Tenía consigo a la decimotercera legión, a la duodécima y a la excelente y veterana octava, además de otras tres legiones, con más soldados de lo normal, compuestas por los reclutas de Pompeyo, Y trescientos soldados a caballo que acudieron cabalgando desde Nórica para servirle. Estos últimos fueron una agradable sorpresa. Nóríca quedaba al norte de Iliria y no era una provincia romana, aunque sus tribus, bastante romanizadas, trabajaban conjuntamente con la parte este de la Galia Cisalpína; Nórica producía la mejor mena de hierro para la fabricación de acero y la exportaba transportándola por los cauces de los ríos que desembocaban en el Adriático procedentes de la Galia Cisalpina. Junto a esos ríos estaba la serie de pueblos pequeños que Cepión, el abuelo de Bruto, fundó para trabajar aquella mágica mena de hierro de Nórica Y convertirla en el mejor acero del mundo. Hacía ya muchos años que César era el mejor cliente que aquellos pueblos conocían, siendo por tanto, por asociación, de inmenso valor para Nórica. Por no mencionar que además era muy querido en la Galia Cisalpina e Iliria porque siempre había administrado soberbiamente aquellas provincias y luchaba por los derechos de los que vivían en el otro lado del río Po.
Los trescientos soldados nóricos a caballo fueron muy bien acogidos, pues trescientos hombres buenos eran suficientes para cualquier campaña que César esperase llevar a cabo en Italia, y su presencia significaba que no tendría que pedir caballería germana a la Galia Transalpina.
Cuando comenzó a volver hacia atrás por la península para dirigirse desde Brundisium en dirección norte hacia Campania, sabía muchas cosas. Que Enobarbo y Léntulo Spinther no bien se perdieron de vista ya estaban planeando organizar una nueva resistencia. Que la noticia de su clemencia en Corfinio se había propagado más de prisa que un incendio en una tierra de bosques secos, y había hecho más por calmar el pánico en Roma que cualquier otra cosa hubiera podido hacer. Que ni Catón ni Cicerón se habían marchado de Italia con Pompeyo, y que Cayo Marcelo el Joven también había elegido quedarse, aunque escondido. Que Manio Lépido el consular y su hijo mayor, también perdonados en Corfinio, pensaban ocupar sus asientos en el Senado en Roma si César se lo pedía. Que Lucio Volcacio Tulo también tenía intención de sentarse en el Senado de César. Y que los cónsules habían cometido la negligencia de no vaciar el Tesoro.
Pero la única persona que ocupaba un lugar destacado en la mente de César cuando entró en Campania hacia finales de marzo era Cicerón. Aunque había vuelto a escribirle personalmente, y aunque tanto los Balbos como Opio estaban bombardeando a Cicerón con innumerables cartas, aquel hombre testarudo y corto de vista se negaba rotundamente a cooperar. ¡No, él no pensaba regresar a Roma! ¡No, no tenía intención de ocupar su asiento en el Senado! ¡No, no alabaría en público la clemencia de César, por mucho que la alabase en privado! ¡No, no creía a Atico más de lo que creía a los Balbos o a Opio!
Tres días antes del final de marzo, César le hizo imposible a Cicerón esquivar un encuentro durante más tiempo: César estaba alojado en la villa que Filipo poseía en Formies, y la villa de Cicerón era justo la de al lado.
–¡Se me dan órdenes! – le dijo Cicerón con ira a Terencia-. ¡Como si no tuviera ya bastantes cosas en la cabeza! Tirón tan espantosamente enfermo y mi hijo que llega a la mayoría de edad. ¡Quiero estar en Arpino para ese día, no aquí en Formies! Oh, ¿por qué no puedo prescindir de mis lictores? ¡Y mira qué ojos tengo! ¡A mi criado le cuesta media hora cada mañana abrírmelos con la esponja, de lo legañosos que están!
–Sí, desde luego tienes mal aspecto -reconoció Terencia, que no estaba dispuesta a ahorrarle sufrimiento a su marido-. Sin embargo, es mejor acabar con esto de una vez, digo yo. Cuando ese malvado te haya visto, quizá te deje en paz.
De modo que Cicerón se marchó gruñendo ataviado con la toga ribeteada de color granate, precedido de los lictores con las fasces envueltas en guirnaldas de laurel. La enorme villa de Filipo se parecía más que nada a una feria, con tiendas de campaña de soldados por todas partes, gente apresurada de acá para allá y con tal multitud en el interior que el gran abogado se preguntó dónde apoyarían la cabeza Filipo y su incómodo invitado.
Pero allí estaba César. ¡Oh, dioses, aquel hombre nunca cambíaba! ¿Cuánto tiempo había pasado? Nueve años, quizá más, aunque si Magno no hubiera hecho trampa y se hubiera desplazado furtivamente y solo hasta Luca justo después de asomarse para despedirse informalmente, quizá hubiera visto a César allí. Sin embargo, pensó Cicerón mientras se forzaba a sentarse en una silla y a aceptar un vaso de vino de Falerno con agua, César había cambiado. Nunca había tenido los ojos cálidos, pero es que ahora los tenía gélidamente fríos. Siempre había irradiado energía, pero nunca con tanta fuerza. Siempre pudo intimidar, pero nunca con una facilidad tan aplastante. ¡Estoy contemplando a un rey poderoso!, pensó Cicerón con un estremecimiento de horror. Es más que Mitrídates y Tigranes juntos. ¡Este hombre emana una majestad innata!
–Parece que estás cansado -le comentó César-. Y también medio ciego.
–Es una inflamación de los ojos. Va y viene. Pero tienes razón, estoy cansado. Por eso tengo mal la inflamación ahora.
–Necesito tu consejo, Marco Cicerón.
–Un asunto muy lamentable éste -le dijo Cícerón buscando algunas palabras banales apropiadas.
–Estoy de acuerdo. Pero, puesto que ha ocurrido, tenemos que solucionarlo. Es necesario que me mueva como un gato entre huevos. Por ejemplo, no puedo permitirme el lujo de ofender a nadie. Y menos que a nadie a ti. – César se inclinó hacia adelante Y esbozó su sonrisa más cautivadora, que le llegó a los ojos-. ¿No quieres ayudarme a poner de nuevo en pie a nuestra querida República?
–Puesto que tú eres quien la derribó en un comienzo, César, no, no quiero -le respondió Cicerón agriamente.
La sonrisa de César desapareció de los ojos, pero permaneció impasible en la boca.
–No fui yo quien la derribó, Cicerón. Mis oponentes lo hicieron. No me ha proporcionado ni placer ni sensación de poder el hecho de cruzar el Rubicón. Lo hice para conservar mi dignitas después de que mis enemigos hicieron mofa de ella.
–Eres un traidor -le dijo Cicerón, que había decidido qué rumbo tomar.
César puso la boca tan recta como sus generosas curvas le permitían.
–Cicerón, no te he pedido que vengas a verme para discutir contigo. Y si te he pedido tu consejo es porque lo valoro mucho. Dejemos de momento el tema del llamado gobierno en el exilio y hablemos de lo que está sucediendo aquí y ahora: de Roma e Italia, que han pasado a mi cuidado. Tengo la intención, y así lo he prometido, de tratar a esas dos damas, que en mi opinión son Una y la misma, con gran ternura. Debes darte Cuenta de que he estado ausente muchos años y, por ello, debes darte cuenta también de que necesito un guía.
–¡De lo que me doy cuenta es de que eres un traidor!
César mostró los dientes.
–¡Deja de ser tan obtuso!
–¿Quién es obtuso? – le pregUntó Cicerón derramando el vino-. «Debes darte CUenta», dices. Ése es el lenguaje que emplean los rebeldes, César. Declaras lo que es obvio como si no fuera obvio. ¡Toda la población de esta península «se da cuenta» de que llevas años ausente!
César cerró los ojos; dos puntos de un color vivo ardían en aquellas mejillas de marfil. Cicerón conocía los síntomas, e involuntariamente se estremeció, pues César estaba a punto de perder los estribos. La última vez que eso ocurrió, Cicerón se encontró con que había convertido a Publio Clodio en plebeyo. Oh, bien, las naves estaban quemadas. ¡Que perdiera los estribos!
Pero no lo hizo. Al cabo de unos instantes César abrió los ojos.
–Marco Cicerón, me dirijo hacia Roma, donde tengo intención de convocar al Senado. Y quiero que estés presente en la sesión. Quiero que me ayudes a calmar al pueblo y a poner a trabajar de nuevo al Senado.
–¡Ja! – bufó Cicerón-. ¡El Senado! ¡Tu Senado, querrás decir! Ya sabes lo que yo le diría al Senado si asistiera a la reunión, verdad?
–Pues no, en realidad no lo sé. Ilumíname.
–Le pediría al Senado que decretase que se te prohibiera ir a Hispania, con o sin eJército. Le pediría al Senado que decretase que se te prohibiera ir a Grecia y a Macedonia, con o sin eJército. ¡Le pediría al Senado que te encadenase de pies y manos en Roma hasta que el verdadero Senado estuviera OCUpando sus bancos y pudiera decretar que se te envíe a Juicio por traidor! – Cicerón sonrió dulcemente-. Al fin y al cabo, César, tú estás a favor de que se sigan los procedimientos como es debido, ¿no? ¡De ninguna manera podemos eJecutarte sin un juicio!
–Estás soñando desPierto, Cicerón -le dijo César sin perder en absoluto el control-. No ocurrirá de ese modo. El «verdadero» Senado ha huido. Lo que significa que el único Senado disponible es el que a mi se me antoje formar.
–¡Oh! – exclamó Cicerón dejando el vaso con escándalo-. ¡Ha hablado el rey! Oh, ¿qué estoy haciendo yo aquí? ¡Mi pobre y triste Pompeyo! Expulsado de su casa, de su ciudad, de su patria… mira, ¡ahí tienes a un hombre que vale por diez como tú!
–Pompeyo no es nadie -dijo César deliberadamente-. Lo que sinceramente espero es no verme forzado a demostrarte su nulidad de un modo que no podrías ignorar.
–De verdad crees que puedes vencerle, ¿no?
–Sé que puedo vencerle, Cicerón. Pero espero no tener que hacerlo, eso es lo que estoy diciendo. ¿No querrás dejar de lado tus fantasías y mirar de frente a la realidad? El único soldado auténtico que está enfrentado a mí es Tito Labieno, pero él también es una nulidad. Lo último que quiero es una guerra de verdad. ¿Acaso no lo he hecho evidente hasta el momento? Casi no ha muerto ni un hombre, Cicerón. La cantidad de sangre que he derramado hasta ahora es minúscula. Y también hay hombres como Enobarbo y Léntulo Spinther, hombres a los que yo perdoné, Cicerón, hombres que están en libertad para recorrer Etruria entera desafiando la palabra que han dado.
–Eso lo resume todo, César -dijo Cicerón-. Hombres a los que tú has perdonado. ¿Con qué derecho? ¿Con qué autoridad? Tú eres un rey y piensas como un rey. Tu imperium se ha acabado, eres nada más Y nada menos que un consular común y corriente… ¡y eso porque el verdadero Senado no te declaró hostis! ¡Aunque en el momento en que cruzaste el Rubicón y entraste en Italia, según nuestra constitución te convertiste en un traidor! ¡No doy ni un comino por tus perdones! No significan nada.
–Lo intentaré sólo una vez más, Marco Cicerón -insistió César respirando hondo-. ¿Vendrás a Roma? ¿Ocuparás tu asiento en el Senado? ¿Me darás consejo?
–No iré a Roma. No me sentaré en tu Senado. No te daré consejo -le respondió Cicerón con el corazón acelerado.
Durante unos instantes César no dijo nada. Luego suspiró y habló.
–Muy bien. Ya lo comprendo. Entonces te dejo con esto, Cicerón. Piénsalo bien. Continuar desafiándome no resulta muy prudente. De verdad, no es prudente. – Se puso en pie-. Si tú no quieres darme consejo de manera decente y culta, encontraré a alguien que me aconseje. – César tenía los ojos helados mientras miraba fijamente a Cicerón de arriba abajo-. Y haré exactamente lo que se me recomiende que haga.
Dio media vuelta y desapareció. Cicerón tuvo que encontrar la salida él solo; llevaba ambas manos apretadas contra el diafragma para aliviar el nudo que amenazaba con asfixiarle.
–Tenías razón -le comentó César a Filipo, quien estaba reclinado cómodamente en la habitación que había logrado conservar para su uso privado.
–Se ha negado.
–Ha hecho más que negarse. – Una sonrisa de auténtica diversión apareció en su rostro-. ¡Pobre conejo viejo! Se le notaba que el corazón le golpeaba en las costillas a través de los pliegues de la toga. Hay que admirar su valor, porque no es natural en él, pobre conejo viejo. ¡Ojalá entrase en razón! No consigo que me caiga mal, fíjate, ni cuando se muestra tan tonto.
–Bueno, tú y yo siempre podemos buscar consuelo en nuestros antepasados -le comentó Filipo cómodamente-. Él no tiene ninguno, y eso le duele mucho.
–Supongo que es por eso por lo que no logra separarse de Pompeyo. Según Cicerón, para mí la vida ha sido una prebenda porque tengo el derecho de cuna. Pompeyo es más igual que él en ese aspecto, y sirve para demostrar que no son necesarios los antepasados. Lo que me gustaría que Cicerón comprendiera es que el derecho de cuna puede llegar a convertirse en un estorbo. Si yo fuera un galo picentino como Pompeyo, la mitad de esos idiotas que han huido por el Adriático no se habrían marchado. Yo no podría nombrarme a mí mismo rey de Roma, Mientras que un juliano sí que puede, piensan ellos. – Suspiró y se sentó al borde del canapé, frente a Filipo-. De verdad, Lucio, no tengo absolutamente el menor deseo de ser rey de Roma. Lo único que quiero es aquello a lo que tengo derecho. Si ellos hubieran accedido sólo a eso, nada de esto habría sucedido nunca.
–Oh, lo entiendo perfectamente -le dijo Filipo bostezando delicadamente-. Claro que te creo. ¿Quién que estuviese en su sano juicio querría reinar sobre un hatajo de romanos litigiosos, ariscos y tercos?
El muchacho entró sin vergüenza alguna cuando ellos estaban riéndose a carcajadas y educadamente esperó a que acabasen. Sobresaltado por aquella aparición súbita, César lo miró fijamente, con el ceño fruncido.
–Yo te conozco -le dijo, y dio unas palmaditas a su lado sobre el canapé-. Siéntate, sobrino nieto Cayo Octavio.
–Me gustaría más ser tu hijo, tío César -le respondió Cayo Octavio.
El muchacho se sentó, se volvió de lado y esbozó una sonrisa cautivadora.
–Has crecido mucho, sobrino -observó César-. La última vez que te vi apenas te sostenías en tus piernas. Ahora más bien parece que te cuelgan las pelotas. ¿Cuántos años tienes?
–Trece.
–Así que te gustaría ser mi hijo, ¿eh? ¿No es eso más bien un insulto para tu padrastro, aquí presente?
–¿Lo es, Lucio Marcio?
–Gracias, yo ya tengo dos hijos propios. Con gusto te entregaría a César.
–El Cual sinceramente no tiene ni tiempo ni ganas de tener un hijo. Me temo, Cayo Octavio, que tendrás que continuar siendo sobrino nieto.
–¿No podríamos dejarlo siquiera en sobrino?
–No veo por qué no.
El muchacho se acomodó en el canapé con las piernas cruzadas.
–He visto a Marco Cícerón que Se marchaba. No parecía muy contento.
–Y tenía buenos motivos para no estarlo -dijo César con aire siniestro-. ¿Lo conoces?
–Sólo de vista. Pero he leído todos sus díscursos.
–¿Y qué opínas de ellos?
–Es un embUStero maravilloso.
–¿Y admiras eso?
–Sí y no. Las mentiras tienen su utilidad, pero es una tontería basar toda la carrera de uno en ellas. Yo no lo haré, de todos modos.
–Entonces, ¿en qué basarás tu carrera, sobrino?
–En conservar mi propio criterio. En decir menos de lo que pienso. En no cometer dos veces el mismo error. Cicerón está gobernado por su lengua; va con él a todas partes. Eso lo convierte en poco diplomático, creo yo.
–¿No quieres ser un gran militar, Cayo Octavio?
–Me encantaría ser un gran militar, tío César, pero no creo que posea el don para serlo.
–Y por lo visto tampoco piensas basar tu carrera en tu lengua. Pero ¿crees que puedes elevarte a las alturas guardándote tu propio criterio?
–Sí, sí espero a ver qué hacen otras personas antes de actuar yo. La exorbitancia es un auténtico defecto -comentó el muchacho pensativamente-. Significa que se fijan en uno, pero también hace que uno recoja enemigos igual que un vellón. No, eso es un error gramatical… como un vellón recoge erizos.
Los ojos de César se habían arrugado hacia arriba en la parte exterior, pero mantenía la boca seria.
–¿Quieres decir la exorbitancia o la extravagancia?
–Exorbitancia.
–Veo que estás muy bien enseñado. ¿Vas a la escuela o aprendes en casa?
–En casa. Mi pedagogo es Atenodoro Cananites de Tarso.
–¿Y qué opinas de la extravagancia?
–La extravagancia está bien para personas extravagantes. A ti te viene bien, tío César, porque… porque forma parte de tu carácter. – Arrugó un poco la frente-. Pero nunca habrá otro como tú, y lo que se te puede aplicar a ti no puede aplicárseles a otros hombres.
–¿Incluido tú?
–Oh, definitivamente. – Aquellos grandes ojos grises se alzaron y contemplaron a César con adoración-. Yo no soy tú, tío César. Nunca lo seré. Pero pienso tener mi propio estilo.
–¡Filipo, insisto en que este chico se me envíe como contubernalis en cuanto cumpla diecisiete años! – le comentó César a Filipo riendo.
César fijó su residencia en el Campo de Marte (en la abandonada villa de Pompeyo) a finales de marzo, decidido a no cruzar el pomerium ni entrar en la ciudad; no formaba parte de sus planes comportarse como si admitiera que había perdido su imperium. Por medio de Marco Antonio y Quinto Casio, Sus tribunos de la plebe, convocó al Senado para que se reuniera en el templo de Apolo en las calendas de abril. Tras lo Cual se sentó a conferenciar con Balbo y su sobrino Balbo el Joven, Cayo Opio, su antiguo amigo Cayo Mateo y Atico.
–¿Dónde están? – les preguntó, sin referirse a nadie en concreto.
–Manio Lépido y su hijo regresaron a Roma después de que tú los perdonaste en Corfinio, y deduzco que no saben si ocupar o no sus asientos en el Senado mañana -dijo Atico.
–¿Y Léntulo Spinther?
–Escondido en su villa cerca de Puzol. Quizá acabe por irse con Pompeyo al otro lado del mar, pero dudo de que reclute tropas para luchar contra ti en Italia -le explicó Cayo Mateo-. Por lo visto, a Léntulo Spinther le ha bastado con intentarlo dos veces con Enobarbo: primero en Corfinio y luego en Etruria. Ha acabado por preferir bajar a la tierra.
–¿Y Enobarbo?
Fue Balbo el Joven quien le respondió.
–Pues eligió la vía Valeria para regresar a Roma después de lo de Corfinio, se escondió en Tibur durante unos días y luego se marchó a Etruria. Allí ha estado reclutando soldados con considerable éxito. Ese hombre es tremendamente rico, desde luego, y retiró todos sus fondos de Roma antes… antes de que tú cruzases el Rubicón.
–De hecho habría que reconocer que el intemperante Enobarbo ha actuado con más prudencia y más lógica que todos los demás -observó César sin alterarse-. A excepción de esa decisión suya de permanecer en Corfinio.
–Cierto -convíno Balbo el Joven.
–¿Y qué piensa hacer con sus reclutas etrurios?
–Ha reunido dos flotas pequeñas, una en el puerto de Cosa y otra en la isla de Igilitirvi. Desde donde parece ser que piensa abandonar Italia -le explicó Balbo el Joven-. Probablemente para ir a Hispania. Yo he viajado mucho por Etruria, y ése es el rumor que corre allí.
–¿Cómo está Roma?
–Mucho más calmada desde que llegó la noticia de la clemencia que mostraste en Corfinio, César. Y también después de que se dieron cuenta de que no estabas masacrando a los soldados en el campo de batalla. Tal como van las guerras civiles, dicen, ésta es una extraordinariamente incruenta.
–Hagamos ofrendas a los dioses para que continúe siendo incruenta.
–El problema es que tus enemigos no tienen la misma objetividad -dijo Cayo Mateo recordando los días en que dos niños jugaban juntos en el patio de la ínsula de Aurelia-. Dudo de que a ninguno de ellos, excepto quizá al propio Pompeyo, le importe cuánta sangre se derrame con tal de que tú seas abatido.
–Háblame de Catón, Opio.
–Se ha ido a Sicilia, César.
–Bueno, le nombraron gobernador de allí.
–Sí, pero la mayoría de los senadores que Se quedaron en Roma después de que tú cruzaste el Rubicón no le tienen simpatía. De manera que para evitar que Catón ejerciera ese gobierno decidieron nombrar a un hombre para que asegurase el abastecimiento de grano específicamente. Eligieron a Lucio Postumio, nada más y nada menos. Pero Postumio declinó el nombramiento. Al preguntarle por qué, expresó que se sentía incómodo al suplantar a Catón, que seguía siendo el gobernador titular. Le suplicaron que fuese a pesar de todo, y finalmente dijo que iría… siempre que Catón también fuera con él. Naturalmente Catón no quería el trabajo, pues no le gusta estar fuera de Italia, como todos sabemos. No obstante, Postumio se mantuvo firme, así que al final Catón no tuvo más remedio que acceder a ir también. Después de lo cual Favonio, que es un mono de imitación, le ofreció acompañarle.
César escuchó aquello con una sonrisa.
–Lucio Postumio, ¿eh? ¡Oh, dioses, tienen una habilidad inspirada para elegir a los hombres que no convienen! No conozco a un hombre más pedante y trivial.
–Tienes toda la razón -le dijo Atico- ¡En el momento en que tuvo el nombramiento, se negó a salir hacia Sicilia! No quería moverse hasta que el joven Lucio César y Lucio Roscio regresaran para traer tus condiciones. Después se negó a hacerse a la mar hasta que Publio Sestio regresara con tu respuesta a las condiciones de Pompeyo.
–Vaya, vaya. ¿Y cuándo partió finalmente ese grupito de gallinas?
–A mediados de febrero.
–¿Con algunas tropas, ya que no hay legiones en Sicilia?
–Con ninguna absolutamente. El acuerdo era que Pompeyo les enviaría por mar doce cohortes de las tropas de Enobarbo, pero ya sabes qué pasó con eso. Todos los hombres de que dispone Pompeyo se han ido a Dyrrachium.
–No han pensado mucho en el bienestar de Roma, ¿verdad?
Cayo Mateo se encogió de hombros.
–No tenían necesidad, César. Saben que tú no permitirás que Roma ni Italia se mueran de hambre.
–Bueno, por lo menos la toma de Sicilia no presentaría grandes dificultades -comentó César reconociendo la verdad de la afirmación de Mateo. Levantó las cejas hacia el mayor de los Balbos y le preguntó-: Lo encuentro difícil de creer, pero… ¿es cierto que nadie se acordó de vaciar el Tesoro?
–Absolutamente cierto, César. Está lleno de lingotes.
–Espero que también esté lleno de monedas.
–¿Vas a tocar el Tesoro? – quiso saber Cayo Mateo.
–Tengo que hacerlo, viejo amigo. Las guerras cuestan dinero y, además, en grandes cantidades, y las guerras civiles no reportan botín.
–Pero lo más seguro es que tengas intención de llevarte arrastrando miles de carretas cargadas de oro, plata y monedas contigo cuando te vayas, ¿no es así? – le preguntó Balbo el Joven frunciendo el ceño.
–Ah, estás pensando que no me atrevo a dejarlo en Roma -le dijo César muy relajado-. Sin embargo, eso es exactamente lo que haré. ¿Por qué no habría de hacerlo? Pompeyo tiene que pasar por encima de mí antes de poder entrar en Roma, él abandonó la ciudad. Lo único que me llevaré es lo que necesite de momento. Unos mil talentos en monedas, si es que hay esa cantidad. Tendré que costear una guerra en Sicilia y en Africa, además de mi campaña en Oriente. Pero puedes contar con una cosa, Balbo el Joven: no abandonaré el control del Tesoro una vez que sea mío. Y al decir mío, me refiero a establecerme a mí mismo y a los senadores que quedan en Roma como gobierno legítimo.
–¿Crees que puedes hacer eso? – le preguntó Atico.
–Sinceramente espero que sí.
Pero cuando el Senado se reunió el primer día de abril en el templo de Apolo, hubo tan poca asistencia que no había quórum. Un terrible golpe para César. De los consulares, sólo Lucio Volcacio Tulo y Servio Sulpicio Rufo acudieron, y Servio no se mostró comprensivo. Y resultó que todos los tribunos de la plebe boni no se habían marchado de Roma, contingencia con la que César no había contado. En el banco tribunicio al lado de Marco Antonio y Quinto Casio estaba Lucio Cecilio Metelo, un hombre verdaderamente muy boni. Un golpe todavía peor para César, que había convertido en motivo para cruzar el Rubicón las injurias cometidas contra sus tribunos de la plebe. Lo cual significaba que ahora no podía reaccionar con fuerza o intimidación si algunas de sus propuestas eran vetadas por Lucio Metelo.
A pesar de que no había bastantes senadores presentes para aprobar ningún decreto, César habló largo y tendido acerca de las perfidias de los boni y de su perfectamente justificada entrada en Italia. Se explayó en la total ausencia de derramamiento de sangre. También habló largo y tendido de la clemencia que había mostrado en Corfinio.
–Lo que debe hacerse inmediatamente es que esta Cámara le envíe una delegación a Cneo Pompeyo, que está en Epiro -dijo a modo de conclusión-. La delegación llevará el encargo formal de negociar una paz. No quiero librar una guerra civil, ni en Italia ni en ninguna otra parte.
Los noventa y tantos hombres se movieron incómodos en sus asientos, daban la impresión de ser desesperadamente desgraciados.
–Muy bien, de acuerdo entonces, César -le respondió Servio Sulpicio-. Si tú crees que una delegación va a servir de algo, la enviaremos.
–¿Podéis darme diez nombres, por favor?
Pero nadie quiso ofrecerse voluntario.
Con los labios apretados, César se quedó mirando al pretor urbano, Marco Emilio Lépido; era el hombre de mayor rango que quedaba entre el gobierno electo. Como era el hijo más joven de un hombre que se rebeló contra el Estado y que murió por ello -unos decían que de neumonía y otros que de pena-, Lépido estaba determinado a volver a situar a su familia patricia entre las personas más poderosas de Roma. Hombre apuesto qué llevaba en la nariz una cicatriz de herida de espada, Lépido había comprendido hacía tiempo que los boni nunca confiarían en él (ni en su hermano mayor, Lucio Emilio Lépido Paulo), y la llegada de César fue para él una salvación.
Así que se puso en pie deseando hacer lo que se le había pedido antes de que la reunión comenzase.
–Padres conscriptos, el procónsul Cayo César ha requerido que se le conceda acceso libre a los fondos del Tesoro. Por ello ahora y aquí propongo que se conceda permiso para adelantarle a César lo que necesite del Tesoro. No sin beneficio para éste, pues Cayo César ha ofrecido coger lo que necesite como préstamo a un diez por ciento de interés simple.
–Veto esa moción, Marco Lépido -dijo Lucio Metelo.
–¡Lucio Metelo, pero si es un buen trato para Roma! – exclamó Lépido.
–¡Tonterías! – insistió Lucio Metelo con desprecio-. En primer lugar, no podéis aprobar una moción en una Cámara en la que no hay quórum. Y, cosa que es mucho más importante, lo que César en realidad está pidiendo es que se considere que él es la parte legítima en la actual diferencia de opinión entre el verdadero gobierno de Roma y él. ¡Veto que se le concedan préstamos del Tesoro, y continuaré vetándolo! Si César no puede encontrar dinero, tendrá que desistir de su agresión. Por lo tanto, interpongo el veto.
Lépido, un hombre bastante hábil, le contestó.
–Hay un senatus consultum ultimum en vigor que prohibe el veto tribunicio, Lucio Metelo.
–¡Ah, pero eso era con el antiguo gobierno! – dijo Lucio Metelo sonriendo brillantemente-. César invadió Italia para proteger los derechos y las personas de los tribunos de la plebe, y éste es su Senado, su gobierno. Hay que suponer que la piedra angular de este gobierno es el derecho de un tribuno de la plebe a interponer su veto.
–Gracias por refrescarme la memoria, Lucio Metelo -intervino César.
Despedido el Senado, César llamó al pueblo a una asamblea formal en el Circo Flaminio. Aquella reunión tuvo mucha mayor asistencia… y los asistentes eran precisamente aquellos que no les tenían amor a los boni. La multitud escuchó muy receptiva el mismo discurso que César había pronunciado en el Senado, dispuesta a creer en la clemencia de César y ansiosa por ayudar de cualquier modo que fuera posible. En especial después de que César le dijo al pueblo que él continuaría con el reparto de grano gratis y le daría trescientos sestercios a cada hombre romano.
–¡Pero no quiero parecer un dictador! – dijo César-. Estoy suplicándole al Senado que gobierne, y continuaré haciéndolo hasta que lo haya convencido de que lo haga. Por ese motivo no os pido en este momento que aprobéis ninguna ley.
Lo cual resultó ser un error, pues continuó el compás de espera en el Senado. Servio Sulpicio seguía machacando constantemente que había que restablecer la paz a cualquier precio, no había nadie que quisiera formar parte de la delegación que se le iba a enviar a Pompeyo, y Lucio Metelo seguía interponiendo el veto cada vez que César pedía dinero.
Al amanecer del cuarto día de abril, César cruzó el pomerium y entró en la ciudad, asistido por sus doce lictores (con túnicas de color carmesí y llevando las hachas en las fasces, algo que sólo le estaba permitido hacer a un dictador dentro del recinto sagrado). Con él iban sus dos tribunos de la plebe, Antonio y Quinto Casio, y el pretor urbano, Lépido. Antonio y Quinto Casio iban ataviados con armadura completa y llevaban espada.
Se dirigió directamente al sótano del templo de Saturno, donde se guardaba el Tesoro.
–Adelante -le dijo escuetamente a Lépido.
Lépido llamó a la puerta con el puño.
–¡Abrid las puertas al praetor urbanus! – gritó.
Se abrió la hoja de la puerta derecha y por ella asomó una cabeza.
–¿Sí? – preguntó con una expresión de terror en la cara.
–Déjanos pasar, tribunus aerarius.
Lucio Metelo salió repentinamente de la nada y se cuadró atravesado en la puerta. Estaba solo.
–Cayo César, has abandonado cualquier imperium que asegures poseer y te encuentras dentro del pomerium. – Se estaba congregando una pequeña multitud, cuyas filas aumentaban con rapidez-. ¡Cayo César, no tienes autoridad para invadir estos locales ni tienes autoridad para sacar ni un solo sestercio de aquí! – gritó Lucio Metelo con su voz más sonora-. ¡He vetado tu acceso a la bolsa pública de Roma, y aquí y ahora vuelvo a vetarte! Vuelve al Campo de Marte, vete a la residencia oficial del pontifex maximus o vete dondequiera que desees. No te lo impediré. ¡Pero no te dejaré entrar en el Tesoro de Roma!
–Apártate, Metelo -le pidió Marco Antonio.
–No.
–Apártate, Metelo -repitió Marco Antonio.
Pero Metelo le hablaba a César, no a Antonio.
–¡Tu presencia aquí constituye una infracción directa de todas las leyes escritas en las tablas de Roma! ¡Tú no eres dictador! ¡Tú no eres procónsul! Como mucho eres un senador privatus, y en el peor de los casos lo que eres es un enemigo público. Si me desafías y entras por estas puertas, todos los hombres que te están mirando ahora sabrán cuál de las dos cosas eres en realidad: ¡un enemigo del pueblo de Roma!
César escuchaba impasible; Marco Antonio se adelantó y puso la mano en la espada listo para desenvainar.
–¡Apártate, Metelo¡ -rugió Antonio-. ¡He sido legalmente elegido tribuno de la plebe y te ordeno que te apartes!
–¡Tú eres seguidor de César, Antonio! ¡No te alces sobre mí como mi ejecutor! ¡No me apartaré!
–Bien, míralo de este modo, Metelo -le dijo Antonio al tiempo que cogía a éste por las axilas-. Voy a levantarte en alto para apartarte. Si vuelves a entrometerte, te ejecutaré.
–¡Quirites, vosotros sois testigos! ¡Se ha empleado contra mí la fuerza armada! ¡Se me ha obstruido en el cumplimiento de mi deber! ¡Han amenazado mi vida! ¡Recordadlo bien el día que a estos hombres se les juzgue por alta traición!
Antonio levantó a Metelo y lo puso a un lado. Cumplido su propósito, Lucio Metelo se alejó entre la multitud proclamando que se había violado su condición de tribuno y suplicando a los presentes que fueran testigos.
–Tú primero, Antonio -le pidió César.
Para Antonio, que nunca había sido cuestor urbano, aquélla era una experiencia nueva. Agachó la cabeza para entrar, aunque no era necesario, y estuvo a pupto de chocar con el aterrorizado tribunus aerarius que se encontraba a cargo del Tesoro aquella mañana fatidica.
Quinto Casio, Lépido y César entraron detrás; los lictores permanecieron fuera.
Algunas aberturas cubiertas por enrejados permitían la entrada de una luz tenue que daba en las oscurecidas paredes de adoquines que estaban a los lados de un estrecho pasaje que acababa en una puerta corriente, la entrada a la madriguera en la que los funcionarios del Tesoro trabajaban en medio de lámparas, telarañas y algunos papeles. Pero para Antonio y Quinto Casio aquella puerta no era nada; en la pared interior del pasillo se abrían cámaras oscuras, cada una de ellas sellada con una maciza puerta de barrotes de hierro. Y dentro, en la penumbra, se veían resplandores apagados, oro en una cámara, plata en otra, durante todo el trayecto que conducía a la puerta de la oficina.
–Es igual en el otro lado -comentó César, que iba abriendo la marcha-. Una bóveda tras otra. Las tablas de la ley se trasladan a una habitación que hay al fondo del todo. – Entró en la oficina exterior y avanzó por el reducido espacio hasta llegar al diminuto cubículo donde trabajaba el funcionario jefe- ¿Cómo te llamas? – le preguntó.
El tribunus aerarius tragó saliva.
–Marco Cuspio -dijo.
–¿Cuánto hay aquí?
–Treinta millones de sestercios en moneda nueva. Treinta mil talentos de plata en lingotes. Quince mil talentos de oro en lingotes. Todos con el sello del Tesoro.
–¡Excelente! – ronroneó César-. Más de mil talentos en monedas. Siéntate, Cuspio, que vas a redactar un documento. El pretor urbano y estos dos tribunos de la plebe serán testigos. Registra en tu documento que en el día de hoy Cayo Julio César, procónsul, ha tomado prestados treinta millones de sestercios en moneda para costear su legítima guerra en nombre de Roma. Las condiciones son que el préstamo es por dos años y el interés, el diez por ciento simple.
César se sentó en el borde del escritorio mientras Marco Cuspio escribía; cuando el documento estuvo terminado se inclinó, puso su nombre en él y luego hizo una seña con la cabeza a los testigos. Quinto Casio tenía una expresión rara.
–¿Qué te pasa, Casio? – le preguntó César mientras le entregaba la pluma a Lépido.
–¡Oh! Oh, nada, César. Sólo que me he dado cuenta de que el oro y la plata tienen olor.
–¿Te gusta el olor?
–Muchísimo.
–Interesante. Personalmente yo lo encuentro sofocante.
Una vez firmado el documento por los testigos, César volvió a entregárselo a Cuspio coh una sonrisa.
–Ponlo a buen recaudo, Marco Cuspio, – Se leVantó del escritorío-. Ahora escúchame, y entiéndeme bien. El contenido de este edificio está a mi cuidado desde el día de hoy en adelante. Ni un solo sestercio saldrá de aquí sin que yo lo diga. Y para asegurarme de que mis órdenes se van a obedecer, pondré permanentemente soldados para que vigilen la entrada del Tesoro. No le permitirán el acceso a nadie salvo a los que trabajan aquí y a los agentes que yo designe, que son Lucio Cornelio Balbo y Cayo Opio. Cayo Rabino Póstumo, el banquero, no el senador, también está autorizado como agente mío cuando vuelva de sus viajes. ¿Queda todo entendido?
–Sí, noble César. – El tribunus aerarius se humedeció los labios-. Er… ¿y los cuestores urbanos?
–Nada de cuestores urbanos, Cuspio. Sólo los agentes que yo nombre.
–De modo que así es cómo se hace -comentó Marco Antonio cuando el grupo regresaba caminando a la villa de Pompeyo, en el Campo de Marte.
–No, Antonio, no es así cómo se hace. Es como me he visto obligado a hacerlo. Lucio Metelo ha hecho que no me quede otro remedio que obrar mal.
–¡Gusano! Debí matarlo.
–¿Y convertirlo en un mártir? ¡Ni hablar! Si interpreto el aSUnto correctamente, y creo que sí, echará a perder su victoria hablándole de ello a todo el mundo día y noche. Y no es prudente andar por ahí parloteando. – De pronto César recordó las palabras del joven Cayo Octavío sobre el tema de guardarse la opinión para uno mismo, y sonrió. Era probable que aquel MUchacho llegara lejos-. Los hombres se aburrirán de oírle, igual que se cansaron de oír a Marco Cicerón y de sus esfuerzos por demostrar que Catilina era un traidor.
–De todos modos, es una lástima -insistió Antonio, e hizo una Mueca-. ¿Por qué será, César, que siempre hay un hombre como Lucio Metelo?
–Si no los hubiera, Antonio, puede que este mundo funcionase mejor. Aunque si este mundo funcionase mejor, no habría lugar en él para hombres como yo -respondió César.
En la villa de Pompeyo César reunió a todos sus legados y a Lépido en aquella enorme habitación que Pompeyo solía llamar su despacho.
–Tenemos dinero -les informó sentado en el sillón de Pompeyo, detrás del escritorio-. Eso significa que me voy mañana, las nonas de abril.
–A Hispania -le dijo Antonio con placer-. Tengo muchas ganas de que llegue ese momento, César.
–Pues no te molestes, Antonio. Tú no vienes. Te necesito aquí, en Italia.
Con el ceño fruncido, Antonio puso muy mala cara.
–¡Eso no es justo! ¡Yo quiero ir a la guerra!
–Nada es justo, Antonio, y yo no hago las cosas para tenerte contento. He dicho que te necesito en Italia, así que en Italia te quedarás. Como mi… er… segund o en el mando extraoficial. Tú asumirás el mando de todo lo que quede más allá de dos kilómetros de Roma. En particular de las tropas que tengo intención de dejar aquí para proteger Italia. Reclutarás soldados… pero no como Cicerón. Quiero resultados, Antonio. Se te requerirá que tomes todas las decisiones ejecutivas y todas las disposiciones necesarias para mantener este país en paz. Nadie que tenga condición senatorial podrá salir de Italia con destino a ningún lugar del extranjero sin obtener primero un permiso de ti. Lo que significa que quiero una guarnición en cada puerto capaz de contener barcos de alquiler. También tendrás que encargarte del suministro de grano en Italia. No se puede permitir que nadie pase hambre. Haz caso de lo que te digan los banqueros. Haz caso de lo que te diga Atico. Y escucha la voz del sentido común. – La mirada se le puso muy fría-. Puedes ir de juerga y de parranda, Antonio, con tal de que el trabajo se haga a mí satisfacción. Si no es así, te despojaré de la ciudadanía y te enviaré al exilio permanente.
Antonio tragó saliva y asintió. Luego le llegó el turno a Lépído.
–Lépido, como pretor urbano tú gobernarás la ciudad de Roma. A ti no te será tan difícil como lo ha sido para mí en estos últimos días, porque no tendrás a Lucio Metelo para que interponga el veto. He dado instrucciones a una parte de mis tropas para que escolten a Lucio Metelo hasta Brundisium, donde lo meterán en un barco y se lo enviarán, con saludos de mi parte, a Cneo Pompeyo. Utilizarás a la guardia apostada a la puerta del Tesoro en el caso de que la necesites. Aunque las disposiciones normales permiten que el pretor urbano se ausente de la ciudad hasta diez días seguidos, tú nunca estarás ausente. Espero que los graneros estén llenos a continuación del reparto de grano gratis, y que haya paz en las calles de Roma. Convencerás al Senado para que autorice la acuñación de cien millones de sestercios en moneda, y luego le entregarás las instrucciones del Senado a Cayo Opio. Mis programas de edificación continuarán… a mis propias expensas, naturalmente. Cuando regrese espero ver una Roma próspera, bíen cuidada y contenta. ¿Está claro?
–Sí, César -respondió Lépído.
–Marco Craso -dijo César con voz más suave, pues aquél era un legado que apreciaba, el único eslabón viviente con su amigo Craso y un subordinado leal en la Galía-. Marco Craso, a ti te entrego mi provincia de la Galia Cisalpina. Cuídala bien. También empezarás a confeccionar un censo de todos los habitantes de la Galia Cisalpina que todavía no posean la ciudadanía completa. En cuanto yo tenga tiempo, legislaré la plena ciudadanía para todos. Por lo tanto un censo abreviará los procedimientos.
–Sí, César -dijo Marco Craso.
–Cayo Antonio… -continuó César con voz neutral.
A Marco lo consideraba un hombre valioso siempre que sus deberes le fueran deletreados y se le prometiera un castigo horripilante si fracasaba, pero el mediano de los hermanos antonianos no le importaba lo más mínimo. Era casi tan grande como Marco, pero ni mucho menos tan brillante. Un patán inculto. La familia, no obstante, era la familia. Por eso a Cayo Antonio tendría que encomendarle una tarea de cierta responsabilidad. Una lástima. Le diera lo que le diera, no lo haría bien.
–Cayo Antonio, tú cogerás dos legiones de soldados locales y me cuidarás Iliria. Cuando digo cuidar, quiero decir exactamente eso. No dirigirás juicios locales ni funcionarás como gobernador; Marco Craso, desde la Galia Cisalpina, se ocupará de ese aspecto de Iliria. Establécete en Salona, pero mantén abiertas las comunicaciones con Tergeste a todas horas. No tientes a Pompeyo, que se encuentra bastante cerca de ti. ¿Comprendido?
–Sí, César.
–Orca -le dijo César a Quinto Valerio Orca-, tú irás a Cerdeña con una legión de reclutas locales y me la cuidarás debidamente. Personalmente no me importaría que toda la isla se hundiera en el fondo del Mare Nostrum, pero el grano que produce es bastante valioso. Protégelo.
–Sí, César.
–Dolabela, a ti te doy el mar Adriático. Reunirás una flota y lo defenderás contra cualquier ejército naval que Pompeyo pueda tener. Antes o después tendré que hacer la travesía de Brundisium a Macedonia y espero poder hacerlo.
–Sí, César.
Le llegó el turno a uno de los más sorprendentes partidarios de César, el hijo de Quinto Hortensio. Fue a servir en la Galía como legado de César después de la muerte de su padre, y demostró ser un buen trabajador en el poco tiempo que duraron sus deberes. A César le caía bien; se enteró de que poseía muy buenas habilidades diplomáticas, por lo que le fue MUy útil en el proceso de apaciguamiento de las tribus. Estuvo presente con César en la Galia Cisalpina y formó parte del grupo que había cruzado el Rubicón detrás de su comandante. Sí, una verdadera sorpresa. Pero una sorpresa agradable.
–Quinto Hortensio, a ti te doy el mar Toscano. Reunirás una flota y mantendrás despejadas las rutas marítimas entre Sicilia y todos los puertos occidentales, desde Regio hasta Ostia.
–Sí, César…
Quedaba el más importante de los mandos independientes, y todos los ojos se volvieron hacia la cara alegre y pecosa de Cayo Escribonio Curión.
–Curión, buen amigo, enorme ayuda, fiel aliado, hombre valiente… tú cogerás todas las cohortes que Enobarbo tenía en Corfinio Y reclutarás los hombres suficientes para formar cuatro legiones. Hazlo en Samnio o en el Piceno, no en Campania. Te dirigirás a Sicilia y expulsarás de allí a Postumio, a Catón y a Favonio. Tener Sicilia es absolutamente esencial, como bien sabes. Una vez que Sicilia esté asegurada y debidamente protegida, continuarás hacia Africa y la asegurarás también. Eso significará que el abastecimiento de grano es nuestro por completo. Voy a enviar contigo a Rebilo como segundo en el mando, y a Polio también, por si acaso.
–Sí, César.
–Y todos estos mandos que os he dado llevarán consigo imperium propretoriano.
La travesura empujó la regocijada lengua de Curión y le hizo preguntar:
–Si yo soy propretor, tengo seis lictores. ¿Puedo envolver sus fasces en guirnaldas de laurel?
A César se le cayó la máscara por primera vez.
–¿Por qué no? Puesto que me ayudaste a conquistar Italia, Curión, claro que puedes -le contestó César con venenosa amargura-. ¡Qué cosa he tenido que decir! Yo conquisté Italia. Pero no había nadie para deFenderla. – Asintió bruscamente con la cabeza-. Eso es todo. Buenos días.
Curión se fue como una tromba a su casa del Palatino dando alaridos, levantó como un torbellino a Fulvia del suelo y la besó. Como no estaba confinado al Campo de Marte igual que César, llevaba ya cinco días en su casa.
–¡Fulvia, Fulvia, por fin voy a tener mi propio mando! – le explicó a su esposa.
–¡Cuéntame!
–¡Voy a conducir cuatro legiones… cuatro legiones, imagínate, a Sicilia y luego a Africa! ¡Mi propia guerra! ¡Soy propraetore, Fulvia, y voy a engalanar mis fasces con laureles! ¡Yo estoy al mando! ¡Tengo seis lictores! ¡Mi segundo en el mando es un valiente veterano galo, Caninio Rebilo! ¡Yo soy su superior! ¡También tengo a Polio! ¿No es maravilloso?
Y ella, tan leal, siempre un apoyo tan sincero, sonrió, besó a Curión por toda aquella querida cara pecosa, lo abrazó y se regocijó por él.
–Mi marido el propretor -dijo, y le besó de nuevo la cara muchas veces-. ¡Curión, qué contenta estoy! – Cambió de expresión-. ¿Significa eso que tienes que marcharte inmediatamente? ¿Cuándo se te conferirá el imperium?
–No sé si me será conferido alguna vez -dijo Curión sin consternarse- César nos ha otorgado a todos condición propretoriana, pero, hablando estrictamente, no está autorizado a hacerlo. Así que yo diría que tendremos que esperar por nuestras leges curiatae.
Fulvia se puso rígida.
–Tiene intención de ser dictador.
–Oh, sí. – Curión se puso serio y frunció el ceño-. ¡Fue la reunión más asombrosa a la que he asistido en mi vida, meum mel! César estaba allí sentado e iba repartiendo los trabajos, al parecer sin respirar siquiera. Enérgico, sucinto, absolutamente específico. En un momento todo estuvo acabado y resuelto. ¡Ese hombre es un fenómeno! Es completamente consciente de que no posee autoridad alguna para delegar nada en nadie, y sin embargo… ¿cuánto tiempo ha estado pensándolo? Es un completo autócrata. Supongo que diez años en la Galia siendo el amo de todo y de todos acaban por cambiar por fuerza a un hombre, pero… oh, dioses, Fulvia, ¡César nació dictador! Si hay algún aspecto que yo no comprenda de él, es cómo ha logrado mantener oculto tanto tiempo cuáles eran sus propósitos. ¡Oh, recuerdo cómo me irritaba cuando era cónsul, entonces yo lo consideraba un hombre regio! Pero verdaderamente creía que Pompeyo manejaba a César como a una marioneta. Ahora sé que nadie ha manejado a César nunca.
–él manejó a mi Clodio, aunque a mi Clodio no le gustaba oírmelo decir.
–No se dejará contradecir, Fulvia. Y, sea como sea, logrará hacerlo sin derramar océanos de sangre romana. A quien he oído hoy ha sido al dictador brotando completamente armado de la frente de Zeus.
–Otro Sila.
Curión negó enfáticamente con un movimiento de cabeza.
–Oh, no. Nunca será otro Sila. César no tiene las debilidades de Sila.
–¿Puedes continuar sirviendo a alguien que va a gobernar Roma como un autócrata?
–Creo que sí. Por un motivo: es mucho más que capaz. Lo que yo tendría que hacer, no obstante, es procurar que César no cambie nuestro modo de ver las cosas. Roma necesita ser gobernada por César. Pero él es único. Por lo tanto no se puede permitir que nadie gobierne después que él.
–Entonces es un consuelo que no tenga ningún hijo varón -dijo Fulvia.
–Y que no haya ningún miembro de su familia que reclame ocupar su lugar.
En la hendidura húmeda y sombría que era el Foro Romano se alzaba la residencia del pontifex maximus, un edificio enorme y helado sin ningún rasgo arquitectónico distintivo ni belleza física. Con el invierno justo empezando a hacer su aparición, los patios estaban demasiado fríos para utilizarse, pero la dueña de la casa tenía un cuarto de estar muy agradable bien caldeado por dos braseros, y allí se acomodaba muy a gusto. Los aposentos pertenecieron a Aurelia, la madre del pontifex maximus, y en los días en que ella la ocupaba las paredes eran imposibles de ver a causa de las casillas, los libros y los libros de contabilidad. Todo aquello había desaparecido y las paredes brillaban una vez más con un color carmesí apagado y granate, las pilastras y las molduras doradas lanzaban destellos, el alto techo era un panal de color ciruela y dorado. Había costado considerable esfuerzo convencer a Calpurnia de que bajase de sus habitaciones del piso superior; Eutico, el mayordomo, que ya tenía setenta y tantos años, lo había logrado insinuando que todos los criados estaban ya demasiado decrépitos para andar trepando por las escaleras. Así que, finalmente, Calpurnia se había trasladado abajo, y de eso hacía ya casi cinco años, tiempo suficiente para no notar la presencia de Aurelia como algo más que un calor adicional.
Calpurnia se encontraba sentada con tres gatitos en el regazo, dos de ellos atigrados y uno blanco y negro; las manos reposaban ligeramente sobre los cuerpos gordezuelos de los animales, que estaban dormidos.
–Me encanta cómo se abandonan cuando duermen -les comentó a Sus visitantes con voz grave al tiempo que los miraba y esbozaba una sonrisa-. Podría acabarse el mundo y seguirían soñando. Son preciosos. Nosotros, los miembros de la gens humana, hemos perdido el don del sueño perfecto.
–¿Has visto a César? – le preguntó Marcia.
Calpurnia levantó aquellos grandes ojos castaños; parecía triste.
–No. Creo que está demasiado ocupado.
–¿No has intentado ponerte en contacto con él? – quiso saber Porcia.
–No.
–¿Y no crees que deberías hacerlo?
–Él ya sabe que estoy aquí, Porcia.
No lo dijo con brusquedad o a modo de queja, sino que fue una simple afirmación del hecho.
Un trío peculiar, hubiera podido pensar alguien desde fuera, que se encontrase a la esposa de César conversando con la esposa de Catón y con la hija de éste. Pero Marcia y ella eran amigas desde que Marcia pasó a ser la esposa de Quinto Hortensio, lo que era un verdadero exilio del espíritu y de la carne. No distinto, pensó Marcia entonces, del exilio en que vivía la pobre Calpurnia. Habían encontrado muy agradable la compañía mutua, porque cada una era un alma suave sin excesiva afición a las cosas intelectuales y ninguna por las ocupaciones tradicionales de las mujeres: hilar, tejer, coser, bordar, pintar platos, cuencos, jarrones y pantallas, ir de compras, cotillear. Y, además, tampoco ninguna de las dos era madre.
Empezó con una visita de cortesía tras la muerte de Julia, y otra tras la muerte de Aurelia poco más de un mes después. He ahí, pensó Marcia, a una persona igualmente solitaria: alguien que no la compadecería, alguien que no encontraría culpa en ella por acceder tan mansamente a los deseos de su marido. No todas las mujeres romanas eran tan comprensivas, fuera cual fuera su condición social. Sin embargo, a medida que prosperaba su amistad encontraron que las dos envidiaban a las mujeres de clase inferior, que podían estar cualificadas profesional mente como médicos, comadronas o boticarias, o trabajar en otros oficios, como la carpintería, la escultura o la pintura. Sólo las mujeres de clase superior se veían constreñidas por su condición a actividades propias de señoras y relacionadas con el hogar.
Como no le gustaban los gatos, a Marcia al principio le pareció que esa afición de Calpurnia era un poco insoportable, aunque después de tener algún contacto con ellos había descubierto que los gatos eran seres interesantes. Pero no accedió nunca a las súplicas de Calpurnia de que aceptara un gatito como regalo. También sacó la astuta conclusión de que si César le hubiera regalado a su esposa un perro faldero, ella ahora estaría rodeada de cachorros.
La llegada de Porcia era mucho más reciente. Cuando Porcia se dio cuenta, después del regreso de Marcia con Catón, de que era amiga de la esposa de César, Porcia tuvo mucho que decir. Nada de ello logró impresionar a Marcia, ni siquiera cuando Porcia se quejó de ello a Catón y éste se vio movido a censurar a su esposa.
–El mundo de las mujeres no es el mundo de los hombres, Porcia -le dijo Catón a voces, como era habitual en él-. Calpurnia es una mujer muy respetable y admirable. Su padre la casó con César, exactamente igual que yo te casé a ti con Bíbulo.
Pero desde que Bruto se había marchado a Cilicia, en Porcia se había producido un cambio: la seria estoica que no tenía relaciones con el mundo de las mujeres perdió todo su fuego y se puso a llorar en secreto. Consternada, Marcia vio lo que la propia Porcia estaba tratando de ocultar desesperadamente, y de lo que se negaba en redondo a hablar: se había enamorado de alguien que la rechazó cuando se la ofrecieron, de alguien que se había ido. De alguien que no era su marido. Ahora que su joven hijastro se iba alejando de ella, Porcia necesitaba una clase de estímulo más cálido que la filosofía y la historia. Se estaba consumiendo por dentro. A veces a Marcia le preocupaba ver que estaba padeciendo la clase de muerte más sutil de todas: nadie se preocupaba por ella.
Así, acosada para que consintiera y bajo solemne juramento de no embarcarse en conversaciones sobre política ni hablar mordazmente del mayor enemigo de su padre y de su marido, Porcia empezó también a ir a visitar a Calpurnia. Curiosamente, aquellas salidas le gustaban. Como ambas eran buenas personas en el fondo, Porcia descubrió que le era imposible despreciar a Calpurnia. La bondad reconocía a la bondad. Además, a Porcia le gustaban los gatos. No es que hubiera visto a ninguno muy de cerca antes; los gatos andaban furtivamente de noche, maullaban buscando pareja, comían roedores o vivían alrededor de las cocinas pidiendo sobras. Pero desde el momento en que Calpurnia le tendió a su enormemente gordo y complaciente gato naranja, Félix, y Porcia se encontró con aquella criatura suave, mimosa y ronroneante en los brazos, se dio cuenta de que le gustaban los gatos. Aparte de la amistad con Calpurnia, el gato hacía que ella siguiera volviendo a la domus publica, porque sabía bien que ni su padre ni su marido aprobarían que disfrutase de la compañía de ningún animal, ni perro, ni gato, ni pez.
La soledad, empezó a comprender Porcia, no era algo exclusivo de ella. Ni tampoco lo era el amor no correspondido. Y en aquellas dos cosas sufría por Calpurnia tanto como por si misma. No había nadie que le llenase la vida, nadie que la mirase con amor. Excepto los gatos.
–Sigo pensando que deberías escribirle -insistió Porcia.
–Quizá -dijo Calpurnia dándole la vuelta a un gatito-. Y sin embargo, Porcia, eso sería una intrusión. Está muy ocupado. Yo no entiendo nada de eso, y nunca lo entenderé. Sólo hago ofrendas continuamente para que no le ocurra nada.
–Lo mismo hacemos nosotras por nuestros hombres -le aseguró Marcia.
El viejo Eutico entró con paso vacilante llevando vino dulce caliente y humeante y una fuente cargada de golosinas; a nadie más que a él le estaba permitido servír a la última de las queridas señoras de la domus publica con vida.
Volvieron a poner los gatitos en la caja acolchada con su madre, que abrió mucho los ojos verdes y miró a Calpurnia con reproche.
–Eso no ha sido amable por tu parte -le dijo Porcia mientrasolfateaba el vino calentado con especias y se preguntaba por qué a los criados de Bíbulo nunca se les ocurría hacer lo mismo en aquellos días fríos y brumosos. La pobre mamá gata estaba disfrutando de un poco de paz.
La última palabra cayó hizo eco, permaneció entre ellas. Calpurnia partió un pedazo de la tarta de miel que tenía mejor aspecto y la llevó al altar de los lares y los penates.
–Queridos dioses del hogar -rezó-., concedednos la paz.
–Concedednos la paz -dijo Marcia.
–Concedednos la paz -repitió Porcia.
y Roma, el Este
DESDE EL 6 DE ABRIL DEL 49
A. J.C.
HASTA EL 29 DE SEPTIEMBRE
DEL 48 A. J.C.