17
Royal London Hospital, unas semanas más tarde
Creía que nunca más volvería a poner un pie en la sala de urgencias de este hospital. Cierro los ojos con fuerza y me niego a abrirlos, porque no sé si seré capaz de afrontar la verdad. Tal vez si intento dormirme logre convencerme de que no ha sucedido, de que sólo es una pesadilla.
—¿Dónde está Amelia Bond?
La voz desgarrada de Daniel me llega desde detrás de la cortina azul que aísla el cubículo donde me han instalado.
—Señor Bond, su esposa se ha desmayado y ha…
¿He qué?
El sonido de la cortina al correrse resuena en mis oídos. No voy a poder seguir fingiendo. La mano con que aferro la sábana desaparece bajo el peso de la mano de Daniel.
—Amelia, cariño.
Me coge la mano y me la besa. Se lo ve agitado.
—Dime que estás bien, por favor.
No puedo negarle nada. Nunca he podido, así que abro los ojos y las lágrimas se deslizan por mis mejillas.
—¿El bebé?
Si tengo que oír la noticia, prefiero que sea Daniel quien me la diga.
—Está bien. Los dos estáis bien. —No esconde que también está llorando y me da un beso en la palma de la mano.
Me siento tan aliviada que sonrío entre las lágrimas, que parecen inacabables. Daniel también sonríe y se incorpora para besarme en los labios.
—Lo siento —suspiro yo—, creía que…
Él me pone un dedo en la boca para callarme.
—No pasa nada, tranquila.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo —afirma rotundo.
Adivina que necesito toda su fuerza y me sujeta la cara entre las manos para darme otro beso. En éste no oculta nada, ni el miedo al enterarse de lo que había sucedido, ni el amor que siente por mí. Me muerde el labio inferior al apartarse y me sorprende. Esta faceta de él parecía haber desaparecido por completo.
—¿Dónde está Marina? Probablemente le he dado un susto de muerte.
Ahora que sé que el bebé y yo estamos bien, pienso en mi mejor amiga y en el miedo que debe de haber pasado al ver que perdía el conocimiento en nuestro despacho.
—Marina está bien, Raff ha venido a buscarla —me explica Daniel, acariciándome el pelo—. No tendrías que trabajar tanto.
Me tenso al oír esas palabras. Mi trabajo es uno de los pocos temas por los que Daniel y yo discutimos.
Básicamente, él no está de acuerdo con que ya no trabaje en Mercer & Bond, su bufete, o el «nuestro», como insiste en recordarme desde que nos hemos casado. No entiende que haya preferido iniciar una nueva carrera como abogada o asesora legal en la ONG que dirige Marina.
Yo he intentado explicarle que es lo mejor para los dos y que en realidad estoy descubriendo que me gusta más trabajar ahí y ayudar a gente real, que pasarme horas y horas repasando una fusión o metida en los pormenores del divorcio más caro de la historia del Reino Unido.
Daniel me ha dicho que puedo ocuparme de todos los casos de oficio que quiera, que incluso puedo abrir una sección nueva en Mercer & Bond y dedicarme a lo que más me guste. Le está costando mucho entender, y aceptar, que prefiera tener una carrera profesional independiente de la suya. No me lo ha dicho, pero me temo que lo hace sentirse inseguro respecto a mí. A él. A nosotros.
Y eso me pone furiosa.
Supongo que es un tema que a los dos nos asusta y que saca a flote los miedos y las dudas que seguimos teniendo. Y por eso discutimos. Luego siempre hacemos las paces. Me sonrojo sólo de pensar cómo me pidió perdón la última vez, pero hay ocasiones en las que me aterroriza pensar que algún día no seamos capaces de hacerlo.
Hoy no puedo discutir con Daniel. Ahora necesito que me bese y que me abrace y que me diga que todo va a salir bien.
Lo miro a los ojos y le aprieto los dedos, que tiene entrelazados con los míos. Nuestros anillos de boda se rozan y él se acerca a mí para volver a besarme en los labios.
La cortina se mueve de nuevo y las arandelas de hierro chirrían al deslizarse por la barra. Daniel no apresura el beso, sino que lo termina en el instante exacto que ambos necesitamos.
—¿Cómo se encuentra, señora Bond? —me pregunta el médico, mientras lee el informe que sostiene en la mano.
—Cansada. —Trago saliva—. Asustada.
—Es normal que esté cansada. Le falta hierro y tiene una importante infección de orina. —Percibe la mirada de Daniel fija en él y se apresura a añadir—: Es normal en esta fase del embarazo. Voy a recetarle unos botellines de hierro y unos antibióticos muy suaves para la infección.
—¿El bebé está bien?
—Perfectamente. Ahora está de catorce semanas, señora Bond, tómese lo que le he recetado y haga un poco de reposo. Si no sucede nada inesperado, puede retomar su actividad normal dentro de dos días.
—Gracias, doctor —le digo a media voz. Tenía tanto miedo de recibir una mala noticia, que al comprobar que no me ha sucedido nada grave apenas puedo hablar.
—Gracias, doctor. —Daniel se pone en pie y le estrecha la mano al médico—. ¿Cuándo puedo llevarme a mi esposa de aquí?
—Ahora mismo. No hay ningún motivo para que siga ingresada. Ayúdela a vestirse y yo le dejaré firmados los papeles para el alta a una de las enfermeras.
—Doctor —digo yo, al recordar algo muy importante que quiero preguntarle—, ¿y en cuanto a las relaciones hay algún problema?
—Ninguno, usted y su marido pueden tener relaciones sexuales con toda normalidad.
«Normalidad». Daniel se tensa al oír esa palabra, aunque intenta ocultarlo, y a mí me da un vuelco el corazón al ver las sombras que aparecen en su mirada.
Se despide del médico y se acerca a mí. Me besa de nuevo y me abraza con fuerza. Cuando se aparta, me besa aún los pómulos, la nariz, la frente. Se lo ve inquieto. Tal vez demasiado.
—Tranquilo, amor, ya has oído al médico, estoy bien.
—Siento mucho no haber llegado antes. Tendría que haber estado a tu lado.
—No habrías podido hacer nada.
—Tendría que haber estado a tu lado —repite decidido.
Finjo no oírlo y le doy un beso en la muñeca, justo al lado de la cinta.
—Ayúdame a vestirme.
Mi petición lo distrae de su enfado consigo mismo y descuelga mi ropa del perchero que hay detrás de la cama.
Me viste con mucho cuidado, como si estuviese hecha de cristal y tuviese miedo de romperme, manteniendo incluso las distancias. El único gesto cariñoso que se permite, aunque en realidad me temo que sucumbe a él porque no puede evitarlo, es acercar los labios a mi incipiente barriga y besarla.
Prácticamente tengo que prohibirle que me saque de aquí en brazos y al final lo logro echando a andar sin él por el pasillo. Lo oigo refunfuñar a mis espaldas y mientras se ocupa de recoger la receta y los papeles del alta, yo me dirijo decidida hacia el aparcamiento. No me cuesta encontrar su coche —ese Jaguar parece desprender el mismo magnetismo que su dueño— y me apoyo en el capó para esperarlo.
—No ha tenido gracia —me dice furioso al llegar a mi lado—. Tendrías que haberme esperado, te podría haber sucedido algo.
Abre el coche y lanza los papeles y mi bolso en los asientos de la parte de atrás.
—Querías llevarme en brazos como si estuviese paralítica. Sólo estoy cansada, puedo valerme por mí misma.
—Lo sé, pero precisamente tú tendrías que entender que necesito cuidar de ti.
—Ahora no querías cuidar de mí, querías comportarte como un neandertal.
—Entra en el coche.
Los dos lo hacemos y Daniel espera a que me haya abrochado el cinturón de seguridad antes de arrancar.
Sujeta el volante con tanta fuerza que los músculos de los antebrazos se le tensan y también aprieta la mandíbula.
—Cuando me ha llamado Marina y me ha dicho que ibais de camino al hospital —empieza él, pero tiene que detenerse y tomar aire antes de continuar—… No sé explicarlo. Han sido los peores momentos de toda mi vida.
—Estoy bien, Daniel.
Levanto la mano y le acaricio la mejilla. Él mueve la cara en busca de mi palma.
—Tienes que dejar ese trabajo, Amelia. Tienes que volver a Mercer & Bond para que pueda cuidarte. —Entra en el aparcamiento de nuestro edificio y sigue hablando—: O tal vez podrías quedarte en casa.
Respiro hondo antes de contestarle. Sé que en realidad no piensa esas cosas, que sólo lo dice porque todavía está asustado.
—Te prometo que iré con cuidado y que me cuidaré más, Daniel, pero no voy a dejar la ONG. Me gusta mi trabajo.
Él no parece escucharme y aparca en silencio.
Siempre ha necesitado tomarse su tiempo, así que no lo presiono. Detiene el motor del coche y sale para abrirme la puerta.
Se inclina e intenta cogerme en brazos, pero yo lo detengo con la mirada. Su carácter dominante está aflorando de un modo descontrolado y sé que tengo que detenerlo. Él no será feliz si no lo hago.
Daniel retrocede, pero aprieta la mandíbula y cuando recoge los papeles y mi bolso de los asientos traseros, cierra de un portazo.
Entramos en el ascensor, donde por fortuna estamos solos.
—Ayer hicimos el amor —dice entre dientes.
—Lo sé y fue maravilloso.
Intento entrelazar mis dedos con los suyos, pero Daniel se aparta. Un escalofrío me recorre el cuerpo y tengo un horrible presentimiento. Debo conseguir que deje de torturarse con lo que está pensando.
Las puertas del ascensor se abren y llegamos a nuestro apartamento. Antes, Daniel vivía allí solo y me costo mucho menos conquistar ese espacio que el corazón del hombre que lo habitaba.
—Es culpa mía. Si no necesitase lo que necesito…
Se me rompe el corazón al oírle decir eso.
—Ni una palabra más, Daniel. ¿De acuerdo?
—… no te habrías desmayado —termina, a pesar de mi advertencia.
Me acerco furiosa, pero él abre la puerta en ese instante. La cierro detrás de mí de un puntapié y lo miro decidida. Sé que Daniel me está evitando, que se está castigando, y no pienso permitírselo.
Levanto una mano y lo sujeto por la nuca.
Él se detiene de inmediato y se le acelera la respiración.
—Para, Daniel. No ha sido culpa tuya.
Me pego a su espalda y le tiro del pelo con fuerza, como sé que le gusta.
—Suéltame —dice entre dientes.
—No, no pienso soltarte hasta que dejes de decir estupideces. Ayer por la noche hicimos el amor y fue maravilloso. Nada de lo que sucede entre tú y yo tiene la culpa de que hoy me haya desmayado.
—¡¿Cómo puedes decir eso, Amelia?! —grita y se aparta de mí.
Nunca antes se ha comportado así, nunca ha rechazado mis caricias con tanta vehemencia.
—Daniel…
—Tengo que irme, Amelia, tengo que marcharme de aquí.
Se dirige a nuestro dormitorio y sale segundos más tarde con la bolsa del gimnasio. Va a boxear, pero en este estado, volverá con el labio y la ceja partidos. O algo peor.
Me coloco frente a la puerta, decidida a detenerlo.
Necesito a Daniel y él me necesita a mí y algo me dice que tengo que retenerlo. El mal presentimiento de antes corre ahora por mis venas y amenaza con ahogarme.
Se planta frente a mí y me mira fijamente. Podría apartarme con suma facilidad, pero él jamás haría algo semejante.
—Bésame, Daniel. Ahora.
Se inclina hacia mí al instante, con su boca dispuesta a devorarme. Me besa con rabia y deseo. Le tiembla el labio inferior, como siempre que quiere decirme que me ama, y me pasa la lengua por la marca que antes me ha dejado con los dientes. Le rodeo la cintura con los brazos y lo acerco a mí. Sus caderas se pegan a las mías y las mueve despacio, torturándose a sí mismo no dejando que su erección roce en ningún momento mi cuerpo.
—Quédate, Daniel.
Se aparta al notar que he dejado de besarlo y me sostiene la mirada. Despacio, sus ojos me recorren la cara, deteniéndose un segundo en mis labios. Él se humedece los suyos. Sigue bajando y, al llegar a mis pechos, se le entrecorta la respiración. Baja un poco más y cuando ve que sus manos me aferran las caderas y que prácticamente me ha levantado del suelo para que su erección presione contra mi sexo, me suelta como si lo quemase.
Nervioso, cierra los puños un par de veces y luego se pasa una mano por el pelo.
—Tengo que salir de aquí, Amelia. Por favor.
No puedo respirar, el corazón se me va a salir por la garganta al ver tanto dolor reflejado en su rostro. Por primera vez en mucho tiempo no sé qué hacer.
—Podría ordenarte que te quedases —le digo al fin, suplicando estar haciendo lo correcto.
—Esta vez no.
Me aparta con cuidado de la puerta, la abre y se va sin despedirse.
Me dejo caer de rodillas al suelo y me echo a llorar.
Sé que es imposible que pierda a Daniel, pero está tan preocupado por el embarazo, que apenas disfruta de la felicidad que debería estar sintiendo y eso me entristece profundamente. Si hay alguien en el mundo que merezca ser completamente feliz, esos somos Daniel y yo, decido, secándome las lágrimas, y voy a demostrárselo.
Daniel
No podía quedarme con Amelia ni un segundo más. Si hubiese seguido en el apartamento habría vuelto a besarla y la habría poseído allí mismo… Ni siquiera la habría desnudado. Perderme en el calor de su cuerpo, entregarme a ella es lo único que me mantiene cuerdo; pero el miedo atroz que he sentido al verla en esa maldita cama del hospital amenaza con ahogarme.
Y por eso me he ido.
Porque no quería rendirme, no quería besarla o acariciarla, quería poseerla y recordarme a mí mismo, y a ella, que jamás voy a perderla. Jamás voy a dejarla ir.
—Eres un maldito egoísta. Su vida puede estar en peligro por tu culpa. Si algo sale mal en el embarazo, o si durante el parto le sucede algo, me volveré loco.
Saco la mano del bolsillo de los vaqueros y observo la cinta que me rodea la muñeca. Recuerdo el día en que Amelia volvió a ponérmela, la paz que sentí al saber que, por primera vez en toda mi vida, estaba justo donde quería estar, con la única mujer que he amado y amaré nunca.
«Y acabas de dejarla sola en casa», me riñe la voz de mi conciencia.
Me suena el móvil y tardo un segundo en responder.
—Daniel, vuelve. Por favor.
La voz de Amelia se me cuela en el alma y me estremezco. Mis pies han dado media vuelta sin esperar a que yo les diese permiso.
Si ella me lo pide, siempre volveré a su lado.
Siempre.
Entro en casa con el corazón palpitándome enloquecido. Amelia me rodea con los brazos nada más verme y me dice al oído:
—Te amo, Daniel. Lo siento.
La abrazo por la cintura y escondo el rostro en su cuello.
—Yo también lo siento, y te amo más que a mi vida.
—Todo va a salir bien, Daniel, ya lo verás.
—Lo sé, no permitiré que te suceda nada malo. —Me da un beso en los labios y luego me pregunta—: ¿Estamos bien?
Se me encoge le corazón siempre que veo dudar a Daniel. Le sonrío y le doy también un beso.
—Estamos mejor que bien —le aseguro—. Ahora, señor Bond, vas a cogerme en brazos y vas a llevarme a la cama.
Él enarca una ceja y concentra toda su atención en mis labios.
—¿Y?
—Te tumbarás a mi lado y dormiremos juntos. Y dejarás que te diga que te amo, y cuando me despierte, subiremos arriba y boxearás un rato.
—¿Y tú qué harás?
—Mirarte.
A Daniel le cuesta tragar saliva, pero lo consigue.
—¿Y después?
—No lo sé. —Me pongo de puntillas y le doy otro beso—. Pero seguro que se me ocurrirá algo.
—Seguro —afirma.