Luego Julia, que nunca había estado del todo bien de salud después del aborto, empezó a sentirse aún peor. Pompeyo no podía llevársela consigo a Siria, pues la costumbre y la tradición lo prohibían. Así que, sinceramente enamorado de su joven esposa, tuvo que cambiar sus planes. Todavía ejercía de encargado del suministro de grano a Roma, lo que le proporcionaba una excusa excelente para permanecer cerca de la ciudad, siempre que gobernara una provincia estable, claro está. Y Siria no lo era. Se trataba de la más nueva de las posesiones territoriales de Roma y hacía frontera con el reino de los partos, un imperio poderoso gobernado por el rey Orodes, quien miraba con recelo la presencia romana en Siria. En particular si Pompeyo el Grande tenía que ser su gobernador, porque Pompeyo el Grande era un conquistador famoso. Se fue corriendo la voz, y el rumor decía que Roma estaba jugueteando con la idea de añadir el reino de los partos a su imperio. El rey Orodes era un hombre preocupado. Y también era prudente y cauto.
Por causa de Julia, Pompeyo le pidió a Craso que le cambiase la provincia por la suya: Pompeyo se quedaría con ambas Hispanias y Craso cogería Siria. Craso se mostró gustosamente de acuerdo con la propuesta, y así quedó acordado. Pompeyo pudo quedarse en las cercanías de Roma con Julia, porque envió a sus legados Afranio y Petreyo a gobernar la Hispania Citerior y la Ulterior, mientras Craso partió hacia Siria decidido a conquistar a los partos.
La noticia de su derrota y muerte a manos de los partos dio origen a una oleada de protestas en Roma, agravadas todavía más porque la información procedía del único noble superviviente, un extraordinario joven llamado Cayo Casio Longino, que era el cuestor de Craso.
Aunque envió al Senado un despacho oficial, Casio también le mandó un relato más sincero de los acontecimientos a Servilia, que era una amiga que lo estimaba y también su futura suegra. Sabiendo que aquel relato tan franco le crearía gran angustia a César, Servilia se lo hizo llegar a la Galia con gran placer por su parte. ¡Ah! ¡Sufre, César! Yo sufro.
Llegué a Antioquía justo antes de que el rey Artavasdes de Armenia llegara para ver a Marco Craso, el gobernador, en una visita de Estado. Los preparativos estaban ya muy avanzados para la expedición que se avecinaba contra los partos, o eso le parecía a Craso. Confieso que yo no compartía esa convicción una vez que hube visto con mis propios ojos lo que Craso había conseguido reunir. Siete legiones, todas por debajo de su capacidad, pues cada una tenía ocho cohortes en lugar de las diez que correspondían, y un volumen de caballería que a mí me dio la impresión de que nunca aprendería a funcionar bien como un todo. Publio Craso se había traído de la Galia a mil soldados de caballería eduos, un regalo que le había hecho César a su amigo intimo y que mejor hubiera hecho quedándoselo, pues no se avenían con los soldados de caballería galacios y tenían mucha nostalgia de su tierra.
Luego estaba Abgaro, rey de los árabes esquenitas. No sé por qué, pero no me gustó y desconfié de él desde el momento en que le conocí. Sin embargo, Craso le consideraba maravilloso y no quería oir nada en su contra. Al parecer Abgaro es un colega de Artavasdes de Armenia, y se ofreció a Craso como guía y consejero para la expedición, junto con cuatro mil soldados árabes esquenitas no demasiado armados.
El plan de Craso era marchar hacia Mesopotamia y atacar primero Seleuceia, junto al Tigris, que era la sede de la corte de los partos en invierno. Puesto que aquélla iba a ser una campaña de invierno, Craso esperaba que Orodes, rey de los partos, estuviera residiendo allí, y esperaba capturarlo junto con todos sus hijos antes de que se diseminaran y organizaran la resistencia por todo el imperio de los partos.
Pero el rey Artavasdes de Armenia y su colega Abgaro, de los árabes esquenitas, deploraban aquella estrategia. Nadie, decían, podía vencer en terreno llano a un ejército parto ataviado con catafractas ni a los arqueros partos a caballo. Aquellos guerreros que llevaban cota de malla y montaban gigantescos caballos medos que a su vez llevaban cota de malla no podían luchar con eficacia en las montañas, le explicaron Artavasdes y Abgaro. Y, además, el terreno elevado y accidentado tampoco era apropiado para los arqueros a caballo, que se quedaban en seguida sin flechas y necesitaban galopar por terreno llano para disparar aquellos míticos proyectiles partos. Por lo tanto, afirmaron Artavasdes y Abgaro, lo que tenía que hacer Craso era marchar hacia las montañas medas, no hacia Mesopotamia. Si con el ejército armenio entero caía sobre las tierras centrales de los partos, por debajo del mar Caspio, y atacaba Ecbatana, la capital de verano del rey, Craso no podía perder, le dijeron los reyes.
Pensé que aquél era un buen plan y así lo dije, pero Craso se negó a considerarlo. No previó dificultades en vencer a los soldados con catafractas y a los arqueros a caballo en terreno llano. Francamente, me pareció que Craso no quería una alianza con Artavasdes porque se vería obligado a compartir el botín. Servilia, ya conoces a Marco Craso: en el mundo no hay dinero suficiente para colmar el ansia que tiene de él. No le importaba Abgaro, pues no era un rey importante y por lo tanto no le correspondía una parte grande del botín. Mientras que el rey Artavasdes tendría derecho a la mitad de todo. Y con toda justificación.
Sea como sea, Craso dijo que no con mucho énfasis. Afirmaba que el terreno llano de Mesopotamia era más apropiado para las maniobras del ejército romano; no quería que sus hombres se amotinasen como habían hecho las tropas de Lúculo cuando vieron el monte Ararat a lo lejos y se dieron cuenta de que Lúculo pretendía que lo escalasen. Y, además, una campaña en terreno montañoso en la lejana Media había que hacerla en verano. Su ejército, afirmó Craso, estaría listo para ponerse en marcha a primeros de abril, justo a comienzos del invierno. Pensó que pedirle a los soldados que lo retrasaran hasta sextilis haría que disminuyese su entusiasmo. Desde mi punto de vista, argumentos engañosos. Nunca vi man ifestación alguna de entusiasmo entre las tropas de Craso, en ningún momento ni por ningún motivo.
Muy contrariado, el rey Artavasdes se fue de Antioquía para dirigirse a su tierra. Desde luego había albergado esperanzas de usurpar el trono del reino parto por medio de una alianza con Roma, pero como lo habían rechazado, decidió probar suerte con los partos. Dejó a Abgaro en Antioquía para que hiciese de espía y, desde el momento en que Artavasdes desapareció, todo lo que Craso hacía se le comunicaba al enemigo.
Luego, en marzo, llegó una embajada de Orodes, rey de los partos. El embajador principal era un hombre muy viejo llamado Vagises. Los nobles partos tenían un aspecto realmente raro, pues lucían collares de oro enroscados alrededor del cuello que les llegaban desde la barbilla hasta los hombros; llevaban en la cabeza sombreros redondos y sin ala incrustados de perlas y semejantes a cuencos, barbas postizas que se sujetaban alrededor de las orejas con alambres de oro y ropa de gala hecha de tela de oro salpicada con perlas y joyas fabulosas. Creo que lo único que vio Craso fue el oro, las joyas y las perlas. ¡Cuánto más debía de haber en Babilonia!
Vagises le pidió a Craso que se atuviera a los tratados que Sila y Pompeyo Magno habían negociado con los partos, según los cuales todo al oeste del Éufrates debía quedar bajo el dominio de Roma y todo al este del Éufrates bajo el dominio de los partos.
¡Craso, literalmente, se rió en sus narices! «¡Mi querido Vagises -le dijo entre carcajadas contenidas-, dile al rey Orodes que desde luego pensaré en esos tratados…! ¡Pero después de que haya con quistado Seleuceia, junto al Tigris, y Babilonia!»
Vagises no dijo nada de momento. Luego tendió la mano derecha y le enseñó la palma a Craso: «¡Crecerá cabello aquí, Marco Craso, antes de que tú pongas el pie en Seleuceia del Tigris!», le dijo con voz estridente. A mi se me pusieron los pelos de punta, pues el modo como lo dijo fue tan enigmático que sonó como una profecía.
Como verás, Marco Craso no se estaba congraciando precisamente con ninguno de estos reyes orientales, que son individuos muy quisquillosos. Si alguien que no hubiera sido procónsul romano se hubiera reído de aquella manera, el bromista se habría quedado sin cabeza al instante. Algunos de nosotros tratamos de razonar con Craso, pero el problema era que tenía allí a Publio, su propio hijo, que lo adoraba y pensaba que era imposible que su padre hiciese algo mal. Publio era como el eco de Craso, y éste sólo escuchaba a su eco, no a las voces de la razón.
A principios de abril marchamos hacia el nordeste desde Antioquía. El ejército estaba malhumorado, y por lo tanto se movía con lentitud. Los jinetes eduos ya se habían sentido bastante desgraciados en el fértil valle del Orontes, pero una vez que nos adentramos en los pastos más pobres que circundan Cirro empezaron a comportarse como si alguien los hubiera drogado. Tampoco se mostraban optimistas los tres mil galacios. En realidad nuestro avance se parecía más a un cortejo fúnebre que a una marcha hacia la gloria perdurable. Craso viajaba en litera y separado del ejército, porque el camino era demasiado accidentado para un carruaje. Para ser justos, dudo que se encontrase bien del todo. Su hijo Publio Craso se angustiaba por él continuamente. No es fácil para un hombre de sesenta y tres años hacer campaña, especialmente para uno que no ha estado en la guerra durante casi veinte.
Abgaro, de los árabes esquenitas, no iba con nosotros. Había marchado delante un mes antes. Teníamos que reunirnos con él en Zeugma, en el margen oriental del Éufrates, donde llegamos al cabo de un mes; lo que demuestra que viajábamos muy despacio. A principios de invierno, el Éufrates está todo lo plácido y bajo de caudal que puede estar. ¡Nunca he visto un río semejante! ¡Tan amplio, profundo y fuerte! De manera que no debíamos haber tenido dificultad alguna para cruzarlo por el puente construido sobre pontones que los ingenieros habían ensamblado, debo decirlo, de forma rápida y eficiente.
Pero no había de ser así, pues salió mal, como tantas otras cosas que salieron mal en aquella fatídica expedición. Unas violentas tormentas surgieron de la nada con gran estruendo y, temiendo que el río creciera, Craso no quiso posponer el momento de cruzarlo. Así que, al rato, los soldados gateaban a cuatro patas mientras los pontones se vencían y se derrumbaban, los relámpagos centelleaban gruesos como maromas en una docena de lugares a la vez, los truenos hacían que los caballos relinchasen y se encabritaran y el aire se inundó de un resplandor amarillo como el azufre, junto con un extraño aroma dulzón que yo asocié con el mar. Era realmente horroroso. Y las tormentas no amainaban. Hubo una tras otra durante varios días, y cayó una lluvia tan fuerte que el suelo se disolvía formando una sopa, mientras el río no hacía más que crecer y crecer y nosotros, a pesar de todo, seguíamos cruzándolo.
Nunca se ha visto un ejército más desorganizado que el nuestro cuando por fin todas las personas y cosas estuvimos en la orilla oriental. No había nada seco, ni siquiera el trigo y otros víveres que iban en la caravana de intendencia. Las cuerdas estaban hinchadas y los muelles de la artillería fláccidos, el carbón para los herreros era inservible, las tiendas hubiera dado igual que hubieran estado hechas del mismo tejido que un vestido de novia, y nuestro valioso aprovisionamiento de madera para fortificar estaba todo rajado y agrietado. Imagínate si puedes a cuatro mil caballos (Craso se negó a permitir que sus jinetes llevasen dos monturas cada uno), dos mil mulas y varios cientos de bueyes reducidos a un terror ciego y salvaje. Tardaron dos nundinae en calmarse, dieciséis preciosos días que hubieran podido servir para adentrarnos un buen trecho en Mesopotamia. Los legionarios estaban casi en las mismas condiciones que los animales. Aquella expedición, se decían unos a otros, estaba maldita. Lo mismo que el propio Craso, que también estaba maldito. Todos iban a morir.
Pero Abgaro llegó con sus cuatro mil soldados de infantería con armamento ligero y caballería, y celebramos un consejo de guerra. Censorino, Vargunteyo, Megaboco y Octavio, cuatro de los cinco legados de César, querían seguir el curso del Éufrates durante todo el camino. Eso era más seguro, había pasto para los animales y podríamos recoger un poco más de comida por el camino. Yo estaba de acuerdo con ellos pero, a pesar de todos mis esfuerzos, me dijeron que no le correspondía a un simple cuestor aconsejar a sus superiores.
Abgaro era contrario a quedarse junto al Éufrates. Por si no lo sabes, el río describe una gran curva hacia el oeste por debajo de Zeugma, lo cual significaba añadir muchos, muchos kilómetros a la marcha. Desde la confluencia del Bilechas y el Éufrates hacia abajo, al adentrarse en Mesopotamia, el curso del río es bastante recto y avanza en la dirección correcta, hacia el sudeste.
Por lo tanto, dijo Abgaro, podríamos ahorrarnos cuatro o cinco días de marcha si íbamos en dirección hacia el este desde Zeugma y atravesábamos el desierto hasta llegar al río Bilechas. Una brusca curva hacia el sur nos llevaría después, siguiendo el curso del Bilechas, hasta el Éufrates, y nos encontraríamos justo donde queríamos estar, en Niceforio. Teniéndole a él como guía, dijo Abgaro en tono victorioso, no podíamos perdernos, y la marcha a través del desierto era lo bastante corta como para poder sobrevivir a ella con cierta comodidad.
Bien, Craso se mostró de acuerdo con Abgaro, y Publio Craso estuvo de acuerdo con su Tata. Atajaríamos atravesando el desierto. De nuevo los cuatro legados trataron de convencer a Craso para que no lo hiciera, pero no hubo manera de hacerle cambiar de idea. Él había fortificado Carras y Sinnaca, decía, y esos fuertes eran la única protección que le hacía falta; aunque no creía que fuera a necesitar protección alguna. Por supuesto que no, le dijo su amigo el rey Abgaro. No habría partos tan al norte.
Pero claro que los había, porque Abgaro se había encargado de que así fuera. Seleuceia del Tigris conocía cada uno de los movimientos que nosotros hacíamos, y el rey Orodes era mucho mejor estratega que el pobre Craso, que estaba loco por el dinero.
Supongo, querida Servilia, que estando confinada en Roma no sabrás mucho del reino de los partos, de modo que debo decirte que es un vasto conjunto de regiones. Lo que se conoce como Partia se encuentra al este del mar Caspio, por eso decimos el rey de los partos y no el rey de Partia. Bajo el dominio del rey Orodes están Media, Media Atropa tena, Persia, Gedrosia, Carmania, Bactria, Margiana, la Sogdiana, la Susiana, Elimea y Mesopotamia. En conjunto un territorio mayor que todas las provincias romanas.
Cada una de estas regiones está gobernada por su sátrapa que lleva el título de surena. La mayoría de ellos son hijos, sobrinos, primos, hermanos o tíos del rey. El rey nunca va a Partia propiamente dicha; reina en verano desde Ecbatana, en las montañas de clima más suave de Media, visita Susa en primavera o en otoño y reina durante el invierno desde Seleuceia del Tigris, en Mesopotamia. Que dedique su tiempo a estas regiones, las más occidentales de este enorme reino, probablemente sea culpa de Roma. Nos teme, pero no les teme a los indios ni a los séricos, ambas naciones muy grandes. Pone guardia en Bactriana para mantener a los masagetas a raya, pues ellos son tribus, no una nación.
Así sucede que el surena de Mesopotamia es un sátrapa capaz en extremo, y a él le con fió Orodes la campaña contra Craso. El propio Orodes en persona viajó hacia el norte para encontrarse con el rey Artavasdes en Artaxata, la capital de Armenia, y llevó consigo tropas suficientes como para asegurarse de que le dieran una buena bienvenida en Artaxata. Su hijo Pacoro iba con él. El surena Pahlavi (pues ése es su nombre) permaneció en Mesopotamia para dirigir otro ejército distinto que se encargase de nosotros. Disponía de diez mil arqueros a caballo y dos mil soldados vestidos con catafractas, la cota de malla. Ningún soldado de a pie.
Un hombre interesante el surena Pahlavi. Con apenas treinta años, mi misma edad, y sobrino del rey, se dice de él que es muy hermoso en un sentido de lo más exquisito y afeminado. No tiene relación con mujeres, pues prefiere a los muchachos de entre trece y quince años. Una vez que han crecido demasiado para su gusto, los alista en su ejército o los emplea en su propia burocracia como oficiales estimados. Esta conducta es aceptable para los partos.
Lo que le preocupaba mientras reunía a sus hombres era un hecho bien conocido de Craso y del resto de nosotros; algo que, según nos aseguró Abgaro, haría que nosotros venciéramos con comodidad. Yes que el arquero a caballo parto se queda sin flechas muy rápidamente. De manera que, a pesar de su indiscutible habilidad en disparar por encima de los cuartos traseros de su caballo mientras galopa por el campo de batalla, en seguida se hace ineficaz.
El surena Pahlavi ideó un plan para solucionar eso. Formó enormes caravanas de camellos y cargó las alforjas de los mismos con flechas de repuesto. Luego reunió a varios miles de esclavos y los entrenó en el arte de proporcionar a los arqueros flechas nuevas en mitad de la batalla. De manera que cuando emprendió el viaje hacia el norte desde Seleuceia del Tigris para interceptarnos con sus arqueros a caballo y sus soldados con catafracta, también se llevó miles de camellos cargados con flechas de repuesto y miles de esclavos para proporcionárselas a los arqueros en la batalla en una especie de cadena interminable.
¿Y cómo es posible que yo esté enterado de todo esto? Me da la impresión de que te estoy oyendo preguntarlo. Pero ya llegaré a eso a su debido tiempo, ahora simplemente diré que me enteré de ello por Antípater, un fascinante príncipe de la corte judía cuyos espías y fuentes de información están absolutamente en todas partes.
Hay un cruce de caminos junto al río Bilechas donde la ruta de caravanas procedentes de Palmira y Niceforio se encuentra con la ruta de caravanas que van a Samosata, en el alto Éufrates, y la que pasa por Carras y llega hasta Edesa y Amida. Fue para llegar a aquella encrucijada por lo que el ejército partió con intención de cruzar el desierto.
Nosotros teníamos treinta y cinco mil soldados de infantería romanos, y mil eduos y mil galacios de caballería. Estaban aterrorizados antes siquiera de emprender el camino por el desierto, y se asustaban más aún cada día que pasaba. Lo único que tuve que hacer para consTatar este hecho fue ponerme a cabalgar entre ellos y aguzar un poco el oído; decían que Craso estaba maldito y que todos ellos iban a morir. La rebelión nunca fue un verdadero riesgo, porque las tropas que se rebelan son, como poco, enérgicas, y nuestros hombres carecían de toda esperanza. Se limitaban a caminar por el desierto arrastrando los pies para ir a encontrarse con su sino, como si fueran cautivos que van al mercado de esclavos. La caballería edua era la que se encontraba peor. Nunca en su vida habían visto una extensión de terreno sin agua como aquélla, un paisaje pardo y monótono sin ningún lugar donde cobijarse y sin el menor atisbo de belleza. Se encerraron en sí mismos y dejaron de preocuparse por cualquier cosa.
Al cabo de dos días, cuando nos dirigíamos hacia el sudeste a buscar el Bilechas, comenzamos a ver pequeñas bandas de partos, casi siempre arqueros a caballo y a veces soldados con catafracta. No es que nos molestasen. Se nos acercaban bastante y luego se alejaban otra vez. Ahora sé que estaban de acuerdo con Abgaro y que iban a informar acerca de nosotros al surena Pahlavi, que estaba acampado a las puertas de Niceforio, en la confluencia del Bilechas y el Éufrates.
El cuarto día antes de los idus de junio llegamos al río Bilechas, y una vez allí le supliqué a Marco Craso que ordenase construir un campamento fortificado y metiéramos en él a las tropas durante el tiempo necesario para que los legados y los tribunos pudieran infundirles un poco de valor. Pero Craso no quiso ni oír hablar de ello. Estaba inquieto y tenía prisa, pues decía que ya habíamos perdido mucho tiempo en el trayecto; quería llegar a los canales donde el Éufrates y el Tigris se juntan antes de que fuera pleno verano, y empezaba a preguntarse si sería capaz de lograrlo. Así que ordenó a las tropas que tomaran una comida rápida y continuaron la marcha a lo largo del curso del río Bilechas, hacia abajo. Era por la tarde, todavía temprano.
De pronto me di cuenta de que el rey Abgaro y sus cuatro mil hombres literalmente habían desaparecido. ¡Se habían ido! Algunos exploradores galacios se acercaron al galope diciendo a gritos que el terreno estaba lleno de partos, pero apenas habían conseguido atraer la atención de algunos cuando una lluvia de flechas llegó desde todas direcciones produciendo ese sonido tan peculiar, y los soldados empezaron a caer como hojas, como piedras. Nunca he visto nada tan rápido ni tan malo como aquel granizo de flechas.
Craso no hizo nada. Se limitó a dejar que aquello ocurriera. «Dentro de un momento se acabará -gritó protegido en un refugio de escudos-. Se quedarán sin flechas.»
Pero no se quedaron sin flechas. Los soldados romanos huían en desbandada por todas partes, y muchos caían. Muchos caían. Finalmente, Craso hizo que los cornetas llamasen a formar en cuadro, pero ya era demasiado tarde. Los soldados de catafracta entraron a matar, hombres enormes sobre enormes caballos, muy oscuros a causa de las cotas de malla. Descubrí que cuando avanzaban al trote (son demasiado grandes y pesados para andar a medio galope) tintineaban como un millón de monedas dentro de mil bolsas. Me pregunto si en los oídos de Craso sonaría como música. La tierra tiembla cuando esos jinetes pasan. Levantan a su paso una columna enorme de polvo, y dan la vuelta y se meten dentro de ella en lugar de cabalgar delante, de manera que, cuando menos se espera, salen de entre el polvo para atacar.
Publio Craso reunió a la caballería edua, que de pronto pareció recuperarse, quizá porque una batalla era la única cosa familiar que tenían para agarrarse. Siguieron los galacios, y cuatro mil de nuestros soldados a caballo cargaron contra los jinetes con catafracta como toros con los belfos llenos de pimienta. Los de las catafractas se dispersaron y huyeron; Publio Craso y sus hombres fueron tras ellos y se metieron en la polvareda. Durante esa tregua, Craso logró formar su cuadrado, y esperamos a que reaparecieran los eduos y los galacios, rezando a todos los dioses que conocíamos. Pero fueron los jinetes con catafracta quienes volvieron, con la cabeza de Publio Craso ensartada en una lanza. En lugar de atacar nuestro cuadrado, trotaban adelante y atrás a lo largo de los costados blandiendo aquella horrible cabeza. Publio Craso parecía mirarnos; podíamos ver centellear sus ojos, y tenía el rostro completamente intacto.
Su padre se quedó anonadado, no hay palabras para describirlo. Pero aquello pareció infundirle algo que yo no había tenido ocasión de verle desde que empezó la campaña: se puso a caminar de un lado a otro del cuadrado animando a los hombres, infundiéndoles valor para que resistieran, diciéndoles que había sido su propio hijo quien nos había proporcionado aquellos preciosos momentos que necesitábamos a cambio de su propia vida, pero que él era el único que sufría la pena.
«¡En pie! – gritaba una y otra vez-. ¡Aguantad!»
Nosotros aguantamos en pie, cada vez con más bajas a causa de aquella interminable lluvia de flechas, hasta que empezó a oscurecer y los partos se marcharon. Por lo visto no les gustaba pelear de noche.
Como no habíamos construido campamento alguno, no había nada que nos retuviera allí, y Craso optó por retirarse inmediatamente a Carras, que estaba a unos sesenta y cinco kilómetros de distancia hacia el norte. Al amanecer empezamos a llegar, en absoluto desorden, quizá íbamos la mitad de la infantería y un puñado de soldados a caballo. ¡En vano! Era imposible. Carras poseía una fortaleza pequeña, pero no era en absoluto suficiente para proteger a tantos hombres y en aquel desorden.
Yo diría que Carras ya estaba alli, en la encrucijada de las rutas de caravanas que iban hacia Edesa y Amida, desde hace dos mil años, y me atrevo a decir también que no ha cambiado nada en todo ese tiempo. No es más que una patética colección de pequeñas casas de adobe con forma de colmena en mitad de un desierto desolado y pedregoso: ovejas sucias, cabras sucias, mujeres sucias, niños sucios y un río sucio. Unas grandes tortas redondas de estiércol seco son la única fuente de calor que utilizan para enfrentarse al crudo invierno, y la única gloria que hay son los cielos nocturnos.
El prefecto Coponio estaba al mando de la guarnición allí existente, que contaba con apenas una cohorte. A medida que íbamos llegando, Coponio se iba horrorizando cada vez más. No teníamos comida porque los partos se habían apoderado de nuestra caravana con la impedimenta, y la mayoría de los hombres y de los caballos estaban heridos. No podíamos quedarnos en Carras, eso era evidente.
Craso celebró un consejo y en él se decidió que al caer la noche nos retiraríamos a Sin naca, que estaba al nordeste, a otro tanto de camino en dirección a Amida. Estaba mucho mejor fortificada y por lo menos tenía varios graneros. ¡Pero aquello era ir totalmente en la dirección errónea! Yo tenía ganas de gritar. Pero Coponio había llevado a un hombre de Carras al consejo. Se llamaba Andrómaco, y juró y perjuró que los partos estaban esperándonos entre Carras y Edesa, entre Carras y Samosata, entre Carras y cualquier lugar a lo largo del Éufrates. Luego Andrómaco se ofreció a guiarnos hasta Sin naca, y desde allí a Amida. Destrozado de la pena que sentía por la muerte de su hijo Publio, Craso aceptó el ofrecimiento. ¡Oh, era cierto que estaba maldito! Cualquier decisión que tomaba era errónea; Andrómaco era el espía que los partos tenían en aquel lugar.
Y yo lo sabía. Lo sabía, lo sabía, lo sabía. A medida que avanzaba el día me fui convenciendo cada vez más de que ir a Sinnaca bajo la guía de Andrómaco era ir hacia la muerte. Así que convoqué mi propio consejo. E invité a Craso a asistir. Pero no acudió. Los demás sí: Censorino, Megaboco, Octavio, Vargunteyo, Coponio, Egnacio; además de un asquerosamente sucio y harapiento grupo de adivinos y magos, pues Coponio llevaba allí, en el culo del mundo, el tiempo suficiente para haberlos acercado a él como las moscas acuden a una carcasa putrefacta. Les dije a los que acudieron que ellos podían hacer lo que se les antojase, pero que en cuanto cayera la noche yo pensaba irme cabalgando hacia el sudeste, en dirección a Siria, y no al nordeste hacia Sinnaca. Me arriesgaría aunque los partos estuviesen al acecho, aunque también les dije que yo me negaba a creer que así fuera. ¡Yo ya no quería más guías esquenitas!
Coponio puso algún reparo, y los demás también. No era conveniente ni apropiado que los legados del general, sus tribunos y sus prefectos lo abandonaran. Y tampoco lo era que los abandonase su cuestor. El único que estuvo de acuerdo conmigo fue el prefecto Egnacio.
No, dijeron ellos, se quedarían apoyando a Marco Craso.
Me enfadé y perdí el control, un defecto de los Casios, lo admito. ·«¡Pues quedaos aquí a morir! – les grité-. ¡Aquellos que prefieran vivir será mejor que busquen un caballo a toda prisa, porque yo me voy a Siria y no me fío de nadie más que de mi propia estrella!»
Los adivinos se alborotaron y se pusieron a graznar. «¡No, Cayo Casio! – resolló el más antiguo de ellos, que llevaba colgados amuletos, espinazos de roedores y horribles ojos de ágata-. ¡Vete, si, pero todavía no! ¡La luna aún está en Escorpión! ¡Espera a que entre en Sagitario!»
Yo les miré y no pude evitar reírme. «Gracias por el consejo -le dije-, pero esto es un desierto. ¡Prefiero vérmelas con el escorpión que con el arquero!»
Aproximadamente quinientos de nosotros salimos al galope y pasamos la noche yendo al paso, al trote, a medio galope y otra vez al galope. Al amanecer llegamos a Europo, lugar al que sus habitantes llaman Carchemish. No había partos al acecho y el Éufrates estaba lo bastante en calma como para poder atravesarlo en botes, con caballos y todo. No nos detuvimos hasta que llegamos a Antioquía.
Más tarde supe que el surena Pahlavi se cargó a todos los que eligieron quedarse con el general. Al alba del segundo día antes de los idus, cuando entramos cabalgando en Europo, Craso y el ejército andaban deambulando en círculos, sin acercarse ni un kilómetro a Sinnaca, gracias a Andrómaco. Los partos volvieron a atacar, y fue una derrota completa. Una auténtica debacle. En una desastrosa serie de retiradas e intentos de hacer frente, los partos los abatieron a todos. Los legados que permanecieron junto a Craso murieron todos: Censorino, Vargunteyo, Megaboco, Octavio, Coponio.
El surena Pahlavi tenía órdenes, y Marco Craso fue capturado vivo. Había que salvarlo para que se presentase ante el rey Orodes. Cómo ocurrió nadie lo sabe, ni siquiera Antípater, pero poco después de que el general fuera apresado estalló una pelea y Marco Craso murió.
Siete águilas de plata pasaron a manos del surena Pahlavi en Carras. Nunca volveremos a verlas. Se han ido a Ecbatana con el rey Orodes.
Y así me encontré con que yo era el romano de rango más alto en Siria y con que estaba al frente de una provincia que se hallaba al borde del pánico. Todo el mundo estaba convencido de que venían los partos, y allí no había ejército. Me pasé los dos meses siguientes fortificando Antioquía para que resistiera cualquier cosa y organicé un sistema de vigilancias, vigías y almenaras para que todo el pueblo del valle de Orontes tuviera tiempo de refugiarse dentro de la ciudad. Luego, ¿quieres creerlo?, poco a poco empezaron a llegar soldados, pues no todos habían muerto en Carras. Recogí a diez mil, aproximadamente; los suficientes para formar dos buenas legiones. Y según Antípater, mi inestimable informador, otros diez mil sobrevivieron a la primera pelea que tuvo lugar más abajo, junto al Bilechas. El surena Pahlavi los reunió y los envió a la frontera de Bactria, más allá del mar Caspio, donde tiene intención de utilizarlos para impedir que los masagetas realicen incursiones bélicas. Es cierto que las flechas hieren, pero pocos hombres mueren a causa de ellas.
Cuando llegó noviembre me sentí ya lo bastante seguro como para hacer una gira por mi provincia. Bueno, es mía. El Senado no ha dado ningún paso para relevarme. De modo que a los treinta años, Cayo Casio Longino es el gobernador de Siria. Es una responsabilidad extraordinaria, pero que no queda fuera de mi capacidad.
Primero fui a Damasco y luego a Tiro. Como la púrpura de Tiro es tan hermosa, tenemos la idea de que la ciudad también debe serlo, sin embargo es un lugar horripilante. Apesta a moluscos muertos hasta el punto de producir constantes náuseas. Hay enormes montañas de restos de moluscos cocidos en todas partes por los alrededores de Tiro, montañas más altas que los edificios y que parecen besar el cielo. Cómo los tirios pueden vivir allí, en aquella isla de muerte enconada y fabulosos ingresos, no lo sé. No obstante, la Fortuna favorece al gobernador de Siria. Me hospedaba en la villa de Demetrio, el etnarca jefe, una residencia lujosa en la parte de la ciudad que da al mar, donde las brisas soplan del Mare Nostrum y uno no se acuerda de los moluscos putrefactos.
Allí conocí a un hombre cuyo nombre ya he mencionado: Antípater. Tiene cerca de cincuenta años y es muy poderoso en el reino de los judíos. Religiosamente dice que es judío, pero es de sangre idumea, lo que por lo visto no es lo mismo que ser de Judea. Ofendió al sínodo, que es el cuerpo religioso que gobierna, al casarse con una princesa nabatea llamada Cypros. Como los judíos cuentan la ciudadanía en el linaje de la madre, ello quiere decir que los tres hijos varones y la hija de Antipater no son judíos. Lo cual significa, en esencia, que Antipater, un hombre muy ambicioso, nunca podrá llegar a ser rey de los judíos. Sin embargo, nada le separará de Cypros, quien siempre viaja con él. Son una pareja entregada el uno al otro. Sus tres hijos, todavía adolescentes, son formidables para la edad que tienen. El mayor, Phasael, impresiona bastante, pero Herodes, el segundo, es extraordinario. Podría decirse de él que es una fusión perfecta de astucia tortuosa y feroz crueldad. Me gustaría volver a gobernar Siria dentro de diez años sólo para ver en qué ha acabado Herodes.
Antípater me contó la versión de los partos de la fatídica expedición del pobre Marco Craso, y entonces me proporcionó todavía más noticias interesantes. Al surena Pahlavi de Mesopotamia, que con tanta brillantez había actuado en el Bilechas, lo llamaron a la corte de verano de Ecbatana. Si eres súbdito del rey de los partos, procura que no te vaya mejor que a tu rey. Orodes estaba encantado con la derrota de Craso, pero nada contento con el innovador generalato del surena Pahlavi, que era sobrino carnal suyo. De manera que Orodes le dio muerte. En Roma hacemos un desfile triunfal después de una victoria; en Ecbatana pierdes la cabeza.
Cuando conocí a Antipater en Tiro, yo tenía las legiones armadas y ninguna campaña a la vista que sirviese para saciar su sed de sangre. Pero aquello cambió con gran rapidez, pues los judíos estaban alborotados ahora que la amenaza parta había desaparecido. Aunque Gabinio envió a Roma a Aristó bulo y a su hijo Antigono después de su revuelta, otro hijo de Aristóbulo llamado Alejandro decidió que era el momento adecuado para derrocar a Hircano del trono judío donde lo había puesto Gabinio (gracias al trabajo de Antípater, añado).
Bien, toda Siria sabía que el gobernador era un simple cuestor. Qué oportunidad. Y otros dos judíos de alto rango, Malico y Peitolao, conspiraron para ayudar a Alejandro.
De modo que salí hacia Hierosolima, o Jerusalén si te gusta más ese nombre, pero no pude llegar lejos antes de encontrarme con el ejército judío rebelde, con más de treinta mil hombres. La batalla tuvo lugar donde el río Jordán nace del lago Genesaret. Sí, eran muy superiores en número a nosotros, pero Peitolao, que iba al mando, se limitó a reunir a una multitud de campesinos galileos sin entrenamiento alguno, les puso un puchero en la cabeza y una espada en la mano y les dijo que salieran a vencer a dos legiones romanas entrenadas, disciplinadas y, después de lo de Carras, escarmentadas. Los derroté, y por ello mis tropas han recuperado gran parte de su confianza. Me aclamaron general en el campo de batalla, aunque dudo de que el Senado le conceda a un simple cuestor un desfile triunfal. Antípater me aconsejó que le diera muerte a Peitolao, y seguí su consejo. Antípater no es ningún traidor esquenita, aunque al parecer muchos judíos no estarían muy de acuerdo con esta apreciación mía, pues quieren gobernar su pequeño rincón del mundo sin que Roma les esté vigilando por encima de los hombros. Es Antípater, no obstante, quien es realista: Roma no va a marcharse de allí.
No perecieron muchos galileos, y envié a treinta mil al mercado de esclavos de Antioquía; así he sacado mis primeros beneficios al estar al mando de un ejército. ¡Tértula se casará con un hombre mucho más rico!
Antipater es un buen hombre. Sensato y sutil, tiene mucho interés tanto en complacer a Roma como en impedir que los judíos se maten unos a otros. Al parecer sufren enormes conflictos internos a menos que alguien de fuera venga a distraerlos de sus problemas, como los romanos o (en los viejos tiempos) los egipcios.
Hircano sigue en el trono y continúa siendo el sumo sacerdote.
Los rebeldes supervivientes, Malico y Alejandro, obedecieron sin rechistar.
Y ahora llego a las últimas páginas del libro que narra la extraordinaria carrera de Marco Craso. Murió después de lo de Carras en aquel lugar, si, pero todavía tenía que hacer un último viaje. El surena Pahlavi le cortó la cabeza y la mano derecha y las envió, en un extravagante desfile, desde Carras a Artaxata, la capital de Armenia, situada muy al norte entre las altas montañas nevadas donde el Araxes fluye hacia el mar Caspio. Allí el rey Orodes y el rey Artavasdes, que se habían reunido, decidieron comportarse como hermanos y dejar de ser enemigos, y para ello sellaron el pacto con un matrimonio. Pacoro, el hijo de Orodes, se casó con Laodice, la hija de Artavasdes. Algunas cosas funcionan igual que en Roma.
Mientras en Artaxata celebraban el acontecimiento, el extravagante desfile dirigía sus pasos hacia el norte. Los partos habían capturado, y todavía lo mantenían con vida, a un centurión llamado Cayo Paciano porque tenía un asombroso parecido con Marco Craso; era alto, aunque tan cuadrado que parecía bajo, y tenía la misma mirada bovina. Vistieron a Paciano con la toga praetexta de Craso y ante él pusieron payasos haciendo cabriolas vestidos de lictores; llevaban haces de varas atados con entrañas romanas e iban adornados con bolsas de dinero y con las cabezas de los legados. Detrás del falso Marco Craso iban danzando muchachas y prostitutas, músicos cantando canciones obscenas y algunos hombres desplegando libros pornográficos que hallaron en el equipaje del tribuno Roscio. A continuación venían la cabeza y la mano de Craso y, al final de todo, nuestras siete águilas.
Al parecer Artavasdes, el rey de Armenia, es un amante del drama griego, y Orodes también habla griego; así que varias obras de teatro griego de las más famosas se pusieron en escena como parte de los espectáculos para celebrar la boda de Pacoro y Laodice. La noche en la que el desfile llegó a Artaxata había una representación de Las bacantes de Eurípides. Bien, ya conoces esa obra. El papel de la reina Agave fue representado por un actor local famoso, Jasón de Trales.
Pero Jasón de Trales es más famoso por su odio a los romanos que por su brillante interpretación de papeles femeninos. En la última escena Agave aparece llevando en una bandeja la cabeza de su hijo, el rey Penteo, después de habérsela arrancado ella misma en una frenética bacanal. Y cuando llegó el momento, entró en escena la reina Agave con la cabeza de Marco Craso en una bandeja. Jasón de Trales puso la bandeja en el suelo, se quitó la máscara y cogió la cabeza de Craso, cosa fácil de hacer porque, como muchos hombres calvos, el romano se había dejado crecer el pelo de la parte de atrás de la cabeza para poder peinárselo hacia adelante. Sonriendo triunfalmente, el actor la balanceó adelante y atrás como si fuera un farol.
«¡Bendita es la presa que llevó, ahora separada del tronco!», exclamó. «¿Quién lo mató?», entonó el coro. «¡Mío fue el honor!», gritó Pomaxartres, un oficial de rango superior del ejército del surena Pahlavi.
Dicen que la escena salió muy bien.
La cabeza y la mano derecha se expusieron y, por lo que yo sé, siguen expuestas en las almenas de las murallas de Artaxata. El cuerpo de Craso lo abandonaron exactamente en el lugar donde había caído cerca de Carras, para que los buitres mondaran sus huesos.
¡Oh, Marco! Que haya tenido que acabar así. ¿No te diste cuenta de dónde acabaría todo, y cómo? Ateyo Capito te maldijo. Los judíos te maldijeron. Tu propio ejército creía en esas maldiciones y tú no hiciste nada por desengañarlos. Quince mil buenos romanos están muertos, diez mil más sentenciados de por vida en una frontera extranjera, mi caballería edua ha desaparecido, la mayoría de los galacios también y gobierna Siria un joven engreído e insufriblemente arrogante cuyas palabras despectivas sobre ti te seguirán por todos los tiempos. Puede que los partos hayan asesinado tu persona, pero Cayo Casio te ha difamado. Sé cuál sería el destino que yo preferiría.
Tu maravilloso hijo mayor está muerto, también es comida para los buitres. En el desierto no hace falta incinerar o enterrar. El viejo rey Mitrídates ató a Manio Aquilio de espaldas a un asno y luego le echó por la garganta oro fundido para curarle de su avaricia. ¿Era eso lo que Orodes y Artavasdes planeaban para ti? Pero tú les hiciste trampa; moriste limpiamente antes de que pudieran hacerlo. Paciano, un pobre centurión desventurado, probablemente sufrió ese sino en tu lugar. Y las cuencas de tus ojos miran sin ver sobre un panorama de interminables y frías montañas hacia el infinito helado del Cáucaso.
César permaneció largo rato sentado, recordando. Qué contento había estado Craso de que el pontifex maximus hubiera instalado una campana que él no quería pagar por su cuenta, pues era demasiado tacaño. Qué competente y plácidamente había rodeado a Espartaco durante la época de nieves. Qué difícil había sido convencerlos a él y a Pompeyo para que se abrazasen públicamente en la tribuna de los oradores cuando acabó su primer consulado conjunto. Con qué facilidad había dado las instrucciones pertinentes que habían salvado a César de caer en manos de los prestamistas y del exilio perpetuo. Qué agradables las muchas, muchas horas que habían pasado juntos durante aquellos años entre lo de Espartaco y lo de la Galia. Cuán desesperadamente había ansiado Craso una gran campaña militar y un desfile triunfal al término de la misma.
La querida visión de aquella cara grande, suave e impasible en Luca.
Todo había acabado. Devorado por los buitres. Ni quemado, ni enterrado en una tumba. César se puso rígido. ¿Alguien había pensado en ello? Atrajo hacia sí un papel, mojó la pluma roja en el tintero y le escribió una carta a su amigo Mesala Rufo, que estaba en Roma, para pedirle que les comprase a los fantasmas de aquellos que se habían quedado sin cabeza un pasaje para el lugar que les correspondía.
Estoy convirtiéndome, pensó con los ojos entornados, en toda una autoridad acerca de cabezas cortadas.
Afortunadamente Lucio Cornelio Balbo el Mayor estaba con César cuando recibió la respuesta de Pompeyo a la carta que él le había enviado proponiéndole dos matrimonios y rogándole que legislase lo necesario para que él pudiese presentarse para el consulado in absentia.
–Me siento muy solo -le confió César a balbo, aunque sin sentir compasión por sí mismo, y se encogió ligeramente de hombros-. Y, sin embargo, eso es algo que siempre ocurre a medida que uno va haciéndose mayor.
–Hasta que uno se retira para disfrutar de los frutos de su esfuerzo y tiene tiempo de recostarse entre amigos -dijo Balbo gentilmente.
Los ojos perceptivos de César empezaron a brillar y la generosa boca empezó a curvarse hacia arriba por las comisuras melladas.
–¡Qué perspectiva tan horrible! No tengo intención de retirarme, Balbo.
–¿No crees que antes o después llega el momento en que no queda nada por hacer?
–Para este romano no, y dudo de que le llegue a algún romano. Cuando la campaña de la Galia y mi segundo consulado acaben, tengo que vengar a Marco Craso. Todavía me resiento de esa impresión, y no digamos de ésta.
César dio unos golpecitos en la carta de Pompeyo.
–¿Y la muerte de Publio Clodio?
El brillo de los ojos de César desapareció y la boca se puso seria.
–La muerte de Publio Clodio era inevitable. Las manipulaciones que hacía de la mos maiorum no podían permitirse durante más tiempo. El joven Curión lo expresó muy bien en la carta que me escribió; encontraba extraño que las actividades de Clodio lograran situar en el mismo campo a personas muy dispares. Me dijo en su carta que Clodio entregaría a un conjunto de romanos a un puñado de no romanos.
Ralbo, un ciudadano romano no romano, ni parpadeó.
–Dicen que el joven Curión está pasando unos momentos muy malos, financieramente hablando.
–¿Eso dicen? – César pareció pensativo-. ¿Lo necesitamos?
–De momento, no. Pero eso podría cambiar.
–¿Qué te parece Pompeyo, una vez vista su respuesta?
–¿Qué te parece a ti, César?
–No estoy seguro, pero lo que sí sé es que cometí un error al tratar de ganármelo con más matrimonios. Se ha vuelto muy particular a la hora de elegir esposa, eso es seguro. La hija de un Octavio y una Ancaria no es lo bastante buena para él, o eso es lo que creo leer entre líneas. Tenía que haberle dicho sin rodeos lo que imagino que él acabará viendo por si mismo sin necesidad de que yo se lo diga: que en cuanto la joven Octavia tuviera edad casadera, yo con mucho gusto le quitaría de debajo a la primera Octavia y la sustituiría por la segunda. Aunque la primera le habría venido muy bien, porque no es juliana, no, pero ha sido educada por un juliano. Y eso se nota, Balbo.
–Dudo que un aire de aristocracia obre tan profundamente sobre Pompeyo como un pedigrí -dijo Balbo esbozando el fantasma de una sonrisa.
–Me pregunto a quién tendrá en mente.
–Por eso realmente es por lo que he venido a Rávena, César. Un pajarito se me posó en el hombro y me contó trinando que los boni le están poniendo a la viuda de Publio Craso debajo de las narices.
César se irguió en el asiento.
–¡Cacat! – Se relajó y movió la cabeza a ambos lados-. No creo que Metelo Escipión haga eso, Balbo. Además, conozco bien a la joven, y no es como Julia. Dudo de que permita a nadie de la ralea de Pompeyo que le toque el dobladillo de la túnica, y mucho menos que se la levante.
–Uno de los problemas relacionados con tu ascensión en el firmamento romano, a pesar de todo lo que los boni han tratado de hacer para impedirlo -apuntó Balbo deliberadamente-, es que ahora ya están lo suficientemente desesperados como para considerar la idea de utilizar a Pompeyo de un modo muy parecido a como lo utilizas tú. ¿Y de qué otra manera van a atarlo más que a través de un matrimonio tan estelar como para que él nunca se atreva a ofenderles? Hacerle el presente de Cornelia Metela es lo mismo, literalmente, que admitirlo en su círculo. Pompeyo vería a Cornelia Metela como la confirmación por parte de los boni de que él verdaderamente es el primer hombre de Roma.
–De manera que tú crees que es posible.
–Oh, si. La joven es una persona tranquila, César. Si se viera a sí misma como una necesidad absoluta, iría al sacrificio tan de buena gana como Ifigenia en Aulis.
–Aunque por motivos diferentes.
–Sí y no. Dudo de que ningún hombre satisfaga nunca a Cornelia Metela del modo como la satisface su propio padre, y Metelo Escipión guarda cierto parecido con Agamenón. Cornelia Metela está enamorada de su propia aristocracia, hasta el punto de que se negaría a creer que un Pompeyo de Piceno pudiera desvirtuarla.
–Entonces este año no me moveré con prisas desde este lado de los Alpes para trasladarme al otro -afirmó César con decisión-. Tendré que controlar demasiado de cerca los acontecimientos que sucedan en Roma. – Apretó los dientes-. ¿Oh, qué ha pasado con mi suerte? En una familia que es famosa por engendrar más niñas que niños, no puedo conseguir una muchacha cuando la necesito.
–No es tu suerte la que te ayuda en todo, César -le dijo Balbo con firmeza-. Sobrevivirás.
–Tengo entendido que Cicerón va a venir a Rávena. ¿Sabes si es así?
–En breve.
–Muy bien. El joven Celio tiene un potencial que no debería malgastar en gente como Milón.
–A quien no se le puede permitir que sea cónsul.
–Es partidario de Catón y de Bíbulo.
Pero cuando Balbo se retiró, el pensamiento de César no se entretuvo en los acontecimientos de Roma. Volaron a Siria y a la pérdida de aquellas siete águilas de plata que sin duda estarían expuestas con gran ostentación en los salones del palacio parto de Ecbatana. Habría que arrebatárselas a Orodes, y eso significaba hacer la guerra con él. Y probablemente también con Artavasdes, rey de Armenia. Desde que leyó la carta de Cayo Casio, parte de la mente de César había permanecido en oriente pugnando con el concepto de una estrategia capaz de conquistar un poderoso imperio y dos poderosos ejércitos. Lúculo había demostrado en Tigranocerta que podía hacerse, pero luego lo había desbaratado todo. O más bien había permitido que Publio Clodio lo desbaratase. Por lo menos ésa era una buena noticia: Clodio estaba muerto. Y nunca habrá ningún Clodio en mis ejércitos. Necesitaré a Décimo Bruto, a Cayo Trebonio, a Cayo Fabio y a Tito Sextio; todos ellos hombres espléndidos. Saben cómo me funciona la cabeza, y son capaces de mandar y de obedecer. Pero Tito Labieno no. No lo quiero para la campaña contra los partos; puede acabar el tiempo que le queda de servicio en la Galia, pero después de eso habré terminado con él.
Tejer una estructura para la Galia de los Cabelleras Largas había resultado ser un asunto difícil en extremo, aunque César sabía cómo hacerlo. Y uno de los puntos principales era forjar una buena relación con los suficientes jefes galos como para tener garantizadas dos cosas: la primera, que los galos sintieran por su cuenta que en el futuro su palabra tendría fuerza; y la segunda, que los jefes galos elegidos estuvieran absolutamente comprometidos con Roma. Que no fueran como Acón o Vercingetórix, sino como Commio y Verticón, que estaban convencidos de que la mejor oportunidad para conservar las costumbres y tradiciones galas estaba en refugiarse detrás del escudo de Roma. Oh, Commio quería ser rey de los belgas, sí, pero eso era permisible. En ello estaban plantadas las simientes de la fusión de todos los belgas en una nación en lugar de en muchas. A Roma se le daban bien los reyes que eran sus protegidos, y había ya una docena dentro del redil.
Pero Tito Labieno no era un pensador profundo ni político. Y había concebido un gran odio hacia Commio que partía del hecho de que éste prefirió no utilizar a Labieno como conducto para llegar hasta César.
Sabedor de esto, César siempre tuvo cuidado de mantener las distancias entre Labieno y Commio, el rey de los atrebates. Aunque hasta que Hircio llegó corriendo procedente de la Galia Transalpina, César no comprendió el motivo que había detrás de la petición de Labieno de que se trasladase temporalmente a Cayo Voluseno i Cuadrato, un tribuno militar de suficiente categoría como para tener una prefectura, para servir con él durante el invierno.
–Otro que odia a Commio -comentó Hircio, que parecía agobiado por el viaje-. Están incubando una conspiración.
–¿Voluseno odia a Commio? ¿Por qué? – le preguntó César frunciendo el ceño.
–He deducido que la cosa empezó durante la segunda expedición d Britania. Pasó lo de siempre. Que a los dos se les antojó la misma mujer.
–La cual rechazó a Voluseno y prefirió a Commio.
–Exactamente. Bien, ¿y por qué no? Ella era bretona y ya estaba bajo la protección de Commio. La recuerdo bien. Una muchacha muy bonita.
–A veces desearía que para tener descendencia los hombres sólo tuviéramos que ir a algún sitio -comentó César con cansancio-. Las mujeres son una complicación que a los hombres no nos hace falta sufrir.
–Sospecho que las mujeres a menudo opinan del mismo modo -dijo Hircio sonriendo.
–Esta discusión filosófica no nos va a acercar en modo alguno a la verdad sobre Voluseno y Labieno. ¿Qué clase de conspiración han incubado?
–Labieno me envió un informe en el que me decía que Commio estaba induciendo a la insurrección.
–¿Eso es todo? ¿No te dio más detalles Labieno?
–Sólo que Commio andaba dando vueltas entre los menapios, los nervios y los eburones promoviendo una nueva revuelta.
–¿Entre tres tribus diezmadas?
–Y que estaba muy compinchado con Ambiórix.
–Un nombre al que conviene utilizar. Pero yo habría asegurado que Commio consideraría a Ambiórix más bien una amenaza para su soñado reinado que un aliado deseoso de ponerlo a él en ese elevado trono.
–Estoy de acuerdo. Y por eso el asunto empezó a olerme a chamusquina. Hace mucho tiempo que conozco a Commio, y ello me ha convencido de que él sabe muy bien quién puede ayudarle a subir al trono: tú.
–¿Qué más?
–De no haber dicho nada más Labieno, puede que no me hubiera molestado en moverme de Samarobriva -le confió Hircio-. Pero fue la última parte de su carta, breve como siempre, lo que hizo que me decidiera a buscar más información acerca de esta presunta conspiración del propio Labieno.
–¿Qué te decía?
–Que no tenía que preocuparme por nada, que ya se las vería él con Commio.
–¡Ah, vaya! – César se inclinó hacia adelante en el asiento y enlazó las manos entre las rodillas-. Entonces, ¿fuiste a ver a Labieno?
–Pero demasiado tarde, César. La hazaña ya estaba hecha. Labieno llamó a Commio para parlamentar y, en vez de ir él mismo, delegó en Voluseno para que lo representara acompañado de una guardia de centuriones escogidos entre los compinches de Labieno. Commio, que no tenía la menor sospecha del juego sucio, apareció con unos cuantos amigos que no eran soldados. Imagino que no le complació descubrir allí a Voluseno, aunque la verdad es que no tengo ni idea de cómo fue el asunto. Lo único que sé es lo que Labieno me contó con una mezcla de orgullo y pesar; orgullo por su propia inteligencia al idear aquel plan, y pesar porque salió mal.
–¿Intentas decirme que Labieno tenía intención de asesinar a Commio? – le preguntó César con incredulidad.
–Oh, sí -repuso Hircio con naturalidad-. Y no lo llevaba en secreto. Según Labieno, tú eres rematadamente tonto por confiar en Commio, pues está convencido de que Commio está tramando la insurrección.
–¿Sin tener pruebas con que demostrarlo con certeza?
–No pudo presentar ninguna cuando le presioné sobre el asunto, ciertamente. Sólo insistía una y otra vez en que él tenía razón y tú estabas equivocado. Ya conoces a ese hombre, César. ¡Es una fuerza de la naturaleza!
–¿Y qué ocurrió?
–Voluseno había dado instrucciones a uno de los centuriones para que cometiera el asesinato, mientras que los demás centuriones tenían que asegurarse de que ninguno de los atrebates escapase. La señal para que el centurión actuase era el momento en que Voluseno tendiera la mano para estrechar la de Commio.
–¡Por Júpiter! ¿Qué es lo que somos, partidarios de Mitrídates? ¡Ésa es la clase de artimaña que utilizaría un rey oriental! Oh… bueno, sigue.
–Voluseno tendió la mano y Commio la suya. El centurión sacó rápidamente la espada que llevaba escondida a la espalda y lanzó un golpe. O tenía mala vista o aquella tarea le disgustaba, porque hirió a Commio en la frente, un golpe oblicuo que no le rompió el hueso, ni siquiera lo dejó inconsciente. Entonces Voluseno sacó su espada, pero Commio ya se había ido chorreando sangre. Los demás atrebates se situaron alrededor de su rey y se marcharon sin que nadie más saliera herido.
–Si no me lo hubieras contado tú, Hircio, nunca lo habría creído -comentó César hablando despacio.
–¡Pues créelo, César, créelo!
–De manera que Roma ha perdido a un valioso aliado.
–Yo diría que sí. – Hircio sacó un rollo delgado-. He recibido esta carta de Commio. La encontré esperándome cuando regresé de Samarobriva. No la he abierto porque va dirigida a ti. Y en lugar de escribirte para comunicártelo, he creído más oportuno venir personalmente.
César cogió el rollo, rompió el sello y lo extendió ante sus ojos.
He sido traicionado, y tengo motivos para pensar que ha sido obra tuya, César. Los hombres que trabajan para ti no desobedecen tus órdenes ni actúan por iniciativa propia hasta este punto. Yo te tenía por una persona honorable, así que escribo esto con una pena que me duele tanto como la cabeza. Puedes quedarte con tu reino, que yo probaré suerte con mi propio pueblo, pues está por encima de esa clase de asesinatos. Nos matamos unos a otros, sí, pero no sin honor. Y tú no tienes honor. He hecho una promesa: nunca más mientras viva volveré a presentarme voluntariamente ante ningún romano.
–En este momento parece haber en el mundo una interminable tormenta de cabezas cortadas -dijo César al tiempo que empalidecía-. ¡Pero te digo, Aulo Hircio, que me daría gran placer cortarle la cabeza a Labieno! Pero no antes de haberle flagelado lo suficiente.
–¿Qué es lo que piensas?
–Nada en absoluto.
Hircio pareció sorprendido.
–¿Nada?
–Nada.
–¡Pero… pero… por lo menos puedes contar lo que ha ocurrido en el próximo despacho que mandes al Senado! – exclamó Hircio-. Puede que a Labieno no le impongan la clase de castigo que a ti te gustaría, pero desde luego acabaría con cualquier esperanza de desarrollar una carrera pública.
La expresión que César tenía en el rostro mientras volvía la cabeza y doblaba la barbilla hacia adentro fue irónica, enojadamente divertida.
–¡No puedo hacer eso, Hircio! ¡Mira el problema que me ocasionó Catón por lo de los presuntos embajadores germanos! Si yo le contara una sola palabra de esto al Senado o a cualquier otra persona que lo hiciera llegar a oídos de Catón, mi nombre, y no el de Labieno, apestaría hasta los más lejanos confines del cielo. Esos perros senatoriales no malgastarían la menor energía en buscar el escondite de Labieno, sino que estarían demasiado ocupados clavándome los dientes a mí.
–Tienes razón, desde luego -reconoció Hircio, y dejó escapar un suspiro-. Y eso significa que Labieno acabará saliéndose con la suya.
–De momento -dijo César con tranquilidad-. Ya le llegará la hora, Hircio. La próxima vez que lo vea, él sabrá exactamente qué lugar ocupa en mi estima. Y ¿adónde va a ir a parar su carrera si tengo alguna voz en el asunto? En cuanto deje de ser útil en la Galia, me separaré de él de manera más concienzuda que Sila de su pobre esposa agonizante.
–¿Y Commio? Quizá si yo me esforzase, César, podría convencerle para que se reuniera contigo en privado. No costaría mucho hacerle ver tu punto de vista en ese asunto.
César negó con la cabeza.
–No, Hircio. No funcionaría. Mi relación con Commio se basaba en una completa confianza mutua, y eso ha desaparecido. De ahora en adelante cada uno de nosotros mirará al otro con recelo. Él ha jurado no acudir nunca más voluntariamente ante la presencia de un romano, y los galos se toman esos juramentos con tanta seriedad como nosotros. He perdido a Commio.
Quedarse una larga temporada en Rávena no suponía ningún esfuerzo. Como tenía allí la escuela de gladiadores, César también poseía allí una villa. El clima se consideraba el mejor de toda Italia y era saludable, lo que convertía a Rávena en un maravilloso lugar para el entrenamiento físico.
Tener gladiadores era una afición muy provechosa, y César la encontraba tan absorbente que tenía varios miles de ellos, aunque la mayoría estaban destinados en una escuela cerca de Capua. Rávena estaba reservada para la flor y nata, aquellos para los que César tenía planes después de que acabasen su entrenamiento en la pista de arena.
Sus agentes sólo compraban o adquirían a través de los tribunales militares los individuos más prometedores, y los cinco o seis años que esos hombres pasaban peleando eran buenos si César era el dueño. Se trataba principalmente de desertores de las legiones (a los que se ofrecía elegir entre privación de los derechos civiles o convertirse en gladiadores), aunque algunos eran asesinos convictos; también había otros que ofrecían voluntariamente sus servicios. A estos últimos César nunca los aceptaba, pues afirmaba que un romano libre al que le gustase la pelea lo que tenía que hacer era alistarse en las legiones.
Los gladiadores tenían buen alojamiento, estaban bien alimentados y no se les hacía trabajar en exceso, cosa que solía ser así en la mayoría de las escuelas de gladiadores, pues éstas no eran prisiones. Los hombres entraban y salían a su antojo a menos que tuvieran un combate en perspectiva, en cuyo caso se esperaba de ellos que permanecieran en la escuela, que se mantuvieran sobrios y que entrenasen a fondo antes del combate; ningún hombre que poseyera gladiadores quería ver cómo mataban o mutilaban en la arena a su costosa inversión.
El combate de gladiadores era un deporte muy popular que tenía muchos espectadores, aunque no era una actividad de circo y requería un local más pequeño, como el mercado de una ciudad. Era una tradición que los hombres ricos que sufrían la pérdida de un familiar celebraran unos juegos funerarios en memoria del pariente difunto, y éstos consistían en combate de gladiadores. Alquilaban a los combatientes en alguna de las muchas escuelas de gladiadores, y normalmente contrataban entre cuatro y cuarenta parejas, por los que pagaban abundantes cantidades de dinero. Los gladiadores iban a la ciudad, luchaban y regresaban a la escuela. Y al cabo de seis años o de treinta combates se retiraban una vez cumplida su sentencia. Tenían asegurada la ciudadanía, generalmente habían conseguido ahorrar algo de dinero, y los que eran realmente buenos se convertían en ídolos del público cuyos nombres se conocía en toda Italia.
Uno de los motivos por los que aquel deporte le interesaba a César era que le preocupaba el destino de aquellos hombres una vez que habían cumplido su pena. César consideraba que la clase de habilidades que habían adquirido se malgastaba si se marchaban a Roma o a cualquier otra ciudad y allí se alquilaban como guardaespaldas o matones. Él prefería convencerlos de que entrasen en las legiones, pero no como soldados rasos. Un buen gladiador que no hubiera recibido demasiados golpes en la cabeza se convertía en un excelente instructor en los campamentos de entrenamiento militar, y algunos llegaban a ser espléndidos centuriones. También le divertía enviar a los que habían desertado de las legiones de regreso a las mismas como oficiales.
Ése era el motivo de que hubiese fundado la escuela de Rávena, donde tenía a sus mejores hombres; aunque la mayoría vivían en la escuela que él poseía cerca de Capua. Naturalmente nadie lo había visto por allí desde que asumió su cargo de gobernador, porque el gobernador de una provincia no podía poner los pies en Italia propiamente dicha mientras estuviese al mando de un ejército.
Había otros motivos por los cuales César pasaba más tiempo en Rávena que en ningún otro lugar de Iliria o de la Galia Cisalpina. Estaba cerca del río Rubicón, la frontera que separaba la Galia Cisalpina de Italia y, además, las carreteras que llevaban desde allí hasta Roma, que se encontraba a trescientos kilómetros de distancia, eran excelentes. Lo cual significaba que los correos viajaban con gran rapidez en sus constantes idas y venidas, y que las muchas personas que acudían desde Roma para ver a César en persona, ya que éste no podía ir a verlos, podían hacer un viaje bastante cómodo.
Después de la muerte de Clodio, César siguió los acontecimientos de Roma con cierta ansiedad, pues estaba seguro de que Pompeyo dirigía sus esfuerzos a conseguir la dictadura. Por ese motivo le había escrito con la propuesta de matrimonio y con alguna otra, aunque después se arrepintió de haberlo hecho, pues que a uno le rechacen deja siempre un amargo sabor de boca. Pompeyo se había hecho tan grande que no consideraba necesario complacer a nadie más que a sí mismo, ni siquiera a César. Quien quizá se estuviera haciendo demasiado famoso últimamente, lo suficiente para que Pompeyo se sintiera incómodo. Sin embargo, cuando la ley de los Diez Tribunos de la plebe de Pompeyo le concedió a César permiso para presentarse al consulado in absentia, se preguntó si sus recelos acerca de él eran simplemente las imaginaciones de un hombre que se veía obligado a obtener todas las noticias de segunda mano. ¡Oh, si pudiera pasar un mes en Roma! Pero no era posible pasar allí ni siquiera una hora. A un gobernador con once legiones bajo su mando, como era César, no le estaba permitido cruzar el río Rubicón y entrar en Italia.
¿Lograría Pompeyo que le nombraran dictador? Roma y el Senado, por lo menos en las personas de hombres como Bíbulo y Catón, se estaban resistiendo con denuedo, pero desde Rávena, lejos de las convulsiones que atormentaban a Roma cada día, no era difícil ver de quién era la mano que se escondía detrás de la violencia. La de Pompeyo, que anhelaba ser dictador y que trataba de forzar al Senado.
Luego, cuando recibió la noticia de que Pompeyo había sido nombrado cónsul sin colega, César se echó a reír. ¡Algo tan brillante como anticonstitucional! Los boni le habían atado las manos al mismo tiempo que le ponían en ellas las riendas del gobierno. Y Pompeyo había sido lo bastante ingenuo como para dejarse atrapar. ¡Otro mando extraordinario anticonstitucional! Y no se daba cuenta de que, al aceptarlo, Pompeyo le había demostrado a toda Roma, y en especial a César, que no tenía ni la fibra ni el descaro necesarios para seguir machacando hasta que le ofrecieran un mandato perfectamente constitucional: la dictadura.
¡Siempre serás un muchacho de campo, Pompeyo Magno! No estás a la altura de los trucos de la ciudad. Te han aventajado en astucia con tanta destreza que ni siquiera te das cuenta de lo que han hecho. Estás ahí, plantado en el Campo de Marte, felicitándote a ti mismo porque eres el ganador. Pero en realidad no lo eres. Bíbulo y Catón son los ganadores. Ellos pusieron al descubierto tu farol y tú te echaste atrás. ¡Cómo se reiría Sila!
La principal oppidum de los senones era Agedinco, junto al río Icauna; allí César había concentrado seis legiones para pasar el invierno, pues todavía no estaba muy seguro de la lealtad de aquella tribu que era muy poderosa, sobre todo después de haberse visto obligado a ejecutar a Acón.
Cayo Trebonio ocupaba él mismo el interior de Agedinco, y tenía el alto mando mientras César estaba en la Galia Cisalpina. Lo cual no significaba que se le hubiera dado autoridad para ir a la guerra, circunstancia de la que todas las tribus gálicas eran sabedoras. Y contaban con ello.
En enero Trebonio ponía todas sus energías en la tarea más exasperante a la que podía enfrentarse un comandante: encontrar el grano y las otras provisiones en cantidad suficiente para alimentar a treinta y seis mil hombres. La cosecha iba llegando, y aquel año era tan abundante que, de haber tenido que aprovisionar a me·nos legiones, Trebonio no habría necesitado alejarse mucho de los campos que había en los alrededores del lugar. Pero tal como estaba la situación, tenía que comprar provisiones buscándolas en cualquier parte.
La compra en si de grano estaba en manos de un romano civil, el caballero Cayo Fufio Cita que, como residía en la Galia desde hacía mucho tiempo, hablaba los idiomas locales y disfrutaba de una buena relación con las tribus de aquella región central. De manera que salió al trote con su cargamento de dinero y una guardia de tres cohortes fuertemente armadas para ver qué jefes galos estaban dispuestos a vender por lo menos parte de su cosecha. Detrás llevaba unos carromatos de altas paredes laterales que avanzaban con dificultad tirados por diez bueyes. A medida que cada carromato se llenaba del valiosísimo grano, se separaba de la columna y regresaba a Agedinco, donde se descargaba y después se le enviaba de nuevo al lugar donde se encontrase Fufio Cita.
Después de agotar el territorio al norte del Icauna y del Secuana, Fufio Cita y sus oficiales se trasladaron a las tierras de los mandubios, los lingones y los senones. Al principio los carromatos continuaron llenándose del modo más satisfactorio, pero cuando la caravana, que parecía interminable, se adentró en las tierras de los senones, la cantidad de grano que se conseguía descendió espectacularmente. Empezaban a sentirse las consecuencias de la ejecución de Acón. Fufio Cita llegó a la conclusión de que no prosperaría intentando comprar grano a los senones, así que se dirigió hacia el oeste, a las tierras de los carnutos. Y allí las ventas subieron inmediatamente.
Encantado, Fufio Cita y sus oficiales se instalaron dentro de Genabo, la capital de los carnutos. Era un refugio seguro para los carros cargados de dinero (que además ya no lo estaban tanto como al principio), y por tanto no había necesidad de las tres cohortes de soldados que los habían escoltado hasta entonces. Fufio Cita las envió de regreso a Agedinco. Genabo era casi un segundo hogar para Fufio Cita; se quedaría allí entre sus amigos romanos y concluiría cómodamente sus adquisiciones.
Genabo, en efecto, era algo parecido a una metrópolis gala. Permitía a las personas más acaudaladas, la mayoría romanas, pero también a unas cuantas griegas, vivir dentro de las murallas, y tenía una considerable población fuera de las murallas, donde florecía una industria metalúrgica. Sólo Avárico era mayor, y si Fufio Cita suspiró un poco al acordarse de Avárico, en realidad estaba bien contento donde estaba.
El pacto entre Vercingetórix, Lucterio, Litavico, Coto, Gutruato y Sedulio, aunque se había llevado a cabo en el estado altamente emotivo que siguió a la ejecución de Acón, no se había ido al garete. Cada hombre se marchó a su pueblo y allí contó la noticia, y si alguno de ellos no hizo referencia alguna a la unificación de todos los pueblos de la Galia bajo un líder, si que machacaron implacablemente sobre la perfidia y la arrogancia de los romanos, la injustificada muerte de Acón y la pérdida de libertad, que resultaba un terreno muy fértil para trabajarlo, pues la Galia todavía estaba ansiosa por quitarse de encima el yugo romano.
Gutruato, de los carnutos, no necesitó mucho para verse empujado a formar parte del pacto con Vercingetórix. Sabía que César haría que la siguiente espalda que sintiera el látigo y la siguiente cabeza que rodara fueran las suyas. Y no le importaba siempre que antes hubiera convertido en una desgracia la existencia de César. De modo que cuando llegó a su tierra hizo lo que le había prometido a Vercingetórix: fue directamente a Carnutum, donde moraban los druidas, y buscó a Cathbad.
–Tienes razón -le dijo Cathbad cuando acabó de escuchar el relato sobre Acón. El druida hizo una pausa y luego añadió-: Vercingetórix también tiene razón, Gutruato. Debemos unimos y echar de aquí a los romanos uniéndonos como un solo pueblo. No podemos hacerlo de otro modo. Llamaré a los druidas y celebraremos un consejo.
–¡Y yo viajaré para esparcir entre los carnutos el grito de guerra -le respondió Gutruato cada vez más entusiasmado.
–¿El grito de guerra? ¿Qué grito de guerra?
–Las palabras que Dumnórix y Acón gritaron antes de ser asesinados. «¡Un hombre libre en un país libre!»
–¡Excelente! – observó Cathbad-. Pero hay que arreglarlo un poco: ¡Hombres libres en un país libre! Eso es el principio de la unificación, Gutruato. Cuando un hombre piensa en plural antes de pensar en singular.
Los carnutos empezaron a reunirse en grupos, siempre a salvo de oídos romanos, para hablar de la insurrección. Y las herrerías que había de las afueras de Genabo empezaron a trabajar casi exclusivamente haciendo cotas de malla, cambio de actividad ésta que Fufio Cita no advirtió, como tampoco lo notaron sus colegas extranjeros residentes de allí.
A mediados de febrero la cosecha ya se había recogido por completo. Todos los silos y los graneros del país estaban llenos; se habían ahumado los jamones, el cerdo y el venado estaban puestos en salazón, los huevos, las remolachas y las manzanas se habían almacenado bajo tierra, los poííos, patos y gansos se habían metido en los corrales y el ganado vacuno y las ovejas se habían apartado del camino de cualquier ejército en marcha.
–Es hora de empezar -anunció Gutruato a sus colegas jefes de tribu-, y nosotros los carnutos nos pondremos al frente. Como líderes del modo de pensar galo, nos incumbe a nosotros dar el primer golpe. Y tenemos que hacerlo mientras César se halle al otro lado de los Alpes. Todo indica que vamos a tener un invierno duro, y Vercingetórix asegura que es fundamental que le impidamos a César volver con sus legiones. Estas no se aventurarán a salir de los campamentos sin él, especialmente durante el invierno. Y en primavera estaremos unidos.
–¿Qué vas a hacer? – le preguntó Cathbad.
–Mañana al alba atacaremos Genabo y mataremos a todos los griegos y los romanos que encontremos.
–Eso constituirá toda una declaración de guerra, sin lugar a dudas.
–Para el resto de la Galia sí, Cathbad, pero no para los romanos. No tengo intención de permitir que a Trebonio le llegue noticia alguna de lo que suceda en Genabo. Si así fuera, él le enviaría un mensaje a César inmediatamente. Y prefiero que César se entretenga al otro lado de los Alpes hasta que la Galia entera se encuentre en pie de guerra.
–Buena estrategia, si es que funciona como es debido -observó Cathbad-. Espero que tú tengas más éxito del que tuvieron los nervios hace unos años.
–Nosotros somos celtas, Cathbad, no belgas. Además, los nervios mantuvieron a Quinto Cicerón sin poder comunicarse con César durante un mes. Ése es tiempo suficiente, pues dentro de un mes empezará el invierno.
De ese modo, Cayo Fufio Cita y los mercaderes que vivían en Genabo descubrieron la verdad acerca del viejo dicho romano de que las revueltas en las provincias empiezan siempre con el asesinato de los romanos civiles. Bajo el mando de Gutruato, un grupo de carnutos se lanzaron contra su propia capital, entraron en ella y mataron a todos los extranjeros que allí había. Fufio Cita sufrió el mismo sino que Acón: fue públicamente flagelado y decapitado, aunque murió bajo el látigo. Incitando al hombre que blandía el látigo, los carnutos no encontraron en ello nada que criticar. La cabeza de Fufio Cita fue un trofeo que se llevó en celebración al bosquecillo de Eso y allí Cathbad la ofreció en sacrificio.
Las noticias viajaban velozmente en la Galia, aunque el método de transmisión significaba inevitablemente que cuanto más lejos de su origen se extendiera, más se distorsionaba. Los galos se limitaban a pasarse a gritos la información de una persona a otra en los campos.
Lo que empezó como «¡ Han masacrado a los romanos que había en Genabo!» se convirtió en «¡Los carnutos se han rebelado abiertamente y han matado a todos los romanos que había en sus tierras!» cuando hubo corrido de boca en boca una distancia de doscientos cincuenta kilómetros. Recorrió toda esa distancia entre el alba, momento en el que había tenido lugar el ataque, y el crepúsculo, que fue cuando la dijeron a gritos en Gergovia, la principal oppidum, y Vercingetórix la oyó.
¡Por fin! ¡Por fin! ¡Una revuelta en la Galia en lugar de en las tierras de los belgas o de los celtas de la costa oeste! Ésta era gente que él conocía, personas que se someterían a él como sus lugartenientes cuando el gran ejército de toda la Galia se unificase, personas lo bastante sofisticadas como para comprender el valor de una cota de malla y un casco, para comprender el modo en que los romanos hacían la guerra. Si los carnutos se habían rebelado, no pasaría mucho tiempo antes de que los senones, los parisios, los sensiones, los bitúrigos y todos los demás pueblos de la Galia central se convirtieran en un hervidero. ¡Y él, Vercingetórix, estaría allí para forjarlos y convertirlos en el ejército de la Galia!
Desde luego él también había estado trabajando, pero no con tanto éxito como Gutruato, ni mucho menos, como ahora se ponía de manifiesto. El problema era que los arvernos no habían olvidado la desastrosa guerra que habían librado hacía setenta y cinco años contra el más preminente Enobarbo de aquella época. Los habían derrotado de una forma tan completa que los mercados de esclavos de todo el mundo recibieron la primera remesa en masa de mujeres y niños galos; los hombres habían muerto en su mayoría.
–Vercingetórix, a los arvernos nos ha costado setenta y cinco años recuperarnos de nuevo -le dijo Gobanicio en el consejo, haciendo un esfuerzo por ser paciente-. En otro tiempo fuimos el más grande de todos los pueblos galos. Entonces teníamos mucho orgullo e hicimos la guerra contra Roma. Nos dejaron reducidos a la nada, y les entregamos la supremacía a los eduos, a los carnutos, a los senones. Estos pueblos aún están por encima de nosotros, pero vamos alcanzándolos con firmeza. De manera que no, no volveremos a luchar contra Roma.
–¡Pero tío, los tiempos han cambiado! – le gritó Vercingetórix-. ¡Sí, nosotros caímos! ¡Sí, fuimos aplastados, humillados y vendidos como esclavos! ¡Pero sólo éramos un pueblo entre muchos! ¡Y todavía tú hoy hablas de los senones o de los eduos! ¡Del poder arverno contrastado con el poder eduo, con el poder de los carnutos! ¡Ya no puede seguir así! ¡Lo que está pasando hoy es diferente! Vamos a aliarnos y a convertirnos en un solo pueblo bajo un solo grito de guerra: ¡Hombres libres en un país libre! ¡No somos los arvernos, ni los eduos, ni los carnutos! ¡Somos galos! ¡Somos una hermandad! ¡Esa es la diferencia! Unidos derrotaremos a Roma de un modo tan definitivo que nunca más volverá a enviar ¶sus ejércitos a nuestro país. ¡Y un día la Galia marchará contra Italia, un día la Galia gobernará el mundo!
–Sólo sueños, Vercingetórix, nada más que sueños tontos -le dijo Gobanicio con cansancio-. Nunca habrá concordia entre los pueblos de la Galia.
El resultado de éste y de muchos otros argumentos en el consejo arverno fue que Vercingetórix se encontró con que se le prohibió entrar en Gergovia. No es que se marchase de la zona, no. En vez de eso permaneció en su casa de las afueras de Gergovia y reservó sus energías para convencer a los hombres arvernos jóvenes de que tenía razón. Y ahí tuvo mucho más éxito. Con sus primos Critognato y Vercasivelauno siguiendo su ejemplo, trabajó febrilmente para hacer que los jóvenes comprendieran en qué se basaba su única salvación: en la unificación.
Y no soñaba, sino que hacía planes, pues era completamente consciente de que el mayor esfuerzo sería convencer a los jefes de los otros pueblos de la Galia de que él, Vercingetórix, era el único que debía guiar el gran ejército de toda la Galia.
De manera que cuando la noticia de los acontecimientos acaecidos en Genabo llegó a voces a Gergovia, Vercingetórix lo tomó como el auspicio que había estado esperando. Envió mensajes llamando a las armas y luego entró en Gergovia, se hizo cargo del consejo y asesinó a Gobanicio.
–¡Yo soy vuestro rey -le dijo a la cámara llena de jefes de tribu-, y pronto seré rey de una Galia unida! Ahora voy a Carnutum a hablar con los jefes de los demás pueblos, y de camino les haré a todos un llamamiento a las armas.
Las tribus respondieron como esperaba. Con el invierno a punto de empezar, los hombres se dispusieron a sacar las armaduras, a afilar las espadas, a hacer las disposiciones oportunas en el hogar para el tiempo durante el cual estuvieran fuera, una larga ausencia. Una enorme oleada de excitación sacudió la Galia central y siguió rodando hacia el norte hasta adentrarse en el territorio de los belgas y hacia el oeste hasta el de los aremóricos, las tribus celtas de la costa atlántica. Y también hacia el sur, por Aquitania. La Galia iba a unirse. La Galia unida iba a expulsar de allí a los romanos.
Pero fue en el bosque de robles de Carnutum donde Vercingetórix tuvo que librar su batalla más difícil, allí tuvo que utilizar todo su poder de persuasión para hacer que lo nombrasen líder. Era demasiado pronto para insistir en que lo llamasen rey; eso vendría después, una vez que hubiera demostrado tener las cualidades necesarias en un rey.
–Cathbad tiene razón -les dijo a los jefes de tribu que se habían reunido allí, teniendo siempre buen cuidado de mantener el nombre de Cathbad en primer lugar, no el de Gutruato-. Debemos separar a César de sus legiones hasta que toda la Galia esté en armas.
Habían acudido muchos hombres que él no esperaba, incluido Commio, rey de los atrebates. Los cinco hombres con los que había cerrado el pacto original se encontraban allí, y Lucterio estaba impaciente por empezar. Pero fue Commio quien volvió la marea en favor de Vercingetórix.
–Y yo creía en los romanos -les explicó el rey de los atrebates enseñando los dientes-. No porque me sintiera traidor a mi pueblo, sino por motivos muy parecidos a los que Vercingetórix nos da hoy aquí. La Galia necesita ser un solo pueblo, no muchos. Y yo creí que la única manera de hacerlo era utilizando a Roma. Dejar que Roma, tan centralizada, tan organizada, tan eficiente, hiciera lo que yo creía que ningún galo podía hacer: unirnos, hacernos pensar en nosotros mismos como uno solo. ¡Pero en este arverno, en Vercingetórix, yo veo a un hombre de nuestra propia sangre con la fuerza y la decisión que necesitamos! Yo no soy celta, soy belga. ¡Pero antes que nada soy un galo de la Galia! ¡Y yo os digo, compañeros reyes y príncipes, que estoy dispuesto a seguir a Vercingetórix! Y que haré lo que me pida. Llevaré a mi pueblo atrebate a la asamblea que él convoque y les explicaré que el hombre que va a ser su líder es un arverno, ¡que yo solamente soy su lugarteniente!
Fue Cathbad quien recogió los votos, fue Cathbad quien pudo decirles a los señores de la guerra que Vercingetórix había resultado elegido líder de un intento de unificarse para expulsar a Roma de sus tierras.
Y Vercingetórix, un hombre delgado, febril y ahora resplandeciente, procedió a demostrar a sus compañeros galos que él además era un pensador.
–El coste de esta guerra será enorme, y todo nuestro pueblo debe compartirlo -les dijo-. Cuanto más compartamos, más unidos nos sentiremos. Todos los hombres han de ir a la asamblea armados y vestidos como es debido. No quiero ningún valiente tonto desnudo para demostrar su valor, sino que quiero que todos los hombres lleven cota de malla y yelmo, que todos lleven un escudo de cuerpo entero, que todos vayan bien provistos de lanzas, de flechas o de cualquier cosa que elijan. Y cada pueblo debe calcular cuánta comida consumirán sus hombres, y asegurarse de que no hayan de verse obligados a regresar a casa prematuramente porque ya no les quedan alimentos. El botín no será gran cosa, no podemos confiar en recoger lo suficiente como para pagar esta guerra. Y no voy a pedirles ayuda a los germanos. Hacer eso es abrirle la puerta de atrás a los lobos mientras expulsamos a los jabalíes por la puerta principal. Y tampoco podemos robarles a los nuestros a menos que decidan ponerse del lado de Roma. Porque os lo advierto, ¡a cualquier pueblo que no se una a nosotros en esta guerra se le considerará un traidor a la Galia unida! Los remos y los lingones no han venido, ¡así que ya pueden prepararse! – Se echó a reír con una risita sin aliento-. ¡Con los caballos remos seremos mejores soldados de caballería que los germanos!
–Los bitúrigos tampoco están aquí -observó Sedulio, rey de los lemosines-. He oído por ahí el rumor de que prefieren a Roma antes que a nosotros.
–Yo ya había advertido su ausencia -hizo notar Vercingetórix-. ¿Tiene alguien alguna prueba de ello que sea más tangible que un simple rumor?
La ausencia de los bitúrigos era grave, pues en sus tierras se encontraban las minas de hierro, y hacía falta encontrar hierro en abundancia a fin de convertirlo en acero en cantidad suficiente como para hacer muchos, muchos miles de cotas de malla, yelmos, espadas y puntas de lanza.
–Iré personalmente a Avárico para averiguar por qué no han venido -les dijo Cathbad.
–¿Y qué hacemos los eduos? – preguntó Litavico, que había acudido con Coto, uno de los dos vergobretos de aquel año-. Nosotros estamos contigo, Vercingetórix.
–Los eduos tenéis el deber más importante de todos, Litavico, pues tenéis que fingir que sois amigos y aliados de Roma.
–¡Ah! – exclamó Litavico sonriendo.
–¿Por qué tenemos que usar a la vez todo lo que es una ventaja para nosotros? – preguntó retóricamente Vercingetórix-. Imagino que mientras César crea que los eduos son leales a Roma, también pensará que tiene probabilidades de ganar. Y, como tiene por costumbre, les pedirá a los eduos que le den más soldados a caballo, más infantería, más grano, más carne, más de todo aquello que necesite. Y los eduos deben mostrarse siempre de acuerdo en darle con sumo gusto cualquier cosa que él solicite. Que se deslomen por ayudar. Sólo que todo lo que se le prometa a César no debe llegar a él nunca.
–Pero siempre con nuestras disculpas más efusivas, eso sí -dijo Coto.
–Oh, claro -convino Vercingetórix con gravedad.
–La Provenza romana es un peligro muy real que no deberíamos subestimar -observó Lucterio, rey de los cardurcos, frunciendo el ceño-. Los romanos han entrenado muy bien a los galos de la Provenza: son capaces de luchar como auxiliares al estilo romano, tienen almacenes atiborrados de armaduras y armamento y también disponen de caballería. Por eso me temo que nunca conseguiremos que se aparten de Roma.
–¡Es demasiado pronto para hacer afirmaciones tan derrotistas como ésa! Sin embargo, es cierto que tendríamos que asegurarnos de que los galos de la Provenza no estén en condiciones de ayudar a César. Tu trabajo, Lucterio, será encargarte de eso, puesto que procedes de un pueblo cercano a la Provenza. En un plazo de dos meses a contar desde ahora, en el momento en que el invierno es más crudo, nos reuniremos armados aquí, en la llanura situada delante de Carnutum. Y luego… ¡la guerra!
Sedulio recogió el grito:
–¡Guerra! ¡Guerra! ¡Guerra!
En Agedinco Trebonio era consciente de que algo extraño estaba ocurriendo, aunque no tenía ni idea de qué era. No había recibido noticias de Fufio Cita desde Genabo, pero tampoco había oído ni el menor rumor acerca de su fatal destino. Ningún romano ni ningún griego en las cercanías había sobrevivido para contarlo, y ningún galo se había presentado ante él. Los graneros de Agedinco estaban casi llenos, pero no había llegado ningún carromato en más de dos nundinae. Fue entonces cuando Litavico, rey de los eduos, apareció por allí para saludar mientras iba de camino de regreso a Bibracte.
–¿Has visto u oído algo anormal? – le preguntó Trebonio, que tenía un aspecto más triste de lo que era normal en él.
A Litavico siempre le había fascinado que aquellos romanos tuvieran con tanta frecuencia un aire tan poco guerrero, tan inmarcial, y Cayo Trebonio constituía un ejemplo perfecto de ello. Era un hombre más bien pequeño y más bien gris al que el prominente cartílago tiroide de la garganta le subía y le bajaba con nerviosismo siempre que tragaba; tenía un par de ojos grises, grandes y tristes. Sin embargo era un soldado muy bueno e inteligente en el que César tenía una gran confianza, y que nunca había dejado a éste en la estacada. Cualquier cosa que se le decía que hiciera, la hacía. Senador romano, en su época fue un brillante tribuno de la plebe. Un hombre fiel a César hasta la muerte.
–No, nada -le respondió Litavico alegremente.
–¿Has estado en algún sitio cerca de Genabo?
–Pues no -repuso Litavico sin olvidar que su deber era guardar siempre las apariencias como amigo y aliado. De nada serviría contarle mentiras que Trebonio podría descubrir antes de que las verdaderas lealtades de los eduos salieran a la luz-. He ido a la boda de mi primo en Metiosedo, así que no he estado al sur del Sequana. Sin embargo, todo está en calma. No he oído nada digno de mención.
–Los carros de grano han dejado de venir.
–Sí, eso es bastante raro. – Litavico simuló quedarse pensativo-. Sin embargo, es de conocimiento general que los senones y los carnutos están muy descontentos con la ejecución de Acón. Quizá se nieguen a vender grano. ¿Andas escaso?
–No, tenemos suficiente. Pero esperaba más.
–Dudo que recibas más ya -le comentó animadamente Litavico-. El invierno llegará cualquier día.
–¡Ojalá todos los galos hablasen latín! – exclamó Trebonio dejando escapar un suspiro.
–Oh, bien, los eduos han estado aliados con Roma durante mucho tiempo. Yo fui a la escuela allí durante dos años. ¿Has tenido noticias de César?
–Sí, está en Rávena.
–Rávena… ¿Dónde está eso exactamente? Refréscame la memoria, Trebonio.
–Está en el Adriático, no lejos de Arimino, si eso te sirve de ayuda.
–Sí, me ha ayudado mucho -dijo Litavico poniéndose en pie con pereza-. Tengo que irme.
–¿Una comida, por lo menos?
–No, mejor no. No me he traído el chal de invierno ni mi par de pantalones que más abrigan.
–¡Tú y tus pantalones! ¿No aprendiste nada en Roma?
–Cuando el aire de Italia te levanta las faldas, Trebonio, calienta todo lo que haya debajo. Pero cuando en invierno sopla el aire en la Galia, es capaz de helar hasta las piedras de las catapultas.
A principios de marzo mucho más de cien mil galos procedentes de distintas tribus convergieron en Carnutum, donde Vercingetórix hizo los preparativos rápidamente.
–No quiero que todo el mundo se agote antes incluso de que yo empiece -le dijo al consejo cuando se congregaron con Cathbad dentro de la casa bien caldeada de éste-. César sigue en Rávena, y al parecer tiene más interés en lo que ocurre en Roma que en lo que pueda estar pasando en la Galia. Los pasos alpinos ya están bloqueados por la nieve, y no podrá llegar aquí con rapidez por mucha fama que tenga de darse prisa. Y nosotros estaremos entre sus legiones y él venga cuando venga.
Cathbad, que parecía cansado y un poco desanimado, se había sentado a la derecha de Vercingetórix y tenía una pila de rollos sobre la mesa. Siempre que los ojos de los demás se posaban en Vercingetórix, los de Cathbad se dirigían, al fondo, a su esposa, que se movía en silencio atareada en llevar vino y cerveza. ¿Por qué se sentía tan deprimido, tan inútil? Como la mayoría de los sacerdotes profesionales de todas las tierras, no tenía el don de la adivinación, no tenía clarividencia. Esas cosas sólo se les otorgan a los marginados y a los forasteros, condenados, como le había ocurrido a Casandra, a que nunca nadie los creyera.
Y esto lo decía partiendo de unos conocimientos muy difíciles de adquirir, y a pesar de que los sacrificios habían sido favorables. Quizá lo que sentía en aquel momento fuese un simple eclipse, pensó esforzándose por ser justo, por ser objetivo. Vercingetórix tenía alguna cualidad en común con César, y Cathbad notaba esa similitud. Pero uno es un romano enormemente experimentado que se aproxima a los cincuenta años, y el otro es un galo de treinta que nunca ha guiado un ejército.
–Cathbad -le llamó Vercingetórix interrumpiendo los temores internos del druida jefe-, ¿debo asumir que los bitúrigos están en nuestra contra?
–La palabra que utilizaron fue «tontos» -le informó Cathbad-. Sus druidas han estado intentando ponerlos de nuestra parte, pero la tribu está unida, y no en nuestra dirección precisamente. Están dispuestos a vendernos hierro, incluso a convertirlo en acero para nosotros, pero no quieren ir a la guerra.
–Entonces nosotros les haremos la guerra a ellos -les aseguró Vercingetórix sin vacilar-. Ellos tienen el hierro, pero no dependemos de ellos para convertirlo en acero o para tener herreros. – Sonrió y apareció cierto brillo en sus ojos-. Lo que sucede es bueno en realidad. Si los bitúrigos no quieren unirse a nosotros, entonces no tendremos que pagarles el hierro, sino que se lo quitaremos. No he oído que ninguno de los que estamos presentes aquí hoy tenga carencia de hierro, pero nos va a hacer falta mucho más. Mañana emprenderemos la marcha hacia los bitúrigos.
–¿Tan pronto? – preguntó Gutruato sin aliento.
–Lo más seguro es que el invierno empeore, que no mejore, Gutruato, y tenemos que utilizarlo para traer a los pueblos disidentes al redil. Cuando llegue el verano, los pueblos de la Galia estarán unidos contra Roma, no divididos entre si. Y entonces podremos luchar contra César, aunque si las cosas salen como yo pienso, él nunca podrá usar todas sus legiones.
–Me gustaría saber más cosas antes de ponerme en marcha -dijo Sedulio, rey de los lemosines, frunciendo el ceño.
–¡Para eso es para lo que nos reunimos hoy, Sedulio! – le aseguró Vercingetórix riéndose-. Quiero comentar la lista de los pueblos que están presentes aquí, quiero saber quién más va a venir, quiero enviar de vuelta a sus casas a algunos para que esperen hasta la primavera, quiero recaudar un impuesto de guerra justo, quiero organizar nuestro primer sistema monetario, quiero asegurarme de que los hombres que se queden para atacar a los bitúrigos estén debidamente armados y equipados, quiero convocar una gran concentración para la primavera, quiero separar una parte de las fuerzas para que vaya a la Provenza con Lucterio… ¡y ésas son sólo unas cuantas de las cosas de las que tenemos que hablar antes de que nos durmamos!
Vercingetórix estaba cambiando notablemente; se le veía lleno de resolución y de fuego, impaciente pero paciente a la vez. Si a alguno de los veinte hombres que estaban en la casa de Cathbad se le hubiera pedido que describiera cómo podría ser el primer rey de la Galia, hasta el último de ellos habría pintado con palabras el cuadro de un gigante de pecho desnudo y de macizos músculos ataviado con un chal que llevase un arco iris con todos los colores tribales, el cabello áspero y un bigote hasta los hombros, un Dagda venido a la tierra. Y, sin embargo, aquel hombre delgado e intenso que captaba aquel día su atención no resultaba ninguna decepción; los grandes jefes de tribu de la Galia celta estaban empezando a comprender que lo que un hombre llevaba dentro era más importante que su aspecto físico.
–¿Voy a tener mi propio ejército? – le preguntó Lucterio, atónito.
–Has sido tú quien ha dicho que debíamos solucionar lo de la Provenza, y… ¿a quién mejor que tú podría yo enviar, Lucterio? Necesitarás cincuenta mil hombres, y lo mejor será que elijas a los pueblos que tú conoces: tus propios cardurcos, los petrocorios, los santones, los pictones, los andos. – Vercingetórix pasó rápidamente los dedos por un montón de rollos sin dejar de mirar a Cathbad-. ¿Está la lista de los rutenos ahí, Cathbad?
–No -respondió éste sin necesidad de mirar-. Ellos prefieren a Roma.
–Entonces tu primera tarea será subyugar a los rutenos, Lucterio. Convéncelos de que el derecho y el poder están con nosotros, no con Roma. Desde los rutenos hasta los volcos sólo hay un paso. Más adelante hablaremos con más detalle de tu estrategia, pero tarde o temprano tendrás que dividir a tus tropas e ir en dos direcciones: hacia Narbo y Tolosa, y hacia los helvios y el Ródano. Los aquitanos se están muriendo de ganas de rebelarse a la menor oportunidad, así que no tardarás mucho en tener que rechazar voluntarios.
–¿Tengo que empezar mañana?
–Sí, mañana. Demorarse siempre es fatal cuando el enemigo es César. – Vercingetórix se volvió hacia el único eduo que estaba presente-. Litavico, ve a tu casa. Los bitúrigos estarán pidiendo ayuda a los eduos.
–Ayuda que tardará bastante en llegar -puntualizó Litavico sonriendo.
–¡No, tienes que ser más sutil, Litavico! Quéjate a los legados de César, pídeles consejo. ¡Ponte en camino con un ejército si hace falta! Estoy seguro de que encontrarás excusas válidas para que ese ejército no llegue nunca a su destino. – El nuevo rey de los galos, que todavía no había pedido que lo llamasen así, le dirigió a Litavico una mirada calculadora desde debajo de aquellas cejas negras-. Hay un factor que debemos discutir largamente ahora. No quiero que en el futuro se me reproche nada o se me acuse de represalias partidistas.
–Los boios -sentenció Litavico al instante.
–Exacto. Después de que César envió a los helvecios de vuelta a su tierra hace seis años, permitió que el clan helvecio de los boios permaneciera en la Galia, a petición de los eduos, que los querían a modo de amortiguador entre ellos y los arvernos. Se asentaron en unas tierras que nosotros los arvernos reclamamos como nuestras, pero que tú le dijiste a César que eran vuestras. Pero yo exijo, Litavico -le dijo Vercingetórix con seriedad-, que los boios se marchen y que esas tierras se nos devuelvan. Eduos y arvernos luchan ahora en el mismo bando, y no hay necesidad ya de ningún amortiguador. Quiero un acuerdo de vuestros vergobretos según el cual los boios se marcharán y esas tierras se nos devolverán a los arvernos. ¿De acuerdo?
–De acuerdo -aceptó Litavico, y resopló de satisfacción-. Las tierras son de segunda categoría. Después de la guerra, nosotros, los eduos, nos contentaremos con quedarnos la tierra de los remos como justa compensación. Los arvernos podéis expansionaros en las tierras de los lingones, que también son traidores. ¿Estás de acuerdo?
–De acuerdo -dijo Vercingetórix sonriendo.
Volvió de nuevo su atención a Cathbad, que no parecía más contento que antes.
–¿Por qué no ha venido el rey Commio? – le preguntó en tono exigente.
–Estará aquí en el verano, no antes. Y para entonces espera ser el jefe de todos los belgas occidentales que queden vivos.
–César nos dio una buena ventaja al traicionarlo.
–No fue César -dijo Cathbad con desdén-. Juraría que la conspiración fue por completo obra de Labieno.
–¿Acaso advierto en ti una nota de simpatía hacia César?
–Nada de eso, Vercingetórix. ¡Pero la ceguera no es ninguna virtud! Si has de derrotar a César tienes que esforzarte por comprenderlo. Él estará siempre dispuesto a juzgar a un galo y a ejecutarlo, como hizo con Acón, pero considera una falta de honor la clase de traición cometida con Commio.
–¡El juicio de Acón fue amañado! – le dijo Vercingetórix con enojo.
–Sí, claro que lo fue -aceptó Cathbad, perseverando-. ¡ Pero fue legal! ¡Eso por lo menos lo entiendo de los romanos! Les gusta aparentar que son legales. Y eso no se puede decir de ningún romano con más certeza que de César.
Lo primero que Cayo Trebonio supo en Agedinco de la marcha contra los bitúrigos fue a través de Litavico, que llegó al galope desde Bibracte jadeante y alarmado.
–¡Hay guerra entre las tribus! – le comunicó a Trebonio.
–¿No es una guerra contra nosotros? – le preguntó éste.
–No. Es entre los arvernos y los bitúrigos.
–¿Y qué ha pasado?
–Los bitúrigos nos han pedido ayuda a los eduos. Tenemos antiguos tratados de amistad que se remontan a los tiempos en que guerreábamos continuamente con los arvernos. Los bitúrigos se encuentran más allá, lo cual significa que una alianza entre nosotros bloquea a los arvernos por ambas partes.
–¿Qué opináis ahora los eduos?
–Que deberíamos enviar ayuda a los bitúrigos.
–Entonces, ¿por qué vienes a verme?
Litavico abrió mucho los inocentes ojos azules.
–¡Sabes perfectamente bien por qué, Cayo Trebonio! ¡Los eduos gozamos de la condición de amigos y aliados! Si llegase a tus oídos que los eduos nos habíamos levantado en armas y marchábamos hacia el oeste, ¿qué pensarías tú? Convictolavo y Coto me han enviado para informarte de los acontecimientos y pedirte consejo.
–Pues se lo agradezco. – Trebonio parecía más preocupado de lo que solía estar, y se mordió los labios-. Bueno, si es una guerra entre ellos y Roma no está implicada, haz honor a tu antiguo tratado, Litavico. Envíales ayuda a los bitúrigos.
–Pareces inquieto.
–Más sorprendido que inquieto. ¿Qué pasa con los arvernos? Yo creía que Gobanicio y sus ancianos no aprobaban hacer la guerra con nadie.
Litavico cometió su primer error: parecía demasiado desenfadado y hablaba con demasiada presteza, demasiado airoso.
–¡Oh, Gobanicio está fuera! – exclamó-. Vercingetórix gobierna a los arvernos.
–¿Gobierna?
–Sí, quizá sea una palabra demasiado fuerte. – Litavico adoptó una expresión recatada-. Es vergobreto sin colega.
Lo cual hizo reír a Trebonio. Y, sin dejar de reírse, acompañó a la salida a Litavico cuando éste se marchó después de aquella visita urgente. Pero en el momento en que Litavico marchó haciendo ruido, Trebonio se fue a buscar a Quinto Cicerón, Cayo Fabio y Tito Sextio.
Quinto Cicerón y Sextio estaban al mando de algunas legiones de entre las seis acampadas alrededor de Agedinco, mientras que Fabio tenía a su cargo a las diez legiones destinadas con los lingones ochenta kilómetros más cerca de los eduos. Que Fabio estuviera en Agedinco era inesperado; había venido, explicó, para aliviar el aburrimiento.
–Pues considéralo aliviado -le dijo Trebonio, más afligido que nunca-. Algo está ocurriendo y no nos lo están contando todo, ni mucho menos.
–Pero están haciendo la guerra entre ellos, luchan unos contra otros -observó Quinto Cicerón.
–¿En invierno? – Trebonio empezó a pasearse arriba y abajo-. Es la noticia acerca de Vercingetórix lo que me ha dejado pasmado, Quinto. La sagacidad de la edad se ha acabado y el impetuoso fuego de la juventud se ha aposentado entre los nervios, y no entiendo qué significa eso. Todos recordáis a Vercingetórix. ¿Creéis que iría a la guerra contra sus compañeros galos?
–Pues así parece y así lo creo -dijo Sextio.
–Es muy repentino, ciertamente. Creo que tienes razón, Trebonio. ¿Por qué en invierno? – preguntó Fabio.
–¿Ha venido alguien con información?
Los otros tres delegados hicieron un gesto negativo con la cabeza.
–Pensándolo bien, eso de por sí ya es bastante extraño -dijo Trebonio-. Normalmente siempre hay algo que llega a nuestros oídos, y siempre entre gemidos y quejas. ¿Cuántas conspiraciones contra Roma llegan normalmente a nuestros oídos en el transcurso del descanso de invierno?
–Docenas -contestó Fabio sonriendo.
–Y, sin embargo, este año no ha llegado noticia alguna. Juraría que están tramando algo. ¡Ojalá tuviéramos aquí a Rhiannon! O que volviera ese Hircio.
–Yo creo que deberíamos mandarle un mensaje a César -intervino Quinto Cicerón, y sonrió-. Subrepticiamente. Quizá no haga falta una nota debajo de la tela de una lanza, pero, desde luego, no hay que hacerlo abiertamente.
–Y tampoco a través de las tierras de los eduos -observó Trebonio con súbita decisión-. Encontré algo en Litavico que me dio dentera.
–No deberíamos ofender a los eduos -objetó Sextio.
–Y no lo haremos. Si no saben que le mandamos un comunicado a César, no pueden ofenderse por ello.
–Entonces, ¿cómo se lo enviaremos? – quiso saber Fabio.
–Por el norte -repuso vivamente Trebonio-. A través del territorio de los secuanos hasta Vesontio, y de allí a Ginebra, y de Ginebra a Viena. Lo peor es que el paso de la vía Domicia está cerrado. Los mensajeros tendrán que ir por el camino más largo, por la costa.
–Son mil cien kilómetros -puntualizó Quinto Cicerón con desánimo.
–Pues les daremos toda clase de pasaportes oficiales y autoridad para exigir los mejores caballos, y confiemos en que cubran ciento sesenta kilómetros diarios. Enviaremos sólo a dos hombres, y no serán galos de ninguna tribu. Esto no tiene que salir de esta habitación, sólo han de enterarse los dos hombres que escojamos. Dos legionarios jóvenes y fuertes que sepan montar a caballo igual de bien que César. – Trebonio miró a los demás inquisitivamente-. ¿Alguna idea?
–¿Por qué no dos centuriones? – preguntó Quinto Cicerón.
Los otros parecieron horrorizados.
–¡Quinto, César nos mataría! ¿Dejar a sus hombres sin centuriones? ¡Seguro que ya sabes que preferiría perdernos a todos nosotros que a un sólo centurión junior!
–¡Oh, sí, desde luego! – reconoció ahogadamente Quinto Cicerón recordando su roce con los sugambros.
–Dejadme a mí el asunto -dijo Fabio con decisión-. Escribe el mensaje, Trebonio, y yo encontraré un par de muchachos en mis legiones que se lo lleven a César. Así resultará menos obvio. De todos modos, tengo que volver.
–Mejor será que tratemos de averiguar algo más si es que podemos hacerlo -comentó Sextio-. Trebonio, dile a César que habrá más información esperándole en Nicea, en la carretera de la costa.
César estaba en Placentia [Plasencia], en Italia, de manera que el mensaje le llegó al cabo de seis días. Una vez que Lucio César y Décimo Bruto llegaron a Rávena, la inercia empezó a empalagar. Las cosas de Roma parecían ir bastante bien bajo el mandato del cónsul sin colega, y César no vio provecho alguno en permanecer en Rávena sólo para enterarse de lo que le ocurría a Milón, al que seguro que enviarían a juicio y hallarían culpable. Si había algo en todo aquel asunto que le fastidiaba, era la conducta de Marco Antonio, su nuevo cuestor, quien le había enviado una brusca nota al efecto de comunicarle que iba a permanecer en Roma hasta que acabase el juicio de Milón, ya que él era uno de los abogados de la acusación. ¡Intolerable!
–Bien, Cayo, tú te ablandaste y lo pediste a tu lado -dijo el tío de Antonio, Lucio César-. Yo jamás lo tendría a mi servicio personal.
–No me habría ablandado si no hubiese recibido una carta de Aulo Gabinio, quien, como tú bien sabes, tuvo a Antonio bajo sus órdenes en Siria. Me dijo que Antonio era una apuesta que le gustaría llevarse consigo: bebida y putas en exceso, no se preocupa demasiado, gasta una montaña de energía en aplastar una pulga y sin embargo se duerme durante un consejo de guerra. Pero a pesar de todo eso, merece la pena el esfuerzo, según Gabinio. Una vez que está en el campo de batalla se convierte en un león, pero un león capaz de pensar bien. De modo que ya veremos lo que hago con él. Si encuentro que es un lastre, se lo enviaré a Labieno. ¡Eso será interesante! Un león y un canalla.
Lucio César hizo una mueca de disgusto y no añadió nada mas. Su padre y el padre de César eran primos hermanos, la primera generación de aquella antigua familia que había ostentado el consulado desde hacía mucho tiempo… gracias a la alianza por matrimonio entre Julia, la tía de César, y Cayo Mario, el enormemente acaudalado y advenedizo hombre nuevo de Arpino. El cual resultó ser el mejor militar de la historia de Roma. Con aquel matrimonio el dinero había vuelto a fluir hacia los cofres de los Julios Césares, y dinero era lo único que le faltaba a la familia. Cuatro años mayor que César, Lucio César no era, afortunadamente, un hombre celoso, y Cayo, de la rama menor, prometía convertirse en un general aún mejor que Cayo Mario. En realidad, Lucio César había pedido ser legado de César sólo por la curiosidad que sentía de ver a su primo en acción, pues tan orgulloso estaba de Cayo que leer los despachos que enviaba al Senado de pronto le pareció algo muy manso y de segunda mano. Consular distinguido, eminente miembro de jurados, desde hacía mucho tiempo miembro del colegio de Augures, Lucio César decidió a los cincuenta y dos años volver a la guerra. Bajo el mando de su primo Cayo.
El viaje de Rávena a Placentia no fue demasiado malo, porque César paraba a menudo para celebrar sesiones jurídicas regionales en las ciudades principales a lo largo de la vía Emilia: Bononia, Módena, Regio, Parma, Fidentia. Pero lo que un gobernador ordinario tardaba una nundinum en resolver, César lo resolvía en un día; y luego continuaba hasta la ciudad siguiente. La mayoría de los asuntos eran financieros, normalmente de carácter civil, y era raro que hubiera necesidad de formar un jurado. César escuchaba con atención, hacía las sumas mentalmente, daba unos golpecitos sobre la mesa con el extremo de su varita de marfil, símbolo de su imperium, y emitía su juicio. El siguiente caso, por favor… ¡vamos, vamos! Nadie se atrevía a discutir nunca sus decisiones. Probablemente, pensaba Lucio César en cierto modo divertido, porque su eficiencia metódica desanimaba a ello más que cualquier otra cosa que tuviera que ver con la justicia. Justicia era lo que recibía el vencedor; el perdedor nunca.
Por lo menos en Placentia la pausa iba a ser más prolongada, porque allí César había metido a la decimoquinta legión para que recibiera instrucción durante su estancia en Iliria y en la Galia Cisalpina, y quería ver con sus propios ojos cómo le iban las cosas. Había dado órdenes especificas: entrenarlos hasta que cayeran rendidos y luego entrenarlos para que no cayeran rendidos. Había llamado a cincuenta centuriones entrenadores para que se trasladaran allí desde Capua, veteranos de pelo canoso que babeaban ante la perspectiva de convertir unas vidas de diecisiete años en una estudiada combinación de sufrimiento y tristeza, y les había dicho que tenían que concentrarse en los centuriones de la decimoquinta durante su hipotético tiempo libre. Había llegado el momento de ver el resultado de tres meses de entrenamiento en Placentia, y César envió un mensaje en el que decía que iba a pasar revista a las legiones en el terreno para desfiles el día siguiente al alba.
–Si pasan la revista de modo satisfactorio, Décimo, puedes marchar con ellos de inmediato a la Galia Transalpina por la carretera de la costa -le comunicó durante la cena que tomaron a media tarde.
Décimo Bruto asintió tranquilamente mientras mascaba una especialidad del lugar consistente en verduras mezcladas y ligeramente fritas en aceite de oliva.
–He oído decir que son unas tropas realmente estupendas -dijo mojando las manos en un recipiente de agua.
–¿Quién te ha dado esa noticia? – le preguntó César picando con indiferencia de un pedazo del cerdo que habían asado en leche de oveja hasta que había quedado dorado y crujiente y la leche se había evaporado por completo.
–Un proveedor de alimentos del ejército.
–¿Y un proveedor de provisiones del ejército lo sabe?
–¿Quién mejor? Los hombres de la decimoquinta han trabajado tanto que han agotado en Placentia todo aquello que grazna, gruñe, bala o cloquea, y los panaderos del lugar trabajan dos turnos al día. Mi querido César, Placentia te ama.
–¡Un éxito, Décimo! – dijo César riendo.
–Tengo entendido que Mamurra y Ventidio iban a reunirse con nosotros aquí -observó Lucio César, que tenía más apetito que su primo y estaba disfrutando a conciencia de aquella cocina del norte condimentada con menos especias que la de Roma, que se volvía loca por la pimienta.
–Llegan pasado mañana de Cremona.
Hircio, que estaba demasiado atareado para comer con ellos, entró.
–César, una carta urgente de Cayo Trebonio.
César se incorporó rápidamente y quitó las piernas del canapé que compartía con su primo, tendiendo una mano para coger el rollo. Rompió el sello del mismo, lo desenrolló y lo leyó de un rápido vistazo.
–Han cambiado los planes -comentó luego sin que se le alterase la voz-. ¿Cómo ha llegado esto, Hircio? ¿Cuántos días ha pasado en camino?
–Sólo seis días, César, y por la carretera de la costa. Deduzco que Fabio ha enviado a dos legionarios capaces de montar a caballo como el viento, cargados de dinero y de papeles oficiales. Lo han hecho bien.
–Por supuesto.
Un cambio se había producido en César, un cambio que Décimo Bruto e Hircio conocían ya de tiempo, pero Lucio César no lo conocía todavía en absoluto. El consular urbano había desaparecido y lo había sustituido un hombre tan llano, tan vivo y tan concentrado como Cayo Mario.
–Tendré que dejar cartas para Mamurra y Ventidio, así que me voy a escribirlas…, a ellos y también a otros. Décimo, manda decir a la decimoquinta que esté preparada para ponerse en marcha al alba. Hircio, ocúpate de la caravana de víveres. Nada de carromatos con bueyes, todo en carros tirados por mulas o directamente sobre mulas. No encontraremos suficiente comida en Liguria, así que la caravana con la impedimenta tendrá que ir rápido. Comida para diez días, aunque no vamos a tardar tanto tiempo en llegar a Nicea. Diez días hasta Aquae Sextiae, en la Provenza, si la decimoquinta es la mitad de buena que la décima. – César se dio la vuelta hacia su primo-. Lucio, me marcho y tengo prisa. Tú puedes continuar el viaje a tu ritmo si lo prefieres. Si no, tendrás que estar preparado tú también mañana al alba.
–Mañana al alba -le aseguró Lucio César mientras se ponía los zapatos-. No pienso perderme este espectáculo, Cayo.
Pero Cayo había desaparecido ya. Lucio levantó las cejas y miró a Hircio y a Décimo Bruto.
–¿Nunca os dice lo que ocurre?
–Ya nos lo dirá -repuso Décimo Bruto al tiempo que salía despacio.
–Nos lo dice cuando tenemos que saberlo -le explicó Hircio mientras entrelazaba su brazo con el de Lucio César y guiaba a éste con gentileza para salir del comedor-. Nunca pierde tiempo. Hoy se las apañará para arreglar muy de prisa todo lo que tiene que dejar atrás en perfecto orden, porque a mí me parece, y a él también, que no vamos a regresar a la Galia Cisalpina. Mañana por la noche, cuando acampemos, nos lo dirá.
–¿Cómo se las arreglarán los lictores para seguir a esa velocidad? Me he fijado en que ya casi los agotó al subir por la vía EmiLiha, y eso por lo menos les daba oportunidad de descansar cada dos días.
–A menudo he pensado que deberíamos hacer pasar a nuestros lictores por un campamento de entrenamiento junto con los soldados. Cuando César se mueve con rapidez prescinde de los lictores, sea constitucional o no. Ellos van a su propio paso y César les deja dicho dónde va a estar su cuartel general, porque ahí es donde se quedarán.
–¿Cómo vas a encontrar mulas suficientes con tan poco tiempo de antelación?
Hircio sonrió.
–La mayoría son mulas de Mario -dijo haciendo referencia al hecho de que Cayo Mario había cargado un equipo de quince quilos a la espalda de cada legionario, convirtiéndolos así en mulas-. Ésa es otra cosa que aprenderás del ejército de César, Lucio. Todas las mulas que la decimoquinta necesite estarán ahí mañana por la mañana, tan en forma y tan dispuestas para la acción como los hombres. César siempre espera poder poner en marcha una legión en un instante. Y para ello la legión debe estar permanentemente preparada en todos los aspectos.
La decimoquinta estaba formada en columna a la mañana siguiente al alba cuando César, Lucio César, Aulio Hircio y Décimo Bruto entraron a caballo en el campamento. Cualquier nerviosismo que hubiera agitado a la decimoquinta desde el momento en que se le informó de que se ponía en marcha y el comienzo de la marcha en si, no se notaba en absoluto; la primera cohorte se puso en su lugar detrás del general y sus tres legados con enorme precisión, y la décima cohorte, situada en la cola, se movió casi al mismo tiempo que la primera.
Los legionarios marchaban de ocho en fondo en sus diez octetos mientras el sol naciente se reflejaba en las cotas de malla pulidas para un desfile que no había empezado a celebrarse. Cada hombre, con la cabeza descubierta, llevaba un cinturón con espada y daga y acarreaba el pilum en la mano derecha. Colocaba el petate en una vara en forma de T inclinada sobre el hombro izquierdo, de la cual el artículo colgado más notable era el escudo en su funda de pellejo y el casco que sobresalía como una ampolla en lo alto. En el petate llevaban una ración de trigo para cinco días, garbanzos (o alguna otra legumbre) y tocino; un frasco de aceite, un plato y una taza, todo ello de bronce; sus cosas de afeitar; túnicas de repuesto, pañuelos del cuello y ropa interior; la cresta de cola de caballo teñida para el casco; el sagum circular (con un agujero en el medio para asomar la cabeza por él) hecho de lana de Liguria engrasada para hacerla impermeable; calcetines y pieles para poner dentro de las caligae en el tiempo frío; una manta; un cesto de mimbre plano para llevar tierra; y cualquier otra cosa sin la que no pudieran vivir, tales como un talismán de la suerte o un mechón de cabello de su novia. Algunos artículos de primera necesidad se repartían entre los componentes del octeto: un hombre llevaba el pedernal para hacer fuego, otro la sal del octeto, otro el valioso trocito de levadura que servía para hacer el pan, o una colección de hierbas, o una lámpara, o un frasco de aceite para la lámpara, o un pequeño haz de ramitas para encender el fuego. Algunas herramientas para cavar, como una dolabra o pala y dos estacas para la empalizada del campamento iban sujetas con correas a la vara de la estructura que aguantaba el petate de cada hombre, lo que la hacía del tamaño adecuado para que las pudieran llevar con comodidad en la mano.
En la mula del octeto iba un pequeño molinillo para moler grano, un hornito de arcilla para cocer el pan, utensilios de cocina de bronce, pila de repuesto, agua en pellejos y una tienda de piel doblada de forma compacta y apretada junto con las cuerdas y los postes. Las diez mulas de la centuria iban trotando detrás de la misma, y a la mula de cada octeto la atendían los dos criados no combatientes del octeto, entre cuyas obligaciones durante la marcha estaba el importante deber de abastecer de agua a los hombres mientras avanzaban. Como no había caravana formal de impedimenta en aquella marcha urgente, el carromato de cada centuria, tirado por seis mulas, iba detrás de la misma; contenía herramientas, clavos, cierta cantidad de equipo privado, barriles de agua, una piedra de molino más grande, comida extra y la tienda y las pertenencias del centurión, que era el único hombre de la centuria que marchaba sin estorbos.
Cuatro mil ochocientos soldados, sesenta centuriones, trescientos artilleros, un cuerpo de cien ingenieros y artificieros y unos mil seiscientos no combatientes formaban la legión, que tenía al completo todas sus fuerzas. Con ella, tiradas por mulas, viajaban las treinta piezas de artillería de la decimoquinta: diez ballestas para arrojar piedras y veinte catapultas de varios tamaños, junto con los carromatos en los que se transportaban piezas de recambio y municiones. Los artilleros escoltaban sus queridas máquinas, engrasando los agujeros de los ejes, preocupándose por ellas, acariciándolas. Sabían hacer muy bien su trabajo, cuyo éxito no dependía de la suerte ciega, pues los artilleros entendían de trayectorias, y con el proyectil de una catapulta eran capaces de acabar, con extraordinaria precisión, con cualquier enemigo que estuviera manejando un ariete o una torre de asedio. Los proyectiles eran para blancos humanos, las piedras o los cantos rodados para maquinaria de bombardeo o para sembrar el terror entre una masa de gente.
Tenían buen aspecto, pensó César con satisfacción, y fue rezagándose para empezar a hacer lo que tenía que hacer con sesenta centurias: animar a los hombres y decirles adónde iban y qué esperaba de ellos. Unos dos kilómetros y medio desde la primera fila de la primera cohorte hasta la última fila de la décima cohorte, con los artilleros e ingenieros en el medio.
–¡Hacedme sesenta y cinco kilómetros al día y podréis descansar y disfrutar de dos días en Nicea! – les decía a voces, sonriente-. ¡Hacedme cincuenta kilómetros al día y tendréis guardia durante lo que queda de esta guerra! ¡Hay trescientos cincuenta kilómetros desde Placentia hasta Nicea, y tengo que estar allí dentro de cinco días! ¡Para ese tiempo es la comida que lleváis y ésa es toda la comida que vais a tener! ¡Los muchachos del otro lado de los Alpes nos necesitan, y nosotros vamos a estar allí antes que esos cunni de galos sepan siquiera que nos hemos puesto en marcha! ¡Así que estirad bien las piernas, muchachos, y demostradle a César de qué estáis hechos!
Y le demostraron a César de qué estaban hechos, y fueron más allá que en la ocasión en que los sugambros los sorprendieron no hacía muchos meses. La carretera que Marco Emilio Escauro había construido entre Dertona y Génova, junto al mar toscano, era una obra maestra de ingeniería que apenas subía o bajaba cuando cruzaba desfiladeros sobre viaductos y se rizaba rodeando los flancos de altísimas montañas, y aunque la carretera que seguía la costa desde Génova hasta Nicea no era ni mucho menos tan buena, si que era considerablemente mejor de lo que era cuando Cayo Mario guió a sus treinta mil hombres por ella. Una vez que se hubo establecido el ritmo y las tropas se acostumbraron a las rutinas de una larga marcha, César logró sus sesenta y cinco kilómetros diarios a pesar de lo cortos que son los días en invierno. Los pies se les habían endurecido hacía mucho tiempo en el campamento de entrenamiento y había trucos para enfrentarse al destino de las mulas de Mario; la decimoquinta era muy consciente de su pobre marca hasta aquel momento, y estaba decidida a superarla.
En Nicea los soldados tuvieron los dos días de descanso prometidos, mientras César y sus legados empezaban a luchar con las consecuencias de la carta de Cayo Trebonio que allí les aguardaba.
Hemos logrado esta información, César, secuestrando a un druida arverno y enviándoselo a Labieno para que lo interrogase. Te preguntarás que por qué un druida. Fabio, Sextio, Quinto Cicerón y yo estuvimos hablando del asunto y decidimos que un siervo no sabría lo suficiente, y que un guerrero posiblemente considerase preferible morir antes que decir nada que mereciera la pena oír, mientras que los druidas son blandos. Si nuestros tribunos de la plebe tuvieran la mitad de la verdadera inviolabilidad de que dis fruta el más insignificante de los druidas, estarían gobernando Roma de forma mucho más despiadada de como lo hacen ahora. Elegimos a Labieno para interrogar al druida porque… bueno, no hace falta que te lo diga, ¿verdad? Aunque imagino que el druida estaba balbuceando lo que sabía mucho antes de que Labieno pusiera los hierros de marcar al fuego.
Cayo Fufio Cita, sus comisionados, los demás ciudadanos romanos civiles y unos cuantos mercaderes griegos que vivían en Genabo fueron asesinados a primeros de febrero, aunque nadie salió de allí para contárnoslo. Los carnutos empezaron a hacer correr la noticia hasta Gergovia el mismo día en que se produjo la matanza. Vercingetórix había sido expulsado de la oppidum, pero en el momento en que se enteró de lo de Genabo se puso al frente del consejo arverno y asesinó a Gobanicio. A continuación se hizo llamar rey, y todos los fanáticos arvernos lo aclamaron como tal.
Al parecer inmediatamente después se dirigió a Carnutum y allí celebró una conferencia con Gutruato, rey de los carnutos, y tu viejo amigo Cathbad, el druida jefe. Nuestro informador no nos pudo decir quién más acudió a ella, excepto que creía que Lucterio, vergobreto de los cardurcos, había estado allí, ¡Y también Commio! Cuando acabó la conferencia se hizo un llamamiento a las armas.
Esta guerra no es cosa de risa, César. Los galos se están uniendo desde la desembocadura del Mosa hasta Aquitania, y por todo el país de oeste a este. Convencido de que una Galia unida cuenta con el suficiente número de guerreros para echarnos, Vercingetórix tiene intención de unificar la Galia bajo su liderazgo.
Se reunieron en asamblea a las puertas de Carnutum a primeros de marzo para empezar una campaña de invierno. ¿Contra nosotros?, preguntas. No, contra cualquier tribu que rehúse unirse a la causa.
Lucterio y cincuenta mil cardurcos, pictones, andos, petrocorios y santones empezaron a guerrear contra los rutenos y los gabalos. Una vez que los hayan metido en el redil galo, Lucterio y su ejército avanzarán y entrarán en la Provenza, particularmente en la zona de Narbona y Tolosa, para cortar nuestras comunicaciones con las Hispanias. También va a extender la disensión entre los volcos y los helvecios.
El propio Vercingetórix está al frente de un ejército de unos ochenta mil hombres compuesto por senones, carnutos, arvernos, suesiones, parisienses y mandubios, y avanza hacia los bitúrigos, que se negaron a tener nada que ver con la idea de una Galia unida. Como los bitúrigos son los que poseen las minas de hierro, es fácil comprender por qué Vercingetórix tiene que convencerlos de que están equivocados.
Mientras escribo esto, Vercingetórix y su ejército están en movimiento y se adentran en las tierras de los bitúrigos. Nuestro druida informador dijo que Vercingetórix piensa atacarnos cuando llegue la primavera. Su estrategia no está mal: piensa mantenerte a ti aislado de nosotros, basándose en la teoría de que sin ti nosotros no nos atreveremos a salir de nuestros campamentos, donde piensa asediarnos.
Sin duda hay una pregunta cuya respuesta ardes en deseos de conocer: para empezar, ¿cómo es que llegamos a secuestrar a un druida arverno? ¿Por qué no estábamos repantigados disfrutando de la inercia del invierno tal como Vercingetórix imaginaba que haríamos? De ello el responsable es Litavico, rey de los eduos, César. Me ha visitado en varias ocasiones desde principios de febrero, y en todas ellas de la manera más casual y desenfadada… pasaba por aquí después de asistir a una boda, y otros pretextos de esa clase. Yo no me creía nada de eso hasta que llegó después de la gran marcha de concentración cerca de Carnutum, cuando me informó de que Vercingetórix estaba gobernando Gergovia. Le hice alguna pregunta al respecto y él se retractó con demasiada prisa y de una forma demasiado brusca. Pensó que era muy gracioso cuando quiso arreglarlo diciendo que Vercingetórix era «vergobreto sin colega». Me desternillé de risa, lo acompañé hasta la salida y a continuación te envié la primera carta.
César, no tengo absolutamente ninguna prueba concreta que pueda llevarme a pensar que los eduos están pensando en formar parte de la Galia unida de Vercingetórix, pero hay que estar al tanto. A mí me da en la nariz que están en ello, O que los jóvenes como Litavico están en ello, aunque los vergobretos no lo estén. Los bitúrigos pidieron ayuda a los eduos, los eduos me enviaron a Litavico para informarme y para preguntarme si me importaría que ellos mandaran un ejército para ayudar a los bitúrigos. Si lo único que hay por medio es una querella interna, le dije yo, adelante, envía un ejército.
Pero el destino de ese ejército me está llamando la atención en este momento. Se puso en marcha, muy fuerte y bien armado, y se dirigió hacia las tierras de los bitúrigos. Pero cuando esas tropas llegaron al margen oriental del Loira, se asentaron allí y no llegaron a cruzar el río. Después de esperar varios días regresó a sus tierras de nuevo. Litavico acaba de marcharse de aquí después de venir a explicarme por qué dejaron a los bitúrigos sin ayuda. Me ha dicho que Cathbad había enviado aviso de que todo era una conspiración entre los bitúrigos y los arvernos, y que en el momento en que el ejército eduo cruzase el río, los bitúrigos y los arvernos caerían sobre ellos.
Todo resulta demasiado convincente, César, aunque no sé por qué pienso esto. Mis colegas están de acuerdo conmigo, sobre todo Quinto Cicerón, que parece que tiene una vocecita que lo pone sobre aviso en estos casos.
Tú eres quien tiene que decidir qué hacer, y puede ser que no conozcamos tus planes hasta que te veamos en persona. Porque me niego a creer que un rebaño de galos, con o sin los eduos, vayan a impedirte que te reúnas con nosotros cuando estés dispuesto a hacerlo. Pero puedes estar seguro de que estaremos preparados para entrar en acción en cualquier momento a partir de ahora y hasta el verano. Alegando de repente que tiene un campamento poco higiénico, Fabio ha cogido a sus dos legiones y se ha trasladado a otro campamento nuevo no lejos de Bibracte; junto al Icauna, cerca de su nacimiento, por si necesitas saberlo. Los eduos parecieron muy complacidos con este cambio, pero ¿quién sabe? Me he vuelto bastante escéptico acerca de los eduos.
Si decides enviar noticias, tropas o venir tú mismo a Agedinco, quiero advertirte que todos nosotros preferiríamos que dieras un rodeo para evitar las tierras de los eduos. Lo mejor que puedes hacer es ir de Ginebra a Vesontio, y desde allí, atravesando la tierra de los ungones, hasta Agedinco. Ése es el camino que han seguido nuestros mensajeros. Estoy muy contento de tener a Quinto Cicerón aquí conmigo, pues su experiencia con los nervios lo ha convertido en un hombre valiosísimo.
Labieno me pide que te diga que él aguantará con sus dos legiones donde está hasta que reciba noticias tuyas. Él también se ha trasladado y está asentado a las afueras de la oppidum de los remos de Bibrax. No parece haber ninguna duda de que el empujón principal de esta insurrección vendrá de los celtas de la Galia central, así que hemos decidido que sería mejor situarnos a una distancia fácilmente accesible. Los belgas, con Commio o sin él, han dejado de ser una fuerza con la que podamos contar.
Reinaba el silencio en la habitación cuando César acabó de leer aquel comunicado en voz alta. Parte del contenido lo sabían ya por la primera carta de Trebonio, pero ésta proporcionaba una información más concreta.
–Primero nos encargaremos de la Provenza -dijo César secamente-. La decimoquinta puede disponer de sus dos días de permiso, pero después marchará sin pausa hacia Narbona. Yo tendré que ir por delante a caballo, el pánico cundirá por todas partes, y nadie querrá la responsabilidad de empezar a organizar la resistencia. Hay casi quinientos kilómetros desde Nicea hasta Narbona, pero quiero que la decimoquinta esté allí ocho días después de que salga de aquí, Décimo. Tú quedas al mando. Hircio, tú vendrás conmigo. Asegúrate de que tengamos correos suficientes, porque tendré que mantener correspondencia constantemente con Mamurra y Ventidio.
–¿Quieres que Faberio venga con nosotros? – le preguntó Hircio.
–Sí, y también Trogo. Y es conveniente que Procilo parta hacia Agedinco con un mensaje para Trebonio. Que viaje siguiendo el curso del Ródano hacia arriba y que luego atraviese por Ginebra y Vesontio, como nos han aconsejado. Puede visitar a Rhiannon cuando pase por Arausio para decirle que este año no se marchará de la casa que tiene allí.
Décimo Bruto se puso tenso.
–Entonces, ¿tú crees que tendremos este asunto entre las manos todo el año, César? – le preguntó.
–Si toda la Galia está unida, si.
–¿Qué quieres que haga yo? – quiso saber Lucio César.
–Tú viajarás con Décimo y la decimoquinta, Lucio. Te nombro legado al mando de la Provenza, así que a ti te corresponderá defenderla. Instalarás tu cuartel general en Narbona. Mantente en contacto constante con Afranio y Petreyo, que están en las Hispanias, y asegúrate de que vigilas los sentimientos de los aquitanos. Las tribus de los alrededores de Tolosa no causarán ningún problema, pero las que están más al oeste y alrededor de Burdigala sí, creo yo. – Le dirigió a Lucio César su sonrisa más afectuosa y personal-. A ti te corresponde la Provenza porque tienes la suficiente experiencia, la condición de consular y la capacidad de funcionar en mi ausencia, primo. Una vez que me vaya de Narbona, no quiero tener que pensar en la Provenza ni un solo momento. Si tú estás a su cargo estoy seguro de que puedo estar tranquilo.
Y así, pensó Hircio para sus adentros, es cómo César hace las cosas, primo Lucio. Te fascina haciéndote pensar que eres el único hombre posible para el trabajo en cuestión y, por lo tanto, tú serás capaz de flagelarte hasta la muerte con tal de complacerle. Y él hará honor a su palabra: ni siquiera recordará tu nombre una vez que haya salido de tu ámbito.
–Décimo -dijo César-, convoca a los centuriones de la decimoquinta a una reunión mañana y asegúrate de que los hombres tengan en los macutos todo el equipo de invierno. Si hay alguna deficiencia, mándame a un correo con una lista de aquellas cosas que convenga requisar en Narbona.
–Dudo que haya nada allí -dijo Décimo Bruto, relajado de nuevo-. Una cosa le concederé a Mamurra: un praefectus fabrum soberbio. Las facturas que envía son enormemente exageradas, pero nunca escatima en calidad ni en cantidad.
–Lo cual me recuerda que tendré que escribirle para hablarle de que necesito más artillería. Yo creo que cada legión debería tener al menos cincuenta piezas. Tengo unas cuantas ideas acerca de cómo incrementar SU USO en el campo de batalla, pues no ablandamos al enemigo lo suficiente antes de entablar combate.
Lucio César parpadeó.
–¡La artillería es una necesidad para el asedio!
–Desde luego. Pero ¿por qué no puede también serlo en el campo de batalla?
A la mañana siguiente se fue a medio galope en el calesín tirado por cuatro mulas en el que viajaba habitualmente, y en compañía del resignado Faberio, mientras Hircio compartía un segundo calesín con Cneo Pompeyo Trogo, intérprete principal de César y una autoridad en cualquier materia relacionada con la Galia.
En cada ciudad, cualquiera que fuese su tamaño, se detenía brevemente para ver al etnarca si la ciudad era griega o a los duumviri si era romana, y en pocas palabras les ponía al corriente de la situación que había en la Galia de los cabelleras largas, les daba instrucciones para que empezaran a alistar a la milicia local y les concedía autoridad para poder coger armaduras y armamento del depósito más cercano. En cuanto se iba, los lugareños se apresuraban a hacer lo que les había dicho y esperaban con ansiedad la llegada de Lucio César.
La vía Domicia que conducía a Hispania siempre se encontraba en perfectas condiciones, así que nada entorpecía el avance de los dos calesines. Desde Arlés hasta Nemauso atravesaron las enormes praderas pantanosas del delta del Ródano sobre la calzada que había construido Cayo Mario. Desde Nemauso en adelante las paradas de César fueron más frecuentes y de mayor duración, porque aquél era el país de los volcos arecomicos, quienes habían estado oyendo rumores de guerra entre los cardurcos y los rutenos, sus vecinos del norte. No cabía duda alguna de su lealtad a Roma, ni de que estaban deseando hacer lo que César les mandase.
En Ambruso un grupo de helvios procedentes del margen oriental del Ródano estaban en ruta hacia Narbona, donde esperaban encontrar a un residente romano de rango suficiente como para aconsejarlos. Iban guiados por sus duumviri, un padre y un hijo a los que les había concedido la ciudadanía romana un tal Cayo Valerio; los dos llevaban el nombre del mismo, pero el nombre galo del padre era Caburo y el del hijo Donotauro.
–Ya hemos recibido una embajada de Vercingetórix -le explicó Donotauro, preocupado-. Esperaba que nos pusiésemos a saltar de alegría ante la perspectiva de sumarnos a esa nueva federación suya tan extraña. Pero al negarnos a ello, sus embajadores dijeron que antes o después les suplicaríamos que nos dejasen unirnos a ellos.
–Y después nos enteramos de que Lucterio había atacado a los rutenos, y de que Vercingetórix había comenzado a avanzar contra los bitúrigos -añadió Caburo-. Y de pronto lo comprendimos todo: si no nos unimos a ellos, sufriremos las consecuencias.
–Sí, sufriréis las consecuencias -repitió César-. No gano nada si intento convenceros de lo contrario. ¿Cambiaréis de parecer si os atacan?
–No -respondieron a la vez padre e hijo.
–En ese caso, volved a casa y armaos. Y estad preparados. Quedad tranquilos porque yo os enviaré ayuda en cuanto pueda. Sin embargo, es posible que todas las fuerzas armadas de que dispongo estén enzarzadas en una lucha mayor en alguna otra parte. Puede que la ayuda tarde en llegar, pero llegará, de modo que vosotros aguantad como podáis -les recomendó César-. Hace muchos años armé a los ciudadanos de la provincia de Asia para luchar contra Mitrídates y les pedí que entablasen batalla sin tener cerca ningún ejército romano, pues yo no tenía ningún ejército. Y los asiáticos vencieron a los legados del viejo rey Mitrídates sin ayuda. De la misma forma que vosotros podéis vencer a los galos de cabelleras largas.
–Aguantaremos -le aseguró Caburo con aire lúgubre.
De pronto César sonrió.
–¡Sin embargo, no será sin ninguna ayuda! Vosotros habéis servido en legiones auxiliares romanas, sabéis cómo pelea Roma. Todas las armaduras y armamento que necesitéis se os entregarán en cuanto lo pidáis. Mi primo Lucio César viene a poca distancia detrás de mi. Calculad vuestras necesidades y pedídle lo que sea en mi nombre. Fortificad vuestras ciudades y estad preparados para acoger dentro de ellas a los habitantes de las aldeas. Procurad no perder gente, que caigan sólo aquellas personas cuya pérdida sea inevitable.
–También hemos oído decir que Vercingetórix está en tratos con los alóbroges -le comentó Donotauro.
–¡Ah! – exclamó César frunciendo el ceño-. Ése es un pueblo de la Provenza que podría sentirse tentado. No hace mucho luchaban encarnecidamente contra nosotros.
–Creo que te encontrarás con que los alóbroges escucharán con mucha atención, luego se irán y fingirán que están considerando el asunto durante muchas lunas -le dijo Caburo-. Cuanta más prisa intente meterles Vercingetórix, más evasivas buscarán ellos. Puedes creernos si te decimos que estamos seguros de que no se unirán a Vercingetórix.
–¿Por qué?
–Por causa tuya, César -repuso Donotauro, sorprendido por el hecho de que César hiciese aquella pregunta-. Después de que tú enviases a los helvecios a sus propias tierras, los alóbroges quedaron más descansados. Y además se apropiaron de forma indiscutible de las tierras de alrededor de Ginebra. Están seguros de cuál es el bando que va a ganar.
César encontró a los habitantes de Narbona presas del pánico, y los calmó poniéndose manos a la obra. Llamó a la milicia local, envió comisionados a las tierras de los volcos tectosagos de los alrededores de Tolosa para que hicieran lo mismo, y les mostró a los duumviri que administraban los terrenos de la ciudad que era neÁcesario mejorar las fortificaciones. Dentro de la formidable fortaleza de Carcaso estaban almacenadas la mayor parte del armamento y las armaduras del extremo occidental de la Provenza, y cuando se sacaron de allí y empezaron a distribuirse, la gente empezó a sentirse más segura, más instalada.
César ya había enviado mensajes a Tarraco, en la Hispania Citerior, donde tenía su cuartel general Lucio Afranio, el legado de Pompeyo, y a Corduba, en la Hispania Ulterior, donde gobernaba el otro legado de Pompeyo, Marco Petreyo. Las respuestas de ambos hombres le esperaban en Narbona: estaban reclutando tropas extra y pensaban trasladarse a la frontera, dispuestos a avanzar para rescatar Narbona y Tolosa si era necesario. Nadie comprendía mejor que aquellos canosos viri militares que Roma, y Pompeyo, no deseaban ningún estado independiente en la Galia, al otro lado de los Pirineos.
En cuanto Lucio César llegó con Décimo Bruto y la decimoquinta el día en que se les esperaba, César hizo llegar su agradecimiento a la legión y puso a Lucio César a trabajar de inmediato.
–Los narboneses se han tranquilizado notablemente desde que se enteraron de que yo dejaba aquí mismo a un consular de tu categoría con ellos para gobernar la Provenza -le explicó levantando una ceja-. Sólo asegúrate de que los volcos tectosagos, los volcos arecomicos y los helvios tengan armamento en abundancia. Afranio y Petreyo estarán esperando al otro lado de la frontera por si se les necesita, así que no estoy preocupado por Narbona. Lo que temo son las incursiones entre las tribus más alejadas. – César se volvió hacia Décimo Bruto-. Décimo, ¿está la decimoquinta preparada para una campaña de invierno?
–Sí.
–¿Cómo tienen los pies?
–He hecho que cada soldado vacíe su equipo en el suelo y he ordenado que les pasen revista sólo para asegurarme. Los centuriones me darán el parte mañana al alba.
–El año pasado los centuriones no fueron muy buenos. ¿Puedes fiarte de su criterio? ¿No deberías pasar la revista tú personalmente?
–Creo que sería un error -le dijo Décimo Bruto sin alterarse, pues no le tenía el más mínimo temor a César y siempre hablaba con toda franqueza-. Me fío de ellos porque si no puedo fiarme de ellos, César, de todos modos la decimoquinta no actuará bien. Ya saben qué es lo que tienen que buscar.
–Tienes toda la razón. He requisado todos los pellejos de conejo, de comadreja y de hurón que he podido encontrar, porque no creo que los calcetines sean suficiente protección para los pies de los hombres en el lugar donde pienso llevarlos. También he ordenado que todas las mujeres de Narbona y de un radio de varios kilómetros alrededor de la misma se pongan a tejer o a hacer punto a fin de fabricar bufandas para las cabezas de los soldados y mitones para las manos.
–¡Oh, dioses! – exclamó Lucio César-. ¿Adónde planeas llevarlos, a los Hiperbóreos?
–Después -respondió César mientras se marchaba.
–Ya sé. – Lucio César suspiró y miró con tristeza a Hircio-. Me lo dirá cuando me haga falta saberlo.
–Espías -le dijo Hircio brevemente, y salió detrás de César.
–¿Espías? ¿En Narbona?
Décimo Bruto sonrió.
–Probablemente no, pero… ¿para qué correr el riesgo? Siempre hay algún nativo que arde interiormente de resentimiento.
–¿Cuánto tiempo estará César aquí?
–Hasta primeros de abril.
–Faltan seis días.
–Las únicas cosas que podrían retenerlo son las bufandas y los mitones, pero dudo que así sea. Probablemente no exageraba cuando dijo que pondría a todas las mujeres a hacerlos.
–¿Les dirá a los soldados adónde los lleva?
–No. Simplemente espera que lo sigan. No hay nada mejor que decir en voz alta las noticias para hacerlas correr de boca en boca, y ése es un hecho del que los galos son bien conscientes. Comunicarles a voz en grito a las tropas en una asamblea cuáles son sus intenciones pondría al corriente a todo Narbona. Y a continuación se enteraría Lucterio.
Aunque César puso al corriente a sus legados durante la cena del último día de marzo… pero sólo después de que los criados se hubieron marchado y se asegurase de que había centinelas apostados en los pasillos.
–Normalmente no soy tan reservado -les dijo mientras se reclinaba-, pero en un aspecto Vercingetórix está en lo cierto. La Galia Comata tiene gente suficiente para echarnos de aquí. No obstante, eso sólo será posible si Vercingetórix dispone de tiempo y ocasión de reunir ahora a todos los hombres que piensa alistar para su campaña de este verano. De momento tiene entre ochenta y cien mil hombres, pero cuando los llame a una concentración general en el mes de sextilis, la cifra ascenderá a un cuarto de millón, o quizá incluso más. De modo que lo que tengo que hacer es derrotarlo antes de sextilis.
Lucio César respiró hondo produciendo un siseo al hacerlo, pero no dijo nada.
–No ha planeado nada, pues cuenta con que no haya ninguna actividad romana antes de sextilis, cuando ya estemos en plena primavera, por eso no tiene más hombres con él en este momento. Lo único que piensa hacer durante el invierno es someter a las tribus rebeldes. Cree que tiene ventaja porque estoy al otro lado de los Alpes, y está seguro de que cuando yo venga podrá impedir que me reúna con mis tropas. Está convencido de que tendrá tiempo de regresar a Carnutum y supervisar una concentración militar general.
»Por eso hay que mantener a Vercingetórix muy ocupado, demasiado ocupado como para que pueda convocar antes la concentración -continuó diciendo César-. Y yo tengo que reunirme con mis legiones en los próximos dieciséis días. Pero si subo por el valle del Ródano y atravieso la Provenza, Vercingetórix se enterará de que me dirijo hacia allí antes de que yo llegue a mitad de camino de Valentia, todavía muy al sur en la Provenza. Él avanzará para intentar bloquearme en Viena o en Lugduno, y yo sólo soy un hombre con una legión. Nunca lograría vencerlo.
–¡Pero no hay otro camino por el que puedas ir! – dijo Hircio sin comprender.
–Hay otro camino. Cuando salga de Narbona mañana al alba, Hircio, me dirigiré hacia el norte. Mis exploradores aseguran que el ejército de Lucterio está más al oeste, asediando a los rutenos en la oppidum de Carantomago. Enfrentados a una guerra de tal magnitud, los gabalos han decidido, en realidad muy prudentemente, dada su proximidad a los arvernos, unirse a Vercingetórix. Están muy atareados armando y entrenando al ejército para la misión que se les ha encomendado en primavera: someter a los helvios. – César hizo una pausa teatral para conseguir el máximo efecto dramático antes de llegar al desenlace-. Pienso pasar al este de Lucterio y las oppida de los gabalos y entrar en el macizo de Cebenna.
Hasta Décimo Bruto pareció impresionado.
–¿En invierno?
–En invierno. Es posible hacerlo. Yo atravesé los elevados Alpes a una altura de más de tres mil metros cuando me vi obligado a ir a toda prisa desde Roma hasta Ginebra para detener a los helvecios. Decían que no lograría pasar por aquel paso tan alto, pero lo hice. He de admitir que era otoño según las estaciones, pero a tres mil metros de altura siempre es invierno. Un ejército no hubiera podido lograrlo, pues el sendero era un camino de cabras todo el trayecto de bajada hasta Octoduro, pero el Cebenna no es tan formidable como aquello, Décimo. El paso está a no más de mil o mil doscientos metros de altura, y existen caminos, aunque sean malos. Los galos viajan de un lado al otro del macizo con ejércitos, así que, ¿por qué no voy a poder hacerlo yo?
–No se me ocurre ningún motivo -reconoció Décimo con la voz hueca.
–La nieve será bastante profunda, pero podemos abrirnos camino con palas.
–¿De manera que piensas entrar en el Cebenna, en el nacimiento del Oltis, y bajar por el margen occidental del Ródano cerca de Alba Helvia? – le preguntó Lucio César, quien había procurado hablar con galos en cuanto se le había presentado la ocasión para aprender todo lo que pudiera desde que César había decidido darle el mando de la Provenza.
–No, he pensado quedarme en el Cebenna un poco más de tiempo -le contestó César-. Si lo logramos, preferiría salir del macizo lo más cerca posible de Viena. Cuanto más tiempo permanezcamos invisibles, menos tiempo le doy a Vercingetórix. Quiero que venga a buscarme antes de que tenga tiempo de convocar a todos los que quiere concentrar. Tengo que pasar por Viena porque allí espero recoger una fuerza de cuatrocientos jinetes germanos. Si Arminio, de los ubios, es fiel a su palabra, ahora ellos deberían estar allí acostumbrándose a manejar los caballos nuevos.
–Así que te concedes a ti mismo dieciséis días para cruzar el Cebenna en invierno y reunirte con tus legiones en Agedinco -le dijo Lucio César-. Ésa es una distancia mucho mayor que seiscientos cincuenta kilómetros, y además hay gran parte del trayecto con nieve profunda.
–Si. Tengo intención de hacer una media de cuarenta kilómetros al día. Podremos hacer bastante más que eso entre Narbona y el Oltis, y después bajaremos a Viena. Y aunque tengamos en cuenta que el ritmo se reducirá a treinta kilómetros diarios mientras atravesemos lo peor del Cebenna, aun así llegaremos a su debido tiempo a Agedinco. – Miró a su primo con gran seriedad-. No quiero que Vercingetórix sepa en ningún momento dónde me encuentro exactamente, Lucio. Lo que significa que tengo que moverme con más rapidez de lo que él se imagina que puedo moverme. Quiero que esté completamente desconcertado. Que se pregunte dónde está César, si alguien ha oído dónde está César. Y que cada vez que se lo digan descubra que eso era cuatro o cinco días antes, de modo que siga sin saber dónde estoy en ese momento.
–No es más que un aficionado -comentó Décimo Bruto pensativamente.
–Exacto. Mucha ambición y poca experiencia. No digo que le falte valor, ni siquiera habilidad militar. Pero yo tengo alguna ventaja, ¿no? Tengo cerebro, experiencia…, y más ambición de la que él tendrá nunca. Pero si quiero vencerle, tengo que seguir obligándole a tomar decisiones equivocadas.
–Espero que no se te haya olvidado meter en tu equipaje el sagum -le dijo Lucio sonriendo.
–¡No me separaría de mi sagum por nada en el mundo! En otro tiempo perteneció a Cayo Mario, y cuando Burgundo entró a mi servicio lo trajo consigo. Tiene noventa años, apesta por más que le ponga hierbas cuando lo guardo, y odio cada uno de los días que tengo que pasar con él puesto. Pero te digo que ya no hacen ningún sagum así, ni siquiera en Liguria. La lluvia sencillamente resbala sobre él, el viento no puede penetrarlo y el color escarlata está tan vivo como el día en que salió del telar.
La decimoquinta salió de Narbona sin carromato alguno. Las tiendas de los centuriones se cargaron en mulas, y lo mismo se hizo con las pila de repuesto, las herramientas y el material más pesado para cavar. Todo lo demás, incluida la tan apreciada artillería de César, inició el largo camino por el valle del Ródano; cualquiera podía adivinar la hora de llegada a su destino. Cada legionario miembro de un octeto llevaba provisiones de comida para cinco días, y lo necesario para otros once días iba a lomos de una segunda mula del octeto junto con las herramientas más pesadas. Aligerados en por lo menos siete kilos, todos los soldados marchaban llenos de entusiasmo.
Y la legendaria suerte de César lo acompañaba, porque la columna de soldados, semejante a una gran serpiente, reptaba hacia el norte en medio de una tenue niebla que disminuía la visibilidad, lo que le permitía pasar sin que Lucterio y los gabalos la detectasen. Entró en el Cebenna con nieve ligera y empezó a ascender inmediatamente. César tenía intención de cruzar la cuenca del río hacia el lado este en cuanto fuera posible, y luego permanecer entre los riscos más altos siempre que pudiera encontrar un terreno razonable por donde atravesar.
Rápidamente la nieve llegó a alcanzar casi dos metros de profundidad, pero ya había dejado de nevar. Las sesenta centurias se fueron turnando para situarse al frente de la columna y abrir un sendero con las palas; por seguridad, los hombres avanzaban de cuatro en fondo en lugar de hacerlo de ocho en fondo como de costumbre, y a las mulas las guiaban en fila india sobre el terreno que pareciese más sólido. Había accidentes de vez en cuando, cuando se hacía una grieta en el sendero o había un desprendimiento en la montaña y se llevaba consigo a un hombre, pero las pérdidas eran raras y los rescatados muchos. Tanta nieve hacía las caidas más blandas y protegía los huesos.
César fue a pie durante toda la marcha y participó con la pala, ayudando al grupo que cavaba, más que nada para animar a los hombres y aclararles hacia dónde se dirigían y qué era lo que probablemente encontrarían al llegar allí. Su presencia era siempre un consuelo, pues la mayoría de los soldados habían cumplido ya los dieciocho años, pero a veces la edad mental no corresponde a la física y todavía sentían añoranza de su tierra. César no era un padre para ellos, porque ninguno podía imaginarse, ni siquiera en la más disparatada de sus fantasías, tener un padre como César, pero emanaba una colosal confianza en si mismo que no perdía brillo por el hecho de tener conciencia de su propia importancia, de modo que con él se sentían a salvo.
–Os estáis convirtiendo en una legión razonablemente buena -les decía con una amplia sonrisa-. Dudo que la décima pudiera ir mucho más de prisa de lo que vais vosotros, aunque ellos llevan en activo nueve años. ¡Vosotros no sois más que bebés! ¡Todavía podéis tener remedio, muchachos!
La suerte de César se mantenía. No se produjo ninguna ventisca que les hiciese disminuir la marcha, ni tuvieron encuentros fortuitos con grupos aislados de galos, y siempre una bruma tenue revoloteaba alrededor para ocultarlos y evitar que alguien pudiera divisarlos desde lejos. Al principio, César estaba preocupado por los arvernos, cuyas tierras quedaban en la parte occidental de la cuenca del río, pero a medida que pasaba el tiempo y vio que no aparecía ninguno, ni siquiera algún arverno que se hubiera perdido, empezó a creer que llegaría a Viena sin que Vercingetórix recibiera el menor aviso.
Una decimoquinta legión, muy agradecida, bajó finalmente del Cebenna y entró en el campamento de Viena. Habían muerto tres hombres, varios más habían resultado con algún miembro roto y a cuatro mulas les había entrado el pánico y se habían despeñado por un precipicio, pero ningún soldado había sufrido congelación y todos estaban en condiciones de continuar la marcha hacia Agedinco.
Los cuatrocientos germanos ubios estaban residiendo allí, llevaban ya cerca de cuatro meses. Tan encantados estaban con sus caballos remos que, según dijo su jefe en un latín entrecortado, estaban dispuestos a hacer cualquier cosa que César les pidiera.
–Décimo, llévate a la decimoquinta a Agedinco sin mí -le ordenó César, que iba vestido para cabalgar y llevaba el hediondo y viejo sagum de Cayo Mario sobre la cabeza-. Yo me llevo a los germanos conmigo a Icauna. Recogeré a Fabio y a sus dos legiones y me reuniré contigo en Agedinco.
Noventa mil galos habían partido desde Carnutum para entrar en las tierras de los bitúrigos, con Vercingetórix a la cabeza. El avance era lento, porque Vercingetórix sabía que no tenía la habilidad necesaria para intentar sitiar Avarico, la fortaleza principal de los bitúrigos; por ello había tratado de aterrorizar a la gente Saqueando y quemando las granjas y las aldeas. Eso produjo el efecto deseado, pero sólo algún tiempo después de que el ejército eduo hubiera regresado a su tierra sin cruzar el Loira. La amarga verdad tardó días en calar hondo: que no habría ni alivio ni ayuda de los romanos que estaban sentados a salvo y seguros detrás de sus formidables fortificaciones. A mediados de abril los bitúrigos enviaron emisarios a Vercingetórix y se rindieron.
–Somos tuyos hasta la muerte -dijo Biturgo, el rey-. Haremos lo que tú quieras. Cuando intentamos hacer honor a nuestros tratados con los romanos, ellos no cumplieron su parte del trato. No nos protegieron. Por eso somos tuyos.
¡Realmente muy satisfactorio! Vercingetórix condujo a su ejército hasta más allá de Avarico y después avanzó contra Gorgobina, la antigua oppidum arverna que ahora pertenecía a los boios, los intrusos helvecios.
Litavico lo encontró antes de que llegase a Gorgobina e hizo un alto sobre una colina para contemplarlo maravillado. ¡Cuántos hombres tenía! ¿Cómo iban a poder ganar los romanos? Nunca se sabía a ciencia cierta el tamaño del ejército romano porque solía marchar en columna; serpenteaba hacia la lejanía y se suponía que una legión ocupaba aproximadamente un kilómetro y medio, contando con la impedimenta y la artillería que iba en el medio. En cierto modo menos temible y, desde luego, mucho menos imponente que la vista que se extendía ante los deslumbrados ojos de Litavico: cien mil guerreros galos con cotas de malla y pesadamente armados que avanzaban en un frente de ocho kilómetros de longitud y una profundidad de cien hombres, con el rudimentario séquito de la impedimenta vagando detrás. Quizá veinte mil de ellos fueran a caballo, y otros diez mil cerraban cada uno de los dos extremos del frente. Y delante de semejante ejército, al descubierto, cabalgaban los líderes, Vercingetórix en su propio caballo y los demás en un grupo detrás de él. Drapes y Cavarino de los senones, Gutruato de los carnutos, Dadérax de los mandubios. Y Cathbad, fácil de reconocer con aquella túnica blanca como la nieve sobre un caballo igualmente blanco. Aquélla era una guerra religiosa, entonces. Los druidas estaban proclamando así su compromiso con una Galia unida.
Vercingetórix montaba un bonito caballo de color beige cubierto con una manta de cuadros arvernos; llevaba los ligeros pantalones atados con correas color verde oscuro y el chal sobre la cota de malla. Aunque había insistido en que sus hombres llevasen casco, él no lo llevaba, y toda su persona brillaba con aquella vestimenta de oro tachonado de zafiros. Se había convertido en un rey de pies a cabeza.
Biturgo no se hallaba entre los privilegiados que marchaban justo detrás de Vercingetórix, pero iba al frente de su gente, a no mucha distancia. Cuando Litavico se acercó a ellos, desenvainó la espada y se lanzó a la carga.
–¡Traidor! – aulló-. ¡Canalla romano!
Vercingetórix y Drapes se apresuraron a interponerse entre Biturgo y Litavico.
–Envaina la espada, Biturgo -le ordenó Vercingetórix.
–¡Es un eduo! ¡Y los eduos son unos traidores! ¡Los eduos nos traicionaron!
–Los eduos no te traicionaron, Biturgo. Fueron los romanos los que lo hicieron. ¿Por qué crees que los eduos se marcharon a su tierra? No porque quisieran hacerlo, sino porque recibieron órdenes de Trebonio.
Drapes convenció a Biturgo para que se retirase ylo acompañó, mientras éste seguía murmurando, hasta las filas de su pueblo. Litavico condujo su caballo junto al de Vercingetórix, y Cathbad se unió a ellos.
–Traigo noticias -les dijo Litavico.
–¿Qué sucede?
–César ha aparecido de la nada en Viena con la decimoquinta legión y se ha ido en seguida en dirección al norte.
El caballo beige vaciló, y Vercingetórix volvió los ojos asombrados hacia Litavico.
–¿En Viena? ¿Y ya se ha ido de allí? ¿Por qué no se me ha comunicado que venía? ¡Me dijiste que tenías espías desde Arausio hasta las puertas de Matisco!
–Y así era -le dijo Litavico, en cuya voz se notaba la impotencia-. ¡Pero no se ha movido por ese camino, Vercingetórix, te lo juro!
–No hay otro.
–En Viena dicen que César y la decimoquinta atravesaron el Cebenna, que César entró por el Oltis, cruzó el río y no volvió a salir hasta que estuvo casi a la altura de Viena.
–En invierno -murmuró Cathbad lentamente.
–Piensa reunirse con Trebonio y sus legiones -añadió Litavíco.
–¿Dónde está ahora?
–No tengo ni idea, Vercingetórix, ésa es la pura verdad. La decimoquinta está marchando directamente hacia Agedinco bajo el mando de Décimo Bruto, pero César no está con él. Por eso he venido. ¿Quieres que los eduos ataquemos a la decimoquinta legión? Podemos hacerlo antes de que salgan de nuestro territorio.
Vercingetórix pareció disminuir sutilmente un poco; la primera de sus estrategias iba a fracasar, y lo sabía. Luego echó los hombros hacia atrás y respiró hondo.
–No, Litavico. Debes convencer a César de que tú estás de su parte. – Levantó la mirada hacia el hosco cielo invernal-. ¿Adónde irá? ¿Dónde está ahora?
–Deberíamos marchar hacia Agedinco -le dijo Cathbad.
–¿Cuando estamos a tiro de piedra de Gorgobina? Agedinco se encuentra a más de ciento cincuenta kilómetros al norte de aquí, Cathbad, y yo tengo demasiados hombres como para poder recorrer esa distancia en menos de ocho o diez días. César puede avanzar con mucha mayor rapidez que nosotros porque en su ejército están acostumbrados a moverse todos a la vez. Sus hombres reciben una buena instrucción mucho antes de ver siquiera un rostro enemigo. La ventaja que tenemos radica en nuestro número, no en nuestra velocidad. No, nos dirigiremos a Gorgobina como pensábamos. Haremos que sea César quien venga a nosotros. – Respiró profundamente-. ¡Juro por Dagda que venceré! Pero no en el terreno que él elija. No le permitiremos que encuentre otro Aquae Sextiae.
–De modo que lo que quieres es que les diga a Convictolavo y a Coto que sigan fingiendo que le prestan ayuda a César -le dijo Litavico.
–En efecto, eso es. Pero asegúrate de que esa ayuda no le llegue nunca.
Litavico dio media vuelta y se alejó al trote. Vercingetórix espoleó a su bonito caballo beige y se alejó de Cathbad, quien se quedó atrás para informar a los demás de la noticia que había traído Litavico, con una lúgubre expresión en aquella suave cara rubia suya, porque aquella noticia le desagradaba enormemente. Pero Vercingetórix no se percató de ello, pues estaba demasiado ocupado pensando.
¿Dónde estaría César? ¿Qué intenciones tendría? ¡Litavico lo había perdido en las tierras eduas! La imagen de César flotaba delante de su mirada fija, pero no podía sondear el enigma que había detrás de aquellos ojos fríos e inquietos. Aquel hombre tan apuesto lo era casi al estilo galo; sólo la nariz y la boca eran extranjeras. Pulido, lustroso y muy en forma. Un hombre que tenía sangre de reyes más antiguos que la historia de los galos, y que pensaba como un rey por más que lo negase. Cuando daba una orden no esperaba que fuera obedecida, sino que sabía que sería obedecida. Nunca se echaría atrás por prudencia y se atrevía con todo. Nadie más que otro rey podría detenerle. ¡Oh, Eso, concédeme la fuerza y el instinto para derrotarlo! La sabiduría no la tengo, porque soy demasiado joven y demasiado inexperto. Pero estoy al frente de un gran pueblo, y si los últimos seis años nos han enseñado algo, ha sido a odiar.
César llegó a Agedinco con Fabio y sus dos legiones antes de que Décimo Bruto y la decimoquinta llegasen allí.
–¡Gracias a todos los dioses! – exclamó Trebonio estrechándole la mano-. No creí que te vería antes de la primavera.
–¿Dónde está Vercingetórix?
–De camino para sitiar Gorgobina.
–¡Muy bien! De momento le permitiremos que lo haga.
–¿Mientras nosotros…?
César sonrió.
–Tenemos dos elecciones. Si nos quedamos en el interior de Agedinco podremos comer bien y no perderemos ni un solo hombre. Si salimos de Agedinco, no comeremos bien y podemos perder hombres. No obstante, Vercingetórix ha podido hacer hasta ahora las cosas a su manera, así que es hora de que le enseñemos que hacer la guerra contra Roma no es, ni mucho menos, tan sencillo como hacer la guerra contra sus propios pueblos. He gastado muchas energías y he tenido que discurrir mucho para llegar hasta aquí, y lo más seguro es que ahora Vercingetórix ya sepa que estoy aquí. El hecho de que no haya avanzado en dirección a Agedinco prueba que tiene talento militar. Quiere que nos aventuremos a salir y nos enfrentemos a él en el terreno que él elija.
–Y tú tienes intención de darle gusto -le comentó Trebonio, que sabía muy bien que César no se quedaría en Agedinco.
–No, inmediatamente no. La decimoquinta y la decimocuarta pueden quedarse como guarnición para defender Agedinco. El resto marchará conmigo hacia Vellaunodunum. Le quitaremos apoyos a Vercingetórix si vamos hacia el oeste y destruimos sus bases principales entre los senones, los carnutos y los bitúrigos. Primero Vellaunodunum. Luego Cenabo. Y más tarde entraremos en las tierras de los bitúrigos e iremos a su Noviodunum. Y despúés Avarico.
–Y todo ese tiempo avanzando hacia donde se encuentra Vercingetórix.
–Pero hacia el este, cosa que lo separa a él de los refuerzos que tiene en el oeste. Ni puede llamar a una concentración general en Carnutum.
–¿Cómo de grande será la caravana de la impedimenta? – le preguntó Quinto Cicerón.
–Pequeña -respondió César-. Echaré mano de los eduos. Ellos pueden tenernos abastecidos de grano. Nos llevaremos alubias, garbanzos, aceite y tocino de Agedinco. – Le dirigió una mirada a Trebonio-. A menos que tú pienses que los eduos están a punto de pronunciarse a favor de Vercingetórix.
–No, César -respondió Fabio-. He estado observando sus movimientos atentamente y no hay el menor indicio de que le estén prestando a Vercingetórix ayuda alguna.
–Entonces correremos el riesgo -decidió César.
Desde Agedinco hasta Vellaunodunum había menos de un día de marcha, y cayó tres días después. A los senones, a quienes pertenecía la plaza, se les obligó a proporcionar animales de carga para transportar toda la comida que había dentro, y también rehenes. Inmediatamente César se dirigió a Cenabo, que cayó durante la noche, poco después de que él llegase. Debido a que allí era donde Cita y los mercaderes civiles habían sido asesinados, Cenabo sufrió un destino inevitable: fue saqueada y quemada, y el botín se le entregó a las tropas. Después de lo cual vino Noviodunum, una oppidum que pertenecía a los bitúrigos.
–Un terreno ideal para la caballería -dijo Vercingetórix lleno de júbilo-. Gutruato, quédate aquí en Gergobina con la infantería. El tiempo está demasiado frío y caprichoso para un combate general, pero puedo hacerle daño a César con mi caballería, pues él guía a un ejército de infantería.
Noviodunum, la plaza fuerte de los bitúrigos, estaba en el proceso de rendición cuando apareció Vercingetórix, y cambió de opinión justo cuando se estaban entregando los rehenes. Algunos centuriones y soldados quedaron atrapados dentro de la oppidum, pero lucharon para abrirse camino mientras los bitúrigos pedían su sangre a gritos. En medio de todo aquello, César envió a los mil soldados remos a caballo que se había traído consigo del campamento, a la cabeza de los cuales iban los cuatrocientos ubios. La velocidad del ataque cogió por sorpresa a Vercingetórix; sus jinetes todavía estaban saliendo de la posición de montar para formar líneas de combate cuando los germanos, en medio de un grito ululante que hacía generaciones que no se oía en aquella parte de las Galias, chocaron violentamente con ellos por un costado. Aquel salvaje y casi suicida ataque cogió a los galos por sorpresa, y los remos, siguiendo el ejemplo de los germanos, los imitaron. Vercingetórix acabó el combate y se retiró; en el campo de batalla dejó varios cientos de soldados de caballería muertos.
–Tenía consigo germanos -comentó Vercingetórix-. ¡Germanos! Pero montaban caballos remos. Pensé que César estaba muy ocupado con la ciudad, y no imaginé que haría salir al campo de batalla a alguien rápidamente. Pero lo hizo. ¡Germanos!
Había convocado un consejo de guerra urgente.
–Hemos sido derrotados tres veces en ocho días -gruñó Drapes, de los senones-. Vellaunodunum, Cenabo y ahora Noviodunum.
–A principios de abril César estaba en Narbona. A finales de abril está marchando hacia Avarico -dijo Dadérax, rey de los mandubios-. ¡Casi mil kilómetros en un solo mes! ¿Cómo podremos ir a su ritmo? ¿Va a continuar haciendo esto? ¿Qué podemos hacer?
–Cambiemos de táctica -sugirió Vercingetórix, que se sentía más aliviado después de aquella confesión de fracaso-. Tenemos que aprender de él, y tenemos que hacer que nos respete. César nos está pisoteando, pero no seguirá haciéndolo. De ahora en adelante le haremos imposible la campaña. Le obligaremos a retirarse hacia Agedinco y lo encerraremos allí.
–¿Cómo? – preguntó Drapes, que parecía escéptico.
–Requerirá muchos sacrificios por nuestra parte, Drapes. Le privaremos de la comida. En esta época del año y durante los seis próximos meses no habrá nada que recoger de los campos. Está todo en los silos y en los graneros. Así que vamos a quemar nuestros silos y nuestros graneros. Quemaremos nuestras propias oppida. Cualquier cosa que haya en el camino de César debe desaparecer. Y nunca, nunca le volveremos a presentar batalla. En lugar de eso haremos que se muera de hambre.
–Pero si él se muere de hambre, nosotros también -observó Gutruato.
–Pasaremos hambre, pero algo comeremos. Nos llevaremos comida de otros lugares lejos del camino de César. Le diremos a Lucterio que nos envíe comida del sur. Y les diremos a los aremóricos que nos traigan comida del oeste. También les diremos a los eduos que no les den nada a los romanos. ¡Nada!
–¿Y Avarico? – quiso saber Biturgo-. Es la ciudad más grande de la Galia y está tan repleta de comida que amenaza con hundirse en los pantanos. Y César se dirige hacia allí mientras nosotros estamos aquí hablando.
–Le seguiremos y nos situaremos justo lo bastante lejos como para no vernos obligados a presentar batalla. En cuanto a Avarico… -dijo Vercingetórix frunciendo el ceño-, ¿la defendemos o la quemamos? – El rostro delgado se le puso tenso-. La quemaremos -afirmó con decisión-. Ésa es la manera correcta de actuar.
Biturgo ahogó una exclamación.
–¡No! ¡No! ¡Me niego a consentir eso! Tú hiciste imposible que los bitúrigos nos mantuviéramos al margen, y ahora te digo que estoy dispuesto a obedecer tus órdenes: quemar aldeas, quemar graneros, incluso quemar nuestras minas. ¡Pero nunca permitiré que qúemes Avarico!
–César la tomará y encontrará comida -le dijo Vercingetórix con testarudez-. La quemaremos, Biturgo. Tenemos que quemarla.
–Y los bitúrigos nos moriremos de hambre -afirmó Biturgo con amargura-. ¡César no puede tomar Avarico, Vercingetórix! ¡Nadie puede quemarla! ¿Por qué se ha convertido en la ciudad más poderosa de nuestras extensas tierras? Porque se asienta allí tan bien fortificada por la Naturaleza como por su propia gente, de manera que durará para siempre. ¡Nadie puede tomarla, te lo digo yo! Pero si tú la quemas, César se trasladará a algún otro lugar: a Gergovia, quizá, o a Alesia. – Miró furibundo a Dadérax, rey de los mandubios-. Yo te pregunto, Dadérax, ¿podría César tomar Alesia?
–Jamás -aseguró Dadérax con énfasis.
–Bien, pues yo puedo decir lo mismo de Avárico. – Biturgo movió la mirada hasta Vercingetórix-. ¡Por favor, te lo suplico! ¡Cualquier fortaleza, aldea o mina que tú quieras, pero no Avarico! ¡Avarico nunca! ¡Te lo suplico, Vercingetórix, te lo suplico! ¡No hagas que nos sea imposible seguirte con toda nuestra alma! ¡Engañemos a César y que vaya a Avarico! ¡Dejemos que intente tomarla! ¡Todavía seguirá allí intentándolo cuando llegue el verano! ¡Pero no la tomará! ¡No puede! ¡Nadie puede!
–¿Qué te parece, Cathbad? – le preguntó Vercingetórix al druida jefe.
Éste se quedó pensando brevemente y luego asintió con la cabeza.
–Biturgo tiene razón, no podemos permitir que Avarico caiga. Dejemos que César piense que puede lograrlo y hagamos que se quede allí plantado, delante de la ciudad, hasta el verano. Si está allí, no puede estar en ninguna otra parte. Y en primavera tú convocarás a una concentración general, llamarás a todos los pueblos de la Galia. Es un buen plan mantener a los romanos ocupados en un lugar. Si César se encuentra Avarico en llamas, se pondrá de nuevo en marcha y le perderemos el rastro otra vez. César es tan escurridizo como el mercurio. Será mejor utilizar Avarico como ancla.
–Pues muy bien, utilizaremos Avarico como ancla. ¡Pero el resto quemadlo todo en un radio de ochenta kilómetros del lugar donde se encuentre César!
Todos los romanos pensaban que Avarico era la única oppidum hermosa de la Galia de los cabelleras largas. Semejante a Cenabo pero mucho más grande, Avarico funcionaba como una auténtica ciudad más que como un lugar para almacenar alimentos y celebrar reuniones tribales. Se alzaba en un pequeño altozano de tierra firme en mitad de kilómetros de terreno pantanoso aunque fértil y con buenos pastos. Avarico, que era el extremo en forma de bulbo de un espolón de roca sólida cubierta por fuera de un bosque de sólo cien metros de anchura, debía su inexpugnabilidad a sus altísimas murallas y al pantano que la rodeaba. El camino que conducía hasta ella atravesaba la estrecha franja de roca sólida pero, justo antes de llegar a las puertas, el terreno firme se hundía de pronto formando una bajada, lo que significaba que las murallas eran aún más altas en el único lugar donde hubiera sido posible asaltarlas. Todos los demás puntos parecían surgir de los pantanos, demasiado empapados y traicioneros como para aguantar el peso de las fortificaciones de asedio y las máquinas de guerra.
César instaló a las siete legiones en un campamento al borde del espolón de roca firme, justo antes de que se estrechase formando aquel último medio kilómetro de carretera con la empinada pendiente que se elevaba de nuevo hasta las puertas principales de Avarico. La muralla de la ciudad estaba hecha de murus gallicus, una ingeniosa trama de piedras y vigas de madera de refuerzo de doce metros de largo; las piedras la hacían invulnerable al fuego, mientras que las gigantescas vigas de madera le prestaban la resistencia necesaria para aguantar la batería.
Si yo pudiera, pensó César contemplándola mientras el frenesí de levantar el campamento continuaba detrás de él, si yo pudiera idear un ariete con un ángulo de inclinación así…, O proteger a los hombres que utilicen el ariete.
–Ésta va a ser difícil -comentó Tito Sextio.
–Tendrás que construir una rampa sobre la hondonada para igualar el terreno y derribar las puertas -le sugirió Fabio frunciendo el ceño.
–No, no exactamente una rampa. Es demasiado arriesgado. La anchura disponible es justo de cien metros. Lo cual significa que los bitúrigos que están ahí dentro sólo tienen que poner hombres en esos cien metros de muralla para rechazarnos. No, tendremos que construir algo más parecido a un terraplén -observó César, cuya voz dejó ver a los legados que desde el momento en que había echado la primera ojeada ya sabía lo que había que hacer-. Empezaremos aquí, justo donde yo me encuentro ahora, que está a la misma altura que las almenas de Avarico, y avanzaremos construyéndola. No hace falta que sea una plataforma de cien metros de anchura, pero la construiremos de esa medida. Flanquearemos cada lado de la calzada con una pared que vaya desde aquí hasta las murallas de Avarico, a la misma altura que las almenas. Entre nuestras dos paredes ni siquiera notaremos la profundidad de la hondonada hasta que estemos casi tocando Avarico. Entonces construiremos otra pared entre nuestros dos muros de los flancos y conectaremos el uno con el otro. Si avanzamos hacia adelante de modo uniforme, mantendremos el control completo, y habremos recorrido tres cuartas partes del camino antes de tener que empezar a preocuparnos seriamente del daño que los defensores de la ciudad puedan hacernos.
–¡Troncos! – exclamó Quinto Cicerón con los ojos relucientes-. Miles de troncos. Es la hora de las hachas, César.
–Sí, Quinto, es hora de coger el hacha. Tú te encargas de los troncos. Toda la experiencia que adquiriste contra los nervios te resultará ahora muy útil, porque quiero todos esos miles de troncos en seguida. No podemos quedarnos aquí más de un mes. O sea que para entonces tiene que estar terminado. – César se dio la vuelta hacia Tito Sextio-. Busca hasta la última piedra que puedas. Y tierra. A medida que avance la plataforma, los hombres pueden verter escombros por encima del borde hacia la hondonada para rellenarlo. – Le llegó el turno a Fabio-. Fabio, tú te encargarás del campamento y de los suministros. Los eduos no han traído nada de grano todavía, y quiero saber por qué. Tampoco los boios han enviado nada.
–No hemos tenido noticias de los eduos -le comunicó Fabio con preocupación-. Los boios dicen que no les sobran alimentos, gracias a Gorgobina, y yo les creo. No son una tribu numerosa y sus tierras no producen en abundancia.
–A diferencia de los eduos, que son los que tienen más cosas y lo mejor de toda la Galia -observó César con aire severo-. Me parece que ya va siendo hora de que les escriba una nota a Coto y a Convictolavo.
Los exploradores le informaron de que Vercingetórix y su enorme ejército se habían asentado a veinticinco kilómetros de distancia, en un lugar que impedía que César se marchara de la zona sin encontrarse con ellos, porque los pantanos de los bitúrigos no estaban solamente alrededor de Avarico y la cantidad de tierra firme era limitada. Y lo que era peor, todos los silos y graneros que había en las cercanías estaban reducidos a cenizas. César separó a las legiones novena y décima de las obras de construcción y las tuvo preparadas en el campamento por si el ejército galo decidía atacar. Luego comenzó su terraplén de asedio.
Para protegerlo en las primeras etapas, puso todas las piezas de artillería que tenía detrás de una empalizada en terreno alto, pero conservó la munición de piedras para días posteriores. La situación era ideal para los escorpiones, que disparaban un proyectil de un metro de largo hecho de un modo muy simple de un pedazo de madera; el extremo que hacía daño era afilado y el otro extremo estaba tallado formando pestañas que actuaban como la pluma de una flecha. Las ramas apropiadas, que se podaban de los árboles que Quinto Cicerón estaba cortando y luego se transportaban, se iban amontonando, y los especialistas no combatientes que no hacían nada salvo fabricar proyectiles de escorpión empezaron a darles forma, cotejándolos siempre con las plantillas para asegurarse de que las pestañas eran correctas.
Dos muros paralelos hechos de troncos se alzaron uno a cada lado de la calzada, y la parte de hondonada que quedaba entre ambos estaba sólo parcialmente rellena para permitir así a las tropas que trabajaban una mejor protección de los arqueros y lanceros que se encontraban en las almenas de Avarico. Los grandes cobertizos de protección, llamados manteletes, avanzaban al mismo tiempo que el terraplén. Las dos torres de asedio se construyeron en el campamento romano, en el extremo cercano a las paredes paralelas, y no las empujarían a lo largo de las paredes hasta que estuvieran terminadas. Veinticinco mil hombres trabajaban laboriosamente cada día desde la salida del sol hasta el crepúsculo cortando y transportando troncos, dándoles forma, levantándolos, haciéndolos rodar y dejando caer en su lugar, una vez terminadas, las vigas redondeadas, a un ritmo que producía varios cientos de troncos cada día.
Al cabo de diez días, el terraplén había avanzado la mitad del camino hacia las murallas de Avarico, pero para entonces, salvo algunas tiras de tocino y un poco de aceite, no quedaba comida. No hacían más que llegar mensajeros de los eduos llenos de disculpas: que si había habido una epidemia de cierta enfermedad invernal, que si un fuerte aguacero había empantanado hasta los ejes a una caravana de carros, que si una plaga de ratas se había comido todo el grano de los silos más cercanos a Avarico y por lo tanto había que traer el grano desde el otro lado de Cabillonum, a doscientos kilómetros de distancia…
César, que dormía al raso en la propia obra de construcción de la terraza, empezó a hacer rondas.
–De vosotros depende el que yo haga una cosa u otra, muchachos -les iba diciendo por turnos a las distintas cuadrillas de trabajadores-. Si queréis levantaremos el sitio y regresaremos a Agedinco, donde podremos comer bien. Éste no es un asunto crucial, podemos derrotar a los galos sin necesidad de tomar Avarico. Vosotros sois los que decidís.
Y la respuesta era siempre la misma: ¡que cayera una peste sobre cada galo, una peste mayor sobre Avarico y la mayor de todas sobre los eduos!
–Hemos estado contigo siete años, César -le dijo Marco Petronio, el centurión portavoz de la octava legión-. Te has portado muy bien con nosotros, y nosotros nunca te hemos fallado. Darnos por vencidos después de todo este trabajo sería una deshonra. No, gracias, general, nos apretaremos el cinturón y seguiremos a pesar de todo. ¡Estamos aquí para vengar a los civiles que murieron en Cenabo, y la toma de Avarico es una tarea que merece todo nuestro esfuerzo!
–Tendremos que buscar comida, Fabio -le indicó César a su segundo en el mando-. Me temo que tendrá que ser carne, pues no han dejado ni un granero sin quemar. Salid a buscar ovejas, vacas, cualquier cosa. A nadie le gusta el buey, pero comer buey es mejor que morirse de hambre. ¿Y dónde están nuestros supuestos aliados, los eduos?
–Siguen enviando excusas. – Fabio miró al general con mucha seriedad-. ¿Crees que yo debería intentar llegar a Agedinco con la novena y la décima? – le preguntó.
–No, pues tendrías que atravesar las líneas de Vercingetórix. Y eso es lo que él espera que intentemos. Además, si los eduos continúan comportándose como hasta ahora despúés de que caiga Avarico, necesitaremos todo lo que contiene la ciudad. – César sonrió-. Una tontería por parte de Vercingetórix, realmente. Me ha obligado a tomar Avarico. Sospecho que es el único lugar de esta ignorante tierra donde voy a encontrar comida. Por ello Avarico tendrá que caer.
Al decimoquinto día, cuando el terraplén de asedio estaba ya construido en sus dos terceras partes en su camino a las murallas, Vercingetórix trasladó el campamento más cerca de Avarico y le tendió una trampa a la décima legión, que andaba buscando alimentos. Salió con su caballería con intención de lanzarse sobre ella por sorpresa, pero la estratagema no sirvió de nada, pues César marchó con la novena a medianoche y amenazó el campamento de Vercingetórix. Ambas partes se retiraron sin entablar combate, lo que era un asunto difícil para César, pues sus hombres estaban ya impacientes por pelear.
Y también fue un asunto complicado para Vercingetórix, que se vio acusado de traición nada menos que por Gutruato. Este empezaba a tener dudas acerca del alto mando y se preguntaba si no llevaría él mejor la corona de rey que Vercingetórix, el cual convenció a los miembros del consejo para que se pusieran de su parte y logró ganar un poco de terreno en su lucha por ser proclamado rey de la Galia. En cuanto al ejército, cuando los hombres se enteraron de que Vercingetórix se había visto obligado a defenderse a sí mismo, lo vitorearon con entusiasmo, después de que acabase el consejo, de esa peculiar manera en que lo hacían los guerreros galos, haciendo chocar las espadas de plano contra los escudos. El ejército le dio luego diez mil voluntarios para reforzar Avarico y fue cosa fácil para ellos entrar en la ciudad, porque los pantanos podían aguantar sin problemas el peso de un hombre; desde dentro les ayudaron a saltar por encima de las murallas del lado opuesto al lugar donde César estaba construyendo el terraplén de asedio.
Al vigésimo primer día, el trabajo estaba casi acabado, y los romanos se habían acercado tanto a las murallas que los diez mil hombres extra que habían entrado en la ciudad resultaron muy útiles. Una pared de troncos que unía las dos torres de asedio paralelas romanas se estaba levantando desde la hondonada parcialmente nivelada contra la propia Avarico, pues César pensaba asaltar las almenas en un frente tan ancho como fuera posible. Los defensores trataban constantemente de mantener ardiendo los manteletes, aunque fracasaron en el intento porque César encontró láminas de hierro en la oppidum de Noviodunum y las usó para poner techo a los manteletes en el extremo más cercano a Avarico. Luego los defensores volvieron la atención hacia la pared de troncos que estaban levantando contra el exterior de Avarico. Trataron de derribarla con garfios y cabrestantes, y también derramando todo el tiempo aceite hirviendo y haces de yesca en llamas sobre la cabeza de cualquier soldado que la asomara.
Los defensores de Avarico pusieron sus propios parapetos y torres a lo largo de las murallas, y bajo tierra un plan diferente progresaba. Se estaban excavando túneles para que pasaran por debajo de la base de las murallas y doblaran hacia adelante hasta situarse debajo del terraplén de asedio de César. Una vez en el lugar correcto, los excavadores de Avarico cavaron entonces hacia arriba para llegar a la capa inferior de troncos de los romanos, que embadurnaron con aceite y brea y a los que prendieron fuego.
Pero los troncos estaban verdes y había poco aire; grandes nubes de humo traicionaron aquella estratagema. Al verlas, los defensores decidieron incrementar las posibilidades que había de que el fuego prendiera haciendo una salida desde sus murallas hasta las murallas romanas. Se produjeron algunas escaramuzas, la lucha se fue haciendo más encarnizada, la novena y la décima salieron del campamento para unirse al combate, los lados de los manteletes se prendieron y ardieron, y lo mismo ocurrió con el recubrimiento hecho de piel y mimbre de la torre de asedio de la izquierda, que habían empujado casi todo el camino hasta la ciudad. La batalla continuó ferozmente durante toda la noche, y todavía duraba al rayar el alba. Algunos soldados empezaron a derribar a hachazos el terraplén para hacer un agujero que canalizase el agua hacia dentro, mientras que otros de la novena desviaban el curso del arroyo que abastecía al campamento, y otros fabricaban una rampa con pieles y palos finos para llevar el agua desviada al fuego que ardía debajo del terraplén.
Una oportunidad perfecta para Vercingetórix, quien podía haber ganado su guerra allí y entonces si hubiera llevado a su ejército, pero Gutruato no le había dado un buen giro a la guerra gala al acusar a Vercingetórix de abandonar su ejército para andar por ahí con la caballería. El rey de los galos, que aún no había sido coronado como tal, no se atrevió a aprovechar aquella maravillosa ocasión, pues hasta que fuera proclamado rey, no tenía autoridad para actuar sin convocar primero al consejo, y eso requería demasiado tiempo, era demasiado pesado y demasiado infructuoso. Para cuando se hubiera llegado a alguna decisión, seguro que la lucha en las murallas de Avarico ya habría terminado.
Al amanecer, César llevó la artillería para que entrase en acción. Un hombre que había en las murallas de la ciudad demostró ser un tirador especialmente preciso cuando lanzó pedazos de grasa y brea a una hoguera que ardía en la base de la torre de asedio de la derecha. Un proyectil lanzado desde un escorpión, teatral e inesperado, le acertó en un costado. Cuando otro galo ocupó su lugar, un segundo proyectil procedente del mismo escorpión, que tenía muy buen alcance, lo mató. Con la misma rapidez que los galos empezaban a lanzar sus artefactos incendiarios, el mismo escorpión derribaba a los hombres, y así continuó hasta que por fin el fuego se apagó y los galos se retiraron de la refriega. Fue la artillería, en realidad, la que ganó la pelea.
–Me siento complacido -les dijo César a Quinto Cicerón, Fabio y Tito Sextio-. Es obvio que no hacemos suficiente uso de la artillería. – Tiritó y se envolvió más en su capa escarlata de general-. Va a ponerse a llover. Bien, eso pondrá fin al riesgo de que haya más incendios. Que todo el mundo se ponga a reparar los desperfectos.
Al vigésimo quinto día el trabajo ya estaba terminado. El terraplén de asedio tenía veinticinco metros de altura, cien metros desde una torre hasta la otra y setenta y cinco metros desde las murallas de Avarico hasta el lado de la hondonada donde estaban los romanos. Se empujó hacia adelante la torre derecha hasta que quedó a la misma altura que la izquierda, mientras una lluvia torrencial y fría como el hielo caía sin piedad. Era justo el momento indicado para iniciar el asalto, pues los centinelas situados en lo alto de las almenas de Avarico estaban refugiándose de los elementos, seguros de que con un tiempo como aquél no se produciría ataque alguno. Mientras las tropas romanas visibles andaban en sus quehaceres a ritmo lento, con las cabezas hundidas entre los hombros, los manteletes y las torres de asedio se llenaban de soldados. Las dos torres bajaron sus planchas para caer con un ruido sordo sobre las murallas, mientras los hombres se diseminaban detrás de la empalizada de protección que se alzaba a lo largo del muro que habían construido los romanos, desde una torre hasta la otra, y apoyaban las escaleras y los garfios.
La sorpresa fue completa. Expulsaron a los galos de sus propias murallas con tanta rapidez que apenas hubo pelea. Los galos formaron a continuación en cuña y entraron en la plaza del mercado y en las plazas más abiertas, decididos a llevarse por delante a cuantos romanos pudieran mientras les llegaba la hora.
La lluvia seguía cayendo en cascada y el frío era cada vez más intenso. Ningún soldado romano descendió de las murallas de Avarico. En lugar de eso, se alinearon a lo largo de las mismas y se quedaron mirando al interior de la ciudad sin hacer nada más. Empezó a cundir un pánico reflexivo, y a continuación los galos echaron a correr en todas direcciones hacia las puertas, hacia las murallas, hacia cualquier lugar que ellos pensasen que podía proporcionarles una vía de escape. Y los romanos los fueron eliminando. De los cuarenta mil hombres, mujeres y niños que había en la ciudad de Avarico, sólo unos ochocientos llegaron al lugar donde estaba Vercingetórix. Los demás perecieron, pues después de veinticinco días de racionamiento y considerable frustración, las legiones de César no estaban de humor para perdonarle la vida a nadie.
–Bien, muchachos -les dijo César a gritos a sus tropas reunidas en la plaza del mercado de Avarico-. ¡Ahora podremos comer pan! ¡Y potaje de alubias y tocino! ¡Y sopa de guisantes! ¡Si alguna vez vuelvo a ver un pedazo de vaca vieja, lo cambiaré por una bota! ¡Os doy las gracias y os saludo! ¡No me separaría ni de uno solo de vosotros!
A Vercingetórix al principio le pareció que la llegada de los ochocientos supervivientes de la matanza de Avarico era una crisis peor que el desafío por el liderazgo al que lo había retado Gutruato. ¿Qué pensaría el ejército de todo aquello? Así que manejó el asunto con astucia, dividió a los refugiados en grupos pequeños y los pasó a escondidas para que les prestasen socorro bien lejos del ejército. Luego, a la mañana siguiente, convocó un consejo y les dio la noticia con toda franqueza.
–Yo no hubiera debido ir en contra de lo que el instinto me dictaba -dijo mirando directamente a Biturgo-. Era inútil defender Avarico, que era inexpugnable. Y porque nosotros decidimos no quemarla, César tendrá comida a pesar de que los eduos no le han enviado provisiones. Cuarenta mil personas queridas han muerto, algunos de ellos los guerreros de la generación futura. Y sus madres. Y sus abuelos. No ha sido la falta de valor lo que ha causado la caída de Avarico, ha sido la experiencia romana. Por lo visto son capaces de mirar a un lugar que nosotros consideramos inexpugnable y averiguar de inmediato cómo apoderarse de él. No porque el lugar en si sea débil, sino porque ellos son fuertes. Hemos perdido a manos de César cuatro de nuestras más valiosas fortalezas, tres de ellas en ocho días, la cuarta al cabo de veinticinco días de unos trabajos tan increiblemente difíciles y pesados por parte de los romanos que el corazón se me para en el pecho sólo de pensarlo. No tenemos una tradición de trabajo físico equiparable a la suya. Ellos son capaces de caminar durante varios días seguidos más de prisa de lo que nuestro ejército puede avanzar a caballo, construyen algo como el aparato de asedio de Avarico empezando por el bosque vivo e inocente, pueden perforar a un hombre tras otro con sus proyectiles. Ellos poseen verdadero talento militar y, por si fuera poco, tienen a César.
–Y nosotros te tenemos a ti, Vercingetórix -le dijo Cathbad con suavidad-. Y además tenemos la ventaja de ser superiores en número.
Se dio la vuelta hacia los silenciosos jefes de tribu y se despojó del velo de timidez y humildad que ocultaba su poder. De pronto se transformó en el druida jefe, una fuente de sabiduría, un gran cantante, la conexión entre la Galia y sus dioses, los Thuata, la cabeza de una enorme cofradía con más fuerza que ningún otro cuerpo de sacerdotes del mundo.
–Cuando un hombre se erige a sí mismo en líder de una gran empresa, también se erige como el hombre sobre cuya cabeza cae el rayo, sobre cuya sabiduría recae la culpa, sobre cuyo coraje cae el juicio crítico. En los viejos tiempos le correspondía al rey ponerse ante los Tuatha como aquel que va voluntariamente al sacrificio en nombre de su pueblo, que acoge en su propio pecho las necesidades, deseos, conveniencias y esperanzas de cada ser, varón o hembra, que está bajo su protección. Pero vosotros, jefes de las tribus de la Galia, no le concedisteis a Vercingetórix pleno poder. Le escatimasteis el título de rey porque os visteis a vosotros mismos convertidos en reyes cuando él fracasara, pues estabais seguros de que fracasaría porque en vuestros corazones no creíais en una Galia unida. Queréis supremacía para vosotros mismos individualmente y para vuestros propios pueblos. – Nadie dijo una palabra. Gutruato se retiró más hacia las sombras, Biturgo cerró los ojos y Drapes se tiró de los bigotes-. Quizá en este momento verdaderamente parezca que Vercingetórix ha fracasado -continuó diciendo Cathbad con aquella voz suya tan apremiante, dulcificando el tono-. Pero esto es la primera etapa. Él y nosotros todavía estamos aprendiendo. Lo que debéis comprender es que los Tuatha lo sacaron a él de la nada. ¿Quién lo conocía antes de Samarobriva? – Su voz se hizo un poco más dura-. ¡Jefes de las tribus de la Galia, no tenemos más que una oportunidad de librarnos de Roma! De librarnos de César. Y esa oportunidad la tenemos ahora. Si salimos derrotados, que no sea porque no pudimos ponernos de acuerdo entre nosotros, porque no fuimos capaces de proclamar rey a un hombre. Puede ser que en el futuro no necesitemos a un rey. Pero ahora sí. Fueron los Tuatha quienes eligieron a Vercingetórix, no hombres mortales, ni siquiera los druidas. Si teméis, amáis y honráis a los Tuatha, entonces doblad la rodilla ante el hombre que ellos eligieron. Doblad la rodilla ante Vercingetórix y reconocedlo abiertamente como rey de la Galia unida.
Uno a uno los jefes de tribu se acercaron, y uno a uno doblaron la rodilla izquierda. Vercingetórix se puso en pie con la mano derecha extendida y el pie derecho adelantado. Las joyas y el oro que llevaba en los brazos y el cuello centellearon, el pelo tieso y descolorido formaba rayos alrededor de su cabeza y el rostro huesudo y bien afeitado se veía iluminado.
Duró sólo un momento, pero cuando acabó, todo había cambiado. Él era el rey Vercingetórix. Era rey de una Galia unida.
–Ha llegado la hora de convocar a todos nuestros pueblos para que se congreguen en Carnutum -dijo entonces Vercingetórix-. Se congregarán en asamblea en el mes que los romanos llaman sextilis, cuando la primavera casi haya terminado y el verano prometa buen tiempo para batallar. Elegiré cuidadosamente enviados que vayan a los distintos pueblos y les demuestren que ésta es la unica oportunidad que tenemos de expulsar a Roma. Y, ¿quién sabe? Quizá la medida de nuestro éxito esté en la medida de nuestro oponente. Si lo que queremos es demasiado grande, entonces los Tuatha pondrán una enormidad en contra de nosotros. De ese modo, si somos derrotados, no hará falta que nos avergoncemos, pues podremos decir que nuestro oponente es el mayor oponente que encontraremos nunca.
–Pero él es un hombre, y adora a dioses falsos -dijo Cathbad con fuerza-. Los Tuatha son los verdaderos dioses, y son más grandes que los dioses romanos. La nuestra es la causa acertada, es una causa justa. ¡Nosotros ganaremos! Y nos llamaremos a nosotros mismos galos.
A principios de junio, Cayo Trebonio y Tito Labieno llegaron a Avarico y encontraron a César desmantelando el campamento y preparándose para marcharse de allí; habían encontrado una gran cantidad de animales de carga paciendo en las marismas, y la comida de Avarico también tenía que marchar con César.
–Vercingetórix ha adoptado la táctica de Fabio, no piensa ser él quien empiece la batalla -les comentó César-. Así que nos incumbe a nosotros obligarle a presentar batalla, que es lo que intento hacer partiendo hacia Gergovia. Es su ciudad y tendrá que defenderla. Si Gergovia cae, quizá los arvernos vuelvan a pensarse lo de Vercingetórix.
–Hay una dificultad -dijo Trebonio con pena.
–¿Una dificultad?
–He recibido noticias de Litavico que dicen que los eduos se han dividido en consejo y senado. Coto le ha usurpado el puesto de vergobreto senior a Convictolavo y está incitando a los eduos para que se pongan a favor de Vercingetórix.
–¡Oh, vaya, me cago en los eduos! – exclamó César apretando los puños-. No necesito una insurrección a mis espaldas, ni que me entretengan más. No obstante, está claro que me van a retrasar. ¡Aaah! Trebonio, coge a la decimoquinta y mete toda la comida de Avarico en Noviodunum Nevirnum. ¿Qué les pasa a los eduos? ¿Acaso no les di Noviodunum Nevirnum y todas sus tierras a ellos cuando se las quité a los senones como castigo? – César se volvió hacia Aulo Hircio-. Hircio, convoca a todo el pueblo eduo a una conferencia en Decetia inmediatamente. Tendré que averiguar qué ocurre y calmarlos antes de hacer ninguna otra cosa, y tengo que hacerlo personalmente. De otro modo los eduos harán una revolución.
Luego le llegó el turno a Labieno, pero aquél no era el momento de que César sacase a colación el tema de Commio. Eso tendría que esperar. Labieno, la fuerza de la naturaleza personificada, iba a actuar por su cuenta de nuevo, y la fuerza de la naturaleza tenía que estar tranquila y tratable.