-. Y te guste o no, mi querido Antonio, vas a prestar atención y a aprender mucho durante los próximos meses. Voy a entrenarte para que te enfrentes a los boni.
Fulvia, que ya estaba muy adelantada en su embarazo, se encontraba tumbada al lado de Curión en un canapé. Antonio, que tenía una gran lealtad hacia sus amigos, la conocía desde hacía muchos años y la tenía en gran estima. Ella era fiera, abnegada, inteligente y daba siempre apoyo. Aunque Publio Clodio fue el amor de su juventud, Fulvia parecía haber trasladado su afecto con mucho éxito a Curión, que era muy diferente a Clodio. A diferencia de la mayor parte de las mujeres que Antonio conocía, ella otorgaba su amor por otras razones que no eran las de hacer el nido. Uno podía estar seguro de su amor sólo por ser valiente, brillante y una fuerza en la política. Como lo había sido Clodio. Como estaba demostrando serlo Curión. Algo no del todo inesperado, quizá, en la nieta de Cayo Graco. Ni en una criatura tan llena de fuego como ella. Todavía era muy hermosa, aunque tenía ya treinta y tantos. Y estaba claro que seguía tan fructífera como siempre: cuatro hijos con Clodio, y ahora uno con Curión. ¿Por qué sería que en una ciudad cuyas mujeres aristócratas eran tan propensas a morir al dar a luz, Fulvia producía bebés sin que se le moviera un pelo? Ella destruía muchas de las teorías, porque su sangre era inmensamente antigua y noble y en su genealogía había muchos matrimonios endogámicos; Escipión el Africano, Emilio Paulo, Sempronio Graco, Fulvio Flaco. Y sin embargo ella era una fábrica de bebés.
–¿Cuándo sales de cuentas? – le preguntó Antonio.
–Pronto -respondió Fulvia al tiempo que extendía una mano para revolverle el cabello a Curión. Le sonrió recatadamente a Antonio-. Nosotros… er… bueno, nos adelantamos un poco a nuestra unión legal.
–¿Por qué no os casasteis antes?
–Pregúntaselo a Curión -le dijo ella ahogando un bostezo.
–Es que yo quería estar libre de deudas antes de casarme con una mujer tan inmensamente rica.
Antonio pareció impresionado.
–¡Nunca te he entendido, Curión! ¿Por qué había de preocuparte eso?
–Porque Curión no es como los demás hombres venidos a menos -le contestó alegremente una voz nueva.
–¡Dolabela! ¡Pasa, hombre, pasa! – exclamó Curión-. Hazle sitio, Antonio.
Publio Cornelio Dolabela, un patricio pobre, se acomodó en el canapé al lado de Antonio y aceptó el váso de vino que Curión le había servido mezclado con agua.
–Felicidades, Antonio -le dijo.
Los dos pertenecían al mismo tipo de hombre, por lo menos físicamente, pensó Curión. Igual que Antonio, Dolabela era alto y poseía un físico soberbio y una masculinidad indudable; sin embargo, Curión pensaba que probablemente tenía mejor intelecto que Antonio, aunque sólo fuera porque carecía de la intemperancia de éste. Y también era mucho más guapo que Antonio, y la relación de sangre que tenía con Fulvia se hacía evidente en ciertos rasgos del rostro y en el color: pelo de color castaño claro, cejas y pestañas negras y ojos azul oscuro.
La situación financiera de Dolabela era tan precaria que sólo un matrimonio fortuito le permitió entrar en el Senado dos años atrás; instigado por Clodio, cortejó y se ganó a Fabia, la vestal jefe retirada, que era hermanastra de Terencia, la mujer de Cicerón. El matrimonio no duró mucho, pero Dolabela salió de él siendo el dueño legal de la enorme dote de Fabia… y seguía gozando del afecto de la esposa de Cicerón, que le echaba la culpa a Fabia de la desintegración del matrimonio.
–¿He oído bien, Dolabela, cuando a mis oídos ha llegado el rumor de que le estás dedicando muchas atenciones a la hija de Cicerón? – le preguntó Fulvia mientras masticaba un pedazo de manzana.
Dolabela pareció compungido.
–Veo que los rumores siguen propagándose tan de prisa como siempre -comentó.
–Entonces, ¿estás cortejando a Tulia?
–En realidad estoy intentando no hacerlo. El problema es que estoy enamorado de ella.
–¿De Tulia?
–Lo comprendo perfectamente -intervino Antonio inesperadamente-. Ya sé que todos nos reímos de las bufonadas de Cicerón, pero ni su peor enemigo podría ignorar que tiene una gran agudeza mental. Y yo me fijé en Tulia hace años, cuando estaba casada con el primero… eh… Pisón Frugi. Muy linda y graciosa. Daba la impresión de que podía ser divertida.
–Es realmente divertida -le aseguró Dolabela adoptando un aire lúgubre.
–Pero teniendo a Terencia por madre, ¿cómo serían los hijos de Tulia? – le preguntó Curión con seriedad fingida.
Todos se echaron a reír estrepitosamente, aunque decididamente Dolabela parecía un hombre profundamente enamorado.
–Sólo asegúrate de que Cicerón te dé una dote decente -fueron las últimas palabras de Antonio sobre aquel asunto-. Puede que se queje de que es un hombre pobre, pero lo único que padece es escasez de dinero líquido. Es dueño de las mejores propiedades de Italia. Y Terencia aún más.
A principios de junio el Senado se reunió en la Curia Pompeya para tratar de la amenaza de los partos, que se esperaba que invadieran Siria en verano. De ello surgió la conflictiva cuestión de quiénes reemplazarían a Cicerón en Cilicia y a Bibulo en Siria como gobernadores. Ambos hombres tenían partidarios que hacían campaña sin piedad para asegurarse de que no se les prorrogara el cargo un año más, lo cual era un fastidio, pero el remanente de posibles gobernadores no era grande (la mayoría habían aceptado una provincia después de ocupar el cargo de cónsul o pretor, y los hombres como Cicerón y Bíbulo eran raros) y los peces más gordos de ese depósito tenían todos intención de sustituir a César, no a Cicerón ni a Bíbulo. Los generales amantes del canapé se encogían a la hora de abrazar la posibilidad de guerra contra los partos, mientras que las provincias de César parecían estar pacificadas para muchos años en el futúro.
Los dos Pompeyos asistieron a la reunión; la estatua dominaba el estrado curul y el hombre real, la grada superior del lado izquierdo. Con aspecto más fuerte y bastante más felizmente fortalecido de ánimo que antaño, Catón estaba sentado en la grada más baja del lado derecho, al lado de Apio Claudio Pulcher, que absuelto salió de su juicio y en seguida fue elegido censor. El único problema era que el otro censor era Lucio Calpurnio Pisón, suegro de César y un hombre con quien Apio Claudio nunca podría llevarse bien. De momento todavía se hablaban, sobre todo porque Apio Claudio tenía intención de depurar el Senado y, gracias a la nueva legislación que su hermano Publio Clodio introdujo mientras fue tribuno de la plebe, un censor no podía expulsar por su cuenta a hombres del Senado ni modificar la condición de las tribus o centurias; Clodio introdujo un mecanismo de veto, y eso significaba que Apio Claudio tenía que contar con el consentimiento de Lucio Pisón a la hora de tomar medidas.
Pero los Claudios Marcelos continuaban estando en el centro de la oposición senatorial a César y a todas las demás figuras popularis, así que era Cayo Marcelo el Viejo, el cónsul junior, quien dirigía la reunión… y quien tenía las fasces durante el mes de junio.
–Sabemos por las cartas de Marco Bibulo que la situación militar en Siria es muy crítica -le explicó Marcelo el Viejo á la Cámara-. Tiene unas veintisiete cohortes de tropas en total, y ésa es una cifra ridícula. Y además esas tropas no son buenas, aunque incluyamos a los gabinianos devueltos de Alejandría. Es una situación realmente odiosa que un hombre tenga que mandar a los mismos soldados que asesinaron a sus hijos. Tenemos que enviar más legiones a Siria.
–¿Y de dónde vamos a sacar esas legiones? – le preguntó Catón con voz fuerte-. Gracias a la inexorable tarea de César, que ha reclutado otras veintidós cohortes este año, Italia y la Galia Cisalpina están ya despojadas de hombres.
–Ya me doy cuenta de eso, Marco Catón -le dijo con aire de suficiencia Marcelo el Viejo-. Lo que no altera el hecho de que tengamos urgente necesidad de enviar por lo menos dos legiones más a Siria.
Pompeyo intervino, haciéndole un guiño a Metelo Escipión, que estaba sentado frente a él con aire presumido; los dos se llevaban de maravilla gracias a que Pompeyo estaba dispuesto a consentir el gusto de su suegro por la pornografía.
–¿Puedo hacer una sugerencia, cónsul junior?
–Por favor, hazla, Cneo Pompeyo.
Pompeyo se puso en pie con una sonrisa torcida.
–Entiendo que si algún miembro de esta Cámara propusiera que resolviéramos nuestro dilema ordenando a Cayo César que cediera alguna de sus numerosísimas legiones, nuestro estimado tribuno de la plebe Cayo Curión vetaría inmediatamente la moción. No obstante, lo que sugiero es que actuemos enteramente dentro de los parámetros que Cayo Curión ha impuesto.
Catón sonreía y Curión fruncía el ceño.
–Si podemos actuar dentro de esos parámetros, Cneo Pompeyo, yo por mi parte estaría inmensamente complacido -le comunicó Marcelo el Viejo.
–Es muy sencillo -les explicó Pompeyo animadamente-. Sugiero que yo ceda una de mis legiones a Siria y que Cayo César ceda otra de las suyas. Por ello ninguno de los dos saldrá perjudicado, y los dos nos habremos privado exactamente de la misma proporción de nuestros ejércitos. ¿No es correcto, Cayo Curión?
–Sí -reconoció Curión con brusquedad.
–¿Estarías de acuerdo en no interponer el veto a una moción así, Cayo Curión?
–Nunca podría vetar una moción así, Cneo Pompeyo.
–¡Oh, fantástico! – exclamó Pompeyo sonriendo radiante-. Entonces, yo notifico aquí mismo a esta Cámara que en el día de hoy cedo una de mis legiones a Siria.
–¿Cuál de ellas, Cneo Pompeyo? – le preguntó Metelo Escipión, que apenas podía estarse quieto en el taburete de lo complacido que se sentía.
–La sexta legión de las que tengo, Quinto Metelo Escipión -le respondió Pompeyo.
Se hizo un silencio que Curión no rompió. ¡Bien hecho, guarro picentino!, se dijo a si mismo. Acabas de privar al ejército de César de dos legiones, y lo has logrado de un modo que no puedo vetar. Porque la sexta legión lleva años trabajando para César, pues César se la pidió prestada a Pompeyo y todavía la tiene, pero no le pertenece a él.
–¡Una idea excelente! – dijo Marcelo el Viejo sonriendo-. Votaremos a mano alzada. Todos aquellos que deseen que Cneo Pompeyo ceda su sexta legión a Siria, que levanten la mano.
Hasta Curión levantó la mano.
–Y todos aquellos que deseen que Cayo César ceda una de sus legiones a Siria, por favor, que levanten la mano.
Curión volvió a levantar la mano.
–Entonces le escribiré a Cayo César a la Galia Transalpina y le informaré de este decreto del Senado -concluyó Marcelo el Viejo satisfecho.
–¿Y qué se hace con lo de nombrar un nuevo gobernador para Siria? – preguntó Catón-. Yo creo que la mayoría de los padres conscriptos estarán de acuerdo en que deberíamos traer a casa a Marco Bíbulo.
–Yo propongo que enviemos a Lucio Domicio Enobarbo a Siria para sustituir a Marco Bíbulo -dijo Curión al instante.
Enobarbo se puso en pie moviendo de un lado a otro con tristeza la cabeza calva.
–Me encantaría complacerte, Cayo Curión -le dijo-, pero desgraciadamente mi salud no me permite ir a Siria. – Hundió la mandíbula en el pecho y le mostró al Senado de Roma la parte superior de la cabeza-. El sol es demasiado fuerte, se me freiría el cerebro.
–Pues ponte un sombrero, Lucio Domicio -le dijo Curión animadamente-. Lo que fue bueno para Sila seguramente sea lo bastante bueno para ti.
–Pero ése es el otro problema, Cayo Curión -le dijo Enobarbo-. No puedo ponerme sombrero. Ni siquiera puedo ponerme un casco militar. En el momento en que me pongo uno, sufro un espantoso dolor de cabeza.
–¡Tú eres un espantoso dolor de cabeza! – intervino con brusquedad Lucio Pisón, el censor.
–¡Y tú eres un bárbaro insubriano! – le gruñó Enobarbo.
–¡Orden! ¡Orden! – gritó Marcelo el Viejo.
Pompeyo volvió a ponerse en pie.
–¿Puedo sugerir una alternativa, Cayo Marcelo? – preguntó humildemente.
–Habla, Cneo Pompeyo.
–Bien, hay una reserva de pretores disponibles, pero yo creo que todos estamos de acuerdo en que Siria es demasiado peligrosa para confiársela a un hombre que no haya sido cónsul. Por ello, y puesto que estoy de acuerdo en que necesitamos que Marco Bíbulo vuelva a esta casa, ¿puedo proponer que enviemos a un consular que no lleve fuera del cargo los cinco años completos que estipula la lex Pompeia? Con el tiempo la situación se tranquilizará y problemas como éste ya no surgirán de nuevo, pero de momento creo que, desde luego, deberíamos ser sensatos. Si la Cámara está de acuerdo, podemos redactar una ley especial que designe a una persona para ese trabajo concreto.
–¡Oh, acaba de una vez, Pompeyo! – le pidió Curión suspirando-. ¡Venga, di ya quién es tu hombre!
–Vale, lo haré. Propongo a Quinto Cecilio Metelo Escipión Nasica.
–O sea, a tu suegro -le dijo Curión-. Veo que aquí reina el nepotismo.
–El nepotismo es honrado y justo -intervino Catón.
–¡El nepotismo es una maldición! – gritó Marco Antonio desde la grada de atrás.
–¡Orden! ¡He dicho orden! – vociferó Marcelo el Viejo-. ¡Marco Antonio, tú eres un pedarius y como tal no estás autorizado a abrir la boca!
–¡Gerrae! ¡Tonterías! – rugió Antonio-. ¡Mi padre es la mejor prueba de que yo sé que el nepotismo es una maldición!
–¡Marco Antonio, cállate ahora mismo o haré que se te expulse de esta Cámara!
–¿Tú y quién más? – le preguntó Antonio con desprecio. Se cuadró y levantó los puños en la clásica pose de boxeo-. Venga, ¿quién está dispuesto a probar?
–¡Siéntate, Antonio! – le pidió Curión con cansancio.
Antonio se sentó sonriendo.
–Metelo Escipión no podría abrirse camino ni entre un puñado de mujeres -aseguró Vatia Isáurico.
–¡Yo propongo a Publio Vatinio! ¡Propongo a Cayo Trebonio! ¡Propongo a Cayo Fabio! ¡Propongo a Quinto Cicerón! ¡Propongo a Lucio César! ¡Propongo a Tito Labieno! – aulló Marco Antonio.
Cayo Marcelo el Viejo disolvió la reunión.
–Vas a ser un demagogo realmente impresionante cuando seas tribuno de la plebe -le dijo Curión a Antonio mientras ambos caminaban de regreso al Palatino-. Pero no te pases demasiado poniendo a prueba a Cayo Marcelo, es tan irascible como el resto del clan.
–¡Los muy hijos de puta! Le han sacado con trampas dos legiones a César.
–Y de un modo muy inteligente. Le escribiré inmediatamente para decírselo.
A principios de quinctilis todo el mundo en Roma sabía que César, moviéndose con su velocidad habitual, había cruzado los Alpes y había entrado en la Galia Cisalpina; le acompañaban Tito Labieno y tres legiones. Dos de ellas habían de ir a Siria: la sexta de Pompeyo y la decimoquinta suya, una legión sin ninguna experiencia en el campo de batalla porque estaba compuesta de reclutas novatos que acababan de salir de un período de entrenamiento intensivo con Cayo Trebonio. La tercera legión que César llevó consigo permanecería en la Galia Cisalpina; se trataba de la decimotercera, una legión veterana y muy orgullosa de su agorero número, que no había afectado en absoluto a su rendimiento en el campo de batalla. Estaba formada por protegidos personales de César, hombres con derechos latinos procedentes del otro lado del río Po, en la Galia Cisalpina, que pertenecían por completo a César.
Acaso fue por la reflexiva acción de César que una oleada de miedo recorrió la espina dorsal de Roma; en un momento se pasó de no tener ninguna legión en la Galia Cisalpina a tener tres. Un núcleo de pánico se fue formando en Roma. De pronto los hombres empezaron a preguntarse si el Senado era enteramente responsable al actuar de un modo tan provocativo con un hombre que, según el consenso general, era el mejor militar desde Cayo Mario, o incluso el mejor militar de todos los tiempos. Allí estaba César sin ninguna barrera entre Italia y él, entre Roma y él. Y César era un enigma. Nadie lo conocía en realidad. ¡Llevaba tanto tiempo ausente! Marco Porcio Catón le voceaba a todo el mundo en el Foro Romano que César tenía intención de provocar una guerra civil, que César iba a marchar contra Roma, que César nunca se desprendería de ninguna de sus legiones, que César derrocaría la República. A Catón se le escuchaba, a Catón se le hacía caso. El miedo fue invadiéndolo todo, basado en algo tan poco tangible como era que un gobernador se estuviese trasladando, como se esperaba que hiciera, desde un lugar de su provincia o provincias a otro. Desde luego, era cierto que César no solía tener una legión constantemente a su disposición, aun cuando llevara a una al otro lado de los Alpes, y esta vez tenía a la decimotercera pegada a él. Pero ¿qué era una legión? Si no hubiera sido por las otras dos, la gente habría permanecido tranquila.
Luego llegó la noticia de que uno de los muchos jóvenes Apios Claudios iba acompañando a aquellas dos legiones, a la sexta y a la decimoquinta, para que acampasen en Capua a fin de esperar allí a que las llevasen a Oriente. El suspiro de alivio fue colectivo. ¿Por qué no se habían acordado de que aquellas legiones ya no eran propiedad de César? ¡César tenía la obligación de traerlas consigo a la Galia Cisalpina! ¡Oh, alabados fueran los dioses! Una actitud que empezó a prosperar con rapidez cuando el joven Apio Claudio marchó con las legiones sexta y decimoquinta alrededor de las afueras de Roma e informó al censor, jefe de su clan, de que las tropas de ambas legiones aborrecían en cuerpo y alma a César, de que lo vilipendiaban constantemente y de que habían estado a punto de amotinarse… como de hecho ocurría con todas las demás legiones del ejército de César.
–¿No crees que es inteligente, el viejo? – le preguntó Antonio a Curión.
–¿Inteligente? Bueno, eso ya lo sé, si es que por el viejo te refieres a César, que dentro de unos días cumplirá cincuenta años. No es muy viejo.
–Me refiero a todas esas patrañas acerca de que sus legiones no le tienen afecto. ¿Que no le tienen afecto a César sus legiones? ¡Ni hablar, Curión! ¡Es una mentira! Los soldados estarían dispuestos a tumbarse en el suelo y a dejar que César les cagase encima. Todos morirían por él, hasta el último hombre, incluidos los de la sexta de Pompeyo.
–¿Entonces…?
–Los está embaucando, Curión. Es un viejo zorro taimado. Tú pensarías que hasta los Marcelos se darían cuenta de que cualquiera puede comprar a un joven Apio Claudio. Es decir, si al susodicho joven Apio Claudio no le complaciera cooperar por el puro gusto de hacer travesuras. César lo ha puesto a ello. Da la casualidad de que yo sé que antes de entregar a Roma la sexta y la decimoquinta, César celebró una asamblea de soldados y les comunicó cuánto sentía verlos marchar. Luego le dio a cada hombre una prima de mil sestercios, les garantizó que recibirían su parte del botín que él consiguiera y les expresó su pesar porque tenían que volver a la paga normal del ejército.
–¡Vaya si es un viejo zorro taimado! – dijo Curión, que de pronto se estremeció y se quedó mirando fijamente a Antonio con ansiedad-. Antonio, él nunca lo haría… ¿o sí?
–¿No haría qué? – le preguntó Antonio comiéndose con los ojos a una guapa muchacha.
–Marchar sobre Roma.
–Oh, si, todos nosotros creemos que lo haría si se viera forzado a ello -repuso Antonio con desenfado.
–¿Todos nosotros?
–Todos sus legados. Trebonio, Décimo Bruto, Fabio, Sextio, Sulpicio, Hircio…
A Curión le brotó un sudor frío, y se limpió la frente con mano temblorosa.
–¡Por Júpiter! ¡Oh, Júpiter! ¡Antonio, deja de mirar con lascivia a las mujeres y ven a casa conmigo ahora mismo!
–¿Por qué?
–¡Para que yo pueda empezar a entrenarte en serio ahora mismo, grandisima bestia! Depende de mí y luego de ti impedir que eso ocurra.
–Estoy de acuerdo, tenemos que conseguir que le den permiso para presentar su candidatura al consulado in absentia. Si no, va a haber mierda desde Regio hasta Aquilea.
–Ojalá que por lo menos Catón y los Marcelos se callasen, así, a lo mejor habría una posibilidad -dijo Curión nervioso, casi corriendo.
–Son tontos -comentó Antonio con desprecio.
Cuando las tres tandas de elecciones se celebraron aquel mes de quinctilis, Marco Antonio salió elegido tribuno de la plebe con el máximo número de votos, resultado que no inmutó ni lo más mínimo a los boni. A lo largo de los años, Curión había demostrado siempre gran capacidad; lo único que había demostrado Marco Antonio era la silueta de su poderoso pene debajo de una túnica ceñida. Si César tenía esperanzas de sustituir a Curión por Marco Antonio, estaba loco; ése era el veredicto de los boni. Aquellas elecciones también dieron lugar a uno de los aspectos más curiosos de la vida política romana. Cayo Casio Longino, todavía cubierto de gloria después de sus hazañas en Siria, salió elegido tribuno de la plebe, y su hermano menor, Quinto Casio Longino, también. Pero mientras que Cayo Casio pertenecía incondicionalmente a los boni, como le correspondía al marido de la hermana de Bruto, Quinto Casio pertenecía por completo a César. Los cónsules para el año siguiente eran ambos de los boni; Cayo Claudio Marcelo el Joven era el cónsul senior, y Lucio Cornelio Léntulo Crus el cónsul junior. Los pretores en su mayoría apoyaban a César, excepto Marco Favonio, aquel mono de imitación de Catón que salió elegido con el menor número de votos de todos.
Y a pesar de los esfuerzos de Curión y de Antonio (a quien ahora se le permitía hablar en la cámara como tribuno de la plebe electo), se designó a Metelo Escipión para sustituir a Bíbulo como gobernador de Siria. El ex pretor Publio Sestio iba a ir a Cilicia a ocupar el puesto de Cicerón. Con él, como legado senior, Publio Sextio se llevaba a Marco Junio Bruto.
–¿Cómo se te ocurre marcharte de Roma en un momento así? – preguntó en tono exigente Catón, a quien aquello no le parecía nada bien.
Bruto puso su habitual expresión de vergüenza; pero hasta Catón había caído en la cuenta de que, pusiera Bruto la cara que pusiera, siempre hacía lo que tenía pensado hacer.
–Tengo que irme, tío -le dijo en tono de disculpa.
–¿Porqué?
–Porque Cicerón, mientras ha gobernado Cilicia, ha destruido la mayor parte de los intereses financieros que yo tenía en ese rincón del mundo.
–¡Bruto, Bruto! ¡Tú tienes más dinero que Pompeyo y César juntos! ¿Qué son un par de deudas comparadas con el destino de Roma? – aulló Catón, exasperado-. ¡Toma nota de mis palabras! ¡César se propone acabar con la República! Necesitamos hasta el último hombre influyente de Roma para contrarrestar los movimientos que César seguro que hará desde ahora hasta las elecciones de cónsul del año que viene. ¡Tu deber es permanecer en Roma, no andar viajando por Cilicia, Chipre, Capadocia y los demás sitios donde te deban dinero! ¡Avergonzarías a Marco Craso!
–Lo siento mucho, tío, pero hay varios protegidos míos afectados, como Matinio y Escapcio. Y el primer deber de un hombre son sus protegidos.
–El primer deber de un hombre es para con su patria.
–Mi patria no corre peligro alguno.
–¡Tu patria está al borde de la guerra civil!
–No haces más que repetir eso -dijo Bruto suspirando-, pero, francamente, no te creo. Es tu manía personal, tío Catón, desde luego que es eso.
Un pensamiento repulsivo acudió a la mente de Catón, y miró a su sobrino con furia.
–¡Gerrae! No tiene nada que ver con tus protegidos ni con las deudas sin pagar, ¿verdad? ¡Te estás escabullendo para evitar el servicio militar, como has hecho toda tu vida!
–¡Eso no es cierto! – protestó Bruto con voz ahogada al tiempo que palidecía.
–Ahora soy yo quien no te cree a ti. Nunca se te encuentra en ninguna parte donde exista la más remota posibilidad de que haya guerra.
–¿Cómo puedes decir eso, tío? ¡Los partos probablemente invadirán antes de que yo llegue a Oriente!
–Los partos invadirán Siria, no Cilicia. ¡Exactamente igual que hicieron en el verano del año pasado a pesar de todo lo que Cicerón tuviera que decir en las montañas de correspondencia que envió a Roma! A menos que perdamos Siria, cosa que dudo mucho, estás tan a salvo sentado en Tarso como lo estarías en Roma. Si Roma no estuviera amenazada por César.
–Eso también son tonterías, tío. Me recuerdas a la esposa de Escapcio, que alborotaba y cloqueaba con sus hijos hasta que los volvió hipocondríacos. Si les salía un lunar era cáncer, un dolor de cabeza era algo espantoso que les ocurría dentro del cráneo, un pinchazo en el estómago el comienzo de una intoxicación por lo que habían comido o una fiebre de verano. Hasta que acabó tentando al destino con todo aquello y uno de sus hijos murió. No a causa de una enfermedad, tío, sino por negligencia por parte de su madre. Estaba muy ocupada mirando los puestos del mercado en lugar de vigilarlo, y el muchacho se metió corriendo debajo de las ruedas de una carreta.
–¡Ja! – se burló Catón, muy enfadado-. Una parábola muy interesante, sobrinito. Pero ¿estás seguro de que la esposa de Escapcio no es en realidad tu propia madre, que ciertamente te volvió hipocondríaco?
Los tristes ojos castaños brillaron peligrosamente; Bruto giró sobre sus talones y se marchó. Pero no se fue a casa. Era el día en que tenía por costumbre ir a visitar a Porcia.
Ésta, al oír el relato de aquella discusión, exhaló un enorme suspiro y juntó las palmas de las manos.
–Oh, Bruto, Tata puede ser muy irascible, ¿verdad? ¡Pero no te ofendas, por favor! En realidad no quiere hacerte daño. Sólo que es tan… tan militante. Una vez que ha puesto los dientes en algo, es incapaz de soltarlo. Y César se ha convertido en una obsesión para él.
–¡Puedo perdonarle a tu padre las obsesiones, Porcia, pero no ese desgraciado dogmatismo! – le dijo Bruto, que todavía estaba ofendido-. Los dioses saben que yo no le tengo amor ni consideración a César, pero lo único que está haciendo es intentar sobrevivir. Espero que no lo consiga. Pero ¿en qué se diferencia él de otra media docena de hombres que yo podría nombrarte? Y ninguno de ellos marchó sobre Roma. Mira a Lucio Pisón cuando el Senado lo despojó del mando en Macedonia.
Porcia lo miró con asombro.
–¡No hay comparación posible, Bruto! ¡Oh, qué espeso eres políticamente! ¿Por qué no puedes ver la política con la misma claridad que ves los negocios?
Rígido de ira, Bruto se puso en pie.
–¡Si tú también vas a hacer proselitismo, Porcia, me voy a casa! – le dijo con brusquedad.
–¡Oh, oh!
Consumida por la contrición, le cogió una mano y se la llevó a la mejilla con los ojos grises llenos de lágrimas.
–¡Perdóname! ¡No te vayas! ¡Oh, no te vayas!
Ablandado, Bruto apartó la mano y se sentó.
–Bueno, está bien. Pero tienes que darte cuenta de lo espesa que eres tú, Porcia. Nunca crees que Catón pueda equivocarse, aunque yo sé que a menudo se equivoca. Como en la campaña que está llevando a cabo ahora en el Foro contra César. ¿Qué cree que va a lograr? Lo único que consigue es asustar a la gente, que ve la pasión que pone en ello y no puede creer que él quizá se equivoque. Pero todo lo que oyen acerca de César les dice que éste se está comportando con absoluta normalidad. Mira cómo cundió el pánico cuando César trasladó tres legiones a este lado de los Alpes. ¡Pero tenía que traerlas! Y mandó a dos de ellas directamente a Capua.
»Mientras tu padre le decía a todo aquel que quisiera escucharlo que César moriría antes que ceder esas dos legiones. ¡Estaba equivocado, Porcia! ¡Estaba equivocado! César hizo precisamente lo que el Senado le había indicado que hiciera.
–Sí, estoy de acuerdo en que a veces Tata tiende a exagerar las cosas -aceptó Porcia mientras tragaba saliva-. Pero procura no pelearte con él, Bruto. – Una lágrima le cayó en la mano-. ¡Ojalá no te marcharas!
–No voy a irme mañana -le dijo Bruto con suavidad-. Y cuando yo me vaya, Bíbulo ya estará de regreso.
–Sí, claro -convino Porcia con voz inexpresiva; luego sonrió y se dio una palmada en las rodillas-. Mira esto, Bruto. He estado profundizando en la obra de Fabio Pictor y me parece que he encontrado una gran anomalía. Es el pasaje donde habla de la secesión de la plebe del Aventino.
¡Ah, aquello estaba mejor! Bruto se instaló muy contento para someter el texto a examen, con los ojos puestos más en la animada cara de Porcia que en el texto de Fabio Pictor.
Pero los rumores continuaron corriendo y proliferando. Por suerte, aquel año la primavera, que cayó según el calendario en verano, fue un período feliz; llovió en la proporción adecuada, el sol calentó solamente lo justo y no parecía muy lógico pensar que César estuviera allí, en la Galia Cisalpina, preparado como una araña para saltar sobre Roma. No era que la gente corriente de Roma estuviera muy preocupada por todas aquellas cosas; en general adoraban a César en todas sus facetas, eran dados a pensar que, desde luego, el Senado lo estaba tratando muy mal y completaban esos pensamientos llegando a la conclusión de que todo se resolvería del mejor modo porque así solía suceder. No obstante, entre los poderosos caballeros de las dieciocho centurias senior y sus colegas junior menos influyentes, los rumores actuaron de forma abrasiva. Lo único que les preocupaba era el dinero, y la más ligera referencia a una guerra civil les ponía los pelos de punta y les aceleraba el pulso.
El grupo de banqueros que apoyaban ardientemente a César, Balbo, Opio y Rabino Póstumo, trabajaban constantemente al servicio de César hablando de modo convincente a todo el que quisiera escucharlos, suavizando los temores infundados, tratando de hacer comprender a los plutócratas como Tito Pomponio Atico que la idea de provocar una guerra civil no iba a favor de los intereses de César. Que Catón y los Marcelos se estaban comportando irresponsable e irracionalmente al imputarle a César motivos que la evidencia decía que no tenía. Que Catón y los Marcelos estaban dañando más a Roma y a su imperio comercial con aquellas alegaciones disparatadas e infundadas que ninguna de las acciones que César pudiera emprender para proteger su carrera futura y su dignitas. César era un hombre que se atenía siempre a la constitución, siempre lo había sido. ¿Por qué de repente iba a decidir hacer caso omiso de la constitucionalidad? Catón y los Marcelos no dejaban de repetir que lo haría, pero ¿en qué evidencia tangible se basaban para hacer aquella afirmación? En ninguna. No había ninguna. Por lo tanto, ¿no parecía en realidad que Catón y los Marcelos estaban utilizando a César como combustible a fin de obtener la dictadura para Pompeyo? ¿No eran las de Pompeyo las acciones que, como había demostrado a través de los años, pecaban de inconstitucionalidad? ¿No era Pompeyo quien andaba detrás de conseguir la dictadura, en vista de la conducta que había seguido después de la muerte de Clodio? ¿No había sido Pompeyo quien había proporcionado a los boni la posibilidad de que impugnasen la dignitas y la reputación de Cayo Julio César? ¿No estaba Pompeyo detrás de todo el asunto? ¿Quién tenía más motivos sospechosos, César o Pompeyo? ¿Quién de los dos había tenido una conducta en el pasado que indicaba codicia por el poder, César o Pompeyo? ¿Quién constituía el verdadero peligro para la República, César o Pompeyo? La respuesta, decía la infatigable pequeña banda de trabajadores de César, siempre acababa por ir a dar en Pompeyo.
Éste, de vacaciones en su villa de la costa, cerca de Nápoles, en Campania, cayó enfermo. Desesperadamente enfermo, según decían los rumores. Una buena cantidad de senadores y caballeros de las Dieciocho emprendieron inmediatamente una peregrinación hasta la villa de Pompeyo, donde fueron recibidos con grave serenidad por Cornelia Metela, quien les dio una lúcida explicación del estado en que se encontraba su marido seguida de una firme negativa de permitir el acceso al lecho del enfermo, por muy augusto que fuera el que requiriese acercarse.
–Lo siento muchísimo, Tito Pomponio -le dijo a Atico, uno de los primeros en llegar-, pero los médicos han prohibido todas las visitas. Mi marido está luchando por su vida y necesita todas las energías para eso.
–Ah, ya -exclamó Atico con voz ahogada y llena de enorme preocupación-. ¡Es que no podemos pasarnos sin el bueno de Cneo Pompeyo, Cornelia!
Eso no era en realidad lo que quería decir. Se trataba de la posibilidad de que Pompeyo estuviera detrás de la campaña senatorial y pública para procesar a César; Atico, inmensamente rico e influyente, necesitaba ver a Pompeyo y explicarle el efecto que todo aquel vilipendio político estaba produciendo sobre la economía. Uno de los problemas con Pompeyo era el relativo a su propia riqueza y a su ignorancia del comercio. A Pompeyo el dinero se lo administraban y todo estaba depositado en bancos o dedicado a inversiones decentes desde el punto de vista senatorial que tenían que ver con la propiedad de tierras. Si Pompeyo hubiera sido Bruto, ya habría hecho algo para aplastar a los boni irascibles, porque lo único que toda aquella agitación estaba consiguiendo era espantar al dinero. Y para Atico el dinero espantado era una pesadilla. El dinero huía hacia un refugio laberíntico, se enterraba en la más completa oscuridad, no quería salir, no cumplía su función. Alguien tenía que decirles a los boni que estaban manipulando la verdadera sangre vital de Roma: el dinero.
Pero tal como fueron las cosas, se marchó derrotado. Igual que todos los demás que acudieron a Nápoles.
Mientras tanto, Pompeyo se escondía en aquellas zonas de su villa donde quedaba fuera del alcance de los ojos o los oídos de los visitantes. En cierto modo, cuanto más alto había llegado en el esquema de las cosas de Roma, más se habían ido empequeñeciendo las filas de sus amigos íntimos. Por ejemplo, de momento, el único solaz del que disfrutaba lo encontraba en su suegro, Metelo Escipión, con el que había tramado el actual ardid de fingirse mortalmente enfermo.
–Tengo que averiguar en qué lugar me encuentro, qué opina de mí la gente y si me tiene afecto o no -le dijo a Metelo Escipión-. ¿Soy necesario? ¿Se me necesita? ¿Me aman? ¿Sigo siendo el primer hombre? Esto les obligará a poner las cartas boca arriba. Tengo a Cornelia haciendo una lista de todos los que vienen a preguntar por mí junto con una explicación de lo que dicen. Creo que eso me dirá todo lo que necesito saber.
Desgraciadamente, el calibre del cerebro de Metelo Escipión no llegaba a apreciar los matices y sutilezas, así que nunca se le ocurrió argumentarle a Pompeyo que, naturalmente, todo el que fuera a verlo soltaría discursos llenos de afecto imperecedero, pero que lo que decían no tenía por qué ser necesariamente lo que pensaban. Ni tampoco se le ocurrió que por lo menos la mitad de las personas que acudían a visitar a Pompeyo tenían la esperanza de que se muriera.
Así que los dos repasaban con júbilo la lista que había hecho Cornelia Metela, jugaban a los dados, a las damas y al dominó, y luego se separaban para realizar aquellas actividades que no tenían en común.
Pompeyo leyó los Comentarios de César muchas veces, y nunca con placer. El desgraciado aquél era más que un genio militar, y además estaba dotado de un grado de confianza en si mismo que Pompeyo nunca había poseído. César no se tiraba de los cabellos, se golpeaba el pecho y se retiraba a su tienda de mando desesperado después de sufrir un revés, sino que siempre era un soldado lleno de serenidad. ¿Y por qué sus legados eran tan brillantes? Si Afranio y Petreyo, que se encontraban en las Hispanias, hubiesen sido la mitad de capaces que Trebonio, Fabio o Décimo Bruto, Pompeyo se hubiese sentido mucho más confiado.
Metelo Escipión, por su parte, pasaba el tiempo componiendo pequeñas obras teatrales con actores y actrices desnudos, y las dirigía él mismo.
La enfermedad mortal duró un mes; después del cual, a mitad de sextilis, Pompeyo se metió en una litera y emprendió el camino hacia su villa del Campo de Marte. La noticia de su grave estado se había extendido por todas partes, y el campo que atravesó al hacer este viaje se veía muy frecuentado por numerosos protegidos suyos (como no quería enfermar de verdad con unas fiebres, eligió ir por el interior, que era una ruta mucho más sana que la vía Latina). Los protegidos se arremolinaban a su paso para saludarle, lo engalanaban con flores y lo aclamaban cuando Pompeyo asomaba la cabeza entre las cortinas de la litera para sonreír ligeramente y saludar débilmente con la mano. Como, por naturaleza, Pompeyo no era un hombre al que le gustase ir en litera, decidió continuar el viaje en la oscuridad, pensando que así podría dormir alguna de las largas y aburridas horas de viaje que le quedaban por delante. Y descubrió, con gran gozo por su parte, que incluso así la gente seguía acudiendo a saludarle, y que llevaban en la mano antorchas para iluminar su camino triunfal.
–¡Es cierto! – le dijo con deleite a Metelo Escipión, que compartía el espacioso vehículo (Cornelia Metela, como no deseaba tener que rechazar las iniciativas amorosas de Pompeyo, había elegido viajar sola)-. ¡Me aman, Escipión! ¡Me aman! ¡Oh, es cierto lo que siempre he dicho!
–¿Y qué es? – le preguntó Metelo Escipión bostezando.
–Que lo único que tengo que hacer para reclutar soldados en Italia es dar una patada en el suelo.
–Ah -murmuró Metelo Escipión, y luego se quedó dormido.
Pero Pompeyo no durmió. Abrió las cortinas lo suficiente para que lo vieran y se reclinó sobre un enorme montón de almohadas, sonriendo y saludando débilmente con la mano kilómetro tras kilómetro. ¡Era cierto, era indiscutiblemente cierto! La gente de Italia en efecto lo quería. ¿Por qué tenerle miedo a César? César no tenía nada que hacer, aunque fuera lo bastante estúpido como para marchar contra Roma. Pero no lo haría. En el fondo de su corazón, Pompeyo sabía muy bien que aquélla no era la técnica de César. Optaría por luchar en el Senado y en el Foro. Y, cuando llegase el momento, en los tribunales. Pero era necesario hacerlo caer. En lo referente a eso, Pompeyo no tenía diferencias ideológicas con los boni; sabía que la carrera de César distaba mucho de haber acabado, y que, si no se le impedía, terminaría por sacarle tanta ventaja a Pompeyo que se convertiría en César el Grande, y eso el Magno no lo permitiría.
¿Cómo lo sabía? Tito Labieno había empezado a escribirle. Y es¡peraba humildemente que su patrón, Cneo Pompeyo Magno, lo hubiera perdonado hacía tiempo por aquel deplorable desliz que tuvo con Mucia Tercia. Le explicaba que César la había tomado con él… por celos, naturalmente. César no podía tolerar a un hombre que actuase por su cuenta con el deslumbrante éxito que tenía Tito Labíeno. Así que el prometido consulado con César no tendría lugar. Por lo que César le había dicho mientras cruzaban los Alpes juntos para pasar a la Galia Cisalpina, una vez que el mando en las Galias terminase soltaría a Labieno como si fuera una brasa. Pero, decía Labieno, marchar sobre Roma nunca había sido una alternativa en las consideraciones de César. ¿Y quién lo sabía mejor que Tito Labieno? Ni de palabra ni de hecho había dado nunca César muestra alguna de desear derrocar el Estado. Ni sus otros legados se habían referido nunca a ello, desde Trebonio hasta Hircio. No, lo que César quería hacer era tener su segundo consulado y luego embarcarse en una gran guerra en Oriente contra los partos. Para vengar a su querido amigo Marco Licinio Craso.
Pompeyo había contemplado aquella misiva hacia el final de su autoinfligido aislamiento de todos menos de Metelo Escipión, aunque no le había mencionado el asunto a su suegro.
¡Verpa! ¡Cunnus! ¡Mentula!, se dijo a sí mismo Pompeyo mientras sonreía salvajemente. ¿Cómo se atrevía Tito Labieno a considerarse lo suficientemente grande últimamente como para que él, Pompeyo, lo hubiera perdonado? No estaba perdonado. ¡Nunca perdonaría a aquel ladrón de esposas! Pero, por otra parte, aquel hombre podía resultarle muy útil. Afranio y Petreyo se estaban volviendo viejos e incompetentes. ¿Por qué no sustituirlos por Tito Labieno? Quien, igual que ellos, nunca tendría el empuje suficiente para rivalizar con Pompeyo el Grande. Nunca podría llamarse a si mismo Labieno el Grande.
Una campaña en Oriente contra los partos… ¡De modo que ahí era donde estaban las ambiciones de César! Inteligente, muy inteligente. César no quería ni necesitaba el dolor de cabeza que supone ser el amo de Roma. Quería pasar a los libros de historia como el militar más importante de Roma. Así que después de la conquista de la Galia Comata (toda territorio nuevo a estrenar) conquistaría a los partos y los millones y millones de iugera para el imperio de las provincias de Roma. ¿Cómo podía Pompeyo ponerse a la altura de aquello? Lo único que él había hecho era marchar sobre territorios que Roma ya poseía o dominaba desde tiempo atrás, y luchar contra el enemigo tradicional, contra hombres como Mitrídates y Tigranes. César era un pionero. Iba allí donde nunca antes había ido ningún romano. Y con César al mando de aquellas once… no, aquellas nueve legiones fanáticamente devotas de su general, no habría derrota en Carras. César apelaría a los partos. ¡Marcharía hasta Serica, por no decir hasta la India! Pisaría suelo y vería a gente que ni siquiera Alejandro el Grande había nunca soñado que existiera. Traería consigo al rey Orodes y lo enseñaría en su desfile triunfal. Y Roma lo veneraría como a un dios.
Oh, sí, César tenía que desaparecer. Había que despojarlo de su ejército y de sus provincias, había que declararlo culpable muchas veces en los tribunales para que nunca más pudiera asomar el rostro en Italia. Labieno, que lo conocía bien, que había luchado a su lado durante nueve años, aseguraba que César nunca marcharía sobre Roma. Una opinión que estaba en completo acuerdo con la de Pompeyo. Por lo tanto, decidió, alentado por aquellas multitudes que lo vitoreaban extasiadas por su recuperación, él no haría movimiento alguno para estorbar a los boni en las personas de Catón y de los Marcelos. Que continuasen como hasta entonces. En realidad, ¿por qué no ayudarles esparciendo unos cuantos rumores entre los plutócratas y también en el Senado? Por ejemplo: si, César está trayendo a sus legiones a este lado de los Alpes, a la Galia Cisalpina; sí, César está contemplando la posibilidad de marchar sobre Roma. Que cundiera el pánico en la ciudad entera para que ésta se opusiera a cualquier cosa que César pidiera. Porque cuando llegase el último momento, aquel altanero aristócrata patricio, cuyo linaje podía seguirse hacia atrás hasta la diosa Venus, plegaría sus tiendas y se retiraría con dignidad al exilio permanente. Mientras tanto, pensó Pompeyo, él vería a Apio Claudio el Censor y le insinuaría que era perfectamente seguro expulsar del Senado a la mayoría de los partidarios de César. Apio Claudio aprovecharía la ocasión ávidamente… y sin duda iría demasiado lejos en su intento de expulsar a Curión. Lucio Pisón, el otro censor, vetaría eso. Aunque probablemente no vetaría a los peces más pequeños, conociendo al indolente Lucio Pisón.
A principios de octubre llegó la noticia, procedente de Labieno, de que César se había marchado de la Galia Cisalpina para viajar todo el camino con su habitual velocidad hasta la fortaleza de Nemetocena, en las tierras de los atrebates belgas, donde Trebonio estaba acuartelado con la quinta, la novena, la décima y la undécima legión. Trebonio había escrito con urgencia, decía Labieno, para informar a César de que los belgas se estaban planteando otra insurrección.
¡Excelente!, fue el veredicto de Pompeyo. Mientras César estaba a mil quinientos kilómetros de Roma, él utilizaría a sus secuaces para que inundasen Roma con toda clase de rumores, cuanto más disparatados mejor. ¡Que la olla siguiera hirviendo, que se desbordase! Así les llegó el rumor a Atico y a otros de que César iba a traer cuatro legiones, la quinta, la novena, la décima y la undécima, desde el otro lado de los Alpes hasta Plasencia en los idus de octubre, y que pensaba situarlas allí y amenazar al Senado con dejar solas las provincias, cuando la cuestión saliera de nuevo a debate en los idus de noviembre.
Porque, le explicó en una carta urgente Atico a Cicerón, que había llegado a Éfeso en su viaje de vuelta a casa desde Cilicia, toda Roma sabía que César se negaría en redondo a renunciar a su ejército.
Presa del pánico, Cicerón cruzó el mar Egeo hasta Atenas, adonde llegó en aquellos fatídicos idus de octubre. Y le dijo en su carta a Atico que era preferible ser derrotado en el campo de batalla con Pompeyo antes que salir victorioso con César.
Atico se quedó mirando con asombro la carta de Cicerón y se echó a reír. ¡Qué manera de plantearlo! ¿Era eso lo que pensaba Cicerón? ¿Honradamente? ¿De veras pensaba que si llegaba a estallar una guerra civil, Pompeyo y todos los romanos leales no tenían nada que hacer en el campo de batalla contra César? Esta opinión, Atico estaba seguro, la había heredado de su hermano Quinto Cicerón, quien sirvió con César durante los años más difíciles en la Galia de los cabelleras largas. Bien, si eso era lo que pensaba Quinto Cicerón, ¿acaso no sería prudente no decir y hacer nada que le hiciera pensar a César que Atico era su enemigo?
Así fue que Atico pasó los diez días siguientes arreglando sus finanzas y adoctrinando a sus servidores de más categoría; después partió hacia Campania para ver a Pompeyo, que volvía a residir en su villa de Nápoles. Roma todavía zumbaba con historias acerca de aquellas cuatro legiones veteranas que estaban asentadas en Plasencia; pero todo el que conocía a alguien en Plasencia no dejaba de recibir cartas que aseguraban que no había legiones en aquella zona.
En el tema de César, Pompeyo era muy impreciso y no se comprometía dando su opinión. Suspirando, Atico abandonó el tema (prometiendo en silencio que procedería como le dictase el sentido común) y se puso a elogiar el gobierno de Cicerón en Cilicia. Cosa en la que no exageraba, pues aquel general de salón amante de pasarse la vida sin moverse de casa lo había hecho verdaderamente bien, desde una reorganización limpia, justa y racional de las finanzas de Cilicia hasta una provechosa pequeña guerra. Pompeyo se mostró de acuerdo en todo con aquella cara carnosa y redonda sumida en una expresión blanda. ¿Cómo reaccionaría si yo le dijera que Cicerón piensa que es preferible ser vencido en el campo de batalla con él que vencer al lado de César?, pensó Atico con malicia. Pero en lugar de decirlo en voz alta, expresó su opinión de que Cicerón tenía derecho a un desfile triunfal por las victorias obtenidas en Capadocia y el Amano. Pompeyo convino con bastante entusiasmo que Cicerón se merecía tal desfile y que votaría a favor de que así fuera en la Cámara.
Que Pompeyo no asistiera a la crítica reunión del Senado en los idus de noviembre era bastante significativo; no esperaba ver ganar al Senado y no deseaba ser humillado personalmente mientras Curión machacaba sobre el mismo clavo de siempre: que a cualquier cosa a la que César renunciase, Pompeyo tenía que renunciar en el mismo y preciso momento. En lo cual Pompeyo tenía razón. El Senado no llegó a ninguna parte; el punto muerto, sencillamente, continuaba, con Marco Antonio bramando como un toro cuando no ladraba Curión como un perrito.
El pueblo se dedicaba a sus rutinarias obligaciones diarias sin mostrar demasiado interés en todo aquello; la larga experiencia les había enseñado que cuando se producían aquellas convulsiones internas, todas las bajas y sufrimientos se daban en el campo de aquellos que estaban en lo alto del árbol social. Y, además, la mayor parte de la gente consideraba que César sería mejor para Roma que los boni.
En las filas de los caballeros, particularmente en las de aquéllos con la importancia suficiente como para pertenecer a las Dieciocho, los sentimientos eran muy diferentes… y muy mezclados. Eran los que tenían más que perder en caso de guerra civil. Sus negocios se desmoronarían, las deudas serían imposibles de cobrar, dejarían de producirse préstamos y las inversiones en el exterior se harían imposibles de dirigir. El peor aspecto era la incertidumbre: ¿quién tenía razón, quién decía la verdad? ¿Había realmente cuatro legiones en la Galia Cisalpina? Y si las había, ¿por qué nadie podía localizarlas? ¿Y por qué, si allí no había cuatro legiones, no se decía la verdad en público? ¿Acaso a los de la calaña de Catón ylos Marcelos les importaba otra cosa que no fuera su absoluto empeño en darle a César una lección? Y, de todos modos, ¿qué lección era ésa? ¿Qué había hecho César exactamente que no hubieran hecho los demás? ¿Qué le ocurriría a Roma si se le permitía a César presentarse como candidato al consulado in absentia y salía libre de los procesamientos por traición que los boni estaban tan decididos a instruir en su contra? La respuesta a esas preguntas podían verla todos los hombres de Roma menos los boni: ¡Nada! ¡No sucedería nada! Roma continuaría como siempre. Mientras que la guerra civil sería una verdadera catástrofe. Y parecía que aquella guerra civil iba a librarse por una cuestión de principios. Y para un hombre de negocios, ¿había algo más ajeno y menos importante que los principios? ¿Ir a la guerra por eso? ¡Era una locura! De manera que los caballeros empezaron a ejercer presión sobre los senadores más propensos a ser agradables con César.
Desgraciadamente, los boni de línea dura no eran dados a escuchar aquel cabildeo de los plutócratas, aunque el resto del Senado lo fuera; para Catón ylos Marcelos aquello no significaba nada comparado con la progresiva pérdida de prestigio e influencia que sufrirían a los ojos de todos si César ganaba en aquel forcejeo para ser tratado del mismo modo que Pompeyo. ¿Y Pompeyo qué? ¿Aún perdiendo el tiempo en Campania? ¿De qué parte estaba en realidad? La evidencia señalaba que se aliaba con los boni, pero todavía había muchos que creían que a Pompeyo podría apartársele de ellos si se le pudieran decir al oído ciertas cosas, aunque él se mostrara reacio a ello.
A finales de noviembre el nuevo gobernador de Cilicia, Publio Sestio, partió de Roma en compañía de Bruto, su legado senior. Eso dejó un impresionante vacío en la vida de Porcia, la prima de Bruto, aunque no en la vida de su esposa Claudia, a la que apenas veía. Servilia estaba mucho más unida a Cayo Casio, su yerno, de lo que había estado nunca a su hijo, pues Casio la atraía debido al amor que Servilia sentía por los guerreros, por los hombres enérgicos, por los hombres que destacaban militarmente. Servilia continuaba discretamente su relación con Lucio Poncio Aquila.
–Estoy seguro de que veré a Bibulo mientras me dirijo a Oriente -le dijo Bruto a Porcia cuando fue a despedirse de ella-. Está en Éfeso, y tengo entendido que piensa quedarse allí hasta que vea qué ocurre en Roma, con César, me refiero.
Aunque ella sabía que no estaba bien llorar, Porcia lo hizo amargamente.
–Oh, Bruto. ¿Cómo voy a sobrevivir si no te tengo cerca para hablar contigo? ¡Nadie más se porta tan bien conmigo! Siempre que veo a tía Servilia me da la lata acerca de mi modo de vestir y del aspecto que tengo, y siempre que veo a Tata sólo está presente de físico, pues tiene la cabeza puesta en César, César, César. Tía Porcia nunca tiene tiempo, está demasiado atareada con sus hijos y con Lucio Domicio. Y tú has sido tan bueno, tan tierno. ¡Oh, te echaré mucho de menos!
–Pero Marcia vuelve a estar con tu padre, Porcia. Seguro que eso supondrá una diferencia. No es mala persona.
–¡Ya lo sé, ya lo sé! – exclamó Porcia haciendo ruido por la nariz con nauseabunda claridada pesar de que usaba el pañuelo de Bruto-. Pero ella pertenece a Tata en todos los sentidos, igual que cuando estuvieron casados la primera vez. Yo no existo para ella. ¡Nadie existe para Marcia excepto Tata! – dijo sollozando y gimiendo-. ¡Bruto, yo quiero importarle de corazón a alguien! ¡Nadie me quiere! ¡Nadie!
–Pero está Lucio -le recordó Bruto sintiendo un nudo en la garganta.
¿Acaso no sabía cómo se sentía Porcia, él, Bruto, que tampoco le había importado a nadie de corazón? A los raros y a los feos se les despreciaba, los despreciaban incluso aquellos que deberían haberles amado a pesar de todos los defectos, de todas las deficiencias.
–Lucio está creciendo, se está apartando de mí -le comentó Porcia mientras se limpiaba los ojos-. Lo comprendo, Bruto, y no me parece mal. Es correcto y apropiado que cambie de actitud. Ya hace meses que prefiere la compañía de mi padre a la mía. La política es más interesante que los juegos de niños.
–Bueno, Bíbulo volverá pronto a casa.
–¿Sí? ¿De verdad, Bruto? Entonces, ¿por qué tengo la impresión de que nunca volveré a ver a Bíbulo? ¡Lo presiento!
Bruto compartía aquel presentimiento, no sabía por qué, pero sentía que Roma de pronto se había convertido en un lugar insoportable, porque algo horrible iba a suceder. La gente se preocupaba más por sus mezquinos intereses que por la propia Roma. Y eso iba también por Catón; hundir a César lo era todo para él.
Así que le cogió la mano a Porcia, se la besó y se marchó a Cilicia.
En las calendas de diciembre, Cayo Escribonio Curión convocó al Senado a sesión, con Cayo Marcelo el Viejo en poder de las fasces, lo cual Curión sabía que era una desventaja. Como Pompeyo estabá en su villa del Campo de Marte, la reunión se celebró en su curia, un lugar que Curión, por su parte, encontraba bastante inhóspito.
Espero que César gane la batalla, pensó cuando la Cámara se ponía en orden, porque por lo menos César estará dispuesto a reconstruir nuestra propia Curia Hostilia.
–Seré breve -les dijo a los senadores reunidos en asamblea-, porque estoy tan cansado como vosotros de esta prórroga infructuosa e idiota. Mientras yo ocupe este cargo continuaré ejerciendo mi veto cada vez que este cuerpo proponga que Cayo Julio César haga ciertas cosas sin que esas mismas cosas las haga también Cneo Pompeyo Magno. Por ello voy a someter una moción formal a votación en esta Cámara, e insistiré en que la Cámara se pronuncie sobre ella. Si Cayo Marcelo intenta bloquearme, actuaré con él del modo tradicional en que actúa un tribuno de la plebe cuando se le obstruye en el ejercicio de sus deberes: haré que lo tiren desde la roca Tarpeya. ¡Y lo digo muy en serio! ¡Si tengo que llamar a la mitad de la plebe, que está reunida ahí fuera, en el peristilo, padres conscriptos, para que me ayude, tened la seguridad de que lo haré! Así que estás advertido, cónsul junior. Quiero que se produzca una votación de la Cámara acerca de mi moción.
Con los labios apretados, Marcelo el Viejo permaneció sentado en la silla curul de marfil sin decir una palabra; no se trataba de que Curión dijera aquello en serio o no, se trataba de que Curión podía hacerlo legalmente. Así que la votación tendría que llevarse a cabo.
–Mi moción es la siguiente -continuó diciendo Curión-: que Cayo Julio César y Cneo Pompeyo depongan el mando, dejen sus provincias y sus ejércitos en el mismo y preciso momento. Todos los que estén a favor de la moción, por favor, que se dirijan a la derecha de la sala. Todos los que se opongan a ella, que por favor se sitúen a la izquierda.
El resultado fue abrumador: trescientos setenta senadores se pusieron a la derecha. Y veintidós se pusieron a la izquierda; entre ellos, el propio Pompeyo, Metelo Escipión, los tres Marcelos, el cónsul electo Léntulo Crus (una sorpresa), Enobarbo, Catón, Marco Favonio, Varrón, Poncio Aquila (otra sorpresa, no se sabia que el amante de Servilia era su amante) y Cayo Casio.
–Tenemos un decreto, cónsul junior -exclamó Curión con júbilo-. ¡Ponlo en vigor!
Cayo Marcelo el Viejo se puso en pie y les hizo un gesto a sus lictores.
–La reunión queda disuelta -dijo brevemente.
Y salió de la Cámara.
Una buena táctica, porque todo ocurrió tan de prisa que Curión no tuvo tiempo de decirle a la plebe, que aguardaba en el exterior, que entrase. El decreto se había aprobado, si, pero no se puso en vigor.
Ni se pondría nunca. Mientras Curión le estaba hablando a una multitud extasiada en el Foro, Cayo Marcelo el Viejo llamó al Senado a sesión en el templo de Saturno, que se hallaba muy próximo al lugar donde Curión se encontraba de pie sobre la tribuna de los oradores, y un lugar del cual el desconcertado Pompeyo había sido desterrado. Porque fuese lo que fuese lo que ocurriese desde aquel día en adelante, a Pompeyo no se le vería implicado en ello.
Marcelo el Viejo sostenía un rollo en la mano.
–Tengo aquí un comunicado que han enviado los duumviros de Plasencia, padres conscriptos -anunció en tono rimbombante-, que informa al Senado y al pueblo de Roma de que Cayo Julio César acaba de llegar a Plasencia y trae consigo cuatro de sus legiones. ¡Tenemos que detenerle! ¡Está a punto de atacar Roma, los duumviros se lo han oído decir a César en persona! ¡Nunca renunciará a su ejército, y piensa usar ese mismo ejército para conquistar Roma! ¡En estos precisos momentos está preparando a esas cuatro legiones veteranas para invadir Italia!
La Cámara reaccionó con verdadero furor; los taburetes se volcaron al ponerse los hombres en pie de un salto, y algunos de los ocupantes de los bancos de atrás no pudieron contenerse y salieron huyendo del templo; otros, como Marco Antonio, empezaron a rugir diciendo que todo aquello era una patraña; dos senadores muy ancianos se desmayaron; y Catón empezó a decir a voces que a César… ¡a César había que detenerle, había que detenerle, había que detenerle!
En medio de aquel caos llegó Curión, jadeante a causa del esfuerzo que le había supuesto cruzar corriendo todo el Foro inferior y subir tantos escalones.
–¡Es mentira! – gritó-. ¡Senadores, senadores, deteneos a pensar! ¡César está en la Galia Transalpina, no en Plasencia, y tampoco hay legiones en Plasencia! ¡Ni siquiera la decimotercera está en la Galia Cisalpina! ¡Está en Iliria, en Tergeste! – Se volvió muy enojado hacia Marcelo el Viejo-. ¡Eres un mentiroso indignante y sin conciencia! Eres la escoria del estanque de Roma, la mierda de las cloacas de Roma! ¡Mentiroso, mentiroso, mentiroso!
–¡Se disuelve la Cámara! – gritó Marcelo el Viejo.
Empujó a un lado a Curión con tanta fuerza que éste se tambaleó, y salió del templo de Saturno.
–¡Mentiras! – continuó voceándoles Curión a los que quedaban-. ¡El cónsul junior ha mentido para salvar la piel de Pompeyo! ¡Pompeyo no quiere perder sus provincias ni su ejército! ¡Pompeyo, Pompeyo, Pompeyo! ¡Abrid los ojos! ¡Abrid la mente! ¡Marcelo ha mentido! ¡Ha mentido para proteger a Pompeyo! ¡César no está en Plasencia! ¡No hay cuatro legiones en Plasencia! ¡Mentiras, mentiras, no son más que mentiras!
Pero nadie escuchaba. Horrorizado y aterrorizado, el Senado de Roma se desintegró.
–¡Oh, Antonio! – se quejó Curión llorando cuando quedaron solos en el templo de Saturno-. Nunca creí que Marcelo llegara tan lejos… ¡Nunca se me ocurrió que se atrevería a mentir! ¡Está manchando la causa de un modo irredimible! ¡Lo que quiera que ocurra en Roma a partir de ahora se basará en una mentira!
–Bueno, Curión, ya sabes adónde tienes que mirar, ¿no? – le dijo con voz lenta Antonio-. ¡Es ese mierda de Pompeyo, siempre es ese mierda de Pompeyo! Marcelo es un mentiroso, Pompeyo es una víbora. No lo dirá, pero nunca renunciará a su precioso puesto de primer hombre de Roma.
–Oh, ¿dónde está César? – gimió Curión-. ¡No permitan los dioses que siga en Nemetocena!
–Si no hubieras salido de casa tan temprano esta mañana para hacer sonar trompetas en el Foro, Curión, habrías encontrado una carta suya -le dijo Antonio-. Ambos hemos recibido una. Y no está en Nemetocena. Estuvo allí sólo el tiempo suficiente para trasladar a Trebonio y a sus cuatro legiones hasta el Mosa, entre los tréveres y los remos, y después salió de viaje para ir a ver a Fabio. El cual está ahora en Bibracte con las otras cuatro legiones. César se encuentra en Rávena.
Curión se quedó boquiabierto.
–¿En Rávena? ¡Imposible!
–¡Ya! – gruñó Antonio-. César viaja como el viento y no se entretuvo con las legiones. Éstas están donde deben estar, al otro lado de los Alpes. Pero él está en Rávena.
–¿Qué vamos a hacer? ¿Qué podemos decirle?
–La verdad -le dijo Antonio con calma-. Nosotros sólo somos sus lacayos, Curión, que no se te olvide nunca. Él es quien toma las decisiones.
Cayo Claudio Marcelo el Viejo había tomado una decisión. En cuanto despidió al Senado se dirigió a la villa de Pompeyo, situada en el Campo de Marte, en compañía de Catón, Enobarbo, Metelo Escipión y los dos cónsules electos: su primo Cayo Marcelo el Joven y Léntulo Crus. Cuando estaban aproximadamente a medio camino, el criado que Marcelo el Viejo había enviado corriendo a su casa del Palatino regresó portando la propia espada de Marcelo el Viejo. Como la mayoría de las espadas que poseían los nobles, era la habitual gladius romana de sesenta centímetros de largo y muy afilada por ambos lados; en lo que se diferenciaba de las armas que llevaban los soldados corrientes era en la vaina, fabricada de plata bellamente forjada, y en la empuñadura, hecha de marfil tallado en forma de águila romana.
Pompeyo les recibió en persona a la puerta de la villa y los acompañó a su despacho, donde un criado les sirvió vino con agua a todos menos a Catón, que rechazó el agua con desagrado. Pompeyo esperó con nerviosa impaciencia a que el criado distribuyera las bebidas y se marchase; en realidad no se las habría ofrecido si los miembros de aquella delegación no hubieran tenido todo el aspecto de necesitar con urgencia un trago.
–Bueno, ¿qué hay? – les preguntó en tono impaciente-. ¿Qué ha pasado?
A modo de respuesta, Marcelo el Viejo le tendió en silencio la espada envainada. Sobresaltado, Pompeyo la cogió en un acto reflejo y se quedó mirándola fijamente como si nunca antes hubiese visto una espada.
Se humedeció los labios.
–¿Qué significa esto? – preguntó con temor.
–Cneo Pompeyo Magno -le dijo Marcelo el Viejo de forma muy solemne-, te autorizo en nombre del Senado y el pueblo de Roma a defender al Estado ante Cayo Julio César. En nombre del Senado y del pueblo de Roma te otorgo formalmente la posesión y el uso de las dos legiones, la sexta y la decimoquinta, enviadas por César a Capua, y además te encargo que comiences a reclutar más legiones hasta que puedas traer de las Hispanias a tu propio ejército. Va a haber una guerra civil.
Los brillantes ojos azules de Pompeyo se habían abierto mucho; volvió a mirar fijamente la espada y se pasó de nuevo la lengua por los labios.
–Va a haber una guerra civil -repitió lentamente-. No creí que la cosa llegase a tanto. En realidad yo… no… -Se puso tenso-. ¿Dónde está César? ¿Cuántas legiones tiene en la Galia Cisalpina? ¿Hasta dónde ha avanzado?
–Tiene una legión y no ha avanzado nada -le respondió Catón de inmediato.
–¿No ha avanzado? Él… ¿qué legión?
–La decimotercera. Está en Tergeste -le aclaró Catón.
–Entonces… entonces… ¿qué ha pasado? ¿Por qué estáis aquí? ¡César no avanzará sólo con una legión!
–Eso mismo pensamos nosotros -le dijo Catón-. Y por eso estamos aquí. Para evitar que lleve a cabo esa traición definitiva, una marcha contra Roma. Nuestro cónsul junior informará a César de los pasos que se han dado, y todo el asunto se verá reducido a nada. Nos vamos a adelantar a él.
–Ah, ya comprendo -dijo Pompeyo al tiempo que le devolvía la espada a Marcelo el Viejo-. Gracias, aprecio el gesto en lo que vale y significa, pero tengo mi propia espada y está siempre dispuesta para que la desenvaine en defensa de mi patria. Con mucho gusto tomo el mando de las dos legiones de Capua, pero… ¿en realidad es necesario empezar a reclutar?
–Desde luego -afirmó Marcelo el Viejo con firmeza-. Hay que hacerle ver a César que vamos realmente en serio.
Pompeyo tragó saliva.
–¿Y el Senado? – preguntó.
–El Senado hará lo que se le diga -le respondió enérgicamente Enobarbo.
–Pero, naturalmente, el Senado ha autorizado esta visita que me hacéis.
Marcelo el Viejo volvió a mentir.
–Naturalmente.
Era el segundo día de diciembre.
El tercer día de diciembre Curión se enteró de lo que había pasado en la villa de Pompeyo y regresó a la Cámara lleno de justo enojo. Hábilmente ayudado por Antonio, acusó a Marcelo el Viejo de traición y apeló a los padres conscriptos para que lo respaldasen, para que reconocieran que César no había hecho nada malo, para que admitieran que no había legiones en la Galia Cisalpina, excepto la decimotercera, y para que vieran que toda la crisis había sido maliciosamente inventada por, como mucho, siete miembros de los boni y Pompeyo.
Pero muchos senadores no acudieron, y los que lo hicieron parecían tan atontados y confundidos que fueron incapaces de reaccionar de manera alguna, y no digamos de emprender acciones sensatas. Curión y Antonio no consiguieron nada. Marcelo el Viejo continuó obstruyendo cualquier cosa que no fuera el derecho de Pompeyo de defender el Estado. Y no hizo intento alguno por legitimizarlo.
El sexto día de diciembre, mientras Curión batallaba en el Senado, Aulo Hircio llegó a Roma, pues César le había encargado que fuera a ver qué podía recuperarse. Pero cuando Curión y Antonio le contaron lo de la entrega de la espada a Pompeyo, y que éste la había aceptado, Hircio se desesperó. Balbo le había concertado una reunión con Pompeyo a la mañana siguiente, pero Hircio no asistió. ¿Para qué, se preguntó, si Pompeyo había aceptado la espada? Mucho mejor sería regresar cuanto antes a Rávena e informar en persona a César de los acontecimientos, pues lo único que César tenía eran cartas.
Pompeyo no esperó demasiado a Hircio la mañana del séptimo día de diciembre; mucho antes del mediodía ya se encontraba de camino hacia Capua para pasar revista a la sexta y a la decimoquinta legión.
El último día del memorable tribunato de la plebe de Curión era el noveno de diciembre. Exhausto, habló una vez más en la Cámara sin ningún resultado y luego, aquella misma noche, se marchó a Rávena a ver a César. Le había pasado el testigo a Marco Antonio, a quien todos despreciaban y consideraban un haragán.
Cicerón llegó a Brundisium a finales de noviembre, y allí se encontró con Terencia. La llegada de su esposa no le asombró, pues la mujer necesitaba recuperar gran parte del terreno perdido, ya que, con su activa connivencia, Tulia se había casado con Dolabela. A este matrimonio Cicerón se había opuesto con todas sus fuerzas, pues quería entregarle su hija a Tiberio Claudio Nerón, un joven senador patricio muy altivo, de limitada inteligencia y con ningún encanto.
El disgusto del gran abogado se vio aumentado por la ansiedad que le causaba Tirón, su querido secretario, que había caído enfermo en Patras y que por ello se había quedado allí. Luego se exacerbó aún más cuando se enteró de que Catón había propuesto que se le concediera un desfile triunfal a Bibulo y acto seguido había votado en contra de que se le concediese otro a Cicerón.
–¿Cómo se atreve Catón? – exclamó muy airado Cicerón-. ¡Bibulo ni siquiera ha salido nunca de su casa de Antioquía, mientras que yo he tomado parte en los combates!
–Sí, querido -le dijo Terencia automáticamente sin obtener ninguno de sus propósitos-. Pero ¿consentirás en conocer a Dolabela? Cuando lo conozcas de verdad comprenderás por qué yo no me he opuesto en absoluto a esta unión. – Se le iluminó el feo rostro-. ¡Es delicioso, Marco, verdaderamente delicioso! ¡Ingenioso, inteligente y muy atento con Tulia!
–¡Yo prohibí que se casara con él! – exclamó Cicerón-. ¡Lo prohibí, Terencia! ¡No tenías ningún derecho a permitir que sucediera!
–Escucha, marido -siseó la terrible señora metiéndole la nariz en la cara-. ¡Tulia tiene veintisiete años! ¡No necesita tu permiso para casarse!
–¡Pero yo soy quien tiene que encontrar la dote, así que soy yo quien debería elegirle el marido! – rugió Cicerón envalentonado como resultado de haber pasado muchos meses lejos de Terencia.
En esos meses demostró ser un admirable gobernador con mucha autoridad, y esa autoridad debía extenderse a la esfera doméstica.
Terencia parpadeó sorprendida al verse desafiada, pero no se echó atrás.
–¡Demasiado tarde! – rugió ella aún más fuerte-. Tulia se ha casado con Dolabela. ¡Y tú o encontrarás la dote para ella o te castraré yo personalmente!
Así fue como Cicerón viajó por la península itálica desde Brundisium acompañado por su esposa, una mujer astuta que no estaba dispuesta a concederle los inalienables derechos de paterfamilias. Cicerón se hizo a la idea de tener que conocer al odioso Dolabela, cosa que hizo en Benevento, donde descubrió con gran consternación por su parte que no encontraba más objeciones en contra de los encantos de Dolabela que Terencia. Para acabar de rematar las cosas, Tulia estaba embarazada, lo que no había ocurrido con sus dos maridos anteriores.
Dolabela también informó a su suegro de los espantosos acontecimientos que estaban teniendo lugar en Roma, luego le dio unas palmaditas en la espalda y se marchó al galope de regreso a Roma para tomar parte en la refriega, por usar las mismas palabras con que él lo expresó.
–¡Yo estoy a favor de César, ya sabes! – gritó desde la seguridad de su caballo-. ¡Un buen hombre, César!
Se acabaron las literas. Cicerón decidió alquilar un carruaje en Benevento y continuó hacia el oeste de la Campania a paso acelerado.
En Pompeya fue a ver a Pompeyo, que estaba residiendo allí. Cicerón también tenía una villa en aquel lugar, una villa pequeña y agradable, y decidió ir a obtener información de uno de los pocos hombres que él creía que quizá supieran lo que realmente estaba sucediendo.
–Ayer recibí dos cartas en Trebula -le dijo a Pompeyo con el ceño fruncido por el desconcierto-. Una era de Balbo, la otra nada menos que del mismo César. Tan dulces y amistosos… me decían que cualquier cosa que ellos pudieran hacer por mi…, que sería un honor presenciar mi muy merecido desfile triunfal…, que yo necesitaba un préstamo insignificante. ¿Para qué hará eso un hombre que va a atacar Roma? ¿Por qué me da tanta coba? César sabe muy bien que yo nunca he tomado partido.
–Pues en realidad Cayo Marcelo cogió al toro por los cuernos -le comunicó Pompeyo con incomodidad-. Hizo cosas que no estaba autorizado a hacer. Aunque en aquel momento yo no lo sabía, Cicerón, te juro que no. Habrás oído decir que me dio una espada y que yo la acepté, ¿no?
–Sí, Dolabela me lo ha contado.
–El problema es que yo entonces supuse que el Senado lo había enviado a entregarme la espada. Pero resultó que no era así. De manera que aquí me tienes, entre Escila y Caribdis, más o menos comprometido a defender el Estado y a tomar el mando de dos legiones que han luchado para César durante años, y empezando a reclutar soldados por toda Campania, Samnio, Lucania y Apulia. Pero en realidad no es legal, Cicerón. El Senado no me lo encomendó, ni existe un senatus consultum ultimum en vigor. Sí, sé que la guerra civil nos amenaza.
A Cicerón se le destrozó el corazón.
–¿Estás seguro, Cneo Pompeyo? ¿Estás realmente seguro? ¿Has consultado con alguien más aparte de esos jabalíes rabiosos que son Catón y los Marcelos? ¿Has hablado con Atico o con cualquiera de los otros caballeros importantes? ¿Has asistido a las sesiones del Senado?
–¿Cómo voy a asistir a las sesiones del Senado mientras estoy reclutando tropas? – gruñó Pompeyo-. Y sí, vi a Atico hace unos días. Bueno, hace ya bastantes días en realidad, aunque parece que fue ayer.
–Oye, Magno, ¿estás seguro de que la guerra civil no puede evitarse?
–Absolutamente -le respondió Pompeyo con gran convicción-. Habrá guerra civil, eso es seguro. Por eso me alegro de estar fuera de Roma una temporada, es más fácil pensar bien las cosas. Porque no podemos permitir que Italia vuelva a sufrir, Cicerón. No se puede permitir que esta guerra contra César se libre en suelo italiano. Hay que pelear en el extranjero. En Grecia, creo yo, o en Macedonia. O incluso al este de Italia. Todos los del este son protegidos míos, puedo pedir apoyo en todas partes desde Accio hasta Antioquía. Y puedo traer directamente a mis legados desde Hispania sin hacer que desembarquen en suelo italiano. César tiene nueve legiones, más unas veintiocho cohortes de reclutas recién llamados a filas procedentes del otro lado del río Po. Yo tengo siete legiones en las Hispanias, otras dos en Capua y todas las cohortes que pueda reclutar ahora. Hay dos legiones en Macedonia, tres en Siria, una en Cilicia y una en la provincia de Asia. También puedo pedirle tropas a Deiotaro, de Galacia, y a Ariobárzanes de Capadocia. Si hace falta, le exigiré también un ejército a Egipto y traeré aquí a la legión africana. Lo mires como lo mires, yo debería de tener algo más de dieciséis legiones romanas, diez mil auxiliares extranjeros y… oh, seis o siete mil hombres a caballo.
Cicerón había empezado a mirarlo fijamente mientras sentía que el corazón se le destrozaba.
–¡Magno, no puedes sacar a las legiones de Siria con la amenaza de los partos!
–Mis fuentes dicen que no existe tal amenaza, Cicerón. Orodes tiene problemas en su país. No debió ejecutar a los surenas y luego a Pacoro. Pacoro era su propio hijo.
–Pero… ¿no deberías al menos intentar llegar a un acuerdo con César primero? Sé por la carta que me ha enviado Balbo que César está haciendo todo lo que puede, que trabaja desesperadamente para evitar la confrontación.
–¡Bah! – escupió Pompeyo con desprecio-. ¡Tú no sabes nada al respecto, Cicerón! Balbo se tomó grandes molestias para asegurarse de que yo no partiera hacia Campania al alba en las nonas, me aseguró que César había enviado a Aulo Hircio especialmente para verme. ¡De manera que yo espero y espero, y luego averiguo que Hircio ha dado media vuelta y ha regresado a Rávena a ver a César sin ni siquiera intentar acudir a la cita que tenía conmigo! ¡Ésa es la forma en que César desea la paz, Cicerón! ¡Todo es una gran comedia, todo este cabildeo instigado por Balbo! Te digo francamente que César se inclina por la guerra civil. Nada lo desviará. Y yo ya me he decidido. No libraré una guerra civil sobre suelo italiano, lucharé con César en Grecia o en Macedonia.
Pero, pensó Cicerón mientras garabateaba una carta para Atico, en Roma no es César quien se inclina por una guerra civil; o por lo menos no es sólo César. Magno está absolutamente decidido a ello. Y cree que todo le será perdonado y olvidado si se asegura de que Italia no tenga que sufrir la guerra civil en su propio suelo. Se ha salido con la suya.
El diez de diciembre Cicerón se enteró de lo que Pompeyo opinaba de la guerra civil; ese mismo día, en Roma, Marco Antonio tomó posesión del cargo de tribuno de la plebe. Y se puso a la tarea de demostrar que era un orador tan hábil como su abuelo el Orador, por no decir tan rápido de ingenio. Habló elocuente y enérgicamente del ofrecimiento de la espada que se le había hecho a Pompeyo y de la ilegalidad de las acciones del cónsul junior con una voz tan estentórea que hasta Catón comprendió que ni podría hacerlo callar ni ahogar sus palabras gritando más que él.
–Además -añadió Antonio con voz de trueno-, estoy autorizado por Cayo Julio César a decir que él con mucho gusto renunciará a sus dos provincias de la Galia, al otro lado de los Alpes, así como a seis legiones, si esta Cámara le permite quedarse con la Galia Cisalpina, Iliria y dos legiones.
–Eso sólo suma ocho legiones, Marco Antonio -observó Marcelo el Viejo-. ¿Qué ha pasado con la otra legión y con las veintidós cohortes de reclutas?
–La novena legión, a la que de momento llamaremos decimocuarta, desaparecerá, Cayo Marcelo. César no quiere entregar un ejército que no esté con todas sus fuerzas, y de momento todas sus legiones están incompletas. Por ello una legión entera y las veintidós cohortes de soldados nuevos se incorporarán a las otras ocho legiones.
Una respuesta lógica, pero era la respuesta a un asunto irrelevante. Cayo Marcelo el Viejo y los dos cónsules electos no tenían intención de someter a votación la propuesta de Antonio. La Cámara, además, apenas alcanzaba el quórum, tan numerosos eran los senadores ausentes; algunos ya se habían marchado de Roma hacia Campania, otros estaban intentando desesperadamente almacenar fondos o reunir el suficiente dinero en efectivo como para estar cómodos en un exilio bastante largo durante todo el tiempo que durase la guerra civil. Ésta era algo que ahora se daba por hecho, aunque también se estaban haciendo del dominio público en general los rumores de que no había ninguna legión en la Galia Cisalpina, y que César estaba tranquilamente en Rávena mientras la decimotercera disfrutaba de un permiso en las playas más cercanas.
Antonio, Quinto Casio, el consorcio de banqueros y todos los partidarios más importantes de César que estaban en Roma luchaban valientemente por mantener abiertas las opciones de César, asegurando constantemente a todos, desde el Senado hasta los plutócratas, que César con mucho gusto entregaría seis legiones y ambas Galias Transalpinas siempre que se le permitiera quedarse con la Galia Cisalpina, Iliria y dos legiones. Pero el día siguiente a la llegada de Curión a Rávena, Antonio y Balbo recibieron ambos breves misivas de César en las que les decía que él ya no podía seguir ignorando por entero la posibilidad de que necesitase el ejército para proteger su persona y su dignitas de los boni y de Pompeyo el Grande. Por lo tanto, les decía, él enviaba un mensajero en secreto a Fabio, que estaba en Bibracte, para decirle que le mandase a dos de las cuatro legiones que allí había, y con el mismo secreto le mandó recado a Trebonio, que se encontraba en el Mosa, para que enviase inmediatamente tres de las cuatro legiones a Narbona, donde se pondrían bajo el mando de Lucio César e impedirían que las legiones hispanas de Pompeyo marchasen hacia Italia.
–Está decidido a hacerlo -le comentó Antonio a Balbo no sin satisfacción.
El pequeño Balbo, que estaba menos rollizo últimamente a causa de la enorme tensión que había sufrido, le dirigió una mirada llena de aprensión a Antonio con aquellos ojos castaños, grandes y tristes, y frunció los labios.
–Estoy seguro de que venceremos, Marco Antonio -le dijo-. ¡Tenemos que vencer!
–Con los Marcelos en activo y Catón graznando desde los bancos delanteros, Balbo, no tenemos la menor oportunidad. El Senado, por lo menos esa parte del mismo que aún tiene valor suficiente para asistir a las reuniones, continuará diciendo que César es el servidor de Roma, no su amo.
–En cuyo caso, ¿en qué convierte eso a Pompeyo?
–Está claro que lo convierte en el amo de Roma -afirmó Antonio-. Pero, en tu opinión, ¿quién crees que gobierna a quién? ¿Pompeyo o los boni?
–Seguro que cada uno gobierna al otro, Marco Antonio.
Diciembre continuó pasando a una velocidad espantosa y cada vez había menos hombres en el Senado; un elevado número de casas en el Palatino y en las Carinae cerraron sus puertas y retiraron las aldabas. Y muchas de las mayores empresas de Roma, los bancos, las corredurías y los contratistas, utilizaban la amarga experiencia acumulada durante otras guerras civiles para reforzar sus fortificaciones hasta que fueran capaces de resistir cualquier cosa que se avecinase. Porque lo que era seguro era que se avecinaba.
Pompeyo y los boni no estaban dispuestos a permitir que no ocurriese. Y César no iba a inclinarse hasta tocar el suelo.
El veintiuno de diciembre Marco Antonio pronunció un brillante discurso en la Cámara. Estaba soberbiamente estructurado y era retóricamente emocionante; detallaba con escrupulosa cronología todas las transgresiones de Pompeyo contra la mos maiorum, desde cuando, a la edad de veintidós años, alistó ilegalmente a los veteranos de su padre y marchó con tres legiones a ayudar a Sila en aquella guerra civil, hasta el consulado sin colega; y añadió un epílogo que versaba sobre la aceptación de espadas que se ofrecían de forma ilegal. La perorata estaba dedicada a hacer un análisis sin piedad y lleno de ingenio de los caracteres de los veintidós lobos que habían logrado acobardar a las trescientas ovejas senatoriales.
Pompeyo compartió con Cicerón una copia del discurso; el vigesimoquinto día de diciembre se encontraron en Formies, donde los dos poseían una villa. Pero fue en la villa de Cicerón donde se reunieron y donde pasaron muchas horas hablando.
–En eso soy inflexible -le aseguró Pompeyo después de que Cicerón se hubo agotado buscando motivos por los cuales aún era posible reconciliarse con César-. No se le puede hacer absolutamente ninguna concesión a César. ¡Ese hombre no quiere un acuerdo pacífico, no me importa lo que digan Balbo, Opio y los demás! ¡Ni siquiera me importa lo que diga Atico!
–Ojalá Atico estuviera aquí -le dijo Cicerón parpadeando con cansancio.
–Pues, ¿por qué no está aquí? ¿No soy una compañía lo suficientemente buena?
–Tiene malaria, Magno.
–Ah.
Aunque le dolía la garganta y aquella desgracia de inflamación de los ojos amenazaba con volver, Cicerón resolvió seguir probando. ¿Acaso una vez no había puesto el viejo Escauro al Senado entero en su contra con una mano nada más? ¡Y eso que Escauro no era el mejor orador de los anales de Roma! Ese honor le correspondía a Marco Tulio Cicerón. El problema era, reflexionó el mejor orador de todos los tiempos, que desde aquella enfermedad que tuvo en Nápoles, Pompeyo había adquirido una excesiva confianza en si mismo. No, él no había estado allí para presenciarlo, pero todos se lo habían dicho, primero por carta y luego en persona. Además, podía ver por si mismo parte de aquella presunción que Pompeyo poseía en abundancia cuando tenía diecisiete años, y que todavía conservaba cuando marchó para ayudar a Sila a conquistar. Hispania y Quinto Sertorio se la qúitaron, a pesar de que fue él quien acabó ganando aquella tortuosa guerra. Y no había vuelto a emerger hasta ahora. Quizá, pensó Cicerón, en aquella confrontación semejante a un cataclismo con otro maestro militar, César, Pompeyo pensaba revivir aquella juventud, convertirse a sí mismo para los siglos venideros en el hombre más grande que Roma había producido. Pero… ¿lo era? No, lo más seguro era que Pompeyo no pudiese perder (y había llegado a esa conclusión por sí mismo, de lo contrario no hubiese estado tan determinado a llegar a la guerra civil), porque estaba muy ocupado asegurándose de que sus tropas sobrepasasen a las de César en cantidad, que por lo menos las doblasen en número. Y por siempre después se le aclamaría como el salvador de la patria porque se negaba a luchar en el suelo de su país. Aquello también se hacía evidente.
–Magno, ¿qué hay de malo en hacerle una diminuta concesión a César? ¿Y si se aviniera a quedarse con una legión e Iliria?
–Nada de concesiones -le aseguró Pompeyo con firmeza.
–Pero ¿no será que en algún punto del camino todos nosotros hemos perdido el hilo y la orientación? ¿No empezó todo esto al negarle a César el derecho a presentarse in absentia para el consulado para que así pudiera conservar su imperium y evitar que lo juzgaran por traición? ¿No sería más sensato dejarle hacer eso? ¡Quitárselo todo excepto Iliria, quitarle todas las legiones! ¡Sólo dejarle conservar su imperium intacto y presentarse para el consulado in absentia!
–¡Nada de concesiones! – repitió Pompeyo con brusquedad.
–En una cosa los agentes de César si que tienen razón, Magno. A ti te han hecho concesiones mucho mayores que ésa. ¿Por qué no a César?
–¡Porque, so tonto, incluso si César fuera reducido a un privatus sin provincias, sin ejército, sin imperium, sin nada, seguiría teniendo ciertos planes acerca del Estado! ¡Aun así lo derrocaría!
Ignorando el insulto, Cicerón volvió a intentarlo. Una y otra vez. Pero la respuesta siempre fue la misma. César nunca renunciaría a su imperium voluntariamente, elegiría quedarse con su ejército y con sus provincias. Habría guerra civil.
Hacia el final del día abandonaron el tema principal y se concentraron en el texto del discurso de Marco Antonio.
–Un tejido distorsionado de verdades a medias -fue el veredicto final de Pompeyo, que arrugó la nariz y dejó caer el papel con desprecio-. ¿Qué crees tú que hará César si logra derrocar al Estado cuando un secuaz indigno y sin un sestercio como Antonio se atreve a decir cosas así?
Y el resultado fue que un Cicerón profundamente contento despidió a su invitado y luego estuvo a punto de emborracharse. Lo que le detuvo fue un pensamiento horrible. ¡Por Júpiter, él le debía millones a César! Millones que tendría que conseguir y devolver, porque era el colmo de los males deberle dinero a un enemigo político.