Cuando Cayo Casio Longino volvió a los treinta años a casa después de una extraordinaria carrera como gobernador de una provincia romana importante, se encontró con que era muy admirado. Con mucha astucia evitó pedirle al Senado un desfile triunfal, aunque sus hombres lo aclamaron como imperator en el campo de batalla cuando derrotó al ejército galileo cerca del lago Tiberíades.

–Yo creo que a la gente le gustó eso tanto como cualquiera de las cosas que hiciste en Siria -le dijo Bruto.

–¿Para qué llamar la atención hacia mi de un modo que los chocheantes senatoriales deplorarían? – le preguntó Casio encogiéndose de hombros-. De todos modos, no creo que me concedieran un desfile triunfal. Así que mejor prefiero fingir que no lo quiero. Las mismas personas que me habrían condenado por mi presunción ahora no tienen más remedio que alabarme por mi humildad.

–Te encantó, ¿verdad?

–¿Siria? Sí. Mientras Marco Craso estaba vivo no me gustó demasiado, pero después de lo de Carrás fue estupendo.

–¿Qué pasó con todo el oro y los tesoros que Craso cogió de los templos de Siria? ¿Se los llevó consigo cuando se marchó a Mesopotamia?

Durante unos instantes dio la impresión de que Casio no lo entendía; luego comprendió que Bruto, aunque sólo era cuatro meses más joven que él, sabía muy poco de la logística del gobierno de las provincias aparte del aspecto monetario.

–No, se quedaron en Antioquía. Y cuando vine los traje. – Casio sonrió agriamente-. ¿Por qué crees que yo le resultaba tan poco simpático a Bíbulo? Sostenía que los tesoros estaban a su cargo y que tenían que permanecer allí hasta que él regresara. Aunque si yo hubiera cedido, lo que en realidad habría llegado a Roma habría sido una cantidad considerablemente menor. Vi cómo se frotaba sus pegajosas manos ante la perspectiva de meter la mano en los cofres de dinero.

Bruto se quedó sorprendido.

–¡Casio! ¡Marco Bíbulo está por encima de cualquier sospecha o reproche! ¿El yerno de Catón iba a quedarse con algo que le pertenece a Roma? ¡Eso nunca ocurriría!

–Bobadas -le dijo Casio con desprecio-. ¡Qué tonto eres, Bruto! Es lo que cualquiera haría si se le diera la oportunidad. Que yo no lo hiciera se debió únicamente a mi edad y a mi incipiente carrera, que empieza a prosperar. Después de ser cónsul quiero la provincia de Siria, y lo conseguiré porque pienso establecerme como experto en Siria. Si yo hubiera estado allí como simple cuestor, nadie recordaría ni siquiera que yo había ido. Pero como el cuestor se convirtió en gobernador y tuvo un maravilloso éxito en su mandato en calidad de gobernador, toda Roma lo recordará. Por eso defendí mi derecho a traer el tesoro mal adquirido por Craso a mi regreso a Roma, como cuestor suyo que yo había sido. Era legal, y Bibulo lo sabía. Además tardó tanto en llegar hasta Siria que yo ya lo tenía todo embalado y cargado a bordo de una flota de barcos alquilados antes de que él pusiera un pie en Antioquía. ¡Cómo lloró cuando vio que me hacía a la mar! Deseo que él y esos dos hijos mimados que tiene disfruten de Siria.

Bruto no añadió ni una palabra más sobre el tema de Bíbulo; aunque Cayo Casio era un buen tipo, el mejor de todos, también era un hombre muy marcial que tenía una pobre opinión acerca de los boni, que se habían hecho famosos por no querer sobre sus espaldas la carga que suponía el gobierno de las provincias, con sus inevitables guerras y peligros. A pesar de haber nacido para el consulado, Casio nunca sería un político; le faltaba sutileza, tacto y la capacidad de saber atraer a los demás a su manera de pensar mediante el uso de palabras suaves. En realidad parecía lo que era: un hombre vigoroso con el pelo rapado, enérgico y militar, con poca paciencia para las intrigas.

–Desde luego, me alegro de verte, Casio -le dijo Bruto-. Pero ¿hay algún motivo para que hayas venido tan pronto después de tu regreso?

La boca más bien alegre de Casio se curvó hacia arriba por las comisuras, y los ojos castaños y enérgicos se rodearon de arrugas al cerrarse. ¡Oh, pobre Bruto! Desde luego, era tonto del todo. ¿Y no habría nada que le curase aquel espantoso acné de la piel? ¿Ni el insaciable apetito que sentía de hacer dinero de maneras poco apropiadas para un senador?

–En realidad he venido a ver al cabeza de familia -le informó Casio.

–¿A mi madre? ¿Por qué no has preguntado por ella?

Suspirando, Casio negó con la cabeza.

–Bruto, tú eres el cabeza de familia, no Servilia. He venido a verte en calidad de tal.

–¡Oh! Oh, sí, claro, supongo que yo soy el cabeza de familia. Es sólo que mi madre es tan competente y hace tanto tiempo que se quedó viuda… Supongo que nunca me veré a mí mismo como su sustituto.

–Hasta que no actúes como tal, Bruto, no te verás así.

–Estoy cómodo así. ¿Qué quieres?

–Quiero casarme con Junia Tercia… Tertula. Llevamos prometidos varios años, y yo ya no soy tan joven. Ya es hora de que piense en crear una familia, Bruto, ahora que estoy en el Senado y me propongo hacer varias cosas.

–Pero si ella apenas tiene dieciséis años -dijo Bruto frunciendo el ceño.

–¡Ya lo sé! – respondió Casio con brusquedad-. Y también sé de quién es hija en realidad. Bueno, eso toda Roma lo sabe. Y como la sangre julia es de categoría algo más elevada que la sangre junia, no tengo el menor inconveniente en casarme con la hija de César. Por poco que me guste ese hombre por lo que es, en esta etapa de su carrera ha demostrado que la sangre julia no ha llegado aún a la senilidad.

–Mi sangre es junia -le dijo Bruto poniéndose rígido.

–Pero Bruto, no Silano. Hay una diferencia.

–Y por parte de madre, tanto Tertula como yo somos patricios servilios -continuó diciendo Bruto ensimismado.

–Bueno, basta ya de eso -se apresuró a decir Casio para que la cosa no acabase yendo por otros derroteros-. ¿Puedo casarme con Tertula?

–Tendré que preguntárselo a mi madre.

–Oh, Bruto, ¿cuándo aprenderás? ¡No le corresponde a Servilia tomar esa decisión!

–¿Qué decisión? – preguntó Servilia al tiempo que entraba en el despacho de Bruto sin llamar.

Los grandes ojos oscuros de la mujer no se posaron en su hijo (a quien ella encontraba tan insatisfactorio que procuraba no mirarlo para nada), sino en Casio. Sonriendo radiante, Servilia caminó hacia él, le cogió el rostro fuerte y bronceado entre las manos y le dijo:

–¡Casio, qué alegría tenerte de vuelta en Roma!

Y lo besó. Casio le gustaba enormemente, siempre había sido así desde la época en que Bruto y él iban a la misma escuela. Un guerrero, un hombre enérgico. Un joven con encanto para forjarse un nombre por sí mismo.

–¿Qué decisión? – repitió Servilia mientras se sentaba en una silla.

–Que quiero casarme con Tertula inmediatamente -le informó Casio.

–Entonces preguntémosle a ella qué le parece la idea -sugirió Servilia con suavidad quitándole así el poder de decisión a su hijo. Dio unas palmadas para llamar al mayordomo-. Pídele a la señora Tertula que venga al despacho -le ordenó. Y volviéndose hacia Casio le preguntó-: ¿Por qué?

–Porque pronto cumpliré los treinta y tres, Servilia. Ya es hora de formar una familia. Me doy cuenta de que Tertula es demasiado joven, pero llevamos prometidos muchos años, no es como si no me conociera.

–Y es núbil -afirmó la madre con objetividad.

Afirmación que se reforzó unos breves instantes después cuando Tertula llamó y entró en la habitación.

Casio parpadeó, pues hacía cerca de tres años que no la veía y en ese tiempo se habían obrado grandes cambios. Tertula había pasado de tener trece a tener dieciséis años, de niña a mujer joven. ¡Y qué guapa era! Se parecía a Julia, la hija muerta de César, aunque carecía de su escarchada blancura y su complexión delicada. Tenía los ojos grandes, bien separados, de un color amarillo grisáceo, el pelo espeso rubio oscuro y la boca propicia para besarla hasta perder la cabeza. Una piel dorada sin mácula. Un par de exquisitos pechos. ¡Oh, Tertula!

Cuando ésta vio a Casio sonrió con deleite y le tendió las manos.

–Cayo Casio -le saludó con la voz ronca de Julia.

Casio se acercó a la muchacha, también sonriendo, y le cogió las manos.

–Tertula -le dijo, y se volvió hacia Servilia y le pidió permiso-: ¿Puedo preguntárselo?

–Desde luego -repuso Servilia, muy complacida al ver que se estaban enamorando.

Casio le apretó aún más las manos a Tertula.

–Tertula, he pedido casarme contigo cuanto antes. Tu madre dice que la decisión es tuya. ¿Quieres casarte conmigo ahora?

Dejó de lado a Bruto. ¿Para qué molestarse ni siquiera en mencionarlo?

La sonrisa de la muchacha cambió y se volvió seductora; de pronto se hizo fácil ver que ella también era hija de Servilia, una señora muy seductora.

–Me gustaría mucho, Cayo Casio -respondió.

–¡Bien! – exclamó Servilia con entusiasmo-. Casio, llévatela a alguna parte donde puedas besarla sin que la mitad del personal de la casa y de los parientes estén mirando. Bruto, encárgate de los detalles de la boda. Es una época del año propicia para casarse, pero elige cuidadosamente el día. – Frunció el ceño al mirar a la feliz pareja-. ¡Venga, marchaos!

Salieron los dos cogidos de la mano, lo cual dejó a Servilia con sólo una cara a la que mirar, la de su único hijo. Lleno de granos como siempre, intolerablemente oscuro porque no podía afeitarse, con los ojos tan melancólicos como los de un sabúeso de caza y los labios flojos por falta de decisión.

–No sabía que Casio estaba contigo -le comentó Servilia.

–Acababa de llegar, mamá. Iba a mandar que te llamaran.

–Yo venía a verte.

–¿Para qué? – le preguntó Bruto, intranquilo.

–Para hablar de ciertas acusaciones sobre ti. Se oyen por toda la ciudad. Atico está muy afligido.

El rostro de Bruto se torció y de pronto pareció mucho más impresionante, un asomo quizá de lo que en realidad vivía dentro de él cuando su madre no estaba delante.

–¡Cicerón! – exclamó siseando.

–Exactamente, el viejo bocafloja en persona. Anda despotricando contra las actividades que desarrollas al prestar dinero en su provincia, en Capadocia y en Galacia. Por no mencionar Chipre.

–No puede probar nada. El dinero lo prestan dos de mis protegidos, Matinio y Escapcio. Todo lo que he hecho ha sido velar por los intereses de mis protegidos, mamá.

–¡Mi querido Bruto, olvidas que yo ya estaba aquí mucho antes de que tú fueras lo bastante mayor para controlar tu fortuna! Matinio y Escapcio son empleados tuyos. Mi padre fundó la empresa junto con muchos, muchos otros. Bien disfrazada, es cierto. Pero no puedes permitirte darle munición a alguien con la inteligencia y la perspicacia de Cicerón.

–Yo me encargaré de Cicerón -le aseguró Bruto, y puso cara de poder encargarse de Cicerón.

–¡Espero que lo hagas mejor que tu estimado suegro! – le dijo Servilia-. Él ha dejado tal cantidad de pruebas de sus especulaciones mientras era gobernador de Cilicia que hasta un ciego podría seguir el rastro. Con el resultado de que está procesado en el Tribunal de Extorsiones. Y tú, Bruto, fuiste cómplice suyo. ¿Crees que toda Roma no está al corriente de la existencia de tus pequeños fraudes? – Servilia sonrió sin humor mostrando unos dientes blancos, pequeños y perfectos-. Apio Claudio amenazaría con acantonar el ejército en alguna desventurada ciudad de Cilicia, luego debiste de llegar tú e insinuaste que un regalo de cien talentos al gobernador evitaría ese destino, después de lo cual la firma de Matinio y Escapcio ofreció prestar a la ciudad cien talentos. Apio Claudio se embolsó el dinero y tú sacaste aún más ganancias al prestarlo.

–Puede que juzguen a Apio Claudio, pero seguro que lo absuelven, mamá.

–No me cabe la menor duda de ello, hijo mío. Pero los rumores no van a hacerle ningún bien a tu carrera pública. Eso dice Poncio Aquila.

La desfigurada y triste cara de Bruto se oscureció con una mueca de burla, y aquellos ojos negros empezaron a brillar peligrosamente.

–¡Poncio Aquila! – dijo con desdén-. ¡Lo de César lo podía entender, mamá, pero no lo de un ambicioso don nadie como Poncio Aquila! Te haces de menos a ti misma.

–¡Cómo te atreves! – gruñó Servilia poniéndose en pie de un salto.

–Sí, mamá, te tengo miedo -reconoció Bruto mientras su madre se alzaba por encima de él-, pero ya no soy un muchacho de veinte años y en algunas cosas tengo derecho a hablar. De las cosas que repercuten para mal en nuestra sangre, en nuestra nobleza. Y eso es lo que ocurre con Poncio Aquila.

Servilia dio media vuelta y salió de la habitación tras cerrar la puerta con un cuidado medido. En el exterior de la columnata que había alrededor del peristilo se detuvo, temblando, con las manos apretadas. ¡Cómo se había atrevido! ¿Es que acaso no tenía absolutamente nada de sangre? ¿Acaso alguna vez a Bruto le había ardido la sangre, le había picado, había aullado sin hacer ruido de noche desgarrado por el hambre, la soledad, la necesidad? No, Bruto no. Anémico, fláccido, impotente. ¿Acaso creía que ella no lo sabía, teniendo como tenía a su esposa viviendo en casa? Una mujer a la que no había penetrado nunca, con la que no dormía. Y Bruto tampoco comía en otros pastos. Fuese lo que fuese de lo que estaba hecho su hijo, y la composición exacta a ella se le escapaba, no era de fuego, trueno, volcán o terremoto. A veces, como cuando Bruto había expresado lo que sentía acerca de Poncio Aquila, podía enfrentarse a ella y manifestar su descontento. ¡Pero cómo se atrevía! ¿Acaso no tenía idea?

Habían pasado tantos años desde que César se marchó a la Galia, años en los que se acostaba sola y rechinaba los dientes mientras aporreaba con los puños la almohada. Amándolo, deseándolo, necesitándolo. Lánguida de amor, mojada por el deseó, hambrienta de la necesidad. Aquellas feroces confrontaciones, duelos de voluntad e ingenio, guerras de fuerza. Oh, y la exquisita satisfacción de saberse vencida, de medirse con un hombre y ser aplastada por él, dominada, castigada, esclavizada; estando completamente segura del alcance de sus propias habilidades e inteligencia… ¿Qué más podía pedir una mujer que un hombre que inspiraba respeto? ¿Quién era más que ella, y sin embargo aún estaba atado a ella por algo más tangible que sus cualidades de mujer? César, César…

–Pareces muy enfadada.

Servilia ahogó un grito, se dio la vuelta y lo vio: Lucio Poncio Aquila, su amante. Más joven que su propio hijo, pues tenía treinta años, acababa de ser admitido en el Senado como cuestor urbano. No era de una familia antigua, por lo tanto provenía de una cuna inferior a la suya. Cosa que a Servilia no le importaba en cuanto le ponía la vista encima, como sucedía en aquellos momentos. ¡Tan guapo! Muy alto, perfectamente proporcionado, el pelo de color castaño rojizo rizado y corto, unos ojos verdaderamente verdes, el rostro dotado de una maravillosa estructura ósea y una boca fuerte y sensual. Y lo mejor de todo era que no le recordaba a César.

–Tenía pensamientos fieros -le dijo Servilia echando a andar delante de él hacia sus aposentos.

–¿Fieros de amor o fieros de odio?

–De odio. ¡Odio, odio, odio!

–Entonces no estabas pensando en mí.

–No. Estaba pensando en mi hijo.

–¿Qué ha hecho para enojarte?

–Ha dicho que yo me rebajaba al tratar contigo.

Poncio Aquila cerró la puerta con llave, bajó las persianas y se dio la vuelta para mirar a Servilia con aquella sonrisa que hacía que a ella se le doblasen las rodillas.

–Bruto es un gran aristócrata -le dijo Poncio Aquila sin alterarse-, comprendo que no lo apruebe.

–Él no entiende -le confió Servilia mientras le quitaba la toga blanca sencilla y la colocaba en una silla-. Sube el pie. – Le desató el zapato senatorial de cuero marrón-. Ahora el otro. – Se lo quitó y lo dejó caer-. Levanta los brazos.

Le quitó la túnica, que tenía una ancha franja púrpura sobre el hombro derecho.

Estaba desnudo. Servilia retrocedió lo suficiente para verlo entero, dándose al hacerlo un festín con los ojos, la mente y el espíritu. El poco vello rojo oscuro que había en el pecho se iba estrechando hasta convertirse en una fina raya que se sumergía en el matorral del vello púbico, de un color rojo más vivo, del cual sobresalía el pene oscuro, que ya iba agrandándose, por encima de un escroto deliciosamente lleno y colgante. Perfecto, perfecto. Tenía los muslos delgados, las pantorrillas grandes y bien formadas, el vientre plano, el pecho abultado de músculos. Hombros anchos, brazos largos y nervudos.

Servilia se movió en círculo alrededor de él, ronroneando sobre las nalgas firmes y redondas, sobre las estrechas caderas, la espalda ancha, el modo en que la cabeza se asentaba orgullosamente en lo alto de aquel cuello de atleta. ¡Hermoso! ¡Qué hombre! ¿Cómo podía ella tocar semejante perfección? Aquel hombre pertenecía a Fidias y a Praxiteles, a la inmortalidad escultural.

–Ahora te toca a ti -dijo él cuando Servilia terminó de repasarle el cuerpo.

Se soltó la gran masa de cabello, negro como siempre excepto por dos mechas blancas que habían aparecido en las sienes, y se quitó las capas que formaban la túnica de color escarlata y ámbar. A los cincuenta y cuatro años, Servilia quedó de pie desnuda y no se sintió en desventaja. Tenía la piel tan suave como el marfil y los pechos henchidos seguían orgullosamente erguidos, aunque las nalgas se habían caído y la cintura se le había ensanchado. La edad, ella lo sabía, no tenía nada que ver con aquella cosa existente entre un hombre y una mujer. Aquello se medía en deleite, en apreciación, no en años.

Lo tumbó en la cama, se puso una mano a cada lado del pubis cubierto de vello negro y separó los labios de la vulva para que él pudiera ver los contornos suaves, como una ciruela, y el brillo. ¿No había dicho César que era la flor más bella que había visto en su vida? La confianza de Servilia descansaba en aquello, en el triunfo de tener a César esclavizado.

¡Oh, pero el contacto de aquel hombre joven, delgado y enormemente viril! Que la cubriera con tanta fuerza y con tanta suavidad a la vez, entregarlo todo sin modestia pero con inteligente control. Servilia le chupó la lengua, los pezones, el pene, luchó con fuerza hambrienta y cuando alcanzó el orgasmo gritó de éxtasis con toda la fuerza de sus pulmones. ¡Ahí tienes, hijo mío! Espero que lo hayas oído. Espero que tu esposa lo haya oído. Acabo de experimentar un cataclismo que ninguno de los dos conoceréis nunca. Con un hombre por el que no tengo que preocuparme de nada más que de esta gigantesca convulsión de absoluto placer.

Después, aún desnudos, se sentaron a beber vino y a charlar con esa confianza que sólo la intimidad física engendra.

–He oído decir que Curión acaba de presentar un proyecto de ley para crear una comisión que supervise las carreteras de Italia, y que el jefe de la comisión va a tener un imperium proconsular -le comentó Servilia poniendo los pies en el regazo de Poncio Aquila y jugueteando con los dedos en aquel vello rojo brillante.

–Cierto, pero nunca logrará vencer la oposición de Cayo Marcelo el Viejo -respondió Poncio Aquila.

–Parece una medida un poco rara.

–Eso le parece a todo el mundo.

–¿Tú crees que César lo ha comprado?

–Lo dudo.

–Pero la única persona que podría beneficiarse de ese proyecto de ley sería César -insistió Servilia, pensativa-. Si perdiera sus provincias y su imperium en las calendas de marzo, el proyecto de ley de Curión le proporcionaría otro proconsulado y de ese modo su imperium continuaría. ¿No es así?

–Sí.

–Entonces Curión pertenece a César.

–Pues yo te digo que lo dudo mucho.

· -Pues se ha visto libre de deudas de pronto.

Poncio Aquila se echó a reír con la cabeza hacia atrás y un aspecto magnífico.

–También se ha casado con Fulvia. Y a toda prisa, si las habladurías son ciertas. Está muy redonda de vientre para ser una mujer recién casada.

–¡Pobre Sempronia! Tiene una hija que va siempre de un demagogo a otro.

–Pues yo no he visto ninguna evidencia de que Curión sea un demagogo.

–Ya la verás -le aseguró Servilia enigmáticamente.

Durante más de dos años el Senado se había visto privado de su antiquísima sede de reuniones, la Curia Hostilia, pero nadie se había ofrecido voluntario para reconstruirla. Tan arraigada estaba la idea de pobreza del Tesoro que el Estado se negaba a pagar la factura; la tradición dictaba que tenía que ser algún gran hombre quien emprendiera la tarea, pero hasta el momento ningún gran hombre se había mostrado dispuesto a hacerlo. Incluido Pompeyo el Grande, que parecía indiferente a la situación apremiante en la que se encontraba el Senado.

–Siempre podéis usar la Curia Pompeya -les había dicho.

–¡Típico de él! – comentó con brusquedad Cayo Marcelo el Viejo mientras salía pisando fuerte hacia el Campo de Marte, donde estaba el teatro de piedra de Pompeyo-. Quiere obligar al Senado a celebrar todas las reuniones en las que hay gran asistencia en un lugar que él construyó en una época en que no lo necesitábamos. ¡Típico!

–En cierto modo es otro mando extraordinario -observó Catón mientras caminaba dando grandes zancadas a un ritmo que a Cayo Marcelo el Viejo se le hacía difícil de mantener.

–¿Por qué tenemos que ir tan de prisa, Catón? Paulo tiene las fasces en marzo, y él siempre se toma su tiempo.

–Y por eso es un pesado -le recordó Catón.

El complejo que Pompeyo había construido sobre el verde césped del Campo de Marte, no lejos del Circo Flaminio, era de lo más imponente; un extenso teatro de piedra en el que cabían cinco mil personas se alzaba sobre las escasas edificaciones que llevaban allí mucho más de cinco años. Con gran habilidad, Pompeyo incorporó un templo a Venus Victrix en lo alto de la cavea, y así pudo convertir lo que de otro modo habría sido un edificio impío en algo enteramente conforme a la mos maiorum. Las costumbres y las tradiciones de Roma deploraban el teatro como algo que tenía una maligna influencia moral en la gente, así que hasta que el edificio de piedra de Pompeyo se construyó cinco años atrás, el teatro que estaba presente en todos los juegos y fiestas públicas se había representado en locales provisionales de madera. Lo que hizo que el teatro de Pompeyo fuera permisible era precisamente el templo a Venus Victrix.

Detrás del auditorio, Pompeyo construyó un extenso jardín peristilo rodeado de una columnata que estaba compuesta exactamente por cien pilares, cada uno de ellos estriado y adornado con los rimbombantes capiteles corintios que Sila trajo desde Grecia, todos ellos pintados en tonos de azul y con abundantes dorados. Las paredes rojas a lo largo de la parte de atrás de la columnata eran ricas en murales magníficamente pintados, aunque por desgracia estropeados por la peculiaridad de que el tema principal estaba empapado en sangre. Porque Pompeyo poseía mucho más dinero que buen gusto, y en ningún sitio lo demostró tanto como en aquella columnata de seis pilares y el jardín abarrotado de fuentes, peces, adornos y adefesios.

En la parte trasera del peristilo, Pompeyo erigió una curia, una cámara de reuniones que él se encargó de que fuera inaugurada religiosamente para albergar reuniones del Senado. Era muy adecuada de tamaño, y en el trazado se parecía a la Curia Hostilia, ahora en ruinas, pues era una cámara rectangular que contenía tres gradas a cada lado de un espacio que terminaba en el estrado sobre el cual se situaban los magistrados curules. Cada grada, con forma de estante, era lo bastante ancha como para poder acomodar en ella los taburetes de los senadores; sobre las gradas más altas se sentaban los pedarii, los senadores que no eran lo bastante importantes para hablar en los debates porque nunca habían ocupado una magistratura ni habían ganado una corona de hierba o una corona cívica al valor. Las dos gradas del medio las ocupaban los senadores que habían alcanzado una magistratura menor (tribuno de la plebe, cuestor o edil plebeyo) o eran héroes militares, y las dos gradas de más abajo estaban reservadas para aquellos que habían sido ediles curules, pretores, cónsules o censores. Lo cual significaba que los que se sentaban en las gradas de más abajo o del medio tenían más sitio para extender sus plumas que los pedarii que se sentaban en lo más alto.

La antigua Curia Hostilia inspiraba bastante poco por dentro: las gradas que tenía eran bloques de toba sin enlucir, las paredes estaban pintadas monótonamente con unos cuantos rizos y líneas rojas sobre un fondo beige, el estrado curul también era de piedra toba y el espacio central entre las dos zonas de gradas tenía el suelo de mosaico en mármol blanco y negro tan viejo que había perdido todo asomo de brillo y majestad.

En claro contraste con esta simplicidad antigua, la curia de Pompeyo estaba hecha enteramente de mármol de colores. Las paredes eran baldosas púrpura y rosa dispuestas en complicados dibujos entre pilastras doradas; la grada trasera de cada lado tenía la parte delantera de mármol marrón, la grada del medio la tenía de mármol amarillo, la grada de más abajo de mármol crema y el estrado curul de un lustroso y destelleante mármol azul y blanco que se trajo desde un lugar tan lejano como Numidia. El espacio entre las dos zonas de gradas se pavimentó en ruedas dispuestas formando un dibujo púrpura y blanco. La luz entraba a raudales por las altas ventanas del triforio bien protegidas por un amplio alero en el lado donde no estaba la columnata, y cada abertura estaba cubierta por una reja dorada.

Aunque la Curia Pompeya provocaba muchos gestos de desdén porque resultaba demasiado ostentosa, el interior no era lo que realmente ofendía. Lo que ofendía era la estatua de sí mismo que Pompeyo había erigido en la parte de atrás del estrado curul. Era exactamente de su misma altura (por lo tanto no era un insulto a los dioses), y lo representaba tal como Pompeyo había sido en la época de su primer consulado, hacia veinte años: un hombre grácil, fornido, de treinta y seis años, con un pelo dorado impresionante, brillantes ojos azules y un rostro solemne y redondo, claramente no romano. El escultor había sido el mejor, y también era el mejor el pintor que había coloreado los tonos de la carne de Pompeyo, su pelo, sus ojos, los zapatos senatoriales de color marrón con las hebillas en forma de cuarto creciente de luna. Sólo la toga y lo que se veía de la túnica se habían hecho al nuevo estilo: no eran pintadas, sino que estaban hechas de mármol muy pálido, blanco para la tela de la toga y la túnica, púrpura para el borde de la toga y la franja latus clavus de la túnica. Como había hecho que colocaran la estatua sobre un plinto de más de un metro de altura, Pompeyo el Grande sobresalía por encima de todos y presidía indiscutiblemente cualquier reunión del Senado que se celebrase allí. ¡Qué arrogancia! ¡Qué insufrible engreimiento!

Prácticamente los cuatrocientos senadores presentes en Roma acudieron a la Curia Pompeya a aquella reunión en las calendas de marzo largamente esperada. Hasta cierto punto, Cayo Marcelo el Viejo tenía razón al pensar que Pompeyo quería obligar al Senado a reunirse en su curia porque éste la ignoró por completo hasta que su querida cámara fue destruida por el fuego; pero Marcelo el Viejo no dio un paso mas en su razonamiento y no pensó que últimamente el Senado no tenía más opción que reunirse fuera del recinto sagrado de Roma para cualquier sesión que atrajera a tantos senadores como para llenar la cámara. Lo cual significaba que Pompeyo podía asistir a aquellas reuniones en persona mientras retenía cómodamente su imperium de gobernador de las Hispanias; como su ejército estaba en Hispania y él era, además, supervisor del suministro de grano, disfrutaba del lujo de vivir justo a las afueras de Roma y de poder viajar libremente por toda Italia, dos cosas que habitualmente les estaban prohibidas a los gobernadores de provincias.

El alba estaba justo empezando a clarear el cielo por encima del monte Esquilino cuando los senadores empezaron a esparcirse por el jardín peristilo, donde muchos de ellos prefirieron quedarse hasta que el magistrado convocante, Lucio Emilio Lépido Paulo, decidiera hacer su aparición. Se juntaron en pequeños grupos de pensamiento político común y hablaban con más animación de la que normalmente tenían a una hora tan temprana del día; aquélla prometía ser una reunión muy importante, por lo que había mucha expectación. A todo el mundo le gusta ver caer de bruces al ídolo, y aquel día todos estaban convencidos de que César, ídolo del pueblo, caería de bruces.

Los líderes de los boni estaban de pie en la parte trasera de la columnata propiamente dicha, a las puertas de la Curia Pompeya: Catón, Enobarbo, Metelo Escipión, Marco Marcelo (el cónsul junior del año anterior), Apio Claudio, Léntulo Spinther, Cayo Marcelo el Viejo (el cónsul junior del año en curso), Cayo Marcelo el Joven (que se predecía que sería cónsul el año siguiente), Fausto Sila, Bruto y dos tribunos de la plebe.

–¡Un gran día, un gran día! – ladró Catón con aquella voz ronca suya.

–El principio del fin de César -dijo Lucio Domicio Enobarbo muy sonriente.

–Pues no carece de apoyo -se aventuró a decir Bruto con cierta timidez-. Veo que Lucio Pisón, Filipo, Lépido, Vatia Isáurico, Mesala Rufo y Rabino Póstumo están muy juntitos. Parecen llenos de confianza.

–¡No son más que chusma! – sentenció Marco Marcelo lleno de desdén.

–Pero ¿quién sabe cómo van a opinar los del banco de atrás cuando llegue el momento de votar? – preguntó Apio Claudio, que estaba sometido a cierta tensión debido al hecho de que su juicio por extorsión aún no había concluido.

–Más votarán a nuestro favor que a favor de César -dijo el altivo Metelo Escipión.

En aquel momento hizo su aparición Paulo, el cónsul senior, detrás de los lictores e hizo su entrada en la Curia Pompeya. Los senadores entraron detrás de él, todos ellos con un criado que les llevaba el taburete plegable, algunos incluso con escribas que revoloteaban dispuestos a tomar apuntes al pie de la letra de aquella histórica reunión.

Se dijeron las plegarias y se hizo el sacrificio, los auspicios parecían favorables; los miembros de la Cámara se instalaron en sus taburetes y los magistrados curules en las sillas de marfil, encima del estrado de mármol blanco y azul dominado por la estatua de Pompeyo el Grande.

El cual se sentó en la grada de más abajo, a la izquierda del estrado, con la toga ribeteada de púrpura; miraba directamente al estrado y tenía los ojos puestos en el rostro de su propia efigie, mientras en los labios le asomaba una ligera sonrisa debido a la ironía de todo aquello. ¡Qué maravilloso día iba a ser aquél! Iba a ver cómo le cortaban las alas al único hombre que tenía posibilidades de eclipsarlo a él. Y todo sin que él, Cneo Pompeyo Magno, hubiera dicho una sola palabra. Nadie podría señalarle con el dedo y acusarle de conspirar para desbancar a César, todo iba a ocurrir sin que necesitase hacer nada más que estar allí. Naturalmente, votaría a favor de despojar a César de sus provincias, pero eso es lo que iba a hacer la mayor parte de la Cámara. Hablar sobre el tema no pensaba hacerlo, aunque se lo pidieran. Los boni eran muy capaces de desplegar toda la oratoria que hiciera falta.

Paulo, que tenía las fasces durante el mes de marzo, estaba sentado en su silla curul un poco por delante de la de Cayo Marcelo el Viejo, los ocho pretores y dos ediles curules que habían tomado asiento detrás de ellos.

Justo debajo de la parte delantera del estrado curul se encontraba un banco de madera largo, macizo y muy pulido. Allí se sentaban los diez tribunos de la plebe, los hombres elegidos por la plebe para salvaguardar los intereses de su clase y mantener a los patricios en su lugar. O por lo menos así fue en los albores de la República, época en que los patricios controlaban el Senado, el consulado, los tribunales, la asamblea centuriada y todos los aspectos de la vida pública. Pero aquella situación no duró demasiado una vez que se deshicieron de los reyes de Roma. La plebe había subido mucho, eran los plebeyos los que poseían cada vez más dinero y querían tener una participación mayor en el gobierno. Durante cien años el duelo de ingenios y voluntades entre el patriciado y la plebe había persistido, y era el patriciado quien tenía las de perder. Al final la plebe ganó el derecho a que por lo menos uno de los cónsules fuera plebeyo, y también a tener la mitad de las plazas en los colegios pontificios y el derecho a llamar nobles a las familias plebeyas una vez que alguno de sus miembros alcanzase el rango de pretor, y estableció el colegio de tribunos de la plebe que juraba velar por los intereses de su clase aunque ello les costara la vida.

A partir de entonces, y con el paso de los siglos, el papel de los tribunos de la plebe había cambiado. Poco a poco el conjunto de hombres romanos que formaban esta clase, la asamblea plebeya, había asumido el principal papel en la elaboración de las leyes, y los tribunos de la plebe pasaron de servir sólo para bloquear el poder del patriciado, a proteger los intereses de los hombres de negocios caballeros que formaban el núcleo de la asamblea plebeya y le dictaban la política al Senado.

Después empezó a emerger una clase especial de tribunos de la plebe que culminó en las figuras de dos grandes nobles plebeyos, los hermanos Tiberio y Cayo Sempronio Graco. Ellos utilizaron su cargo y la asamblea plebeya para despojar de poder a la plebe y al patriciado y darles un poco de ese poder a los que eran de extracción social más humilde y tenían pocos medios económicos. Ambos murieron de un modo espantoso a pesar de todas las molestias que se tomaron, pero su recuerdo vivió durante mucho tiempo. A ellos les siguieron en el cargo otros grandes hombres muy diferentes en objetivos e ideales, como Cayo Mario, Saturnino, Marco Livio Druso, Sulpicio, Aulo Gabinio, Tito Labieno, Publio Vatinio, Publio Clodio y Cayo Trebonio. Pero en los casos de Gabinio, Labieno, Vatinio y Trebonio se estableció un fenómeno totalmente nuevo: pertenecían a un hombre en particular que les dictaba la forma de actuar; Pompeyo en el caso de Gabinio y Labieno, y César en el caso de Vatinio y Trebonio.

Casi quinientos años de tribunado de la plebe estaban encarnados en los diez hombres que se sentaban en el banco largo aquel primer día de marzo, todos ellos vestidos con una toga blanca lisa, ninguno con derecho a lictores, ninguno sujeto a los rituales religiosos que rodeaban a todos los demás ejecutivos romanos. Ocho de ellos llevaban en el Senado dos o tres años antes de presentarse como candidatos al tribunato de la plebe, y dos de ellos habían entrado en el Senado al ser elegidos para el cargo. Y nueve de los diez eran auténticas nulidades, hombres cuyos nombres y rostros no irían más allá del tiempo que durasen en el cargo.

No ocurría así con Cayo Escribonio Curión, quien, como presidente del colegio, ocupaba el centro del banco tribunicio. Representaba bien el papel de tribuno de la plebe, con aquel rostro de golfo pecoso, aquella mata rebelde de cabello rojo vivo, aquella vivida aura de enorme energía y entusiasmo. Orador brillante del que se sabía que era conservador en sus opiniones políticas, Curión era hijo de un hombre que ejerció de censor y también de cónsul, y el joven Curión fue uno de los más destacados oponentes durante el año del consulado de César, aunque entonces no tenía edad suficiente para entrar en el Senado.

Algunas de sus leyes desde que entró en posesión del cargo el décimo día del diciembre último eran sorprendentes y parecían insinuar que el gusanillo del extremismo radical tribunicio le había picado más profundamente de lo que se esperaba en él. Primero intentó, sin éxito, introducir un proyecto de ley que otorgaba al nuevo encargado del mantenimiento de las carreteras un imperium proconsular de cinco años, y muchos boni suspicaces consideraron que aquello no era más que una artimaña para darle a César otro mando, aunque no fuera militar. Luego, como pontífice, trató de convencer al colegio de pontífices de que intercalasen otros veintidós días extra en el año al final de febrero; lo que habría pospues·to las calendas de marzo y la discusión acerca de las provincias de César durante veintidós días enormemente valiosos. De nuevo salió derrotado. Cuando lo de las carreteras se limitó a encogerse de hombros como si aquello no tuviese mayor importancia, pero era evidente que lo de intercalar un mes mercedonius lo consideraba un asunto muy serio, porque cuando el colegio de pontífices se obstinó en no hacerle caso, Curión se enojó tanto que les dijo lo que pensaba exactamente de ellos. Una reacción que provocó que Celio, el gran amigo de Cicerón, le escribiera a Cilicia y le informase a éste de que, en su opinión, Curión estaba comprado por César.

Por suerte aquella astuta suposición no llegó a oídos de nadie que tuviera influencia, así que aquel día, el de las calendas de marzo, Curión estaba sentado con una expresión que indicaba que los procedimientos programados le interesaban, pero no de un modo excesivo. Al fin y al cabo, a los tribunos de la plebe se les había puesto una mordaza por medio de aquel decreto inconstitucional que les prohibía vetar el debate de las provincias de César en la Cámara so pena de ser automáticamente acusados y hallados culpables de traición.

Paulo puso la reunión en manos de Cayo Claudio Marcelo el Viejo nada más declarar abierta la sesión de la Cámara.

–Honorable cónsul senior, censores, consulares, pretores, ediles, tribunos de la plebe, cuestores y padres conscriptos -comenzó a decir Cayo Marcelo el Viejo, que estaba en pie-. Esta reunión se ha convocado para tratar del proconsulado de Cayo Julio César, gobernador de las tres Galias y de Iliria, de acuerdo con la ley que los cónsules Cneo Pompeyo Magno y Marco Licinio Craso pusieron en vigor hace cinco años en la asamblea popular. Como está estipulado en la lex Pompeia Licinia, hoy esta cámara puede discutir libremente qué se va a hacer con el cargo de Cayo César, con sus provincias, con su ejército y con su imperium. De acuerdo a como era la ley en la época en que fue puesta en vigor la lex Pompeia Licinia, la Cámara habría debatido a cuál de los magistrados superiores en el cargo en este año prefería mandar a gobernar las provincias de Cayo César en marzo del año que viene, la fecha más tardía que permite la lex Pompeia Licinia. No obstante, durante el consulado en solitario de Cneo Pompeyo Magno hace dos años, se cambió la ley. Ahora es posible que la Cámara lleve a debate las cosas de un modo nuevo y diferente. Es decir, hay un pequeño grupo de hombres sentados aquí que han sido pretores o cónsules, pero que en su día rehusaron gobernar una provincia una vez terminado su servicio en el cargo. De manera plenamente legal, esta Cámara puede decidir echar mano de esas reservas y nombrar un nuevo gobernador o gobernadores para Iliria y las tres Galias inmediatamente. Los cónsules y pretores que están en el cargo este año no podrán ir a gobernar una provincia hasta que hayan pasado cinco años, pero en modo alguno podemos permitir que Cayo César continúe gobernando cinco años más, ¿no es cierto? – Cayo Marcelo el Viejo hizo una pausa; en aquel rostro moreno, no carente de atractivo, se reflejaba el regocijo. Nadie habló, así que continuó-: Como todos los presentes aquí hoy sabemos, Cayo César ha obrado prodigios en sus provincias. Hace ocho años empezó con Iliria, la Galia Cisalpina y la Galia Transalpina, que formaban la provincia de la Galia romana. Hace ocho años empezó con dos legiones destinadas en la Galia Cisalpina y una en la Provenza. Hace ocho años empezó a gobernar tres provincias que se encontraban en paz, tal como habían estado durante mucho tiempo. Y durante su primer año el Senado le permitió actuar para impedir que la migratoria tribu de los helvecios entrase en la Provenza. Pero ello no le autorizaba a entrar en aquella región conocida como Galia Comata y hacer la guerra contra Ariovisto, rey de los germanos suevos, que tenían el título de amigos y aliados del pueblo de Roma. Ello no le autorizaba a reclutar más legiones. No le autorizaba, después de someter al rey Ariovisto, a marchar más allá hasta adentrarse en la Galia de los cabelleras largas y entablar una guerra con las tribus que no tenían alianzas con Roma. Ello no le autorizaba a establecer colonias de, por así decir, ciudadanos romanos más allá del río Po en la Galia Cisalpina. Ello no le autorizaba a reclutar y numerar sus legiones de galos italianos no ciudadanos como si fueran legiones en toda regla y completamente romanas. Ello no le autorizaba a hacer la guerra, la paz, ni a llevar a cabo tratados o arreglos en la Galia de los cabelleras largas. Ello tampoco le autorizaba a maltratar a embajadores de buena posición procedentes de ciertas tribus germánicas.

–¡Muy bien, muy bien! – gritó Catón.

Los senadores murmuraron, se removieron, parecían incómodos; Curión estaba sentado en el banco tribunicio y miraba a lo lejos; Pompeyo también estaba sentado, muy quieto, y seguía mirando su propio rostro al fondo del estrado curul; y Lucio Enobarbo, un hombre calvo y de facciones salvajes, se sentaba con una sonrisa desagradable.

–El Tesoro no puso objeciones a ninguna de esas acciones desautorizadas -apuntó Marco Marcelo el Viejo con afabilidad-. Y tampoco, en general, pusieron objeciones los miembros de este augusto cuerpo. Porque las actividades de Cayo César comportaban grandes beneficios para Roma, para su ejército y para él mismo. Lo convirtieron en un héroe a los ojos de las clases humildes, quienes adoran ver cómo Roma acumula poder y riqueza, y gustan de las valerosas hazañas de sus generales en el extranjero. Esas actividades le capacitaron para comprar lo que era incapaz de conseguir de la buena voluntad de los hombres: partidarios en el Senado, tribunos de la plebe domesticados, una facción dominante en las asambleas tribales de Roma y los rostros de miles de sus soldados entre los votantes de las centurias en el Campo de Marte. Y le permitieron imponer su nuevo estilo de gobernar: le capacitaron para cambiar la sagrada mos maiorum de Roma, según la cual a ningún gobernador romano se le permitía invadir territorios que no pertenecieran a Roma con objeto de conquistarlos sin más motivo que reforzar su gloria personal. Porque, ¿qué tenía Roma que ganar con la conquista de la Galia Comata comparado con lo que tenía que perder? Las vidas de sus ciudadanos, tanto de aquellos que estaban bajo las armas como de los que de algún modo se habían implicado en ocupaciones pacíficas. El odio de pueblos que saben poco de Roma y no quieren tratos con ella. Pueblos que no habían, repito, no habían intentado invadir territorio romano ni propiedades romanas en modo alguno hasta que César les provocó. Roma, en la persona de Cayo César y de su enorme e ilegalmente reclutado ejército, entraron en las tierras de pueblos pacíficos y las arrasaron. ¿Y cuál era el verdadero motivo? Que César se enriqueciese con la venta de un millón de esclavos galos, tantos que de vez en cuando incluso podía permitirse mostrarse generoso y regalar esclavos a aquel enorme e ilegalmente reclutado ejército. Roma se ha visto enriquecida, sí, pero Roma ya es rica gracias a las guerras absolutamente legales y defensivas llevadas a cabo por muchos hombres que ya han muerto y por otros, como nuestro honorable consular Cneo Pompeyo Magno, que se encuentran aquí sentados hoy. ¿Cuál era el verdadero motivo? Convertir a César en un héroe para el pueblo, provocar que esa chusma maleducada y visceral quemase a su hija en nuestro reverenciado Foro Romano y forzar a los magistrados a acceder a que ella fuera depositada en una tumba del Campo de Marte, entre los héroes de Roma. Y digo esto sin intención de insultar en modo alguno al honorable consular Cneo Pompeyo Magno, pues ella era su esposa. Pero el hecho sigue siendo que Cayo César provocó aquella reacción en el pueblo, y fue por Cayo César por quien lo hicieron.

Pompeyo estaba ahora sentado muy erguido; inclinaba la cabeza regiamente hacia Cayo Marcelo el Viejo y parecía que estuviese sufriendo una dolorosa aflicción mezclada con un agudo ataque de vergüenza.

Curión, con el rostro impasible, seguía acomodado en su asiento y escuchaba todo lo que se decía mientras se le hundía el corazón. El discurso era muy bueno, muy razonable y estaba muy bien confeccionado para atraer la atención de los miembros de aquel cuerpo exclusivo con conciencia de superioridad. Sonaba como si fuera correcto, acertado y constitucional. Estaba cayendo extremadamente bien entre los senadores de los bancos de atrás y entre los de las gradas del medio, cuya lealtad oscilaba de un lado a otro como un árbol joven en un vendaval. Para algunos, aquel discurso era incontestable. César era despótico. Pero después de aquel discurso, ¿cómo contrarrestarlo del único modo posible, que era poniendo en evidencia que César en modo alguno era el primero ni el único gobernador y general romano que se había lanzado a conquistar tierras? ¿Y cómo convencer a aquellos ratones lúgubres de que César sabía lo que estaba haciendo, que todo ello era en realidad para salvaguardar Roma, Italia y los territorios de Roma de la invasión de los germanos? Suspiró sin hacer ruido, metió la cabeza entre los hombros y empujó los pies hacia adelante para poder apoyar la espalda contra el frío mármol blanco y azul de la parte frontal del estrado curul.

–Yo digo que ya va siendo hora de que este augusto cuerpo ponga fin a la carrera de ese hombre, Cayo Julio César -continuó Cayo Marcelo el Viejo-. Un hombre cuya familia y relaciones son tan altas que verdaderamente se considera a si mismo por encima de la ley, por encima de los dogmas de la mos maiorum. Es otro Lucio Cornelio Sila. Tiene el derecho por nacimiento, la inteligencia y la habilidad de hacer posible cualquier cosa que desee. Bien, todos nosotros sabemos lo que le ocurrió a Sila. Y también lo que le ocurrió a Roma bajo el poder de Sila. Se tardó más de dos décadas en reparar el daño causado por Sila, las vidas que quitó, las indignidades que nos infligió, el grado de autocracia que acumuló para si mismo y que utilizó sin piedad.

»Yo no digo que Cayo Julio César haya seguido deliberadamente el modelo de Lucio Cornelio Sila. No creo que ésta sea la manera de pensar de los hombres de esas increiblemente antiguas familias patricias. Pienso que se creen que están un poco por debajo de los dioses a los que sinceramente veneran, y que, si se les permite desmandarse, nada queda fuera del alcance de su temeridad o de sus ideas acerca de a qué tienen derecho. – Tomó aliento y miró directamente a Lucio Aurelio Cotta, el tío más joven de César, quien durante todos los años del proconsulado de César había mantenido una imperturbable objetividad-. Todos sabéis que Cayo César espera presentarse como candidato para el consulado in absentia. Para ello tiene que cruzar el pomerium y entrar en la ciudad para presentar su candidatura, y en el momento en que haga eso abandona su imperium. Momento en el cual algunos de los que estamos aquí hoy y yo mismo presentaremos acusaciones contra él por las muchas acciones que ha emprendido sin autorización. ¡ Son acusaciones de traición, padres conscriptos! Reclutar legiones sin autorización, invadir las tierras de pueblos no beligerantes, otorgar nuestra ciudadanía a hombres que no tenían derecho a ella, fundar colonias con esos mismos hombres y llamarlos romanos, asesinar a embajadores que acudieron a él de buena fe. ¡Todas esas actividades son delitos de traición! César tendrá que someterse a juicio bajo muchas acusaciones, y se le declarará culpable. Porque los tribunales serán especiales y habrá más soldados en el Foro Romano que los que Cneo Pompeyo puso allí durante el juicio de Milón. No escapará a su justo castigo. Todos sabéis eso. Así que pensadlo con detenimiento.

»Voy a proponer una moción para despojar a Cayo Julio César de su imperium, de sus provincias y de su ejército, y lo haré per discessionem, por división de la Cámara. Además, propongo que a Cayo César se le despoje de toda su autoridad proconsular, de su imperium y de sus derechos en el mismo día de hoy, las calendas de marzo, en el año del consulado de Lucio Emilio Lépido Paulo y Cayo Claudio Marcelo.

Curión no se movió, no se irguió en el asiento ni alteró aquel informal estiramiento de piernas. Sólo dijo:

–Veto tu moción, Cayo Marcelo.

El grito ahogado y colectivo de casi cuatrocientos pares de pulmones que se alzó sonó fuerte como el viento, e inmediatamente fue seguido de roces, de murmullos, de taburetes que arrastraban por el suelo y por uno o dos pares de manos que aplaudían.

A Pompeyo se le salían los ojos de las órbitas. Enobarbo emitió un largo aullido y Catón permaneció sentado sin encontrar palabras que pronunciar. Cayo Marcelo el Viejo fue quien se recuperó antes que nadie.

–Propongo que a Cayo Julio César se le despoje de su imperium, de sus provincias y de su ejército en este mismo día, las calendas de marzo, en el año del consulado de Lucio Emilio Lépido Paulo y de Cayo Claudio Marcelo -dijo en voz muy alta.

–Veto tu moción, cónsul junior -repitió Curión.

Se produjo entonces un curioso silencio durante el que nadie se movió ni habló. Todos los ojos estaban clavados en Curión, cuya cara permanecía fuera de la vista de aquellos senadores que se encontraban en el estrado curul, pero resultaba visible para todos los demás.

Catón se puso en pie de un salto.

–¡Traidor! – rugió-. ¡Traidor, traidor, traidor! ¡Que lo detengan!

–¡Oh, tonterías! – exclamó Curión, y se levantó del banco y se adelantó hacia el centro del suelo púrpura y blanco, donde se detuvo con los pies separados y la cabeza alta-. ¡Eso son tonterías, Catón, y tú lo sabes! Lo único que tus sapitos y tú aprobasteis fue un decreto senatorial que no tiene validez ante la ley ni la más leve y remota relevancia para la constitución. ¡Ningún decreto senatorial que no esté apoyado por una ley marcial puede privar a un tribuno de la plebe elegido en toda regla de su derecho a interponer el veto! ¡Yo veto la moción del cónsul junior, y seguiré vetándola! ¡Tengo derecho a ello! ¡Y no intentéis decirme que me sacaréis y mejuzgaréis por traición en un juicio rápido y luego me arrojaréis por el borde del monte Tarpeyo! ¡La plebe nunca lo consentiría! ¿Quién te crees que eres, un patricio de los de antes de que la plebe pusiera a los patricios en el lugar que les corresponde? ¡Para ser alguien que suelta unas peroratas interminables acerca de la arrogancia y la conducta sin respeto a la ley de los patricios, Catón, tú te comportas de forma notable como uno de ellos. ¡Pues bien, son tonterías! ¡Siéntate y cierra la boca! ¡Yo veto la moción del cónsul junior!

–¡Oh, maravilloso! – gritó una voz desde más allá de las puertas abiertas-. ¡Curión, te adoro! ¡Te venero! ¡Es maravilloso, maravilloso!

Y allí estaba de pie Fulvia, rodeada de un halo de luz que entraba del jardín; tenía el vientre inconfundible abultado debajo de la túnica de color naranja y azafrán, y el bonito rostro iluminado.

Cayo Marcelo el Viejo tragó saliva; todo su cuerpo comenzó a temblar y acabó por perder los nervios.

–¡Lictores, sacad de aquí a esa mujer inmediatamente! – ordenó a grandes voces-. ¡Arrojadla a las calles, que es el lugar que le corresponde!

–¡No os atreváis a ponerle ni un dedo encima! – dijo Curión con desprecio-. ¿Dónde dice que un ciudadano romano de cualquiera de los dos sexos no puede escuchar desde el exterior cuando las puertas del Senado están abiertas? ¡Tocad a la nieta de Cayo Sempronio Graco y seréis linchados por esa chusma maleducada e irascible que vosotros despreciáis, Marcelo!

Los lictores titubearon y Curión aprovechó la ocasión. Caminó con paso majestuoso, cogió a su esposa por los hombros y la besó ardientemente.

–Vete a casa, Fulvia, eres una buena chica.

Y Fulvia, sonriendo vaporosamente, se marchó.

Curión regresó al centro de la pista y le sonrió con ironía a Marcelo el Viejo.

–¡Lictores, detened de inmediato a este hombre! – dijo con voz temblorosa Cayo Marcelo el Viejo, tan enfadado que tenía algunas burbujas de saliva acumuladas en las comisuras de los labios y temblaba violentamente-. ¡Detenedle! ¡Yo lo acuso de traición y declaro que no es apto para estar en libertad! ¡Arrojadlo a las Lautumiae!

–¡Lictores, yo os ordeno que os quedéis donde estáis! – les dijo Curión con una autoridad impresionante-. ¡Soy un tribuno de la plebe a quien se le está obstaculizando en el cumplimiento de sus deberes tribunicios! ¡He ejercido mi veto en una asamblea legal de hombres senatoriales, como es mi derecho, y no existe ningún decreto de emergencia que me impida hacerlo así! ¡Os ordeno que detengáis al cónsul junior por intentar obstruir a un tribuno de la plebe mientras está ejerciendo sus derechos inviolables! ¡Detened al cónsul junior!

Paralizado hasta aquel momento, Paulo se puso trabajosamente en pie y le hizo una seña al jefe de sus lictores, que tenía en las manos las fasces, para que diese unos golpes en el suelo con el haz de varas.

–¡Orden! ¡Orden! – rugió Paulo-. ¡Quiero orden! ¡Esta reunión tiene que llevarse a cabo en orden!

–¡Es mi reunión, no la tuya! – le gritó Marcelo el Viejo-. ¡Manténte al margen, Paulo, te lo advierto!

–¡Yo soy el cónsul que tiene las fasces, y eso significa que la reunión es mía, cónsul junior! – gritó con voz de trueno el habitualmente letárgico Paulo-. ¡Siéntate! ¡Que se siente todo el mundo! ¡O tenemos orden o haré que mis lictores disuelvan esta reunión! ¡Por la fuerza si hace falta! ¡Cierra la boca, Catón! ¡Ni lo pienses siquiera, Enobarbo! ¡Quiero orden! – Miró con enojo al impenitente Curión, que parecía un perrito especialmente travieso que saltara sin asustarse entre una manada de lobos-. Cayo Escribonio Curión, respeto tu derecho a ejercer el veto, y estoy de acuerdo en que obstruir tu derecho es anticonstitucional. Pero creo que esta Cámara meréce oír los motivos por los que has interpuesto el veto. Tienes la palabra.

Curión asintió, se pasó la mano por la cabeza pelirroja y pareció hambriento porque aquello le daba una oportunidad de lamerse los labios. ¡Oh, lo que daría por un trago de agua! Pero pedirlo sería una debilidad.

–Mi agradecimiento, cónsul senior. No hay necesidad de extenderse sobre las medidas legales que ciertos hombres aquí presentes puedan proyectar para tomarlas contra el cónsul Cayo Julio César. Esas medidas no tienen relevancia alguna, y ha sido inapropiado que el cónsul junior las haya mencionado en su discurso. Tendría que haberse limitado a enumerar los motivos por los que desea proponer que se despoje a Cayo César de su proconsulado y de sus provincias.

Curión avanzó hasta el mismo borde de la pista y permaneció de pie de espaldas a las puertas, ahora cerradas. Desde aquel lugar estratégico podía ver todas las caras, incluidas las del estrado curul, y toda la estatua de Pompeyo.

–El cónsul junior ha declarado que Cayo César invadió pacíficos territorios no romanos para realzar su propia gloria personal. Pero no es así. Ariovisto, el rey de los germanos suevos, firmó un tratado con la tribu celta de los secuanos para asentarse en un tercio de las tierras de éstos, y fue para animar una actitud amistosa por parte de los germanos por lo que el mismísimo Cayo César le aseguró al rey Ariovisto el título de amigo y aliado del pueblo de Roma. Pero el rey Ariovisto rompió el tratado al traer a esta parte del río Rin a muchos más suevos de lo que permitía el tratado y al desvalijar a los secuanos. Los cuales a su vez amenazaron a los eduos, que han disfrutado del título de amigos y aliados del pueblo de Roma desde hace mucho tiempo. Cayo César actuó para proteger a los eduos, tal como tenía obligación de hacer según los términos del tratado que los eduos tienen con nosotros.

»Más tarde decidió, después de toparse con el poder de los germanos en persona -continuó diciendo Curión-, buscar tratados de amistad para Roma entre los pueblos celtas y belgas de la Galia Comata, y fue por ese motivo por el que entró en sus tierras, no para hacer la guerra.

–¡Oh, Curión, nunca pensé que vería alguna vez al hijo de tu padre rebozarse con la mierda de Cayo César y limpiársela a lametazos! – exclamó Marco Marcelo-.¡Gerrae! ¡Tonterías! ¡Un hombre que quiere hacer tratados no avanza a la cabeza de un ejército, y eso es lo que hizo César!

–¡Orden! – pidió Paulo con voz potente.

Curión movió la cabeza de un lado a otro, como si deplorase la estupidez de Marco Marcelo.

–Avanzó con un ejército porque es un hombre prudente, Marco Marcelo, no un tonto como tú. Ninguna pilum romana se arrojó en un acto de agresión que no fuera provocado, ni se destrozaron las tierras de ninguna tribu. César cerró tratados de amistad, tratados tangibles y legalmente vinculantes, todos los cuales están clavados en las paredes de Júpiter Feretrio… ¡Ve a verlos si dudas de mí! Sólo cuando se qUe’brantaron esos tratados por el uso de la fuerza de los galos, se lanzó alguna pilum romana, se desenvainó una espada romana. ¡Lee los siete Comentarios de Cayo César! ¡Puedes comprarlos en cualquier librería! Porque parece que no oíste hablar cuando se enviaron a este augusto cuerpo en forma de despachos oficiales.

–¡Tú no eres digno de llamarte Escribonio Curión! – le espetó Catón amargamente-. ¡Traidor!

–¡Soy lo bastante digno de ello como para querer que salgan a la luz los dos lados de este asunto! – le dijo con brusquedad Curión frunciendo el ceño-. ¡No he interpuesto mi veto por ningún otro motivo más que el hecho de que he visto claramente que el cónsul junior y el resto de los boni no están dispuestos a tolerar que nadie defienda a un hombre que no está aquí para defenderse a si mismo! No me gusta la idea de castigar a nadie sin permitirle que se defienda. Y me parece que es una cosa digna de un tribuno de la plebe el encargarse de que se haga justicia. Repito, Cayo César no fue el agresor en la Galia de los cabelleras largas.

»En cuanto a las alegaciones de que César reclutó legiones sin autoridad para hacerlo, quiero recordaros que vosotros mismos disteis el visto bueno al reclutamiento de cada una de esas legiones, ¡y acordasteis pagarlas!, cuando la situación en la Galia se fue haciendo cada vez más grave.

–¡Después del hecho consumado! – le gritó Enobarbo-. ¡Se dio el visto bueno después del hecho consumado! ¡Y eso ante la ley no constituye ninguna autorización!

–Siento mucho no estar de acuerdo, Lucio Domicio. ¿Qué me dices de las muchas acciones de gracias a César que esta Cámara ha votado? ¿Y acaso alguna vez se ha quejado el Tesoro de que las riquezas que Cayo César vertió en él fueran riquezas que no estaban aprobadas ni se deseaban ni se necesitaban? Los gobiernos nunca tienen bastante dinero, porque los gobiernos no ganan dinero, lo único que hacen es gastarlo. – Curión se volvió para mirar directamente a Bruto, quien se encogió visiblemente-. Yo no veo ninguna prueba de que los boni encuentren las acciones de sus propios partidarios reprobables, pero ¿qué clase de acción preferiría la mayoría de esta Cámara? ¿Las represalias directas, sin disimular y muy legales de Cayo César en la Galia, o las represalias furtivas, crueles y muy poco legales que Marco Bruto tomó contra los ancianos de la ciudad de Salamina en Chipre cuando no pudieron pagar el cuarenta y ocho por ciento de interés compuesto que los secuaces de Bruto les exigían? He oído decir que Cayo César juzgó a ciertos jefes de tribu galos y los ejecutó. He oído decir que Cayo César mató a muchos jefes de tribu galos en una batalla. He oído decir que Cayo César hizo cortar las manos de cuatro mil hombres galos que habían guerreado espantosamente contra Roma en Alesia y Uxellodunum. ¡Pero en ninguna parte he oído que Cayo César prestase dinero a no ciudadanos y luego los encerrase en su propia sala de reuniones hasta que murieran de hambre! ¡Y eso es lo que hizo Marco Bruto, este eminente ejemplo de todo lo que un joven senador romano debería ser!

–Eso es una infamia, Cayo Curión -protestó Bruto hablando entre dientes-. Los ancianos de Salamina no murieron porque yo provocase su muerte.

–Pero lo sabes todo acerca de ellos, ¿verdad?

–¡A través de las maliciosas cartas de Cicerón, sí!

Curión continuó hablando.

–En cuanto a las alegaciones de que César concedió ilegalmente la ciudadanía romana, decidme: ¿en qué ha actuado él, aunque sea un poco, en modo diferente al modo en que actuó nuestro querido pero inconstitucional Cneo Pompeyo Magno? ¿O Cayo Mario, antes que él? ¿O cualquiera de los muchos otros gobernadores provinciales que fundaron colonias? ¿Quién reclutó a hombres con los Derechos Latinos en vez de hacerlo con la plena ciudadanía? Nos movemos en un terreno difícil, padres conscriptos, que no puede decirse que haya empezado con Cayo César. Se ha convertido en una parte de la mos maiorum recompensar a hombres que poseen los Derechos Latinos con la plena ciudadanía cuando sirven en los ejércitos de Roma legal, fielmente, y muy a menudo heroicamente. ¡Y ninguna de las legiones de César puede considerarse una mera legión auxiliar, llena de no ciudadanos! En cada una de esas legiones hay ciudadanos romanos sirviendo en ella.

Cayo Marcelo el Viejo hizo una mueca de burla y desprecio.

–¡Para ser alguien que dice que éste no es el momento ni el lugar de hablar de las acusaciones de traición que se presentarán contra Cayo César en cuanto deponga su imperium, Cayo Curión, te has pasado mucho rato hablando como si fueras tú quien representase la defensa de César en esos juicios!

–Sí, puede que parezca eso -aceptó Curión enérgicamente-. Sin embargo, ahora llegaré al meollo del asunto, Cayo Marcelo. Está contenido en la carta que este cuerpo le envió a Cayo César a principios del año pasado. César escribió pidiéndole al Senado que lo tratase exactamente igual que había tratado a Cneo Pompeyo Magno, quien se presentó como candidato a cónsul sin colega in absentia porque estaba a la vez gobernando las Hispanias y cuidando del suministro de grano de Roma. ¡Bueno, claro, no hay ningún problema!, dijeron los padres conscriptos ratificando muy gustosamente una de las medidas más inconstitucionales que se hayan concebido nunca en las fértiles mentes de esta Cámara, y lo hicieron con grandes prisas a través de una asamblea tribal de escasa asistencia. Pero para Cayo César, el igual de Pompeyo Magno en todos los aspectos, esta Cámara no encontró nada mejor que decir que… ¡come un poco de mierda, César! – El pequeño y valiente terrier enseñó los dientes-. Yo os diré lo que pienso hacer, padres conscriptos. Continuaré ejerciendo mi veto en el asunto de los cargos de gobernador de Cayo César en sus provincias hasta que el Senado acuerde tratar a Cayo César exactamente del mismo modo en que se complace en tratar a Cneo Pompeyo Magno. Retiraré mi veto con una condición: ¡que sea lo que sea lo que se le haga a Cayo César, se le haga también en el mismo y preciso momento a Cneo Pompeyo! ¡Si esta Cámara despoja a Cayo César de su imperium, de sus provincias y de su ejército, entonces esta Cámara debe también en el mismo instante despojar a Cneo Pompeyo de su imperium, de sus provincias y de su ejército!

Todos se irguieron en sus asientos. Pompeyo estaba mirando fijamente a Curión en lugar de estar admirando su propia estatua, y la pequeña banda de consulares de los que se pensaba que tenían algún tipo de alianza con César lucían unas sonrisas de oreja a oreja.

–¡Así se habla, Curión! – gritó Lucio Pisón.

–¡Tace! – voceó Apio Claudio, que aborrecía a Lucio Pisón.

–¡Yo propongo que se despoje a Cayo César de su imperium, de sus provincias y de su ejército en este mismo día! ¡Despojado! – gritó Cayo Marcelo el Viejo.

–Pues yo interpongo mi veto a esa moción, cónsul junior, hasta que añadas a ella que también a Cneo Pompeyo se le despoje de su imperium, de sus provincias y de su ejército en este mismo día. ¡Despojado!

–¡Esta Cámara decretó que si alguien trataba de interponer un veto al hablar del tema del consulado de César, se consideraría como traición! ¡De modo que tú eres un traidor, Curión, y haré que mueras por ello!

–¡También veto eso, Marcelo!

Paulo se dio impulso y se puso en pie.

–¡Se disuelve la reunión! – rugió-. ¡La Cámara queda disuelta! ¡Salid de aquí todos vosotros!

Pompeyo se quedó sentado en el taburete sin moverse mientras los senadores salían a toda prisa de su curia, aunque ahora no hallaba gozo en contemplar su propio rostro en el estrado curul. Y, significativamente, ni Catón, ni Enobarbo, ni Bruto ni ningún otro miembro de los boni hizo el menor ademán de dirigirse hacia él, cosa que Pompeyo quizá hubiera podido interpretar como una petición de acercarse a hablar. Sólo Metelo Escipión se reunió con él, y cuando los senadores acabaron de salir, ellos dos salieron juntos de la deslumbrante Cámara.

–Estoy atónito -comentó Pompeyo.

–Pero no más que yo.

–¿Qué le he hecho yo a Curión?

–Nada.

–¿Pues por qué me ha puesto en evidencia?

–No lo sé.

–Está comprado por César.

–Pues nos hemos enterado ahora.

–Sin embargo nunca me gustó. Solía llamarme toda clase de cosas desagradables cuando César era cónsul y luego, después de que César partió para la Galia, continuó igual.

–Antes de venderse a César pertenecía a Publio Clodio, todos sabemos eso. Y Clodio te odiaba entonces.

–¿Por qué la ha tomado conmigo?

–Porque eres enemigo de César, Pompeyo.

Los brillantes ojos azules trataron de ensancharse en la regordeta cara de Pompeyo.

–¡Yo no soy enemigo de César! – exclamó Pompeyo lleno de indignación.

–Bobadas. Pues claro que lo eres.

–¿Cómo puedes decir eso, Escipión? No eres famoso precisamente por tu inteligencia.

–En eso tienes razón -aceptó Metelo Escipión sin ofenderse-. Por eso al principio yo no sabía por qué te había puesto a ti en evidencia. Pero luego llegué a deducirlo. Recordé lo que Catón y Bíbulo decían siempre, que estás celoso de la habilidad de César. Que en lo más profundo de tu corazón tienes miedo de que César sea mejor que tú.

No habían salido de la Curia Pompeya por las puertas que daban al exterior, sino que habían elegido hacerlo por una pequeña puerta interior; al hacer uso de ella fueron a dar al peristilo de la villa que Pompeyo había construido pegada al complejo del teatro igual que, según decía Cicerón, una barquita detrás de un yate.

El primer hombre de Roma se mordió con fuerza los labios y no se encolerizó. Metelo Escipión siempre decía exactamente lo que pensaba porque no le importaba en absoluto la buena opinión que los demás tuvieran de él, pues alguien que había nacido Cornelio Escipión y tenía también sangre de Emilio Paulo en sus venas no necesitaba que los demás tuviesen buena opinión de él; ni siquiera el primer hombre de Roma. Porque Metelo Escipión poseía unos antepasados más que impecables. También poseía la inmensa fortuna que había caído sobre él después de su adopción en el seno de la familia plebeya de los Cecilios Metelos.

Si, bueno, era cierto, aunque Pompeyo no podía admitirlo en voz alta. Hubo recelos en los primeros años de la carrera de César en la Galia de los cabelleras largas, y Vercingetórix los confirmó, les dio una forma concreta. Pompeyo devoró el despacho enviado al Senado que detallaba las proezas de aquel año: su año de consulado por tercera vez, y la mitad de él sin colega. Eclipsado. Ni un error militar. ¡Qué consumadamente habilidoso era aquel hombre! Con qué increíble rapidez se movía, qué decidido era en sus estrategias, qué flexible en sus tácticas. ¡Y qué ejército tenía! ¿Cómo lograba hacer que sus hombres lo venerasen como a un dios? Porque así era, lo veneraban. Les hacía pasar penalidades a través de dos metros de nieve, los agotaba, les pedía que pasaran hambre por él, los sacaba de los campamentos donde estaban acantonados en invierno y les hacía trabajar aún más. ¡Oh, qué tontos eran los hombres que atribuían todo eso a la generosidad de César! Unas tropas avariciosas que peleasen únicamente por dinero nunca estarían dispuestas a morir por su general, pero las tropas de César estaban dispuestas a morir por él cien veces.

Yo nunca he tenido ese don, aunque creí que sí lo tenía en los tiempos en que llamé a mis protegidos picentinos y me marché a guerrear junto a Sila. Entonces yo creía en mí mismo, y creí que mis legionarios picentinos me amaban. Quizá Hispania y Sertorio me quitaron ese don. Tuve que esforzarme mucho en aquella campaña, tuve que ver morir a mis tropas por culpa de mis propias meteduras de pata militares. Él nunca ha metido la pata. Hispania y Sertorio me enseñaron que, por supuesto, los números cuentan mucho, que es prudente tener más peso que el enemigo en el campo de batalla. Nunca he vuelto a luchar en inferioridad numérica desde entonces. Y nunca volveré a hacerlo. Pero él silo hace. César cree en si mismo; nunca lo asalta la duda. Se mete tranquilamente en una batalla con una inferioridad numérica tal que da risa. Y sin embargo no malgasta hombres ni busca batalla. Prefiere hacerlo pacíficamente si puede. Luego da la vuelta por completo y les corta las manos a cuatro mil galos. Y dice que ésa es la manera de asegurar un cese de hostilidades duradero. Probablemente tenga razón. ¿Cuántos hombres perdió en Gergovia? ¿Setecientos? ¡Y lloró por ello! En Hispania yo perdí casi diez veces ese número en una sola batalla, pero no fui capaz de llorar. Quizá lo que más temo es esa espantosa cordura suya. Incluso cuando le da un arranque de ese genio tan impresionante que tiene, permanece en condiciones de pensar con realismo, de hacer que los hechos se vuelvan en su favor. Si, Escipión tiene razón. En lo más hondo de mi corazón tengo miedo de que César sea mejor que yo…

Su esposa salió a recibirles en el atrio y le ofreció la fresca mejilla para que la besase; luego le sonrió radiante a aquel loco que era su padre. Oh, Julia, ¿dónde estás? ¿Por qué tuviste que marcharte? ¿Por qué esta mujer no podría ser como tú? ¿Por qué ésta tenía que ser tan fría?

–Pensé que la reunión no terminaría antes de la puesta de sol, pero naturalmente ordené que hicieran cena suficiente para todos nosotros -les dijo Cornelia Metela mientras los acompañaba al comedor.

Era una mujer bastante atractiva, por esa parte no había nada malo en casarse con ella. Tenía el pelo castaño espeso y brillante y lo llevaba enrollado en trenzas que le cubrían en parte las orejas; la boca era lo bastante carnosa como para que apeteciera besarla, los pechos considerablemente más abundantes que los de Julia. Y los ojos grises estaban bastante espaciados, aunque tenía los párpados un poco abultados. Se había sometido al lecho matrimonial con resignación encomiable; había perdido la virginidad porque había estado casada con Publio Craso, aunque no era, según descubrió Pompeyo, ni lo bastante experta ni lo bastante ardiente como para querer aprender a disfrutar de lo que los hombres les hacen a las mujeres. Pompeyo se enorgullecía de sí mismo por sus habilidades como amante, pero Cornelia Metela lo había derrotado. En conjunto, ella no mostraba desagrado ni repugnancia, pero seis años de matrimonio con la deliciosamente entusiasta Julia, que se excitaba fácilmente, lo habían sensibilizado de un modo peculiar; el antiguo Pompeyo nunca se habría fijado, pero el Pompeyo de después de Julia era incómodamente consciente de que una parte de la mente de Cornelia Metela estaba pensando en la tontería que era aquello mientras él le besaba los pechos o se apretaba con fuerza contra ella. Y la única vez que Pompeyo jugueteó con la lengua entre los labios de la vulva de Cornelia Metela para provocar una auténtica reacción, obtuvo, en efecto, dicha reacción: ella se apartó hacia atrás con ofendida repulsión.

–¡No hagas eso! – le dijo Cornelia Metela con un gruñido-. ¡Es asqueroso!

O quizá, pensó el Pompeyo de después de Julia, eso la habría llevado a un placer irresistible. Y Cornelia Metela quería ser dueña de sí misma.

Catón se fue andando solo a su casa. Echaba mucho de menos a Bíbulo. Sin él las filas de los boni se habían hecho débiles, por lo menos en lo que de habilidad se trataba. Los tres Claudios Marcelos eran hombres bastante buenos, y el mediano prometía mucho, pero les faltaba el odio apasionado de muchos años hacia César, odio que Bíbulo cuidaba y nutría. Y tampoco conocían a César como lo conocía Bíbulo. Catón sabía apreciar el motivo que había detrás de la ley de cinco años que trataba del gobierno de las provincias, pero ni Bíbulo ni él se habían dado cuenta de que la primera víctima de dicha ley sería el propio Bíbulo. De modo que allí estaba ahora, atascado en Siria y teniendo que aguantar nada menos que a aquel pomposo y tonto santurrón de Cicerón de vecino en Cilicia. Y, además, se esperaba que Bibulo hiciera sus guerras formando tándem con Cicerón. ¿Cómo era posible que el Senado pensase que un equipo compuesto por un caballo de paseo y un caballo de carga tirasen juntos del carro de Marte de modo satisfactorio? Mientras Bíbulo se las arreglaba bien con los partos a través del secuaz que había comprado, el noble parto Ornadapates, Cicerón se pasó cincuenta y siete días asediando Pindenissus, en la Capadocia oriental. ¡Cincuenta y siete días! ¡Cincuenta y siete días para asegurarse la capitulación de una nadería! ¡Y en el mismo año en que César construyó cuarenta kilómetros de fortificaciones y tomó Alesia en treinta días! El contraste resultaba tan manifiesto que no era de extrañar que el Senado sonriera cuando llegó el despacho de Cicerón, en cuarenta y cinco días. ¡Doce días menos para que una comunicación llegase a Roma desde el este de Capadocia de lo que se había tardado en el asedio de Pindenissus!

Catón entró en su casa. Desde que se había divorciado de Marcia le habían resultado inútiles muchos criados y se había deshecho de ellos, y después de que Porcia se casó con Bíbulo y se fue de casa, vendió más esclavos todavía. Ni él ni los dos filósofos domésticos que vivían con él, Atenodoro Cordilión y Estatilo, tenían interés por la comida más allá del hecho de que era necesaria para vivir, así que el personal de la cocina estaba formado sólo por un hombre que se hacía llamar cocinero y un muchacho que lo ayudaba. Tener mayordomo era un despilfarro, y Catón podía pasarse sin tenerlo. Había un hombre para hacer la limpieza e ir a la compra (Catón comprobaba todas las cuentas y repartía el dinero personalmente), y la poca ropa sucia se enviaba a lavar fuera de casa. Todo lo cual había reducido los gastos de la casa a diez mil sestercios al año. Más el vino, que triplicaba esa cifra a pesar de que era del peor prensado y tenía un sabor horriblemente avinagrado. Irrelevante. Catón y sus dos filósofos bebían por el efecto, no por el sabor. El sabor era una complacencia para hombres ricos, hombres como Quinto Hortensio, que se había casado con Marcia.

La idea le venía a la memoria, le quemaba, le pinchaba, no quería desvanecerse en aquel día tan decepcionante. Marcia. Marcia. Todavía recordaba el aspecto que ella tenía la primera vez que la vio fugazmente, cuando él fue a la casa de Lucio Marcio Filipo a cenar. Hacia ahora siete años menos un par de meses. Estaba eufórico por lo que había logrado hacer por Roma como resultado de aquel horrible mando especial que Publio Clodio le obligó a aceptar, la anexión de Chipre. Bien, él anexionó Chipre debidamente, y se encogió de hombros cuando le informaron de que el regente egipcio, Ptolomeo el Chipriota, se había suicidado. Después procedió a vender todos los tesoros y obras de arte para obtener dinero en efectivo y lo puso en dos mil cofres: siete mil talentos en total. Llevaba dos juegos de libros, uno de cuya custodia se encargaba personalmente y otro que le había dado a Filargiro, su esclavo manumitido. ¡Nadie en el Senado iba a tener dónde basarse para acusar a Catón de tener las manos demasiado largas! Uno u otro de los dos juegos de cuentas llegaría a Roma intacto, Catón estaba seguro de ello.

Apremió a la flota real para que se pusiera en servicio a fin de llevar a casa los dos mil cofres de dinero; ¿por qué gastar dinero alquilando una flota cuando había una a mano? Luego ideó una manera de recuperar los cofres en el caso de que un barco se hundiera durante la travesía: atar treinta metros de cuerda a cada cofre y sujetar un gran pedazo de corcho al final de cada cuerda. Así, si un barco se hundía, las cuerdas se desenrollarían y los corchos saldrían flotando a la superficie, lo que permitiría que se pudiera tirar de los cofres hacia arriba y recuperarlos. Como una garantía más de seguridad, puso a Filargiro y a su lote de libros de cuentas en un barco bien alejado del suyo.

Los barcos reales chipriotas eran muy bonitos, pero no estaban pensados para navegar por las aguas abiertas del Mare Nostrum en lugares como el cabo Ténaro, al fondo del Peloponeso. Eran birremes sin cubierta que se asentaban en el agua, con dos hombres en cada remo, y tenían además una pequeña vela. Eso significaba, naturalmente, que no había cubierta que impidiera que las cuerdas atadas al corcho se desenrollasen en el caso de que se hundiese un barco. Pero el tiempo fue en general bueno, aunque lo estropeó una tormenta cuando la flota rodeaba el Peloponeso. Aun así, sólo se hundió un barco: el que llevaba a Filargiro y a su segundo juego de libros de contabilidad. Cuando después registraron el mar en calma, no apareció ningún pedazo de corcho flotando, por desgracia. Catón había subestimado enormemente la profundidad de las aguas.

Sin embargo, la pérdida de sólo un barco entre tantos no estaba tan mal. Catón y el resto de las naves buscaron refugio en Corcira cuando les parecía probable que se desencadenara otra tormenta. Desgraciadamente, aquella hermosa isla no podía proporcionar techo a una horda de visitantes inesperados, los cuales se vieron obligados a levantar tiendas en el ágora de la aldea portuaria donde fueron a parar. Fiel a los principios del estoicismo, Catón eligió una tienda en lugar de aprovecharse de la casa del ciudadano más rico. Como hacía mucho frío, los marineros chipriotas encendieron una gran hoguera para calentarse. La amenazadora galerna llegó finalmente, y algunas ramas de la hoguera volaron por todas partes. La tienda de Catón ardió por completo, y con ella el juego de libros de contabilidad.

Asolado por la pérdida, Catón se dio cuenta de que nunca Podría probar que no se había quedado con parte de los beneficios de la anexión de Chipre. Quizá por eso prefirió no confiar sus cofres de dinero a la vía Apia, y en lugar de eso navegó con la flota hasta dar la vuelta a la bota de Italia y, subiendo por la costa occidental, recaló en Ostia y pudo, porque los barcos eran de calado poco profundo, navegar río arriba por el Tíber hasta los muelles del puerto de Roma.

La mayor parte de la ciudad acudió a recibirle, de tan novedosa que era aquella vista; entre los que formaban el comité de bienvenida estaba el cónsul junior de aquel año, Lucio Marcio Filipo, un hombre de buen paladar, un vividor, un epicúreo. Todo lo que Catón más despreciaba. Pero despúés de que Catón hubo supervisado el porte de aquellos dos mil cofres al Tesoro (el barco de Filargiro no llevaba muchos a bordo), debajo delTemplo de Saturno, aceptó la invitación de Filipo para cenar.

–El Senado se consume de admiración, mi querido Catón -le dijo Filipo mientras lo saludaba a la puerta-. Te tienen preparados honores de todas clases, incluido el derecho a llevar puesta la toga praetexta en las grandes ocasiones públicas, y también un acto de acción de gracias público.

–¡No! – ladró Catón con voz fuerte-. No aceptaré honores por cumplir con un deber que estaba claramente expuesto en las condiciones de mi mando, así que no os molestéis en hacerlos públicos y mucho menos en someterlos a votación. Sólo pido que el esclavo Nicias, que era el camarero de Ptolomeo el Chipriota, sea manumitido y se le conceda la ciudadanía romana. Sin la ayuda de Nicias yo no habría tenido éxito en mi tarea.

Filipo, un hombre moreno muy apuesto, se vio movido a parpadear, aunque no a discutir. Condujo a Catón al comedor, exquisitamente amueblado, lo acomodó en el locus consularis, posición de honor en su propio canapé, y le presentó a sus hijos, que se encontraban tumbados juntos en el lectus imus. Lucio Junior tenía veintiséis años, era tan moreno como su padre y aún más apuesto, y Quinto tenía veintitrés e inspiraba algo menos en lo que se refería a colorido y aspecto.

Había dos sillas dispuestas en el extremo más alejado del lectus medius, el canapé donde Filipo y Catón estaban reclinados, y también había una mesa baja que contendría los alimentos y que separaba las sillas del canapé.

–Quizá no sepas que he vuelto a casarme hace poco -le comentó Filipo hablando lentamente.

–¿Ah, sí? – le preguntó Catón, Incómodo.

Odiaba aquellas cenas que eran una obligación social, porque al parecer siempre reunían a personas con las que él no tenía absolutamente nada en común, ya se tratara de inclinaciones políticas o filosóficas.

–Sí. Me he casado con Acia, la viuda de mi querido amigo Cayo Octavio.

–Acia… ¿quién es?

Filipo se echó a reír de todo corazón, y sus dos hijos esbozaron una sonrisa.

–¡Si una mujer no es una Porcia ni una Domicia, Catón, no sabes quién es! Acia es la hija de Marco Acio Balbo, de Aricia, y de la más joven de las hermanas de César.

Sintiendo que se le tensaba la piel de la barbilla, Catón esbozó el rictus de una sonrisa.

–La sobrina de César -concluyó.

–Eso es, la sobrina de César.

Catón se esforzó por ser amable.

–¿De quién es la otra silla?

–De Marcia, mi única hija. La más pequeña.

–Que no es todavía lo suficientemente mayor para casarse, evidentemente.

–En realidad ya ha cumplido los dieciocho años. Estaba prometida al joven Publio Cornelio Léntulo, pero éste murió. Todavía no me he decidido por otro marido.

–¿Tiene Acia hijos de Cayo Octavio?

–Dos, una hija y un hijo. Y también una hijastra, una hija que Octavio tuvo con una Ancaria -le informó Filipo.

En aquel momento entraron las dos mujeres, que producían un significativo contraste de belleza. Acia era la típica juliana de pelo dorado y ojos azules, con un claro parecido a la esposa de Cayo Mario y una impresionante gracia en el movimiento; Marcia tenía el pelo negro y los ojos también negros, y se parecía mucho a su hermano mayor, que no le quitaba los ojos de encima a la esposa de su padre, según advirtió Catón.

Éste tampoco podía apartar la mirada de la hija de Filipo, que estaba sentada enfrente de él en una silla rígida, con las manos recatadamente juntas sobre el regazo. La muchacha tenía también los ojos clavados en Catón con la misma intensidad.

Se miraron el uno al otro y se enamoraron, algo que Catón nunca había creído que pudiera sucederle, ni Marcia tampoco habría creído que a ella le pasara. Marcia reconoció aquello como lo que era; Catón no.

Marcia le sonrió mostrando al hacerlo unos dientes brillantes y blancos.

–Qué cosa más maravillosa has hecho, Marco Catón -le dijo ella mientras traían el primer plato.

Normalmente Catón habría despreciado la comida, que había ocupado un tiempo considerable en los pensamientos del padre de Marcia: chipirones rellenos, huevos de codorniz, unas aceitunas gigantescas importadas de la Hispania Ulterior, crías de anguila ahumadas, ostras vivas traídas de Bayas, cangrejos de la misma procedencia, camarones con una cremosa salsa de ajo, el mejor aceite de oliva virgen y pan crujiente recién sacado del horno.

–No he hecho nada más que cumplir con mi deber -le contestó Catón con una voz que hasta entonces él ignoraba poseer, muy suave, casi acariciadora-. Roma me encargó que anexionase Chipre y lo he hecho.

–Pero con mucha honradez y cuidado -puntualizó la muchacha dirigiéndole una mirada de adoración.

Catón se sonrojó profundamente, agachó la cabeza y se concentró en comerse las ostras y los cangrejos que estaban absolutamente deliciosos, se vio obligado a admitirlo.

–Anda, prueba los camarones -le sugirió Marcia, y le cogió la mano y la guió hasta la fuente.

El contacto de la muchacha llenó de éxtasis a Catón, y más porque no era capaz de hacer lo que la prudencia le gritaba que hiciera: retirar bruscamente la mano. En lugar de eso, prolongó el contacto haciendo como que se equivocaba de plato, y le sonrió.

¡Qué enormemente atractivo era!, pensó Marcia. ¡Qué nariz tan noble! ¡Qué hermosos ojos grises, tan serios y tan luminosos al mismo tiempo! ¡Qué boca! Y la cabeza, con aquel cabello rojizo dorado, suavemente ondulado y tan pulcramente recortado… Los hombros anchos, el cuello largo y grácil, ni un gramo de carne superflua, las piernas largas y musculosas. ¡Gracias fueran dadas a todos los dioses porque la toga era un estorbo demasiado grande para cenar con ella puesta, y que por eso los hombres se reclinaban vestidos solamente con la túnica!

Catón engulló los camarones mientras se moría de ganas de ponerle uno a ella entre aquellos maravillosos labios, y dejó que Marcia guiase su mano hasta la fuente.

Y mientras aquello tenía lugar, el resto de la familia, asombrados y divertidos, intercambiaban miradas y reprimían sonrisas. No a causa de Marcia, pues a nadie se le ocurría hacerse preguntas acerca de su virtud y obediencia, porque estaba protegida en extremo y siempre haría lo que le dijeran. No, era Catón quien los tenía fascinados. ¿Quién habría soñado nunca con que Catón pudiera hablar con suavidad o deleitarse con el contacto de una mujer? Sólo Filipo era lo bastante mayor para recordar la época, no mucho antes de la guerra contra Espartaco, en que Catón, un joven de veinte años por entonces, estuvo tan violentamente enamorado de Amelia Lépida, la hija de Mamerco que se había casado con Metelo Escipión. Pero aquello, y toda Roma lo había asumido hacía mucho tiempo, mató algo dentro de Catón, qué se casó con una Atilia cuando tenía veintidós años y procedió a tratarla con fría y dura indiferencia. Luego, porque César la sedujo, Catón se divorció de ella y le impidió cualquier contacto con su hija y su hijo, a quienes él crió en una casa completamente vacía de mujeres.

–Deja que te lave las manos -le dijo Marcia.

Se estaban llevando el primer plato y traían el segundo, compuesto de cordero lechal asado, pollito asado, una gran variedad de verduras cocinadas con piñones, lonchas de ajo o queso rallado, cerdo asado con salsa picante y salchichas de cerdo pacientemente recubiertas de capas de miel mientras hervían a fuego lento para que no se quemasen.

Para Filipo, que se contenía porque sabía que su invitado comía frugalmente, aquélla era una cena vulgar. Para Catón, una comida rica e indigesta, pero por Marcia comió de esto y mordisqueó un poco de aquello.

–Tengo entendido que tienes dos hermanastras y también un hermanastro -le dijo Catón.

A Marcia se le iluminó el rostro.

–Sí. ¿Verdad que tengo suerte?

–Entonces es que te caen bien.

–¿Y por qué no iba a ser así? – le preguntó la muchacha con inocencia.

–¿Cuál es tu preferido?

–Oh, eso es fácil -dijo Marcia con afecto-. El pequeño Cayo Octavio.

–¿Y cuántos años tiene?

–Seis, aunque parece que vaya a cumplir sesenta.

Y Catón no se echó a reír con su habitual relincho, sino con una risa muy atractiva.

–Un niño delicioso, entonces.

Marcia frunció el ceño, pensándolo.

–No, nada delicioso, Marco Catón. Yo diría que es fascinante. Por lo menos ése es el adjetivo que utiliza mi padre. Es muy tranquilo y comedido, y nunca deja de pensar. Todo lo disecciona, lo analiza, lo pesa en la balanza. – Hizo una pausa y luego añadió-: Es muy guapo.

–Entonces se parece a su tío abuelo Cayo César -sentenció Catón dejando que su voz adoptase cierta brusquedad por primera vez en la velada.

Marcia se dio cuenta.

–En ciertos aspectos, sí que se parece. Tiene un intelecto formidable. Pero no está dotado para todo, y es muy perezoso cuando se trata de aprender. Odia el griego y no quiere ni intentar aprenderlo.

–Con lo cual quieres decir que Cayo César sí está dotado para todo.

–Bueno, yo creo que eso lo sabe todo el mundo -dijo Marcia pacíficamente.

–¿Dónde están entonces los dones del joven Cayo Octavio?

–En su racionalidad -repuso la muchacha-, en su falta de miedo, en la confianza que tiene en sí mismo, en que siempre está dispuesto a correr riesgos.

–Entonces es igual que su tío abuelo.

Marcia soltó una risita.

–No -dijo-. Se parece más a sí mismo.

Se retiró el plato principal, y Filipo se animó gastronómicamente.

–Marco Catón, tengo un postre nuevo a estrenar para que lo prUe’bes. – Miró las ensaladas, las pastas rellenas de pasas, los pasteles empapados de miel, la enorme variedad de quesos, y movió la cabeza de un lado a otro-. ¡Ah! – exclamó entonces, y el postre nuevo a estrenar apareció: un pedazo de lo que hubiera podido pasar por queso, sólo que éste estaba presentado en una bandeja dentro de otro recipiente grande cargado de… ¿nieve?-. Lo hacen en Mons Fiscellus, el monte Fiscelo, y dentro de un mes no hubieras podido probarlo. Miel, huevos y nata de leche de ovejas de dos años removido dentro de un barril que se mete dentro de otro barril lleno de nieve con sal, y luego lo traen a Roma embalado con más nieve. Yo lo llamo ambrosía de Mons Fiscellus.

Quizá haber hablado del sobrino nieto de César le había dejado a Catón un gusto agrio en la boca; rechazó probarlo y ni siquiera Marcia pudo convencerlo para que lo hiciera.

Poco después las dos mujeres se retiraron, y el placer que Catón sintió en aquella visita a una guarida de epicúreos disminuyó inmediatamente; empezó a sentir náuseas y al final se vio obligado a buscar la letrina para vomitar discretamente. ¿Cómo podía la gente vivir de un modo tan sibarita? ¡Pero si hasta la letrina de Filipo era lujosa! Aunque, admitió, la verdad es que era muy agradable disponer de un chorro de agua fresca para enjuagarse la boca y lavarse las manos después.

Cuando regresaba por la columnata en dirección al comedor, pasó por delante de una puerta abierta.

–¡Marco Catón!

Se detuvo, se asomó y vio a Marcia esperando.

–Entra un momento, por favor.

Aquello estaba absolutamente prohibido por todas las normas sociales de Roma. Pero Catón entró.

–Solamente quería decirte lo mucho que he disfrutado de tu compañía -le dijo Marcia con aquella límpida mirada suya fija no en los ojos de Catón, sino en la boca.

¡Oh, insoportable! ¡Intolerable! ¡Mírame a los ojos, Marcia, no a la boca, o tendré que besarte! ¡No me hagas esto!

Un instante después, no supo cómo, tenía a Marcia entre sus brazos y el beso era de verdad, más real que ningún beso de los que él había experimentado nunca, pero eso no quería decir mucho aparte de indicar la profundidad del hambre que Catón se infligía a si mismo. Catón sólo había besado a dos mujeres, Emilia Lépida y Atilia, y a Atilia sólo rara vez y nunca con auténtico sentimiento. Ahora encontraba un par de labios suaves pero firmes que se apretaban a los suyos con un placer sensual que se ponía de manifiesto en el modo en que la muchacha se derretía contra él, suspiraba, enroscaba la lengua en torno a la suya, le cogía la mano y se la ponía en el pecho.

Jadeando, Catón se soltó de ella y huyó.

Se fue a su casa tan confuso que no podía recordar cuál de las cien puertas de aquel estrecho callejón del Palatino era la suya, tenía el estómago vacío revuelto, y el beso le llenaba tanto la cabeza que no era capaz de pensar en nada más que en el fabuloso contacto de Marcia entre sus brazos.

Atenodoro Cordilión y Estatilo lo estaban esperando en el atrio, con gran curiosidad por saber cómo había ido la cena en casa de Filipo, la comida, la compañía, la conversación.

–¡Marchaos! – les gritó Catón, y salió disparado hacia su despacho.

Y allí se estuvo paseando de un lado al otro hasta que amaneció, sin beber ni un trago de vino. No deseaba que hubiese nadie que le importase. No quería amar. El amor era una trampa, un tormento, un desastre, un horror interminable. Todos aquellos años amando a Emilia Lépida y, ¿qué ocurrió? Que ella prefirió a un imbécil de mayor linaje como Metelo Escipión. Pero Emilia Lépida y aquel amor adolescente basado en los sentidos no eran nada. Nada comparado con el amor que él había sentido por su hermano Cepión, que murió solo y esperando a que llegase Catón, que murió sin una mano a la que coger o un amigo que lo consolase. El sufrimiento de seguir viviendo sin Cepión… aquella horrenda amputación espiritual…, las lágrimas…, la desolación que nunca desaparecía, ni siquiera entonces, once largos años después. Un amor omnipresente, fuera de la clase que fuera, era una traición a la mente, al control, a la capacidad de decir que no a la debilidad, de vivir una vida altruista. Y conducía a un sufrimiento que en aquella edad Catón se sabía demasiado viejo para soportar de nuevo, porque ya tenía treinta y siete años, no veinte ni veintisiete.

Pero en cuanto el sol estuvo lo bastante alto, Catón se puso una toga limpia, bien blanca, y regresó a la casa de Lucio Marcio Filipo para solicitar la mano de la hija de Filipo en matrimonio, luchando contra la idea de que Filipo le dijera que no.

Filipo le dijo que sí.

–Así podré tener un pie en cada campo -le confió alegremente aquel desvergonzado y voluptuoso hombre mientras le retorcía la mano a Catón-. Casado con la sobrina de César y tutor de su sobrino nieto, pero a la vez suegro de Catón. ¡Qué perfecto estado de las cosas! ¡Perfecto!

El matrimonio resultó perfecto también, sólo que el puro gozo que le proporcionaba corroía continuamente a Catón. No se lo merecía, no podía ser un acto correcto sumirse en algo tan intensamente íntimo. Había recibido una prueba absoluta de que la hija de Filipo era virgen la noche de bodas, pero ¿de dónde sacaba ella aquella energía, aquella pasión, aquella sabiduría? Porque Catón no sabía nada de mujeres, no tenía ni idea de cuánto aprendían las niñas de las conversaciones, de los murales eróticos, de los objetos fálicos esparcidos por los hogares, de los ruidos y vislumbres a través de las puertas, de los hermanos mayores sofisticados. Y tampoco le resultaba edificante a Catón saber que estaba indefenso contra los ardides de la muchacha, que la violencia de sus sentimientos hacia ella lo gobernaba por completo. Marcia fue una recién casada salida directamente de las manos de Venus, pero Catón procedía de las garras de hierro de Dis.

De modo que dos años después de la boda, cuando el viejo y senil Hortensio fue a verle suplicando casarse con la hija de Catón o con alguna de las sobrinas de éste, no se ofendió ante la increíble petición final de Hortensio: que se le permitiera casarse con la esposa de Catón. De pronto éste vio la única salida a su tormento, la única manera de probarse que en efecto era dueño de sí mismo. Le daría su esposa Marcia a Quinto Hortensio, un viejo asqueroso y libertino que insultaría la carne de la muchacha de maneras indecibles, que se tiraría pedos y babearía a causa de su adicción a vinos de cosecha carísimos que producían éxtasis, que la obligaría a hacerle felaciones a un miembro lacio hasta conseguir alguna clase de erección, un viejo cuya falta de dientes, cuya calvicie y cuyo cuerpo anquilosado le darían náuseas a su querida Marcia, a quien Catón no podía soportar que se le hiciera daño o se la hiciese desgraciada. ¿Cómo podía sentenciarla a semejante destino? Pero tenía que hacerlo, de lo contrario acabaría por volverse loco.

Y lo hizo. Lo hizo, en efecto. Las habladurías se equivocaban, pues Catón no aceptó ni un sestercio de Hortensio, aunque desde luego Filipo se llevó millones.

–Voy a divorciarme de ti y luego voy a casarte con Quinto Hortensio -le comunicó a Marcia con su voz más dura y fuerte-. Espero que seas una buena esposa para él. Tu padre está de acuerdo con ello.

Marcia permaneció absolutamente erguida, con los ojos llenos de lágrimas no derramadas; luego alargó una mano y le acarició la mejilla con mucha suavidad, con muchísimo amor.

–Lo comprendo, Marco -le dijo-. Lo comprendo. Te amo. Te amaré incluso después de la muerte.

–¡No quiero que me ames! – aulló Catón con los puños apretados-. ¡Quiero paz, quiero que se me deje en paz, no quiero que nadie me ame, no quiero ser amado más allá de la muerte! ¡Vete con Hortensio y aprende a odiarme!

Pero lo único que hizo Marcia fue sonreír.

Y eso sucedió cuatro años atrás. Cuatro años durante los cuales la pena nunca abandonó a Catón ni disminuyó ni siquiera una pizca. Seguía echando de menos a Marcia tanto como la añoró el día de la noche de bodas de ella con Hortensio; y todavía tenía que soportar imaginarse lo que Hortensio le hacía a ella o lo que le pedía a Marcia que le hiciera a él. Todavía podía oírla diciéndole que lo comprendía todo y que lo amaría hasta más allá de la muerte. Eso sólo indicaba que la muchacha lo conocía hasta el mismísimo tuétano y que lo amaba lo suficiente como para consentir en un castigo que ella no merecía, no podía merecer. Y todo para que Catón pudiera probarse a si mismo que era capaz de vivir sin ella, que era capaz de negarse a sí mismo el éxtasis.

¿Por qué pensaba en ella en un día en que debía estar pensando en Curión, en la despreciable victoria de César? ¿Por qué anhelaba tenerla allí, enterrar la cara entre los pechos de la muchacha, hacer el amor con ella durante la mitad de lo que iba a ser una interminable noche en vela? ¿Por qué evitaba a Atenodoro Cordilión y a Estatilo? Se sirvió un enorme vaso de vino sin agua y se lo bebió de un trago; lo peor de todo era que bebía tanto aquellos días sin Marcia que el vino nunca surtía el suficiente efecto en un tiempo lo bastante breve como para amortiguar el dolor.

Alguien empezó a aporrear la puerta de la calle. Catón hundió la cabeza entre los hombros y trató de no hacer caso, deseando que Atenodoro Cordilión o Estatilo fueran a abrir, o alguno de los tres criados. Pero lo más probable era que los criados estuvieran en la zona de la cocina, en la parte de atrás del peristilo, y obviamente sus dos filósofos estaban de mal humor porque él se había ido directamente al estudio y había echado el cerrojo a la puerta. Catón dejó el vaso de vino sobre el escritorio, se puso en pie y fue a contestar a aquel insistente tamborileo.

–Oh, Bruto -dijo, y abrió la puerta del todo-. Supongo que quieres entrar.

–Si no, no estaría aquí, tío Catón.

–Ojalá estuvieras en cualquier otra parte, sobrino.

–Debe de ser maravilloso tener reputación de ser un grosero que no se disculpa nunca -comentó Bruto al entrar en el estudio-. Yo daría cualquier cosa por tenerla.

Catón sonrió agriamente.

–Pero no con tu madre, ni hablar. Ella te arrancaría las pelotas.

–Eso ya lo hizo hace años. – Bruto se sirvió vino, buscó agua en vano, se encogió de hombros y dio un sorbo que le obligó a hacer una mueca-. Ojalá gastases un poco más de tu dinero en comprar un vino decente.

–No lo bebo para expresar mi aprecio y agitar las pestañas, lo bebo para emborracharme.

–Es tan avinagrado que debes de tener el estómago como queso en descomposición.

–Mi estómago está en mejor estado que el tuyo, Bruto. Yo no tenía granos a los treinta y tres años. Ni a los dieciocho, si vamos a eso.

–No me extraña que perdieras las elecciones consulares -le dijo Bruto haciendo una mueca de desagrado.

–A la gente no le gusta oír la verdad desnuda, pero yo no tengo intención de dejar de decirla.

–Ya me he dado cuenta de eso, tío.

–Bueno, ¿qué te trae por aquí?

–La debacle de hoy en la Curia Pompeya.

Catón sonrió con sarcasmo.

–¡Bah! Curión se desmoronará.

–No lo creo.

–¿Por qué?

–Porque expresó el motivo para su veto.

–Siempre hay un motivo detrás de un veto. A Curión lo han comprado.

¡Oh, pensó Bruto para sus adentros, ya veía por qué no funcionaban tan bien cuando Bíbulo estaba ausente! Allí estaba él intentando ponerse en el lugar de Bíbulo y fracasando miserablemente en el intento. Como le ocurría en la mayor parte de las cosas, excepto en lo de hacer dinero, y no tenía ni idea de por qué tenía talento para eso.

Volvió a intentarlo.

–Tío, descartar a Curión porque sea un hombre comprado no es inteligente, porque no tiene mayor importancia. Lo que sí importa es el motivo que tenga Curión para interponer el veto. ¡Muy brillante! Cuando César envió aquella carta pidiendo que se le tratara igual que a Pompeyo y nos negamos a ello, le proporcionamos la munición a Curión.

–¿Cómo íbamos a acceder tratar a César de manera idéntica a Pompeyo? Detesto a Pompeyo, pero es infinitamente más capaz que César. Ha sido una fuerza desde los tiempos de Sila y su carrera está salpicada de honores, mandos especiales y guerras altamente provechosas. Hizo que nuestros ingresos se doblaran -insistió Catón con obstinación.

–Eso fue hace diez años, y en esos diez años César lo ha eclipsado a los ojos de la plebe y del pueblo. Puede que sea el Senado el que dirija la política exterior, asigne los mandos en el extranjero y tenga la última palabra en todas las decisiones militares, pero la plebe y el pueblo también importan. Y ellos quieren a César… no, adoran a César.

–¡Yo no tengo la culpa de su estupidez! – exclamó Catón con brusquedad.

–Ni yo, tío. Pero el hecho es que al proponer levantar el veto en el momento en que el Senado acordase tratar a Pompeyo exactamente del mismo modo que a César, Curión se alzó con una inmensa victoria. Hizo una maniobra para que los que nos oponemos a César nos quedáramos desprovistos de razón. Nos hizo parecer mezquinos. Hizo que pareciera que nuestros motivos se fundamentan exclusivamente en los celos.

–Eso no es así, Bruto.

–Entonces, ¿qué es lo que mueve a los boni?

–Desde que entré en el Senado hace catorce años, Bruto, he visto a César como lo que realmente es -le explicó Catón con sobriedad-. ¡Es como Sila! Quiere ser rey de Roma. Y entonces hice la promesa de que pondría todo mi empeño en impedir que consiguiera la posición y el poder que le hicieran posible lograr esa ambición. Dotar a César de un ejército es un suicidio, y nosotros le dimos tres legiones gracias a Publio Vatinio. ¿Y qué hizo César? Formó más legiones sin nuestro consentimiento. Incluso se las arregló para poder pagarlas y seguir pagándolas hasta que el Senado se viniera abajo.

–He oído decir que aceptó un soborno enorme de Ptolomeo Auletes cuando fue cónsul y aseguró así un decreto confirmando a Auletes en el trono de Egipto -ofreció Bruto.

–Oh, si, eso es un hecho -convino Catón amargamente-. Yo tuve ocasión de hablar con Ptolomeo Auletes cuando visitó Rodas después de que los alejandrinos lo echaron del trono. Tú estabas convaleciente en Panfilia en aquella época, en lugar de serme útil a mi.

–No, tío, en aquella época yo estaba en Chipre haciendo para ti la selección preliminar de los tesoros de Ptolomeo el Chipriota -le dijo Bruto-. Tú mismo le pusiste fin a mi enfermedad, ¿no te acuerdas?

–Bueno -dijo Catón encogiéndose de hombros ante aquel reproche-, de todos modos Ptolomeo Auletes vino a verme en Lindos. Le aconsejé que volviera a Alejandría e hiciera las paces con su pueblo. Le dije que si iba a Roma lo único que conseguiría sería perder aún más miles de talentos en sobornos inútiles. Pero no me hizo caso, naturalmente. Vino a Roma, despilfarró una fortuna en sobornos y no consiguió nada. Una cosa si que me dijo: que le pagó a César seis mil talentos de oro por aquellos dos decretos. Dinero del cual César se quedó con cuatro mil, Marco Craso recibió mil y Pompeyo otros mil talentos. A costa de esos cuatro mil talentos de oro, hábilmente manejados por ese hispánico aborrecible llamado Balbo, César equipó y pagó a las legiones que ha reclutado ilegalmente.

–¿Dónde quieres ir a parar? – le preguntó Bruto en tono quejumbroso.

–A los motivos que tuve para prometer que nunca permitiría que César tuviera el mando de un ejército. No tuve éxito porque César ignoró al Senado y tenía cuatro mil talentos de oro para gastárselos en un ejército. El resultado es que ahora tiene once legiones y el control de todas las provincias que rodean Italia: Iliria, la Galia Cisalpina, la Provenza y la nueva provincia de la Galia Comata. ¡Hará caer la República alrededor de nuestros ojos a menos que lo detengamos, Bruto!

–Ojalá pudiera estar de acuerdo contigo, tío, pero no es así. En cuanto dicen la palabra «César» tú reaccionas de un modo exagerado. Además, Curión ha encontrado la palanca perfecta. Ha propuesto quitar el veto en unas condiciones que a la plebe, el pueblo y por lo menos a la mitad del Senado les parecerán extremadamente razonables. Hacer bajar a Pompeyo en el mismo y preciso momento que a César.

–¡Pero no podemos hacerlo! – gritó Catón-. Pompeyo es un patán picentino. Alberga unos deseos de preeminencia con los que no puedo estar de acuerdo, pero no tiene el linaje necesario para ser el rey de Roma. Lo cual significa que Pompeyo y su ejército son nuestra única defensa contra César. No podemos acceder a las condiciones que Curión quiere imponer y tampoco permitir que el Senado acceda a ellas.

–Eso lo comprendo, tío. Pero al impedir que eso suceda, vamos a parecer muy mezquinos y vengativos. Y puede ser que ni así tengamos éxito.

El rostro de Catón se torció en una sonrisa.

–¡Oh, sí, tendremos éxito!

–¿Y si César personalmente confirma que se retirará en el mismo momento en que lo haga Pompeyo?

–Supongo que es precisamente lo que hará. Pero no tiene ninguna importancia en absoluto, porque Pompeyo nunca consentirá en retirarse.

Catón se sirvió otro vaso de vino y lo apuró de un trago mientras Bruto seguía allí sentado con el ceño fruncido y el vino intacto.

–¡No te atrevas a decir que bebo demasiado! – le pidió bruscamente Catón al ver aquella expresión.

–No pensaba hacerlo -le aclaró Bruto con dignidad.

–Entonces, ¿a qué viene esa mirada de desaprobación?

–Estaba pensando. – Bruto hizo una pausa y luego miró directamente a su tío-. Hortensio está muy enfermo.

La respiración de Catón se oyó con claridad, y se puso rígido.

–¿Qué tiene eso que ver conmigo?

–Pues que pregunta por ti.

–Que pregunte.

–Tío, creo que deberías ir a verlo.

–No es pariente mío.

–Pero hace cuatro años le hiciste un gran favor -le dijo Bruto con admirable valor.

–No le hice ningún favor dándole a Marcia.

–Él cree que sí se lo hiciste. Vengo ahora mismo de la cabecera de su cama.

Catón se puso en pie.

–Entonces, muy bien. Iré ahora mismo. Si quieres puedes venir conmigo.

–Tendría que irme a casa -apuntó Bruto con timidez-. Mi madre querrá que le informe de la reunión.

Aquellos ojos enrojecidos e hinchados destellearon.

–Mi hermanastra es una aficionada en política -le dijo Catón-. No le proporciones información que ella inevitablemente interpretará mal. Y probablemente escribirá a su amante, a César, para contárselo todo.

Bruto emitió un ruido peculiar.

–César lleva ausente muchos años, tío. Catón dejó de pasear.

–¿Significa eso lo que yo creo que significa, Bruto?

–Si. Con quien está intrigando ahora mi madre es con Lucio Poncio Aquila.

–¿Con quién?

–Ya me has oído.

–¡Es lo bastante joven para ser su hijo!

–Oh, sí, desde luego -aceptó Bruto secamente-. Es tres años más joven que yo. Pero eso nunca ha detenido a mi madre. Su conducta es absolutamente escandalosa, o lo sería si la cosa fuese del dominio público.

–Entonces esperemos que no se haga del dominio público -dijo Catón al tiempo que abría la puerta principal-. Ella supo mantener en secreto lo de César durante años.

La casa de Quinto Hortensio Hortalo era una de las residencias más hermosas del Palatino y una de las más grandes. Se alzaba en lo que en otra época había sido una zona de moda, daba sobre el valle de Murcia y el Circo Máximo hasta el monte Aventino, Y poseía otros jardines además del peristilo. En aquellos jardines estaban los suntuosos estanques de mármol que albergaban peces, las queridas mascotas de Hortensio.

Catón no había estado en aquella casa desde que Hortensio se casó con Marcia, pues rechazaba siempre las constantes invitaciones a cenar o a hacer una visita para probar un vino de cosecha especial. ¿Y si durante una de aquellas visitas veía a Marcia?

Aquella noche no podía evitarlo, Hortensio tendría ya setenta y tantos años. Debido a la guerra entre Sila y Carbón, seguida de la dictadura de Sila, Hortensio accedió al cargo de pretor y al consulado muy tarde, y quizá por aquel exasperante hiato en su carrera política empezó a abusar de si mismo en nombre del placer, y acabó por debilitársele lo que fue una brillante inteligencia.

El amplio y resonante atrio estaba vacío, excepto por los criados, cuando entraron Catón y Bruto. Y tampoco había ni señal de Marcia cuando los condujeron a la «cámara de reclinarse» de Hortensio, como él llamaba a aquella habitación que se parecía demasiado al gabinete de una mujer como para poder llamarlo despacho, pero que era demasiado diurna para ser un dormitorio. Unos impresionantes frescos adornaban las paredes, por lo demás austeras, con un arte exento de erotismo. Hortensio decidió reproducir los frescos de las paredes del ruinoso palacio del rey Minos en Creta: hombres y mujeres con cintura de avispa, ataviados con faldas y con largos rizos negros, saltaban subiéndose y bajándose de los lomos de unos toros extrañamente pacíficos, columpiándose de los cuernos curvados como si fueran acróbatas. Ni rastro del color verde ni del rojo: azules, marrones, blanco, negro, amarillos. Hortensio tenía un gusto impecable en todo. ¡Cómo tenía que haberse deleitado con Marcia!

La habitación hedía a vejez, a excrementos y a ese olor indefinido que anuncia la inminencia de la muerte. Allí, sobre una gran cama lacada a la manera egipcia en azules y amarillos que reflejaban los colores de los murales, yacía Quinto Hortensio Hortalo, mucho tiempo atrás el indiscutible regidor de los tribunales legales.

Se había encogido hasta convertirse en algo parecido a la descripción que hace Herodoto de una momia egipcia, sin pelo, disecado, apergaminado. Pero aquellos ojos llenos de legañas reconocieron a Catón inmediatamente; sacó una mano llena de manchas de debajo de las sábanas y le agarró a Catón la suya con una fuerza sorprendente.

–Me estoy muriendo -le dijo lastimosamente.

–La muerte es algo que nos llega a todos -le espetó el maestro del tacto.

–¡Me da mucho miedo!

–¿Por qué?

–¿Y si los griegos tienen razón y me esperan horribles sufrimientos?

–¿El destino de Sísifo e Ixión, quieres decir?

Hortensio enseñó las encías desdentadas; no había perdido del todo el sentido del humor.

–No se me da muy bien empujar piedras redondeadas montaña arriba.

–Sísifo e Ixión ofendieron a los dioses, Hortensio. Tú sólo has ofendido a los hombres. Ese no es un crimen digno del castigo de Tártaro.

–¿No? ¿No crees que los dioses requieren que tratemos a los hombres del mismo modo que los tratamos a ellos?

–Los hombres no son dioses, por eso la respuesta a esa pregunta es no.

–Todos nosotros tenemos un caballo negro y un caballo blanco que tiran juntos del carro del alma -le explicó Bruto con voz tranquilizadora.

Hortensio sonrió.

–Pues ése es el problema, Bruto. Mis dos caballos han sido negros. – Se retorció un poco para mirar a Catón, que se había cambiado de lugar para apartarse, y le dijo-: Quería verte para darte las gracias.

–¿Darme a mi las gracias? ¿Por qué?

–Por Marcia. Me ha dado más felicidad de la que se merece un viejo pecador. La más abnegada y considerada de las esposas… -Puso los ojos en blanco-. Yo estuve casado con Lutacia, la hermana de Catulo, ya sabes. Mis hijos son de ella… era muy fuerte, con muchas opiniones. Pero no era nada comprensiva. Mis peces… despreciaba a mis preciosos peces… Nunca logré hacerle ver el placer que hay en mirarlos mientras nadan en el agua tan tranquilamente, con tanta gracia… Pero a Marcia también le gusta mirar mis peces. Supongo que todavía lo hace. Ayer me trajo a Paris, mi pez favorito, en una pecera de cristal de roca…

Pero Catón ya había tenido bastante, y se inclinó hacia adelante para besar aquellos horribles labios fibrosos, porque aquélla era una buena acción.

–Tengo que irme, Quinto Hortensio -le dijo al tiempo que se incorporaba-. No le tengas miedo a la muerte. Es un consuelo. Puede ser una alternativa preferible a la vida. Es suave, de eso estoy seguro, aunque el modo en que llegue pueda ser doloroso. Hacemos lo que se nos requiere que hagamos y luego estamos en paz. Pero asegúrate de que tu hijo esté aquí para darte la mano. Nadie debería morir solo.

–Preferiría darte la mano a ti -le pidió Hortensio-. Tú eres el romano más grande de todos.

–Entonces -aceptó Catón-, yo te daré la mano cuando llegue la hora.

La popularidad de Catón en el Foro creció exactamente en la misma progresión que bajaba su popularidad en el Senado. No quería quitar el veto, especialmente después de leerle á la Cámara en voz alta una carta de César en la que éste declaraba que con gusto dejaría su imperium, sus provincias y su ejército si Pompeyo el Grande hacía otro tanto en el mismo y preciso momento. Empujado a ello, a Pompeyo no le quedó otra elección que decir que la exigencia de César era intolerable, que él no podía rebajarse para complacer a un hombre que estaba desafiando al Senado y al pueblo de Roma.

Declaración que permitió que Curión afirmase que el rechazo de Pompeyo significaba en realidad que era él, Pompeyo, quien tenía proyectos acerca del Estado; en cambio, César sí se estaba mostrando dispuesto, y, ¿no significaba eso que César se estaba comportando como un fiel servidor del Estado? ¿Y qué era todo eso de tener proyectos acerca del Estado? ¿Qué clase de proyectos?

–¡César intenta acabar con la República y convertirse en rey de Roma! – gritó Catón, que no fue capaz de mantenerse en silencio-. ¡Utilizará ese ejército para marchar sobre Roma!

–¡Tonterías! – le respondió Curión con desprecio-. Es Pompeyo quien debería preocuparnos, no César. César está dispuesto a ceder, pero Pompeyo no. Por lo tanto, ¿cuál de ellos tiene intención de utilizar su ejército para derrocar al Estado? ¡Pues Pompeyo, naturalmente!

Y así transcurrían las reuniones del Senado una tras otra. Terminó el mes de marzo, empezó y terminó abril, y Curión seguía manteniendo el veto sin dejarse intimidar por las salvajes amenazas de llevarlo a juicio o de matarlo. Dondequiera que iba lo aclamaban con delirio, y por ello nadie se atrevía a apresarle, y no digamos a juzgarlo por traición. Se había convertido en un héroe. Pompeyo, por otra parte, empezaba a parecer cada vez más un villano, y los boni una pandilla de fanáticos celosos. Mientras, César empezaba a parecer cada vez más la víctima de una conspiración de los boni para hacer que Pompeyo se estableciese como dictador de Roma.

Furioso por aquel giro de la opinión pública, Catón le había estado escribiendo a Bíbulo, que estaba en Siria, casi cada día suplicándole consejo; no recibió ninguna respuesta hasta el último día de abril.

Catón, mi querido suegro y aún más querido amigo, intentaré estrujarme la sesera para encontrar una solución a tu dilema, pero aquí los acontecimientos me han sobrepasado. De mis ojos fluyen lágrimas, y mis pensamientos regresan constantemente a la pérdida de mis dos hijos. Están muertos, Catón, asesinados en Alejandría.

Naturalmente, ya sabrás que Ptolomeo Auletes murió en mayo del año pasado, mucho antes de que yo llegase a Siria. Cleopatra, su hija mayor de las que viven, ascendió al trono a los dieciséis años de edad. Como el trono se transmite a través de la línea femenina pero no puede ser ocupado por una mujer sola, se le pide a ésta que se case con un pariente cercano, un hermano, primo hermano o tío. Eso mantiene sin contaminar la sangre real, aunque no cabe duda de que la sangre de Cleopatra no es pura. Su madre fue la hija del rey Mitrídates de el Ponto, mientras que la madre de su hermana menor y de sus dos hermanos menores era la hermanastra de Ptolomeo Auletes.

¡Oh, debo esforzarme por mantener la cabeza en esto! Quizá yo necesite hablarlo con alguien, pero aquí no hay nadie de rango adecuado o que tenga las convicciones de los boni que pueda prestarme oído. Y tú eres el padre de mi amada esposa, mi amigo de casi toda la vida y el primero a quien envío esta espantosa noticia.

Cuando llegué a Antioquía despedí a Cayo Casio Longino, un joven muy arrogante y presuntuoso. Pero ¿querrás creer que tuvo la temeridad de hacer lo que Lucio Pisón hizo en Macedonia al final de su gobierno? ¡Le pagó a su ejército! ¡Afirmaba que el Senado había confirmado su permanencia en el cargo como gobernador al no enviarle un sustituto, y que este hecho le otorgaba a él todos los derechos, prerrogativas y prebendas de gobernador! Si, Casio pagó y licenció a los hombres de sus dos legiones antes de largarse con todo, hasta la última migaja del saqueo de Marco Craso. Incluido el oro procedente del gran templo de Jerusalén y la estatua de oro macizo de Atargatis de su templo en Bambyce.

Con la amenaza de los partos sobre mí (Casio derrotó a Pacoro, hijo de Orodes, rey de los partos, en una emboscada, y como consecuencia los partos se fueron a casa, aunque eso no duró mucho), las únicas tropas que yo tenía era la legión que había traído conmigo desde Italia. Una pena de legión, como tú bien sabes. César estaba reclutando como un loco aprovechando la ley de Pompeyo que ordena a todos los hombres entre diecisiete y cuarenta años servir un tiempo en las legiones, y por motivos que no comprendo en absoluto, todos los llamados a filas preferían a César mejor que a Bíbulo. Tuve que recurrir a la presión. Así que esta única legión mía no estaba en el estado de ánimo apropiado para luchar contra los partos.

Decidí que de momento mi mejor táctica sería socavar la causa de los partos desde dentro, así que compré a un noble parto, Ornadapates, e hice que hiciera llegar a oídos del rey Orodes que su querido hijo Pacoro tenía ciertos proyectos sobre el trono. En realidad, hace poco que me he enterado de que aquello surtió efecto: Orodes mandó ejecutar a Pacoro. Los reyes de Oriente son muy sensibles en lo referente a la traición dentro de la familia.

Pero antes de que me enterase de que mi estratagema había dado resultado, me sumí en un estado de constantes y cegadores dolores de cabeza, porque no tenía un ejército decente para proteger mi provincia. Luego, Antipater, el príncipe idumeo, que ocupa una posición muy elevada en la corte judía de Hircano, me sugirió que volviera a llamar a la legión que Aulo Gabinio había dejado en Egipto después de restaurar a Ptolomeo Auletes en el trono. Éstos, dijo, eran los soldados más veteranos que Roma poseía, porque eran los últimos fimbrianos, los hombres que se fueron al este con Flaco y Fimbria a vérselas con Mitrídates en nombre de Carbón y Cinna. Estos hombres tenían diecisiete años en aquella época, y desde entonces habían estado luchando durante mucho tiempo para Fimbria, Sila, Murena, Lúculo, Pompeyo y Gabinio. Treinta y cuatro años. Yeso, decía Antípater, quería decir que ya tenían cincuenta y un años. Todavía no eran demasiado viejos para pelear, especialmente si se tiene en cuenta la experiencia sin igual que tenían en el campo de batalla. Estaban bien instalados en las afueras de Alejandría, pero no eran propiedad de Egipto. Eran romanos y seguían bajo la autoridad de Roma.

Así, en febrero de este año, otorgué a mis hijos Marco y Cneo un imperium propretoriano y los envié a Alejandría a ver a la reina Cleopatra (su marido, un hermano suyo llamado Ptolomeo XIII, sólo tiene nueve años) para exigirle que les diera la legión de gabinianos sin la menor dilación. Sería una excelente experiencia para mis hijos, pensé, una misión trivial en un aspecto, aunque en otro era un golpe diplomático de bastante importancia. Roma no había tenido ningún contacto oficial con la nueva gobernante de Egipto y mis hijos serían los primeros en tenerlo.

Viajaron por tierra hasta Egipto porque ninguno de ellos se sentía a gusto en el mar. Tenían seis lictores cada uno y un escuadrón de caballería galacia que Casio no logró apartar del servicio en Siria. Antípater fue a recibirles cerca del lago Tiberíades y los escoltó personalmente a través del reino judío, aunque luego les dejó que se las arreglaran solos en Gaza, la frontera. Poco después de comenzar marzo llegaron a Alejandría.

La reina Cleopatra los acogió de muy buena gana. Recibí una carta de mi hijo Marco que no llegó a mi hasta después de enterarme de su muerte. ¡Qué sufrimiento de pesadilla es éste, Catón, leer las palabras de un hijo amado que ya está muerto! Estaba muy impresionado con esa muchacha reina, una criatura menuda con un rostro que sólo la juventud hacía atractivo, porque tiene, según me decía Marco, una nariz que puede rivalizar con la tuya. Lo cual no constituye ninguna gracia para una hembra, aunque en un hombre sea un rasgo noble. Hablaba, según me decía Marco, un griego ático perfecto e iba vestida con la indumentaria de un faraón: una enorme y alta corona dividida en dos partes, blanco dentro de rojo; una túnica de lino blanco con finos pliegues, y un fabuloso collar de piedras preciosas de un palmo de ancho. Incluso llevaba una barba postiza hecha de oro y esmalte azul, como una trenza redondeada. En una mano sostenía un cetro semejante al bastoncillo de un pastor, y en la otra un espantamoscas de flexibles hebras de lino blanco con el mango enjoyado. Las moscas son un tormento constante en Siria y Egipto.

La reina Cleopatra accedió de inmediato a liberar a los gabinianos del deber de proteger Alejandría. Los días en que ello pudo haber sido necesario, dijo la reina, habían acabado hacía tiempo. Así que mis hijos salieron a caballo hacia el campamento de los gabinianos, que estaba situado más allá de la puerta oriental o puerta Canópica de la ciudad. Y allí se encontraron con lo que era en realidad un pueblo pequeño; los gabinianos se habían casado todos con mujeres lugareñas y se habían dedicado a distintos oficios, eran herreros, carpinteros y albañiles. De actividad militar no había nada.

Cuando Marco, que actuaba como portavoz, les informó de que el gobernador de Siria los volvía a llamar a filas para ir allí de servicio… ¡se negaron a ir! Negarse, les dijo Marco, no era una alternativa. Habían alquilado barcos suficientes y estaban aguardando en el puerto de nostos, en Alejandría; de acuerdo con la ley romana y con el permiso de la reina de Egipto, los soldados estaban obligados a recoger sus pertenencias inmediatamente y embarcar. El centurión primipilus, un patán villano, se adelantó y dijo que no pensaba volver a servir en ningún ejército romano. Aulo Gabinio los licenció después de pasar treinta años bajo las águilas y les dejó disfrutar de su retiro allí mismo, donde estaban. Tenían esposa, hijos y oficio.

Marco se enfadó. Cneo también. Ordenó a sus lictores que detuvieran al portavoz de los gabinianos, y entonces otros centuriones se adelantaron y rodearon al primipilus. No, dijeron, ellos estaban retirados y no se iban a marchar de allí. Cneo ordenó a sus lictores que se unieran a los de Marco y arrestasen al grupo. Pero cuando los lictores intentaron ponerles las manos encima a aquellos hombres, éstos desenvainaron las espadas. Hubo una pelea, pero ni mis hijos ni sus lictores tenían otras armas más que las fasces atadas que contenían las hachas, y a la caballería galacia la habían dejado en Alejandría disfrutando de unos días de licencia.

Así murieron mis hijos y sus lictores. La reina Cleopatra actuó de inmediato. Hizo que Achulas, un general de su propio ejército, rodease a los gabinianos y encadenase a los centuriones. A mis hijos se les hicieron funerales de Estado, y sus cenizas se depositaron en las urnas más preciosas que yo he visto nunca. Cleopatra me envió las cenizas de mis hijos y a los jefes de los gabinianos los mandó a Antioquía junto con una carta en la que aceptaba absolutamente toda la responsabilidad de la tragedia. Esperaría humildemente, decía la carta, mi decisión en cuanto a qué hacer con Egipto. Cualquier cosa que yo decidiese se haría, aunque ello incluyera la detención de su propia persona. La carta acababa diciendo que a los hombres gabinianos alistados se les había puesto en los barcos y que pronto llegarían a Antioquía.

Le devolví a los centuriones gabinianos y le expliqué que ella estaba menos implicada que yo, y que por lo tanto los juzgaría con más imparcialidad, porque yo no era capaz. Y la absolví de cualquier intención maliciosa. Creo que ella ejecutó a los centuriones primipilus y pilus prior, pero que el general Achulas se quedó con el resto de ellos para reforzar el ejército egipcio. Los soldados, como ella había prometido, llegaron a Antioquía, donde los he puesto de nuevo bajo la seria disciplina militar romana. La reina Cleopatra alquiló a sus expensas algunos barcos extra, y envió también a sus esposas, a sus hijos y sus propiedades. Después de pensar en ello, decidí que sería prudente permitir que los gabinianos tuvieran a sus familias egipcias. Yo no soy un hombre comprensivo, pero mis hijos han muerto y no soy Lúculo.

En cuanto a lo que sucede en Roma, Catón, creo que es inútil seguir animando a Curión en el Senado. Cuanto más tiempo dure allí la batalla, mayor será su reputación fuera del Senado, incluso entre los caballeros más importantes de los Dieciocho, cuyo apoyo necesitamos desesperadamente. Por ello opino que sería más prudente que los boni decretasen un aplazamiento del debate sobre las provincias de César. El tiempo suficiente para que la voluble memoria de la plebe y del pueblo olviden lo heroico que ha sido Curión. Aplaza la discusión de las provincias de César hasta los idus de noviembre. Entonces Curión reanudará esa táctica obstructiva y volverá a interponer el veto, pero un mes después de esa fecha sale del cargo, y César nunca conseguirá otro tribuno de la plebe que iguale a Cayo Escribonio Curión. De manera que se le podrá despojar de todo en diciembre y entonces mandaremos a Lucio Enobarbo a relevarlo inmediatamente. Lo único que Curión habrá hecho por él será aplazar lo inevitable. No le tengo miedo a César. Es un hombre muy constitucional, no un delincuente nato como Sila. Sé que en eso no estás de acuerdo conmigo, pero yo he sido colega de Cayo César en los cargos de edil, pretor y cónsul, y aunque ese hombre tiene gran valor, no se siente cómodo si no utiliza el procedimiento debido.

Oh, ya me siento mejor. Tener algo en que pensar es una especie de remedio contra el dolor. Y ahora que te estoy escribiendo, te veo mentalmente ante mis ojos y me consuelo. ¡Pero tengo que volver a casa este año, Catón! Tiemblo de terror al pensar que el Senado pueda prorrogar mi mandato. Siria no me trae suerte, nada bueno ocurrirá aquí. Mis espías dicen que los partos van a regresar en verano, pero si alguien viene a sustituirme yo ya me habré marchado para entonces. ¡Tengo que haberme marchado para entonces!

Por poco que me guste o por poca estima que le tenga, comprendo a Cicerón, que está pasando por el mismo mal trago. Dos gobernadores más reacios que Cicerón y yo serían difíciles de encontrar. Aunque él por lo menos ha disfrutado lo suficiente de una campaña como para ganarse doce millones con la venta de esclavos. Mi parte en nuestra campaña conjunta en las tierras de Amano me rindió seis cabras, diez ovejas y un horrible dolor de cabeza tan fuerte que me quedé completamente ciego. Cicerón ha dejado que Pomptino se vaya a casa, y tiene intención de marcharse el último día de quinctilis tenga sucesor o no, siempre que no haya recibido ninguna carta que prorrogue su mandato. Porque, aunque no temo que César tenga el propósito de implantar la monarquía, quiero estar ahí, en el Senado, para asegurarme de que no se le permite presentarse al consulado el año que viene in absentia. Quiero procesarle por maiestas, no te quepa la menor duda de eso.

Como tío que eres de Bruto y hermano de Servilia (sí, ya lo sé, sólo hermanastro), quizá deberías saber una de las historias que Cicerón está muy ocupado escribiendo para contársela a Atico, Celio y sólo los dioses saben a cuántos más. Debes de conocer al horripilante Publio Vedio, un caballero tan rico como vulgar. Pues Cicerón se encontró con él en una carretera de Cilicia, iba encabezando un desfile estrafalario y rimbombante que incluía dos carros, ambos tirados por asnos salvajes; uno de ellos contenía un mandril con cara de perro vestido con galas de mujer… una absoluta desgracia para Roma. Pero bueno, debido a una serie de hechos con los que no quiero cansarte, el caso es que se registró el equipaje de Vedio. Y se descubrieron los retratos de cinco mujeres jóvenes romanas muy conocidas, todas casadas con hombres de muy alta posición. Entre ellas, la esposa de Manio Lépido y una de las hermanas de Bruto. Supongo que Cicerón se refiere a Junia Prima, la esposa de Vatia Isáurico, pues Junia Secunda está casada con Marco Lépido. A menos, desde luego, que el gusto de Vedio le lleve a ponerles los cuernos a los Emilios Lépidos. Dejo a tu elección qué hacer acerca de este chismorreo, pero te advierto que muy pronto lo conocerá toda Roma. Quizá tú podrías hablar con Bruto para que éste a su vez hable con Servilia. Ella sabrá qué hacer.

Desde luego, me siento mejor. En realidad ésta es la primera vez que paso varias horas sin llorar. ¿Querrías dar la noticia de lo de mis hijos a aquellos que deben saberlo? A su madre, mi primera Domicia (esto casi la matará), a ambas Porcias, a la mujer de Enobarbo, a mi esposa, y a Bruto.

Cuídate, Catón. Estoy impaciente ya por ver tu querido rostro.

A medio leer la carta de Bíbulo, Catón empezó a sentir que un temor extraño lo invadía. En qué se basaba, eso no era capaz de comprenderlo, sólo sabía que tenía que ver con César. ¡César, César, siempre César! Un hombre cuya suerte era proverbial, que nunca pisaba en falso. ¿Qué había dicho Catulo? No a él, sino a otra persona que no lograba recordar…, que César era como Ulises; que el hilo de su vida era tan fuerte que desgastaba a todos aquellos contra los que rozaba. Se le derribaba y él volvía a brotar como el diente de dragón plantado en el campo de la muerte. Bibulo se había quedado sin sus dos hijos. Siria, decía, le traía mala suerte. ¿Podría ser eso? ¡No!

Catón enrolló la carta, se esforzó por apartar de sí las aprensiones y mandó llamar al desventurado Bruto, quien tendría que vérselas con la infidelidad de su hermana, la ira de su madre y el dolor de la hija de Catón, a quien él no quería ver. Era mejor que lo hiciera Bruto. A Bruto le gustaban bastante esa clase de obligaciones. Se le veía en todos los funerales; se le daba muy bien dar el pésame.

Y así fue como Bruto se marchó caminando despacio desde su propia casa a la casa de Marco Calpurnio Bíbulo, tristemente consciente de su papel de portador de malas noticias. Cuando le informó de que Junia se estaba comportando como una niña mala, Servilia simplemente se encogió de hombros y dijo que ya era lo bastante mayor como para llevar su vida del modo que le diese la gana. Pero cuando le reveló la identidad del hombre con quien Junia estaba divirtiéndose, Servilia se puso furiosa. ¿Con un gusano como Publio Vedio? ¡Rugido! ¡Chillido! ¡Pataleo, crujir de dientes, escupir más maldiciones que el obrero más bajo del puerto de Roma! De la indiferencia pasó a estar tan horriblemente ofendida que Bruto salió huyendo y dejó que Servilia fuera a grandes pasos hasta la vuelta de la esquina, donde estaba la casa de Vatia Isáurico, para enfrentarse a su hija. Porque el crimen para Servilia no era el adulterio, sino la pérdida de la dignitas. Las mujeres jóvenes con padres junianos y madres patricias servilianas no concedían a los mequetrefes de baja cuna el acceso a lo que era propiedad de sus maridos.

Bruto llamó a la puerta y el mayordomo, un hombre cuyo esnobismo superaba al de su amo, le admitió en casa de Bíbulo. Cuando Bruto pidió ver a la señora Porcia, el mayordomo miró la punta de su larga nariz y apuntó silenciosamente en dirección al peristilo. Luego se marchó como diciendo que él no quería tener nada que ver con aquella situación.

Bruto no había visto a Porcia desde el día de su boda, hacía dos años, lo cual no tenía nada de raro, pues en las numerosas ocasiones en que había visitado a Bíbulo, su esposa no se encontraba a la vista. El matrimonio con dos Domicias, a las que César sedujo por el único motivo de que aborrecía a Bíbulo, había curado a éste de invitar también a su esposa a cenar cuando tenía visitas del género masculino. Aunque el invitado varón fuera primo hermano de su esposa, y aunque el invitado varón tuviese una reputación tan intachable como Bruto.

Cuando caminaba hacia el peristilo pudo oír la risa de ella, ruidosa y como un relincho, y la risa mucho más alta y ligera de un niño. Correteaban por el jardín, aunque Porcia estaba impedida por tener los ojos vendados. Su hijastro de diez años jugueteaba alrededor de ella; tan pronto le tiraba del vestido como se quedaba absolutamente silencioso y quieto mientras Porcia pasaba a ciegas a unos centímetros de él, a tientas y riéndose a carcajadas. Entonces el niño se reía también y echaba a correr, y ella salía de nuevo en su persecución. Aunque, Bruto se dio cuenta de ello, el niño era considerado, pues no se acercaba al estanque para que Porcia no se cayese en él.

A Bruto se le rompió el corazón. ¿Por qué a él no se le había dotado de una hermana mayor como aquélla? Alguien con quien jugar, con quien divertirse, con quien reír. O con una madre así. Conocía a algunos hombres que tenían madres así y que todavía jugaban con ellos cuando las provocaban. Qué delicia debía de ser para el joven Lucio Bíbulo tener una madrastra como Porcia. La querida Porcia, torpona como un elefante.

–¿Hay alguien en casa? – preguntó Bruto a grandes voces desde la columnata.

Los dos se detuvieron y se volvieron hacia él. Porcia se quitó la venda de los ojos y se puso a relinchar con deleite al verlo. Con el joven Lucio detrás de ella, avanzó torpemente hacia Bruto y le envolvió en un abrazo que hizo que éste levantara los pies del suelo.

–¡Bruto, Bruto! – exclamó al tiempo que lo dejaba caer al suelo de terrazo-. Lucio, éste es mi primo Bruto. ¿Lo conoces?

–Si -dijo Lucio, evidentemente no tan entusiasmado con la llegada de Bruto como lo estaba su madrastra.

–Ave, Lucio -le saludó Bruto revelando al sonreír que tenía unos bonitos dientes y que la sonrisa, si estuviera colocada en un rostro más atractivo, poseía un encanto victorioso y espontáneo-. Siento echar a perder la diversión, pero tengo que hablar con Porcia en privado.

Lucio, una persona igual de diminuta y de aspecto tan glacial como su padre, se encogió de hombros y se marchó dando puntapiés a la hierba desconsoladamente.

–¿No es precioso? – le preguntó Porcia a Bruto mientras lo conducía hasta sus propios aposentos-. ¿No es precioso esto? – le preguntó después indicando con un gesto su cuarto de estar con aire orgulloso-. ¡Tengo muchísimo espacio, Bruto!

–Dicen que toda clase de plantas y seres vivos aborrecen el vacío, Porcia, y según veo es completamente cierto. Tú te las has arreglado para rellenarlo magníficamente.

–¡Oh, ya lo sé, ya lo sé! Bíbulo siempre me está diciendo que intente ser ordenada, pero me temo que eso no está en mi temperamento.

Porcia se sentó en una silla, él en otra. Por lo menos, reflexionó Bruto, Bíbulo tenía personal de servicio suficiente para que el caos de su esposa quedara libre de polvo y las sillas estuvieran vacías.

El gusto de Porcia en el vestir no había mejorado, advirtió Bruto; llevaba puesta otra tienda de lona de color marrón caca de niño que realzaba la anchura de sus hombros y le daba un ligero aire de guerrera amazona. Pero la mata de pelo rojo se había hecho considerablemente más larga, y así aún más hermosa, y aquellos grandes ojos grises eran tan serios y luminosos como él los recordaba.

–Es un placer verte -le dijo ella sonriendo.

–Y verte a ti, Porcia.

–¿Por qué no has venido a verme antes? Bíbulo lleva ausente casi un año ya.

–No está bien ir a visitar a la esposa de un hombre mientras él se encuentra ausente.