Prólogo a la tercera parte

Dos semanas sin Daniel

Amelia

Cuando el sábado después de la fiesta Nathan cumplió su promesa y me acompañó a casa, descubrí que Daniel se había ido.

Me gustaría poder decir que me sorprendió, pero la verdad es que no, aunque eso tampoco significa que me lo esperase. Me bastó con abrir la puerta para saber que no estaba y que si miraba en el armario de nuestra habitación, una de sus maletas negras tampoco estaría.

Nathan se ofreció a quedarse, pero yo le pedí que me dejase sola. Él me dijo que me llamaría más tarde y que, por supuesto, si lograba averiguar algo, mandaría alguien a buscarme.

No averiguó nada, tal como Jasper y él ya temían, pero sí que me llamó para preguntarme si necesitaba algo. Igual que me ha llamado cada día durante el resto de la semana.

Hoy se cumplen dos semanas desde nuestra horrible discusión y sigo sin saber dónde está Daniel.

Habría podido averiguarlo, no me habría costado demasiado. Sé que Jasper lo sabe, o que tiene una idea muy aproximada de su paradero, pero no se lo he preguntado. Todavía no he acabado de asimilar todo lo que me contó sobre lo que Daniel había estado haciendo esas últimas semanas.

Todo empezó la noche de nuestro regreso de Hartford, con un estúpido mensaje telefónico, y empeoró al día siguiente cuando Jasper le entregó a Daniel un expediente con información sobre él, su accidente y también el accidente que había acabado con la muerte de sus padres.

Un momento, me corrijo, con la vida de su madre, porque, al parecer, el padre de Daniel todavía está vivo.

Y Daniel me ha estado protegiendo de él, de ese demonio de su infancia que creía exterminado para siempre y que no deja de renacer de entre las cenizas.

Una pesadilla.

La que Daniel tuvo esa noche y se negó a contarme y de la que ha intentado dejarme al margen, como si yo fuera una estúpida muñeca de porcelana, incapaz de protegerlo y de cuidarlo, de mantener alejados los demonios.

Estoy furiosa, y dolida, y más furiosa.

Y muerta de miedo.

El inspector Erkel se ha disculpado más de mil veces por haberme dejado fuera al principio y el agente Miller ha disfrutado recordándole que él siempre opinó que tenían que contármelo. La intención de Erkel era buena y, además, como también se encargó de recordarme, legalmente sólo tenía obligación de contárselo a Daniel.

Mientras yo he estado buscando desesperada alguna explicación para el extraño y distante comportamiento de éste, él ha estado investigando por su cuenta. Reviviendo los horribles maltratos que sufrió a manos de su tío Jeffrey, las pesadillas que todavía desconozco de su niñez, y lo ha hecho para protegerme. O eso cree él.

Yo sigo creyendo que Daniel quiere morir, que busca el modo de castigarse por haber sobrevivido a su hermana Laura y por haberse atrevido a ser feliz durante un instante. Lo único que me hace dudar es la nota que encontré encima de mi almohada.

Volveré. Llevo la cinta y volveré. Si te has ido, no descansaré hasta encontrarte y lograr que me perdones.

Tengo el papel doblado en mi bolsillo. Siempre lo llevo encima, incluso ahora, aunque ya no sé si sirve de nada.

Dos semanas sin recibir ni una noticia suya, sin una llamada, sin nada.

Dos semanas.

No sé por qué diablos sigo aquí.

Tendría que volver con Marina. Pienso en mi mejor amiga y en lo que me contó el otro día sobre Raff y James.

Suspiro. Tal vez tendría que buscarme un piso para mí sola.

Sí, mañana mismo leeré con atención la sección de alquileres del periódico.

Doy un par de vueltas en la cama y abro los ojos.

Son las tres de la madrugada.

Odio estar aquí sin Daniel. Odio este silencio. No oír su respiración a mi lado es probablemente la peor tortura que podría haber imaginado.

Y vivir sin sus besos.

La noche que se fue, pensé que volvería al cabo de unas horas y me quedé sentada en el sofá, esperándolo, mirando la puerta, convencida de que aparecería de un momento a otro.

No volvió.

No sé qué me pasa, siento como si la piel no pudiera contener las emociones que siente mi cuerpo.

Todo esto es absurdo.

Llevo semanas aquí sola y nunca me había sentido así.

Va a volver, lo presiento.

O tal vez mi corazón me está jugando una mala pasada. Será mejor que beba un poco de agua y me tranquilice. Me levanto de la cama y salgo del dormitorio; no he querido dormir en la cama del piso de arriba.

Daniel se ha ido y me niego a pensar que hemos acabado, por eso me he quedado en su cama.

En nuestra cama.

Camino hasta la ventana, las luces de la ciudad me hacen compañía y recuerdo algunos de los momentos que él y yo hemos vivido en este salón.

Algunos son maravillosos, intensos, profundos. Otros dolorosos.

La puerta se abre.

Daniel.

No tengo que volverme, sé que es él. Es el único que hace que se me pare el corazón.

No puedo respirar, tengo miedo de hacerlo y de despertarme en la cama.

Tal vez todo esto sea solamente un sueño y cuando vuelva a despertarme estaré de nuevo sola, con las mejillas mojadas por las lágrimas.

—Amelia.

Su voz me eriza la piel.

Daniel está aquí y yo tengo que verlo. No voy a perder ni un segundo más, quiero verlo, dejar que su presencia se deslice dentro de mí y se pegue a mi piel, a mi sangre. Le he echado tanto de menos.

—Has vuelto… —Es lo único que soy capaz de decirle.

Está más delgado y debajo de los ojos tiene unos círculos negros, pero desprende toda la fuerza de siempre.

Incluso más.

—Necesitaba verte. Necesito besarte… Necesito…

No puedo más.

Me acercó a él y le cojo la cara entre las manos.

Noto su incipiente barba y tiemblo al experimentar algo tan íntimo. Quiero volver a sentir su sabor, no quiero imaginármelo ni un segundo más.

Deslizo la lengua entre sus labios, que ceden indefensos ante mí. Lo beso con todo el amor y la rabia de estas semanas y un gemido —¿mío? ¿suyo? ¿nuestro?— se desvanece entre los dos.

—Lo siento —dice, con los ojos absolutamente en llamas. Me ha mordido el labio y me sujeta como si no pudiera soportar la idea de soltarme.

Esta vez ha sido él quien ha decidido irse y me pongo furiosa al recordarlo.

—No lo sientas, Daniel. —Necesito tenerlo conmigo otra vez. Quiero que volvamos a ser uno. Recordarle que no podemos vivir si no estamos juntos—. No lo sientas y dime que no volverás a irte.

—Tienes que creer que nunca pensé… —Me besa el cuello y su respiración entrecortada me acaricia la oreja—… Nunca creí poder amar así.

Daniel

No tendría que haber vuelto, tendría que haberme quedado en Escocia para siempre. Tarde o temprano habría aprendido a estar sin ella, o al menos a soportar su ausencia. Sujeto el volante con fuerza y aprieto a la mandíbula para contener las náuseas. Se me retuercen las entrañas solamente de pensar en otra mujer. El sudor frío que me empapa la frente me demuestra que jamás seré capaz de hacerlo y soy lo bastante listo como para saber que tengo que dejar de engañarme.

Conduzco hasta el garaje de mi dúplex en Londres y el peso que me ha oprimido el pecho durante estas últimas semanas desaparece de repente.

Estoy cerca de Amelia.

Todo sigue igual y durante un segundo, mientras detengo el motor del Jaguar, me imagino cómo serían las cosas si no me hubiese ido esa noche. Si hoy estuviese volviendo del bufete y no de una separación que se me ha hecho eterna.

Y que quizá tendría que serlo.

Me quedo dentro del coche con las luces apagadas, los fluorescentes del parking confieren una luz extraña, casi irreal, a mi entorno.

—Pon el coche en marcha, Daniel —me digo, con la frente apoyada en el volante.

Pero mi mano sujeta el tirador y abre la puerta del vehículo y todo mi cuerpo —y mi corazón— me lleva la contraria.

Al entrar en el ascensor, se me tensa la espalda. Aquí he besado a Amelia, aquí ella me ha enloquecido de deseo.

El corazón me golpea las costillas con fuerza. Antes desconocía la existencia de este órgano y sin embargo ahora guía mi comportamiento… al menos respecto a Amelia. Cierro los ojos y respiro profundamente.

Mi estado empeora, me excito. Más de lo que ya lo estaba. Huelo su perfume y la imagino delante de mí, sonriéndome, deslizando un dedo por el hueco del cuello de mi camisa. Dios, estoy a punto de…

Las puertas de acero se abren y la campanilla me avisa de que he llegado a mi destino.

Camino decidido hasta mi apartamento y abro sin darme la posibilidad de detenerme, sin desviar la vista hacia la cinta que me rodea la muñeca.

El dúplex está a oscuras, la única luz proviene del enorme ventanal del fondo y, sin embargo, mis ojos no tienen ninguna dificultad en encontrar a Amelia.

Está de pie frente a la ventana, dándome la espalda.

No me ha dicho nada, pero sé que se le ha detenido el corazón al percibir mi presencia.

A mí me ha sucedido lo mismo.

—Amelia —digo en voz baja, sin darme cuenta.

Cada sílaba tiembla en mi garganta y me noto la boca seca al terminar de decirlo.

Ella se da media vuelta y cuando sus ojos se detienen en los míos, comprendo que he sido un estúpido al pensar que podía verla un segundo y marcharme de nuevo.

—Has vuelto…

—Necesitaba verte. —Trago saliva y soy incapaz de moverme—. Necesito besarte… Necesito…

No termino la frase, Amelia está delante de mí, con sus labios contra los míos.

Me sujeta la cara entre las manos y siento cómo le tiemblan. Su lengua se desliza en mi boca y un gemido desaparece entre los dos.

—Lo siento —murmuro, apartándome un segundo.

Le he mordido el labio y la sujeto por la cintura como si mis manos fueran grilletes.

—No lo sientas, Daniel —me dice, mirándome fijamente—. No lo sientas y dime que no volverás a irte.

—Tienes que creer que nunca pensé… —Le beso el cuello y mi respiración entrecortada le acaricia la oreja—… Nunca creí poder amar así.