26 Una asesina llamada Odelia
En las últimas semanas de embarazo, Ilse se vio obligada a guardar reposo en cama y Ferdinand, alarmado ante el temor de que surgiera alguna complicación, acordó con sus suegros que durante sus largas ausencias, Ilse se trasladara con ellos. No dudó en contratar una enfermera para que aten-diera a su esposa las veinticuatro horas del día. Además, por nada del mundo deseaba que ese hijo tan deseado se malograse.
Sin embargo, la abnegada enfermera no tardó excesivo tiempo en sucumbir a las maquiavélicas pretensiones de Odelia, que compró su silencio, su colaboración y su alma. Así, que amortizando la inversión que la señora de la casa había hecho en ella, se deslizó por los amplios corredores de la mansión hasta localizarla en uno de los salones. Aproximándose con sigilo, le susurró al oído que frau Rosenbauerg se hallaba indispuesta. Era la señal que Odelia anhelaba desde hacía tiempo. Con el rostro radiante por lo que eso significaba, extrajo del canalillo de su escote un diminuto botellín entregándoselo a la enfermera.
—Veinte gotas. Ni una más, ni una menos —especificó autoritaria—.
Subiré en unos minutos.
Ilse bebió un poco de leche, pero aquella maldita enfermera a la que no soportaba, le obligó a sorber hasta la última gota. Después de la terrible noche que había pasado no le apetecía discutir, así que obedeció.
Aquel insufrible dolor en los riñones que le impidió conciliar el sueño no desaparecía, pero lo que realmente le alarmó, fueron las primeras contracciones que anunciaban el inminente nacimiento de su hijo. Su bebé no había elegido el mejor momento para nacer.
Ferdinand volaba en ese instante de Bielorrusia y aún pasarían horas hasta que aterrizase en Berlín y Otto estaba inmerso en una conferencia en Múnich. Parir sola le aterraba, hacerlo en compañía de su madre, le horrorizaba.
Empezó a notar una extraña somnolencia que acusó a la noche en vela, pero la inesperada irrupción de Odelia en el dormitorio, la sobresaltó. Era tanto el desprecio que sentía por ella, que su sola presencia empeoró su malestar.
—¡Buenos días, hija! ¿Qué tal te encuentras?
—Estoy perfectamente, gracias —le espetó con acritud.
—No es eso lo que me han dicho.
Ilse fulminó con mirada furibunda a la enfermera, sentada en un diván muy cerca del lecho.
—Son las molestias propias de mi avanzado estado.
—He parido dos hijos —caminó hasta los ventanales—. Así que no me digas qué tipo de molestias tienes. Conozco los síntomas que presenta una mujer antes de parir.
Mientras oía a su madre, luchaba contra aquel sopor que la aturdía.
Odelia corrió las cortinas y la luz resplandeciente de una fresca mañana primaveral se adueñó de la penumbra de la habitación. Contempló obnubilada el bello paisaje que le brindaba aquella zona del jardín.
—Tan cierto como este sol que brilla majestuoso dominando el cielo, que es nuestro Führer, Adolf Hitler, quien nos brinda tan espléndido día.
Se llenó de orgullo complaciente pronunciando aquellas palabras. Giran-do sobre sus altos tacones y clavándolos sobre la moqueta color salmón que vestía el suelo, anduvo hasta el lecho.
—Sí, querida Ilse. Nuestro adorado Führer, está dotado de poderes divinos. No en vano, es el Mesías elegido por nuestros antepasados, los Dioses de la desaparecida Atlántida —se sentó muy cerca de la cabecera de la cama— y a él debemos agradecerle tan espléndida mañana. ¡Dichosos aquellos que bautizaron estos días con su glorioso nombre! —exhaló un afectado suspiro.
—Estás completamente loca —le espetó Ilse sin apenas fuerzas—. Deberían encerrarte en la celda de un sanatorio y lanzar la llave al fondo del océano.
—Es posible —su sonrisa ponía los vellos de punta—. Pero los momentos trascendentales en la vida de los hombres, se escriben en días como éstos —acercándose a su hija, le susurró al oído—. Y hoy, es un día trascendental en la vida de los von Fischer.
Con el cuerpo absolutamente aletargado, brincó sobre el lecho cuando una fuerte contracción la sacudió. No supo si fue el miedo que le provocaba la cercanía de Odelia, o que su hijo se afanaba por salir.
—Bien —exclamó Odelia—. Tu bastardo judío está a punto de nacer.
Por fin nos libraremos de él.
—¿Qué...?
Notaba la lengua más gruesa de lo habitual y le costaba enormes esfuerzos hablar con claridad. Su cuerpo no respondía a sus órdenes, se negaba a moverse y la cabeza le daba vueltas. La voz de su madre hablando con la enfermera le llegó de muy lejos.
—Vamos, estúpida —le apremiaba.
—¿Qué... me está pasando? —preguntó desconcertada.
—El compuesto solo te dejará aletargada. No temas, tendrás noción de todo cuanto ocurra a tu alrededor.
—¿Qué... me has hecho?
—Yo, nada. Nora es una profesional muy competente.
—Y... ¿Y esa... jeringuilla?
—Es un preparado para acelerar las contracciones. En unos minutos llegará el doctor Naumman y debes estar preparada.
Intentó zafarse de las manos gélidas de su madre, pero el fármaco que aliñó la leche del desayuno la había convertido en un monigote sin voluntad propia. Notó el pinchazo atravesándole la epidermis y en ese instante supo que estaba indefensa y a merced de la psicópata de su madre y sus maquiavélicos planes. Minutos después, su cuerpo se contorsionaba con cada contracción sin que nada pudiese hacer, siendo incapaz de llevarse la mano al vientre cuando éste se tensaba hasta endurecerse como una piedra. El atolondramiento le impedía incluso gritar, surgiendo de su garganta un imperceptible quejido de dolor.
—Siempre he admirado su puntualidad, herr doctor.
—He venido lo más rápido que he podido, frau von Fischer —respondió una voz ronca desde la puerta del dormitorio—. ¿Le ha administrado el preparado?
—¿Por quién me ha tomado? —parecía ofendida—. Nunca dejo nada al azar.
—Entonces, será mejor que empecemos cuanto antes.
A Ilse las voces le llegaban distorsionadas, ralentizadas, tenía la sensación de que todo a su alrededor se movía a cámara lenta.
—Veamos cómo va esto —dijo el médico hurgando en el útero de Ilse—.
Perfecto, la dilatación se ha completado, podemos proceder sin problemas.
—Espero que la generosa inversión que he hecho en usted, esté a la altura de lo que me prometió —inquirió situándose junto al médico—. ¡No tolero los errores! El médico hizo ver que no había captado la subliminal amenaza.
—Le agradecería que se apartara, frau von Fischer.
En el contrato se estipulaba que estaría presente en todo momento.
—De lo contrario, me será imposible llevar a cabo mi trabajo.
Le molestó aquel toque de atención, aún así, se retiró unos pasos.
—¿Qué... qué es eso? —preguntó aterrada Ilse cuando vio las tenazas quirúrgicas en las manos tembleques de aquel mercenario de la medicina.
—Usted no se preocupe de nada, frau Rosenbauer. Lo que debe hacer a partir de este momento, es empujar con todas sus fuerzas. El resto, déjelo en mis manos. Las menos indicadas, pensó pese al aturdimiento, que por otra parte, empezaba a desaparecer. Se notó más despierta, más consciente de lo que ocurría a su alrededor.
—¡Aparte sus apestosas manos de mí, hijo de puta!
—Frau Rosenbauer, si no colabora, su hijo morirá.
—Morirá igualmente —replicó cerrando las piernas antes de caer extenuada sobre los almohadones.
—¡Maldita estúpida!
Odelia, sumamente airada, se plantó en dos zancadas junto a la cabecera de su hija y alzándola con violencia la sujetó fuertemente por el pelo.
—¡Harás todo cuánto te diga el doctor, o juro que yo misma sacaré a ese injerto aunque sea descuartizándolo!
Un silencio glacial siguió a su amenaza.
—¡Aaaah!
Un grito sufriente surgió de la garganta de Ilse, su rostro se contrajo y guiada por los designios propios de la naturaleza, empujó con todas sus fuerzas.
—Muy bien, lo está haciendo muy bien —le dijo el galeno al tiempo que introducía por su dilatado útero los fórceps que facilitarían la expulsión del bebé.
Ilse notó el frío contacto del aparato arañándole las paredes de la matriz y la desastrosa manipulación del instrumento en las inexpertas manos del médico, convirtieron su dolor en una auténtica tortura. Tiempo después, descubriría que aquel hombre sin ética ni principios, había sido expulsado de la Facultad de Medicina dos años antes de licenciarse como médico. Su debilidad por el alcohol le incapacitaba para ejercer una profesión tan digna.
—¡Dios mío! ¿Qué diablos está haciendo? —se quejó contraída por el dolor y con la sensación de que le arrancaban la carne a tiras.
—¿Va todo bien, doctor? —preguntó una Odelia visiblemente irritada ante la inhabilidad del médico en su tarea.
—Sí, acabaré enseguida —aseveró pugnando por dominar un instrumental desconocido para él y del que apenas tenía nociones de uso.
Odelia, inmune a los berridos desgarrados de su hija, empezaba a impacientarse. —Ya lo tenemos aquí —profirió aliviado el médico cuando asomó la cabeza del bebé sujetada por aquellas enormes tenazas; segundos después, un llanto infantil se dejó oír en el dormitorio.
—Deme a mi hijo —le pidió una Ilse desfallecida.
Pero Odelia fue más rápida. Tras aguardar que la enfermera seccionara el cordón umbilical y la envolviera en una toalla, se la arrebató, observándola con profunda aversión.
—Es una repugnante judía.
Una niña. Calev y ella habían sido padres de una niña.
—Dame a mi hija, madre —su voz fue un ruego suplicante.
—¿Tu hija? —Su voz estaba llena de desprecio—. ¡Tu hija está muerta!
—¿Qué vas a hacer, madre?
Intentó levantarse, pero los restos de fármaco que aún corría por sus venas y el esfuerzo del parto, la habían dejado extenuada; apenas se sostenía sobre sus adormecidas manos.
—¡No te atrevas a tocarle un pelo!
—Nunca debiste concebir un subhumano —su mirada refulgía de un pavoroso brillo asesino—. Este es el castigo a tu imperdonable pecado —extendió la mano y la enfermera le entregó una jeringuilla.
—¡No, madre! ¡No hagas eso, por favor!
A duras penas se arrastró sobre el lecho. Su camisón ensangrentado se le enrolló entre las piernas, cayendo de bruces sobre la moqueta. Apoyándose en las manos, alzó la cabeza y la escena que presenció le pareció espeluznante: la enfermera, atareada ordenando el botiquín como si allí nada ocurriera y el médico, con las mangas de la camisa remangadas, sudando como un cerdo y bañando su inexistente ética moral en el engañoso calor del coñac de una petaca plateada. A pocos pasos de ellos, su madre, con la recién nacida en brazos, de la que apenas podía apreciar el perfil de su diminuto rostro y con aquella maldita jeringuilla en la otra mano acercándose peligrosamente al pequeño brazo de la niña que lloraba sin cesar.
—¡Nooo, madre! ¡Nooo!
—Espero que sea tan efectivo como aseveró —Odelia ignoró las súplicas llorosas de Ilse.
—El Luminal es de efectos casi inmediatos. El bebé no sufrirá —le comunicó el médico antes de dar otro trago al coñac.
—¡Nooooo...! —Ilse se arrastraba por la moqueta en un intento desesperado por detener el abominable crimen que su madre iba a cometer.
—He rogado con tanto fervor al Führer para que complaciese mi deseo de ver llegar este momento —parecía haber entrado en trance—. Puedo sentirme afortunada, pues mis ruegos han sido generosamente atendidos.
—¡Detente, loca chiflada! —gritó sujetándole las piernas en un intento por desestabilizarla.
—Suéltame, desgraciada —profirió zafándose de las manos de su hija con una patada que impactó en su rostro macilento—. Nadie me privará de este placer. Con los ojos desencajados por el odio más visceral, clavó la aguja en el brazo de la pequeña y con una sonrisa diabólica dibujada en su pérfido rostro, observó complacida como el líquido mortal se filtraba en el cuerpo indefenso de su nieta. El grito desgarrado de Ilse terminó por agotar sus exiguas fuerzas y superada por la situación, se desmayó quedando tendida sobre la moqueta. Cuando despertó, yacía de nuevo en la cama. Pero curiosamente, las sábanas estaban impolutamente limpias, igual que su camisón y ella misma.
El médico no se veía por ninguna parte, sin embargo, su madre continuaba en el dormitorio, acomodada en el diván situado frente a la cama, sonriéndole con descarada perversidad.
—¿Qué tal te encuentras?
—¡Fuera de mi habitación, maldita loca!
—Una recomendación —le advirtió—. ¡Cálmate! Tu esposo llegará en cualquier momento y no es aconsejable que te encuentre en plena crisis histérica.
Ilse deseaba estrangularla con sus propias manos, apretar su cuello hasta oírlo crujir y mirarla directamente a los ojos mientras observaba complacida como se le escapaba la vida. Pero no tenía fuerzas. Su cuerpo estaba dolorido por dentro y por fuera. Igual que su alma. ¡Su hija! ¿Dónde estaba su hija?
—¿Y, mi bebé? ¿Dónde está mi bebé?
Odelia, con una indicación de mano, ordenó a la enfermera que se acercara. Ilse vio como se inclinaba sobre la dormilona y cogía un bulto envuelto en una manta blanca. Era la manta que vestía la cuna de su pequeña. Y el bulto, su hija.
—Aquí tienes a tu bebé —su maldad no conocía límites—. Así exactamente es como debe encontrarte tu esposo: deshecha por la lamentable muerte de vuestra hija y llorando amargamente su pérdida mientras la acurrucas en tus amorosos brazos.
Ilse fijó sus ojos anegados en lágrimas en el rostro blanquecino y sin vi-da de la niña, acariciándolo como si la pequeña pudiese sentir sus dedos rozándole la piel. Un dolor indescriptible la partió el pecho en dos, desgajándola como un retal roído. Con extrema ternura, besó su frente gélida.
—No tienes de qué preocuparte, ha sido una muerte rápida —la frialdad que mostraba hablando de su crimen era pavorosa—. Después de todo, esta basura tendrá la fortuna de ser enterrada en un panteón ario.
—¡Lárgate de mi vista, o juro por Dios que esta familia celebrará dos funerales! ¡El de mi hija y el tuyo! —le gritó con los ojos fuera de las órbitas.
—No me impresionas, querida —replicó impasible sentándose a la cabecera de la cama—. Y si no deseas que me encargue personalmente de ingresarte de por vida en un sanatorio de tarados mentales, te sugiero que mantengas la boca cerrada —miró con aire insolente su reloj de oro de pulsera—. En unos minutos, Ferdinand llorará contigo.
—Eres una pécora perversa y depravada, pero no te saldrás con la tuya.
No me importa acabar mis días rodeada de chalados. Llevo años conviviendo con la más loca.
—Ferdinand no te creerá.
Lo cierto, es que Ilse tenía sus dudas; su esposo adoraba a Odelia.
—Yo en tu lugar, no cometería semejante imprudencia —le sugirió.
—Solo mirarte produce terror. Tu rostro tiene algo diabólico, imperceptible a simple vista, pues lo ocultas con magistral astucia. Pero quiénes te conocemos, sí somos capaces de verlo —Ilse movió la cabeza de un lado a otro—. ¡Qué Dios tenga misericordia del que se atreva a subestimarte!
—Lástima que Ulrika no me creyese cuando le hice la misma advertencia.
—¡Eres una psicópata! —acababa de descubrir quién se ocultaba tras los asesinatos de la vidente y su sirvienta.
—Y estás en mis manos —sentenció—. Si hubieses sido más selectiva con tus amantes, más exigente, nada de esto habría sucedido. Y ya que no pude evitar que ese sucio judío te preñara, me vi en la obligación de poner fin a la vergonzosa afrenta que cometiste revolcándote como una fulana con ese subhumano. Deshonraste a esta familia mancillando nuestro apellido con tu indecorosa actitud.
—Reniego de esta familia y de este apellido, y te maldigo, sádica demente. ¡Ojalá te quemes en el infierno!
Unos golpes en la puerta, las sobresaltó. Un par de segundos después, asomó la cabeza del mayordomo.
—¡Adelante! —le ordenó Odelia.
El sirviente caminó por el dormitorio como si levitara y una vez junto a su señora, le susurró unas palabras al oído.
—Bien, dígale que nos encontrará aquí. Puede retirarse —fijó sus ojos claros en Ilse—. Tu esposo acaba de llegar. Ya sabes lo qué tienes que hacer.
—¡Recuerda esto, madre! —la sujetó con fuerza por el brazo clavándole las uñas—. ¡Me encargaré personalmente de que pagues por todos tus crímenes!
Liberándose de la garra de su hija y haciendo caso omiso a sus bravatas, se dispuso a iniciar su ensayada actuación.
Ilse clavó sus ojos encendidos en odio en la figura patética de su madre.
Era una sádica despiadada incapaz de albergar sentimientos nobles en su alma ennegrecida y putrefacta. Juró mirando a su pequeña, que invertiría el resto de su vida en idear la manera más atroz de destruirla.