–Con las ocho legiones en el puerto Icio, se nos acabará el grano antes de que termine el año -apuntó Tito Labieno-. Los comisionados no han tenido mucho tiempo para buscarlo. Hay cerdo salado de sobra, tocino, aceite, jarabe de remolacha dulce y fruta seca, pero las cosechas, desde el trigo hasta los garbanzos, son muy escasas.

–Y no podemos esperar que las tropas peleen bien si no tienen pan. – César suspiró-. El problema de la sequía es que tiene la tendencia a azotar en todas partes a la vez. No puedo comprar y traer grano ni legumbres de las Hispanias ni de la Galia Cisalpina; ellos también están sufriendo la sequía. – Se encogió de hombros-. Bien, eso sólo nos deja una solución. Repartir las legiones durante el invierno y hacer ofrendas para que el año que viene la cosecha sea buena.

–Es una lástima que la flota no quedase de una pieza -dijo Quinto Titurio Sabino sin el menor tacto-. Ya sé que nos hemos abrasado de calor allí, pero en Britania había una cosecha abundante. Habríamos podido traer mucho trigo con nosotros si hubiéramos tenido todos los barcos.

Los otros legados se sobrecogieron; conservar la flota a salvo de cualquier tipo de daño era responsabilidad de César, y aunque habían sido el viento, el mar y la marea los que habían frustrado los planes, no era prudente hacer en una reunión afirmaciones que César quizá pudiera interpretar como un reproche o una crítica. Pero Sabino tuvo suerte, probablemente porque César lo había considerado un chalado parlanchín desde el mismo momento en que se había presentado ante él para servir como militar. Recibió una mirada de desprecio, nada más.

–Una legión para guarnecer cada zona -continuó diciendo el general.

–Excepto en las tierras de los atrebates -sugirió con ansiedad Commio-. Nosotros no hemos sufrido el azote tanto como la mayor parte de lugares. Podemos alimentar a dos legiones si nos prestas a alguno de tus no combatientes para que nos ayuden a arar y a sembrar en primavera.

–Si vosotros -intervino Sabino con la voz cargada de ironía- los galos que estáis por encima de la condición de siervos no consideraseis indigno manejar un arado, no encontraríais tan difícil la agricultura a gran escala. ¿Por qué no ponéis a trabajar a alguno de esos grupos de druidas inútiles?

–En todo este tiempo no he visto nunca a un romano de primera clase detrás de un arado, Sabino -apuntó el general plácidamente; luego le dirigió una sonrisa a Commio-. ¡Muy bien! Eso significa que Samarobriva puede servirnos de cuartel general de invierno este año. Pero no te daré a Sabino por compañía. Creo… que… Sabino puede ir a las tierras de los eburones y llevarse consigo a Cotta como comandante exactamente con el mismo mando que él. Este puede llevarse a la decimotercera e instalarse en el interior de Atuatuca. Está un poco más deteriorada, pero estoy seguro de que Sabino sabrá arreglarla.

Todas las cabezas se inclinaron de súbito, todas las manos saltaron para ocultar una sonrisa; César acababa de desterrar a Sabino al peor puesto de la Galia en compañía de un hombre al que detestaba y con un rango «exactamente igual» al mando de una legión de reclutas novatos que casualmente llevaba un número calamitosamente desafortunado, el trece. Un poco duro para el pobre Cotta (que era Aurunculeyo, no Aurelio), pero alguien tenía que cargar con Sabino, y todos, excepto el pobre Cotta, sintieron alivio al ver que César no los había escogido a ellos.

Desde luego la presencia del rey Commio ofendía a los hombres como Sabino, que no podía comprender por qué César invitaba a un galo, por muy obsequioso o digno de confianza que fuese, a tomar parte en un consejo. Aunque sólo se tratase en él de asuntos de alimentos y puestos de destino. Quizá si Commio hubiese sido una persona más simpática o atractiva se le habría tolerado mejor, pero por desgracia no lo era. Bastante bajo para ser un galo belga, tenía las facciones de la cara afiladas y sus modales resultaban extrañamente furtivos. El cabello de color arena lo llevaba tieso como una escoba, porque, como todos los guerreros galos, se lo lavaba con cal disuelta en agua y lo llevaba recogido en una especie de cola de caballo que salía disparada hacia arriba y hacía contraste con el vivo color escarlata de su chal a cuadros chillones. Los delegados de César, sin detenerse a relacionar lo que veían con el hecho de que era el rey de un poderoso y guerrero pueblo belga, lo menospreciaban como a esa clase de persona servil que siempre aparece allí donde están las personas importantes. Los belgas del noroeste no habían decidido prescindir de sus reyes para elegir vergobretos cada año, pero los reyes belgas podían ser desafiados por cualquier aristócrata de entre su pueblo; era una posición que se decidía por la fuerza, no por herencia. Y Commio llevaba mucho tiempo siendo rey de los atrebates.

–Trebonio -continuó diciendo César-, tú invernarás con la décima y la duodécima en Samarobriva y tendrás bajo tu custodia la impedimenta. Marco Craso, tú, acamparás bastante cerca de Samarobriva, a unos cuarenta kilómetros de distancia, en la frontera entre los belovacos y los ambianos. Llévate la octava. Favio, tú te quedarás aquí, en el puerto Icio, con la séptima. Quinto Cicerón, tú y la novena iréis al territorio de los nervios. Roscio, tú puedes disfrutar de un poco de paz y tranquilidad: voy a enviarte a ti y a la quinta Alauda entre los esubios, sólo para hacerles saber a los celtas que no he olvidado que existen.

–Esperas que haya problemas entre los belgas -comentó Labieno frunciendo el ceño-. Estoy de acuerdo en que han estado demasiado tranquilos. ¿Quieres que vaya yo al territorio de los tréveres, como de costumbre?

–No hace falta que vayas tan lejos, hasta Treves. Entre los tréveres, pero cerca de los remos. Llévate a la caballería además de a la undécima legión.

–Entonces lo mejor será que me instale en el Mosa, cerca de Virodunum. Si la nieve no tiene tres metros de espesor, habrá pastos de sobra.

César se puso en pie, lo que era señal de que la reunión tocaba a su fin. Había convocado a consejo a sus delegados en el momento en que llegaron a tierra, y eso significaba que quería que las ocho legiones que se encontraban acampadas en el puerto Icio se trasladaran a sus cuarteles de invierno inmediatamente. Aun así, todos los legados sabían ya que era Julia quien había muerto. Aquellos que, como Labieno, no habían ido a Britania, habían conocido la noticia por carta. Pero ninguno dijo ni una palabra.

–Te mostrarás agradable y afectuoso -le dijo Labieno a Trebonio mientras se alejaban caminando, y aparecieron aquellos grandes dientes de caballo-. ¡La estupidez de Sabino me asombra! Si hubiera tenido la boca cerrada, César se habría mostrado afectuoso. Imagínate, pasar el invierno allí arriba, cerca de la desembocadura del Mosa, con el viento aullando, el mar a punto de desbordarse, las montañas de roca, el terreno llano lleno de pantanos salados o marismas de turba, y los germanos olisqueándote el culo cuando no lo hagan los eburones o los nervios.

–Pueden ir al mar a por pescado, anguilas y huevos de los pájaros marinos.

–Gracias, nos basta con pescado de agua dulce y con los poííos que pueden criar mis sirvientes.

–César definitivamente cree que va a haber problemas.

–O bien es eso o es que está buscando una excusa para no tener que regresar a la Galia Cisalpina para pasar el invierno.

–¿Qué?

–¡Oh, Trebonio! ¡César no quiere enfrentarse a todos esos romanos! Tendrá que aceptar condolencias desde Salona hasta Ocelum, y se pasará el invierno horrorizado sólo de pensar que podría venirse abajo.

Trebonio se detuvo, con el sobresalto reflejado en los ojos grises, más bien tristes.

–No sabía que tú lo comprendieras tan bien, Labieno.

–Llevo con él desde que vino a las tierras de los cabelleras largas.

–¡Pero los romanos no consideran poco varonil llorar!

–Ni él tampoco cuando era joven. Pero entonces no era César más que de nombre.

–¿Eh?

–Ahora ya no es un nombre -le dijo Labieno con rara paciencia-. Es un símbolo.

–¡Oh! – Trebonio comenzó a caminar de nuevo. Luego, de pronto, comentó-: ¡Echo mucho de menos a Décimo Bruto! Sabino no puede sustituirlo.

–Volverá. A todos os entra añoranza de Roma de vez en cuando.

–A ti no.

El legado senior de César lanzó un gruñido.

–Yo sé cuándo me va bien como estoy.

–Yo también. ¡Samarobriva! ¡Imagínate, Labieno! Viviré en una casa de verdad con calefacción en el suelo y una bañera.

–Sibarita -le dijo Labieno.

La correspondencia con el Senado era copiosa y tenía que ser atendida antes que cualquier otra cosa, lo que tuvo a César muy ocupado durante tres días. En el exterior de la casa de madera del general las legiones estaban siempre en movimiento, proceso que no originaba demasiada confusión ni ruido, de modo que el papeleo podía llevarse a cabo con toda tranquilidad. Incluso el apático Cayo Trebacio se vio envuelto en el remolino, porque César tenía la costumbre de dictar tres cartas a la vez mientras se paseaba entre tres secretarios encorvados sobre las tablillas de cera; le dictaba a cada uno un par de oraciones rápidas antes de dirigirse al siguiente, sin mezclar nunca los temas ni las ideas. Era aquella sobrecogedora capacidad de trabajo lo que había ganado el corazón de Trebacio. Resultaba difícil odiar a un hombre que podía tener tantas ollas hirviendo a la vez.

Pero al final había que atender las cartas personales, por muchos comunicados de Roma que llegasen cada día. Había mil trescientos kilómetros desde el puerto Icio a Roma por unos caminos que a menudo eran ríos en la Galia de los cabelleras largas, hasta que, muy al sur de la Provenza, empezaban las carreteras de vía Domitia y vía Emilia. César tenía un grupo de mensajeros que continuamente cabalgaban o navegaban entre Roma y dondequiera que él estuviese, y esperaba que recorrieran un mínimo de ochenta kilómetros al día. De ese modo recibía las últimas noticias de Roma en menos de dos nundinae y se aseguraba de que su alejamiento no tuviese el efecto de anular su influencia. La cual crecía cada vez más en proporción directa a su riqueza, siempre en aumento. Puede que Britania no le hubiese proporcionado mucho, pero la Galia de los cabelleras largas había dado montañas de beneficios.

César tenía un esclavo germano manumitido, Burgundo, al que había heredado de Cayo Mario a la muerte de éste cuando César contaba trece años. Había sido un legado afortunado; Burgundo había encajado de un modo indispensable en la adolescencia y en la edad adulta de César. Hasta hacia sólo un año, Burgundo había continuado con él, quien, viendo su avanzada edad, lo había retirado a Roma, donde se ocupaba de las tierras de César, y también de su madre y su esposa. Pertenecía a la tribu de los cimbros, y aunque era niño cuando Mario aniquiló a los cimbros y a los teutones, conocía perfectamente la historia de su pueblo. Según Burgundo, los tesoros tribales de los cimbros y de los teutones habían quedado al cuidado de sus parientes los atuatucos, con quienes habían permanecido durante el invierno antes de embarcarse en la invasión de Italia. Sólo seis mil de una horda de más de tres cuartos de millón de hombres, mujeres y niños, habían logrado regresar a las tierras de los atuatucos y allí los supervivientes de la masacre de Mario se habían asentado y habían acabado por convertirse en atuatucos más que cimbros. Y allí también habían permanecido los tesoros tribales de los cimbros y de los teutones.

Durante su segundo año en la Galia de los cabelleras largas, César había entrado en las tierras de los nervios, quienes luchaban a pie y vivían en las orillas del Mosa, debajo de las tierras de los eburones, hacia la cual se dirigía un consternado e infeliz Sabino y un todavía más consternado e infeliz Lucio Aurunculeyo Cotta al mando de la decimotercera legión. Se había librado una batalla, aquélla famosa durante la cual los nervios prefirieron permanecer en el campo de batalla para morir antes que vivir como hombres derrotados; pero César había sido misericordioso y había permitido que las mujeres, los niños y los ancianos regresasen a sus casas sin que nadie los molestase.

Los atuatucos eran el pueblo que venía a continuación después de los nervios siguiendo el curso ascendente del Mosa. Aunque el propio César había sufrido pérdidas importantes, era capaz de continuar en campaña, de modo que avanzó luchando contra los atuatucos. Estos se retiraron a su oppidum en Atuatuca, una fortaleza situada sobre una colina desde la que se divisaba el imponente bosque de las Ardenas. César había asediado y tomado Atuatuca, pero a los atuatucos no les fue tan bien como les había ido a los nervios. A causa de que le habían mentido y habían intentado traicionarle, César concentró a toda la tribu en un campo cerca de la arrasada oppidum, convocó a los tratantes de esclavos, que siempre acechaban entre la caravana que llevaba la impedimenta romana, y vendió la tribu entera en un solo lote al mejor postor. Cincuenta y tres mil atuatucos habían ido en bloque a la subasta, una doble fila al parecer interminable de personas abrumadas, llorosas y desposeídas a las que se había conducido a través de las tierras de las otras tribus todo el trayecto hasta el mercado de esclavos de Masilia, donde fueron divididos, escogidos y vendidos de nuevo.

Había sido una jugada astuta. Las otras tribus habían estado todas al borde de la revuelta, incapaces de creer que los nervios y los atuatucos, que en conjunto eran muchos millares, no hubieran aniquilado a los romanos. Pero la doble fila de cautivos narraba una historia diferente, y la revuelta nunca llegó a producirse. La Galia de los cabelleras largas empezó a preguntarse quiénes eran aquellos romanos, cuyos diminutos ejércitos de tropas espléndidamente equipadas se comportaban como si fueran un solo hombre, y no caían sobre el enemigo en masa ululante e indisciplinada ni se esforzaban en entrar en un combate frenético capaz de hacerles atravesar cualquier cosa. Se les había temido durante generaciones, pero en realidad no se les conocía; hasta César no eran más que cocos para asustar a los niños.

Dentro de la oppidum de los atuatucos César encontró los tesoros tribales de los cimbros y los teutones, los montones de objetos y lingotes de oro que habían llevado consigo siglos atrás cuando emigraron de las tierras de los escitas, ricas en oro, esmeraldas y zafiros, y que luego habían dejado en Atuatuca. El general tenía derecho a quedarse con todos los beneficios de la venta de esclavos, pero el botín pertenecía al Tesoro y a cada escalón del ejército, desde el comandante en jefe hasta los soldados rasos. Aun así, cuando se hubieron hecho los inventarios y la gran caravana de carretas que transportaban el botín iba de camino hacia Roma bajo una fuerte vigilancia para almacenarlo hasta el día en que el general hiciese su desfile triunfal, César comprendió que sus preocupaciones económicas se habían acabado de por vida. La venta de la tribu de los atuatucos como esclavos le había proporcionado un beneficio neto de dos mil talentos, y la parte del botín que le correspondía le daría todavía más que eso. Sus soldados rasos se convertirían en hombres ricos, y sus legados estarían en condiciones de comprar su camino hacia el consulado.

Y eso había sido sólo el principio. Los galos extraían plata de las minas y lavaban y cribaban el oro aluvial en los ríos que descendían desde el macizo Cebenna. Eran artesanos consumados y herreros inteligentes; incluso un montón de ruedas de hierro o barriles bien curvados, una vez confiscados, representaban dinero. Y cada sestercio que César enviaba a Roma incrementaba su valía y su posición pública: su dignitas.

El dolor de la pérdida de Julia nunca desaparecería, y César no era Craso. Para él el dinero no era un fin en sí mismo; sólo era un medio para afianzar su dignitas, una comodidad sin vida que aquellos años en que estuvo espantosamente endeudado mientras trepaba por la escalera de las magistraturas le habían enseñado que era de importancia primordial en el esquema de las cosas. Cualquier cosa que afianzase su dignitas contribuiría a la dignitas de su hija muerta. Lo que era un consuelo. Los esfuerzos de César y el propio instinto de su hija para inspirar amor harían posible que a ésta se la recordara por sí misma, no porque hubiera sido la hija de César y la esposa de Pompeyo el Grande. Y cuando César regresase a Roma triunfante, celebraría los juegos funerarios que el Senado le había denegado a su hija. Aunque, como él en una ocasión les había dicho a los padres conscriptos reunidos para tratar de otro tema, tuviera que aplastarles los genitales con la bota para conseguir llevar a cabo su propósito.

Había muchas cartas. Algunas estaban dedicadas principalmente a los negocios, como ocurría con las que le enviaba su partidario más leal, Balbo el hispano, banquero de Gades, y Cayo Opio, el banquero romano. Su actual riqueza también había capturado en sus redes a un mago de las finanzas todavía más astuto, Cayo Rabirio Póstumo, al cual el rey Ptolomeo Auletes y sus secuaces de Alejandría, en agradecimiento por reorganizar las ruinas en que se había convertido el sistema de contabilidad pública egipcio, habían despojado de sus vestiduras y lo habían metido a empujones y sin un sestercio dentro de un barco con destino a Roma. Había sido César quien le había prestado el dinero para empezar de nuevo. Y quien había hecho el voto de que algún día cobraría el dinero que Egipto le debía a Rabirio Póstumo…, él en persona.

Había cartas de Cicerón, que graznaba y cloqueaba sin parar acerca del bienestar de su hermano menor, Quinto. Con un cálido sentimiento por la pérdida de César, pues Cicerón era, a pesar de su vanagloriosa pose y su engreimiento, un hombre auténticamente bondadoso y cariñoso.

¡Ah! ¡Un rollo de Bruto! El año siguiente Bruto cumpliría treinta años, y por lo tanto estaba a punto de entrar en el Senado como cuestor. César le había escrito justo antes de partir para Britania y le había pedido que se uniera a su equipo como cuestor suyo solicitado personalmente por él. El hijo mayor de Craso, Publio, había sido cuestor con César durante varios años, y aquel año tenía al hermano menor de Publio, Marco Craso, teóricamente desempeñando esa función. Una pareja de muchachos maravillosos, si no fuera porque los principales deberes de un cuestor eran dirigir las finanzas. César había dado por sentado que los hijos de Craso tendrían, con toda probabilidad, cierto talento para la contabilidad, pero había resultado no ser así. Eran fantásticos guiando a las legiones, pero no sabían sumar dos y dos. Mientras que Bruto era un plutócrata vestido con ropa senatorial pero tenía verdadero ingenio para hacer dinero y para manejarlo. En aquellos momentos el gordo Trebacio estaba haciendo el trabajo de los números en vez de Marco Craso, pero, hablando estrictamente, aquél no era su trabajo.

Bruto… Incluso después de tanto tiempo, César seguía experimentando un rescoldo de culpa cada vez que aquel nombre le pasaba por la cabeza. Bruto había amado muchísimo a Julia y esperó pacientemente durante más de diez años de compromiso matrimonial a que ella creciera hasta alcanzar la edad apropiada para contraer matrimonio. Pero luego un verdadero don de los dioses fue a parar al regazo de César: Julia se enamoró locamente de Pompeyo el Grande, y éste de ella. Lo cual significaba que César podía atar a Pompeyo a su causa con la más delicada y sedosa de las cuerdas, su propia hija. Así que rompió el compromiso de su hija con Bruto, a quien en aquellos días se conocía por el nombre adoptado de Servilio Cepión, y la casó con Pompeyo. Fue una situación difícil que destrozó y dejó hecho añicos el corazón de Bruto. La madre de éste, Servilia, había sido la amante de César durante años, y mantenerla suave después de aquel insulto le costó una perla valorada en seis millones de sestercios.

Agradezco tu ofrecimiento, César. Ha sido muy amable por tu parte pensar en míy acordarte de que este año he de presentarme a las elecciones de cuestor. Por desgracia todavía no estoy seguro de que vaya a salir elegido, pues las elecciones aún no se han celebrado. Esperamos saberlo en diciembre, que es cuando dicen que el pueblo en sus tribus elegirá a los cuestores y a los tribunos de los soldados. Pero dudo de que se celebren elecciones para magistrados superiores. Memmio se niega renunciar a su candidatura al consulado, y mi tío Catón ha jurado que hasta que Memmio no renuncie, no permitirá que se celebren elecciones curules. Por cierto, no hagas caso de esos rumores difamatorios que circulan acerca del divorcio de Marcia y mi tío Catón. A mi tío Catón no se le puede comprar.

Voy a ir a Cilicia como cuestor requerido personalmente por el nuevo gobernador para el próximo año, Apio Claudio Pulcher. Ahora es mi suegro. Me he casado con Claudia, su hija mayor, hace un mes. Una chica muy agradable.

Una vez más, gracias por tu amable ofrecimiento. Mi madre se encuentra bien. Tengo entendido que va a escribirte ella personalmente.

¡Chúpate esa! César dejó la hoja de papel enrollada y parpadeó, no por las lágrimas, sino por la sorpresa.

Durante seis largos años Bruto no se ha casado. Se muere mi hija y él se casa al cabo de unas nundinae. Al parecer albergaba esperanzas. La esperaba, seguro de que Julia se cansaría de estar casada con un hombre mayor sin ninguna cualidad más que la fama militar y el dinero. Sin linaje, sin antepasados dignos de mención. Me pregunto cuánto tiempo habría esperado Bruto. Pero Julia había encontrado a su verdadero compañero en Pompeyo Magno, y éste nunca se habría cansado de ella. Siempre me he sentido enojado conmigo mismo por herir a Bruto, aunque no supe cuánto significaba Julia para él hasta que ya había deshecho el compromiso. Pero había que hacerlo, no importa quién resultase herido o cuánto sufriera. La dama Fortuna me dotó con una hija hermosa y lo bastante enérgica como para cautivar al único hombre que yo necesitaba desesperadamente. Pero ¿cómo puedo retener ahora a mi lado a Pompeyo Magno?

Igual que Bruto, Servilia le escribió una sola vez, lo que contrastaba con, por ejemplo, las catorce epopeyas separadas de Cicerón. Y tampoco era larga la carta. Resultó extraña, sin embargo, la sensación que César experimentó al tocar el papel que ella había tocado. Como si hubiera estado empapado de algún veneno destinado a ser absorbido a través de la punta de los dedos. Cerró los ojos y trató de recordarla, el aspecto y el sabor, aquella pasión fisica, inteligente y destructiva. ¿Qué sentiría él al volver a verla? Habían pasado casi cinco años. Servilia ya tendría cincuenta, mientras que él tenía cuarenta y seis, pero probablemente seguiría siendo una mujer extremadamente atractiva. Servilia se cuidaba y conservaba el cabello tan oscuro como su corazón. Porque no era César el responsable del desastre en que se había convertido Bruto; la culpa de lo de Bruto había que achacarla a su madre.

Imagino que ya habrás visto la negativa de Bruto. Todo siempre en orden, así es como haces tú las cosas, los hombres primero. Por lo menos tengo una nuera patricia, aunque no me resulta fácil compartir mi casa con otra mujer que no es de mi propia sangre y por ello no está acostumbrada a mi autoridad, a mi modo de hacer las cosas. Afortunadamente para la paz doméstica, Claudia es un ratón. Me imagino que Julia no lo hubiera sido, a pesar de todo su aire de fragilidad. Es una pena que careciera de tu acero. Por eso ha muerto, sin duda.

Bruto escogió a Claudia por esposa por un único motivo. Este picentino advenedizo que es Pompeyo Magno estaba regateando con Apio Claudio para conseguir a la muchacha para su propio hijo, Cneo. El cual podría ser medio Mucio Escévola, pero no se le nota ni en la cara ni en el carácter. Es igual que Pompeyo Magno pero sin su mente. Probablemente le arranque las alas a las moscas. A Bruto le resultó atractiva la idea de quitarle la novia al hombre que le había quitado la novia a él. Yasí lo hizo. Pues Apio Claudio no es César. Es un cónsul de pacotilla y sin duda desde el año próximo será un gobernador particularmente venal para la pobre Cilicia. Sopesó el tamaño de la fortuna de mi Bruto y su impecable linaje y la influencia de Pompeyo Magno y el hecho de que el hijo más joven de éste, Sexto, es el único que probablemente llegará lejos, y la balanza se inclinó en favor de Bruto. Tras lo cual Pompeyo Magno tuvo una de sus famosas rabietas. ¿Cómo se las arreglaba Julia para manejarlo? Sus bramidos y chillidos se oyeron en toda Roma. Entonces Apio hizo una cosa muy inteligente. Le ofreció a Pompeyo su hija siguiente, Claudilla, para Cneo. Ni siquiera tiene diecisiete años, pero los Pompeyos nunca han tenido aversión a sacar a las niñas de la cuna. Así que todo el mundo acabó contento. Apio consiguió dos yernos que son tan valiosos como el Tesoro, dos horriblemente feas y descoloridas muchachas consiguieron maridos eminentes y Bruto ganó su pequeña guerra contra el primer hombre de Roma.

Se marcha a Cilicia con su suegro, confían en que será este mismo año, aunque el Senado no hace más que poner dificultades en lo de concederle a Apio Claudio permiso para marcharse pronto a su provincia. Apio respondió informando a los padres conscriptos de que se iría sin una lex curiata si era necesario, pero que se iría. La decisión definitiva no se ha tomado aún, aunque mi asqueroso hermanastro Catón anda por ahí gimoteando acerca de los privilegios especiales que se están extendiendo a los patricios. Ahí no me hiciste ningún favor, César, cuando a mi hijo le quitaste a Julia. Desde entonces Bruto y su tío Catón han sido como uña y carne. No soporto el modo en que Catón se jacta de mí porque últimamente mi hijo le hace más caso a él que a mí.

Menudo hipócrita es Catón. Siempre parloteando acerca de la República, la mos maiorum y la degeneración de la antigua clase dirigente, aunque él siempre encuentra motivo para querer una ley de derechos. Lo más hermoso es tener una filosofía, me parece a mí; ello capacita al que la posee para encontrar circunstancias atenuantes a su propia conducta en todas las situaciones. Mira lo de su divorcio de Marcia. Dicen que todo hombre tiene un precio. Yo creo que así es. También creo que el viejo Hortensio, que está senil, desembolsó justo el precio de Catón. En cuanto a Filipo… bueno, es epicúreo, y el precio del placer infinito resulta muy alto.

Hablando de Filipo, cené en su casa hace unos días. Suerte que tu sobrina, Acia, no es una mujer fácil. Su hijastro, el joven Filipo, un tipo guapo y bien plantado, la estuvo mirando durante toda la cena igual que un toro contempla a la vaca que hay al otro lado de la valla. Oh, la muchacha se daba cuenta, pero fingía que no. No creo que ella le dé pie. Sólo espero que Filipo no se dé cuenta. De lo contrario el acogedor nido que Acia se ha buscado acabará en llamas. Cuando hubo acabado la cena sacó al único ocupante de sus afectos para que yo lo viera. Se trata de su hijo, Cayo Octavio. Debe de ser tu sobrino nieto. Tiene exactamente nueve años, pues aquel día era su cumpleaños. Un niño asombroso, tengo que admitirlo. ¡Oh, si mi Bruto hubiese sido así de guapo, Julia nunca hubiera consentido en casarse con Pompeyo Magno! La belleza del niño casi me dejó sin respiración. ¡Y era tan juliano! Si dijeras que era hijo tuyo, todo el mundo lo creería. No es que se parezca mucho a ti en todas las facciones, sólo que tiene… no sé cómo describirlo. Hay algo de ti en él. Más en su interior que en el exterior. Me complació, sin embargo, comprobar que el pequeño Cayo Octavio no es completamente perfecto. Tiene las orejas salientes. Le dije a Acia que le dejara el pelo más largo.

Y eso es todo. No pienso ofrecerte mis condolencias por la muerte de Julia. No pueden hacerse bien los niños con hombres de condición inferior. Dos intentos, ninguno de ellos con éxito, y el segundo le costó la vida. Tú se la diste a ese paleto de Piceno en vez de dársela a un hombre cuya cuna era igual a la de ella. Así que caiga ello sobre tu cabeza.

Puede que todos aquellos años de vitriolo le sirviesen de blindaje a César en aquel momento. Dejó la carta de Servilia y se levantó para lavarse las manos a causa del contacto con el papel.

Creo que la odio más a ella de lo que odio a su aborrecible hermanastro Catón. Es la mujer más despiadada, cruel y rencorosa que he conocido. Julia dijo que era una serpiente; recuerdo bien aquel día. Fue una descripción certera. Ese pobre hijo suyo, patético y sin carácter, es ahora un pobre hombre patético y sin carácter. Con la cara destrozada por las llagas ulceradas y el espíritu roto por esa otra enorme llaga ulcerada que es Servilia. Bruto no ha rechazado ser cuestor conmigo por cuestión de principios, ni a causa de Julia ni de la oposición de su tío Catón; le gusta demasiado el dinero y mis legados hacen mucho dinero. No, Bruto declinó el ofrecimiento porque no quería ir a una provincia atormentada por la guerra. Hacerlo podía exponerlo a tener que participar en una batalla. Y Cilicia está en paz. Bruto puede andar por allí sin hacer nada de particular, y prestar dinero ilegalmente a los provincianos sin que una lanza o una flecha voladora se acerque a él más que el río Eufrates.

Dos cartas más y luego terminaría por aquel día y les ordenaría a sus criados que le hicieran el equipajé. Era hora de trasladarse a Samarobriva.

¡Acaba ya de una vez, César! Lee la de tu esposa y la de tu madre. Ellas te harán más daño con sus palabras amorosas de lo que nunca podría hacerte el salvajismo de Servilia.

Así que se sentó de nuevo en el silencio de su habitación privada y, sin que nadie lo mirase, puso la carta de su madre sobre la mesa y abrió la de su esposa Calpurnia, a la cual apenas conocía. Sólo había pasado unos cuantos meses en Roma con una muchacha inmadura, más bien tímida, que había apreciado el gatito color naranja que él le había regalado tanto como Servilia la perla de seis millones de sestercios.

César, todos dicen que me corresponde a mí escribirte y darte esta noticia. Oh, ojalá no fuera así. No tengo ni la sabiduría ni los años para adivinar cómo abordar esto del mejor modo, así que, por favor, perdóname si en mi ignorancia te hago las cosas aún más difíciles de soportar de lo que yo sé que serán de todos modos.

Cuando murió Julia, el corazón de tu madre se partió. Aurelia era como una madre para Julia, ella la crió. Y estaba tan encantada con el matrimonio de tu hija; qué feliz era, qué vida tan bonita tenía.

Nosotros aquí, en la domus publica, llevamos una existencia muy protegida, que es lo apropiado en la casa de las vírgenes vestales. Aunque moramos en mitad del Foro, la excitación y los acontecimientos apenas llegan a rozarnos. Es lo que hemos preferido Aurelia y yo: un enclave dulce y apacible de mujeres libres de escándalo, así como de toda sospecha o reproche. Pero Julia, que nos visitaba a menudo cuando estaba en Roma, traía consigo un soplo del ancho mundo. Cotilleos, risas, pequeñas bromas.

Cuando ella murió, a tu madre se le partió el corazón. Yo estaba allí, cerca del lecho de Julia, y vi cómo tu madre se comportaba con gran entereza, tanto por Pompeyo como por Julia. ¡Qué buena era! Qué sensata en todo lo que decía. Sonreía siempre que le parecía que era necesario. Y estuvo dándole una mano a Julia mientras Pompeyo le cogía la otra. Fue ella quien echó a los médicos cuando comprendió que nada ni nadie podría salvar a Julia. Y también fue ella quien nos proporcionó paz e intimidad a todos durante las horas restantes. Y cuando Julia se hubo ido, tu madre le cedió su lugar a Pompeyo, lo dejó a solas con Julia. Me sacó a mí de la habitación y me llevó a casa, a la domus pública Como tú sabes, no hay mucha distancia a pie. No dijo ni una palabra. Luego, cuando entramos por la puerta, soltó un grito terrible y empezó a aullar. No puedo decir que llorase. Se puso a aullar y cayó de rodillas derramando lágrimas a mares mientras se golpeaba el pecho y se tiraba de los cabellos. Aullando sin parar y arañándose la cara y el cuello hasta hacerse sangre. Las vestales adultas vinieron corriendo, y allí estuvimos todas llorando, tratando de calmarla, pero incapaces de dejar de llorar. Creo que al final todas caímos al suelo con tu madre Aurelia, la rodeamos con nuestros brazos y nos abrazamos entre nosotras, y nos quedamos allí casi toda la noche. Mientras tanto Aurelia aullaba presa de la más terrible y espantosa desesperación.

Pero por fin acabó. Por la mañana fue capaz de vestirse y volver a casa de Pompeyo para ayudarle a ocuparse de todo lo que había que hacer. Y luego murió el pobre bebé, pero Pompeyo se negó a verlo o a besarlo, así que fue Aurelia quien organizó el diminuto funeral. Lo enterraron aquel mismo día, y Aurelia, las vestales adultas y yo fuimos las únicas asistentes al duelo. El niño no tenía nombre, y ninguna de nosotras sabíamos cuál es el tercer praenomen entre esa rama de los Pompeyos. Sólo conocíamos los nombres de Cneo y Sexto, y ambos estaban ocupados. Así que nos decidimos por Quinto, sonaba bien. Su tumba dirá Quinto Pompeyo Magno. Hasta entonces tengo yo sus cenizas. Mi padre se está ocupando de la tumba porque Pompeyo no quiere hacerlo.

No creo que haya necesidad de contarte nada del funeral de Julia porque estoy segura de que Pompeyo te lo habrá dicho por carta.

Pero el corazón de tu madre se había roto. Ya no estaba con nosotros, sólo iba a la deriva. Ya sabes lo enérgica y marcial que era en sus andares, y sin embargo de repente sólo deambulaba sin rumbo. ¡Oh, fue horrible! No importa a cuál de nosotros viera, a la lavandera, a Eutico, a Burgundo, a Cardixa, a una vestal o a mí, Aurelia se paraba, nos miraba y preguntaba: «¿Por qué no he sido yo? ¿Por qué tenía que ser ella? ¡Yo no le sirvo a nadie! ¿Por qué no he podido ser yo?» Y nosotros ¿qué podíamos responderle? ¿Cómo podíamos hacer para no llorar? Entonces tu madre se ponía a aullar y volvía a repetir: «¿Por qué no podía haber sido yo?»

Así continuó durante dos meses, pero sólo delante de nosotros. Cuando venía alguien de visita a darnos el pésame, se controlaba y se comportaba tal como se esperaba que hiciese. Aunque su aspecto impresionaba a todos.

Luego se encerró en su habitación y se sentó en el suelo, donde se puso a balancearse adelante y atrás sin dejar de tararear. A veces daba un grito bestial y empezaba de nuevo a dar alaridos. Tuvimos que lavarla y cambiarle la ropa, e intentamos con ahínco convencerla para que se metiera en la cama, pero no quería. Tampoco quería comer. Burgundo le tapaba la nariz mientras Cardixa le metía por la garganta vino mezclado con agua, pero eso fue todo lo que pudimos hacer. La mera idea de sujetarla y darle de comer a la fuerza nos ponía enfermos a todos. Celebramos una reunión Burgundo, Cardixa, Eutico, las vestales y yo, y decidimos que tú no querrías que la alimentásemos a la fuerza. Si hemos errado, te suplicamos por favor que nos perdones. Lo que hicimos se hizo con la mejor de las intenciones.

Esta mañana ha muerto. No fue difícil, no tuvo una gran agonía. Popilia, la jefa de las vestales, dice que ha sido una bendición. Hacía muchos días que no tenía ningún trato sensato con nosotros, aunque justo antes del final recuperó sus facultades y comenzó a hablar con lucidez. La mayor parte de lo que dijo fue acerca de Julia. Nos pidió a todos nosotros, pues las vestales adultas también estaban presentes, que ofreciéramos sacrificios por Julia a Magna Mater, a Juno Sospita y a la Bona Dea. Bona Dea parecía preocuparla terriblemente e insistió en que prometiéramos acordarnos de ella. Tuve que jurarle que yo le daría a Bona Dea huevos de serpiente y leche durante todo el año, todos los años. Parecía que Aurelia creía que de lo contrario algún horrible desastre caería sobre ti. No pronunció tu nombre hasta justo antes de morir. Lo último que dijo fue: «Decidle a César que todo esto será para su mayor gloria.» Luego cerró los ojos y dejó de respirar.

No hay nada más. Mi padre se está ocupando del funeral, y te va a escribir, naturalmente. Pero ha insistido en que fuera yo quien te lo contase. Lo siento muchísimo. Echaré de menos a Aurelia con cada latido de mi corazón.

Por favor, cuídate, César. Sé que esto será un gran golpe para ti al estar tan cerca de lo de Julia. Ojalá yo comprendiera por qué suceden estas cosas, pero no lo comprendo. Aunque, de algún modo, sé qué significaba el último mensaje que te envió. Los dioses torturan a aquellos que más aman. Todo sea para mayor gloria tuya.

Tampoco derramó lágrimas ante aquella noticia.

Quizá ya sabía cómo había de terminar aquello. ¿Seguir viviendo mater sin Julia? No era posible. Oh, ¿por qué las mujeres han de sufrir un dolor tan insoportable? Ellas no son las que gobiernan el mundo, no tienen culpa. Por lo tanto, ¿por qué han de sufrir?

Sus vidas son tan encerradas, tan centradas en torno al hogar. Sus hijos, su hogar y sus hombres, por ese orden. Así es su naturaleza. Y nada es más cruel para ellas que sobrevivir a sus hijos. Esa parte de mi vida está cerrada para siempre. No volveré a abrir esa puerta. No me queda nadie que me quiera como una mujer ama a su hijo o a su padre, y mi pobre y pequeña esposa es una desconocida que ama más a sus gatos que a mí. ¿Por qué no iba a ser así? Ellos le han hecho compañía, le han dado algo parecido al amor. Mientras que yo nunca estoy allí. Yo no sé nada del amor, excepto que hay que ganárselo. Y aunque estoy completamente vacío, siento crecer en mí la fuerza. Esto no me derrotará. Me ha liberado. Cualquier cosa que tenga que hacer, la haré. No queda nadie que me diga que no puedo hacerlo.

Reunió tres rollos: el de Servilia, el de Calpurnia y el de Aurelia.

Los detritus de tantos hombres levantando sus raíces y trasladándose producían muchas hogueras, de lo cual César se alegró. El carbón encendido que necesitaba lo encontró por casualidad pues las hogueras eran raras en el tiempo caluroso. Siempre estaba la llama eterna, pero le pertenecía a Vesta y quitársela para emplearla en propósitos corrientes requería ritual y plegarias. César era el pontífice máximo, no profanaría ese misterio.

Pero, como en el caso de la carta de Pompeyo, encontró fuego a mano, arrojó a él la carta de Servilia y la miró con sarcasmo mientras ardía. Luego la de Calpurnia, mientras mantenía el rostro impasible. La última en desfilar fue la de Aurelia, sin abrir siquiera, pero César no titubeó. Cualquier cosa que le dijera cuando quiera que la hubiese escrito, ya no importaba. Rodeado de pavesas que flotaban en el aire, César tiró de los pliegues de la toga bordeada de púrpura hasta sacársela por la cabeza y pronunció las palabras de purificación.

Había ciento treinta kilómetros de marcha fácil desde el puerto Icio hasta Samarobriva: el primer día fueron por un sendero surcado de roderas de carro a través de densos bosques de roble, el segundo en medio de extensos claros donde el suelo había sido removido para la siembra o ricas hierbas alimentaban a desnudas ovejas galas y ganado vacuno. Trebonio había partido con la duodécima legión mucho antes que César, que fue el último en partir. Fabio, a quien habían dejado atrás con la séptima, ya había desmantelado las defensas de un campamento lo bastante grande como para contener ocho legiones y había vuelto a levantarlas alrededor de un campamento en el que cabía cómodamente una legión. Satisfecho de que aquel puesto avanzado estuviera en buenas condiciones para resistir ataques, César cogió la décima legión y se dirigió a Samarobriva.

La décima era su legión favorita, con la que le gustaba trabajar personalmente, y aunque su número no era el más bajo, era la primera legión de la Galia Transalpina. Cuando César salió corriendo desde Roma en aquel mes de marzo de hacía casi cinco años, y recorrió los mil cien kilómetros en ocho días y se abrió camino peleando a lo largo de un paso tan estrecho como un camino de cabras a través de los elevados Alpes, fue la décima legión la que encontró con Pomptino en Ginebra. Para cuando llegaron la quinta alauda y la séptima, después de recorrer el largo camino bajo el mando de Labieno, César y la décima ya se habían conocido bien. Como era típico, no a través de la batalla. El chiste sobre César que más se contaba en el ejército era que por cada batalla en la que uno peleaba, César le habría hecho llenar a paladas diez mil carretas de carga de piedras y de tierra. Tal había sido el caso de Ginebra, donde la décima (con la que después se habían reunido la quinta alauda y la séptima) habían cavado un muro de cinco metros de altura y de treinta kilómetros de largo para contener fuera de la Provenza a los helvecios que emigraban. Las batallas, decía el ejército, eran las recompensas de César por todo aquel trabajo con la pala, por construir, por transportar troncos y por sudar tinta trabajando. Tareas que ninguna legión había hecho más que la décima, ni había peleado más valiente e inteligentemente en las batallas, bastante infrecuentes. César nunca peleaba a menos que tuviera que hacerlo.

Incluso había evidencias del trabajo del ejército mientras la larga y disciplinada columna de la décima legión movía los pies al unísono y cantaba sus canciones de marcha al atravesar la tierra de los morinos, alrededor del puerto Icio. Porque la carretera surcada de roderas de carro que avanzaba a través de los bosques de robles ya estaba fortificada; a cada lado del camino, a unos cien pasos, se alzaba una gran muralla de robles caídos, y esos cien pasos estaban moteados con los tocones. Dos años antes, César había guiado a unas cuantas cohortes, más de tres legiones, contra los morinos a fin de que pavimentaran el camino para la expedición que había proyectado hacer a Britania. Pero aunque había enviado heraldos para pedir un tratado, los morinos no habían enviado embajadores.

Lo cogieron en mitad de la construcción de un campamento, y César estuvo a punto de ser derrotado. Si ellos hubieran tenido mejor general, la guerra de las Galias de los cabelleras largas quizá hubiera terminado allí y entonces, con César y sus tropas muertos. Pero antes de asestar el golpe definitivo (como César ciertamente hubiera hecho), los morinos se retiraron a sus bosques de robles.Y cuando César acabó de recoger los pedazos y de quemar a sus muertos, estaba furiosamente enfadado de ese modo frío y desapasionado que había hecho propio de él. ¿Cómo enseñarles a los morinos que César ganaría? ¿Que cada vida que él había perdido la haría pagar con terribles sufrimientos?

Decidió no retirarse. En vez de ello seguiría adelante y recorrería todo el trayecto que faltaba hasta las marismas saladas de la línea costera de los morinos. Pero no lo haría avanzando un estrecho sendero con los viejísimos robles sobre él, lo que constituía un perfecto refugio para las hordas belgas. No, guiaría a sus tropas por una carretera ancha con la seguridad que da la plena luz del sol.

–¡Los morinos son druidas, muchachos! – les gritó a sus soldados reunidos en asamblea-. ¡Ellos creen que cada árbol tiene animus, espíritu, alma! ¿Y qué espíritu de árbol es el más sagrado? ¡Nemer! ¡El roble! ¿Qué árbol forma los bosquecillos que son sus templos, los memeton? ¡Nemer! ¡El roble! ¿A qué árbol trepa el alto sacerdote druida vestido de blanco y bajo la luna para recoger el muérdago con su hoz de oro? ¡A nemer! ¡Al roble! ¿De las ramas de qué árbol cuelgan los esqueletos chocando entre sí movidos por la brisa como sacrificios a Esus, su dios de la guerra? ¡De nemer! ¡Del roble! ¿Bajo qué árbol instala el druida el altar con su víctima humana tendida boca abajo, y le parte el espinazo con una espada para interpretar el futuro a través de sus esfuerzos? ¡Bajo nemer! ¡Bajo el roble! ¿Qué árbol es testigo cuando los druidas construyen sus jaulas de mimbre, las llenan de hombres a los que han hecho prisioneros y los queman en honor de Taranis, su dios del trueno? ¡Nemer! ¡El roble!

Hizo una pausa, empinado sobre el caballo de guerra con la punta de los pies, mientras el vivo color escarlata de su capa de general le caía en ordenados pliegues por encima de las piernas y sonreía radiante. Las tropas, que estaban extenuadas, le devolvieron la sonrisa, notando que el vigor empezaba a correrles de nuevo por los músculos.

–¿Es que nosotros los romanos creemos que los árboles tienen espíritu? ¿Lo creemos?

–¡No! – clamaron los soldados.

–¿Es que creemos en la sabiduría del roble y en su magia?

–¡No!

–¿Creemos en los sacrificios humanos?

–¡No!

–¿Nos gusta esta gente?

–¡No!

–¡Pues acabaremos con sus mentes y con su voluntad de vivir demostrándoles que Roma es mucho más poderosa que el más poderoso de los robles! ¡Que Roma es eterna, pero que el roble no lo es! ¡Liberaremos los espíritus de los árboles y los enviaremos a que ronden sin parar a los morinos hasta el fin de los tiempos y de los hombres!

–¡Sí! – gritaron los soldados.

–Entonces, ¡manos a las hachas!

Kilómetro tras kilómetro a través del bosque de robles, César y sus hombres fueron empujando a los morinos hacia atrás hasta sus pantanos; a medida que avanzaban talaban los robles en una ringlera de trescientos metros de anchura, y amontonaban los troncos y las ramas podadas formando una gran muralla a cada flanco mientras elevaban la cuenta cada vez que un viejo árbol gemía para caer en tierra. Casi desquiciados de horror y de pena, los morinos no se atrevieron a pelear contra ellos. Se retiraron lamentándose hasta que fueron engullidos por los pantanos, donde se agruparon y lloraron desconsoladamente.

Los cielos también lloraron. Al borde de las marismas saladas empezó a llover, y llovió hasta que las tiendas romanas quedaron empapadas y los soldados mojados y tiritando. Sin embargo bastó con lo que se había hecho hasta entonces. Satisfecho, César se había retirado para poner a sus hombres en un cómodo campamento de invierno. Pero la noticia corrió; los belgas y los celtas se tambaleaban llenos de pena y se preguntaban qué clase de hombre podía asesinar a los árboles y seguir durmiendo por la noche y riendo de día.

Sólo los dioses romanos tenían sustancia, y los soldados romanos no llegaron a sentir el roce de las alas extranjeras dentro de sus cabezas. Así que en la marcha desde el puerto Icio hasta Samarobriva caminaron moviendo rítmicamente las piernas y cantaron sus canciones a través de kilómetros de silenciosos gigantes, caídos e imperturbables.

Y César, que caminaba con ellos a grandes zancadas, se quedó mirando la muralla de robles caídos y sonrió. Estaba aprendiendo maneras nuevas de hacer la guerra, fascinado con la idea de llevar la guerra al interior de la mente del enemigo. Su fe en si mismo y en sus soldados era ilimitada, pero era mejor con mucho que la conquista entrara en la mente del enemigo. De ese modo nunca podrían quitarse el yugo. La Galia de los cabelleras largas tendría que doblegarse; César no.

Los griegos tenían un chiste famoso: que no había nada en el mundo más feo que una oppidum gala, y desgraciadamente en el caso de Samarobriva era cierto. La fortaleza se extendía junto al río Samara en medio de un valle exuberante, muy quemado y seco en aquel momento, pero aun así más productivo que la mayoría de los lugares. Era la principal oppidum de una tribu belga, los ambianos, que estaban muy unidos a Commio y a los atrebates, sus vecinos y parientes del norte. Al sur y al este limitaban con las tierras de los belovacos, pueblo fiero y belicoso que se había sometido, pero que se agitaba amenazadoramente.

La belleza, no obstante, no estaba muy arriba en la lista de prioridades de César cuando se encontraba de campaña; Samarobriva le venía extremadamente bien. Aunque la Galia de los belgas no era rica en piedra y los galos eran unos canteros pobres en el mejor de los casos, las murallas eran altas y de piedra, y no habría resultado difícil fortificarlas algo más a la manera romana. Ahora estaban erizadas de torres desde las cuales se podía divisar las fuerzas enemigas a varios kilómetros de distancia, las puertas, varias, se encontraban detrás de rampas adicionales y un campamento del ejército formidablemente equipado con defensas se extendía detrás de la fortaleza.

Dentro de los muros de piedra el lugar era espacioso, pero no resultaba inspirador. Allí normalmente no vivía gente; era un lugar dedicado al almacenamiento de comida y tesoros tribales. No había calles como es debido, sólo almacenes sin ventanas y graneros altos que se hallaban diseminados al azar. La fortaleza sí que contenía una gran casa de madera de dos pisos de altura; en tiempos de guerra el jefe y sus nobles vivían en ella, y en todas las épocas servía de sala de reuniones para la tribu. Allí, en el piso superior, tenía su domicilio César con muchas menos comodidades de las que disfrutaba Trebonio, que, durante una ocupación previa, se hizo construir una casa de piedra situada encima de un horno de vapor de carbones que calentaban el suelo. Además instaló un gran baño y tomó una amante ambiana.

Ninguna de las dos viviendas poseía una letrina que estuviese ·situada por encima de un torrente de agua corriente para que se ·llevara los excrementos a una alcantarilla o a un río. A ese respec·to las tropas estaban bastante mejor; no había ningún campamento de César que no tuviera este tipo de instalaciones. Los fosos que servían de letrina eran aceptables para los campamentos de campaña siempre que se cavasen lo bastante profundos y que el fondo se cubriera a diario con una fina capa de tierra y cal. Pero incluso en invierno estos pozos acababan por producir a largo plazo enfermedades, porque contaminaban el agua del subsuelo. Y los soldados tenían que estar en forma, no enfermos. Aquél no era un problema que los galos comprendieran, porque ellos nunca se congregaban en ciudades, preferían vivir en aldeas pequeñas o en casas aisladas en el campo. Iban a la guerra unos días y se llevaban consigo a sus mujeres y a sus esclavos para que se ocuparan de las funciones corporales. Sólo los siervos se quedaban en casa y los druidas en sus retiros en el bosque.

La escalera de planchas de madera que llevaba al salón de reuniones del piso superior se encontraba en el exterior del edificio, protegida un poco de los elementos por un alero voladizo. Debajo de las escaleras, César construyó una letrina tan profunda que era más bien un pozo; cayó hacia abajo hasta que encontró un arroyo subterráneo que dragó a través de un túnel tan largo que entraba en el río Samara. No era del todo satisfactorio, pero fue lo mejor que pudo hacer. Aquella instalación la usaba también Trebonio. Un trato justo, decía César, a cambio de poder usar su baño.

El tejado era de paja, pues ése es el material que ponían los ga·los en un edificio de cualquier tamaño, pero César tenía el horror ·que todos los romanos tienen al fuego, así como una particular repugnancia a las ratas y a los piojos de los pájaros, animales que pensaban que la paja se había inventado para que ellos disfrutasen. Así que la paja se había sustituido por losas de pizarra que César había hecho traer de las estribaciones de los Pirineos. Por ello la casa era fría, húmeda y estaba mal ventilada, pues las ventanas se hallaban protegidas por contraventanas de madera maciza en lugar de las contraventanas trasteadas italianas que permiten la renovación del aire. No las cambió porque no tenía la costumbre de permanecer en la Galia de los cabelleras largas durante toda la licencia de seis meses que las estaciones proporcionaban a las tropas. En circunstancias normales se quedaba en cualquier oppidum que hubiera elegido como cuartel general de invierno durante unos días antes de partir hacia la Galia Cisalpina e Iliria, donde atendía a aquellas provincias absolutamente romanas sumido en el exquisito grado de comodidad que le proporcionaba el hombre más rico de cualquier ciudad donde él se hallase de visita.

Aquel invierno sería diferente. No pensaba ir a la Galia Cisalpina y a Iliria; Samarobriva sería su hogar durante los próximos seis meses. Nada de pésames, especialmente ahora que sabía que su madre también estaba muerta. ¿Quién sería el tercero? Sin embargo, pensándolo bien, en su vida las muertes ocurrían a pares, no de tres en tres. Cayo Mario y su padre. Cinnilla y su tía Julia. Ahora Julia y mater. Sí, a pares. Y además, ¿quién quedaba?

Su esclavo manumitido, Cayo Julio Trasilo, estaba esperando a la puerta, en lo alto de la escalera, y sonreía inclinando la cabeza.

–Vengo a pasar todo el invierno, Trasilo. ¿Qué podemos hacer para convertir esto en un lugar más agradable? – le preguntó César al tiempo que le entregaba la capa escarlata.

Había dos criados esperando para desabrocharle las hebillas de la coraza de cuero y la falda exterior de tiras, pero primero César tenía que despojarse de la faja escarlata que indicaba su elevado imperium; él y sólo él podía tocarla. Cuando estuvo desanudada, César la dobló con cuidado y la colocó en la caja enjoyada que le tendía Trasilo. Su ropa interior era de lino escarlata acolchado con un relleno de lana entre costuras en forma de rombo, lo bastante gruesa para empapar el sudor de la marcha (había muchos generales que preferían usar una túnica en la marcha, aunque viajasen en calesín, pero los soldados tenían que marchar embutidos en cota de malla, así que César llevaba aquella coraza) y lo bastante gruesa para no tener frío. Los sirvientes le quitaron las botas y le pusieron zapatillas de fieltro ligur en los pies; luego retiraron la impedimenta militar para guardarla.

–Sugiero que construyas una casa como es debido, igual que la de Cayo Trebonio, César -le dijo Trasilo.

–Tienes razón, así lo haré. Mañana mismo buscaré un lugar apropiado.

César le dirigió una sonrisa y después desapareció en una gran sala donde se encontraban diseminados varios canapés y otros mUe’bles romanos.

Ella no estaba allí, pero podía oírla hablando con Orgetórix en la habitación contigua. Lo mejor era encontrarse con ella cuando estaba ocupada, así no podía abrumarlo con su afecto. Había veces en que a César eso le gustaba, pero aquella noche no. Estaba magullado espiritualmente.

Allí. Cerca de la cama plegable, con aquella fabulosa melena de cabello rojo que le caía hacia adelante de modo que él no podía ver de su hijo más que un par de calcetines de lana de color púrpura. ¿Por qué se empeñaba en vestir al niño de púrpura? En muchas ocasiones César le había expresado que ello no era de su agrado, pero ella no lo comprendía, pues era la hija de un rey. Para ella el niño era el futuro rey de los helvecios; por lo tanto el color que le correspondía era el púrpura.

Ella, más que ver a César, notó su presencia y se incorporó inmediatamente con una cara que era toda ojos y dientes, de tan grande que era el placer que sentía. Luego frunció el ceño al verle la barba.

–¡Tata! – balbuceó el niño tendiéndole los brazos. El niño se parecía más a tía Julia que al propio César, y eso era bastante para que a César se le derritiese el corazón. Los mismos grandes ojos grises, la misma forma de la cara y, por suerte, la misma tez cremosa en lugar de aquel pálido, rosado y pecoso tegumento galo. Pero el pelo lo tenía enteramente suyo, muy parecido al color del cabello que había tenido Sila, ni rojo ni dorado. Y prometía merecer el cognomen de César, que significaba una buena cabeza con cabello espeso. ¡Cómo habían utilizado los enemigos de César su escaso cabello para ridiculizarlo! Lástima, pues, que aquel niño nunca pudiera llevar el nombre de César. Ella le había puesto el nombre de su padre, que había sido rey de los helvecios: Orgetórix.

Ella había sido la esposa principal de Dumnórix en los días en que éste se ocultaba en un segundo plano mientras odiaba a su hermano, magistrado vergobreto de los eduos.

Después de que los supervivientes del intento de migración helvecia fueron devueltos a sus tierras alpinas y de que César también se las vio con el rey Ariovisto de los germanos sUe’bos, había recorrido las tierras de los eduos para familiarizarse con la gente, porque la importancia que tenían en su plan había aumentado. Eran celtas, pero bastante romanizados, y también eran el pueblo más populoso, así como el más rico, de toda la Galia Transalpina; la nobleza hablaba latín y se había ganado el título de Amigo y Aliado del Pueblo Romano. También le proporcionaban a Roma caballería.

La intención de César en un principio, cuando había ido al galope a Ginebra, había sido poner fin a la migración helvecia y a las incursiones germánicas del otro lado del Rin. En cuanto eso estuviera hecho, pensaba comenzar la conquista a lo largo del río Danubio, desde su nacimiento hasta su desembocadura. Pero para cuando terminó la primera campaña de la Galia de los cabelleras largas, sus planes habían cambiado. El Danubio podía esperar. Primero se cercioraría de la seguridad de Italia en el oeste pacificando toda la Galia Transalpina y convirtiéndola en un amortiguador completamente leal entre el Mare Nostrum y los germanos. Había sido Ariovisto el germano quien había producido aquel cambio tan radical; a menos que Roma conquistase y romanizase todas las tribus de la Galia, ésta caería en poder de los germanos. Y lo siguiente en caer sería Italia.

Dumnórix había tramado sustituir a su hermano como hombre más influyente entre los eduos, pero después de la derrota de los aliados helvecios (él había cimentado aquella alianza con un matrimonio) se retiró a su propio feudo cerca de Matisco para lamerse las heridas. Fue allí donde César lo encontró cuando regresaba a la Galia Cisalpina a reorganizar sus pensamientos y su ejército. Había sido bien recibido por el administrador, lo habían conducido a unos aposentos y lo habían dejado en privado hasta que desease reunirse con Dumnórix en la sala de recepción.

Pero entró en la sala de recepción de Dumnórix en el peor momento posible, aquel en que una mujer corpulenta, escupiendo maldiciones sin parar, echaba hacia atrás su poderoso brazo blanco y le atizaba un puñetazo a Dumnórix en la mandíbula con tanta fuerza que César le oyó entrechocar los dientes. Dumnórix cayó cuan largo era en el suelo mientras la mujer, con una fantástica nube de cabello rojo que se le arremolinaba alrededor como si se tratase de la capa de un general, empezaba a darle patadas. Dumnórix se levantó tambaleándose, pero fue derribado por segunda vez y pateado de nuevo, sin que la mujer escatimara las fuerzas. Otra mujer igualmente grande pero más joven irrumpió en la sala; no recibió mejor trato por parte de Cabello Rojo, quien le bloqueó el paso y le asestó un gancho a la cara que la arrojó al suelo patas arriba y sin sentido.

Enormemente divertido, César se apoyó en la pared y se puso a mirar.

Dumnórix se retorció hasta ponerse fuera del alcance de aquellos pies mortíferos, se apoyó sobre una rodilla con ojos asesinos y vio al visitante.

–No te preocupes por mí -le dijo César-. Como si no estuviera aquí.

Pero aquello fue la señal del final de aquel asalto, aunque no del combate. Cabello Rojo le plantó un malintencionado puntapié al inanimado cuerpo de su segunda víctima y luego se retiró, mientras sus magníficos pechos subían y bajaban, y sus ojos azul oscuro destellaban, para acabar por plantarse y ponerse a mirar fijamente la incongruente visión de un romano vestido con la toga ribeteada de púrpura que indicaba su elevada condición.

–¡Yo no… te esperaba… tan pronto! – jadeó Dumnórix.

–Eso deduzco. La señora boxea mucho mejor que los atletas en los juegos. Sin embargo, si gustas, regresaré a mis habitaciones y te dejaré que arregles en paz tu crisis doméstica. Si es que paz es la palabra apropiada.

–¡No, no! – Dumnórix se puso bien la camisa, recogió el chal y descubrió que la mujer se lo había arrancado con tanta violencia que el broche que se lo sujetaba al hombro izquierdo le había descosido la manga por la sisa. Miró enojado a Cabello Rojo y levantó un puño-: ¡Te mataré, mujer!

Ella frunció el labio superior con desprecio, pero no dijo ni una palabra.

–¿Puedo hacer de árbitro? – preguntó César al tiempo que se separaba de la pared y caminaba pausadamente para ir a colocarse en una posición estratégica entre Dumnórix y Cabello Rojo.

–Gracias, César, pero prefiero que no. Acabo de divorciarme de esta loba.

–Loba. Rómulo y Remo fueron criados por una loba. Te sugiero que la pongas en el campo de batalla. No tendría problemas para darles una buena paliza a los germanos.

Los ojos de la mujer se habían abierto mucho al oír el nombre del general, y se adelantó hacia César con paso majestuoso hasta que se colocó a sólo unos cuantos centímetros de él y sacó hacia afuera la barbilla.

–¡Soy una esposa agraviada! – exclamó-. ¡Mi pueblo ya no le resulta útil ahora que ha sido derrotado y ha vuelto a sus propias tierras, así que se ha divorciado de mí! ¡Por ningún motivo más que por su propia conveniencia! ¡No soy infiel, no soy pobre, no soy una sierva! ¡Se ha divorciado de mí sin ningún motivo válido! ¡Soy una esposa agraviada!

–¿Es ésa la competencia? – le preguntó César a la mujer apuntando hacia la muchacha que estaba tendida en el suelo.

El labio de la mujer subió de nuevo.

–¡Puag! – escupió.

·-¿Tienes hijos con esta mujer, Dumnórix?

–¡No, es estéril! – exclamó Dumnórix con énfasis.

–¡No soy estéril! ¿Qué te crees, que los bebés salen de la nada en un altar druida? ¡Entre las putas y el vino, Dumnórix, no eres lo bastante hombre como para cumplir como es debido con ninguna de tus esposas!

Y levantó el puño.

Dumnórix retrocedió.

–¡Tócame si te atreves, mujer, y te rajaré la garganta de oreja a oreja!

Y sacó un cuchillo.

–Vamos, vamos -intervino César en tono de reprobación-. Un asesinato siempre es un asesinato, y es mejor cometerlo en cualquier otro lugar donde no esté presente un procónsul de Roma. Sin embargo, si queréis seguir boxeando, yo estoy dispuesto a hacer de juez. Igualdad de armas, Dumnórix. ¿O la señora tiene también un cuchillo?

–¡Sí! – dijo ella siseando entre dientes.

Cualquier cosa que se hubiera podido hacer o decir a continuación no se hizo ni se dijo, porque la muchacha que estaba en el suelo empezó a gemir. Dumnórix, claramente prendado de ella, se apresuró a arrodillarse a su lado.

Cabello Rojo se volvió para mirar mientras César, a su vez, la miraba a ella. ¡Oh, era algo digno de verse! Alta y fornida, y sin embargo esbelta y femenina. La cintura, que llevaba ceñida con un cinturón dorado, era diminuta entre dos pechos enormes y dos caderas grandes; y las piernas, pensó César, le conferían la mayor parte de aquella estatura imponente. Pero era el cabello lo que le cautivaba. Le caía en ríos de fuego sobre los hombros y le bajaba por la espalda hasta bien por debajo de las rodillas, y era tan espeso y rico que tenía vida propia. La mayoría de las mujeres galas tenían un cabello maravilloso, pero ninguna tanto ni tan brillante como el de aquella mujer.

–Tú eres de los helvecios -le dijo César.

La mujer se dio la vuelta hasta quedar frente a él, y de pronto pareció ver más que una toga ribeteada de púrpura.

–¿Tú eres César? – le preguntó.

–Sí. Pero tú no has respondido a mi pregunta.

–Mi padre era el rey Orgetórix.

–Ah, si. Se suicidó antes de la migración.

–Lo obligaron a hacerlo.

–¿Significa esto que volverás con tu gente?

–No puedo.

–¿Por qué?

–Me ha repudiado. Nadie me querrá.

–Sí, eso se merece un puñetazo o dos.

–¡Me ha ofendido! ¡No me lo merecía!

Dumnórix había logrado poner en pie a la muchacha y le rodeaba la cintura con el brazo.

–¡Sal de mi casa! – le rugió a Cabello Rojo.

–¡No hasta que me devuelvas la dote!

–¡Te he repudiado, tengo derecho a quedármela!

–Oh, venga ya, Dumnórix -dijo César con aire agradable-. Eres un hombre rico, no necesitas la dote. La señora dice que no puede regresar con su pueblo. Lo menos que puedes hacer es facilitarle que viva en algún sitio con comodidad. – Se volvió hacia Cabello Rojo-. ¿Cuánto te debe? – le preguntó.

–Doscientas vacas, dos toros, quinientas ovejas, mi cama y la ropa de cama, mi mesa, mi silla, mis joyas, mi caballo, mis criados y mil monedas de oro -recitó la mujer.

–Devuélvele la dote, Dumnórix -le pidió César en un tono que no admitía discusión-. Yo la acompañaré hasta que esté fuera de tus tierras, en la Provenza, y la instalaré en algún lugar lejos de los eduos.

Dumnórix se debatió.

–¡César, yo no podría causarte esa molestia!

–No es molestia, te lo aseguro. Me cae de camino.

Y así se había arreglado. Cuando César partió de las tierras de los eduos iba acompañado de doscientas vacas, dos toros, quinientas ovejas, un carromato lleno de mUe’bles y cofres, una pequeña multitud de esclavos y Cabello Rojo montada en su caballo italiano de altas ancas.

Lo que el propio séquito de César pensase de aquel circo se lo guardaron para si, agradecidos de que, por una vez, el general no viajase sentado en un calesín mientras les iba dictando a dos secretarios a toda velocidad. En vez de eso cabalgaba al lado de la dama a paso tranquilo, y estuvo hablando con ella todo el camino desde Matisco hasta Arausio, donde supervisó la compra de una ·propiedad lo bastante grande como para que en ella pudieran apacentar doscientas vacas, dos toros y quinientas ovejas, e instaló a Cabello Rojo y a su equipo de sirvientes en la cómoda casa que se alzaba en la propiedad.

–¡Pero ahora no tengo ni marido ni protector! – se quejó la mujer.

–¡Tonterías! – le dijo César riendo-. Esto es la Provenza y pertenece a Roma. ¿Crees que todo el distrito de Arausio no se da cuenta de quién te ha instalado aquí? Yo soy el gobernador. Nadie te tocará. Al contrario, todos doblarán la espalda para ayudarte. Estarás inundada de ofrecimientos de ayuda.

–Te pertenezco.

–Eso es lo que ellos pensarán, ciertamente.

Durante el viaje ella había estado de mal humor más tiempo del que había sonreído, pero entonces sonrió, mostrando al hacerlo todos sus espléndidos dientes.

–¿Y qué piensas tú? – le preguntó a César.

–Pienso que me gustaría usar tu cabello como toga.

–Lo peinaré.

–No -le indicó César al tiempo que se subía a su caballo de viaje-. Lávalo. Por eso me aseguré de que tu casa tuviera una bañera como es debido. Aprende a utilizarla cada día. Te veré en la primavera, Rhiannon.

La mujer frunció el ceño.

–¿Rhiannon? Ése no es mi nombre, César. Tú ya sabes cómo me llamo.

–Demasiadas equis para que sea un placer lingüístico para mí, Rhiannon.

–Y esa palabra significa…

–Esposa agraviada. Precisamente.

César espoleó el caballo y se alejó al trote, pero regresó en primavera, tal como había prometido.

Lo que pensase Dumnórix cuando su mujer agraviada regresó a la tierra de los eduos con la comitiva de César no lo dijo, pero causó recelo. Especialmente cuando se convirtió en un delicioso chiste entre los eduos. La esposa agraviada quedó embarazada en seguida y le dio a César un hijo al invierno siguiente en su casa de Arausio. Lo cual no le impidió a ella viajar en la caravana de bagaje la primavera y el verano siguientes. Dondequiera que se estableciera el cuartel general, se instalaban la mujer y su hijo y esperaban a César. Era un arreglo que funcionaba bien; César la veía lo suficiente como para seguir fascinado por ella, y Rhiannon había cogido la indirecta y se mantenía a sí misma y al bebé tan lavados que relucían.

César levantó al niño de la cuna y le dio un beso; acercó la carita parecida a una flor a su rostro rasposo y luego le levantó una manita para besarle los dedos gordezuelos.

–Me ha reconocido a pesar de la barba.

–Yo creo que el niño te reconocería aunque te volvieras de otro color.

–Mi hija y mi madre han muerto.

–Sí. Trebonio me lo dijo.

–No hablaremos de ello.

–Trebonio me dijo que pensaba que te quedarías aquí a pasar el invierno.

–¿Preferirías regresar a la Provenza? Puedo enviarte allí, aunque no te lleve yo.

–No.

–Construiremos una casa mejor antes de que llegue la nieve.

–Eso me gustaría mucho.

Mientras continuaban hablando tranquilamente, César caminaba arriba y abajo por la habitación llevando al niño en la doblez del brazo, y le acariciaba los rizos de un dorado rojizo, la piel sin tacha, el abanico de pestañas que caían sobre la sonrosada mejilla.

–Está dormido, César.

–Entonces supongo que debo acostarlo.

Lo metió en la cuna bien envuelto en lana suave de color púrpura y le apoyó la cabeza sobre una almohada púrpura. César permaneció contemplándolo durante unos instantes, y luego rodeó con un brazo a Rhiannon y salió con ella de la habitación.

–Es tarde, pero tengo un poco de cena preparada por si tienes hambre.

César le cogió una trenza de pelo.

–Siempre, en cuanto te veo.

–Primero la cena. No eres un hombre al que le guste mucho la comida, así que tengo que obligarte a comer todo lo que pueda. Hay venado asado y cerdo asado con la piel convertida en burbujas. Y pan crujiente todavía caliente del horno, y seis verduras diferentes de mi huerto.

Era una maravillosa ama de casa, pero de un modo muy diferente a como lo era una mujer romana. Aunque era de sangre real, se arrodillaba en el huerto, hacía el queso ella misma o le daba la vuelta al colchón de su cama, que siempre iba con ella, lo mismo que la mesa y la silla.

La habitación estaba caldeada por varios braseros que resplandecían en medio de las sombras, y de las paredes colgaban pieles de oso y pellejos de lobo en aquellos lugares donde los tablones se habían encogido y el viento entraba silbando a través de ellos, a pesar de que todavía no era invierno. Comieron abrazados en el mismo canapé, un contacto más amistoso que carnal, y luego Rhiannon cogió el arpa, se la puso sobre las rodillas y comenzó a tocar.

César pensó que quizá aquél fuese otro motivo por el cual esa mujer lo deleitaba. Los galos de cabellera larga sabían hacer una música realmente maravillosa y pulsaban con los dedos muchas más cuerdas de las que tenía una lira; era una música a la vez salvaje y delicada, apasionada y conmovedora. ¡Y, oh, cómo cantaba Rhiannon! Ella empezó a cantar una tonada suave y quejumbrosa tanto en el sonido como en las palabras, pura emoción. La música italiana era más melódica, pero carecía de aquella improvisación indomada; la música griega era más perfecta matemáticamente, pero carecía del poder y de las lágrimas. Esta era una música en la que las palabras no importaban, pero la voz sí. Y César, que amaba la música aún más que la literatura o las artes, la escuchaba extasiado.

Después, hacer el amor con ella era como una extensión de la música. César era el viento rugiendo por el cielo, el viajero en un océano de estrellas… y hallaba curación en la canción que era el cuerpo de Rhiannon.

Al principio daba la impresión de que la incipiente tormenta gala sería celta después de todo. César llevaba un mes cómodamente instalado en su nueva casa de piedra cuando llegó la noticia de que los ancianos carnutos, incitados por los druidas, habían matado a Tasgetio, su rey. Normalmente una cosa así no era motivo de preocupación, pero en este caso sí que lo era porque fue la influencia de César lo que llevó a Tasgetio al trono. Los carnutos eran particularmente importantes, dejando aparte su número y su riqueza, porque el centro de la telaraña de los druidas, que se extendía por toda la Galia de los cabelleras largas, estaba localizado en sus tierras, en un lugar llamado Carnutum, que era el ombligo de la tierra de los druidas. Carnutum no era ni oppidum ni ciudad, sino más bien una colección de bosquecillos de robles, serbales y avellanos cuidadosamente orientados, entremezclados con pequeñas aldeas de moradas de druidas.

La oposición de los druidas a Roma era implacable. Roma representaba una apostasía nueva, diferente y fascinante destinada sin duda alguna a chocar con el carácter druídico y a destruirlo. Y no a causa de la llegada de César. Este sentimiento y esta actitud contrarios a Roma estaban bien arraigados en esa época como resultado de casi doscientos años de ver cómo las tribus galas del sur sucumbían a la romanización. Los griegos habían estado en la Provenza durante mucho más tiempo, pero habían permanecido en el interior, alrededor de Masilia, y habían preferido ser indiferentes a los bárbaros. Mientras que los romanos eran un pueblo incurablemente activo, tenían la habilidad de establecer su modelo y su estilo de vida dondequiera que se asentaran y tenían la costumbre de extender su apreciada ciudadanía a aquellos que cooperaban con ellos y les prestaban buen servicio. Libraban enérgicas batallas para eliminar características indeseables, como cortar cabezas (pasatiempo favorito de los saluvianos, que vivían entre Masilia y Liguria), y siempre regresaban para librar otra guerra si la última no les había salido demasiado bien. Fueron los griegos quienes llevaron la vid y el olivo al sur, pero habían sido los romanos los que habían transformado a los nativos de la Provenza en pensadores romanos: gente que ya no honraba a los druidas y que enviaba a sus hijos a estudiar a Roma en lugar de a Carnutum.

Así pues, la llegada de César fue una culminación más que una causa de raíz. Como era pontífice máximo y por ello la cabeza de la religión romana, el druida jefe solicitó una entrevista con él durante su visita a las tierras de los carnutos en aquel primer año en que Rhiannon viajó con él.

–Si el arverno es aceptable puedes decirle al intérprete que se vaya -dijo César.

–He oído que hablas varias de núestras lenguas, pero ¿por qué arverno? – le preguntó el druida jefe.

–Mi madre tenía una sirviente, Cardixa, que pertenecía al pueblo arverno.

Una débil manifestación de ira cruzó el rostro del druida.

–Una esclava.

–En un principio si, pero no por muchos años.

César miró de arriba abajo al druida jefe: era un hombre apuesto de pelo amarillo, que debía de estar al final de la cuarentena y que iba vestido simplemente con una túnica blanca y larga de lino; estaba pulcramente afeitado e iba desprovisto de adornos.

–¿Tienes nombre, jefe druida?

–Cathbad.

–Me imaginaba que serías más viejo, Cathbad.

–Lo mismo podría decir yo, César. – A César le llegó el turno de que lo mirasen de arriba abajo-. Eres rubio como los galos. ¿Es raro eso?

–No mucho. En realidad es más raro ser muy moreno. Eso es algo que se puede saber por nuestro tercer nombre, que a menudo hace referencia a alguna característica física. Rufo, que significa cabello rojo, es un cognomen bastante común. Flavio y Albino indican cabello rubio. Un hombre con ojos y cabello completamente negros es Niger.

–Y tú eres el alto sacerdote.

–Sí.

–¿Heredaste el puesto?

–No. Me eligieron pontífice máximo. La duración del cargo es vitalicia, y lo mismo ocurre en el caso de nuestros sacerdotes y augures, que son todos electos. Mientras que nuestros magistrados son elegidos para un mandato de un año solamente.

Cathbad parpadeó lentamente.

–También a mí me eligieron. ¿Y realmente diriges las ceremonias rituales de tu pueblo?

–Cuando estoy en Roma, si.

–Pues eso me confunde. Has sido el magistrado más alto de tu pueblo y ahora lideras ejércitos. Pero sin embargo eres el alto sacerdote. Para nosotros eso es una contradicción.

–Los dos puestos no son incompatibles para el Senado y el pueblo de Roma -le explicó César afablemente-. Por otra parte, tengo entendido que los druidas constituyen un grupo exclusivo dentro de la tribu. Lo que podríamos llamar los intelectuales.

–Somos los sacerdotes, los médicos, los abogados y también los poetas -repuso Cathbad esforzándose por mostrarse afable.

–¡Ah, los profesionales! ¿Os especializáis?

–Un poco, en particular los que quieren ser médicos. Pero todos nosotros conocemos la ley, los rituales, la historia y las canciones de nuestro pueblo. Si no, no somos druidas. Hacen falta veinte años para llegar a serlo.

Estaban conversando en el salón principal del edificio público en Genabum, y completamente a solas ahora que habían despedido al intérprete. César había elegido vestir la toga y la túnica de pontífice máximo, unas prendas de magnífico aspecto con amplias franjas de color escarlata y púrpura.

–Tengo entendido que vosotros no escribís nada -dijo César-, que si a todos los druidas de la Galia los matasen el mismo día, los conocimientos también morirían. ¡Pero estoy seguro de que habréis conservado vuestras tradiciones en bronce, en piedra o en papel! La escritura no es algo desconocido aquí.

–Aunque todos los druidas sabemos leer y escribir, no escribimos nada que pertenezca a nuestra profesión. Eso lo memorizamos. Se tarda veinte años.

–¡Muy inteligente! – comentó César con apreciación.

Cathbad frunció el ceño.

–¿Inteligente?

–Es un excelente modo de conservar la vida y el exclusivismo. Así nadie se atreverá a haceros daño. No es de extrañar que un druida pueda caminar sin temor en medio de un campo de batalla y detener la lucha.

–¡No lo hacemos por eso! – exclamó Cathbad.

–Ya lo comprendo. Pero aun así es algo inteligente. – César introdujo otro tema delicado-. Los druidas no pagan impuestos de ningún tipo, ¿no es cierto?

–No pagamos impuesto alguno, es cierto -reconoció Cathbad en actitud sutilmente más rígida, pero con el rostro obstinadamente impasible.

–¿Ni servís en el ejército?

–No, tampoco servimos como guerreros.

–Ni hacéis ninguna tarea servil con vuestras propias manos.

–Eres tú quien es inteligente, César. Tus palabras nos hacen quedar mal. Pero nosotros servimos a los demás, nos ganamos nuestras recompensas. Ya te lo he dicho, somos los sacerdotes, los médicos, los abogados y los poetas.

–¿Os casáis?

–Sí, nos casamos.

–Y las personas que trabajan os mantienen.

Cathbad no se alteró.

–A cambio de nuestros servicios, que son insustituibles.

–Sí, ya comprendo. ¡Muy inteligente!

–Había supuesto que tenías más tacto, César. ¿Por qué te molestas en insultarnos?

–No os insulto, Cathbad. Sólo quiero saber cómo son las cosas de verdad. Nosotros, los romanos, sabemos muy poco de la estructura de la vida en las tribus galas que hasta ahora no se han puesto en contacto con nosotros. Polibio ha escrito un poco acerca de vosotros, los druidas, y algún que otro historiador os menciona. Pero es mi deber informar de estas cosas al Senado, y la mejor manera de averiguar algo sobre ellas es preguntando -dijo César sonriendo, aunque sin encanto. Cathbad se mostró impermeable-. Háblame de las mujeres.

–¿Las mujeres?

–Sí. He observado que a las mujeres, como a los esclavos, se las puede torturar. Mientras que a ningún hombre libre, por baja que sea su posición, se le puede torturar. Y también observo que está permitida la poligamia.

Cathbad se irguió.

–Tenemos diez grados diferentes de matrimonio, César -le dijo con dignidad-. Esto permite una cierta libertad acerca del número de esposas que un hombre puede adquirir. Nosotros los galos somos belicosos. Los hombres mueren en combate. Y en consecuencia esto significa que hay más mujeres en nuestro pueblo que hombres. Nuestras leyes y costumbres se idearon para nosotros, no para los romanos.

–Desde luego.

Cathbad respiró hondo de forma muy audible.

–Las mujeres tienen su lugar. Como los hombres, tienen alma, cambian de lugar entre la tierra y el otro mundo. Y hay sacerdotisas.

–¿Druidas?

–No, druidas no.

–Por cada diferencia hay una similitud -observó César con la sonrisa reflejada en la mirada-. Nosotros elegimos a nuestros sacerdotes, una similitud. Nosotros no permitimos que las mujeres ostenten sacerdocios que son importantes para los hombres, otra similitud. Las diferencias están en nuestra posición como hombres: servicio militar, cargos públicos, pago de impuestos. – La sonrisa desapareció-. Cathbad, no es política romana molestar a los dioses y adoptar cultos de otros pueblos. Los tuyos y tú no corréis peligro alguno por mi parte o por parte de los romanos. Excepto en un único aspecto. Los sacrificios humanos tienen que terminar. Los hombres se matan unos a otros en todas partes y en todas las naciones. Pero ningún pueblo de alrededor de las márgenes del Mare Nostrum mata a hombres ni a mujeres para complacer a los dioses. Los dioses no exigen sacrificios humanos, y los sacerdotes que creen esto están engañados.

–¡Los hombres que nosotros sacrificamos o son prisioneros de guerra o esclavos comprados para ese propósito específico! – replicó Cathbad con brusquedad.

–Aun así, eso tiene que cesar.

–¡Mientes, César! ¡Roma y tú sí que constituís una amenaza para el modo de vida de los galos! ¡Sois una amenaza para las almas de nuestro pueblo!

–No habrá más sacrificios humanos -repitió César, impasible e inflexible.

Así continuaron durante varias horas más, cada uno aprendiendo cosas acerca de la forma de pensar del otro. Pero cuando aquel encuentro terminó, Cathbad se marchó bastante preocupado. Si Roma continuaba infiltrándose en la Galia de los cabelleras largas, todo cambiaría; el druidismo iría debilitándose y acabaría por desaparecer. Por eso había que expulsar a los romanos de allí.

La respuesta de César fue empezar a negociar para elevar a Tasgecio al trono de los carnutos, vacante por casualidad. Entre los belgas un combate habría decidido aquel asunto, pero entre los celtas, incluidos los carnutos, los ancianos decidían en consejo, con los druidas vigilando muy atentamente y presionando. El veredicto fue favorable a Tasgecio por un estrecho margen, su innegable linaje fue decisivo. César lo necesitaba porque Tasgecio había pasado cuatro años en Roma de niño como rehén y conocía los peligros de conducir a su pueblo a una guerra abierta contra Roma.

Ahora todo aquello había acabado. Tasgecio estaba muerto y Cathbad, el druida jefe, era quien dirigía los consejos.

–De modo que -le explicó César a su legado Lucio Munacio Planco- intentaremos una medida disuasoria. Los carnutos son un pueblo bastante sofisticado y el asesinato de Tasgecio puede que no se haya llevado a cabo con intención de empezar una guerra. Quizá lo hayan matado simplemente por motivos tribales. Coge a la duodécima legión y marcha con ella hacia Genabum, la capital. Monta un campamento de invierno en el exterior de las murallas, en el terreno más cercano a ellas que puedas encontrar, y quédate allí vigilando. Afortunadamente no hay mucho bosque, así que en principio no tienen por qué sorprenderte. Estáte preparado para afrontar problemas, Planco.

Planco era otro de los protegidos de César, un hombre que, como Trebonio e Hircio, confiaba muchísimo en el general para avanzar en su carrera.

–¿Y los druidas? – le preguntó.

–Déjalos, a ellos y a Carnutum, rigurosamente en paz, Planco. No quiero que esta guerra tenga nada que ver con la religión porque eso hace más rígida la resistencia. Particularmente detesto a los druidas, pero no entra en mi política provocar su enemistad más de lo que sea necesario.

Partieron Planco y la duodécima, lo cual dejó a César y a la décima como guarnición de Samarobriva. Durante un rato, César jugueteó con la idea de enviar a Marco Craso y a la octava al campamento junto con la décima, pues estaba a sólo cuarenta kilómetros de distancia, pero luego decidió dejarlos donde estaban. Su instinto seguía diciéndole que la revuelta se estaba tramando entre los belgas, no entre los celtas.

Su instinto no se equivocaba. Cuando un adversario es lo suficientemente importante suele producir hombres capaces de oponerse a César, y un hombre así de capaz estaba emergiendo. Se llamaba Ambiórix y era cogobernante de los belgas eburones, la mismísima tribu en cuyas tierras la decimotercera legión, compuesta por soldados novatos, estaba invernando en el interior de la fortaleza de Atuatuca bajo el mando conjunto «exactamente igual» de Sabino y Cotta.

La Galia de los cabelleras largas distaba mucho de estar unida, en particular cuando se trataba de reunir a los belgas, en parte germanos y en parte celtas, del norte y del noroeste con las tribus de celtas puros del sur. Esta falta de alianza había beneficiado muchísimo a César, e iba a continuar haciéndolo durante el año siguiente, protagonizado por la guerra. Como Ambiórix no buscaba aliados entre los celtas, acudió a sus colegas belgas. Y esto le permitió a César luchar contra pueblos distintos en lugar de hacerlo contra un solo pueblo unido. Los atuatucos quedaban reducidos a un puñado, no había aliados allí puesto que César había vendido como esclavos al grueso de la tribu. Tampoco podía Ambiórix esperar cooperación por parte de los atrebates, cuyo rey era Commio, una marioneta romana que confabulaba para utilizar a los romanos como palanca para crear un título nuevo, el de alto rey de los belgas. Los nervios habían sucumbido en su mayor parte varios años antes, pero era una tribu muy grande y populosa que todavía estaba en condiciones de enviar al campo de batalla a un aterrador número de guerreros. Desgraciadamente los nervios luchaban siempre a pie, y Ambiórix era un jinete. Valía la pena ver qué maldades era capaz de tramar allí, pero los nervios nunca seguirían a un líder que iba a caballo. Ambiórix necesitaba a los tréveres, en cuyas filas los soldados a caballo no tenían rival; los tréveres eran, además, el pueblo más numeroso y el más poderoso de entre los belgas.

Ambiórix era un hombre sutil, cosa rara entre los belgas, y tenía una presencia realmente imponente. Era tan alto como un germano de pura sangre y llevaba el cabello, tan rubio como el lino, tieso a base de cal, lo que hacía que le sobresaliera como los rayos alrededor de la cabeza de Helios, el dios del sol; lucía un gran bigote rubio que le caía casi hasta los hombros, y la cara, en la que se encontraban unos feroces ojos azules, resultaba noblemente atractiva. Los pantalones estrechos y la camisa larga que llevaba eran negros, pero el gran chal rectangular, que iba prendido sobre el hombro derecho, con que se cubría el cuerpo, tenía el dibujo a cuadros de los eburones, negro y escarlata, sobre un fondo de amarillo azafrán vivo. Justo por encima del codo llevaba puestos unos brazaletes tan gruesos como serpientes, y en las muñecas se veían dos esposas gemelas incrustadas de ámbar brillante; alrededor de su cuello brillaba un enorme collar dorado con una cabeza de caballo en cada extremo. El broche que le sujetaba el chal era un gran pedazo de ámbar, redondeado y pulido, qúe iba montado en oro, y el cinturón y la banda que le cruzaba el pecho en diagonal estaban hechos de placas de oro unidas con bisagras y también incrustadas de ámbar, igual que las vainas de su larga espada y de su daga. Cada centímetro de él parecía el de un rey.

Pero antes de que pudiera adquirir el poder suficiente para convencer a otras tribus de que se unieran a sus eburones, Ambiórix necesitaba una victoria. ¿Y qué necesidad había de buscar más allá de sus propias tierras para encontrarla? Allí, como un regalo, estaban Sabino, Cotta y la decimotercera legión. El problema era el campamento; la amarga experiencia había enseñado a los galos que era prácticamente imposible asaltar y tomar un campamento de invierno fortificado como es debido. En especial cuando, como ocurría en este caso, estaba construido sobre los restos de una formidable oppidum gala que la pericia romana había convertido en inexpugnable. Tampoco serviría de nada rodear Atuatuca y asediarla para que sus moradores se murieran de hambre, pues los romanos contaban con que el enemigo era suficientemente inteligente para hacer aquello. Un campamento romano estaba abastecido de agua potable en abundancia, de grandes cantidades de comida y de instalaciones sanitarias que garantizaban poder mantener a raya las enfermedades. Lo que Ambiórix tenía que hacer era engañar a los romanos para hacerlos salir de Atuatuca. Y el modo de asegurarse de que eso sucediera era atacar Atuatuca teniendo cuidado de mantener a sus eburones fuera del camino para que no les hicieran daño.

Lo que no se esperaba era que Sabino le proporcionara una oportunidad perfecta al enviar una delegación para preguntarle con indignación al rey qué se pensaba que estaba haciendo. Ambiórix se apresuró a contestarle en persona.

–Pero… ¡no pensarás salir ahí afuera tú solo para hablar con él! – le advirtió Cotta cuando vio que Sabino empezaba a ponerse la armadura.

–Pues claro que sí. Y tú deberías venir conmigo, pues también eres comandante.

–¡Yo no!

Así pues Sabino fue solo, acompañado de un intérprete y de una guardia de honor. El encuentro tuvo lugar justo delante de la puerta principal de Atuatuca; Ambiórix estaba acompañado de menos hombres de los que Sabino llevaba consigo. No había peligro, no había ningún peligro. ¿De qué se preocupaba Cotta?

–¿Por qué has atacado mi campamento? – le preguntó Sabino con exigencia y enojo a través del intérprete.

Ambiórix se encogió de hombros con un gesto exagerado y luego extendió las manos, con los ojos muy abiertos en una expresión de sorpresa.

–Pero, noble Sabino, yo sólo estaba haciendo lo que todos los reyes y jefes de tribu están haciendo de una punta a otra de la Galia Comata -le respondió.

Sabino notó que la sangre se le retiraba de la cara.

–¿Qué quieres decir? – le preguntó al tiempo que se humedecía los labios.

–La Galia Comata está en rebelión, noble Sabino.

–¿Mientras César en persona está instalado en Samarobriva? ¡Mentira!

Otra vez Ambiórix se encogió de hombros, y otra vez abrió mucho los ojos azules.

–César no se encuentra en Samarobriva, noble Sabino. ¿No lo sabías? Cambió de idea y partió para la Galia Cisalpina hace un mes. En cuanto se hubo marchado, los carnutos asesinaron al rey Tasgecio, y así comenzó la revuelta. Samarobriva se encuentra bajo un ataque tan fuerte que se espera que caiga de un momento a otro. A Marco Craso lo masacraron allí cerca, Tito Labieno está bajo asedio, Quinto Cicerón y la novena legión han muerto y Lucio Fabio y Lucio Roscio se han retirado a Tolosa, en la Provenza romana. Estás solo, noble Sabino.

Con la cara pálida, Sabino asintió bruscamente.

–Comprendo. Te agradezco tu franqueza, rey Ambiórix.

Dio media vuelta y estuvo a punto de echar a correr para entrar en el campamento, con las rodillas temblando, para contárselo a Cotta.

Éste se quedó mirando a Sabino con la boca abierta.

–¡No me creo una palabra de todo eso!

–Más vale que te lo creas, Cotta. ¡Oh, dioses! Marco Craso y Quinto Cicerón están muertos, y sus legiones también.

–Si César hubiera cambiado de idea en lo referente a irse a la Galia Cisalpina, Sabino, ten la seguridad de que nos lo habría comunicado -insistió Cotta.

–Quizá lo haya hecho. Quizá no hayamos llegado a recibir el mensaje.

–¡Créeme, Sabino, César sigue en Samarobriva! Te han contado una sarta de mentiras para ver si decidimos batirnos en retirada. ¡No hagas caso de lo que te ha dicho Ambiórix! Está jugando al gato y al ratón.

–¡Tenemos que marcharnos antes de que Ambiórix vuelva! ¡Hay que hacerlo ahora mismo!

Sólo hubo otro hombre presente en aquella conversación; se trataba del centurión primipilus, conocido como Gorgona porque con la mirada dejaba a los soldados de piedra. Canoso veterano que había estado en las legiones romanas desde la guerra de Pompeyo contra Sertorio en Hispania, Gorgona había recibido de César el mando de la decimotercera legión por su talento para entrenar y su dureza de carácter.

Cotta lo miró, apelando a él.

–¿A ti qué te parece, Gorgona?

Éste movió afirmativamente varias veces la cabeza, que llevaba cubierta con el fantástico casco dotado de un gran penacho rígido hacia un lado.

–Lucio Cotta tiene razón, Quinto Sabino -dijo-. Ambiórix está mintiendo. Quiere que nos invada el pánico y abandonemos el campamento. Dentro de este campamento no puede tocarnos, pero en el momento en que estemos en marcha seremos muy vulnerables. Si aguantamos aquí todo el invierno, sobreviviremos. Si nos marchamos, somos hombres muertos. Estos muchachos son verdaderamente buenos, pero están aún un poco verdes. Necesitan una batalla bien organizada por un buen general que les haga madurar. Pero si se les llama a la lucha sin que algunas legiones veteranas formen en línea con ellos, caerán como moscas. Y yo no quiero ver eso, Quinto Sabino, porque son buenos chicos.

–¡Pues yo os digo que tenemos que ponernos en marcha! ¡Y cuanto antes! – voceó Sabino.

Tras una hora de razonar y discutir, Sabino seguía insistiendo en batirse en retirada. Pero tampoco daban su brazo a torcer Cotta y Gorgona. Al cabo de otra hora seguían insistiendo en que la decimotercera resistiera en el campamento de invierno.

Sabino salió bruscamente de la estancia en busca de un poco de comida, y dejó a Cotta y a Gorgona mirándose el uno al otro llenos de consternación.

–¡El muy chalado! – gritó Cotta sin importarle insultar a un legado en presencia de un centurión-. A menos que tú y yo le convenzamos para que cambie de opinión acerca de la retirada, hará que nos maten a todos.

–El problema es -opinó Gorgona pensativamente- que Sabino ganó una batalla él solo, sin ayuda de nadie, y por eso ahora cree que conoce el manual militar mejor que Rutilio Rufo, que fue quien lo escribió. Pero los venelos no son belgas, y Viridóvix era el típico galo torpe. Pero Ambiórix no es típico, ni tampoco torpe. Es un hombre muy peligroso.

Cotta suspiró.

–Entonces tenemos que seguir intentándolo, Gorgona.

Y siguieron intentándolo. Cayó la noche y Cotta y Gorgona seguían insistiendo mientras Sabino se enfadaba cada vez más y se ponía más testarudo.

–¡Oh, cede ya de una vez! – le gritó al final Gorgona, a quien se le había agotado la paciencia-. ¡Por Marte, trata de comprender la verdad, Quinto Sabino! ¡Si salimos de este campamento somos todos hombres muertos! ¡Eso te incluye a ti igual que a mí! ¡Y puede que tú estés dispuesto a morir, pero yo no! Ten la seguridad de que César está asentado en Samarobriva. ¡Y que todos los dioses te ayuden cuando se entere de lo que ha estado pasando aquí en las últimas doce horas!

El hombre que no aguantaba la asistencia del rey Commio a una asamblea romana ciertamente no estaba dispuesto a aguantar aquello de un simple centurión, fuese un veterano primipilum o no. Con la cara de color púrpura, Sabino se acercó a él con un brazo levantado y lo abofeteó con la palma de la mano. Aquello fue demasiado para Cotta, que se interpuso entre ellos y atacó a Sabino haciéndolo caer; luego se arrojó sobre él y empezó a golpearlo sin piedad.

Fue Gorgona quien los separó, horrorizado.

–¡Por favor, por favor! – exclamó-. ¿Creéis que mis muchachos son mudos, sordos y ciegos? ¡Ya saben lo que está pasando entre nosotros! ¡Sea lo que sea lo que decidáis, decididlo ya! ¡Esta clase de cosas a ellos no van a ayudarles!

A punto ya de echarse a llorar, Cotta miró a Sabino muy fijamente.

–¡Muy bien, Sabino, tú ganas! ¡Ni el propio César podría razonar contigo una vez que has decidido lo que sea que se te pasa por la cabeza!

Tardaron dos días en organizar la retirada porque las tropas, formadas en su totalidad por soldados muy jóvenes e inexpertos, no se dejaban convencer por los centuriones de que no cargasen demasiado los petates con tesoros personales y recuerdos, ni de que no dejasen su equipo extra y sus recuerdos en las carretas. Nada de ello valía un sestercio, pero para unos muchachos de diecisiete años eran muy preciados para cimentar con recuerdos sus anheladas carreras militares.

Al principio la marcha fue penosamente lenta, y empeoró las cosas un aguanieve que les llegaba de cara traído por un viento ululante que procedía directamente del océano germano; el suelo estaba a la vez empapado y helado, por lo que los carros no hacían más que hundirse hasta los ejes y era muy difícil sacarlos. Aun así, transcurrió el día y las accidentadas alturas de Atuatuca desaparecieron detrás de las cambiantes brumas. Sabino empezó a jactarse ante Cotta, quien decidió apretar los labios y guardar silencio.

Pero Ambiórix y los eburones estaban allí, detrás de la lluvia de aguanieve, aguardando el momento oportuno con la complacencia que les proporcionaba el saber que conocían el terreno muchísimo mejor que los romanos.

El plan de Ambiórix salió redondo. No podía permitir que la columna romana, que marchaba siguiendo el curso del Mosa, se alejase lo suficiente de Atuatuca como para encontrarse con alguno de los hombres de Quinto Cicerón, porque éste y la novena legión estaban vivitos y coleando. En el momento en que Sabino condujo a la decimotercera al interior de un desfiladero angosto, Ambiórix envió a sus soldados a pie para que bloqueasen el avance romano y situó a sus soldados a caballo en la retaguardia de la columna; cuando ésta volvió sobre sus pasos, les impidieron la retirada y la salida de aquel barranco de paredes empinadas, perfecto para los propósitos de Ambiórix.

La reacción inicial fue un pánico ciego cuando las hordas de eburones, que gritaban sin parar, aparecieron como hormigas por los dos lados del desfiladero tras abandonar los chales de color amarillo, parecían sombras negras salidas del infierno. Las inexpertas tropas de la decimotercera legión rompieron la formación y trataron de darse a la fuga. Peor le fue a Sabino, a quien el miedo y la consternación le borraron las ideas militares de la cabeza.

Pero cuando pasó el susto inicial, la decimotercera se serenó y se salvó de la inminente masacre gracias a los estrechos confines en los cuales tuvo lugar el ataque. No había adónde huir, y una vez que Cotta, Gorgona y sus centuriones consiguieron que los reclutas en desorden volvieran a formar filas para ofrecer resistencia, los muchachos descubrieron con gran deleite que podían matar al enemigo. El peculiar hierro de una situación desesperada les levantó el ánimo y tomaron la firme resolución de que no morirían solos. Y mientras las tropas del frente y de la retaguardia de la columna mantenían a raya a los eburones, los soldados situados en medio, ayudados por los no combatientes y por los esclavos, empezaron a levantar muros defensivos.

Al atardecer todavía existía la decimotercera legión; se encontraba horriblemente disminuida, pero no estaba derrotada, ni mucho menos.

–¿No te había dicho que eran buenos soldados? – le comentó Gorgona a Cotta mientras hacían una pausa en el trabajo para recobrar el aliento.

Los eburones se habían retirado para reorganizarse y prepararse para otro ataque.

–¡Maldigo a Sabino por esto! – gruñó Cotta entre dientes-. ¡Claro que son buenos muchachos! ¡Pero van a morir todos, Gorgona, cuando en realidad lo que merecen es vivir y poner condecoraciones en sus estandartes!

–¡Oh, Júpiter! – exclamó Gorgona con un gemido.

Cotta se volvió a mirar y lanzó un grito ahogado. Sabino, que llevaba una vara a la que había atado su pañuelo blanco, se abría paso entre los muertos por la boca del desfiladero y se dirigía al lugar donde Ambiórix conferenciaba con sus nobles.

Ambiórix, que llevaba puesto el chal amarillo porque era uno de los líderes, vio a Sabino y se adelantó unos pasos, sosteniendo delante de él la espada larga con la punta hacia el suelo. Con él iban otros dos jefes.

–¡Tregua, tregua! – voceó Sabino jadeando.

–Acepto la tregua, Quinto Sabino, pero sólo si depones las armas -le dijo Ambiórix.

–¡Deja con vida a los que quedamos de nosotros, te lo ruego! – le pidió Sabino al tiempo que arrojaba al suelo ostensiblemente la espada y la daga.

La respuesta fue un súbito y amplio tajo con la larga espada, y la cabeza de Sabino salió lanzada por los aires, separada del casco ático así como del cuerpo. Uno de los compañeros de Ambiórix cogió el casco en el aire, pero Ambiórix esperó hasta que la cabeza hubo terminado de rodar antes de encaminarse hacia ella y recogerla del suelo.

–¡Oh, estos romanos tan pelados! – gritó incapaz de enroscarse en los dedos el cabello de poco más de un centímetro de longitud de Sabino.

Únicamente poniendo la mano en forma de garra consiguió levantar en alto la cabeza y agitarla en dirección a la decimotercera legión.

–¡Atacad! – les gritó a sus hombres-. ¡Cortadles la cabeza, cortadles la cabeza!

No mucho después Cotta cayó muerto, decapitado, pero Gorgona vivió para ver cómo el aquilifer, el portador del águila de la legión, que estaba muriendo a sus pies, hacía acopio de la última reserva de energía y lanzaba el águila de plata sagrada como una jabalina detrás de las defensas romanas, cada vez más menguadas.

Los eburones se retiraron al hacerse de noche, y Gorgona hizo una ronda para ver a sus muchachos y comprobar cuántos quedaban en pie. Eran lastimosamente pocos: apenas unos doscientos de los cinco mil.

·-Muy bien, muchachos -les dijo mientras los soldados se apretaban juntos en medio de un mar de camaradas caídos-, sacad las espadas. Matad a cualquier hombre que aún respire y lue·go regresad conmigo.

–¿Cuándo volverán a atacar los eburones? – le preguntó un muchacho de diecisiete años.

–Al amanecer, pero no nos encontrarán a ninguno de nosotros con vida para quemarnos en las jaulas de mimbre. Matad a los heridos y luego regresad aquí. Si encontráis a alguno de nuestros no combatientes o esclavos, dadles a elegir. O se marchan ahora e intentan llegar a las tierras de los remos o se quedan aquí y mueren con nosotros.

Mientras los soldados iban a cumplir sus órdenes, Gorgona cogió el águila de plata y miró a su alrededor con los ojos ya acostumbrados a la oscuridad. ¡Ah, ahí! Cavó una zanja larga, como una tubería, en una parte del suelo que estaba blanda y ensangrentada y enterró en ella, a no demasiada profundidad, el águila. Después de lo cual levantó unos cuantos cadáveres y los arrastró a empujones hasta que aquel lugar quedó bajo una pila de los mismos. Luego se sentó en una roca y se puso a esperar.

Alrededor de la medianoche los soldados supervivientes de la decimotercera legión se suicidaron para evitar que les quemaran vivos en jaulas de mimbre.

Quedaban con vida muy pocos no combatientes o esclavos, porque la mayor parte de ellos habían acabado por coger espadas y escudos de los legionarios muertos y se habían puesto a luchar. Pero a aquellos que sobrevivieron los dejaron pasar con indiferencia entre las líneas enemigas, lo que tuvo como resultado que, al dia siguiente, ya tarde, a César le llegaran las noticias del fatal destino de la decimotercera legión.

–Trebonio, encárgate de las cosas -dijo César, que iba ataviado con una buena armadura de acero liso y la capa escarlata de general atada a los hombros.

–¡César, no puedes ir sin protección! – exclamó Trebonio-. Llévate a la décima legión, mandaré llamar a Marco Craso y a la octava para que guarden Samarobriva.

–Ambiórix ya estará muy lejos -afirmó César categóricamente-. Sabe que aparecerá una fuerza romana de relevo y no tiene intención de poner en peligro su victoria. He mandado mensaje a Dórix, de los remos, para que llame a las armas a sus hombres. No estaré desprotegido.

Y no lo estuvo. Cuando llegó a cierta distancia del nacimiento del río Sabis, César se reunió con Dórix y diez mil remos a caballo. Con César cabalgaba un escuadrón de caballería edua y uno de sus nuevos legados, Publio Sulpicio Rufo.

Rufo ahogó un grito de asombro cuando llegaron a un altozano, miraron hacia abajo y vieron la masa que formaban los jinetes remos que estaban allí reunidos.

–¡Por Júpiter, qué panorama!

César gruñó:

–Es bonito verlos, ¿eh?

Los chales de los remos eran a cuadros azul brillante y carmesí apagado con una delgada hebra amarilla entretejida, y los pantalones eran iguales; las camisas eran de color carmesí apagado y los caballos de los jinetes llevaban las mantas de color azul brillante.

–No sabía que los galos cabalgasen en unos caballos tan hermosos.

–Y no lo hacen -le explicó César-. Esos que estás mirando son remos, que se metieron en el negocio de la cría de caballos itálicos e hispanos hace generaciones. Por eso recibieron mi llegada con gozo y profusas manifestaciones de amistad. Les estaba resultando muy duro mantener a sus caballos, pues las demás tribus se dedicaban continuamente a robarles las manadas. A base de luchar contra ellos se convirtieron en soberbios jinetes, pero perdieron muchos caballos y se vieron obligados a encerrar a los sementales de raza dentro de auténticas fortalezas. Además, limitan con los tréveres, que siempre han codiciado las monturas de los remos. Para los remos yo he sido un verdadero regalo de los dioses; yo significaba que Roma había venido a quedarse en la Galia de los cabelleras largas. Así que los remos me proporcionan una excelente caballería, y en agradecimiento yo envío a Labieno a aterrorizar a los tréveres.

Sulpicio Rufo se estremeció; sabía exactamente lo que quería decir César, aunque sólo conocía a Labieno por las historias que siempre circulaban en Roma.

–¿Qué tienen de malo los caballos de los galos? – le preguntó a César.

–No son mucho más grandes que los ponis. Los caballos nativos si no están mezclados con otras razas son ponis. Resultan muy incómodos para hombres tan altos como los belgas.

Dórix subió cabalgando por la ladera del cerro para saludar a César calurosamente; luego situó su marca junto al general.

–¿Dónde está Ambiórix? – le preguntó César, que había conservado la calma y no manifestaba ningún signo de dolor desde que había recibido la noticia.

–No se le ha visto por ninguna parte cerca del campo de batalla. Mis exploradores me han informado de que el terreno está completamente desierto. He traído conmigo esclavos para incinerar y enterrar a los muertos.

–Bien hecho.

Acamparon aquella noche y siguieron cabalgando a la mañana siguiente.

Ambiórix se había llevado a sus propios muertos y sólo los cadáveres romanos yacían en el desfiladero. Al desmontar, César les indicó con un gesto a los remos y a su propio escuadrón de caballería que se quedasen atrás. Él siguió caminando en compañía de Sulpicio Rufo, y mientras avanzaba las lágrimas empezaron a correrle por el rostro lleno de arrugas.

Primero encontraron el cuerpo sin cabeza de Sabino, inconfundible con la armadura de legado; había sido un hombre tirando a menudo. Cotta era mucho más corpulento.

–Ambiórix tiene la cabeza de un legado romano para decorar la puerta principal de su casa -le explicó César a Sulpicio Rufo, al parecer sin darse cuenta de las lágrimas-. Bien, no tendrá ningún gozo por ello.

Casi todos los cadáveres estaban sin cabeza. Los eburones, como muchas de las tribus galas, tanto celtas como belgas, cogían las cabezas como trofeos para adornar los postes de las puertas de sus casas.

–Hay mercaderes que hacen excelentes negocios vendiendo resina de cedro a los galos -comentó César, que continuaba llorando en silencio.

–¿Resina de cedro? – preguntó Sulpicio Rufo también llorando; encontraba extraña aquella conversación desapasionada.

–Para conservar las cabezas. Cuantas más cabezas tiene un hombre alrededor de su puerta, mayor es su posición como guerrero. Algunos se contentan con dejarlas consumir hasta que se convierten en calaveras, pero los grandes nobles embalsaman sus trofeos con resina de cedro. Ten la seguridad de que reconoceremos a Sabino cuando lo veamos.

La visión de cadáveres y campos de batalla no era una experiencia nueva para Sulpicio Rufo, pero sus campañas de juventud habían tenido lugar todas ellas en el Este, donde las cosas eran, ahora se daba cuenta de ello, muy diferentes. Civilizadas. Aquélla era su primera visita a la Galia, y solamente hacía dos días que había llegado cuando César le había ordenado que le acompañase en aquel viaje a la muerte.

–Bueno, veo que al menos no los masacraron como a mujeres indefensas -comentó César-. Presentaron batalla, y lo hicieron de forma magnífica.

De pronto se detuvo.

Había llegado al lugar donde resultaba evidente que los supervivientes se habían suicidado; conservaban la cabeza sobre los hombros y se notaba que los eburones habían dado un gran rodeo para esquivarlos, quizá asustados de aquella clase de coraje que a los de su propia clase les resultaba ajena. Morir en combate era glorioso. Morir después de la batalla a solas y a oscuras era horripilante.

–¡Gorgona! – exclamó César, y se echó a llorar, desmoronado por completo.

Se arrodilló junto al veterano de pelo canoso y cogió en sus brazos el cadáver que estaba allí tendido, y puso la mejilla en el cabello sin vida, lamentándose y llorando. Aquello no tenía nada que ver con las muertes de su madre y de su hija. Aquello era el general que lloraba por sus tropas.

Sulpicio Rufo siguió adelante conmovido porque ahora podía ver lo jóvenes que eran la mayoría de los soldados muertos; aún no se afeitaban. ¡Oh, qué oficio aquél! Recorrió con la mirada los rostros buscando algún signo de vida y lo encontró en la cara de un centurión senior que seguía apretando con las manos la empuñadura de la espada enterrada en el vientre.

–¡César! – gritó-. ¡César, aquí hay uno vivo!

Y así se enteraron de la historia de Ambiórix, Sabino, Cotta y Gorgona antes de que el centurión pilus primum expirase.

Las lágrimas de César se habían secado, y se puso en pie.

–No hay águila -dijo-, pero debería haberla. El aquilifer la lanzó hacia el interior de las defensas antes de morir.

–Los eburones la habrán cogido -dijo Sulpicio Rufo-. No han dejado nada, excepto a los que se suicidaron.

–Cosa que Gorgona sabría. La encontraremos allí.

Una vez que movieron los cadáveres que se encontraban al lado de Gorgona, encontraron por fin el águila de plata de la decimotercera legión.

–En toda mi larga carrera de soldado, Rufo, nunca he visto una legión en la que muriese hasta el último hombre -afirmó César mientras se volvían hacia donde Dórix y los remos esperaban pacientemente-. Yo sabía que Sabino no era más que un tonto engreído, pero como manejó tan bien la situación contra Viridóvix y los venelos, pensé que eras un hombre competente. Era a Cotta a quien no me imaginaba a la altura de las circunstancias.

–Cómo ibas a saberlo -le dijo Sulpicio Rufo a falta de una respuesta adecuada.

–No, no podía saberlo. Pero no a causa de Sabino, sino por Ambiórix. Los belgas han elevado al poder a un líder formidable. Tenía que derrotarme solo para demostrarles a los demás que es capaz de guiarlos. Ahora mismo estará olisqueándoles el culo a los tréveres.

–¿Y los nervios?

–Ellos pelean a pie, cosa poco corriente entre los belgas. Ambiórix es un líder a caballo. Por eso estará procurando ganarse la amistad de los tréveres. ¿Te sientes con ánimo para un largo recorrido a caballo, Rufo?

Sulpicio Rufo parpadeó.

–Yo no tengo la resistencia que tienes tú sobre la silla de montar, César, pero estoy dispuesto a hacer cualquier cosa que me pidas.

–Bien. Yo tengo que quedarme aquí para presidir los ritos funerarios por la decimotercera legión, a cuyos soldados les falta la cabeza y por tanto no pueden sostener la moneda para pagar a Caronte. Afortunadamente soy pontífice máximo. Tengo autoridad para redactar los contratos necesarios con Júpiter Óptimo Máximo y con Plutón a fin de pagar a Caronte por todos ellos con una cantidad global.

Completamente comprensible. En circunstancias normales los romanos a los que se privaba de sus cabezas habían también perdido la ciudadanía romana. No tener boca en la cual llevar la moneda para pagar por la travesía de la laguna Estigia significaba que la sombra del muerto, no un alma, sino un resto de vida sin mente, erraba por la tierra en lugar de ir al otro mundo. Dementes invisibles, semejantes a los dementes vivos que vagaban de un lado a otro y que eran alimentados y vestidos, por las personas compasivas, pero a los que nunca se les invitaba a quedarse y nunca conocían la comodidad de un hogar.

–Llévate mi escuadrón de caballería y cabalga hasta donde está Labieno -le ordenó César al tiempo que sacaba el pañuelo de la sisa de la coraza, se limpiaba los ojos y se sonaba la nariz-. Está en el Mosa, no lejos de Virodunum. Dórix te dará un par de remos para que te guíen. Cuéntale a Labieno lo ocurrido aquí y adviértele que esté alerta. Y dile -César tomó aire roncamente-…dile que no les dé cuartel bajo ningún concepto.

Quinto Cicerón no sabía nada del destino que habían sufrido Sabino, Cotta y la decimotercera legión. Acampado entre los nervios sin el beneficio de una fortaleza como Atuatuca, el hermano pequeño de Cicerón y la novéna legión se habían instalado lo más cómodamente que habían podido en medio de una extensión de pastos llana en la que frecuentemente caían aguanieves; se situaron tan lejos del bosque como pudieron, y bien lejos también del río Mosa.

No era todo malo. Un arroyo corría por el campamento, y les proporcionaba agua potable y se llevaba las aguas residuales de las letrinas en su curso cantarín, y no helado, hasta el lejano Mosa. Comida tenían en abundancia y era más variada de lo que Quinto Cicerón esperaba después de aquel sombrío consejo en el puerto Icio. La leña para calentarse no era difícil de encontrar, aunque los grupos enviados al bosque para recogerla tenían que ir muy bien armados, permanecían siempre alerta y tenían un sistema de señales por si necesitaban ayuda.

El mejor rasgo de aquel acantonamiento de invierno era la gran proximidad de una aldea amiga. El aristócrata nervio del lugar, un tal Verticón, estaba a favor de que hubiese un ejército romano en Bélgica, porque creía que los belgas tenían más posibilidades de mantener a raya a los germanos si se aliaban con Roma. Eso significaba que estaba ansioso por ayudar del modo que fuese, y era generoso en extremo en cuestión de mujeres para las tropas romanas. Siempre que un soldado estuviese dispuesto a pagar, mujeres había de sobra. Con una sonrisa, Quinto Cicerón cerraba un ojo tolerante ante todo aquello y se contentaba con escribirle a su hermano mayor, que estaba cómodamente instalado en Roma, y preguntarse en aquellas cartas si debería exigir una parte de la comisión que Verticón indudablemente obtenía de sus complacientes mujeres, cuyas filas no hacían más que engrosar a medida que se iba corriendo la voz por todas partes de que el campamento de la novena era muy generoso.

La novena legión estaba compuesta por auténticos veteranos que habían sido alistados en la Galia Cisalpina durante los cinco últimos meses del consulado de César. Eran soldados que, les gustaba decir, se habían abierto camino peleando desde el río Ródano hasta el océano Atlántico y desde el Garona, en Aquitania, hasta la desembocadura del Mosa en Bélgica. A pesar de lo cual todos rondaban los veintitrés años de edad; eran jóvenes curtidos a los que nada asustaba. Racialmente eran semejantes al pueblo contra el que llevaban peleando cinco años, porque César los había seleccionado del extremo más alejado del río Po, en la Galia Cisalpina, cuyos habitantes eran descendientes de los galos que habían caído sobre Roma unos siglos antes. De manera que eran más bien altos, rubios o pelirrojos, de cabello y de ojos claros. Pero no se trataba de que esta afinidad sanguínea hiciera que se ganasen la simpatía de los galos de cabellera larga, pues los soldados debían odiar a los galos de cabellera larga, belgas o celtas, daba igual. Las tropas pueden vivir sintiendo respeto hacia el enemigo, pero no pueden vivir con sentimientos de amor, ni siquiera de piedad. El odio es una emoción preceptiva para llegar a ser un buen soldado.

Quinto Cicerón no sólo ignoraba el destino que había sufrido la decimotercera legión, sino que tampoco tenía la más remota idea de que Ambiórix estaba intrigando en las asambleas de los nervios para ver qué daño podía hacer antes de parlamentar con los tréveres. La palanca de Ambiórix era simple y efectiva en extremo: una vez que se hubo enterado de que las mujeres nervias se estaban prostituyendo para ganar algo de dinero, sustancia a la que normalmente ellas tenían poco acceso, en el campamento de invierno de la novena legión, soliviantar a los nervios le resultó fácil.

–¿Realmente os contentáis con mojar un poco vuestras mechas en las sobras de los soldados romanos? – les preguntó mientras abría mucho, con asombro, los ojos azules-. ¿Son vuestros hijos realmente vuestros? ¿Qué hablarán, nervio o latín? ¿Y qué ·beberán, vino o cerveza? ¿Harán chasquear los labios ante la idea de untar mantequilla en el pan o suspirarán por empaparlo en aceite de oliva? ¿Harán caso de las leyes de los druidas o preferirán ver una farsa romana?

Después de varios días repitiendo áquello, Ambiórix se convirtió en un hombre feliz. Luego se ofreció para ir a ver a Quinto Cicerón e intentar hacerle caer en la misma trampa en que había caído Sabino. Pero Quinto Cicerón no era Sabino; ni siquiera aceptó ver a los embajadores de Ambiórix, y cuando éstos insistieron les respondió agriamente, mediante un mensajero, que no estaba dispuesto a hacer tratos con ningún galo de cabellera larga, por muy de alta alcurnia que fuera, así que les pedía que se marcharan de allí (en realidad no se lo explicó con esta delicadeza) y que lo dejasen en paz.

–Con verdadero tacto -comentó el centurión primipilus Tito Pulón con una amplia sonrisa.

–¡Bah! – exclamó Quinto Cicerón removiendo su delgado cuerpo en la silla curul de marfil-. Estoy aquí para hacer un trabajo, no para lamerles el culo a una pandilla de salvajes engreídos. Si quieren hacer tratos, que vayan a ver a César. A él le toca aguan·tarlos, no a mi.

–Lo interesante de Quinto Cicerón -le dijo Pulón a su pilus prior confederado, Lucio Voreno-, es que puede decir cosas así y luego darse la vuelta y ponerse tan agradable con Verticón como un trago de vino, sin ni siquiera darse cuenta de que hay cierta contradicción en su conducta.

–Bueno, es que a él Verticón le cae bien -le respondió Voreno-. Por lo tanto, para él Verticón no es un salvaje engreído. Una vez que estás en la lista de amigos de Quinto Cicerón, no importa nada quién seas.

Lo cual era más o menos lo que Quinto Cicerón le estaba diciendo sobre el papel a su hermano mayor, que se encontraba en Roma. Habían estado manteniendo correspondencia durante años, porque todos los romanos cultos y educados escribían mucho a todos los demás romanos cultos y educados. Incluso los soldados rasos escribían a sus casas con regularidad para contar a sus familiares cómo era la vida en el ejército y qué habían estado haciendo, en qué batallas habían peleado y cómo eran sus compañeros de tienda. Un buen número de ellos sabían leer y escribir al alistarse, y aquellos que eran analfabetos descubrieron que por lo menos parte del invierno en el campamento había que emplearlo en recibir clases para aprender. Especialmente bajo el mando de generales como César, que se sentaba de niño en las rodillas de Cayo Mario y escuchaba absorto todo lo que éste tenía que decir acerca de todo. Incluida la utilidad de los legionarios que sabían leer y escribir.

–Es la versión culta de aprender a nadar -solía murmurar Mario con aquella boca torcida-. Salva vidas.

Resultaba bastante curioso, pensaba Quinto Cicerón, que Cicerón, su hermano mayor, se hiciera más soportable cuanta mayor fuese la distancia que había entre ellos. Desde el campamento de invierno en tierra de los nervios parecía realmente el hermano mayor ideal, mientras que cuando estaba a poca distancia, en su casa de la vía Tusculana, y era probable que se presentase sin anunciarlo en el umbral de su hermano, resultaba casi siempre como un grano en el podex, lleno de consejos bienintencionados que eran precisamente los que Quinto no quería oír, mientras Pomponia, con voz estridente, le gritaba por el otro oído y él hacía equilibrios caminando sobre la cuerda floja para tratar de ser simpático con Atico, el hermano de Pomponia, y al mismo tiempo se esforzaba por ser el amo de su propia casa.

No es que cada carta de Cicerón que llegaba no estuviera llena de consejos, por lo menos la mitad, pero viviendo entre los nervios no hacía falta tener en cuenta esos consejos ni hacerles el menor caso. Quinto había llegado a perfeccionar el arte de reconocer la sílaba exacta que era la introducción de un sermón y la sílaba exacta que le ponía fin, así que sencillamente se saltaba todas aquéllas y se limitaba a leer los fragmentos interesantes. El hermano mayor, Cicerón, era, desde luego, un chocante mojigato que nunca se había atrevido a mirar más allá de su temible esposa, Terencia, desde que se casó con ella hacía ya más de veinticinco años. Así que siempre que se encontraba cerca de él, Quinto tenía que ser igualmente sobrio. No obstante, entre los nervios no había nadie que reprendiera a Quinto, el hermano pequeño, si hacía de las suyas. Y el hermano pequeño Quinto hacía de las suyas siempre que se presentaba la ocasión. Las mujeres belgas eran fornidas y podían dejarlo a uno tendido en el suelo de un puñetazo, pero todas se peleaban por las atenciones de aquel querido y pequeño comandante de modales encantadores y una bolsa gratificantemente generosa. Después de vivir con Pomponia (que también podía dejarlo tendido en el suelo de un puñetazo), las mujeres belgas eran un Campo Elíseo de placer sin mayores complicaciones.

Pero un día después de haber echado, con cajas destempladas y sin llegar a recibirlos, a los embajadores del rey Ambiórix, Quinto Cicerón se dio cuenta de que experimentaba un desasosiego peculiar. Algo iba mal. Qué era, no lo sabía. Luego el dedo pulgar izquierdo empezó a darle punzadas y a hormiguearle. Mandó llamar a Pulón y a Voreno.

–Vamos a tener problemas -les dijo-, y no os molestéis en preguntarme cómo lo sé, porque ni siquiera sé cómo lo sé. Vamos a dar una vuelta por el campamento y veamos qué podemos hacer para reforzar las defensas.

Pulón miró a Voreno, y luego los dos miraron a Quinto Cicerón con considerable respeto.

–Mandad a alguien a buscar a Verticón, necesito verle cuanto antes.

Atendida esa petición, los tres hombres y una escolta de centuriones se pusieron a examinar todo el campamento con gran minuciosidad.

–Más torres -le indicó Pulón-. Tenemos sesenta, pero necesitamos el doble.

–Estoy de acuerdo. Y hay que añadir tres metros de altura más en las murallas.

–¿Ponemos más tierra encima o utilizamos troncos? – le preguntó Voreno.

–Poned troncos. El suelo está lleno de agua y se hiela. Resultará más rápido poner troncos. Simplemente alzaremos los parapetos otros tres metros. Haced que los hombres empiecen a talar árboles ahora mismo. Si nos atacan no podremos llegar al bosque, así que hagámoslo ahora. Que los talen y los arrastren hasta aquí. Ya los puliremos cuando estén dentro.

Uno de los centuriones se marchó corriendo.

–Pongamos más estacas en el fondo de los fosos -le dijo Voreno-, ya que no podemos hacerlos más profundos.

–Decididamente, sí. ¿Cómo estamos de carbón vegetal?

–Tenemos un poco, pero ni mucho menos el suficiente para endurecer más de dos mil puntas afiladas a fuego lento en hogueras -le informó Pulón-. Los árboles nos proporcionarán todas las ramas que necesitemos.

–Entonces hay que ver cuánto carbón puede darnos Verticón. – El comandante se tiró pensativamente del labio inferior-. Lanzas de asedio.

–El roble no servirá para eso -le advirtió Voreno-. Tendremos que encontrar abedules o fresnos a los que se haya obligado a crecer derechos.

–Y más piedras para la artillería -observó Pulón.

–Enviad a unos cuantos hombres al Mosa.

Varios centuriones más salieron corriendo.

–Por último -comentó Pulón-, ¿cómo vamos a hacérselo saber a César?

Quinto Cicerón tenía que pensar en eso. Gracias a su hermano mayor, que había aborrecido a César desde que se opuso a la ejecución de los conspiradores catilinarios, Quinto también tenía tendencia a desconfiar de César. Aunque aquellos sentimientos no impidieron que el hermano mayor le suplicase a César que se llevase como legado suyo a Quinto y a Cayo Trebacio como uno de sus tribunos. Y tampoco, aunque César era bien consciente de los sentimientos de Cicerón hacia él, se negó César a ello. Las cortesías profesionales entre consulares eran obligatorias.

Aquel desagrado familiar hacia César se debía a que Quinto Cicerón no conocía al general tan bien como lo conocían la mayor parte de sus otros legados, y no se había acostumbrado al trato con el general. No tenía ni idea de cómo reaccionaría César si uno de sus legados de categoría superior le enviaba un mensaje lleno de alarma, cuando los únicos motivos que había para ello eran el hecho de que el pulgar izquierdo le daba punzadas y el presentimiento de que se estaba tramando algo que sería un gran problema. Quinto Cicerón viajó a Britania con César, una experiencia interesante pero que no le permitió ver qué clase de libertades les daba el general a sus legados. César había estado al mando personalmente de principio a fin de la expedición.

En gran parte dependía de la respuesta que le diera a Pulón. Si tomaba una decisión equivocada, César no le pediría que se quedase en la Galia un año o dos más, sino que sufriría el mismo sino que Servio Sulpicio Galba, que había cometido un error en su campaña en los altos Alpes y César no le había pedido que se quedase. De nada servía creer en los despachos senatoriales, pues ellos habían alabado a Galba. Aunque cualquier militar agudo que los leyera podría ver inmediatamente que Galba no había complacido lo más mínimo al general.

–No creo -le dijo por fin a Pulón- que haga ningún daño que se lo comuniquemos a César. Si me equivoco, me llevaré la reprimenda que me merezca. Pero de algún modo, Pulón, ¡estoy seguro de que no me equivoco! Sí, voy a escribirle ahora mismo.

En todo aquello había un poco de buena suerte y un poco de mala suerte. La buena suerte era que a los nervios todavía no los habían llamado a las armas, y por lo tanto no le encontraban sentido al hecho de espiar el campamento; simplemente veían que sus vecinos se afanaban en sus asuntos como siempre. Ello permitió a Quinto Cicerón podar los árboles, meterlos dentro del campamento y empezar a construir las murallas y las sesenta torres más alrededor del perímetro. También le permitió almacenar una gran cantidad de buenas piedras redondeadas del peso adecuado para la artillería. La mala suerte era que los nervios en asamblea habían decidido ir a la guerra, de modo que habían puesto vigilancia en el camino al sur de Samarobriva, a doscientos cuarenta kilómetros de distancia.

Transportada por el mensajero habitual, la carta de Quinto Cicerón, más bien tímida y con cierto tono de disculpa, fue confiscada junto con todas las demás cartas. Luego mataron al correo. Algunos de los druidas de los nervios sabían leer latín, así que les hicieron llegar el contenido de la bolsa del correo para que lo examinaran con detenimiento. Pero Quinto, también como consecuencia de aquellas punzadas en el pulgar, había escrito la carta en griego. Fue mucho más tarde cuando cayó en la cuenta de que debió de prestar atención cuando Verticón le había comentado que los druidas de los belgas del norte sabían latín, no griego. En otras partes de la Galia podía ocurrir lo contrario, de modo que al escribir las cartas utilizaban una lengua u otra según conviniera.

Verticón estuvo de acuerdo con Quinto Cicerón: se avecinaban problemas.

–Es tan sabido que soy partidario de César, que últimamente no soy bien recibido en las asambleas -le comentó el jefe de tribu nervio con mirada ansiosa-. Pero en varias ocasiones en el transcurso de los dos últimos días algunos de mis siervos han visto pasar guerreros por mi territorio acompañados de los portadores de escudos y con manadas de animales, como si fueran a una congregación general. En esta época del año no pueden ir a la guerra en el territorio de otro. Me parece que el blanco sois vosotros.

–Entonces -dijo Quinto Cicerón con viveza-, sugiero que tú y tu pueblo os trasladéis al interior del campamento con nosotros. Puede que estemos un poco apretados y que no sea a lo que estáis acostumbrados, pero si podemos defender el campamento, vosotros estaréis a salvo. De otro modo puede que seas tú quien muera el primero. ¿Te parece aceptable?

–¡Oh, sí! – exclamó Verticón, que se sintió profundamente aliviado-. No pasaréis escasez por nuestra causa, traeré hasta el último grano de trigo que tengamos, y todos los pollos y el ganado, y mucho carbón vegetal.

–¡Excelente! – dijo Quinto Cicerón sonriendo radiante-. Os pondremos a trabajar a todos, no creas que no.

Cinco días después de que el correo fuera asesinado, los nervios atacaron. Perturbado porque debería haber recibido ya una respuesta, Quinto Cicerón envió una segunda carta, pero a este correo también lo interceptaron. En lugar de matarlo allí mismo, los nervios lo torturaron primero y se enteraron de que Quinto Cicerón y la novena legión estaban trabajando frenéticamente para reforzar las fortificaciones del campamento.

Una vez reunidos, los nervios se pusieron en movimiento inmediatamente. Su avance era muy diferente a una marcha romana, incluso diferente a una a paso ligero, porque ellos corrían a un paso largo incansable que devoraba los kilómetros. Cada guerrero iba acompañado del portador del escudo, su esclavo personal y un poni cargado con una docena de lanzas, una camisa de cota de malla si la tenía, comida, cerveza, el chal a cuadros de color verde musgo y naranja terroso y un pellejo de lobo para calentarse por la noche; los dos criados llevaban las cosas personales que les hacían falta a la espalda. Tampoco corrían en ninguna clase de formación. Los más veloces eran los primeros en llegar, los más lentos los últimos. Pero el último hombre de todos no llegaba, pues aquel que llegaba el último a la congregación era sacrificado a Esus, el dios de la batalla, y su cuerpo se colgaba de una rama en el bosque de robles sagrados.

Los nervios tardaron todo el día en reunirse alrededor del campamento mientras la novena legión martilleaba y aserraba frenéticamente. El muro y los parapetos elevados estaban terminados, pero las sesenta torres que faltaban todavía estaban en construcción, y los muchos miles de estacas afiladas estaban todavía endureciéndose en cien hogueras de carbón vegetal diseminadas en todos aquellos lugares en los que había suelo vacío.

–Muy bien, trabajaremos toda la noche -dijo Quinto Cicerón, complacido-. Hoy no atacarán, primero se tomarán un descanso como es debido.

Un descanso como es debido para los nervios resultó ser aproximadamente de una hora. El sol se había puesto cuando arremetieron por miles, como una tormenta, contra los muros del campamento y rellenaron los fosos con follaje y utilizaron sus llamativas lanzas, engalanadas con plumas, como pértigas para trepar por las paredes de troncos. Pero la novena legión estaba allí arriba, en lo alto de los muros, uno de cada dos hombres armado con una lanza de asedio de las largas, para coger a los nervios de cara mientras trepaban. Otros hombres se encontraban de pie en lo alto de las torres parcialmente terminadas, y utilizaban aquella altura adicional para lanzar sus pila con mortal puntería. Y durante todo el tiempo, desde el interior del campamento, las catapultas voleaban rocas de río por encima de las murallas hacia las enormes masas de guerreros.

Cuando se hizo noche cerrada hubo un alto en las hostilidades, pero no cesó el frenesí de combate de los nervios, que saltaban, gritaban y daban alaridos en un radio de un kilómetro a la redonda alrededor del campamento. La luz de veinte mil antorchas ahuyentaba la oscuridad y dejaba ver a las figuras que, corriendo y brincando, las empuñaban; tenían los pechos cobrizos desnudos, el cabello como crines heladas, los ojos y los dientes lanzaban destellos de breves chispas al girar y dar vueltas. Saltaban en el aire, rugían, chillaban, lanzaban hacia arriba las antorchas y las cogían otra vez según caían, como si fuesen malabaristas.

–¿No es fantástico, muchachos? – gritaba a grandes voces Quinto Cicerón mientras andaba de un lado para otro por el campamento inspeccionando las hogueras de carbón vegetal, a los artilleros que se afanaban sin las cotas de malla, a los animales de carga que bufaban y pateaban en los establos asustados por el ruido-. ¿No es fantástico? ¡Los propios nervios nos están proporcionando toda la luz que nos hace falta para terminar las torres! ¡Vamos, muchachos, poned empeño en ello! ¿Qué os creéis que es esto, el harén de Sampsiceramo?

Entonces empezó a molestarle la espalda y sintió un dolor atroz que le bajaba por la pierna izquierda y le hacía cojear. ¡Oh, no, ahora no! ¡Un ataque de eso ahora no! Aquello le obligaba a irse arrastrando a la cama y pasarse allí días enteros hecho un andrajo gimiente. ¡Ahora no! ¿Cómo iba a poder irse a rastras a la cama cuando todos dependían de él? Si el jefe del campamento sucumbía, ¿qué pasaría con la moral de los demás? Así que Quinto Cicerón apretó los dientes y siguió cojeando, y de algún sitio sacó fuerzas para aflojar los dientes, sonreír, bromear, y decirles a sus hombres lo mucho que valían y lo amables que eran los nervios por iluminarles el cielo…

Cada día los nervios atacaban, llenaban los fosos, trataban de escalar los muros, y cada día la novena legión repelía el ataque, sacaba con ganchos las ramas llenas de hojas de los fosos, mataba nervios.

Cada noche Quinto Cicerón le escribía otra carta en griego a César, encontraba un esclavo o un galo dispuesto a llevarla a cambio de una enorme cantidad de dinero y enviaba al hombre oculto por la oscuridad.