19

Los contundente golpes en el saco de arena, el leve crujir del suelo de madera del piso de arriba y la ausencia de Daniel en la cama me despiertan horas más tarde.

Me llevo una mano al vientre, una caricia que se ha convertido en mi ritual diario, y, tras imaginarme que acaricio la cabecita de Laura —vamos a llamarla igual que la hermana de él—, me incorporo y me pongo la bata que Daniel me ha dejado preparada en el respaldo de una de las butacas del dormitorio.

Detalles como éste siempre me aceleran el corazón.

A medida que subo la escalera, oigo la respiración entrecortada de Daniel. Boxear se ha convertido en una vía de escape para él, pero hacía mucho tiempo que no le oía exigirse tanto.

«Algo va mal».

Subo preocupada el último escalón y, al verlo, un gemido escapa de mis labios.

Tiene el torso desnudo y completamente cubierto de sudor. Las vendas blancas que le protegen los nudillos están casi negras del rato que lleva golpeando el cuero oscuro del saco, y algunas están salpicadas de sangre.

Tiene la frente empapada y el pelo mojado echado hacia atrás. Sus ojos negros son apenas una línea, pero desprenden tanto fuego y tanto odio que si esas emociones estuvieran dirigidas hacia mí, saldría huyendo despavorida.

—Daniel. —Pronuncio su nombre en voz baja, tras apartarme la mano de la boca, un gesto que he hecho sin darme cuenta—, ¿qué pasa?

Él golpea el saco de nuevo. Creía que no me había oído, pero lo veo apretar la mandíbula y girar levemente para colocarse delante de mí, protegiéndome así de cualquier golpe que se le pudiera escapar.

Le doy unos minutos y espero paciente sin apartar la vista de su espalda, acariciándolo con los ojos para que sepa que estoy aquí, a su lado.

Se detiene, echa los hombros hacia atrás y deja caer la cabeza. Suelta el aliento y flexiona los dedos. Todavía no se da la vuelta, camina hasta el saco de boxeo y lo detiene con ambas manos antes de apoyar la frente en el cuero.

Quiero acercarme a él, tocarle de verdad la espalda y deslizar mis manos por su piel. Besarle los omoplatos y rodearle la cintura con los brazos. Decirle de nuevo que le amo.

No lo hago, aunque lo haré en cuanto vea en sus ojos que me necesita y que está dispuesto a creérselo.

Se aparta del saco y se vuelve despacio, mientras se quita las vendas de los dedos. Yo sigo mirándolo y esperando.

—Ha llamado Erkel.

Ahí está, el odio y la rabia que lo han llevado a este estado provienen sin duda de esa llamada.

—¿Ha sucedido algo? —lo animo a continuar.

Camino hasta la cama que todavía ocupa parte de ese piso y me siento en ella. Confío en que Daniel hará lo mismo y se sentará a mi lado, y, efectivamente, no tarda en hacerlo.

Sigue sin mirarme a los ojos, su mirada no se ha apartado de las vendas, aunque se coloca lo bastante cerca de mí como para que nuestras piernas se rocen.

—Mi padre ha muerto.

—Oh, Daniel, lo siento.

—¿Por qué? —Levanta la cabeza y me mira. Le brillan los ojos y en ellos veo el rastro de las lágrimas—. Era un monstruo.

Levanto una mano despacio y se la acerco a la cara.

Me detendré si me lo pide, aunque me dolerá hacerlo. Él aprieta los dientes y deja de respirar, pero no se aparta.

Le acaricio la mejilla y suelta el aliento entre los dientes.

—Hubo una época en la que fue tu padre.

—Ya no me acuerdo.

—Claro que te acuerdas. —Le acaricio el pómulo y capturo una rebelde lágrima.

—Lo odio —insiste.

—Le quisiste.

—¡Maldita sea, Amelia! —farfulla, antes de abrazarme desesperado—. ¿Por qué diablos no puedo sólo odiarlo?

—Chis, tranquilo. —Le acaricio la espalda y dejo que me abrace tan fuerte como necesite.

—Lo han apuñalado en la cárcel. Un miembro de una mafia rusa. Erkel me ha dicho que ha muerto en el acto. —Intenta relatar los hechos con frialdad, a pesar de que el temblor que le recorre el cuerpo es innegable.

—Ya está, amor.

—He pensado que se lo tenía merecido —sigue Daniel—, que era exactamente lo que se había buscado: morir desangrado en una cárcel de mala muerte. Solo, sin nadie a su lado. Sin su querido Jeffrey.

—Oh, Daniel. —Le beso la mejilla, pero él hunde el rostro en el hueco de mi cuello.

—Y entonces me he acordado de un día en que fuimos los cuatro al lago, mamá, Laura, papá y yo. Y —se le rompe la voz, aunque se obliga a continuar—… y he notado que me escocían los ojos. Le he colgado a Erkel sin despedirme y he subido aquí.

—Es normal, Daniel.

—¡No, no lo es! Quiero odiarlo, lo odio. Ese hijo de puta convirtió mi vida en un infierno. —Me suelta y se pone en pie—. Dejó que Jeffrey abusase de Laura y de mí. ¡Mi hermana se suicidó por su culpa! ¡Tú estuviste a punto de morir por su culpa! —Me mira decidido a los ojos—. Yo soy así por su culpa.

Me pongo en pie de inmediato. El dolor que brilla en sus ojos hace que me levante.

—No, Daniel, no. —Lo abrazo y él deja que lo haga, aunque sus brazos cuelgan inmóviles a sus costados—. No te hagas esto, amor.

—¿Por qué no puedo sólo odiarlo? —repite—. ¿Por qué?

—Porque eres demasiado valiente y demasiado fuerte como para esconderte detrás de algo tan cobarde como el odio, Daniel. Porque has sobrevivido y eres capaz de entender que en algún momento de su pasado, tu padre, que sin duda se convirtió en un monstruo, te quiso o sintió por ti y por tu madre y tu hermana lo más parecido al amor.

—Si nos hubiera amado una milésima parte de lo que yo te amo a ti, Amelia, habría sido incapaz de hacernos daño. Habría preferido morir antes que dejar que ese otro malnacido tocase a Laura. Lo habría matado con sus propias manos al enterarse de lo que había hecho. Y eso me asusta, Amelia, me asusta porque sé que eso es lo que habría hecho yo.

—Daniel. —Lo beso encima del corazón—. Tú jamás te habrías convertido en un asesino.

Coloca las manos en mis hombros y me aparta con cuidado.

—No puedo ni soportar la idea de que os suceda algo malo y no tengo ninguna duda, ninguna, de que si alguien os hace daño, le mataré.

—Oh, Daniel. Nadie nos hará daño. —Me pongo de puntillas y lo beso en los labios—. Nadie puede hacernos daño mientras tú estés aquí.

—Puedo ser un monstruo, Amelia, lo tengo dentro de mí.

Ése es el verdadero motivo, la causa del temblor que sigue recorriendo los hombros de Daniel.

—No, no lo tienes —afirmo, mirándolo, y prosigo antes de que pueda impedírmelo—. Habrías podido matar a tu padre, sabías cómo encontrarlo y podrías haber contratado a alguien para que se ocupase de él.

—¿Cómo sabes que no lo he hecho ahora, que no tengo nada que ver con su muerte?

Enarco una ceja y le cojo de nuevo la cara entre las manos.

—Por esto. —Mis pulgares se llevan las últimas lágrimas—. Porque me amas y porque, estando contigo, he aprendido lo que es el amor de verdad. Un hombre capaz de dar tanto no es un monstruo y nunca lo será.

Él traga saliva y el brillo de sus ojos empieza a cambiar.

—Nunca dejes de creer en mí, Amelia. Por favor.

—Jamás.

—Yo nunca creí poder amar así —dice, como si fuese en verdad un milagro.

—Bésame.

Agacha la cabeza y lo hace. Nos tiemblan los labios, pero en cuanto nuestros alientos se rozan, nos olvidamos del mundo entero excepto de nosotros.

Sólo existimos él y yo.

Mi cuerpo se acerca al de Daniel y, justo cuando se tocan, su tensión empieza a desvanecerse. Me acaricia la espalda con dedos firmes y suaves a la vez. Me recorre la columna y se detiene en mi cintura.

Nuestros labios se niegan a separarse, pero él se obliga a alejarse. Me mira a los ojos, los suyos están algo desenfocados, confusos, y durante un instante me recuerdan a la versión joven de Daniel. Es absurdo, yo no lo conocía entonces, pero en mi corazón sé que así debía de ser cómo le brillaban entonces.

—Ya no tengo pasado —dice sorprendido.

Sonrío sin poder evitarlo, porque él me está sonriendo también.

—No, ahora tienes futuro.

Aprieta los dedos que tiene en mi cintura y me acerca a él.

—Gracias.

—¿Por qué?

—Por creer en mí, por enseñarme a amar, por darme lo que de verdad necesito.

—Oh, Daniel, tú has hecho lo mismo por mí.

Estoy llorando.

—No llores. He leído en alguna parte que no es bueno para la niña.

El comentario se sale tanto de la conversación que estamos teniendo que me hace sonreír de nuevo. Daniel se ha convertido en todo un experto en libros sobre el embarazo.

—Gracias por contarme lo de tu padre y no alejarte de mí.

Él asiente levemente y sin duda se acuerda de nuestra promesa.

—Tengo que llamar a Erkel y disculparme con él. —Carraspea un poco incómodo. Ocultar sus sentimientos sigue formando parte de su naturaleza, pero a mí ya no me oculta nada—. Supongo que tendré que ir a comisaría.

—A Erkel no le pasará nada por esperar un rato.

—No, supongo que no —contesta, mirándome intrigado.

—Además, ahora tienes que hacer algo mucho más importante.

—¿Ah, sí?

—Sí.

Se le acelera la respiración y permanece en silencio.

Lo abrazo por la cintura y me pongo de puntillas para poder susurrarle al oído:

—Ahora vas a hacerme el amor, señor Bond.

Un escalofrío le recorre el cuerpo y aprieta los dedos encima del batín.

—Ordénamelo.

Unos meses más tarde

Marina, Raff y James me han traído un ramo de flores grande y precioso, pero parece pequeño comparado con los que Daniel insiste en enviarme a diario. Dice que no parará hasta que Laura tenga dieciocho años, u ochenta.

Yo me río y le digo que si sigue así, tendré que encontrar el modo de obligarle, y él me contesta que puedo intentarlo tantas veces como quiera.

Si soy un poquito más feliz, creeré que estoy soñando.

El llanto de Laura me recuerda que estoy despierta y empiezo a levantarme.

—Tú quédate aquí —me detiene Daniel, colocándome una mano en la rodilla—. Ya voy yo.

Le sonrío y él me besa en los labios antes de irse del salón, en dirección al dormitorio de nuestra hija.

Marina y Raff me miran incrédulos y James oculta una sonrisa.

—Si alguien me hubiera dicho que Daniel Bond iba a ser un padre tan devoto, me habría entrado un ataque de risa —asegura Raff, sin ocultar el cariño y la admiración que siente por su amigo.

—Me alegro tanto por ti —susurra Marina, cogiéndome la mano.

—Y yo por ti.

Entonces aparece Daniel con la pequeña en brazos.

—No quiere quedarse en la cuna.

La niña está completamente dormida y James no puede evitar reírse en voz baja.

—Deja que te dé un consejo, Amelia, ten otro hijo o Daniel perderá la cabeza del todo por Laura.

Él se limita a sonreír y a acariciar la cabecita de la pequeña durante unos segundos, hasta que, tras mirarme, les dice a nuestros tres amigos.

—Y vosotros, ¿cuándo pensáis contarnos vuestra historia?