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Medio dormido, noto un cosquilleo en la frente que me obliga a despertarme. Me resisto, no quiero que la caricia termine. Si abro los ojos, tendré que ser yo de nuevo y no me permitiré disfrutar de algo tan tierno e inocente como ese leve gesto de cariño. Amelia me aparta un mechón de pelo y después me pasa suavemente la palma de la mano por la mejilla.

Ayer no me afeité, lo habría hecho, pero en el hotel nos distrajimos y… Un calor líquido sustituye a la sangre que corre por mis venas al recordar cómo ella y yo nos entregamos el uno al otro en ese hotel.

—¿En qué estás pensando?

Mi incipiente barba debe de hacerle cosquillas en la mano y Amelia me dibuja con un dedo la sonrisa que sin darme cuenta ha aparecido en mi rostro.

—En ti.

Esa respuesta es cierta cualquier segundo del día.

Aparta la mano y, antes de que yo pueda abrir los ojos o preguntarle nada, cubre mis labios con los suyos.

Es un beso lento, tan inocente como la caricia que lo ha precedido, y sin embargo me excita tanto que cierro los dedos sobre las sábanas para contener las ganas que tengo de sujetar a Amelia y tumbarla sobre la cama. Su lengua se desliza despacio entre mis labios y busca la mía.

Mientras, con la otra mano me sigue acariciando la mejilla. Tiembla un poco, como le sucede siempre. Y a mí también. Es como si ninguno de los dos fuese capaz de contenerse, de esperar los segundos necesarios para poder entregarse al otro.

Amelia se apoya ahora en mi pecho y se incorpora al terminar el beso. Pero no se aparta de mí, sino que sigue acariciándome la mejilla.

Abro los ojos y la encuentro sonriéndome. No está enfadada por lo de anoche, pienso, y vuelvo a dar gracias porque ella no sea en absoluto como yo esperaba.

Es la única mujer para mí.

—¿Estás bien? —pregunta, sin dejar de mirarme.

—Por supuesto.

—El corazón te late muy de prisa.

—Estás tumbada encima de mí y acabas de besarme.

Me sonríe levemente y vuelve a inclinarse. Contengo la respiración a la espera de otro beso, pero se detiene a escasos milímetros de mis labios.

—Suelta la sábana —susurra.

Cuando lo hago, desliza la lengua por mi labio inferior. Después me besa el cuello, la clavícula, el pecho y no se detiene hasta besarme justo encima del corazón.

Debería poder abrazarla, los músculos de los brazos me tiemblan del esfuerzo de mantenerse inmóviles y mis dedos se flexionan lenta y dolorosamente. Amelia se detiene y me mira, sabe que esta clase de intimidad me resulta desconocida y no me lo recrimina. De hecho, se puso furiosa cuando en el hotel de Hartford le dije que yo nunca la haría feliz, que nunca podría ser un hombre normal.

Antes nunca me había preocupado la felicidad de otra persona, ni siquiera me preocupaba la mía. Antes de Amelia, mi vida consistía en acumular el máximo poder posible, en el trabajo, en la cama, en cualquier parte. Lo único que quería era no volver a sentirme indefenso nunca más ante nada ni ante nadie. Y lo conseguí. Levantando unos muros tan altos a mi alrededor que estuvieron a punto de asfixiarme.

Amelia me muerde el cuello justo donde éste se une a la clavícula y yo suelto despacio el aliento. Noto su lengua acariciándome una a una las marcas que han dejado sus dientes. Después sube lentamente los labios por mi cuello y los detiene sobre los míos.

—Bésame, Daniel, como si fuera lo único que necesitaras de mí.

Me humedezco los labios y levanto la cabeza para atrapar su boca y darle el beso que necesito darle más que respirar. Es una locura y a la vez es lo único que ha tenido sentido en toda mi vida. Mi lengua recorre el interior de su boca, no dejo ningún rincón por explorar, y mis gemidos se unen a los de Amelia, mientras nuestros labios se niegan a apartarse de los del otro ni un segundo.

Flexiono los dedos sobre la sábana y Amelia me sujeta del pelo de la nuca y tira. Me niego a soltar la sábana y sigo besándola. Ella tira con más fuerza.

No puedo respirar y me enloquece todavía más cuando me besa justo debajo de la oreja y sigue descendiendo. Se detiene un segundo en la marca que me ha dejado antes y deposita allí otro beso mientras suelta despacio el agarre de mi pelo.

Se incorpora y me mira. No me toca, tiene las manos apoyadas a ambos lados de mi cabeza. Su pelo negro cae entre los dos y su perfume llena mis pulmones. Lleva un sencillo camisón blanco, una prenda en la que nunca me habría fijado antes y que ahora me resulta más erótica que unas esposas de cuero. Está sentada a horcajadas sobre mí, con la piel desnuda de sus muslos contra la tela del pantalón de algodón negro que me he puesto para acostarme, pero puedo sentirla de todos modos. La tengo grabada en mi ser.

—Necesito más —reconozco con voz ronca—. Siempre necesito más.

El torso de ella tiembla como si le costase respirar.

—Yo también, Daniel.

Maldita sea, Amelia no se refiere a los besos, lo sé con absoluta certeza. Y me está matando no poder darle lo que quiere. Sin embargo, antes de que pueda decir nada, vuelve a inclinarse hacia mí y me besa de nuevo, muy despacio.

—Voy a ducharme —dice al apartarse, con los labios todavía húmedos de nuestros besos—. He quedado con Marina para desayunar.

—De acuerdo.

Se levanta de la cama y camina hacia el baño anexo al dormitorio. Uno de los tirantes del camisón le resbala por el hombro y Amelia levanta los brazos para atusarse el pelo.

—Recuerda que Brian vendrá a las doce y no le mientas diciéndole lo mucho que te duele la pierna.

El tirante del otro lado también se desliza sobre su piel. Ella se detiene en la puerta del baño y se da la vuelta lentamente para mirarme.

—¿Te parece bien si nos vemos a la hora de comer?

Tardo varios segundos en responder. A mi mente le cuesta procesar el fuerte deseo que Amelia siempre me despierta, incluso durante la cotidiana conversación que ella pretende mantener. Para mí es sencillamente imposible. Cuando por fin encuentro la voz, las palabras que salen de mi garganta me traicionan una vez más.

—Quédate donde estás. No te muevas. —Amelia enarca una ceja y, tras tragar saliva, añado—: Por favor.

Me levanto despacio para ver si esos segundos de más consiguen aminorar la velocidad a la que el deseo corre por mis venas. Me detengo frente a ella y mis ojos se pierden en los suyos.

—Bésame —le pido.

Amelia sonríe levemente, se aleja de la puerta y se acerca a mí. Lo primero que noto son sus manos en mi cintura y después la tela del camisón pegándose a mi torso. Se pone de puntillas y desliza la lengua por la herida que tengo en el labio. Su aliento me acaricia el rostro y mi boca se rinde a la suya. Entonces me sujeta por la cintura con fuerza y me clava las uñas en la espalda; un calor se extiende por mi columna vertebral hasta llenar todo mi cuerpo. No puedo contenerme y muevo las caderas, entonces ella me muerde el labio inferior.

Cierro los ojos y apoyo la cabeza contra la pared.

—¿Quieres que vuelva a besarte?

—Sí.

Siento su sonrisa contra mi boca un segundo antes de notar su sabor. Me sujeta las caderas contra la pared. Es obvio que soy mucho más fuerte que Amelia, pero cuando ella me toca, lo único que parece calmar el tumulto de emociones y fuego que invade mi cuerpo y mi alma es rendirme a sus deseos. Su lengua está conquistando hasta el último rincón de mi boca, un leve gemido de placer escapa de sus labios y yo lo engullo hambriento.

Despacio, lleva una de sus manos hasta la cinturilla de mis pantalones de pijama. Los músculos de mi estómago tiemblan y se me cubren de una fina capa de sudor.

Amelia sigue dispuesta a torturarme y posa ahora la mano en mi erección, que se estremece al sentirla a pesar de la tela.

—Anoche tuviste una pesadilla —susurra, apartando los labios de los míos, mientras presiona la palma contra mi sexo.

Mi cuerpo está completamente entregado al placer que sólo ella es capaz de hacerme sentir, pero su velado reproche se cuela en mi mente y me pone furioso. Tal vez sea porque anoche, durante un segundo, me planteé la posibilidad de volver a ser el de antes, o quizá sea culpa de los recuerdos de mi infancia, o de las dudas que no dejan de avanzar dentro de mí sobre quién soy realmente, pero sea cuál sea el motivo, me duele que Amelia no confíe en mí. Le pedí tiempo y al parecer no está dispuesta a dármelo.

Entonces, a pesar de que mi cuerpo me odia por ello y de que mi casi desconocido corazón se estremece de dolor, aparto una mano de la pared y rodeo con ella la muñeca de Amelia.

—No me hagas esto. —Le retiro la mano con decisión, a pesar del temblor que sacude mi cuerpo y que procuro ocultar—. No utilices lo que eres capaz de hacerme sentir para que te cuente algo que todavía no quiero contarte. No me lo merezco.

Ella retrocede y me mira dolida, sus enormes ojos color avellana se humedecen y levanta una mano hacia mi rostro. No sé qué ve en mi expresión, pero es algo que la impulsa a apartar la mano, que deja caer inerte al costado.

—Lo siento, Daniel.

Suena sincera y todo mi ser me pide a gritos que le diga que no pasa nada y que vuelva a besarme, pero una voz en mi interior, la misma que anoche no me dejó dormir, me lo impide.

Un recuerdo asoma a mi mente, el de Amelia prometiéndome que nunca me pediría nada que no estuviese preparado para darle. El sentimiento de traición de antes empeora y cierro los ojos.

—Sabías que no iba a contártelo —le recrimino entre dientes—. Sabías que no iba a contártelo y aun así has utilizado lo que siento para preguntármelo.

—No —balbucea Amelia—, no es cierto. He cometido un error, Daniel. —Se sube el tirante del camisón y el gesto es tan inocente que me siento como un cretino por mantenerme firme—. El fin de semana ha sido muy intenso para ambos y ayer por la noche, cuando me desperté y vi que no estabas —levanta la cabeza y me mira a los ojos—… me asusté.

—Te dije que te lo contaría. Yo jamás he utilizado lo que sucede entre los dos para sonsacarte nada.

Es irracional, pero mi furia va en aumento y no parece dispuesta a ceder ante nada.

—Oh, vamos, Daniel. —Ahora Amelia también está furiosa. ¿Por qué me produce satisfacción ver que no soy el único de los dos dominado por la rabia?—. Tú eres un experto en utilizar a la gente.

Sus palabras me sacuden de un modo extraño. Tiene razón. Utilizo a la gente, pero con ella nunca lo he hecho.

Se me revuelve el estómago sólo de pensarlo.

Si hubiésemos tenido esta discusión meses atrás, seguro que ahora no estaríamos aquí. La certeza de esta última afirmación me hiela la sangre y el deseo que antes parecía incontenible se esfuma, dejando en su lugar desolación y un extraordinario desespero.

Pese a haber apartado a Amelia de mí, ahora apenas puedo contener las ganas que tengo de tocarla. Y lo hago, mis dedos le rodean la muñeca con fuerza. Los aflojo sin soltarla y levanto el brazo muy despacio. Sé que estoy temblando, ni quiero ni puedo disimularlo, y acerco su muñeca a mis labios.

La beso justo encima del pulso, que le late acelerado.

Ella respira entre dientes.

—Ve a ducharte —le digo al soltarla.

—Daniel…

He empezado a darme media vuelta, pero me detengo y vuelvo a mirarla. Ella no se ha movido.

—No, Amelia, por favor. Ve a ducharte.

Asiente y desaparece dentro del cuarto de baño.

El dormitorio se cierra a mi alrededor. No puedo ni mirar la cama donde hace unos minutos me he despertado con sus caricias, unas caricias que luego ha utilizado para manipularme. Una parte de mí insiste en voz baja en que estoy exagerando, incluso buscando una excusa para discutir con Amelia y alejarme de ella u obligarla a alejarse de mí. Pero no, no lo estoy haciendo.

Por humillante que parezca, me ha dolido en el alma pensar que me pudiera estar utilizando.

Si no puedo confiar en Amelia, ¿qué me queda?

Oigo el agua correr y salgo del dormitorio. A pesar de la rabia y del dolor, si pienso en ella desnuda bajo el agua el deseo volverá a nublarme la mente y cederé.

Busco el móvil y le mando un mensaje rápido a Brian.

Hoy no quiero entrenar en casa, prefiero ir a su gimnasio.

Tal vez logre convencerlo de que me deje boxear con alguien.

Brian responde al instante y al ver la hora en la pantalla me doy cuenta de que tengo el tiempo justo de ducharme e ir a la comisaria para reunirme con Erkel.

Vuelvo al dormitorio en el preciso instante en que Amelia entra también en él desde el cuarto de baño. Lleva un albornoz blanco y el pelo mojado recién peinado. Tiene los ojos rojos y me duele saber que soy el culpable de las lágrimas que ha derramado.

—Sé que a lo largo de mi vida he utilizado a mucha gente, Amelia —digo sin mirarla. Ella está frente al armario, fingiendo que está decidiendo qué ponerse y yo ante la mampara de cristal de la enorme ducha que domina el interior del cuarto de baño—. Pero a ti nunca.

No me contesta y a juzgar por lo que oigo se está vistiendo. Suelto el aliento, resignado, y me meto en la ducha. El agua caliente me quema la piel y la cicatriz de la pierna me recuerda su presencia. No me entretengo, pero no por mi cita con Erkel, sino porque no quiero que Amelia se vaya sin decirme adiós.

Cierro el grifo del agua y, tras secarme el pelo y el torso con una toalla, me la anudo a la cintura.

Al entrar en el dormitorio lo descubro vacío.

Mierda.

Salgo goteando al pasillo, pero lo único que oigo es el clic de la puerta del apartamento al cerrarse.

Maldita sea.