18
El día que Amelia iluminó el último rincón oscuro de Daniel. Un recuerdo precioso que guardan como un tesoro y quieren compartir contigo.
Mi vida ahora podría ser muy distinta. Completamente distinta. ¿Sería feliz?, me pregunto. Sin duda, habría intentado engañarme y convencerme de que sí, pero no, no lo sería. Sin Daniel jamás sería feliz.
Lo amo tanto que cuando no estoy con él me duele incluso la piel y respiro de un modo distinto si no lo siento a mi lado. Puede sonar ridículo, lo sé, pero no me importa. En realidad, hace tiempo que dejó de importarme. Los peores momentos de mi vida los he pasado a su lado, pero cualquier mal momento con él es mejor que un segundo de felicidad en su ausencia.
Con Daniel he aprendido a ser yo misma y a amar con todo mi ser, no sólo con el corazón, sino también con cada centímetro de mi piel y de mi alma.
Suelto nerviosa el aliento. Me he imaginado este momento miles de veces y ahora que está a punto de hacerse realidad me tiemblan las manos y unas gotas de sudor frío se acumulan en mi nuca. Tal vez debería decírselo de otra manera, tal vez…
Sus brazos me rodean desde atrás por la cintura y sus labios se posan en mi cuello.
—Hola, Amelia —susurra, tras darme un beso.
Respiro despacio y cierro los ojos. No puedo evitar sonreír. Daniel está pegado a mí y noto su corazón latir despacio contra mi espalda. Como siempre, su presencia me abruma, aunque el aroma que desprende me envuelve y me tranquiliza al mismo tiempo.
—Hola.
Noto su aliento en mi piel y sus labios depositan otro beso en mi clavícula.
—Vas a coger frío. —Me abraza con más fuerza un instante, para después soltarme y hacer que me vuelva entre sus brazos—. ¿Por qué me has pedido que viniera aquí?
Estamos en el parque que hay cerca de Mercer & Bond, su bufete; es uno de mis lugares preferidos de Londres, porque hay unos rosales que se parecen mucho a los que crecen en el jardín de la casa de Hartford.
Me pongo de puntillas y lo beso. Necesito hacerlo.
Sus labios tiemblan un segundo justo antes de unirse a los míos. Lo acaricio con la lengua, su sabor se mete por todos los poros de mi piel y él aprieta las manos en mi cintura. Su boca recorre la mía con intimidad, consciente de que nunca antes había besado así a nadie. Es un beso que nos demuestra que nos pertenecemos.
Daniel interrumpe este beso y, mirándome a los ojos, pregunta preocupado:
—¿Sucede algo malo, Amelia?
—No. —Me cuesta encontrar la voz.
—Estás llorando —señala él en voz baja, capturando dos lágrimas con sus dedos—. Me estás asustando. Dime qué sucede. Por favor.
—Estoy embarazada.
El mundo se detiene un segundo. Tiemblo de la cabeza a los pies y aparto la vista de Daniel, cuyo torso sube y baja pesadamente, como si le costase respirar.
Moriré si veo decepción o miedo en sus ojos.
Y entonces noto sus dedos en mi rostro, los siento firmes y decididos, sin rastro de incertidumbre. Me sujeta la cara entre las manos y me hace levantar la cabeza. Nos miramos un breve instante, pero el amor que brilla en sus ojos me quema y se graba en mí para siempre.
Daniel me besa, sus labios toman posesión de los míos y su respiración trémula baila con la mía. Su lengua me acaricia, me seduce, me entrego a ese beso y a todos los sentimientos que representa.
—Te amo, te amo —suspira cuando se aparta.
Luego vuelve a besarme una y otra vez, incapaz de detenerse o de dejar de tocarme. Me pega a él y siento que le tiemblan los brazos y las piernas.
—¿Estás contento? —le pregunto, apoyando la frente en su pecho.
Daniel suelta el aliento despacio, me acaricia el pelo y después me aparta para mirarme.
—No estoy contento, Amelia —veo el brillo de las lágrimas en sus ojos—, me siento feliz —susurra—. Y muerto de miedo. —Me regala una de sus escasas sonrisas—. Y creo que el corazón me va a estallar dentro del pecho de todo lo que estoy sintiendo, así que no se te ocurra dejarme ni ahora ni nunca, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Me besa otra vez, tiembla casi tanto como yo, pero a ninguno de los dos nos importa.
—¿Cómo te encuentras? —me pregunta, apartándose pero sin soltarme.
—Muy bien.
—¿Cuándo…? —Veo que se humedece los labios—… ¿Cuándo lo supiste?
—Hace unos días —contesto.
—Creías que no iba a alegrarme.
—¡No! Te aseguro que no, Daniel, estaba nerviosa. Para mí también es algo completamente desconocido.
Cierra los ojos y me estrecha contra él.
—¿De verdad estás bien?
—De verdad.
El corazón le late muy de prisa y veo una gota de sudor deslizándose por su garganta. Le acaricio la espalda. Su respiración se acelera y flexiona los dedos en mi cintura.
—No puedo perderte.
—No me perderás.
—Te necesito.
Intento apartarme, pero él me retiene entre sus brazos.
—Vamos a casa.
—No, será mejor que vuelva al bufete. —Lo siento tensarse—. Tengo que serenarme.
—Tranquilo. —Le paso las manos por la espalda hasta llegar a su nuca, donde enredo los dedos en su pelo—. Ven conmigo a casa.
No lo suelto hasta que Daniel asiente; es un movimiento suave, casi imperceptible, pero después de hacerlo suelta el aliento entre los dientes y respira más tranquilo… mecido por mi voz. Con los dedos entrelazados, caminamos hasta la esquina más cercana, donde un taxi aparece casi por arte de magia. Daniel le da la dirección al conductor y durante el trayecto está completamente pendiente de mí, lo veo desviar un par de veces la vista hacia mi vientre. Y al hacerlo me aprieta los dedos.
El vehículo se detiene ante el portal y el conserje de nuestro edificio nos abre solícito la puerta. Lo saludo mientras Daniel se ocupa de pagar al taxista, pero en cuanto siento sus manos en mi cintura, echo a andar hacia el ascensor.
Un cosquilleo me recorre la piel, el corazón bombea sin cesar el nombre de Daniel en mi interior y mi sangre circula espesa y lenta por mis venas al sentir la fuerza que desprende el hombre que me abraza. El hombre que me ama.
Está apoyado en el cristal del ascensor, rodeándome desde atrás por la cintura, con mi espalda contra su torso.
Por fin detiene las manos sobre mi abdomen, una leve caricia que no oculta lo mucho que le tiemblan.
—Cuidaré de ti —promete en voz baja, casi reverente.
—Lo sé.
Las puertas de acero del ascensor se separan al detenerse y salimos sin decir nada más, con el futuro flotando entre los dos. Daniel respira profundamente al cederme el paso para que entre en casa.
—Tal vez deberías acostarte.
Oh, no, no va a convertirme en una muñeca de porcelana.
—No, Daniel. —Giro sobre mis talones y lo beso antes de que pueda decir nada más. Es un beso sensual, fuerte, lleno de toda la pasión que me ha enseñado a sentir. Le muerdo levemente el labio antes de apartarme, sólo para ver cómo se le oscurecen los ojos—. Tú eres quien deberías acostarse.
Vuelvo a besarlo, sus labios se separan al notar los míos y detiene las manos en mi cintura. Yo retiro las mías de su cuello y le desabrocho el primer botón de la camisa.
Daniel aprieta los dedos y un gemido se funde en nuestras bocas.
—Amelia.
—Quítate la ropa, Daniel.
Él enarca una ceja y me mira. Se humedece los labios y tiene los ojos completamente negros y tan brillantes que podrían iluminar cualquier oscuridad.
—¿Estás segura?
—Segurísima. Necesitas estar dentro de mí. —Le pongo una mano en la mejilla y él vuelve la cara en su busca—. No puedes negarlo.
Ni siquiera lo intenta.
—Puedo contenerme —asegura.
—Yo no.
Le quito la chaqueta, que cae pesadamente al suelo, porque él mantiene los brazos inmóviles a ambos lados del cuerpo. Le desabrocho el segundo botón de la camisa, el tercero, el cuarto, tiro de la prenda para sacársela de los pantalones. Deslizo las mangas por sus fuertes brazos y detengo la mano un segundo encima de la cinta que le rodea una de las muñecas.
Daniel cierra los ojos y se estremece.
—Amelia…
La camisa también cae al suelo.
Levanto las manos y me bajo la cremallera del vestido. Me estremezco al sentir la mirada de Daniel recorriéndome la piel que va quedando al descubierto. Me quedo en ropa interior y me acerco a él. El calor que desprende su torso me acaricia y le pongo la palma en el pecho.
—Vamos, Daniel, ven conmigo.
Aprieta la mandíbula y, tras asentir, gira despacio hacia el dormitorio. Se detiene frente a la cama y me abruma comprobar lo imponente que es su espalda. Su afición a nadar le ha perfilado los músculos hasta convertirlos en mármol y el boxeo lo ha dotado de un magnetismo animal que me resulta irresistible. En cuanto lo toco, le oigo soltar el aliento y agacha levemente la cabeza.
—Eres perfecto, Daniel —susurro—. Vas a ser el mejor padre del mundo.
Un estremecimiento le recorre el cuerpo.
—Amelia.
Le doy un beso en la columna vertebral y lo rodeo hasta colocarme frente a él. Le desabrocho los pantalones y lo siento excitarse. No me dice nada, pero sé que está al límite. Lo desnudo y le acaricio la cara en busca de su mirada. Cuando la encuentro, me acerco a él y lo beso con ternura.
—Túmbate.
Flexiona los dedos y, durante un segundo, creo que va a tocarme. No lo hace, sino que, ejerciendo todo el autocontrol del que sé que es capaz, cumple mi petición y se tiende en la cama. Me acerco a él despacio, dejando que vea y sienta lo mucho que me afecta. En la mesilla de noche hay un pequeño jarrón de cristal con dos rosas muy especiales, las primeras que han florecido del brote que plantamos juntos hace unos meses en nuestro invernadero.
—Las rosas parecen delicadas —susurro, cogiendo una de las flores—, pero saben defenderse. —Me siento a horcajadas encima de él—. Sobreviven al invierno y al mal tiempo —deslizo los pétalos por su torso— y atacan a cualquiera que intente hacerles daño. —Lo araño con una espina y sus manos me sujetan por la cintura. Sí, por fin, adoro que me demuestre que me necesita.
—Amelia, amor —gime—. No puedo más.
—Lo sé. —Me muevo suavemente encima de él—. Pero antes de hacerme el amor, tienes que prometerme una cosa.
—Todo, te lo prometo todo. —Me mira fijamente al tiempo que flexiona los dedos y tiembla debajo de mí.
—Vas a prometerme… —Muevo la rosa por su cuello, por su mejilla, y después vuelvo a bajarla por su esternón. Estoy tan absorta mirándolo que me olvido de la espina de antes y me la clavo yo en el dedo. Intento reprimir la mueca de dolor, pero Daniel se da cuenta y, sin decir nada, separa levemente los labios y me roba el aliento cuando captura la gota de sangre con la lengua y lame cuidadosamente la minúscula herida—. Vas a prometerme —prosigo— que vas a confiar a mí, en nosotros.
Asiente y levanta las caderas.
—Sí, Amelia. Hazme el amor, por favor. No puedo más —me dice, sujetándome la mano cerca de su boca.
—Dime que confías en ti y en mí, que sabes que somos para siempre.
Me incorporo lo necesario para poder convertir nuestros cuerpos en uno solo y, cuando entra dentro de mí, arquea la espalda y echa la cabeza hacia atrás.
—Amelia, muévete. Por favor.
—Dilo, Daniel.
Lame mi dedo, que tiene entre sus labios, y me sujeta por la cintura con ambas manos sin moverse. Está haciendo tanto esfuerzo para contener las reacciones de su cuerpo, para domar sus instintos, que se estremece violentamente.
—Dilo, Daniel.
—Confío en ti, Amelia, y sé que lo que siento por ti es para siempre —dice entre dientes, flexionando los dedos—. Para siempre. Una parte de mí formará para siempre parte de ti.
Le acaricio la cara, tiene los ojos completamente negros, la frente empapada de sudor y, por primera vez, es completa y absolutamente mío.
Muevo despacio las caderas.
—Dios, Amelia.
Echa la cabeza hacia atrás.
Le hago el amor, me olvido de todo excepto de nosotros, excepto de nuestro amor. Nuestros cuerpos se entregan el uno al otro sin restricción, nos besamos y, cuando noto que sigue conteniéndose por mí, susurro:
—Te amo, Daniel.
Él grita mi nombre, lo arranca de su alma y se entrega a mí. Y yo a él. Para siempre.
Hoy
Abro los ojos, Daniel está dormido a mi lado y tengo la certeza de que, a pesar de la discusión de antes, ninguna pesadilla se ha colado en sus sueños. Yo no he podido dormir, pero he tenido un sueño maravilloso; he recordado el día en que le dije a Daniel que estaba embarazada.
Cada vez que lo recuerdo, entiendo un poco mejor lo asustado que está por mí. Sé que ya quiere con locura a la niña que hemos creado juntos y que crece poco a poco en mi interior y que, por ello, ahora no solamente teme perderme a mí, sino también a nuestra hija. Pero eso no sucederá jamás.
Noto que se despierta antes de oír su voz, pues le cambia la respiración y su aliento me acaricia la piel desnuda del hombro.
—Hola —susurro.
—Hola —susurra a su vez—, ¿cómo te encuentras?
—Muy bien.
Clava los ojos negros en los míos, mientras con una mano dibuja círculos muy despacio en mi vientre.
—Siento lo de antes.
—Yo también —reconozco—. Llamaré a Marina y le diré que voy a bajar el ritmo. Estas últimas semanas han sido muy intensas. A partir de ahora, iré a la oficina por la mañana y descansaré por la tarde.
—Gracias. —Suspira aliviado y apoya la cabeza en mi pecho.
Le acaricio el pelo, sigue sorprendiéndome lo suave que lo tiene.
Daniel respira despacio y cuando inclino la cabeza veo que tiene los ojos cerrados. Está tranquilo. Una noche, cuando estábamos en la Toscana, me contó que nunca quería acostumbrarse a esta sensación de felicidad, que quería atesorarla para siempre, emocionarse todas y cada una de las veces que cerraba los ojos y se daba cuenta de que era feliz.
Me gusta creer que es lo que está haciendo ahora; darse cuenta de que es feliz.
Tal vez ahora sí pueda dormirme.