Epílogo

Mar Mediterráneo, primavera de 1949.

La brisa cálida de aquella mañana, disipó la niebla costera con la que había despertado el día. Un sol resplandeciente brillaba en un cielo azul claro radiante. El inconfundible sonido de las gaviotas revoloteando cerca de la costa, anunciaba la proximidad de tierra firme.

Christian, apoyado sobre la barandilla de proa, se deleitaba con el bello y salvaje paisaje que se mostraba ante él en todo su esplendor. Un gigantesco tapiz de agua de un azul zarco que le recordaba el color de ojos de Dieter, se perdía en el infinito confundiéndose con los confines del mar en el horizonte. El ligero viento que soplaba, alzaba tímidas olas de espuma blanca que golpeaban contra el casco del barco. La brisa alborotaba su cabello y acariciaba su rostro. Aspiró hondo, buscando impregnarse con el gratificante olor salobre que el mar le regalaba. Con los ojos cerrados, se abandonó a un viaje en el tiempo, tan solo tres años atrás, cuando Moria y él abandonaron Berlín en la plataforma de carga de una camioneta de la Cruz Roja. Ocurrieron tantas cosas durante esos años, que daba la sensación de que habían pasado lustros.

Tardaron varios días en llegar al campo de desplazados. Exhaustos tras tan agotador viaje, franquear la puerta de acceso del campo les provocó encontradas sensaciones. Estaban en un lugar seguro, un lugar donde serían tratados como seres humanos; bueno, en ello confiaban todos los que arribaban al campamento. Un lugar donde nadie les atacaría por ser judíos —allí la gran mayoría lo eran—, un lugar donde tendrían la opción de elegir un futuro. Pero al mismo tiempo, echaban una ojeada a su alrededor y no dejaba de ser el campo de concentración que fue en el pasado más reciente: las alambradas, los barracones, las letrinas... Cierto que no lo gobernaban las temibles SS, pero no dejaban de ser soldados los que lo dirigían, con mucha voluntad y escasos recursos, pero soldados al fin y al cabo.

Se inscribieron como Christian y Moria Fischer —no deseaba que lo relacionaran con el pasado nazi de su padre—, matrimonio y judíos, porque él también era judío, siempre lo fue, por mucho que aquella monstruosa mujer que le tocó en suerte como madre se empeñara en negarlo. Allí pasaron los primeros meses, mientras el mundo debatía el futuro de millares de desplazados que aguardaban resignados que decidieran su suerte. Después, junto a otras cientos de personas, fueron trasladados al primer campo de desplazados solo para judíos, Feldafing, donde el espíritu sionista despertó con ardorosa pasión. Todos ellos se sentían apátridas, desterrados de sus hogares y sus ciudades, repudiados por sus vecinos y conocidos. Deseaban un lugar propio, una tierra donde sentirse en casa, seguros, libres, tal vez, la Tierra Prometida que tan afanosamente preconizaban en sus sermones revolucionarios, aquellos que defendían la idea de un Estado judío independiente.

Una vez instalados en Feldafing, la jerarquía del campo se asentó en las bases sobre las que se crearon los primeros kibutz, colectividades agrícolas donde se fomentaba el trabajo en común para obtener el beneficio de todos, aunque ellos, jamás se acostumbraron a la rigidez de esa jerarquía. Era como volver a estar prisioneros y lo que más anisaban era sentirse libres de una vez por todas, dueños de sus vidas y de sus actos. Pero debían esperar, como el resto.

En Feldafing entablaron amistad con un rabino estadounidense, Robert Aldrich, con el que llegaron a intimar, confiándole finalmente la verdad de sus vidas y las muchas dudas que les embargaban respecto a ese incierto futuro que les esperaba.

Aldrich, además de rabino y soldado, tenía “amigos” fuera del campo.

Unos amigos muy especiales, que podrían ayudarles a salir del país. Pero para ello, necesitaban tiempo y documentos.

Y mientras aguardaban el momento, Christian cumplió su promesa y un domingo algo nubloso y muy bochornoso, Moria y él se casaron por el rito judío, bajo el dosel de la Hupah, con la novia vestida de blanco, con un rabino bendiciendo su unión, bebiendo vino y bailando. Al fin, Moria tuvo la boda con la que siempre había soñado y él, el regalo de boda más hermoso de todos: la feliz noticia de que iba a ser padre.

Tras años sin menstruación por culpa de las penosas condiciones que rodearon su vida, durante mucho tiempo Moria vivió en el convencimiento de que los nazis la habían mutilado como mujer, que la habían secado por dentro y que jamás volvería a ser madre. Cuando en el campo de desplazados le vino el periodo por primera vez después de tanto tiempo, la euforia la embargó y saltando de alegría, rompió a llorar tontamente.

Aarón nació siete meses después. Fuerte, sano y con un asombroso parecido con Adriel. En ocasiones, cuando Moria y Christian contemplaban embelesados a su hijo, ambos creían ver en las dulces facciones de su pequeño, los rasgos inconfundibles de Adriel y una amarga sensación les encogía el corazón.

Los acontecimientos en Feldafing, o se sucedían con excesiva celeridad, o con tediosa monotonía; allí no existía el punto intermedio. Una tarde, el rabino Aldrich les citó en su despacho. Quería hablarles sobre una cuestión que tal vez podía interesarles. Comidos por la curiosidad, le escucharon con suma atención.

El tráfico marítimo ilegal de barcos hacia Palestina, empezó diciendo Aldrich, llevaba funcionando desde antes de acabar la guerra, y la urgente necesidad de los judíos por abandonar Europa y no caer en manos de los nazis, lo reactivó durante la contienda de manera sorprendente. Con la llegada de la paz, el tránsito de barcos no se detuvo, aunque no siempre esos trayectos tuvieron finales felices. De los sesenta buques que lo intentaron, solo seis lograron su propósito sin ser descubiertos por las patrulleras inglesas.

No eran viajes de placer y en ese punto, Aldrich hizo hincapié. Los refugiados judíos pasaban la mayor parte del trayecto, ocultos en las bodegas de los barcos, abandonándolas solo durante la noche y apenas unos minutos. Si lamentablemente eran interceptados, sufrían los violentos asaltos de las embarcaciones británicas, cuyos soldados les trataban con el mismo menosprecio y repulsa que en el pasado les trataron los nazis. En algunas ocasiones, incluso se pudieron contabilizar heridos. Una vez remolcados a puerto, la gran mayoría se veían abocados a un penitente traslado de campo de detención en campo de detención.

Pero en esta ocasión, no se trataba de un viaje ilegal cualquiera. Era un viaje que se recordaría a lo largo de la historia, porque ese y no otro fin tenía aquella travesía: acaparar la atención mundial sobre la desesperante situación en la que estaba inmersa la comunidad judía europea tras la guerra. Las continuas restricciones de la emigración judía a Palestina, donde los británicos adquirían un papel relevante y la excesiva lentitud con la que se debatía la aprobación o no de un Estado judío permanente, tendrían una respuesta de repercusiones inesperadas. Un barco bautizado EXODUS, zarparía del puerto de Sète con destino a Palestina, nada más y nada menos, que con 4.500 refugiados judíos a bordo. Era un viaje plagado de riesgos pero con muchas posibilidades de lograr su objetivo, les expuso Aldrich.

Ahora solo dependía de ellos. Estaban cansados de vivir en comuna, con extraños por todas partes, así que les daba igual, Palestina, Estados Unidos o América del sur, lo único que deseaban por encima de cualquier otra cosa, era abandonar para siempre aquel maldito campo de refugiados. Se miraron durante unos segundos y fueron suficientes para adivinar lo qué pensaban. Sin meditarlo seriamente ni valorar en su justa medida los muchos peligros que implicaba aquel viaje, aceptaron la propuesta de Aldrich.

Pero antes de su partida, tuvieron un grato reencuentro.

Biel, después de luchar en diversos frentes contra ese fascismo que tanto detestaba, una vez la guerra llegó a su fin y fiel a su espíritu aventurero, prosiguió buscando retos con los que exorcizar sus propios fantasmas y olvidar que nada esperaba de la vida. Desde hacía más de un año, trabajaba para una organización dedicada al transporte ilegal de judíos. Se le conocía como “El latino” y por el desgastado macuto que siempre llevaba cruzado a la espalda y del que no se desprendía ni cuando dormía.

Cuando los amigos se reencontraron después de tantos años en el llano terroso de aquel claro del bosque, no acababan de creerlo. Tras unos minutos de tenso silencio, Biel rompió a reír a carcajadas. Plantándose frente a ellos en dos zancadas y sin borrar la sonrisa de su rostro, rodeó a Christian entre sus brazos estrechándole con todas sus fuerzas. Se mantuvieron así largo rato, sin decirse nada. Después, abrazó a Moria con la vehemencia de un hermano besándola efusivamente en la mejilla. Fue entonces, cuando reparó en Aarón. Le recordaba tanto a Adriel, que durante unos segundos, creyó estar en otro lugar y en otro tiempo. Pasados los primeros instantes de desconcierto, se sentaron en el tocón de un árbol y las preguntas surgieron a borbotones. Al cabo de un par de horas, ya se habían puesto al corriente de las muchas y variadas vicisitudes en las que se vieron inmersos desde la última vez que estuvieron juntos. Hubo tiempo para las risas y para los amagos de tristeza; también hubo tiempo para los recuerdos.

Recuerdos que permanecían muy vivos y que aún dolían demasiado.

Antes de que el convoy reiniciase la marcha, Biel se descolgó el macuto y con una sonrisa de oreja a oreja, se lo entregó a Christian.

—Aquí lo tienes. Tal y como te prometí.

Biel, el catalán, había cumplido su promesa.

—Volveremos a vernos —les dijo antes de que partieran.

Moria y Christian le sonrieron convencidos de que así sería.

La aventura del EXODUS fue un completo fracaso, aunque logró acaparar la atención mundial que buscaba. La travesía fue insufrible —no era fácil acomodar a 4.500 personas en un barco sin esa capacidad—, y cuando ya avistaban la costa de Haifa, fueron interceptados por seis destructores británicos que no dudaron en abrir fuego contra el buque, provocando momentos de terror absoluto. El barco se asemejaba a una enorme caja de madera agujereada y se contabilizaron un centenar de heridos y tres víctimas mortales. Los refugiados, aterrorizados, ignoraban qué suerte correrían a partir de ese momento. Amarrados en Por-de-Bouc y tras arduas negociaciones, acabaron desembarcando. Pero la pesadilla no acabó ahí. Distribuidos y reinstalados, primero en buques-hospitales y en campos de refugiados chipriotas después, continuaron siendo la moneda de cambio burocrática de oscuros intereses políticos, económicos y territoriales. Tras meses de conversaciones, reuniones y viajes de dirigentes y mandatarios, acabaron regresando a los campos de desplazados de Alemania. La decepción y el desánimo podía leerse en los rostros afligidos de todos ellos. Aquel peregrinar insufrible al que estaban abocados no parecía tener fin.

Finalmente y pese a los múltiples y constantes escollos, el 29 de noviembre de 1948, el comité de las Naciones Unidas aprueba por 33 votos a favor, 13 en contra y 10 abstenciones, el establecimiento de un Estado judío permanente. Desde ese histórico día, se implantaba en Palestina, la convivencia forzosa de dos estados independientes: el judío y el árabe. Y desde ese día, la milenaria rivalidad de ambos pueblos, empezaría a escribir las páginas más cruentas de su historia. Christian y Moria embarcaron una vez más, pero esta vez, con todos los papeles en regla. Aarón había cumplido dos años y Moria volvía a estar embarazada, aunque ese detalle lo ocultaron de mutuo acuerdo a Aldrich. De lo contrario y por culpa de la maldita burocracia, se habrían visto obligados a posponer el viaje y Moria se estremecía ante la idea de prolongar su estancia en aquel campo de refugiados.

La costa de Haifa se avistaba ya en el horizonte y Christian permanecía inmerso en ese particular viaje en el tiempo. La dulce voz de Aarón tras él, le sacó de su ensoñación.

—¡Papá! ¡Papá!

—¿Estás bien? —le preguntó Moria situándose a su lado.

—¡Estupendamente! —Respondió Christian cogiendo al pequeño en brazos—. Sabes que no teníamos otra opción —le dijo sin apartar la vista del horizonte. —Saldrá bien, ya lo verás. Si estamos juntos, nada tiene por qué salir mal —recostó la cabeza sobre su brazo.

Debido a la tensa y agitada situación que se vivía en Palestina, situación que se agravó tras la declaración del Estado de Israel, la pareja le confió a Aldrich sus temores respecto a ese futuro tan incierto que les esperaba en un país en constante conflicto, plateándole la posibilidad de viajar a cualquier otro lugar si surgía la oportunidad. Pero lamentablemente la oportunidad no se dio y entre escoger continuar en el maldito campo de refugiados o viajar a Israel, optaron por lo segundo. Solo deseaban establecerse por fin en un lugar, e intentar atrapar esa felicidad que parecía esquivarles una y otra vez.

—¡Papá! —gritaba intentando clamar su atención mientras señalaba con sus manitas el revolotear de las gaviotas sobre la costa.

—Sí, cariño —lo miró con desbordado amor—. Son gaviotas, Aarón y nos están dando la bienvenida.

—¡Shí! ¡Shí! —aplaudía Aarón entusiasmado con su media lengua.

Moria los contemplaba a ambos. La felicidad le había devuelto el color a sus mejillas y aquel brillo tan especial a sus ojos verdes.

—Sabes que te quiero, ¿verdad? —le susurró al oído.

—Yo también te quiero con toda mi alma —le robó un dulce beso en los labios—. Por fin seremos felices, Moria. Por fin gozaremos de esa felicidad que tanto nos merecemos.

—Yo solamente seré feliz si continuas a mi lado.

—Eternamente, Moria. Eternamente.