8
Nos pasamos el sábado en la cama; sólo salimos de ella para comer y para ducharnos. Amelia sabe cuándo necesito que me provoque y cuándo que me domine, y también cuándo necesito dormir abrazado a ella y soy incapaz de pedírselo.
El domingo, mientras desayunamos juntos, siento algo extraño, una paz desconocida y frágil. Sé que es un tesoro y que debo conservarla. De hecho, tengo tanto miedo de dañarla que ni siquiera le hablo de esa sensación a Amelia. Aunque, a juzgar por cómo me mira en este preciso instante y por el beso que me da en los labios, creo que no hace falta.
Nos vestimos y salimos a pasear. El sentimiento de descubrimiento se extiende también a Londres y me parece estar viendo la ciudad por primera vez, con Amelia cogida de mi mano y besándome siempre que le apetece.
—Creo que Marina y Raff han discutido.
Estamos comiendo en un restaurante que hemos descubierto de camino al parque. Rafferty es el único hombre al que me atrevería a llamar amigo. Lo conocí cuando estudiábamos en la universidad y está al corriente de una parte bastante oscura de mi pasado. Por eso, cuando vine a Londres y empecé de cero lo borré de mi vida, pero el muy cretino insiste siempre en reaparecer, así que he decidido dejar de intentarlo. Y, además, no es mal tipo. Hace meses, bailó con Amelia en un baile de disfraces y no la besó, y después la acompañó a una boda a la que yo me negué a ir.
Sí, supongo que Raff no es mal tipo.
—Tal vez no sea nada serio —contesto.
—Nunca había visto llorar a Marina de esa manera.
—¿Él le ha hecho daño?
Mi instinto protector me hace cerrar los puños. Si mi amigo le ha hecho daño a la mejor amiga de Amelia, se las verá conmigo.
—No, no de ese modo. —Amelia coloca una mano encima de una de las mías y me la acaricia, borrando así la amenaza—. Creo que es mucho más complicado.
—Lo cierto es que, aunque tiene reputación de seductor, a Rafferty nunca se lo ha visto con la misma mujer demasiado tiempo. Me temo que desde que aquella desgraciada quiso engañarlo en la universidad no confía en nadie. O tal vez yo esté equivocado y sencillamente Marina y él no encajen.
—Tal vez. Sea como sea, Marina ha conocido a un hombre muy atractivo esta semana.
—¿Muy atractivo? —Estoy tan celoso que ni siquiera lo puedo disimular.
—Sí, vino a la ONG para contratarnos.
—¿Ah, sí, cómo se llama?
—Ah, no, señor Daniel Bond, no vas a investigarlo, ¿entendido?
Ha adivinado mis intenciones.
—Sólo me preocupo por ti, ¿cómo se llama?
—James.
—¿Qué más?
—James Cavill, pero te aseguro que a mí ni me vio, de lo concentrado que estaba en Marina.
—Me alegro.
—Y aunque me hubiera visto, yo no le habría hecho caso. Estoy completamente enamorada de ti, señor Bond.
Se incorpora un momento y me da un beso, pero antes de apartarse del todo, decide torturarme.
—Todavía te noto dentro de mí —susurra.
—Dios, Amelia, no puedes decirme esto aquí.
Ya me había excitado al sentir su aliento cerca de mi cara y ahora sus palabras han evocado imágenes de lo que hemos hecho esta mañana.
—Claro que puedo. Y también puedo decirte que ahora mismo me gustaría desnudarte y atarte a la cama.
Trago saliva despacio y suelto el aliento flexionando los dedos.
—Amelia… —No sé si me estoy quejando o suplicando.
—¿Quieres que te ate?
—No —contesto, mirándola a los ojos; los dos podemos jugar a este juego—. Lo necesito.
Ahora es ella la que tiene que tragar saliva y yo quien sonríe.
—¿En este mismo momento?
Está sonrojada.
—Siempre. —Levanto una mano y acaricio la de Amelia. Estos gestos me resultan difíciles, sin embargo, cada vez me sorprendo más a menudo haciéndolos, deseándolos—. Pero puedo esperar, con la condición de que me distraigas y no vuelvas a decirme que quieres atarme.
Aparto la mano despacio y bebo un poco de vino.
—Pero ¿puedo pensar en ello, señor Bond?
Me imita y también levanta su copa. Me sonríe por encima del borde, lleva la mano que tiene libre hasta mi muñeca, que tengo encima de la mesa, y me pasa el dedo índice por el pulgar.
Y entonces me sucede algo completamente inesperado, no hablo de deseo —que lo siento—, ni de pasión —que nunca dejo de sentir por Amelia—, sino que me río.
Una carcajada sincera y repentina sale de mis labios.
—Por supuesto, señorita Clark. Te aseguro que yo estaré pensando exactamente lo mismo.
Esa comida es mi primer instante de felicidad. Sé que dentro de muchos años lo recordaré como uno de los momentos más dichosos de mi vida.
Al terminar el almuerzo seguimos paseando, a pesar de las ganas que tenemos los dos de volver a casa y hacer realidad lo que hemos estado tejiendo con nuestras miradas. Pero queremos alargar la espera, torturarnos con roces de manos y besos a medio dar.
Cuando por fin no podemos más, Amelia me coge de la mano y emprende el camino de vuelta a nuestro apartamento. En el ascensor, en cuanto las puertas de acero se cierran, ella se vuelve y me sujeta de las solapas del abrigo negro para tirar de mí y besarme apasionadamente. Yo la agarro de las muñecas, porque estoy tan excitado que si me concedo la menor licencia, le suplicaré que me deje entrar en su interior ahí mismo.
Cuando el ascensor se detiene, estoy tan al límite que hasta me cuesta dar los pasos que me separan de mi destino; algo absurdo, porque lo único que quiero es entrar en casa y perderme en Amelia. Mis pies reaccionan al ver que ella se mueve delante de mí y optan por seguirla. Tampoco tienen elección.
Amelia abre la puerta y tira de mí para volver a besarme. Mis manos buscan frenéticas su cuerpo hasta que ella me ordena pegada a mis labios:
—No, siéntate.
Señala las sillas que rodean la mesa del comedor y yo arqueo una ceja.
—Ahora, Daniel. Siéntate.
Separo una silla, la primera. Me tiembla el pulso a pesar de que mis dedos la sujetan con firmeza al hacerla girar para quedar mirando a Amelia. Me siento y espero mientras ella se quita los zapatos y los deja con cuidado en el suelo. Después, se me acerca y se sienta horcajadas encima de mí.
—Amelia.
Ella no dice nada, pero coge el borde de mi jersey negro para tirar de él hacia arriba y quitármelo. Levanto los brazos. Amelia se incorpora y, cuando la prenda ha pasado ya por mi cabeza, me lleva los brazos hacia atrás para atármelos detrás de la silla con el propio jersey.
Se aparta después de acariciarme y, como hace siempre, asegurarse de que a pesar de las ataduras estoy bien. Se queda delante de mí y se inclina, deteniéndose a milímetros de mi cara.
—Llevo todo el día deseando hacer esto.
Va a besarme. Es lo que más deseo, tanto que incluso puedo sentir su sabor.
Pero ella esquiva mis labios y se pone de rodillas entre mis piernas. Me desabrocha los pantalones cuando yo todavía no he conseguido reaccionar y acaricia mi erección.
Desliza la lengua por la fina piel y yo me estremezco.
Me rodea el miembro con los labios, deja que sienta el calor de su aliento y las caricias de su lengua.
—Amelia, por favor.
No puedo contenerme, lo que ha sucedido estos dos días es demasiado, sencillamente demasiado. Mi cuerpo está al límite y mi mente ya no me pertenece.
—Por favor —sollozo, suplico, gimo. Lo sé y no me importa.
Se aparta de mí y su lengua no se separa de mi miembro hasta el último instante. Apoya las palmas en mis muslos al levantarse y me acaricia la cara. Cuando me pasa el pulgar por la comisura del labio, veo en su piel una diminuta gota de sangre. Me he mordido.
—¿Qué quieres, Daniel?
El corazón me estallará dentro del pecho. No puedo respirar. «¿Qué quiero?»
—A ti.
Me da un beso demasiado corto y vuelve a mirarme.
—¿Y crees que estás listo para quererme de verdad?
—Sí.
El sudor me cubre la espalda y tenso los músculos de los brazos.
—Entonces, ¿a qué esperas para demostrármelo?
Vuelve a arrodillarse antes de que pueda contestarle y su lengua vuelve a deslizarse por mi miembro. Es una sensación maravillosa, extremadamente sensual, profundamente erótica. Estoy atado a una silla, al borde del orgasmo, y la única mujer que ha conseguido enseñarme el significado de la palabra «entrega» está dándome el beso más íntimo y carnal posible.
Y no me basta con eso. No necesito eso. Necesito más, muchísimo más.
«¿A qué esperas para demostrármelo? ¿A qué esperas para demostrármelo?»
A tener el valor necesario.
La respuesta es tan evidente que cuando las palabras se ordenan en mi mente, mi cuerpo sabe exactamente lo que tiene que hacer. Tiro con contundencia del jersey hasta soltarme y en el preciso instante en que recupero la libertad, cojo a Amelia en brazos. Me levanto llevándola conmigo y antes de que pueda decirme nada, la beso con todas mis fuerzas, con el corazón latiéndome frenético en el pecho.
Entro en el dormitorio sin dejar de besarla y la tumbo en la cama. La desnudo con manos nerviosas e impacientes. Lo único que me tranquiliza es el beso que ella sigue dándome, su sabor impregnando mis labios, sus suspiros sonando en mis oídos, sus temblores fundiéndose con la yema de mis dedos.
Cuando llega el momento de separarme de ella, y no me queda más remedio si quiero desnudarme, la miro a los ojos. Lo que veo en ellos me da el valor para continuar.
—Voy a demostrártelo. Voy a hacerte el amor.
Y por primera vez en la vida, siento de verdad que puedo hacerlo. Deslizo mi miembro en su interior y dejo que nuestros cuerpos se muevan al ritmo que necesitan, sin órdenes, sin ataduras, sin velas o antifaces.
Amelia tiembla y enreda los dedos en mi pelo, luego, acerca mi rostro al suyo y me besa. Cuando me aparto, veo una lágrima resbalándole por la mejilla.
—¿Te he hecho daño?
—No —contesta con la voz rota—. Te amo, Daniel.
Volvemos a besarnos y cuando nuestras lenguas se tocan, mi cuerpo se rinde y el clímax me estremece.
Tiemblo, grito su nombre y la abrazo con todas mis fuerzas al sentir que también llega al orgasmo, mientras no deja de susurrarme al oído «Te amo».
El lunes por la mañana, Amelia no menciona lo catártico que ha sido para mí lo que hemos vivido por la noche. No me pregunta por qué me solté, ni si sigo necesitando entregarme a ella o que ella domine mis reacciones. No, Amelia no hace nada de eso. Se limita a besarme una y otra vez y cuando creo que estoy a punto de enloquecer de nuevo de deseo, tira de mí y me lleva a la ducha con ella.
Una vez allí, me enjabona la espalda y el torso, me interrumpe siempre que estoy a punto de decirle algo y se encarga de terminar el beso que empezó anoche. Se arrodilla en la ducha y su boca no se aparta de mi erección hasta que las piernas apenas pueden sujetarme.
Después termina de ducharse mientras yo intento recuperar el aliento y al salir de la ducha nos seca a ambos. Me siento cuidado, protegido, deseado. Amado.
—Amelia —le digo, cuando veo que va a salir del cuarto de baño.
Ella se vuelve y me sonríe.
—¿Sí, Daniel?
Lleva un albornoz blanco anudado a la cintura y el pelo mojado. Está preciosa.
—Sigo siendo el de siempre. Todavía siento esa oscuridad dentro de mí. El dolor. Las barreras. —«¿Qué estás haciendo, Daniel? Vas a alejarla de ti». Tal vez sea eso lo que intento—. Las pesadillas siguen aquí. —Me toco la sien y veo que los ojos de Amelia han perdido parte del brillo que tenían hace unos segundos—. Pero —suspiro y me paso una mano por el pelo—… quiero contártelo. Hoy no, ahora no, pero sí muy pronto. Quiero seguir demostrándotelo.
—De acuerdo. Esperaré.
—Gracias.
Suelto el aliento que no sabía que estaba conteniendo y me acerco. Inclino la cabeza y le doy un beso en los labios. Lento, suave, sin ocultarle que tengo miedo, ni nada de lo que siento por ella.
Y Amelia sabe que ésta es la mayor promesa que le he hecho nunca a nadie.
Llego al bufete decidido a seguir el consejo, o más bien la advertencia, de Patricia y no asustar a nuestros empleados. Cierto que nunca he sido un hombre afable, pero siempre había sido cuidadoso y respetuoso con los abogados que trabajan en Mercer & Bond. Mi segundo propósito es llamar al inspector Erkel y ponerle al tanto de lo que he averiguado sobre Eden Fall y decirle que oficialmente no quiero saber más del tema. Voy a hacerle caso a Natalia: no me acercaré a Escocia ni a los fantasmas de mi familia, ya tengo bastantes con los míos.
Tengo una prometida maravillosa, que me vuelve loco en la cama y que puede poner mi mundo al revés con sólo un beso. Una boda que preparar y una familia que formar. Y soy el copropietario del mejor bufete de abogados de todo Londres.
El pasado no me interesa, sólo me interesa el futuro.
—Han traído un sobre para usted, señor Bond.
Mi secretaria interrumpe mis pensamientos y la recibo con una sonrisa. La sorprende mi reacción, a juzgar por la ceja que levanta hasta que casi se le sale de la cabeza.
—Muchas gracias, Stephanie.
—De nada, señor Bond.
Me entrega un sobre de cartón sin sello y sin remitente, con únicamente mi nombre escrito delante. «Es extraño», pienso durante un segundo, pero llego a la conclusión de que Stephanie lo habrá sacado del envoltorio de la agencia de transportes. Paso el abrecartas y de su interior saco un fajo de fotografías.
Amelia y yo frente al restaurante Marigold la noche en que conocí a sus padres. En una de las fotografías, ella me besa antes de entrar y en la otra estamos hablando al salir.
Amelia y yo paseando el domingo por la mañana.
Amelia y yo comiendo en el restaurante cercano al parque, justo en el instante en que ella me sonreía por encima de la copa de vino.
Amelia y yo saliendo del taxi frente a nuestra casa.
Se me retuercen las entrañas y me vienen arcadas.
Me estremezco de rabia y de las ganas que tengo de matar al que nos ha robado esos momentos. Giro la última fotografía y detrás veo escrita una frase: No creías que iba a ser tan fácil, ¿no?
Me duelen los dedos del esfuerzo que estoy haciendo para no romper esas fotografías en mil pedazos. Lo haría, pero sé que, aunque es poco probable, tal vez la policía pueda encontrar huellas en ellas. Salgo furioso del despacho y me acerco a la mesa de Stephanie.
—¿Quién ha traído este sobre?
—Un mensajero. ¿Sucede algo, señor Bond?
—¿De qué empresa?
Ella entrecierra los ojos y veo el instante exacto en que comprende que algo no encaja.
—De ninguna, sólo llevaba un chaleco reflectante.
—Mierda —mascullo, una reacción muy poco propia de mí.
Giro sobre mis talones y me dirijo de nuevo a mi despacho. Descuelgo el teléfono y me comunico con la recepción del edificio. Peter contesta diligentemente tras el primer timbrazo.
—¿Ha visto salir a un chico con un chaleco reflectante? —le pregunto.
—Sí, señor Bond, hace unos diez minutos.
—¿Ha firmado en la hoja de registro?
—No, señor Bond, se decidió que los servicios de mensajería no tenían que hacerlo.
«Voy a cambiar esa maldita norma».
—Gracias, Peter.
Aunque el mensajero hubiera pertenecido a una empresa legal y hubiese firmado en la entrada, no serviría de nada. No encontraría ninguna pista del hombre que las ha enviado; un fantasma que no debería existir.
Vuelvo a mirar la frase que ha escrito detrás de la fotografía.
No creías que iba a ser tan fácil, ¿no?
¿Fácil?
Apenas sé lo que significa esa palabra. Cuando era pequeño, mis padres discutían constantemente, pese a que mi madre nos adoraba a Laura y a mí y se encargaba de protegernos de todo y de todos. Ahora me doy cuenta de esto último.
Desde mi conversación con Natalia, mis recuerdos son más vívidos que nunca y regresan a mi mente a todas horas. Yo los reviso con cuidado en busca de una pista sobre el paradero actual de Martin, pero de momento no he dado con ninguna.
Me quedo en mi despacho hasta tarde, con las luces apagadas, obligándome a recordar lo que tanto me esforcé por olvidar. Es doloroso y humillante y me hace sentir una rabia y un dolor casi incontenibles, que me impiden volver junto a Amelia, cuando, irónicamente, ella es la única que podría calmarme.
Pero no puedo verla en ese estado, así que voy al gimnasio de Brian y boxeo o hago ejercicio hasta que me duele el cuerpo. Y entonces vuelvo a casa y me permito un único instante de felicidad: entregarme a Amelia.
Sólo así podré enfrentarme al día siguiente.
Fácil…
Martin y Jeffrey Bond, hermanos adoptivos, eran amantes. Ahora que lo sé, he empezado a recordar escenas de ellos dos juntos, de miradas furtivas, de roces de manos mientras mi madre no los veía. Luego discutieron, se pelearon, o decidieron meter a una mujer en el juego y convertir la vida de ésta en un infierno, no sé cómo fue, pero el caso es que Martin se casó y Jeffrey lo odió por ello. Y se vengó seduciendo a la esposa de su hermano y dejándola embarazada.
Cuando nuestras vidas ya estaban destrozadas, mi familia sufrió un accidente de coche en el que mis padres perdieron la vida. Y Laura y yo pasamos a depender de Jeffrey.
Jeffrey violó a Laura durante años. Mi hermana se lo permitió porque pensó que así evitaría que a mí me sucediera lo mismo.
Pero Jeffrey me violó igualmente y yo se lo permití a cambio de que dejase en paz a Laura.
Mi hermana terminó suicidándose, porque vio que su sacrificio había sido en vano y pensó que su vida ya no merecía la pena.
Sólo por eso volvería a matar a Jeffrey mil veces más, pero en cada ocasión lo haría más lentamente.
Durante todo ese tiempo, Martin estuvo vivo. Lo permitió y, la parte más oscura de mí sabe que incluso lo disfrutó, lo único que no sé es por qué. Igual que tampoco sé por qué ha reaparecido ahora, porque no me trago que después de pasarse más de veinte años «muerto» haya cometido el error de dejar sus huellas en una copa en casa de Jeffrey.
Quiere algo, la cuestión es qué.