–César sigue con nosotros, Decumio.

–No volveré a verlo nunca. César me dijo que cuidara de Clo·dio, que me encargara de que no le pasase nada malo mientras él estaba ausente. Pero no he podido hacerlo. Nadie hubiera podido hacerlo, tratándose de Clodio.

La multitud lanzó un grito prolongado; Antonio miró hacia la Curia Hostilia y se puso rígido. Era una construcción tan antigua que no tenía ventanas, pero en lo alto, a un lado, allí donde el hermoso mural lo adornaba, había grandes rejillas para permitir la entrada del aire; en aquel momento resplandecían con una luz roja y palpitante y por ellas salían chorros de humo.

–¡Por Júpiter! – rugió Antonio dirigiéndose a Décimo Bruto y a Pompeyo Rufo-. ¡Le han prendido fuego!

Lucio Decumio se retorció como una anguila y se marchó. Aterrado, Antonio lo vio debatirse, viejo como era, entre las hordas que ya se retiraban, bajaban por los escalones del Senado y se alejaban del incendio. La puerta escupía llamas, pero Lucio Decumio no se detuvo. Su figura se distinguió, negra, contra el fondo de llamas, y luego desapareció dentro de ellas.

Saciada y exhausta, la multitud se fue a casa. Antonio y Décimo Bruto subieron juntos a la parte superior de las gradas Vestales y se detuvieron para contemplar cómo el fuego consumía a Publio Clodio en el interior de la Curia Hostilia. Más allá, en el Argileto, se encontraban las oficinas del Senado, donde estaban depositadas las valiosas actas de las reuniones, los consulta, que eran los decretos senatoriales y los fasti que contenían las listas de todos los magistrados que habían ocupado un cargo alguna vez. Más allá, en el Clivus Argentarius se alzaba la basílica Porcia, cuartel general de los tribunos de la plebe y donde se hallaban los despachos para agentes de negocios y banqueros, también atestados de archivos irremplazables. La había construido Catón el Censor, era la primera construcción así que había adornado el Foro y, aunque era pequeña, sombría y hacía mucho que la habían eclipsado edificios mejores, formaba parte de la mos maiorum. Enfrente de la Curia Hostilia, en la otra esquina del Argileto, se alzaba la exquisita basílica Emilia, que seguía en proceso de restauración por Lucio Emilio Paulo para darle absoluta magnificencia.

Pero todo ardió en llamas mientras Antonio y Décimo Bruto miraban.

–Yo amaba a Clodio, pero no era bueno para Roma -comentó Marco Antonio, completamente deprimido.

–¡Y yo! Durante un tiempo pensé sinceramente que Clodio en realidad era capaz de hacer que este lugar funcionara mejor -dijo Décimo Bruto-. Pero no supo cuándo detenerse. Y ese plan acerca de los esclavos manumitidos lo mató.

–Supongo -dijo Antonio, apartando por fin la mirada de las llamas- que ahora las cosas se calmarán. Quizá todavía me elijan cuestor.

–Yo me voy a la Galia con César. Te veré allí.

–¡Bueno! – gruñó Antonio-. Seguro que me toca en suerte Cerdeña o Córcega.

–Oh, no -le aseguró Décimo Bruto sonriendo-. Los dos iremos a la Galia. César te ha llamado a su lado, Antonio. Me lo dijo en una carta.

El hecho de saber esto hizo que Antonio se fuera a casa sintiéndose mejor.

Otras cosas habían ocurrido durante aquella horrorosa noche. Algunas personas que se encontraban antes entre la multitud congregada por Planco Bursa salieron del templo de Venus Libitina, más allá de la muralla Servia, en el Campo Esquilino, y sacaron de allí las fasces, que estaban depositadas en divanes porque en aquellos momentos no había hombres que ostentasen aquellos cargos y que pudiesen llevarlas. Luego recorrieron todo el camino desde el lado sur de la ciudad hasta el Campo de Marte, y allí se detuvieron a la puerta de la villa de Pompeyo para exigirle que asumiera las fasces y la dictadura. Pero la casa estaba a oscuras y nadie contestó; Pompeyo se había ido a su villa de Etruria. Con los pies doloridos fueron caminando lentamente a las casas de Plautio y de Metelo Escipión, situadas en lo alto del Palatino, y les suplicaron a ellos que aceptaran las fasces. Las puertas estaban cerradas con cerrojo y nadie contestó. Bursa los había abandonado después de la infructuosa misión en la villa de Pompeyo, y se había ido a su casa, angustiado y asustado. Al alba, el grupo, cansado y sin nadie que los dirigiera, volvió a dejar los haces de varas otra vez en el templo de Venus Libitina.

Nadie quería gobernar Roma; ésa era la opinión de todos los hombres y mujeres que acudieron al día siguiente al Foro para ver las humeantes ruinas de una historia tan valiosa. Los sepultureros de Fulvia estaban allí, con guantes, botas y máscaras, removiendo las brasas todavía candentes para encontrar algún pedacito de Publio Clodio. No muchos, sólo los suficientes para producir un poco de ruido dentro del valiosísimo tarro enjoyado que Fulvia les había proporcionado al efecto. Clodio debía tener un buen funeral, aunque no sería a expensas del Estado, y su viuda, aplastada, cedió al mandato de su madre de que había que evitar el Foro.

Catón y Bíbulo miraban, espantados.

–¡Oh, Bíbulo, la basílica de Catón el Censor ha desaparecido y yo no tengo dinero para reconstruirla! – se quejaba Catón mientras miraba las paredes ennegrecidas y desmoronadas.

La columna que tanto había incomodado a los tribunos de la plebe sobresalía entre las vigas chamuscadas del tejado derrumbado como el tocón de un diente podrido.

–Podemos empezar a hacerlo con la dote de Porcia -le propuso Bíbulo-. Yo puedo arreglarme sin ella, y Porcia también. Además, Bruto llegará a casa cualquier día. Y seguro que él también nos dará un gran donativo.

–¡Hemos perdido todos los archivos del Senado! – dijo Catón entre sollozos-. Ni siquiera están aquellos que explicaban a los romanos del futuro lo que dijo Catón el Censor.

–Sí, es un verdadero desastre, Catón, pero por lo menos eso significa que ya no tendremos que preocuparnos más por los esclavos manumitidos.

Lo cual era la opinión más corriente entre los senadores de Roma.

Llegó corriendo Lucio Domicio Enobarbo, que estaba casado con la hermana de Catón y le había dado a Bíbulo a dos de sus hermanas por esposas. Enobarbo, que era un hombre bajo y achaparrado sin un solo pelo en la cabeza, no tenía la fuerza de los principios de Catón ni la agudeza mental de Bibulo, pero era testarudo como un buey y absolutamente fiel a los boni, los hombres buenos de la facción ultraconservadora del Senado.

–¡Acabo de oir un rumor de lo más asombroso! – les dijo sin aliento.

–¿De qué se trata? – le preguntó Catón con apatía.

–¡Dicen que Milón entró furtivamente en Roma durante el incendio!

Los otros dos se quedaron mirándolo.

–¡No se atrevería a hacerlo! – dijo Bibulo.

–Bueno, mi informador jura que vio a Milón contemplando las llamas desde el Capitolio, y aunque las puertas de su casa están cerradas con cerrojo, es evidente que hay alguien dentro, y no me refiero a los criados.

–¿Y quién lo impulsó a hacerlo? – le preguntó Catón.

Enobarbo parpadeó.

–¿Es que tenía que hacerlo alguien? Lo que estaba totalmente claro era que Clodio y él habían de tener un violento choque tarde o temprano.

–Oh, pues yo estoy seguro de que alguien debe haberlo impulsado a ello -insistió Bíbulo-, y además me parece que sé quién es ese alguien.

–¿Quién? – quiso saber Enobarbo.

–Pompeyo, naturalmente. Incitado por César.

–¡Pero eso es conspiración para asesinar! – exclamó Enobarbo esforzándose por ahogar un grito-. Todos sabemos que Pompeyo es un bárbaro, pero es un bárbaro cauto. A César no se le puede capturar, está en la Galia Cisalpina, pero Pompeyo está aquí. Y nunca se metería voluntariamente en semejante fregado.

–Pues si nadie puede probarlo, ¿por qué iba a preocuparse?

–le preguntó Catón con desprecio-. Él se apartó de Milón hace más de un año.

–¡Bien, bien! – dijo Bibulo sonriendo-. Cada vez es más importante que nos ganemos a ese picentino bárbaro para nuestra causa, ¿no es así? Si es lo bastante complaciente como para menear el rabo y dar la vuelta a las ruedas del carro siguiendo el dictado de César, ¡pensad en lo que podría hacer por nosotros! ¿Dónde está Metelo Escipión?

–Encerrado en su casa desde que le rogaron que aceptase las fasces.

–Entonces vamos allá y obliguémoslo a que nos deje entrar -les dijo Catón.

Después de cuarenta años de amistad, las relaciones de Cicerón y Atico sufrieron cierto deterioro. Mientras Cicerón, que había soportado paroxismos de miedo por causa de Publio Clodio, pensaba que la muerte de Clodio era la mejor noticia que Roma podía recibir, Atico lo sintió de verdad.

–¡No te entiendo, Tito! – exclamó Cicerón-. ¡Eres uno de los caballeros más importantes de Roma! ¡Tienes intereses económicos y negocios en casi toda clase de empresas, motivo por el que eras uno de los principales objetivos de Clodio! ¡Y sin embargo ahora te pones a lloriquear porque está muerto! ¡Pues bien, yo no lloriqueo! ¡Yo me regocijo!

–Nadie debería regocijarse por la pérdida prematura de un Claudio Pulcher -respondió Atico con toda seriedad-. Era un hombre brillante y hermano de uno de mis más queridos amigos, Apio Claudio. Tenía ingenio y bastante erudito. Yo disfrutaba mucho en su compañía, y lo echaré de menos. También me da lástima su pobre esposa, que lo amaba apasionadamente. – La huesuda cara de Atico adoptó una expresión triste-. El amor apasionado es raro, Marco. No merece que se trunque en su mejor momento.

–¿Fulvia? – graznó Cicerón, ultrajado-. ¿Esa vulgar ramera que tenía el descaro de ponerse a lanzar improperios en favor de Clodio en el Foro cuando estaba ya en un estado de embarazo tan avanzado que abultaba como dos personas? ¡Oh, Tito, no me digas! Esa mujer puede que fuera hija de la hija de Cayo Graco, pero es una desgracia para el buen nombre de los Sempronios! ¡Y para el buen nombre de los Fulvios!

Con la boca apretada, Atico se levantó bruscamente.

–¡A veces, Cicerón, te comportas como un insufrible mojigato arrugado! Deberías de fijarte: ¡todavía tienes paja detrás de las orejas! ¡Eres una vieja intolerante que viene de los límites más lejanos del Lacio, y ningún Tulio se había aventurado aún a residir en Roma cuando Cayo Graco ya se paseaba por el Foro!

Salió a grandes zancadas de la sala de Cicerón, y dejó a éste sin habla.

–¿Qué te pasa? ¿Y dónde está Atico? – ladró Terencia según entraba.

–Supongo que ha ido a desvivirse por Fulvia.

–Bueno, esa mujer le cae bien, siempre ha sido así. Ella y Clodio siempre han sido muy anchos de miras acerca de la afición que tiene Atico a los muchachos.

–¡Terencia! ¡Atico es un hombre casado y con un hijo!

–¿Y qué tiene eso que ver con el precio del pescado? – le preguntó Terencia en tono exigente-. ¡Verdaderamente, Cicerón, eres como una vieja!

Cicerón se acobardó, hizo una mueca y no le respondió.

–Quiero hablar contigo -le dijo ella.

Cicerón le indicó la puerta que conducía a su despacho.

–¿Aquí dentro? – sugirió él mansamente-. ¿O te preocupa que alguien nos oiga?

–A mí me da lo mismo.

–Entonces aquí mismo, ¿no, querida?

Terencia le dirigió una mirada suspicaz, pero decidió que aquel hueso no valía la pena y dijo:

–Tulia quiere divorciarse de Crasipes.

–Oh, ¿y ahora qué pasa? – exclamó Cicerón exasperado.

La cara de Terencia, que era soberbiamente fea, se puso más fea aún.

–¡Pues que la pobre chica está fuera de sí, eso es lo que pasa! ¡Crasipes la trata como si fuera una caca de perro que se le ha pegado a la suela de la sandalia! ¿Y dónde está la promesa que tú estabas tan convencido de que él le hizo? ¡No es más que un vago y un tonto!

Cicerón se llevó las manos a la cara y se quedó mirando a su esposa con consternación.

–Ya me doy cuenta de que Crasipes es una decepción, Terencia, pero no eres tú quien tiene que buscar otra dote para Tulia. ¡Soy yo! ¡Si se divorcia de Crasipes, éste se quedará con los cientos de miles de sestercios que le entregué junto con la muchacha, y encima yo tendré que buscar otro montón! ¡No puede quedarse soltera como las Clodias! Una mujer divorciada es el blanco de las habladurías de toda Roma.

–Yo no he dicho que tenga intención de quedarse soltera -le corrigió Terencia con aire enigmático.

Cicerón no captó el significado de aquello, preocupado sólo por la dote.

–Yo sé que es una muchacha deliciosa, y muy atractiva, afortunadamente. Pero ¿quién se casará con ella? Si se divorcia de Crasipes, ya tendrá dos maridos a sus espaldas a la edad de veinticinco años. Y sin tener ningún hijo.

–No tiene problemas para tener criaturas -le aseguró Terencia-. Pisón Frugi estaba tan enfermo que antes de morirse no tenía energías para nada, y Crasipes no tiene interés. Lo que le hace falta a Tulia es un hombre de verdad. – Dio un bufido-. Si encuentra uno, ya será más de lo que hice yo.

Por qué aquella afirmación hizo que un nombre le viniera a la mente al instante, Cicerón no lo supo nunca. Pero le vino. ¡Tiberio Claudio Nerón! Todo un patricio, un hombre rico…, y un hombre de verdad.

A Cicerón se le iluminó el semblante y se olvidó de Atico y de Fulvia.

–¡Tengo al hombre que necesita! – exclamó con júbilo-. ¡Y además es demasiado rico para pedir una dote demasiado grande! ¡Tiberio Claudio Nerón!

La boca de Terencia, de labios delgados, se abrió a causa del pasmo.

–¿Nerón?

–Nerón. Es joven aún, pero seguro que llega a cónsul.

–¡Grr! – gruñó Terencia al tiempo que salía muy airada de la habitación.

Cicerón la siguió con la mirada. ¿Qué le pasaba a su lengua de oro aquel día? No lograba encantar a nadie. Culpó de ello a Publio Clodio.

–¡Todo es culpa de Clodio! – le dijo a Marco Celio Rufo cuando éste entró.

–Bueno, eso ya lo sabemos -repuso Celio esbozando una sonrisa, le echó un brazo por los hombros a Cicerón y lo condujo en dirección al despacho-. ¿Por qué estás fuera? A menos que ahora te guste guardar el vino aquí afuera.

–No, está donde siempre ha estado, en el despacho -le indicó Cicerón al tiempo que daba un suspiro de alivio. Sirvió un poco de vino, lo mezcló con agua y se sentó-. ¿Qué es lo que te trae por aquí? ¿Clodio?

–En cierto modo -convino Celio frunciendo el ceño.

Celio era, para usar la expresión de Terencia, un hombre de verdad. Lo bastante alto, lo bastante atractivo y lo bastante viril como para haber atraído a Clodia y haberla conservado durante varios años. Y fue él quien rompió la relación, cosa que Clodia nunca le perdonó, y el resultado fue un juicio sensacionalista durante el cual Cicerón, que defendía a Celio, aireó la conducta escandalosa de Clodia con tanta efectividad que el jurado tuvo mucho gusto en absolver a Celio de intentar asesinarla. Las acusaciones fueron múltiples y llegaron mucho más lejos, pero Celio salió libre y Publio Clodio nunca lo perdonó.

Aquel año era tribuno de la plebe en una encrucijada muy interesante que en gran medida estaba a favor de Clodio y en contra de Milón. Pero Celio estaba decididamente a favor de Milón.

–He visto a Milón -le dijo a Cicerón.

–¿Es cierto que está de vuelta en la ciudad?

–Oh, si. Se encuentra aquí. Se ha escondido hasta que vea de qué lado sopla el viento en el Foro. Y está bastante disgustado porque Pompeyo ha decidido evaporarse.

–Todos con los que he hablado están de parte de Clodio.

–¡Yo no, eso te lo puedo asegurar! – le dijo Celio con brusquedad.

–¡Gracias a todos los dioses por eso! – Cicerón hizo girar el vino que estaba bebiendo, miró el interior de la copa y frunció los labios-. ¿Qué piensa hacer Milón?

–Ha empezado a hacer campaña para el consulado. Tuvimos una larga conversación y acordamos que lo mejor que puede hacer es comportarse como si no hubiera sucedido nada fuera de lo corriente. Clodio se encontró con él en la vía Apia y lo atacó. Pero Clodio estaba vivo cuando Milón y su grupo se retiraron. Bien, ésa es la verdad.

–Pues claro que lo es.

–En cuanto desaparezca el hedor a quemado en el Foro voy a convocar una reunión de la plebe -le informó Celio al tiempo que tendía la copa para que Cicerón le sirviera más vino con agua-. Milón y yo acordamos que lo más inteligente que podemos hacer es adelantarnos con la versión de los hechos de Milón.

–¡Excelente! – Se hizo un breve silencio, que Cicerón rompió al decir con timidez-: Me imagino que Milón habrá manumitido a todos los esclavos que iban con él.

–Oh, si -respondió Celio sonriendo-. ¿No te imaginas a todos los secuaces de Clodio exigiendo que sean torturados los esclavos de Milón? Pero ¿quién se puede creer lo que se diga bajo tortura? Por lo tanto, nada de esclavos.

–Espero que el asunto no vaya a juicio -dijo Cicerón-. No debería ocurrir. Actuar en defensa propia excluye la necesidad de que haya un juicio.

–No habrá juicio -le aseguró Celio, confiado-. Cuando por fin haya pretores que puedan encargarse de ver la causa, el asunto no será ya más que un lejano recuerdo. Hay una cosa buena que tiene el actual estado de anarquía: si algún tribuno de la plebe que tenga alguna querella contra Milón… Salustio Crispo, por ejemplo…, trata de entablar un juicio en la Asamblea Plebeya, yo interpondré el veto. ¡Y además le diré a Salustio lo que pienso de los hombres que se aprovechan de un desgraciado accidente y lo ponen como excusa para volverse contra un hombre que azota a otro hombre por manchar la virtud de su esposa!

Los dos sonrieron.

–Ojalá supiera yo con exactitud cuál es la posición de Magno en todo esto -dijo Cicerón con nerviosismo-. Se ha vuelto tan reservado que uno nunca puede estar seguro de lo que piensa.

–Pompeyo Magno padece un caso terminal de autoimportancia excesivamente inflada -le aseguró Celio-. Nunca pensé que Julia fuera una buena influencia para él pero, ahora que ella no está, he cambiado de opinión. Lo mantenía ocupado y evitaba que Pompeyo hiciese travesuras.

–Yo me inclino a respaldarlo como dictador.

Celio se encogió de hombros.

–Yo todavía no lo tengo decidido. En justicia, Magno debería apoyar a Milón sin reservas, y si lo hace, entonces tiene mi apoyo. – Hizo una mueca-. El problema es que no estoy seguro de que tenga intención de respaldar a Milón. Empezará observando de qué lado sopla el viento en el Foro.

–Pues asegúrate de que haces un discurso estupendo en favor de Milón.

Desde luego Celio hizo un discurso magnífico en apoyo de Milón, que apareció vestido con la toga cegadoramente blanca de candidato consular y se quedó de pie escuchando con una agradable mezcla de interés y humildad. Dar el primer golpe era una buena técnica, y Celio era un orador extremadamente bueno. Cuando invitó a Milón a que hablase también, éste se apresuró a dar una versión del choque producido en la vía Apia que claramente le echaba la culpa de todo ello a Clodio. Como había pensado su discurso con gran detenimiento, le salió espléndidamente bien, y la plebe se marchó pensativa después de que Milón les recordó que Clodio había recurrido a la violencia mucho antes de que existiera ninguna banda callejera rival, y que Clodio era enemigo tanto de la primera como de la segunda clase.

Milón fue desde el Foro hasta el Campo de Marte por su propio pie; definitivamente, Pompeyo estaba de nuevo en casa.

–Lo siento mucho, Tito Annio -dijo el mayordomo de Pompeyo-, pero Cneo Pompeyo está indispuesto.

Una gran risotada se oyó· procedente de alguna de las habitaciones interiores, y la voz de Pompeyo llegó claramente con ecos agonizantes:

–¡Oh, Escipión, qué cosas ocurren!

Milón se puso rígido. ¿Escipión? ¿Qué hacía Metelo Escipión allí encerrado con Magno? Volvió caminando a Roma lleno de temor.

Pompeyo se había mostrado muy enigmático. ¿Había hecho en verdad una promesa? «Quizá se te perdone por pensar eso», era lo que le había dicho. En aquel momento a él le había parecido tan claro como el agua. Deshazte de Clodio y te recompensaré. Pero ¿era eso en realidad lo que había querido decir? Milón se pasó la lengua por los labios, tragó saliva y se dio cuenta de que el corazón le latía mucho más de prisa de lo que caminar a paso vivo podía provocar en un hombre tan saludable como Tito Annio Milón.

–¡Por Júpiter! – masculló en voz alta-. ¡Me la ha jugado! Está flirteando con los boni, y yo sólo soy una herramienta útil. Sí, a los boni les caigo bien. Pero… ¿seguiré gustándoles si deciden que les gusta más Magno?

¡Y pensar que aquel día había ido a casa de Pompeyo dispuesto a decirle que retiraba su candidatura a cónsul! Pues ya no lo haría. ¡No!

Planco Bursa, Pompeyo Rufo y Salustio Crispo convocaron otra reunión de la Asamblea Plebeya para contestar a Celio y a Milón. Hubo la misma asistencia de público, y eran los mismos hombres que habían acudido a la reunión anterior. El mejor orador de los tres era Salustio, que habló tras los entusiastas discursos de Bursa y Pompeyo Rufo, y lo hizo con otro discurso aún mejor.

–¡Es una absoluta burrada! – dijo a gritos Salustio-. ¡Dadme una buena razón por la que un hombre acompañado de treinta esclavos armados sólo con espadas decida atacar a un hombre cuyo cuerpo de guardaespaldas está formado por ciento cincuenta matones con corazas y yelmos! ¡Armados con espadas, dagas y lanzas! ¡Tonterías! ¡Basura! ¡Publio Clodio no era tonto! ¿Habría atacado César de hallarse en la misma situación? ¡No! ¡César hace cosas espectaculares con muy pocos hombres, quirites, pero sólo si cree que puede ganar! ¿Qué clase de campo de batalla es la vía Apia para un civil al que el enemigo sobrepasa largamente en número? ¡Llano como un tablón, sin ningún sitio donde guarecerse y, en el tramo donde ocurrió, con grandes dificultades para encontrar ayuda! ¿Y por qué, si ocurrió tal como Celio, el picapleitos de Milón, e incluso el propio Milón, dicen que ocurrió, tuvo que morir un indefenso y humilde posadero? ¡Se supone que hemos de creer que lo mató Clodio! ¿Por qué? ¡Era Milón quien salía ganando con el despreciable asesinato de un hombre tan pobre e insignificante como el posadero, no Clodio! Milón, por favor, que manumitió a sus esclavos con tanta generosidad que se diseminaron a lo largo y a lo ancho y no se les puede seguir el rastro, ¡no digamos ya encontrarlos! ¡Pero qué inteligente llevarse consigo a su esposa histérica en una misión de asesinato! Porque el único hombre que hubiera podido contarnos la verdadera versión de los hechos, Quinto Fufio Caleno, se encontraba tan atareado dentro de un carpentum viéndoselas con una mujer presa del pánico que puede asegurar… y yo le creo, porque conozco bien a la señora… puede asegurar que no vio absolutamente nada. – Risitas por todas partes-. ¡El único testimonio que podemos oír acerca de las circunstancias en las que realmente murió Publio Clodio es el de Milón y sus secuaces, todos ellos asesinos!

Salustio hizo una pausa y sonrió; un buen toque, desarmar a Celio al referirse al asunto que tenía con Fausta. Respiró largamente y se lanzó de nuevo a la perorata.

–Toda Roma sabe que Publio Clodio era una influencia subversiva, y muchos de nosotros deploramos sus estrategias y su táctica. Pero lo mismo puede decirse de Milón, cuyos métodos son todavía mucho menos constitucionales que los de Clodio. ¿Por qué asesinar a un hombre que amenaza la carrera pública de uno? ¡Hay otras maneras de tratar con hombres de ese tipo! ¡El asesinato no forma parte del estilo romano! ¡El asesinato, inevitablemente, indica cosas aún más desagradables! ¡El asesinato, quirites, es el modo en que un hombre empieza a socavar la fuerza del Estado! ¡A dominar! Un hombre se pone en tu camino, se niega a apartarse y… ¿tú lo asesinas? Cuando es mucho más sencillo levantarlo del suelo y quitarlo del camino. ¿O es que Milón es un endeble? Éste es el primer asesinato que comete Milón, pero ¿será el último? ¡Esa es la verdadera pregunta que deberíamos hacernos a nosotros mismos! ¿Quién de entre nosotros puede alardear de un cuerpo de guardia como el de Milón, mucho mayor que los ciento cincuenta hombres que llevaba consigo en la vía Apia? ¡Con corazas, con yelmos! ¡Con espadas, dagas, lanzas! ¡Publio Clodio siempre tuvo un cuerpo de guardia, pero no estaba formado por hombres como los profesionales de Milón! ¡Yo digo que Milón tiene intención de derrocar al Estado! ¡Es él quien ha creado este clima! ¡Es él quien ha empezado un programa de asesinatos! ¿Quién será el siguiente? ¿Plautio, otro candidato consular? ¿Metelo Escipión? ¿Pompeyo Magno, la mayor amenaza de todas? ¡Os lo ruego, quirites, haced caer a este perro rabioso! ¡Aseguraos de que el número de sus asesinatos se reduzca a uno!

No había gradas del Senado donde ponerse en pie, pero la mayor parte del Senado estaba en el foso de los comicios para oir mejor. Cuando Salustio terminó, Cayo Claudio Marcelo el Mayor alzó la voz desde el foso.

–¡Convoco al Senado de inmediato! – rugió-. ¡En el templo de Bellona, en el Campo de Marte!

–Hay que ver qué cosas pasan -le comentó Bíbulo a Catón-. Tenemos que ir a reunirnos en un local al que Pompeyo Magno pueda asistir.

–Propondrán que sea nombrado dictador -dijo Catón-. ¡Y no quiero ni oír hablar de ello, Bíbulo!

–Yo tampoco. Pero no creo que se trate de eso.

–Entonces, ¿de qué?

–Un senatus consultum ultimum. Necesitamos la ley marcial, y… ¿quién mejor para hacerla cumplir que Pompeyo Magno? Pero no como dictador.

Bibulo tenía razón. Si Pompeyo esperaba que le volvieran a pedir, y esta vez de manera oficial, que asumiera la dictadura, no dio muestras de ello cuando la Cámara se reunió en Bellona una hora más tarde. Se sentó con su toga praetexta en primera fila, entre los consulares, y estuvo escuchando el debate con una justa expresión de interés.

Cuando Mesala Rufo propuso que la Cámara aprobase un senatus consultum ultimum que autorizase a Pompeyo a reunir las tropas y defender el Estado, aunque no como dictador, Pompeyo accedió de buena gana sin demostrar ningún pesar ni enojo.

Mesala Rufo le cedió la presidencia con agradecimiento; como cónsul senior del año anterior había dirigido las reuniones, pero aparte de organizar el nombramiento de un interrex no podía hacer nada. Y en eso había fracasado.

Pompeyo no fracasó. Los grandes tarros llenos de agua que contenían las bolitas de madera del sorteo se sacaron inmediatamente, y los nombres de todos los patricios líderes de las decurias del Senado se escribieron en las bolas de madera. Cabían en un solo tarro; ataron la tapadera, el tarro comenzó a dar vueltas rápidamente y por la espita que había cerca de la parte superior salió una bolita. El nombre que había en ella era Marco Emilio Lépido, que fue el primer interrex. Pero el sorteo prosiguió hasta que todas las bolas de madera salieron del tarro; no es que ninguno de los miembros del Senado deseara una interminable sarta de interreges, como había sucedido el año anterior. Pero tenía que establecerse el orden, eso era todo. Todos confiaban en que el segundo interrex, Mesala Niger, celebrara con éxito elecciones.

–Sugiero -dijo Pompeyo- que el Colegio de Pontífices inserte veintidós días más en el calendario de este año después del mes de febrero. Un intercalaris proporcionará a los cónsules un espacio de tiempo bastante similar al plazo de un mandato. ¿Es posible eso, Niger? – le preguntó a Mesala Niger, que era el segundo interrex y a la vez pontífice.

–Así se hará -convino Niger con una sonrisa radiante.

–También sugiero dictar un decreto por toda Italia y la Galia Cisalpina que diga que ningún ciudadano romano varón cuya edad está comprendida entre los diecisiete ylos cuarenta años esté exento del servicio militar.

Esta sugerencia fue acogida con un coro de síes.

Pompeyo levantó la sesión, muy satisfecho, y regresó a su villa, donde se le unió poco después Planco Bursa, que había captado el gesto afirmativo que le hizo Pompeyo con la cabeza para indicarle que fuera a verle.

–Tengo que pedirte unas cuantas cosas -le dijo Pompeyo mientras se estiraba a sus anchas.

–Lo que quieras, Magno.

–Lo que no quiero, Bursa, son elecciones. Tú conoces a Sexto Cloelio, desde luego.

–Lo conozco bastante bien. Hizo un buen trabajo con la multitud cuando quemaron a Clodio. No es un caballero, pero es muy útil.

–Bien. Entiendo que sin Clodio los disidentes de los colegios de encrucijada se hayan quedado sin líder, pero Cloelio los ha estado dirigiendo de parte de Clodio, y ahora puede seguir haciendo lo mismo por mí.

–¿Y?

–No quiero elecciones -repitió Pompeyo-. No le pido a Cloelio nada más que eso. Milón sigue siendo un contendiente fuerte para el consulado, y si resulta elegido quizá logre ser una fuerza en Roma mayor de lo que a mí me gustaría que fuera. No podemos permitir que los Claudios sean asesinados, Bursa.

Planco Bursa se aclaró la garganta ruidosamente.

–¿Puedo sugerir, Magno, que adquieras un cuerpo de guardia bien armado y que sea realmente fuerte? Y quizá también puedas dar a entender que Milón te ha amenazado. Que temes convertirte en su próxima víctima.

–¡Oh, bien pensado, Bursa! – exclamó Pompeyo encantado.

–De modo que antes o después habrá que juzgar a Milón -le aseguró Bursa.

–Definitivamente. Pero todavía no, esperemos a ver qué pasa cuando los interreges no logren celebrar elecciones.

A finales de enero el segundo interrex salía del cargo y lo asumía el tercero. El nivel de violencia en Roma se elevó hasta el punto de que ninguna tienda ni negocio situado en un radio de quinientos metros alrededor del Foro se atrevía a abrir sus puertas. Esto daba lugar a que se despidiera a los empleados, lo que a su vez desencadenaba más violencia, que a su vez daba lugar a más despidos, y la cadena se iba extendiendo por toda la ciudad. Y Pompeyo, elevado al poder para velar por el Estado junto con los tribunos de la plebe, extendió mucho los brazos, abrió los ojos azules que en otro tiempo habían sido impresionantes y dijo llanamente que como no había una auténtica revolución en marcha, el control de todo aquello residía en el interrex.

–Quiere ser dictador -les dijo Metelo Escipión a Catón y a Bíbulo-. No lo dice, pero piensa serlo.

–No se le puede permitir -repuso Catón lacónicamente.

–Y no se le permitirá -le aseguró con calma Bíbulo-. Idearemos un modo de contentar a Pompeyo, de atarlo bien atado a nosotros, y luego seguiremos hacia donde se encuentra el verdadero enemigo: César.

Respecto a Pompeyo, César acababa de entrometerse en su mundo, que cambiaba para bien, de una manera que no le pareció bien. El último día de enero recibió una carta de César, que se encontraba en Rávena.

Acabo de enterarme de la muerte de Publio Clodio. Es un asunto chocante, Magno. ¿Hasta dónde va a llegar Roma? Y ha sido muy prudente por tu parte protegerte con un buen cuerpo de guardia. Cuando el asesinato se convierte en algo tan descarado, cualquiera es una víctima en potencia, y tú tienes más probabilidades de serlo que nadie.

Tengo varios favores que pedirte, mi querido Magno, el primero de los cuales se que no te importará concederme, pues mis informadores me dicen que ya le has pedido personalmente a Cicerón que utilice su influencia para arremeter contra Celio a fin de obligarle a que deje de alborotar en tu contra y en apoyo de Milón. Si quisieras pedirle a Cicerón que haga el viaje hasta Rávena (el clima de aquí es delicioso, así que no se le hará demasiado duro), yo te estaría muy agradecido. Quizá si mis súplicas se unen a las tuyas, Cicerón se decida a ponerle el bozal a Celio.

El segundo favor es más complicado. Llevamos ocho años siendo amigos estimados, seis de ellos con el deleite de compartir a nuestra queridísima Julia. Han pasado diecisiete meses desde que nuestra niña falleció, tiempo suficiente para aprender a vivir sin ella, aunque nuestras vidas no volverán a ser lo que eran. Quizá ahora sea el momento de pensar en renovar nuestra relación a través de lazos matrimoniales, que es una manera romana de demostrarle al mundo que estamos unidos. Ya he hablado con Lucio Pisón, que está feliz con la idea de que yo le ceda una muy cómoda fortuna a Calpurnia y me divorcie de ella. La pobre criatura está completamente aislada en el mundo femenino de la domus publica, pues mi madre ya no está allí para hacerle compañía y ella no ve a nadie. Debería darle la oportunidad de encontrar un marido que tenga tiempo para dedicarle antes de que llegue a una edad en que no sea fácil encontrar un buen marido. Fabia y Dolabela son buenos ejemplos.

Tengo entendido que tu hija Pompeya no es muy feliz con Fausto Sila, especialmente desde que Fausta, la hermana gemela de éste, se casó con Milón. Con Publio Clodio muerto, Pompeya se verá obligada a mantener contactos sociales que van en contra de su gusto y de los deseos de su padre. Lo que te propongo es que Pompeya se divorcie de Fausto Sila y se case conmigo. Yo soy, como tú ya tienes buenos motivos para saber, un marido decente y razonable siempre que mi esposa se mantenga por encima de cualquier sospecha. La querida Pompeya es todo lo que yo podría pedirle a una esposa.

Ahora vamos a tratar de ti, que estás viudo desde hace diecisiete meses. ¡Cómo desearía tener una segunda hija que ofrecerte! Pero desgraciadamente no es así. Tengo una sobrina, Acia, pero cuando le escribí a Filipo para preguntarle qué le parecería divorciarse de ella, me respondió que prefería conservarla, pues es una perla que no tiene precio y está por encima de toda sospecha. Si hubiera una segunda Acia yo echaría mis redes más allá, pero, ay, Acia es mi única sobrina. Acia tiene una hija del difunto Cayo Octavio, como tú sabes, pero de nuevo la suerte de César falla. Octavia apenas tiene trece años, si es que llega. No obstante Cayo Octavio tiene otra hija de su primera esposa, Ancaria, y esta Octavia ya está en edad casadera. Tiene unos precedentes senatoriales muy buenos y sólidos, y los Octavios, que proceden de Velitras, en tierras del Lacio, siempre han tenido cónsules y pretores en alguna de las ramas de la familia. Cosas todas estas que tú ya sabes. Bueno, pues tanto Filipo como Acia se sentirían muy complacidos en darte a Octavia como esposa.

Por favor, piénsalo bien, Magno. ¡Echo muchísimo de menos a mi yerno! Y convertirme ahora en tu yerno sería un cambio muy agradable.

El tercer favor es sencillo. Mi gobierno de las Galias e Iliria acabará unos cuatro meses antes de las elecciones, en las que pienso presentar la candidatura para mi segundo consulado. Como los dos hemos sido el blanco de los boni y no les tenemos en gran estima, desde Bíbulo hasta Catón, no deseo darles la oportunidad de juzgarme en cualquier tribunal que esté tan amañado que consiga hacerme caer. Si tengo que cruzar el pomerium y entrar en la ciudad de Roma para presentar mi candidatura, automáticamente renunciaré a mi imperium. Sin él pueden obligarme a ir a juicio ante un tribunal. Gracias a Cicerón, los candidatos al consulado no pueden presentar la candidatura in absentia. Pero yo necesito hacerlo así. Una vez que sea cónsul, me ocuparé de cualquier acusación falsa que los boni presenten contra mí.

Pero durante esos cuatro meses tengo que conservar mi imperium. Magno, he oído decir que pronto serás dictador. No hay nadie que pueda hacer las funciones de ese cargo mejor que tú. En realidad creo que tú podrás devolverle la luminosidad que necesita después de que Sila lo mancilló de manera tan lamentable. ¡Roma no tendrá que temer a las proscripciones y a los asesinatos bajo el gobierno del buen Pompeyo Magno! Si tú vieras el camino despejado para procurarme una ley que me permitiera presentar in absentia mi candidatura al consulado, te estaría enormemente agradecido por ello.

Acabo de recibir una copia del informe que Cayo Casio Longino hizo para el Senado explicando cómo están las cosas en Siria. Un documento extraordinario; escribe mejor de lo que yo pensaba que ningún Casio pudiera hacer, aparte de Casio Ravila. El epílogo hablando del avance del pobre Marco Craso hacía Artaxata y de la corte de los dos reyes era desgarrador.

Que sigas bien, mi querido Magno, y escríbeme en seguida. Queda tranquilo con la seguridad de que sigo siendo el amigo que más te quiere,

César

Pompeyo dejó la carta con manos temblorosas y se cubrió la cara con ellas. ¡Cómo se atrevía! Pero ¿quién se pensaba César que era para ofrecerle a él, un hombre que había tenido tres de las esposas de más alta cuna de Roma, a una muchacha que era más don nadie que Antistia? Oh, bien, Magno, yo no tengo una segunda hija, y Filipo, ¡oh, dioses, Filipo!, no se quiere divorciar de mi sobrina para dártela a ti, pero mi perro una vez meó en tu jardín, así que ¿por qué no te casas con esa Octavia, que no es nadie? ¡Al fin y al cabo caga en la misma letrina que una mujer juliana!

Empezó a rechinar los dientes, y a cerrar y a abrir los puños. Poco después el servicio de la casa de Pompeyo oyó horrorizado el inconfundible sonido de algo que no habían tenido ocasión de oír durante el tiempo en que estuvo allí Julia. Una rabieta de Pompeyo, que sacaba el genio. Eso significaba que habría metal abollado, desde las más preciosas a las más elementales vasijas acabarían rotas, habría que limpiar mechones de cabello, manchas de sangre y arreglar telas desgarradas por doquier. ¡Oh, cielos! ¿Que diría aquella carta de César?

Pero una vez que el ataque pasó, Pompeyo se sintió mucho mejor. Se sentó ante su escritorio salpicado de tinta, encontró una pluma y un poco de papel que quedaba sin romper y se puso a garabatear el borrador de una respuesta para César.

Lo siento, amigo, yo también te quiero, pero me temo que ese arreglo matrimonial es del todo imposible. Tengo en mente otra esposa para mí, y Pompeya está muy bien con Fausto Sila. Comprendo tu dilema sobre Calpurnia, pero no puedo ayudarte, de veras, no puedo ayudarte. Con gusto te envío a Cicerón a Rávena. Tiene que escucharte puesto que a ti es a quien debe todo el dinero. A mí no me escuchará, pero claro, yo sólo soy un Pompeyo de Piceno, ese nido de galos. Feliz de complacerte con esa leyecita acerca de la candidatura in absentia. Lo haré en cuanto pueda, queda tranquilo. Será un buen golpe si puedo convencer a los diez tribunos de la plebe para que la apoyen, ¿no te parece?

Un reguero de sangre se deslizaba por su cara desde el cuero cabelludo lacerado, lo que le recordó que había dejado el despacho hecho un desastre. Dio unas cuantas palmadas para llamar al mayordomo.

–Límpialo, ¿oyes? – le pidió en tono exigente y sin llamar a Dorisco por su nombre, pues Pompeyo nunca lo hacía-. Dile a mi secretario que venga aquí. Necesito que me haga una buena copia de una carta.

Cuando a primeros de febrero Bruto regresó a Roma procedente de Cilicia, tuvo primero que enfrentarse a su esposa, Claudia, y a su madre, Servilia. La verdad era que prefería infinitamente la compañía del padre de Claudia a la compañía de ésta, pero a Escapcio y a él les había ido tan bien en el negocio de prestar dinero en Cilicia que había tenido que rehusar firmemente la oferta de Apio Claudio para que siguiera con él de cuestor. Puesto que aquel vil desecho que era Aulo Gabinio había aprobado una ley que les hacía muy difícil a los romanos prestar dinero a aquellos habitantes de las provincias que no tenían la ciudadanía, no le había quedado más remedio que regresar a Roma. Como ya era senador y tenía unas relaciones soberbias con, al menos, la mitad de la Cámara, le resultaba fácil obtener decretos senatoriales para eximir a Matinio y a Escapcio de la lex Gabinia. Matinio y Escapcio era una muy buena y antigua empresa de usureros y financieros, pero en ningún lugar de sus libros estaba registrado el hecho de que el nombre verdadero de la empresa debería haber sido Bruto y Bruto. A los senadores no se les permitía dedicarse a ningún negocio a menos que estuviera relacionado con la propiedad de terrenos, pero era ésta una fruslería que por lo menos la mitad del Senado encontraba la manera de saltarse. La mayor parte de Roma pensaba que el peor infractor a este respecto había sido el difunto Marco Licinio Craso, pero, de haber estado vivo, Craso habría desilusionado a la mayor parte de Roma en ese tema. El peor infractor era, con mucho, el joven Marco Junio Bruto, que era también, gracias a una adopción testamentaria, Quinto Servilio Cepión, heredero del Oro de Tolosa. No es que hubiera oro alguno, pues hacía más de cincuenta años que no lo había. Todo se había ido en la adquisición de un imperio comercial que era la herencia del único hermano de padre y madre que tenía Servilia. Éste había muerto hacía quince años sin un heredero varón, y por ello había nombrado a Bruto su heredero. Bruto no amaba tanto el dinero en sí (ése había sido el pecado incitador del pobre Craso) como lo que lleva consigo el dinero: el poder. Quizá algo incomprensible en alguien cuyo ilustre nombre no podía poner a su dueño en el centro de un resplandor. Porque Bruto no era alto, no era atractivo, tampoco interesante ni inteligente al estilo que Roma admiraba. En cuanto a su aspecto físico, eso no podía mejorarse mucho, porque el espantoso acné que tanto lo había afeado de joven no había desaparecido con la madurez; aquel pobre rostro lleno de pústulas no podía soportar una navaja de afeitar en una época y en un lugar en que todos los hombres iban invariablemente muy bien afeitados. Bruto hacía todo lo posible, se recortaba la espesa barba negra todo cuanto podía, pero aquellos ojos castaños, grandes, de párpados abultados y muy tristes miraban al mundo desde una verdadera ruina facial. Como Bruto lo sabía, y lo odiaba, intentaba evitar todas aquellas circunstancias en las que lo más probable era que fuera motivo de ridículo y blanco para el sarcasmo y la lástima. Así que había procurado, o más bien se lo había procurado su madre, la exención del servicio militar obligatorio, y sólo hacía breves apariciones en el Foro para aprender las cuestiones legales y los protocolos de la vida pública. A esto último no estaba dispuesto a renunciar, un Junio Bruto nunca podría hacer tal cosa. Porque su linaje se remontaba hacia atrás en el tiempo hasta Lucio Junio Bruto, el fundador de la República, y por parte de madre a Cayo Servilio Ahala, que había matado a Melio cuando éste trató de reinstaurar la monarquía.

Los primeros treinta años de su vida los había pasado esperando entre bastidores para entrar en el único escenario que anhelaba: el Senado y el consulado. Al abrigo del Senado, sabía que su aspecto físico no militaría en su contra. Los padres conscriptos del Senado, sus iguales, respetaban demasiado la influencia familiar y el dinero. El poder le traería lo que no podían darle su rostro y su cuerpo, ni sus pretensiones de un intelectualismo no más profundo que la nata en la leche de oveja. Pero Bruto no era estúpido, aunque eso era lo que significaba el nombre de Bruto: estúpido. El fundador de la República había sobrevivido a las tiranías del último rey de Roma haciéndose pasar por estúpido. Lo cual es una gran diferencia. Y nadie apreciaba aquel hecho más que Bruto.

No sentía nada por su esposa, ni siquiera repugnancia; Claudia era una mujercita agradable, muy tranquila y nada exigente. De alguna manera, ella había logrado hacerse un lugar diminuto en la casa que su suegra dirigía de modo muy parecido a como Lúculo había dirigido a su ejército: con frialdad, sin vacilaciones, de forma inhumana. Por suerte, la casa era lo bastante grande como para permitir que la esposa de Bruto tuviera su propia sala de estar, y allí la mujer se había instalado con su telar y su rueca, sus pinturas y su queridísima colección de muñecas. Como hilaba de maravilla y tejía por lo menos igual de bien que las tejedoras profesionales, solía arrancar comentarios favorables de Servilia, su suegra, e incluso se permitía confeccionar para Servilia piezas de tela delgada y fina para que se hiciera vestidos. Claudia pintaba flores en cuencos, y aves y mariposas en platos, y luego los enviaba al Velabrum para que los vidriasen. Eran unos regalos muy bonitos, y los regalos eran una seria preocupación para una Claudia Pulchra, que tenía tantas tías, tíos, primos, sobrinos y sobrinas que una bolsa pequeña no daba abasto.

Por desgracia era casi tan tímida como Bruto, así que cuando su marido regresó de Cilicia (en realidad para ella era casi un desconocido, pues Bruto se había casado con ella pocas semanas antes de marcharse), ella no se encontró en modo alguno en posición de hacer que su marido desviase la atención de su madre. De momento no había visitado el dormitorio de Claudia, lo que había provocado que la almohada estuviera cada mañana mojada de lágrimas, y durante la cena, en las ocasiones en que Bruto asistía, Servilia no le daba oportunidad de pronunciar palabra… si Claudia hubiese tenido algo que decir.

Por ello era Servilia quien ocupaba el tiempo y la mente de Bruto siempre que éste entraba en la casa, que en realidad era suya, aunque nunca la consideró así.

Servilia había cumplido ya cincuenta y dos años, y pocas cosas habían cambiado en ella en mucho tiempo. Tenía una figura voluptuosa pero bien proporcionada, apenas un par de centímetros más gruesa en la cintura que antes de dar a luz a sus cuatro hijos, y el cabello negro, espeso y largo, seguía siendo negro, espeso y largo. Le habían aparecido dos arrugas, una a cada lado de la nariz, y corrían hacia abajo, hasta más abajo de las comisuras de la boca pequeña y reservada. Pero en la frente no tenía ni una y la piel debajo de la barbilla era envidiablemente tersa. Seguro que César no la encontraría diferente cuando regresara a Roma.

César seguía dictando las condiciones de la vida de Servilia, aunque ella no admitía eso ni siquiera ante si misma. A veces sufría por él con un anhelo seco y espantoso que no podía calmar, y otras lo aborrecía, generalmente cuando ella le escribía alguna de las poco frecuentes cartas o cuando oía que alguien pronunciaba su nombre en alguna cena. Cosa que últimamente sucedía cada vez más. César se había hecho famoso. César era un héroe. César era un hombre libre para hacer lo que se le antojase, sin trabas impuestas por los convencionalismos de una sociedad que Servilia hallaba represiva con Clodia y Clodilla, pero que ella no transgrediría como hacían ambas todos los días de sus vidas. Así que, mientras Clodia se sentaba con disimulada coquetería a la orilla del Tíber, enfrente del Trigarium donde nadaban los jóvenes, y enviaba un bote de remos con una proposición para algún hombre desnudo, Servilia se sentaba entre la árida ranciedad de sus libros de contabilidad y sus archivos de las reuniones del Senado, cuyas actas se había procurado especialmente al pie de la letra, y maquinaba y hacía planes y anhelaba entrar en acción.

Pero ¿por qué había asociado la acción con el regreso de su único hijo varón? ¡Oh, Bruto estaba imposible! Ni más guapo, ni más alto. Ni menos enamorado de Catón, el odioso hermanastro de Servilia. Si acaso, Bruto estaba aún peor que antes. Con treinta años, se le iba desarrollando una ligera torpeza en los ademanes que a Servilia le recordaba de forma demasiado dolorosa a Marco Tulio Cicerón, aquel advenedizo de baja cuna procedente de Arpinum. No anadeaba, pero tampoco caminaba con calma, y andar despacio con los hombros erguidos era obligado en un hombre para que la toga le sentara bien. Bruto daba pasitos demasiado rápidos. Era pedante. Y estaba una pizca ausente. Y si la mirada interior de Servilia se llenaba de pronto con una visión de Cayo Julio César, tan alto y dorado y tan descaradamente hermoso, rezumando poder, le gruñía a Bruto durante la cena y hacía que se marchase a buscar solaz con Catón, aquel espantoso descendiente de una esclava.

No era un ambiente doméstico feliz. Y Bruto, al cabo de tres o cuatro días, cada vez pasaba menos tiempo en casa.

Dolía tener que pagar dinero a un guardaespaldas, pero una rápida ojeada a los alrededores del Foro, seguida de una conversación con Bibulo, le había decidido a hacerlo. Hasta su tío Catón, tan intrépido que le habían roto el mismo brazo varias veces en el Foro a lo largo de los años, empleaba en aquellos días guardaespaldas.

–Son tiempos excelentes para los ex gladiadores -rebuznaba Catón-. Tienen donde escoger. Un hombre competente cobra quinientos sestercios por nundinae, y encima insiste en tener mucho tiempo libre. Yo existo gracias a la disposición de una docena de soldados con la cabeza llena de serrín y cerebralmente deficientes que me consumen cuando estoy fuera de casa, y en casa ¡me dicen cuándo puedo ir al Foro!

–No comprendo -le dijo Bruto arrugando la frente-. Si estamos bajo la ley marcial y Pompeyo está al frente de todo, ¿por qué no ha cesado la violencia? ¿Qué se está haciendo?

–Nada de nada, sobrino.

–¿Por qué?

–Porque Pompeyo quiere que se le nombre dictador.

–Eso no me sorprende. Va tras el poder desde que ejecutó a mi padre porque si en la Galia Cisalpina. Y al pobre Carbón, a quien ni siquiera le concedió un poco de intimidad para aliviar sus intestinos antes de decapitarlo. Pompeyo es un bárbaro.

El aspecto de estar físicamente hecho una ruina de Catón dejó anonadado y triste a Bruto, que sólo era once años más joven que aquél. Por eso Catón nunca le había visto como a un tío, sino que más bien le parecía un hermano mayor, un hermano sabio, valiente e increiblemente seguro de sí mismo. Es verdad que Bruto no había tenido ocasión de conocer bien a Catón durante su infancia y juventud, pues Servilia no permitió que tío y sobrino confraternizasen en absoluto. Pero todo aquello cambió desde el día en que César acudió a su casa vistiendo todos los atavíos propios de pontifex maximus y anunció con calma que rompía el compromiso entre Bruto y Julia para casar a ésta con el hombre que había asesinado al padre de Bruto. Porque César entonces necesitaba a Pompeyo.

Aquel día a Bruto se le rompió el corazón, y nunca se recuperó. ¡Oh, él amaba a Julia! Había estado esperando a que ella se hiciera mayor. Y luego tuvo que ver cómo Julia se le iba con un hombre que no era digno ni de que ella se limpiara los zapatos en él. Pero Julia se daría cuenta de ello con el tiempo; y Bruto la esperó sin dejar de amarla. Hasta que Julia murió. Lo único que Bruto en realidad quería creer era que en algún lugar, en otro tiempo, volvería a encontrarla, y ella lo amaría a él tanto como él la amaba a ella. Así que, después de la muerte de Julia, Bruto se empapó de Platón, el más espiritual y tierno de todos los filósofos, y fue entonces cuando Bruto comprendió lo que Platón quería decir en realidad.

Y ahora, al contemplar a Catón, Bruto supo lo que su tío estaba viviendo en aquellos días de una manera que sólo podían comprenderlo las personas que se encontraban próximas a Catón; porque estaba contemplando a un hombre cuyo amor se había ido a otra parte, a un hombre al que le resultaba imposible aprender a no amar. La tristeza invadió a Bruto y le hizo bajar la cabeza. «¡Oh, tío Catón -quería gritar-, yo te comprendo! Tú y yo somos gemelos en ese vacío del alma y no podemos encontrar el camino hacia el jardín de la paz. Me pregunto, tío Catón, si en el momento de nuestra muerte pensaremos en ellas, tú en Marcia y yo en Julia. ¿Desaparece alguna vez el dolor, desaparecen los recuerdos, desaparece la enormidad de nuestra pérdida?»

Pero no dijo nada de esto, se limitó a quedarse mirando los pliegues que la toga formaba en su regazo hasta que las lágrimas desaparecieron.

Tragó saliva y preguntó con voz casi inaudible:

–¿Qué ocurrirá?

–Sé que hay una cosa que no ocurrirá, Bruto. A Pompeyo nunca se le nombrará dictador. Si es necesario utilizaré mi espada para pararme el corazón en mitad del Foro antes de ver eso. No hay lugar en la República para un Pompeyo… ni para un César. Quieren ser mejores que todos los demás hombres, quieren que nos convirtamos en pigmeos a su sombra, quieren ser como… como… como Júpiter. Y nosotros, los romanos libres, acabaríamos adorándolos como dioses. ¡Pero este romano libre no está dispuesto a hacerlo! Antes prefiero morir. Y lo digo en serio -concluyó Catón.

Bruto tragó saliva de nuevo.

–Yo te creo, tío. Pero si no somos capaces de curar estos males, ¿crees que podremos por lo menos comprender cómo empezaron? ¡Hay tantos problemas! Parecen haber estado ahí toda mi vida, y cada vez es peor.

–Empezó con los hermanos Graco, en particular con Cayo Graco. Luego siguió con Mario, con Cina y Carbón, con Sila, y ahora con Pompeyo. Pero no es a Pompeyo a quien yo temo, Bruto. Nunca le he temido. A quien temo es a César.

–Yo no conocí a Sila, pero la gente dice que César se parece mucho a él -comentó despacio Bruto.

–Precisamente -dijo Catón-. Sila. Todo vuelve siempre al hombre con derecho por nacimiento, por eso nadie temió a Mario en su día, ni temen a Pompeyo ahora. Ser patricio es mejor. No podemos erradicar eso más que de una manera, la que mi bisabuelo el Censor utilizó cuando se enfrentó a Escipión el Africano y a Escipión el Asiático. ¡Haciéndolos caer!

–Pero le he oído decir a Bíbulo que los boni están intentando camelarse a Pompeyo.

–Oh, sí. Y yo lo apruebo. Si quieres atrapar al rey de los ladrones, Bruto, ponle el anzuelo al príncipe de los ladrones. Utilizaremos a Pompeyo para hacer caer a César.

–También me han dicho que Porcia va a casarse con Bíbulo.

–Así es.

–¿Puedo verla?

Catón asintió con la cabeza, perdió rápidamente interés en el asunto y acercó la mano por inercia al jarro de vino que tenía sobre el escritorio.

–Está en su habitación.

Bruto se levantó y salió del despacho por la puerta que daba a un jardín peristilo austero y pequeño; las columnas eran del más severo estilo dórico, no había nada parecido a un estanque o una fuente y las paredes no estaban adornadas con frescos ni había en ellas cuadros colgados. A un lado del mismo se alineaban las habitaciones de Catón, Atenodoro Cordilión y Estatilo; al otro lado estaban las de Porcia y de su hermano adolescente, Marco el joven. Más allá había un baño y una letrina, y la cocina y la zona de los criados se encontraban en el lado más alejado.

La última vez que había visto a su prima Porcia había sido antes de marcharse a Chipre con el padre de ella, y de eso hacía ya seis años, pues Catón no la animaba a relacionarse con aquellos que iban a visitarle a él. Bruto la recordaba como una chica delgada y larguirucha. Pero ¿por qué esforzarse por recordarla? Estaba a punto de verla.

La habitación de Porcia era diminuta y estaba asombrosamente desaseada. Había rollos, cubos de libros y papeles literalmente por todas partes, y sin el menor orden. La muchacha estaba sentada ante la mesa con la cabeza inclinada sobre un libro desplegado que estaba leyendo en voz baja.

–¿Porcia?

Ella levantó la mirada, emitió un grito ahogado y se puso en pie torpemente. Una docena de papeles cayeron revoloteando al suelo de terrazo, el tintero salió volando y cuatro rollos desaparecieron por el hueco que había detrás de la mesa. Aquélla era la guarida de un estoico: tristemente sencillo, terriblemente frío y absolutamente poco femenino. ¡No había ni un telar ni el menor adorno en los aposentos de Porcia!

Pero también Porcia era tristemente vulgar y no demasiado femenina, aunque nadie podía acusarla de frialdad. ¡Era muy alta! Más o menos de la misma estatura que César, calculó Bruto alargando el cuello. Tenía una mata de cabello de un rojo chillón, un poco ondulado, tirando a rizado, la piel pálida aunque sin pecas, un par de luminosos ojos grises y una nariz que prometía ser de categoría superior a la de su padre.

–¡Bruto! ¡Querido, querido Bruto! – exclamó mientras lo envolvía en un abrazo que lo dejó sin respiración y le hizo difícil tocar el suelo con la punta de los pies-. ¡Oh, Tata siempre dice que es una buena acción amar a los que son buenos y forman parte de la familia, así que yo puedo quererte! ¡Bruto, qué contenta estoy de verte! ¡Pasa, pasa!

Una vez que se vio depositado de nuevo en el suelo, Bruto estuvo observando cómo su prima revolvía por la habitación, barría con la mano un montón de rollos y cubos de una silla vieja y luego buscaba una bayeta para limpiar la superficie, no fuera a dejarle manchas a su primo por toda la toga. Y, poco a poco, una sonrisa empezó a asomar en las comisuras de la boca de Bruto, una boca de expresión generalmente triste. ¡Porcia era como un elefante! Aunque no estaba gorda, ni siquiera llenita. Tenía el pecho plano, los hombros anchos y las caderas estrechas. E iba abominablemente vestida con lo que Servilia hubiera denominado una tienda de lona de color marrón caca de niño.

Y, sin embargo, después de que ella realizó todas las maniobras necesarias para que ambos se sentaran en una silla cada uno, Bruto ya había llegado a la conclusión de que Porcia no era en absoluto poco atractiva, y tampoco, a pesar de aquel físico masculino, daba la impresión de ser varonil. Estaba llena de vida y eso le otorgaba cierto atractivo extraño que a Bruto se le antojó que la mayoría de los hombres, pasado el susto inicial, apreciarían. El pelo era fantástico, y también los ojos. Y la boca resultaba muy bonita, deliciosa para besarla.

Porcia dio un suspiro enorme, se palmeó las rodillas, que tenía muy separadas, pero sin que ello le causase el menor apuro, y le sonrió radiante de placer.

–¡Oh, Bruto! No has cambiado nada.

Éste tenía una expresión irónica, pero eso no desconcertó lo más mínimo a la muchacha, pues para Porcia, Bruto era lo que era, y eso no constituía en modo alguno un obstáculo. Educada de un modo muy extraño, privada de su madre cuando tenía seis años y desde entonces sin la influencia de mujer alguna excepto dos años con Marcia (que ni se había fijado en ella), Porcia no tenía imbuida ninguna idea de lo que era la belleza, la fealdad o cualquier otro estado abstracto de la existencia. Bruto era su queridísimo primo hermano, y por ello era hermoso. Preguntádselo a cualquier filósofo griego.

–Has crecido -observó Bruto.

Pero luego se dio cuenta de cómo le sonaría eso a ella… ¡Oh Bruto, piensa un poco! ¡Ella también es un bicho raro!

Pero quedó claro que ella se había tomado el comentario en sentido literal. Emitió el mismo relincho a modo de risa que emitía Catón y enseñó los mismos dientes superiores grandes y un poco salientes. La voz también era como la de su padre, ronca, fuerte y sin melodía.

–¡Tata dice que voy a atravesar el techo! Soy un buen trozo más alta que él, y eso que Tata es un hombre alto. Tengo que decir que estoy muy contenta de ser tan alta -relinchó-. Encuentro que me da mucha autoridad. Es extraño que a la gente le den terror los accidentes de nacimiento y de la naturaleza, ¿no? Sin embargo, según mi experiencia, así es.

La más extraordinaria imagen se estaba formando poco a poco en la cabeza de Bruto, y no era la clase de imagen a la que solía ser propenso. Pero le resultaba completamente irresistible imaginar al diminuto y glacial Bíbulo tratando de cubrir a aquella llameante columna de fuego. ¿Es que sólo se le habría ocurrido a él la incongruencia de tal emparejamiento?

–Dice tu padre que vas a casarte con Bíbulo.

–Oh, si, ¿no es maravilloso?

–¿Te complace?

Los hermosos ojos grises de Porcia se entornaron, con extrañeza más que con enfado.

–¿Por qué no iba a ser así?

–Bueno, él es mucho mayor que tú.

–Treinta y dos años -puntualizó ella.

–¿No te parece que eso es una diferencia bastante grande? – le preguntó Bruto, insistiendo.

–Eso no tiene importancia -repuso Porcia.

–Y… ¿y no te importa el hecho de que sea más de un palmo más bajo que tú?

–No, tampoco me importa -dijo Porcia.

–¿Lo amas?

Estaba claro que aquello era lo que menos importaba de todo, aunque ella no lo reconoció.

–Yo amo a todas las personas buenas, y Bíbulo es un hombre bueno. Tengo muchas ganas de casarme, de verdad. ¡Imagínate, Bruto! ¡Tendré una habitación mucho más grande!

¡Vaya, sigue siendo una niña!, pensó Bruto, asombrado. No tiene la menor idea de lo que es el matrimonio.

–¿Y no te importa que Bíbulo tenga ya tres hijos varones? – le preguntó.

Otro relincho a modo de risa.

–¡De lo que me alegro es de que no tenga hijas! – respondió Porcia cuando por fin pudo hacerlo-. No suelo llevarme bien con las chicas, son tan tontas… Los dos mayores, que ya son adultos, Marco y Cneo, resultan bastante agradables. Pero el pequeño, Lucio… ¡oh, me encanta! Nos lo pasamos muy bien juntos. ¡Tiene unos juguetes realmente estupendos!

Bruto se marchó a su casa febril de preocupación por Porcia, pero cuando intentó hablarle a Servilia de ella, recibió una respuesta poco compasiva.

–¡Esa chica es imbécil! – sentenció Servilia con brusquedad-. Pero ¿qué otra cosa puede esperarse? ¡La han educado un borracho y un puñado de griegos tontos! Le han enseñado a despreciar la ropa, los buenos modales, la buena comida y la buena conversación. Esa muchacha anda por ahí con un cilicio y con la cabeza enterrada en Aristóteles. Por quien más lo siento es por Bíbulo.

–No malgastes tu comprensión, mamá -le dijo Bruto, que últimamente sabía muy bien cómo fastidiar mejor a su madre-. BIbulo está muy complacido con Porcia. Le han regalado un premio que es más valioso que los rubíes: una muchacha que es absolutamente pura y sin viciar.

–¡Tch! – escupió Servilia.

Los disturbios continuaban en Roma. Pasó rápidamente febrero, un mes corto, y luego vino Mercedonio, los veintidós días que el colegio de pontífices había intercalado a instancias de Pompeyo. Cada cinco días un nuevo interrex asumía el cargo y trataba de organizar las elecciones, pero siempre sin éxito. Todo el mundo se quejaba; pero por quejarse nadie llega a ninguna parte. De vez en cuando, Pompeyo demostraba que cuando quería que algo se hiciera, se hacía; como ocurrió con su ley de los Diez Tribunos de la plebe. Aprobada a mediados de aquel tormentoso febrero, le concedía a César permiso para presentarse a cónsul in absentia al cabo de cuatro años. César estaba a salvo. No tendría que renunciar a su imperium al cruzar los límites sagrados de Roma para inscribir su candidatura en persona, y así ofrecerse a sí mismo para que le juzgasen.

Milón continuaba haciendo campaña a fin de recabar votos para el consulado, pero la presión para que se le procesase iba aumentando. Dos jóvenes Apios Claudios aireaban constantemente en el Foro, en nombre de su difunto tío Publio, su principal motivo de queja: el hecho de que Milón hubiera decidido liberar a sus esclavos, y que esos esclavos hubiesen desaparecido en medio de una niebla oscura. Por desgracia, Milón no estaba recibiendo el apoyo de Celio, respaldo del que había disfrutado justo después del asesinato, pues Cicerón marchó obedientemente a Rávena, y al regresar consiguió ponerle el bozal a Celio. Aquello no era un buen presagio para Milón, un hombre preocupado.

Pompeyo también estaba un poco preocupado, pues la oposición que había en el Senado para que se le nombrase dictador era tan fuerte como siempre.

–Tú eres uno de los boni más preminentes -le dijo Pompeyo a Metelo Escipión-, y sé que no te importa que se me nombre dictador. ¡Pero yo no quiero ese puesto, fíjate en lo que te digo! Nunca he dicho que sea eso lo que quiero. Lo que sucede es que no consigo entender por qué Catón y Bibulo no lo aceptan. Y tampoco Lucio Enobarbo, ni ninguno de los demás. ¿No es mejor tener estabilidad a cualquier precio?

–Casi a cualquier precio -le respondió Metelo Escipión con cautela.

Era un hombre al que se le había encargado una misión, y se había pasado horas ensayando con Catón y Bíbulo. No es que sus intenciones no fueran tan puras como pensaban Catón y Bibulo. Metelo Escipión era también un hombre preocupado.

–¿Cómo que casi? – le preguntó Pompeyo en tono exigente al tiempo que fruncía el ceño.

–Bueno, ya hay una respuesta, y me han encargado a mí que te la comunique, Magno.

¡La magia se había hecho realidad! ¡Metelo Escipión lo estaba llamando Magno! ¡Oh, qué gozo! ¡Oh, qué dulce victoria! Pompeyo se ufanó visiblemente, y la sonrisa que esbozaba se le iba haciendo cada vez mayor.

–Pues comunícamela, Escipión.

Se acabó lo de llamarlo Metelo.

–¿Y si el Senado se aviniera a que tú te convirtieras en cónsul sin otro colega?

–¿Quieres decir cónsul único? ¿Sin otro?

–Sí. – Metelo Escipión frunció el ceño en un esfuerzo por recordar lo que le habían dicho que dijera, y luego continuó hablando-. Lo que todo el mundo objeta ante la idea de que haya un dictador es el hecho de que el dictador es invulnerable, Magno. No se le pueden pedir cuentas por ninguno de sus actos mientras sea dictador. Y después de Sila, ya nadie confía en ese puesto. Y no son sólo los boni los que ponen objeciones. Los caballeros de las dieciocho centurias superiores ponen muchas más objeciones, créeme. Fueron ellos los que más notaron la mano de Sila: mil seiscientos caballeros murieron en las proscripciones de Sila.

–Pero ¿por qué iba yo a proscribir a nadie? – quiso saber Pompeyo.

–¡Estoy de acuerdo, de acuerdo! Pero por desgracia hay muchos que no lo están.

–¿Por qué? Yo no soy Sila.

–Sí, eso ya lo sé. Pero hay un tipo de hombre que está convencido de que no se trata de presentar objeciones a la persona que desempeña el cargo, sino al cargo en sí mismo. ¿Comprendes lo que quiero decir?

–Oh, si. Que cualquiera que sea nombrado dictador se volverá loco con el poder que eso confiere.

Metelo Escipión se recostó en el asiento.

–Exactamente.

–Pero yo no soy de esa clase de hombres, Escipión.

–¡Ya lo sé, ya lo sé! ¡Pero no me acuses a mí, Magno! Los caballeros de las Dieciocho no aceptarán nunca más otro dictador, como tampoco lo aceptarán Catón ni Bíbulo. Todo lo que uno tiene que hacer es pronunciar la palabra proscripción y esos hombres se ponen pálidos.

–Mientras que un solo cónsul en el cargo sigue estando constreñido por el sistema -dijo Pompeyo con aire pensativo-. Y después siempre se le puede llevar ante un tribunal, y allí tiene que responder de sus actos.

Metelo Escipión tenía instrucciones, y lo hizo muy bien, de dejar caer el siguiente comentario como si formara parte de la conversación. Por eso dijo, como si no tuviera importancia:

–Eso no supone dificultad alguna para ti, Magno. Tú no tendrías nada de lo que rendir cuentas ante un tribunal.

–Eso es cierto -reconoció Pompeyo alegrando el semblante.

–Y aparte de eso, el mismo concepto de cónsul sin colega es un buen comienzo. Quiero decir que ya se ha dado en varias ocasiones que un cónsul ha estado en el cargo durante unos meses él solo, sin colega, debido a que alguno había muerto durante el tiempo que duraba el cargo y no se podía nombrar a otro porque los auspicios prohibían el nombramiento de más de un cónsul sustituto. El año de Quinto Marcio Rex, por ejemplo.

–¡Y el año del consulado de Julio y César! – dijo Pompeyo riéndose.

Como el colega de César había sido Bíbulo, quien se negó a gobernar con César, aquél no fue un comentario que le causara buena impresión a Metelo Escipión; no obstante, tragó saliva ylo dejó correr.

–Podría decirse que ser cónsul sin colega es el más extraordinario de todos los mandatos extraordinarios que se te han ofrecido.

–¿De verdad piensas así? – le preguntó Pompeyo con avidez.

–Oh, sí. Sin duda.

–Entonces, ¿por qué no? – Pompeyo tendió la mano derecha-. ¡Trato hecho, Escipión, trato hecho!

Los dos hombres se estrecharon la mano. Metelo Escipión se puso en pie rápidamente; sentía un enorme alivio porque había desempeñado su cometido para satisfacción de Bibulo, o al menos eso esperaba, y decidió marcharse antes de que Pompeyo le preguntase algo que no estuviera en la lista que él se había aprendido.

–No pareces muy contento, Escipión -le comentó Pompeyo mientras lo acompañaba a la puerta.

¿Qué tenía que responder a eso? ¿Era un terreno peligroso?

Tras un fiero esfuerzo por pensar correctamente las cosas, Metelo Escipión decidió ser franco.

–No, no estoy contento -reconoció.

–¿Y eso por qué?

–Planco Bursa está diciéndole a todo el mundo que piensa llevarme a juicio por soborno en la campaña consular.

–¿De verdad?

–Eso me temo.

–¡Vaya, vaya! – exclamó Pompeyo, con voz que parecía preocupada-. ¡Eso no podemos permitirlo! Bien, Escipión, si a mí se me permite convertirme en cónsul sin colega, no me costará mucho arreglar ese asunto.

–¿De verdad?

–¡No hay problema, te lo aseguro! Tengo una buena cantidad de porquería acerca de nuestro amigo Planco Bursa. Bueno, en realidad no es amigo mío, pero ya sabes lo que quiero decir.

A Metelo Escipión se le quitó un gran peso de encima.

–¡Magno, si lo haces seré amigo tuyo para siempre!

–Estupendo -dijo Pompeyo a todas luces satisfecho. Él mismo le abrió la puerta principal-. Por cierto, Escipión, ¿te apetece venir a cenar mañana?

–Estaría encantado.

–¿Crees que la pobre Cornelia Metela querría acompañarte?

–Estoy seguro de que le gustaría mucho.

Pompeyo cerró la puerta detrás de su visitante y regresó al despacho con paso tranquilo. ¡Qué útil resultaba tener un tribuno de la plebe domesticado! Planco Bursa valía hasta el último sestercio que le pagaba. Un hombre excelente. ¡Excelente!

Pompeyo tuvo la sensación de que ante sus ojos aparecía la imagen de Cornelia Metela, y ahogó un suspiro. Aquella muchacha no era como Julia, y verdaderamente parecía un camello. ¡No es que no resultase atractiva, pero era insufriblemente orgullosa! No sabía conversar, aunque hablaba sin parar. Si no era de Zenón o de Epicuro (ella desaprobaba las dos lineas de pensamiento), era de Platón o de Tucídides. No apreciaba los mimos ni las farsas, ni siquiera la comedia de Aristófanes. Oh, bueno… pero le serviría. No es que tuviera intención de pedirla, Metelo Escipión tendría que pedírselo a él. Lo que era bastante bueno para un Julio César ciertamente era bueno para un Metelo Escipión.

César. El que no tenía una segunda hija ni una sobrina. ¡oh, se estaba buscando su perdición! Y el cónsul sin colega era justo el hombre adecuado para hacerle tropezar. César tenía la Ley de los Diez Tribunos de la plebe, pero eso no quería decir que la vida fuera a resultarle fácil. Las leyes pueden derogarse, o hacerse superfluas y dejar de estar en vigor mediante otras leyes posteriores. Pero de momento lo mejor era dejar que César se sentara cómodamente y se considerase a salvo.

En el decimoctavo día del intercalado Mercedonio, Bíbulo se puso en pie en la cámara, que se había reunido en el Campo de Marte, y propuso que se eligiera cónsul a Cneo Pompeyo Magno, pero sin otro colega. El interrex en aquel momento era el eminente jurista Servio Sulpicio Rufo, que escuchó la reacción de la Cámara con la seriedad propia que le correspondía a un juez tan famoso.

–¡Eso es absolutamente inconstitucional! – gritó Celio desde el banco de los tribunos sin molestarse siquiera en ponerse en pie-. ¡No se puede nombrar un cónsul sin un colega! ¿Por qué no nombráis dictador a Pompeyo y acabáis de una vez?

–Cualquier clase de gobierno razonablemente legal es preferible al hecho de no tener gobierno alguno, siempre que dicho gobierno responda ante la ley por cada uno de sus actos -le contestó Catón-. Yo apruebo la medida.

–Pido a la Cámara que se divida -solicitó Servio Rufo-. Los que estén a favor de permitir que Cneo Pompeyo Magno se presente como candidato para la elección de cónsul sin colega, que se pongan a mi derecha, por favor. Los que estén en contra de la moción, por favor, que se pongan a mi izquierda.

Entre los pocos hombres que se pusieron a la izquierda de Servio Rufo se encontraba Bruto, que asistía a su primera reunión en el Senado.

–No puedo votar en favor del hombre que asesinó a mi padre -dijo en voz alta con la barbilla bien alta.

–Muy bien -concluyó Servio Rufo mientras estudiaba la masa de senadores situada a su derecha-. Convocaré a las centurias para la elección.

–¿Para qué molestarse? – intervino Milón, que también se había puesto a la izquierda-. ¿Acaso a los demás candidatos consulares se nos permitiría presentarnos para el mismo puesto de cónsul sin colega?

Servio Rufo levantó las cejas.

–Por supuesto, Tito Annio.

–¿Por qué no ahorramos tiempo y dinero y salimos hacia las Saepta? – continuó Milón con rencor-. Todos sabemos cuál va a ser el resultado.

–Yo nunca aceptaría el nombramiento sólo porque lo diga el Senado -apuntó Pompeyo con inmensa dignidad-. Quiero que se celebren las elecciones.

–¡También debería haber una ley que predominara sobre la lex Annalis! – gritó Celio-. No es legal que un hombre se presente de nuevo como candidato a cónsul hasta que hayan transcurrido al menos diez años desde su último consulado. Pompeyo fue cónsul por segunda vez hace sólo dos años.

–Tienes toda la razón -reconoció Servio Rufo-. Padres conscriptos, volveremos hacer otra división sobre la moción de que la Cámara recomiende a la Asamblea Popular que decrete una lex Caelia que permita a Cneo Pompeyo Magno presentarse como cónsul.

Eso hizo que los resultados se volvieran claramente en contra de Celio.

A primeros de marzo, Pompeyo el Grande era cónsul sin otro colega, y empezaron a ocurrir cosas. En Capua estaba asentada una legión cuyo destino era Siria; Pompeyo la llamó para que fuese a Roma, y con ella tomó medidas enérgicas contra las guerras callejeras hasta acabar con ellas. No fue necesario un gran esfuerzo, pues en el momento en que las centurias eligieron a Pompeyo, Sexto Cloelio llamó a sus perros, fue a informar de ello a Pompeyo y recogió unos excelentes honorarios que Pompeyo le pagó con mucho gusto.

También se celebraron el resto de las elecciones, lo que significó que Marco Antonio fue nombrado oficialmente cuestor de César y que hubieron pretores en sus cargos para abrir los tribunales y empezar a celebrar los juicios atrasados, de los que había una lista enorme. No se había celebrado ninguno desde finales del penúltimo año debido a la violencia que había prevalecido durante los cinco meses que ocuparon los cargos los pretores del año anterior. De modo que finalmente se juzgó a hombres como Aulo Gabinio, ex gobernador de Siria, que fue absuelto del delito de traición pero que todavía tenía que enfrentarse a cargos de extorsión.

Fue Gabinio quien aceptó la misión de reinstaurar a Ptolomeo Auletes en el trono de Egipto después de que los habitantes de Alejandría, airados, lo expulsaron; no fue aquél un nombramiento senatorial, sino que se trató más bien de saber aprovechar el ofrecimiento y la oportunidad. Y por un precio que, según los rumores, fue de diez mil talentos de plata. Quizá esa cantidad hubiera sido el precio acordado, pero lo que era cierto es que a Gabinio nunca se le había pagado nada parecido. Pero esto no impresionó al tribunal que lo juzgó por extorsión, ya que, defendido por Cicerón, que no puso mucho entusiasmo en ello, a Gabinio se le condenó y se le impuso una multa de diez mil talentos. Como fue incapaz de encontrar ni siquiera la décima parte de esa fabulosa suma, Gabinio tuvo que partir hacia el exilio.

Pero Cicerón lo hizo mejor defendiendo a Cayo Rabino Póstumo, el pequeño banquero que había reorganizado las finanzas de Egipto una vez que su rey estuvo de nuevo en el trono. Su misión en origen consistía en cobrar las deudas por algunos favores que Ptolomeo Auletes tenía con ciertos senadores (Gabinio era uno de ellos) y ciertos prestamistas romanos por contribuir generosamente durante su exilio para ayudarle. Una vez de vuelta en Roma sin un sestercio, Rabino Póstumo aceptó un préstamo de César y se recuperó de la ruina. Resultó absuelto porque Cicerón hizo una defensa tan llena de pruebas y tan irrecusable como lo había sido su acusación contra Cayo Verres unos años antes, de manera que Rabino Póstumo pudo dedicarse a la causa de César.

La ruptura entre Cicerón y Atico no duró mucho tiempo, desde luego; volvían a ser amigos, se escribían cuando Atico se marchaba fuera por asuntos de negocios y solían ir muy juntitos siempre que se daba el caso de que ambos estuvieran en Roma o en la misma ciudad.

–Hay un verdadero frenesí de leyes -dijo Atico con el ceño fruncido, pues no era un defensor ardiente de Pompeyo.

–Algunas de las cuales no nos gustan a nadie -observó Cicerón-. Incluso el pobre Hortensio ha empezado a ofrecer resistencia. Y también Bíbulo y Catón, cosa que no es de sorprender. La sorpresa ha sido que llegaran a sacar adelante la sugerencia de que Magno fuera elegido cónsul sin colega.

–Quizá temieran que Pompeyo se apoderase del Estado sin tener la ventaja de la ley -comentó Atico alegrando el semblante-. Eso fue lo que hizo Sila, básicamente.

–Bueno, de todos modos Celio y yo tenemos intención de hacer sufrir a algunos de los que dieron origen a esto -dijo Cicerón radiante-. En el momento en que Planco Bursa y Pompeyo Rufo dejen el cargo de tribunos de la plebe, los vamos a procesar por incitar a la violencia. – Esbozó una sonrisa-. Puesto que Magno ha puesto una nueva ley contra la violencia en las tablillas, bien estará que la utilicemos.

–Yo puedo nombrar a un hombre al que no le complace nuestro nuevo cónsul sin colega.

–¿Te refieres a César? – Como no era precisamente un admirador de César, Cicerón sonrió radiante-. ¡Oh, qué bien lo hicieron! ¡Beso las manos y los pies de Magno por ello!

Pero Atico, que era más racional en lo referente a César, movió la cabeza de un lado al otro.

–No lo hicieron nada bien y puede que algún día suframos por ello -afirmó con el semblante serio-. Si Pompeyo tenía intención de que a César no se le permitiera presentar su candidatura a cónsul in absentia, ¿por qué hizo que los diez tribunos de la plebe aprobaran esa ley que se lo permitía? Ahora quiere legislar una nueva ley que prohibe que cualquier hombre se presente a cónsul in absentia, incluido César.

–¡Ah! Pues los seguidores de César gritaron bien fuerte.

Como Atico había sido uno de los que gritaron, estuvo a punto de decir algo mordaz, pero prefirió morderse la lengua. ¿De qué serviría? Ni todos los abogados de la historia juntos podrían convencer a Cicerón para que viera las cosas desde la perspectiva de César. No después de lo de Catilina. Y, como la mayoría de los caballeros campesinos dignos, una vez que Cicerón le guardaba rencor a alguien, se lo guardaba realmente.

–Y a mucha honra -dijo-. ¿Por qué no habían de hacerlo? Todo el mundo presiona lo que puede. Pero decir «¡Uy! ¡Se me olvidó!», añadir un codicilo a la ley que deja exento a César y luego olvidarse de que el codicilo se inscriba en bronce, es algo realmente vergonzoso. Taimado y de mala idea. A mí me habría caído mejor ese hombre si hubiera dicho: «Es una lástima por César. ¡Que se aguante!» Pompeyo tiene la cabeza llena de pájaros y demasiado poder. Poder que no está empleando con sabiduría. Porque nunca jamás lo ha utilizado con sabiduría, desde que, cuando no era más que un joven de veintidós años, se puso en camino por la vía Flaminia con tres legiones para ayudar a Sila a controlar Roma sin miramientos. Y Pompeyo no ha cambiado en nada. Simplemente se ha hecho más viejo, más gordo y un poco más mañoso.

–La maña es necesaria -observó Cicerón poniéndose a la defensiva, siempre había sido partidario de Pompeyo.

–Siempre que la maña vaya dirigida a hombres que pican el anzuelo. Y no creo que César sea el hombre adecuado para que lo elijan como blanco, Cicerón. César tiene más habilidad en el dedo meñique de la que Pompeyo posee en todo su cuerpo, aunque sólo sea porque sabe emplearla racionalmente. Pero el problema con César es que también es el hombre más directo que conozco. En lo que a él concierne, la destreza no se convierte en costumbre, sólo es una necesidad. Pompeyo se enreda en una telaraña cuando pretende engañar. Sí, manipula bien los hilos, pero el resultado no deja de ser una telaraña. En cambio César teje un tapiz. Todavía no he adivinado exactamente qué dibujo tiene, pero le temo. No por los mismos motivos que tú… ¡pero le temo!

–¡Tonterías! – exclamó Cicerón.

Atico cerró los ojos y suspiró.

–Parece ser que Milón irá a juicio. ¿Cómo vas a compaginar tus lealtades cuando llegue el momento? – le preguntó a Cicerón.

–Esa es una manera de decir que Magno no desea que Milón salga absuelto -comentó Cicerón incómodo.

–Pues no, no quiere que Milón salga absuelto.

–No creo que le importe mucho el resultado.

–¡Cicerón, crece de una vez! ¡Pues claro que le importa! ¡Pompeyo puso a Milón en ello, convéncete!

–Pues no me convences.

–Pues tómatelo como te parezca. ¿Vas a defender a Milón?

–¡Ni los partos y los armenios juntos podrían impedírmelo! – le aseguró Cicerón.

El juicio de Milón tuvo lugar en pleno invierno, que según el calendario (incluso después de la inserción de aquellos veintidós días extra) era el cuarto día de abril. El presidente del tribunal era un consular, Lucio Domicio Enobarbo, y los acusadores eran los dos jóvenes de los Apios Claudios ayudados por dos patricios de los Valerios, Nepote y León, y el viejo Herenio Ralbo. La defensa era propia del Olimpo: Hortensio, Marco Claudio Marcelo (un plebeyo Claudio, no de la familia de Clodio), Marco Calidio, Catón, Cicerón y Fausto Sila, que era cuñado de Milón. Cayo Lucilio Hirro revoloteaba al lado de Milón, pero como era primo cercano de Pompeyo no podía hacer otra cosa más que eso, revolotear. Y Bruto se ofreció como asesor.

Pompeyo había estado pensando con mucho detenimiento cómo poner en escena aquel ejercicio crítico que se estaba llevando a cabo bajo su propia legislación contra la violencia; la acusación no sería de asesinato, pues nadie veía que se hubiese producido un asesinato. Había algunas innovaciones, entre ellas el hecho de que el jurado no se eligió hasta el último día del proceso. Pompeyo sacó personalmente las bolas para los ochenta y un hombres, sólo cincuenta y uno de los cuales prestarían servicio en realidad. Cuando llegase el momento en que se nombrasen los cincuenta y un miembros definitivos echándolo a suertes y por eliminación, ya sería demasiado tarde para sobornarlos. Había que oír a los testigos durante tres días consecutivos, después de lo cual, el cuarto día, había que tomarles declaración. A cada testigo lo interrogaba la parte contraria. Al finalizar el cuarto día, todo el tribunal, junto con los potenciales ochenta y un miembros del jurado, iban a mirar cómo sus nombres se escribían en las bolitas de madera que luego había que encerrar en las cámaras que había bajo el templo de Saturno. Y al amanecer del quinto día se sacaban los cincuenta y un nombres, y tanto la acusación como la defensa tenían derecho a poner objeciones a quince de los nombres que salieran.

Esclavos testigos había muy pocos, y ninguno a favor de Milón. En aquel primer día, los testigos principales de la acusación fueron el primo de Atico, Pomponio y Cayo Causinio Escola, que eran los amigos de Clodio que habían estado con él. Marco Marcelo llevó a cabo todo el interrogatorio de la defensa, y lo hizo soberbiamente bien. Cuando empezó a interrogar a Escola, algunos miembros de la banda de Sexto Cloelio empezaron a hacer ruido, lo cual impidió que el tribunal oyera lo que se decía. Pompeyo no estaba presente en el tribunal, pues se encontraba en el lado más alejado de la parte inferior del Foro, oyendo distintos casos para el fisco a la puerta del Tesoro. Enobarbo le hacía llegar de continuo mensajes a Pompeyo quejándose de que en aquellas circunstancias no podía presidir el tribunal, y finalmente hizo un aplazamiento.

–¡Es realmente vergonzoso! – le dijo Cicerón a Terencia cuando llegó a su casa-. Sinceramente, espero que Magno haga algo al respecto.

–Estoy segura de que lo hará -lo animó Terencia con aire ausente. Tenía otras cosas en la cabeza-: Tulia está decidida, Marco. Va a divorciarse de Crasipes inmediatamente.

–Oh, ¿por qué tiene que ocurrir todo a la vez? ¡Ni siquiera puedo pensar en comenzar a negociar con Nerón hasta que haya terminado este caso! Y es muy importante que comience a negociar. He oído decir que Nerón está pensando en casarse con una de la tropa de Claudias Pulchras.

–Cada cosa a su tiempo -apuntó Terencia con una dulzura sospechosa-. No creo que a Tulia se la pueda convencer de volver a casarse en seguida. Y no creo que a ella le guste Nerón.

Cicerón se puso furioso.

–¡Ella hará lo que se le diga! – sentenció con brusquedad.

–¡Hará lo que quiera! – gruñó Terencia, cuya dulzura había desaparecido de su voz-. Ya no tiene dieciocho años, Cicerón, tiene veinticinco. ¡No puedes seguir empujándola siempre a matrimonios sin amor hechos a medida y convenientes para nuestras ambiciones de trepar en la escala social!

–¡Voy a escribir mi discurso en defensa de Milón! – dijo Cicerón mientras entraba en su despacho sin cenar.

En realidad Cicerón, consumado abogado profesional, rara vez dedicaba tanto tiempo y esmero a un discurso en defensa de alguien como le dedicó al que escribió para Milón. Incluso el primer borrador ya era de lo mejor que había escrito nunca. Era necesario que fuera así, pues los otros miembros de la defensa habían acordado que le cederían a él todo el tiempo disponible. Por lo tanto, toda la responsabilidad de hablar tan bien que forzase al jurado a votar ABSOLVO recaía en él, Cicerón. Así que se demoró varias horas, más bien con placer, en la preparación del discurso, mientras picoteaba de un plato de aceitunas, huevos y pepinos rellenos, y después se retiró a la cama muy satisfecho de la forma que estaba tomando el discurso.

Y cuando a la mañana siguiente llegó al Foro descubrió que Pompeyo había manejado de forma eficiente, aunque extremada, la situación. Un círculo de soldados estaban puestos de pie alrededor de la zona de espacio abierto en el Foro inferior, donde Enobarbo había instalado su tribunal, y más allá había varias patrullas que se movían sin cesar; no se veía la menor señal de banda callejera alguna. ¡Maravilloso!, pensó Cicerón con deleite. Los juicios podrían llevarse a cabo en absoluta paz y tranquilidad. ¡Mirad cómo Marco Marcelo destruye a Escola ahora!

Si Marco Marcelo no destruyó del todo a Escola, lo cierto es que se las arregló para retorcer el testimonio que éste dio. Durante tres días los testigos aportaron sus pruebas y se sometieron al interrogatorio de la parte contraria; al cuarto día juraron que sus declaraciones eran ciertas y el tribunal observó ochenta y una bolitas de madera en las que había inscritos ochenta y un nombres diferentes de senadores, caballeros o tribuni aerarii. Incluido el nombre de Marco Porcio Catón, que trabajaba para la defensa y posiblemente también como miembro del jurado.

El discurso de Cicerón era perfecto, rara vez había hecho un trabajo mejor. Influía el hecho, no demasiado frecuente, de que los otros abogados defensores le cedieran a él su tiempo de modo tan generoso. La acusación disponía de dos horas para hacer un resumen, luego la defensa disponía de tres. ¡Tres horas enteras para él solo! ¡Oh, lo que un hombre podía hacer con ese tiempo! Cicerón esperaba ansioso y con inmenso regocijo conseguir un triunfo basado en la oratoria.

Irse andando a casa para un ex cónsul de la categoría de Cicerón se convertía siempre en un desfile. Sus protegidos se encontraban allí en tropel, dos o tres individuos que coleccionaban las agudezas de Cicerón revoloteaban con tablillas de cera dispuestas por si se le ocurría soltar alguna; los admiradores se arracimaban, hablaban, especulaban acerca de lo que él diría a la mañana siguiente. Mientras tanto Cicerón reía, disertaba, trataba de discurrir alguna cosa ingeniosa que hiciera que los dos o tres coleccionistas se pusieran a garabatear como locos. No era el mejor momento para pasar un mensaje privado. Sin embargo, cuando Cicerón, resoplando un poco, empezó a subir los escalones vestales, alguien pasó a su lado y le puso una nota en la mano. ¡Qué extraño! Aunque Cicerón no entendió del todo por qué no sacó la nota y la leyó allí mismo. Tuvo un presentimiento.

Hasta que estuvo solo en su despacho no abrió la nota, la examinó con detenimiento y se sentó con el ceño fruncido. Era de Pompeyo, y le daba instrucciones para que se presentase aquella noche en la villa que éste poseía en el Campo de Marte. Solo, por favor. El mayordomo le informó de que la cena estaba lista, y comió a solas; ni siquiera se dio cuenta de que Terencia estaba enfadada con él. ¿Qué querría Pompeyo? ¿Y por qué un mensaje tan furtivo?

Concluida la cena, se dirigió hacia la villa de Pompeyo por el camino más corto, que no le hacía pasar por ningún lugar cercano al Foro. Bajó trotando los escalones de Caco, se adentró en Foro Boarium y salió al Circo Flaminio, detrás del cual estaba el teatro de Pompeyo, la columnata de cien pilares, la cámara de reuniones del Senado y la villa. Villa que, según recordó Cicerón con una sonrisa, él había comparado en cierta ocasión con un bote al lado de un yate. Bien, así era. No es que fuera pequeña, pero quedaba empequeñecida por el entorno.

Pompeyo estaba solo. Saludó a Cicerón con jovialidad y le sirvió un vino excelente mezclado con un agua mineral especial.

–¿Todo dispuesto para mañana? – le preguntó el Gran Hombre, y se volvió de lado en el canapé para poder mirar a Cicerón, que estaba en el otro extremo.

–Nunca nada ha estado tan dispuesto, Magno. ¡Un discurso precioso!

–Lo que garantiza que Milón saldrá absuelto, ¿no?

–Contribuirá mucho, sí.

–Comprendo.

Durante un largo espacio de tiempo Pompeyo no dijo nada, se limitó a mirar fijamente hacia adelante, hacia un lugar, situado más allá del hombro de Cicerón, donde sobre una consola se encontraban las uvas doradas que el judío Aristóbolo le había regalado. Luego volvió de nuevo los ojos hacia Cicerón y se quedó mirándolo con mucha atención.

–No quiero que pronuncies ese discurso -le dijo Pompeyo.

Cicerón se quedó con la boca abierta.

–¿Cómo? – preguntó con aire estúpido.

–No quiero que ese discurso se pronuncie.

–Pero… pero… ¡pero es que tengo que hacerlo! ¡Me han cedido a mi las tres horas enteras asignadas para hacer el resumen de la defensa!

Pompeyo se levantó y se dirigió hacia las grandes puertas cerradas que comunicaban su despacho con el jardín peristilo. Eran de bronce fundido y tenían unos paneles soberbios con escenas que representaban la batalla entre los lapitas y los centauros. Copias del Partenón, desde luego, sólo que aquéllos eran bajorrelieves de mármol.

Habló dirigiéndose a la puerta de la izquierda.

–No quiero que se pronuncie ese discurso, Marco -repitió por tercera vez.

–¿Por qué?

–Porque no quiero que Milón salga absuelto -le dijo Pompeyo mirando a un centauro.

A Cicerón le picaba toda la cara, notó que el sudor le corría por la nuca y era consciente de que le temblaban las manos. Se pasó la lengua por los labios.

–Te agradecería alguna clase de explicación, Magno -le pidió con tanta dignidad como pudo reunir, mientras se esforzaba en apretar los puños para aplacar los temblores.

–Creía que resultaba evidente -le respondió Pompeyo en tono desenfadado sin quitar la vista de los cuartos traseros surcados de venas del centauro-. Si Milón sale absuelto, se convertirá en un héroe por lo menos para la mitad de Roma. Eso significa que el año que viene será elegido cónsul. Y a Milón ya no le soy simpático. Me procesará en el mismo momento en que yo entregue mi imperium, que será dentro de tres años. Y entonces Milón, como consular respetado y justificado, tendrá influencia. No quiero pasar el resto de mi vida haciendo lo que César se va a pasar haciendo el resto de la suya: evitar que le procesen por unos cargos maliciosamente inventados en los que entra todo, desde la traición hasta la extorsión. Pero si a Milón se le condena, tendrá que irse al exilio sin remedio. Y yo estaré a salvo. Ése es el motivo por el que no deseo que pronuncies el discurso.

–Pero… pero… ¡no puedo hacer eso, Magno! – dijo Cicerón con voz ahogada.

–Sí que puedes, Cicerón. Y lo que es más, lo harás.

Cicerón notó que su corazón se estaba comportando de un modo extraño, y que tenía una bruma semejante a una telaraña delante de los ojos. Se sentó con los ojos cerrados y respiró profundamente unas cuantas veces. Aunque era bastante tímido, no era un cobarde. Una vez que lo invadía la sensación de injusticia o de injuria, era capaz de mostrar una sorprendente entereza de ánimo. Y ahora esa sensación le asaltó al abrir los ojos y mirar fijamente la espalda gordinflona de Pompeyo cubierta por una delgada túnica. En aquella habitación no hacía frío.

–Pompeyo, me estás pidiendo que no haga todo lo que esté en mi mano por un protegido -le comunicó a Pompeyo-. Comprendo por qué, claro. ¡Pero no puedo consentir en amañar el juicio como si fuese una carrera y estuviéramos conduciendo carros en un circo! Milón es amigo mío. Haré por él cuanto pueda sin tener en cuenta cuáles puedan ser las consecuencias.

Pompeyo desvió la mirada a otro centauro diferente que tenía una jabalina que blandía un lapita empotrada en la parte humana del cuerpo.

–¿Te gusta vivir, Cicerón? – le preguntó Pompeyo en tono desenfadado.

Los temblores aumentaron y Cicerón tuvo que limpiarse la frente con un pliegue de la toga.

–Sí, me gusta vivir -repuso en voz baja.

–Ya lo suponía. Al fin y al cabo, no has tenido un segundo consulado todavía, y también te queda el cargo de censor. – El centauro herido era muy interesante, desde luego, y Pompeyo se inclinó hacia adelante para escudriñar el punto por donde le había entrado la jabalina-. De ti depende, Cicerón. Si hablas lo bastante bien mañana como para que absuelvan a Milón, se acabó. Tu próximo sueño será eterno.

Con la mano en el pomo de la puerta, Pompeyo dio un tirón del mismo, abrió hasta la mitad una de las puertas y salió. Cicerón se quedó sentado en el canapé, jadeante, mordiéndose con fuerza el labio inferior y con las rodillas temblorosas. Transcurrió algún tiempo, no sabía cuánto, pero por fin colocó las dos manos sobre el canapé y se dio impulso para ponerse en posición vertical. Las piernas podían sostenerlo. Alargó un pie y echó a andar. Y continuó andando.

Sólo al llegar a la parte inferior del Palatino comprendió del todo lo que acababa de ocurrir. Lo que le había dicho Pompeyo en realidad. Que Publio Clodio había muerto por orden suya, que Milón le había servido de herramienta, y que ahora la herramienta ya no le resultaba de utilidad. Y que si él, Marco Tulio Cicerón, no hacía lo que le había dicho, acabaría tan muerto como Publio Clodio. ¿Quién actuaría en nombre de Pompeyo? ¿Sexto Cloelio? ¡Oh, el mundo estaba lleno de personas que le servían de herramienta a Pompeyo! Pero, ¿qué era lo que quería, aquel Pompeyo de Piceno? ¿Y qué pintaba César en todo aquello? ¡Sí, César tenía algo que ver! No se podía permitir que Clodio viviera para llegar a ser pretor. Lo habían decidido entre los dos.

En la oscuridad de su dormitorio, Cicerón se echó a llorar. Terencia se removió en la cama, masculló algo y se volvió de lado. Cicerón se retiró, envuelto en una manta gruesa, al helado peristilo y allí estuvo llorando tanto por Pompeyo como por sí mismo. Aquel joven de diecisiete años vivaz, competente y raramente brusco que había conocido durante la guerra de Pompeyo Estrabón contra los italianos en Piceno había desaparecido hacía ya mucho, mucho tiempo. ¿Sabía ya entonces Pompeyo que algún día necesitaría a aquel joven desdichado llamado Cicerón como herramienta suya? ¿Se había mostrado tan amable con él por eso? ¿Por eso había salvado la vida a aquel joven desdichado llamado Cicerón? ¿Para que algún día en un futuro lejano pudiera amenazarle con quitársela?

Al alba Roma se despertó para llenarse de bullicio y ruido, aunque durante toda la noche los carros de pesadas ruedas tirados por bueyes habían estado pasando por las estrechas calles para repartir mercancías. Mercancías que al alba, cuando Roma se levantaba bostezando para empezar aquel serio asunto que era hacer dinero, se exponían en las calles o se utilizaban para trabajar en alguna fábrica o fundición.

Pero en el quinto día del juicio de Milón en el tribunal de Lucio Enobarbo contra la violencia, tribunal reunido especialmente para ese juicio, Roma se fue encogiendo de miedo mientras el sol se elevaba en el cielo. Pompeyo había cerrado literalmente la ciudad. Dentro de las murallas Servias aquel día no comenzó actividad alguna; ningún bar abrió las puertas correderas para ofrecer el desayuno, ninguna taberna subió las persianas, ninguna panadería encendió los hornos, no se instaló ningún puesto en ningún mercado, ninguna escuela se instaló en ninguna esquina tranquila, ningún banco ni ningún corredor de bolsa puso a funcionar el ábaco, ningún proveedor de libros o joyas abrió la puerta, ningún colegio de encrucijada, ningún club, ninguna hermandad se reunió para pasar el tiempo en un día de asueto.

El silencio era impresionante. Todas las calles que conducían al Foro Romano estaban acordonadas por silenciosas y malhumoradas bandas de soldados, y dentro del propio Foro los pila se erizaban por encima de los ondeantes plumeros de los yelmos de la legión siria. Dos mil hombres protegían el Foro y tres mil más la ciudad, en aquel gélido día nueve de abril. Caminando como sonámbulos, los ciento y pico hombres y las pocas mujeres que estaban obligados a asistir al juicio de Milón se reunieron en medio de los ecos, tiritando de frío y mirando alrededor con inquietud.

Pompeyo ya había instalado su tribunal a las puertas del Tesoro, debajo del templo de Saturno, y estaba allí sentado administrando justicia fiscal mientras Enobarbo hacía que sus lictores recogieran las bolas de madera de las cámaras acorazadas y sacaran los tarros para echar a suertes quiénes serían los miembros del jurado. Marco Antonio recusó a los miembros del jurado por parte de la acusación, Marco Marcelo a los de la defensa; pero cuando salió el nombre de Catón ambas partes asintieron.

Tardaron dos horas en elegir a los cincuenta y un hombres que se sentarían para oír los discursos finales. Después la acusación estuvo hablando durante dos horas. El mayor de los dos Apios Claudios y Marco Antonio (que se había quedado en Roma para actuar en aquel juicio) hablaron cada uno media hora, y Publio Valerio Nepote lo hizo durante una hora. Buenos discursos todos, aunque no estaban a la altura de los de Cicerón.

El jurado se inclinó hacia adelante en los taburetes plegables cuando Cicerón se adelantó para empezar con el rollo en la mano, que lo llevaba sólo para causar efecto, pues nunca recurría a él. Cuando Cicerón pronunciaba un discurso parecía que lo estuviera componiendo a medida que hablaba, sin interrupciones, con viveza, con magia. ¿Quién podría olvidar nunca su discurso contra Cayo Verres, las defensas que hizo de Celio, de Cluencio o de Roscio Amerino? Asesinos, canallas, monstruos… de todo ello sacaba provecho Cicerón. Incluso había hecho que el vil Antonio Híbrida pareciera el hijo ideal de toda madre.

–Lucio Enobarbo, miembros del jurado, me veis aquí para representar al bueno y gran Tito Annio Milón. – Cicerón hizo una pausa, miró a Milón, que estaba expectante y complacido, y tragó saliva-. ¡Qué extraño es tener un público compuesto por soldados! Cuánto echo de menos el acostumbrado bullicio de los negocios… -Se interrumpió y volvió a tragar saliva-. Pero qué prudente por parte del cónsul Cneo Pompeyo asegurarse de que nada incorrecto sucediera… suceda… -Se interrumpió de nuevo y volvió a tragar saliva-. Estamos protegidos, no tenemos nada que temer, en especial no tiene nada que temer mi amigo Milón… -Se detuvo, movió el rollo en el aire sin apuntar a ningún sitio y tragó saliva-. Publio Clodio estaba loco. Incendiaba, saqueaba. Incendiaba. Mirad hacia los lugares donde nuestras queridas Curia Hostilia, la basílica Porcia… -Dejó de hablar, frunció el ceño y se apretó con los dedos de una mano las cuencas de los ojos-. La basílica Porcia, la basílica Porcia…

Al llegar a ese punto el silencio era tan profundo que el tintineo de un pilum al rozar en su funda parecía el ruido que hace un edificio al derrumbarse. Milón miraba a Cicerón con la boca abierta, y aquella aborrecible cucaracha que era Marco Antonio sonreía descaradamente. El sol naciente se reflejaba en la grasienta calva de Lucio Enobarbo igual que se refleja en los campos cubiertos por la nieve: cegadoramente. Oh, ¿qué le pasa a mi mente, por qué estoy viendo eso?

Volvió a intentarlo.

–¿Hemos de existir en desgracia perpetua? ¡No! ¡No hemos vivido así desde que Publio Clodio ardió! ¡El día en que Publio Clodio murió, nosotros recibimos un regalo que no tiene precio! El patriota que vemos aquí ante nosotros simplemente se defendió a sí mismo, luchó por su vida. Sus simpatías siempre han estado de parte de los verdaderos patriotas, su ira ha estado dirigida contra las técnicas sensacionalistas de los demagogos… -Se interrumpió y tragó saliva-. Publio Clodio conspiró para quitarle la vida a Milón. No cabe duda de ello, ninguna duda en absoluto…, ninguna duda en absoluto… ninguna duda, ninguna duda… ninguna… duda…

Con el rostro desfigurado por la preocupación, Celio cruzó hasta donde Cicerón estaba de pie solo.

–Cicerón, no estás bien. Deja que te traiga un poco de vino -le dijo con ansiedad.

Los ojos castaños que lo miraban fijamente estaban aturdidos, Celio se preguntó si tan siquiera lo veían.

–Gracias, me encuentro bien -respondió Cicerón, y volvió a intentarlo-. Milón no niega que se estableciera una pelea en la vía Apia, aunque sí niega que fuera él quien la empezó. No niega que Clodio murió, aunque sí niega que lo matara él. Lo cual no hace al caso, pues la defensa propia no es un crimen. Nunca es un crimen. El crimen es premeditado. Eso lo hizo Clodio. Lo suyo fue premeditación. Publio Clodio. Él, no Milón. No, no Milón…

Celio volvió a acercarse a él.

–¡Cicerón, toma un poco de vino, por favor!

–No, estoy bien. De verdad, estoy bien. Gracias… Tomemos en cuenta el tamaño del grupo de Milón. Un carpentum, una esposa, el eminente Quinto Fufio Caleno, equipaje y criados en abundancia. ¿Es ésa la manera en que un hombre maquina cometer un homicidio? Clodio no llevaba a su esposa consigo. ¿No es eso en si sospechoso? Clodio nunca se movía sin su esposa. Clodio no tenía equipaje. Clodio iba sin estorbos…, sin estor… sin estorbos.

Pompeyo estaba sentado en su tribunal oyendo casos contra el fisco, y hacía como si el tribunal de Enobarbo no existiera. Nunca llegué a conocer bien a ese hombre. ¡Oh, Júpiter, me matará! ¡Me matará!

–Milón es un hombre cuerdo. Si todo ocurrió del modo como la acusación dice que ocurrió, entonces tenemos delante a un loco. Pero Milón no está loco. ¡Era Clodio quien estaba loco! ¡Todo el mundo sabía que Clodio estaba loco! ¡Todo el mundo!

Dejó de hablar y se secó el sudor de los ojos. Fulvia estaba flotando ante sus ojos, sentada allí con Sempronia, su madre. ¿Y quién era aquel hombre que estaba allí con ellas? Ah, era Curión. Sonreían, sonreían, sonreían. Y mientras tanto Cicerón moría, moría, moría.

–Murió. Murió. Clodio murió. Nadie niega eso. Todos tenemos que morir. Pero nadie quiere morir. Clodio murió. Clodio se lo buscó. Milón no lo mató. Milón es… Milón es…

Durante una horrible media hora Cicerón siguió batallando, balbuceando, interrumpiéndose, tartamudeando, trabándose con palabras sencillas. Hasta que al final la visión se le llenó de Cneo ¡Pompeyo Magno, que estaba administrando justicia fiscal a la puerta del templo de Saturno, y Cicerón se interrumpió por última vez.

No pudo volver a empezar.

Nadie del lado de Milón se enfadó, ni siquiera el propio acusado. La impresión era demasiado grande, y la salud de Cicerón demasiado sospechosa. ¿Quizá tuviera uno de aquellos terribles dolores de cabeza en los que veía luces parpadeantes? Del corazón no se trataba, no tenía el característico aspecto gris. Ni el estómago. ¿Qué le pasaba? ¿Le estaba dando un ataque de apoplejía?

Marco Claudio Marcelo se adelantó.

–Lucio Enobarbo, está claro que Marco Tulio no puede continuar. Y eso es una tragedia porque acordamos cederle a él nuestro tiempo. Ninguno de nosotros ha preparado un discurso. ¿Puedo pedir humildemente a este tribunal y a los miembros del jurado que recuerden la clase de oratoria que siempre ha ofrecido Marco Tulio? Hoy está enfermo, por lo que no podemos oírlo hablar de la forma habitual. Pero podemos recordarlo y elevar a nuestros corazones, miembros del jurado, un discurso sin pronunciar que os habría demostrado, más allá de cualquier sombra de duda, dónde recae la culpa de todo este triste asunto. La defensa da por terminado su alegato.

Enobarbo se movió inquieto en su silla.

–Miembros del jurado, requiero vuestros votos -les pidió.

Los miembros del jurado se pusieron a escribir una letra en las tablillas: A por ABSOLVO, c por CONDEMNO. Los lictores de Enobarbo recogieron las tablillas y Enobarbo las contó mientras algunos testigos observaban por encima de su hombro.

–CONDEMNO por treinta y ocho votos contra trece -anunció Enobarbo con voz tranquila-. Tito Annio Milón, nombraré una comisión de peritaje de los daños para que calculen la multa que te corresponde, pero CONDEMNO lleva consigo una sentencia de exilio de acuerdo con la lex Pompeia de vi. Es mi deber informarte de que estás interdicto contra fuego y agua en un radio de setecientos cincuenta kilómetros a la redonda de Roma. quedas advertido de que se han presentado otros tres cargos contra ti. Se te juzgará en el tribunal de Aulo Manlio Torcuato acusado de soborno electoral. Se te juzgará en el tribunal de Marco Fabonio acusado de asociación ilegal con miembros de colegios de encrucijada, asociación prohibida por la lex Julia Marcia. Y se te juzgará en el tribunal de Lucio Fabio acusado de violencia bajo la lex Plautia de vi. Se levanta la sesión.

Celio se llevó al casi postrado Cicerón, y Catón, que había votado ABSOLVO, se acercó al lugar donde estaba Milón. Era muy extraño, pues ni siquiera aquella alborotadora arpía de Fulvia estaba chillando victoria; sencillamente las personas fueron desapareciendo como si estuvieran atontadas.

–Lo siento, Milón -le dijo Catón.

–No tanto como yo, créeme.

–Me temo que perderás también en los demás tribunales.

–Naturalmente. Aunque ya no estaré aquí para defenderme. Salgo hacia Masilia hoy mismo.

Por una vez Catón no hablaba dando grandes voces, sino que lo hacía con discreción.

–Entonces no te pasará nada si te preparas para la derrota. Supongo que te has fijado en que Lucio Enobarbo no ha dado la orden de que se selle tu casa ni de que se intervengan tus finanzas.

–Le estoy agradecido. Y estoy preparado.

–Lo de Cicerón me ha dejado terriblemente perplejo.

Milón sonrió y movió la cabeza de un lado al otro.

–¡Pobre Cicerón! – dijo-. Me parece que acaba de descubrir algunos de los secretos de Pompeyo. ¡Por favor, Catón, ten cuidado con Pompeyo! Ya sé que los boni lo están cortejando, y comprendo por qué. Pero a fin de cuentas sería mejor que te aliases con César, que por lo menos es romano.

Pero Catón se mostró muy ultrajado.

–¿Con César? ¡Antes preferiría morir! – gritó, y se marchó muy digno.

Y a finales de abril se celebró una boda. Cneo Pompeyo Magno se casó con la viuda Cornelia Metela, la hija de veintidós años de Metelo Escipión. Las acusaciones que Planco Bursa había amenazado con presentar contra Metelo Escipión nunca se llevaron a cabo.

–No te preocupes, Escipión -comentó el novio con buen humor durante la sencilla cena de la boda-. Pienso celebrar las elecciones puntualmente en quinctilis, y te prometo que haré que te elijan como cónsul junior para el resto de este año. Seis meses es tiempo suficiente para cumplir sin un colega.

Metelo Escipión no sabía si darle una patada o un beso.

Aunque estuvo sin salir de su casa durante unos días, Cicerón se recuperó y se hizo a la idea de que aquello nunca había ocurrido. Sí, había sufrido un dolor de cabeza, una de esas cosas tan espantosas que afectan a la mente y bloquean la lengua. Eso fue lo que explicó a Celio, y al mundo le dijo que la presencia de las tropas lo había distraído. ¿Cómo podía concentrarse uno en aquel ambiente de silencio; de poderío militar? Y si algunos recordaban que Cicerón se había visto en peores circunstancias sin dejarse arredrar por ello, tuvieron buen cuidado de contener la lengua. Cicerón se estaba haciendo viejo.

Milón decidió exiliarse en Masilia, aunque Fausta había vuelto a casa de su hermano en Roma.

A Milón le llegó a Masilia un regalo por correo; se trataba de una copia del discurso que Cicerón había preparado; arreglado con añadiduras de cercos de soldados y floridas referencias al cónsul sin colega.

Te doy las gracias -le escribió Milón a Cicerón-. Si hubieras tenido el sentido común de pronunciarlo, mi querido Cicerón, en este momento yo no estaría disfrutando de los salmonetes barbudos de Masilia.