11
Falta una hora para la cena de la ONG, que hemos organizado para dar las gracias a nuestros colaboradores y para recaudar fondos para nuevos proyectos. Es la primera vez que se celebra y, aunque tanto Marina como yo sabemos que va a salir bien, estamos muy nerviosas.
Ella porque Raff y James van a asistir.
Yo porque Daniel no.
Esta mañana casi hemos discutido por este tema y él ha optado por rehuirme durante el resto del día.
Ahora estoy sola en casa, frente al espejo del baño, repasándome el maquillaje. Lo tengo impecable, nadie diría que he estado llorando.
La rotunda negativa de Daniel de esta mañana me ha recordado una de las épocas más dolorosas de nuestra relación: cuando se negó a acompañarme a la boda de Martha, una de las abogadas de Mercer & Bond y que ahora es una gran amiga.
Entonces no quiso venir conmigo porque quería reducir lo nuestro a sexo, negar que existía algo mucho más profundo e intenso entre los dos.
Pero ¿y ahora? ¿Por qué no quiere acompañarme a esta estúpida cena?
No tiene sentido.
Daniel me ama, me necesita. Es imposible que eso haya cambiado y sin embargo últimamente noto que intenta distanciarse… Es como si los muros que existían alrededor de su corazón y de su alma se estuvieran levantando de nuevo. Como si no los hubiera derribado del todo, y eso me está matando.
Nos está matando a los dos.
Me seco una lágrima y me aparto furiosa del espejo.
Se lo he preguntado, le he preguntado por qué se está alejando de mí y él niega que lo esté haciendo. Lo único que he conseguido arrancarle es que no le gusta que trabaje en la ONG, pero eso es absurdo. Completamente absurdo.
Salgo del cuarto de baño y me dirijo a la terraza.
Después del accidente de Daniel, y de que él empezase con la rehabilitación, hizo instalar un gimnasio en el piso superior del dúplex y mientras los técnicos realizaban los cambios necesarios, descubrí que Daniel también es propietario de la terraza de su lujoso edificio.
Ahora tengo allí mi invernadero de paredes de cristal, en el que empiezan a crecer algunas plantas.
Me gusta estar ahí, me proporciona paz cuando siento que los demonios del pasado de Daniel vuelven a acecharnos. Sé que es absurdo, su tío está muerto y ya no corremos peligro, pero aún tengo escalofríos cuando pienso en lo que podría haber pasado. En lo que podría haber perdido.
Sé que es absurdo que vaya al invernadero así vestida, pero necesito estar allí unos segundos. Si Daniel no va a estar conmigo esta noche, necesito todas las fuerzas que pueda conseguir.
La brisa del atardecer me eriza la piel en cuanto llego a la terraza; el invernadero está en un rincón, pero primero me dirijo a la barandilla para contemplar la ciudad.
Tal vez debería irme. Suspiro. Pero algo en mí me grita que tengo que quedarme aquí un poco más…
Oigo el sonido de la puerta de metal al abrirse y aguanto la respiración un segundo. Se me acelera el corazón cuando el aire vuelve a entrar en mis pulmones impregnado del olor de Daniel.
Ha venido.
Y está asustado.
Lo sé sin siquiera mirarlo.
—Creía que te habías ido —dice entre dientes.
Sé que está apretando la mandíbula y que no se refiere sólo a la cena.
—Jamás me iré. —Suelto despacio el aliento. Ha dado un gran paso al venir aquí. Las palabras de esta mañana todavía me duelen y es obvio que a él también—: No sé contra qué estoy luchando, Daniel.
Se acerca a mí, pero no me toca, sino que se detiene a mi espalda. Noto el calor que desprende su cuerpo y casi puedo sentir las yemas de sus dedos deslizándose por mis brazos, pero permanece inmóvil.
—No estás luchando contra nada.
—Sí, Daniel, y necesito que me ayudes. Necesito que me dejes estar contigo de verdad.
—¿Todo esto es por lo de la cena de esta noche?
Él sabe que no y su pregunta delata que he dado en el clavo, que intenta mantenerme alejada. ¿Por qué? ¿Qué es lo que pretende?
Si se lo pregunto directamente lo negará y no habrá servido de nada que haya venido a buscarme.
Porque Daniel ha venido a buscarme.
Me necesita, comprendo de repente. Pero antes de hacer nada al respecto también necesita contarme un poco más de la verdad.
—¿Por qué no quieres que vaya a esa cena? —pregunto despacio—. Porque por eso te has negado a acompañarme —afirmo—, porque crees que así yo tampoco iré.
Nada. Silencio.
Yo sigo con la vista fija en las calles de Londres. Me muero de ganas de mirarlo, de ver sus ojos negros y sentir que me recorre con ellos. Pero tengo que aguantar un poco más.
—Yo iré igualmente, Daniel. Lo haré porque es importante para mí y tú no me has dado ningún motivo lógico por el que tenga que quedarme.
—Hoy hace un año.
Me duele que cambie de tema, pero voy a permitírselo. A veces necesita hablar de otra cosa para llegar a la que de verdad quiere contarme.
—¿De qué?
—Del primer fin de semana que pasamos juntos. —Se queda en silencio y me da un vuelco el corazón cuando se pega a mi espalda y me rodea con los brazos—. Esto es para ti.
Me habla al oído y cuando abro los ojos (los he cerrado al sentir que me abrazaba) veo una pequeña caja con un lazo encima de la baranda. El torso de Daniel sube y baja detrás de mí y se le tensan los brazos mientras yo abro la cajita.
—Una rosa —susurro, pasando los dedos por la diminuta flor.
—Es un esqueje del rosal de mi madre, el que tengo plantado en el jardín de la casa de campo —me explica ausente.
Todavía desconozco la historia de ese rosal, pero recuerdo perfectamente el rostro de Daniel cuando me habló de él hace un año y sé que este regalo significa mucho más de lo que ahora puedo comprender.
Necesito ver a Daniel, necesito tocarlo y besarlo. Me vuelvo entre sus brazos y lo miro.
—Es precioso —digo y me humedezco los labios.
—He pensado que podrías plantarlo en tu invernadero.
—Claro.
Levanto una mano y se la paso por el pelo. Él cierra los ojos y suelta el aliento. Y la tensión desaparece levemente de sus brazos.
—Te acompañaré a la cena.
Levanto las cejas confusa y él abre los ojos. Esto sí que no me lo esperaba.
—Pero nos iremos cuando yo lo diga —prosigue él—. Y no te apartarás de mi lado en ningún momento.
—¿Qué pasa, Daniel? —Vuelvo a acariciarle el pelo, pero esta vez me sujeta la muñeca, impidiéndomelo.
—Y nada de preguntas. Éstas son mis condiciones.
¿Condiciones? Se me retuerce el estómago. Si vuelve a comportarse como antes es que de verdad está sucediendo algo muy grave.
Por suerte, ahora le conozco y sé cómo actuar. Él tal vez seguirá sin contarme la verdad, pero necesita que le recuerde que ya no somos unos desconocidos que se sienten atraídos —muy atraídos— el uno por el otro.
Ahora es mío.
Y yo soy suya.
—¿Vendrás conmigo a la cena? —le pregunto con una leve sonrisa, deslizando los dedos entre su pelo.
—Sí —suspira sin darse cuenta.
—De acuerdo, pero antes voy a dejar nuestra rosa en el invernadero.
Le han brillado los ojos al oír «nuestra rosa» y se aparta de mí para dejarme pasar. Caminamos juntos hacia la construcción de cristal y me abre la puerta. Una vez dentro, coloco el esqueje en un recipiente apropiado y guardo la cajita junto a los guantes. Él sigue en silencio, tenso de nuevo, de pie a unos pasos de distancia.
Daniel tenía miedo, ahora lo sé. Miedo de que me negase a aceptar sus condiciones. Miedo de que me hubiese ido. Miedo de que averigüe la verdad.
Pero voy a averiguarla. No voy a permitir que me aleje de él, ni que se enfrente solo a lo que sea que lo haya obligado a volver a comportarse como el Daniel inaccesible de antes.
Pero ahora no… Ahora necesita otra cosa: recordar que me pertenece.
Noto su mirada fija en mí.
—Cierra los ojos, Daniel.
Enarca una ceja y me reta. Oh, sí, voy a recordarle que es mío. Lo necesita más que respirar.
—Cierra los ojos, Daniel. Ahora.
Baja los párpados y suelta despacio el aliento. Me acerco a él y le pongo una mano sobre el corazón. Le late muy de prisa y puedo sentirlo bajo la palma. Lo empujo suavemente y sus pies retroceden sin que tenga que pedírselo, hasta apoyar la espalda en la pared de cristal del invernadero.
Estoy frente a él. Daniel sigue con los ojos cerrados, pero aprieta con demasiada fuerza la mandíbula. Está conteniéndose y eso no me sirve; necesito tener toda su atención. Le desabrocho el botón del cuello de la camisa.
Coge aire. Otro botón. Lo suelta. Acabo con el resto de botones y luego deslizo las manos por debajo de la tela para tocarle la piel.
Le desabrocho el cinturón y el botón de los pantalones, pero no intento tocarlo. Sencillamente, me acerco lo suficiente como para poder susurrarle al oído.
—¿Te acuerdas de lo que sucedió ese fin de semana? —Espero a que él asienta—. Me vendaste los ojos y me enseñaste el placer que podía sentir si me ponía en tus manos. —Le doy un beso en la mandíbula—. Me dijiste que lo único que tenía que hacer era confiar en ti. —Otro beso, mientras deslizo la mano por su torso—. Obedecerte. —Lo siento temblar y apoyo la palma en su esternón—. Obedecerte y entregarme a ti.
Vuelve a acelerársele el corazón y me pongo de puntillas para morderle el lóbulo de la oreja.
—Me vendaste los ojos, me dijiste que no me moviera y… —Le doy un beso en el cuello y dejo los labios un segundo contra su piel para notar su respuesta—. ¿Sabes qué, Daniel? Fue maravilloso. —Me aparto un poco—. Pero ahora ambos necesitamos más. Tenemos más, ¿no crees?
He dejado de tocarlo y él sigue sin abrir los ojos. Tiene las palmas de las manos apoyadas en la pared de cristal y casi no puede respirar. Sea lo que sea lo que me está ocultando, lo está carcomiendo por dentro. Y me necesita.
—Mírame, Daniel.
Abre los ojos y veo que los tiene completamente negros.
—No puedes seguir así —susurro.
—Ayúdame —me pide, valiente y asustado.
A los dos nos falta el aire unos segundos.
—De acuerdo —accedo y él sonríe con cierta tristeza—. Yo también te necesito —me apresuro a confesarle, porque no quiero que se arrepienta de haberme hecho esa petición—. Siéntate aquí.
Le señalo la única silla de metal que tengo en el invernadero. Daniel se sienta, apoya las manos en los muslos y no hace ademán de ir a abrocharse la camisa. Me acerco a él y me coloco a su espalda. Primero le acaricio el pelo con suavidad y poco a poco noto que va relajándose y entregándose a mis caricias.
—Eso es, tranquilo, Daniel, confía en mí. Coloca las manos detrás de la silla —le pido.
Él mueve los brazos despacio y se sujeta una mano con la otra detrás del respaldo. No intenta tocarme, aunque sus dedos rozan mis muslos.
Me aparto y cojo una de las cuerdas que tengo en el invernadero. Es delgada, Daniel puede romperla si así lo quiere, y le rodeo las muñecas con ella. La tensión de sus hombros se afloja con cada vuelta que da la cuerda y verlo me sacude por dentro. Tanto que incluso me tambaleo físicamente y tengo que apoyarme en la mesilla donde guardo los utensilios de jardinería para no caerme. Me corto al poner la mano encima de unas tijeras abiertas.
—¿Qué ha pasado? —pregunta Daniel de inmediato, completamente alerta—. ¿Te has hecho daño, Amelia?
Me llevo el dedo índice a los labios.
—No es nada, sólo me he cortado.
—Déjame verlo ahora mismo —me ordena.
Mis pies avanzan antes de que yo pueda procesar sus palabras. Sus ojos están fijos en mi mano.
—Enséñame la herida.
Dejo de chuparme el dedo y se lo muestro. Daniel inspecciona el corte con suma atención.
—No soporto que te hagas daño —dice entre dientes y separa los labios para capturar mi dedo entre ellos, igual que antes he hecho yo. Desliza la lengua por la herida y succiona levemente, capturando una gota de sangre que brota de mi piel. Despacio, vuelve a abrir los labios y echa la cabeza hacia atrás para apartarse—. Ya está. Ahora estás dentro de mí.
«Oh, Daniel».
—Siempre estoy dentro de ti.
Le acaricio la mejilla y le tiembla un músculo de la mandíbula. Con los brazos atados detrás del respaldo de la silla, todo su cuerpo vibra con una emoción que deja el deseo en ridículo.
—No, no es cierto —afirma furioso.
—Claro que lo es —insisto y me dispongo a demostrárselo.
El vestido de noche que he elegido para hoy tiene un corte en el lateral que me permite libertad de movimientos y me siento encima de Daniel. Le coloco ambas manos en el torso y dejo que se acostumbre a mi tacto. Le arde la piel y a mí también. No ha apartado la mirada de la mía ni un segundo y he visto cómo el fuego que arde en ella crece hasta nuevos límites.
—Siempre estoy dentro de ti —le repito, justo antes de besarlo.
Lo hago con rabia, por haber dicho esa estupidez, y con dolor, porque me hace daño que esté intentado alejarse otra vez de mí. Y lo beso también con el amor que no podría contener aunque lo intentase. Él me devuelve el beso con los mismos sentimientos y noto que tira de los brazos como si quisiera, o necesitase, romper las ataduras.
Levanto una mano y busco la pequeña peineta que me sujeta el pelo. Cuando la encuentro, tiro de ella y la sujeto entre los dedos. Muevo las caderas suavemente encima de Daniel. Muy, muy despacio, y él responde levantando las suyas.
Me detengo y lo miro a los ojos.
—No… Por favor. —Las palabras han escapado de sus labios.
Inclino la cabeza y lo beso. Porque quiero hacerlo.
Porque en sus besos siempre se entrega a mí y me confiesa lo que tanto le cuesta decirme con palabras. Suavizo el beso y le acaricio el pelo. Los latidos de su corazón aminoran, pero siguen siendo demasiado rápidos.
—Tranquilo —le susurro, pegada a sus labios, antes de pasarle la peineta por el torso.
Él se estremece cuando las afiladas puntas le arañan la piel. Vuelvo a besarlo, mi lengua recorre el interior de su boca mientras presiono la peineta contra sus pectorales. Me besa frenético y con la mano libre que me queda le acaricio la cara.
Noto el instante exacto en que una de las puntas de la peineta se clava en su piel y dejo de besarlo. Me aparto y él abre los ojos. Sólo me ve a mí, en este momento soy el centro de su mundo.
Él es el mío siempre.
Veo resbalar una gota de sangre por su piel y la capturo con el dedo en el que antes me he cortado. Dejo caer la peineta al suelo y me acerco la gota de sangre a los labios.
Daniel no puede dejar de mirarme.
Deslizo la lengua por ella y, antes de que él recupere el aliento, lo beso otra vez. Ahora estamos el uno dentro del otro. Para siempre.
Paso las manos por el torso desnudo de Daniel y las deslizo por sus brazos hasta encontrar la cuerda. Tiro de los nudos y le suelto las muñecas.
—Dime por qué me has regalado un esqueje de ese rosal. Dime la verdad.
—Quiero atarte a mí —confiesa—. Quiero que te resulte imposible abandonarme. Mi madre siempre cuidaba ese rosal, nunca lo abandonó.
—No voy a abandonarte nunca, Daniel. Te amo.
Cierra los ojos y de repente se da cuenta de que no tiene las manos atadas. Las coloca en mi cintura y me sujeta con fuerza.
—Esta mañana hemos discutido —me dice, antes de darme otro beso.
—Lo sé.
Mueve las caderas y me retiene con fuerza encima de él.
—La última vez que discutimos me abandonaste —me recuerda.
—Me echaste de tu lado —puntualizo yo—. ¿Es lo que estás intentado hacer ahora?
Abre los ojos y me mira. Durante un segundo, creo que va a responderme que sí.
—Necesito estar dentro de ti. Dime que puedo estar dentro de ti. Ahora. Por favor.
El modo en que me mira, esa desesperación se me mete bajo la piel.
—Hazlo. Sí. Yo también te necesito.
Sé que no hemos resuelto nada, que sigue ocultándome algo muy importante… Pero cuando estamos juntos todo tiene sentido.
Desliza una mano bajo mi vestido y se estremece al tocarme.
—Dímelo, Amelia. Ordénamelo.
Sujeto su rostro entre las manos.
—Entrégate a mí, Daniel, porque yo soy tuya desde el principio.
Mueve la mano entre nuestros cuerpos y entra en mi interior. Mi cuerpo lo aprisiona. El suyo se rinde y empieza a estremecerse. Me mira y sus ojos son los míos.
—Te amo, Daniel. Nada de condiciones.
Deja una mano en mi cintura y la otra la lleva a mi nuca para tirar de mí y besarme.
Cuando se aparta, susurra:
—Te amo, Amelia. Nada de condiciones.
Suspiro aliviada por primera vez en muchos días.
Daniel me ama, no ha podido seguir conteniendo las palabras y por fin he vuelto a oírlas. Me ama y todo va a salir bien.
Al final de la noche, cuando nos acostamos al volver de la cena, me doy cuenta de que Daniel no ha llegado a explicarme por qué no quería que ninguno de los dos fuésemos a la cena. A pesar de lo precioso que ha sido que me regalase un esqueje del rosal de su madre, sé que ese gesto le ha servido para seguir ocultándome el motivo.
Y tampoco ha llegado a decirme contra qué estoy luchando, y vaya si estoy luchando contra algo; mi enemigo desconocido ha levantado todas las barreras durante la cena.
Daniel ha estado encantador, seductor, amable, ha ejercido de perfecto anfitrión… y lo ha hecho todo con la misma frialdad con que se comportaba antes. No ha mostrado ninguna emoción en ningún momento. Incluso me ha sujetado por la cintura igual que lo vi sujetar a una estúpida rubia el día que lo conocí en Mercer & Bond.
Revivo el escalofrío que he sentido en el restaurante, mientras me presentaba a unos posibles donantes como su «preciosa novia» y aparto las sábanas para levantarme de la cama. Descuelgo la bata y me la pongo antes de salir al salón. Una vez allí, me acerco a la ventana y dejo que mi mirada se pierda por las calles de Londres; tal vez en ellas encuentre alguna respuesta, porque el hombre que duerme a mi lado se niega a dármelas.
La luna brilla en el cielo y pienso en el invernadero y en la rosa que dentro de unos meses florecerá en él.
Daniel va a volverme loca. ¿Cómo puede hacerme ese regalo tan lleno de sentimiento, decirme que me necesita, entregarse a mí con completo abandono y luego presentarme como si fuese sencillamente una mujer más?
Y mañana, ¿qué sucederá mañana, volverá a ser distante durante el día y a necesitarme desesperado cuando llegue la noche?
No tiene sentido, por más vueltas que le doy, no tiene sentido.
—¿En qué piensas?
La voz ronca de Daniel me acaricia la espalda.
—En ti. Estoy intentado descifrarte.
—Ya lo has hecho, Amelia. Vamos, vuelve a la cama.
—No, yo también lo creía, pero no. De hecho, creo que ni siquiera he logrado arañar la superficie. Pero no importa —afirmo casi para mí misma, antes de darme media vuelta para mirarlo—, voy a seguir intentándolo. Averiguaré lo que significa cada capa y no pararé hasta conocerte tanto que no sabrás dónde empiezas tú y dónde termino yo.
—¿Y si no te gusta lo que averiguas…?
«Así que efectivamente me estás ocultando algo. Oh, Daniel».
—Eso es imposible, amor. —Me acerco a él y le pongo una mano en el pecho. Daniel sólo lleva unos pantalones de algodón negro para dormir—. Pero en el caso de que eso suceda, en el caso de que dentro de ti exista algún secreto horrible, nos enfrentaremos a él juntos.
Me mira y sé que no me cree.
—Vuelve a la cama, Amelia.
—¿Sabes qué? Tú también tienes mucho que aprender sobre mí, si de verdad crees que lo que acabo de decirte no es cierto. Te he dicho que te amo y sabes que jamás se lo había dicho a otra persona. Dios, Daniel, iba a casarme con otro hombre al que no se lo había dicho nunca. A ti en cambio te lo digo constantemente. El amor que siento por ti es tan abrumador que me llevó tiempo entenderlo y sí, cometí un error al principio, pero cuando sufriste ese accidente y te quedaste en coma, me juré a mí misma que si te despertabas jamás volvería a negarlo.
—Yo nunca he negado lo que sentimos.
—No, pero ahora estás intentando limitarlo. Puedo sentirlo, Daniel.
—Tal vez sea mejor así. —Se cruza de brazos—. Tal vez ese amor del que hablas es demasiado intenso, demasiado exigente.
—No crees eso. Tú nunca has creído eso y que seas capaz de decirlo ahora sólo me demuestra que estás asustado.
—No estoy asustado.
—¿Ah, no? En el invernadero me has dicho que me amabas, estabas dentro de mí y has dicho que me amabas.
Asiente y aprieta los dientes.
—Lo sé.
—Dímelo ahora, aquí mismo, sin necesidad de que el deseo te lleve al límite. Mírame a los ojos y dime que me amas.
—Todo esto es absurdo. —Se da media vuelta, dispuesto a volver al dormitorio y sé que no puedo permitírselo.
—Te amo, Daniel.
Se detiene.
Me acerco a él y me pongo de puntillas para susurrarle al oído de nuevo que lo amo. Una y otra vez, en voz baja, acariciándole el lóbulo de la oreja con la lengua y el hombro desnudo suavemente con la mano, pero sin tocarle el resto del cuerpo. Daniel está tenso y con los puños cerrados.
—Para. —Cierra los ojos—. Si me lo dices una vez más, te arranco el camisón y te follo aquí de pie.
—Oh, sí, saca al viejo Daniel Bond a ver si así me asusto y me voy. ¿Tanto miedo te doy, Daniel?
—Déjame ir, Amelia.
—Te amo —vuelvo a susurrarle.
—Por favor. Basta. No vuelvas a decírmelo.
—¿Acaso crees que si dejo de decírtelo dejaré de sentirlo? —Tensa los hombros—. Eso es exactamente lo que piensas —susurro—. Está bien, tú ganas. No volveré a decírtelo, de hecho, no te lo diré hasta que me supliques que lo haga. Pero seguiré sintiéndolo y tú también.
Paso por su lado y entro en el dormitorio antes que él. A pesar de lo furiosa que estoy, al menos ahora conozco mejor uno de sus temores y sé cómo combatirlo.
Sin darle tregua.
Y esta noche es el momento ideal para empezar la batalla.
En cuanto la espalda de Daniel toca el colchón, me doy la vuelta y le sujeto las manos por encima de la cabeza. Sin decir nada, cojo el cinturón de la bata, que segundos antes he dejado preparado en la mesilla de noche, y le ato las muñecas al cabezal. La luz está apagada, pero entre las cortinas penetra la claridad de la ciudad y puedo encontrar lo que busco sin problemas.
Aunque todavía no me hace falta.
Me siento a horcajadas encima de él y lo beso con toda la rabia y el amor que sus miedos me obligan a contener. Nuestras lenguas se pelean y nuestros dientes chocan entre sí. Es un beso sumamente erótico y posesivo y los dos luchamos por salir vencedores de ese encuentro, mientras la pasión nos domina a ambos. Gimo, Daniel me muerde el labio inferior y yo le tiro del pelo de la nuca para apartarlo.
—Quieto.
—No.
Levanta las caderas en un gesto claramente sexual.
Vuelvo a tirarle del pelo.
—Te he dicho que te estés quieto.
Respira entre dientes y el torso le sube y baja apresuradamente, pero no vuelve a mover las caderas. Sin apartarme de encima de él, busco la vela y la caja de cerillas. Cuando prendo la vela, Daniel se muerde el labio inferior y en el momento lanzo la caja de cerillas al suelo, sus pupilas se oscurecen bajo la llama.
—No deberías haberme provocado —susurro, acercando la vela a su torso sin tocarlo.
—Tú a mí tampoco.
—¿Qué te he hecho yo? —le pregunto fingiendo inocencia, mientras muevo suavemente las caderas encima de él y dejo que una gota de cera caliente le caiga en el hueco del cuello.
—Amelia. —Echa la cabeza hacia atrás y tensa todo el cuerpo.
—¿Qué te he hecho?
Otra gota, que le derramo despacio en medio del torso.
—No lo sé —confiesa furioso y muy excitado al mismo tiempo. Abre los ojos y me mira fijamente—. No lo sé y no me das tiempo a recomponerme ni a pensar.
—No quieres pensar en nada. —Aguanto la vela con la mano derecha y con la izquierda le tiro del pelo para volver a bajarle la cabeza hasta la cama—. Sólo en lo que sientes por mí. Dime por qué.
—No.
Sujeto la vela con la mano derecha y la alejo del cuerpo de Daniel para no hacerle daño, mientras inclino la parte superior de mi cuerpo para besarle la mejilla. Él intenta apartarse y yo le muerdo el lóbulo de la oreja. Se queda completamente quieto y deslizo entonces la lengua por su cuello.
—Dime por qué.
—Dios, Amelia, no puedo pensar. Necesito estar dentro de ti ahora mismo.
Me incorporo y derramo unas gotas de cera encima del musculoso pecho que oculta el torturado corazón de Daniel y muevo de nuevo las caderas.
—Por favor, Amelia.
Me aparto despacio y dejo la vela en la mesilla de noche. Después, me acerco y le quito los pantalones del pijama. Vuelvo a sentarme encima de él y sujeto su erección para deslizarla en mi interior con un único y certero movimiento. Éste es súbito, intenso, brusco, lo que ambos necesitamos. Daniel arquea la espalda y echa la cabeza completamente hacia atrás. Tensa los brazos y los músculos se le marcan bajo la piel.
Llevo la mano derecha a su nuca y vuelvo a tirarle del pelo.
—Dime por qué, Daniel.
No me muevo, su miembro se estremece dentro de mí y yo tengo tantas ganas de besarlo y de decirle que lo amo, como de pedirle a gritos que deje de alejarse de mí.
Daniel mueve las caderas y arquea la espalda hacia atrás.
—Porque cuando pienso en ti sólo pienso en ti. —Tira de los brazos con tanta fuerza que rompe el cinturón de raso de la bata—. ¡Maldita sea, Amelia! No hay sitio para nada más. Bésame.
Lo hago y él me rodea con los brazos. Estamos completamente pegados, su sudor me resbala por la piel y los extremos de la cinta que le cuelgan de las muñecas me hacen cosquillas en la espalda. Levanta las manos y las dirige a mi rostro. Interrumpe el beso y con sus ojos negros fijos en los míos, susurra:
—No dejes que me aleje de ti. No me lo permitas.
—No lo haré.
Tiene la frente apoyada en la mía, gesto que yo imito y, sujetando también su rostro entre mis manos, lo obligo a besarme.
Lo último que pienso antes de quedarme dormida es que a mí me sucede lo mismo que a Daniel: si pienso en él, ya no hay sitio para nada más.
¿Es posible amar demasiado?