16 La drástica decisión de Lea

Desde aquel aciago 9 de noviembre, Biel vivía prácticamente en casa de los Shein permanentemente pegado a la cabecera de la cama de su novia, atento a cualquier síntoma, a cualquier movimiento, al mínimo gesto de vi-da en aquel cuerpo inerte que se diferenciaba de los cadáveres porque le latía el corazón. Encerrada en un mundo de doliente silencio, Lea era una muñeca rota sin ánimo de seguir viviendo y que sumida en un abandono voluntario, se estaba dejando morir en vida. Con las facultades mermadas, requería ayuda para todo y nada parecía motivarla.

Esa cercana convivencia, le permitió al médico catalán, advertir una serie de síntomas que le preocuparon. Cuando finalmente confirmó sus sospechas, el embarazo de Lea se hallaba en un estado muy avanzado y un aborto era del todo inviable, pero cabía la posibilidad, de que una vez diese a luz, Iacovv confiara el niño a una institución de huérfanos. Aquel bebé significaría un tormento añadido al lamentable estado de Lea, una tortura innecesaria. Ese niño sería el recuerdo viviente de la abominable violación y por qué no admitirlo, también supondría una mortificación para él, cuando mirase a ese pequeño que en otras circunstancias hubiese sido suyo. Pero no contó con Iacovv, que pese a sobrecogerse cuando supo la noticia de que su hija estaba embarazada, se negó a escuchar los argumentos de Biel, aún sabiendo que el joven actuaba de buena fe, alegando que aquella criatura, pese a ser fruto de un acto deleznable, no dejaba de ser una víctima más de aquellos mal nacidos. Además, le recordó que ese bebé también era un Shein, sangre de su sangre y que ya una vez cometió el imperdonable error de entregar a uno de los suyos a quiénes prometieron velar por él y ni siquiera podía visitarle en el cementerio. No volvería a equivocarse.

Debido al lamentable estado de la joven y por temor a posibles complicaciones, Biel y Christian juzgaron oportuno que por el bien de ambos, la madre y el bebé, lo más aconsejable era adelantar el parto y practicarle una cesárea.

Lea no fue consciente en ningún momento de nada de lo que ocurrió a su alrededor, retornando una vez recuperada, a ese mutismo que tanto daño causaba a su novio y a su padre. El hombre, en su desesperación, le llevó al pequeño en varias ocasiones, en el intento vano de provocar en ella una reacción, aunque fuese de rechazo, pero una señal, un gesto, un gruñido que le indicase que se-guía viva. Ya no le bastaba con oír su respiración. Necesitaba recuperar a su hija, a la Lea alocada, dicharachera, impulsiva, orgullosa, cariñosa, dulce... La Lea que salió por la puerta de su casa la mañana del 9 de noviembre y no regresó jamás.

Eran raras las veces que Lea estaba sola en casa; temían que despertase de aquel túnel del olvido y los recuerdos le golpearan brutalmente empujándola a cometer un despropósito. Pero en las raras ocasiones que eso ocurría, la dejaban dormida fuertemente sedada. Así, que aquella mañana como tantas otras, Iacovv dejó a su nieto en la cuna, se cercioró de que su hija dormía y salió de casa —necesitaban provisiones—, sin imaginar la tragedia que se desataría en su ausencia. Mientras caminaba cabizbajo por las calles fantasmales de aquel barrio más vacío cada día lamentándose por no haberse podido despedir de los Fresser, su nieto se despertaba. Fue el inicio del fin de la familia Shein.

El llanto del niño despertó a su vez a Lea, traspasando los tabiques del dormitorio y la joven, sobresaltada por aquel llanto que no reconoció, sufrió un súbito brote de memoria y el horror de aquella noche regresó a su cabeza con una nitidez espeluznante. Con la mente confundida por los efectos del fuerte sedante y por su propio desvarío, donde pasado y presente discurrían sin orden ni concierto, abandonó su habitación dirigiéndose directamente al dormitorio de su padre donde el pequeño lloraba con todas sus fuerzas. Parada frente la cuna, miró al bebé fijamente, aunque lo cierto, es que sus ojos vidriosos no eran capaces de distinguir nada, solo imágenes distorsionadas, rostros que le provocaban pavor y carcajadas que le acribillaban los tímpanos. Sin ser consciente de sus actos, tomó un cojín de la cama y cubrió la carita del pequeño presionando con todas sus fuerzas. Bastaron unos segundos para que el silencio se adueñase de nuevo de la habitación y ese silencio fue devastador. De repente, todo se iluminó, disipándose la confusión en la que bullía su mente y la cruda realidad le abofeteó violentamente. Consciente de su crimen una vez los recuerdos se ordenaron en su cabeza y todo regresó a su dimensión real, se asustó de su propia monstruosidad y salió del dormitorio horrorizada.

El rostro de Iacovv palideció, cuando a su regreso encontró la puerta de la casa abierta. Demudado, dejó los paquetes sobre el butacón de la entrada y caminando lo más deprisa que sus artríticas piernas le permitían, fue a la habitación de su hija hallándola vacía. La ansiedad empezó a apoderarse de él y con el peso de la culpa por haberla dejado sola aplastándole el pecho, la buscó por toda la casa, topándose con la amarga realidad cuando abrió la puerta de su dormitorio.

Absolutamente desecho, retiró el cojín, cerciorándose entre lágrimas que el pequeño había dejado de respirar. Le besó dulcemente la frente antes de cubrirle por completo con la colcha. Arrastrando los pies, anduvo hasta el recibidor y con el mismo abatimiento, telefoneó a Biel. Minutos después, el catalán junto a Christian, llegaban a casa de los Shein. Moria y Adriel les acompañaban.

Iacovv, sentado en su vieja mecedora y derrumbado en su propia postración, les resumió lo ocurrido y la preocupante huída de Lea.

La noticia les sobrecogió, pero tras unos instantes de desconcierto y superado el primer impacto, se olvidaron de las lamentaciones, centrando sus esfuerzos en localizar a Lea antes de que cometiese una locura irreparable. Le preguntaron a Iacovv si tenía idea de a qué lugar podía haber ido.

—La zapatería —anunció de repente Biel llevado por un angustioso presentimiento.

Después del progrom del 9 de noviembre, Iacovv, al igual que el resto de la comunidad judía, no solo perdieron sus negocios, contemplaron impotentes, como sus escasos bienes eran embargados por el gobierno ante la imposibilidad de pagar la astronómica multa que se les impuso como indemnización por los destrozos ocasionados durante los disturbios, acusándoles de haberlos iniciado.

Pero Iacovv, llevado por la melancolía y por la esperanza de recuperar algún día su zapatería, conservó una copia de las llaves.

—Será mejor que vaya con él —dijo Christian.

Moria y Iacovv lo hicieron tras ellos; el viejo zapatero apenas tenía fuerzas para dar un paso.

Biel apareció en la zapatería jadeante, casi sin resuello, topándose con la inquietante sorpresa de que la puerta estaba abierta de par en par. Un pálpito de calamidad le atenazó el pecho. Con el alma encogida por culpa de aquella angustiosa sensación, se precipitó en el interior gritando el nombre de su novia sin hallar respuesta a su desesperado reclamo. Aquel asfixiante pálpito le obligó a girar la cabeza hacia las desgastadas cortinas del almacén y la sensación de tragedia se hizo más intensa. Con la esperanza de que aquel estremecimiento que le sacudía el corazón fuese solo motivado por sus propios miedos, caminó medroso y corrió la cortina. Entonces, su estómago se revolvió y su respiración se paralizó. Necesitó pestañear repetidamente para cerciorarse que la espantosa imagen que se proyectaba ante él, no era la cruda y despiadada realidad.

—¡Leaaaaaaaa...!

Vociferando su nombre con el aullido gemebundo de un animal herido de muerte corrió hasta ella.

Lea, con su camisón blanco, colgaba de una soga enlazada en una de las vigas del ennegrecido techo. La sujetó por las piernas, alzándola en el intento vano de salvarle la vida.

—¡Vamos, Lea! ¡Échame una mano! —le pedía como si la joven pudiese oírle.

Sus gritos clamaron la atención de Christian y cuando el médico llegó al almacén, el dolor le mostró su cara más amarga. No podía ser cierto, se decía.

Aquello no podía estar ocurriendo.

—¡Christian...! ¡Por Dios! ¡Ayúdame! —era un ruego desesperado.

Ahogando el nudo que le oprimía la garganta, ayudó a su amigo. Una vez tendida en el suelo, Biel se apresuró a reanimarla, primero con el boca a boca, después, golpeándole el pecho para resucitar su corazón inerte. No dejaba de llamarla, de repetir su nombre una y otra vez, bebiéndose con cada suspiro sus propias lágrimas.

—Biel...

Christian intentó captar su atención.

—Biel... Biel...

El joven no le oía, ni a él, ni nada, inmerso en el estéril intento de recuperar la vida que Lea dejó mucho antes de aquella mañana, cuando decidió apretar el nudo de la soga que Adler y sus secuaces le pusieron alrededor del cuello la noche que la violaron.

—Biel, escúchame, por favor —le sujetó fuertemente por los brazos obligándole a mirarle a los ojos—. No hay nada qué hacer —su voz se había suaviza-do—. Lea está muerta.

—¡Nooo...! ¡Aún es posible!

—Biel...

—Sé... sé que puedo conseguirlo —insistía aún siendo consciente de la realidad. —Basta, por favor —le suplicó—. No te hagas más daño.

Superado por los dramáticos acontecimientos, el catalán se abandonó en los brazos de Christian. El hombretón de apariencia ruda, no era más que un chiquillo con el alma despezada, necesitado de consuelo para su destrozado corazón. Nunca antes sintió sufrimiento tan doloroso, tan desgarrador. Los garfios del infortunio se aferraron a sus carnes rasgándole de arriba abajo.

Inesperadamente, apartó con brusquedad a Christian, apresó a Lea entre sus brazos, la pegó a su pecho y en un balanceo penitente, empezó a suplicarle que tornara a la vida, que regresara junto a él.

Lea, desperta... amor meu, torna amb mí... téstimo5 —la besaba, le acariciaba, notando su piel aún caliente pese a su cuerpo rígido—. ¡Nooo...!

¡Nooooooo...!

Vociferó dominado por una ira doliente, cuando finalmente aceptó la terrible realidad que suponía la muerte de la mujer que amaba. Una pesadilla tan real como trágica de la que nunca despertaría.

—¡Papá!

Desbordados por el fatídico hallazgo, ninguno de ellos advirtió la presencia de Iacovv y Moria, hasta que Christian oyó la dulce voz de Adriel llamándole.

Sus ojos azules anegados en lágrimas, se encontraron con el inocente rostro de su hijo y con las caras lívidas de su esposa y del zapatero contemplando la dramática escena. Secándose las lágrimas con el antebrazo, dejó que su amigo desahogase su inconsolable aflicción; él ya no podía hacer nada más. Andando cansadamente, se reunió con Moria, que sofocaba el llanto en gemidos compungidos. La rodeó con sus musculosos brazos y la dejó llorar.

Mientras el dolor se extendía por todos los rincones de aquel desangelado almacén, Christian echó una última ojeada y no pudo evitar que el llanto le superase.

La tenue luz de la amarillenta bombilla que colgaba del techo, dotaba al escenario de un ambiente de dramatismo absoluto. El olor enrarecido de moho y polvo se filtraba por los poros de la piel, llegándose a notar en el paladar ese acre sabor a muerte. Abandonó el almacén junto a su mujer y su hijo, el aire allí se hacía cada minuto que pasaba más irrespirable.

A la mañana siguiente, el 23 de agosto de 1939, Iacovv Shein enterraba a los dos únicos miembros de su familia que le quedaban: su hija y su nieto. Arropado por el cariño sincero de Moria, Christian y Biel, susurraba su particular Kadich de duelo, convertido en una letanía doliente. Más envejecido que el día anterior, se mantenía arrodillado frente a las tumbas.

Daba la sensación de que el día quiso acompañarles en tan luctuoso ritual, pues aquel miércoles, el cielo despertó revuelto y pintado de una extraña mezcla de colores: gris plomizo, rojo, negro, ocre... Una espeluznante acuarela que transmitía malos presagios. El silbido del viento filtrándose entre las finas hojas verde oscuro de los cipreses, anunciaba agua y truenos.

—Está a punto de llover. ¿Por qué no se viene con nosotros? —le preguntó Moria que no deseaba dejarlo solo.

—Os agradezco todo cuanto habéis hecho —intentó en vano brindarles una sonrisa—. Pero me gustaría quedarme a solas con mi familia. ¿Lo entendéis, verdad? —los jóvenes asintieron—. Gracias.

Respetaron su deseo, pero en la mente de todos rondaba la misma y desalentadora idea: que el viejo Iacovv no demoraría mucho el momento de reunirse con los suyos.

Aquella misma mañana, a muchos kilómetros de allí, en el sur de Baviera, en las salvajes montañas de Bertesgaden, se alzaba el castillo que Hitler utilizaba como refugio y donde solía reunirse con sus generales y sus más íntimos, entre ellos, la familia de su amante Eva Braun, que se beneficiaban de todos los privilegios que les otorgaba su proximidad familiar con el Führer.

Mientras contemplaba el salvaje paisaje de los Andes apoyado en la balaustrada de una de las amplias terrazas que circundaban el castillo, el canciller alemán discurría sin pensar en otra cosa, en los cercanos y próximos acontecimientos que cambiarían el rumbo de la historia de Europa. La confabulación de un siniestro plan que justificase una respuesta bélica a un supuesto ataque armado extranjero, debía llevarse a cabo en el más absoluto secretismo. El Ministerio de Propaganda, partícipe en la conspiración, se ocupó de manera eficiente, de que la prensa alemana reforzase la falsa teoría respecto al peligro real de una invasión militar polaca. Falsa informaciones magistralmente manipuladas, se plasmaban en inquietantes titulares que alertaban de manera alarmante de las intenciones belicistas del gobierno polaco. La Gestapo y el Servicio Secreto, se encargaron de corroborar las falsedades vertidas por Hitler y su harén de ambiciosos colaboradores. La inquietud que dominaba al dictador, se debía entre otras cosas, a la cercanía de ese día, cuando el mundo entero comprobase al fin la supremacía del ejército alemán, y a la falta de noticias del enviado oficial de gobierno alemán en Rusia y que en su nombre, estamparía su firma en un documento secreto donde se determinaban los acuerdos de ambas potencias en una demoníaca alianza entre Stalin y Hitler.

A escasos metros de su posición, un escogido grupo de íntimos degustaban pastas y té en un ambiente desenfadado. Entre tan selectos invitados, se encontraban Otto y Odelia von Fischer.

Odelia se fijó en el rostro contraído de Hitler, en su semblante preocupado. Ignoraba qué podía provocar aquella desazón en un hombre con su carisma y su poder. Otto se acercó a su esposa y disculpándose con el resto de invitados, la llevó a un aparte donde poder hablar en privado.

—Me complacería enormemente, que dejases de ponerme en evidencia —la fulminó con mirada severa.

—¿A qué viene esa estupidez?

—Todo el mundo se ha dado cuenta de tu descarado coqueteo con el Führer, y ese comportamiento está violentando a frau Braun... y a mí —recalcó frunciendo el ceño.

—Así que ahora, esa insignificante secretaria, es frau Braun —rompió a reír en escandalosas carcajadas.

—Estás llamando la atención. ¡Mantén la compostura, maldita sea! ¡Me estás avergonzando! —farfulló entre dientes sumamente enojado.

—¡Oh, disculpa! —replicó en tono burlón.

—Si por un solo instante llegó a imaginar su inadecuada actitud, te juro por mi honor, que te habría encerrado con llave en la bodega hasta mi regreso.

—Ignoraba que admirar al hombre más importante de Alemania, fuese una actitud inadecuada —repitió con retintín.

—No estamos en posición de llamar la atención. Suerte que esta misma noche regresamos a Berlín —resopló intentando dominarse—. Así que por favor, hasta entonces, compórtate como es debido.

—Y, ¿cómo se supone que he de comportarme según tu adecuada actitud?

—¡Cómo una verdadera dama y no cómo una furcia de los bajos fondos!

Odelia fue consciente del enojo furibundo que Otto intentaba disimular en presencia del resto de invitados. Convino que lo más sensato no era enfurecerle más, aunque de buena gana le habría respondido como merecía.

—No temas, querido. A partir de ahora, mi comportamiento será modélico —se alejó en dirección al rincón más bullicioso de la terraza.

Cuando decidió ir tras su esposa evitando así murmuraciones innecesarias, pasó muy cerca del Führer y observó a una extraña mujer con acento húngaro, que con el rostro tenso y pálido, le hablaba al canciller.

—¡Heil Hitler! —Saludó la desconocida invitada—. Con su permiso, Mein Führer. ¿Ha mirado el cielo?

El dictador se mantenía impertérrito en una de sus típicas poses.

—Esto en un mal presagio —continuó la mujer—. Veo sangre y más sangre. Destrucción, muerte y sangre... ¡Mucha sangre!

—Sí ha de ser así, que sea ahora —sentenció Hitler con los ojos desencajados y el cabello revuelto a causa del ligero viento que soplaba ese día.

Otto no pudo evitar sentir un escalofrío recorriéndole la columna vertebral tras oír tan macabra sentencia. Desconocía las maquinaciones urdidas en la trastienda del gobierno, para convertir en horrenda realidad los nefastos augurios de la misteriosa mujer.

Mientras su esposa se regodeaba de los recuerdos de aquellos dos días inolvidables, en la cabeza de Otto se repetía una y otra vez, la concisa pero inquietante conversación de Hitler con la que parecía una de sus más ilustres invitadas.

El avión privado del dictador que los llevaba de regreso a Berlín, se deslizaba sobre las rosáceas nubes que anunciaban la inmediatez de la puesta de sol. Lo que debieron ser un par de días de relax y asueto, se convirtieron en un martirio insoportable. Su querida esposa colaboró con ahínco en generar su malestar, convirtiéndose en el centro de atención por su descocado coqueteo con el Canciller y su manifiesto desprecio a su amante. Pero además de incomodarle la inapropiada actitud de Odelia, la desazón le acompañó en todo momento, ante el temor de que alguno de los invitados, en un ejercicio de cortés chismorreo, hiciese preguntas impertinentes respecto a la desconocida vida de su primogénito, completamente apartado de la vida social de los von Fischer y que él intentaba mantener en el más absoluto de los secretos. Agotado, suspiró recostándose sobre el cabezal del asiento. Debía hallar el modo de acabar con aquello de una maldita vez. Cerró los ojos y a los pocos minutos, cayó rendido en un sueño reparador que lo mantuvo alejado de cualquier preocupación durante todo el trayecto.

Tras el trágico fallecimiento de Lea, la vida de su padre, de su novio y de sus amigos, no volvió a ser la misma.

Iacovv no mostraba empeño en rehacerse de los atroces golpes que habían azotado con crueldad su vida. Definitivamente rendido al infortunio, se aisló del mundo resignándose a morir lentamente, librándose al fin del dolor y el sufrimiento.

Biel tampoco volvió a ser el mismo. Se encerró en su habitación durante días y solo salía de ella para comer o ir al baño, aunque procuraba no tropezarse con sus anfitriones.

La pareja, impotente y purgando su propio dolor, lo intentaron todo para aliviar su pesar y levantar su decaído ánimo, pero nada le motivaba. Parecía haber muerto con Lea.

Una mañana, Moria y Christian despertaron con la sorpresa de la marcha del joven catalán. Una carta sobre la mesa principal, fue todo cuanto dejó como despedida.

Moria la leyó en voz alta con la voz rota por el llanto.

“Amigos, espero que no me consideréis un cobarde por marcharme igual que los furtivos, a hurtadillas y sin despedirme de vosotros. Los tiempos que corren son duros, en la consulta ya no hay tanto trabajo como antes, las provisiones empiezan a escasear y a fin de cuentas, soy el inquilino. Así, que ha llegado el momento de seguir vagando por el mundo, como era mi intención hasta que conocí a Lea.

Ella fue como un torbellino de aire fresco inundando mi corazón. Puso mi vida del revés, revolucionando mis ideas y mis pensamientos, y como vosotros, nos enamoramos perdidamente y planeamos formar un hogar, tener hijos, ser felices; aunque lo mío me costó convencerla. La conocíais mejor que yo.

El amor es hermoso, si, pero también supone dolor. Un dolor que no sé si podré superar. Supongo que el tiempo me ayudará a cicatrizar esta profunda herida que tengo en el corazón. Pero de momento, necesito alejarme de cualquier lugar o persona que me haga recordarla más de lo que ya la recuerdo.

¿Quién sabe...? Tal vez volvamos a encontrarnos en el futuro, o quizás, no nos veamos nunca más. En cualquier caso y hasta entonces, os deseo lo mejor. Sois dos personas estupendas y os merecéis que la vida os recompense por ello.

No soy el más indicado para dar consejos, pero tenéis un hijo que merece vivir en un lugar donde el odio no sea una consigna nacional. Meditadlo, yo en vuestro lugar lo haría. Aunque lo mejor para todos, sería que Hitler y sus secuaces desapareciesen del mapa. Así todo volvería a la normalidad y tus padres, Moria, podrían regresar. En fin, actuad como lo creáis adecuado.

Por mi liquidación no te has de preocupar. Vosotros necesitáis ese dinero más que yo. Una vez más, cuidaros.

Adéu!