6 La delación de Adler

20 abril 1933

La jornada del aniversario del Führer, se despertó con la euforia exaltada de afiliados, partidarios y acólitos. Las calles del país se engalanaron de símbolos nazis, emblemas, esvásticas, pancartas... La omnipresente imagen de Hitler podía contemplarse en todas las calles y plazas del país. Festejos y conmemoraciones celebraban por toda la nación la onomástica del Canciller alemán.

Una de esas ceremonias tuvo lugar en el castillo de Himmler, en Westfalia, y uno de sus protagonistas: Adler Kindmüller. Orgulloso y marcialmente erguido junto a sus compañeros de promoción, esperaba ansioso el último acto sagrado que le abriría las puertas del selecto grupo de Guerreros Germánicos, tal y como les llamaba su Comandante en Jefe, el Reichsführer Heinrich Himmler.

Siendo como eran la elite guerrera del partido, los que garantizarían la pureza y la perennidad de la raza aria, se les animaba a engendrar hijos, incluso se les incitaba a una poligamia velada pero plenamente aceptada. El deber patriótico de todo SS, consistía en aportar a la nueva nación un promedio de cuatro hijos; y las mujeres alemanas que superaban esa cifra natalicia, eran condecoradas por el partido.

Las SS fueron creadas en un principio para la protección personal del Führer, aunque con el paso del tiempo y a medida que el nazismo se consolidaba, todo el organigrama del movimiento acabó subyugado bajo el poder absoluto de las SS. Como apasionado de la astrología y el ocultismo, Heinrich Himmler, su máximo jefe, adoptó como signo cabalístico la runa SIG doble, incluyendo el aprendizaje del abecedario rúnico, lengua antiquísima del pueblo germano, en el adiestramiento de los cadetes. Esos jóvenes representaban el futuro de la nueva y sublime Germania, la primera piedra de un gran imperio que postraría el mundo a sus pies. Había llegado el momento de que los jóvenes, en posición de firmes, con el brazo derecho alzado y los tres primeros dedos de la mano izquierda apuntando hacia arriba, se dispusieran a formalizar el juramento definitivo, que como un lazo maldito, les mantendría ligados hasta el fin de sus días con el dogma nazi.

¡...Yo te juro Adolf Hitler, Führer y Canciller del Reich, fidelidad y vasallaje. Te prometo solemnemente, lo mismo a ti que a los que me has dado por jefes, obediencia hasta la muerte, con la ayuda de Dios...!

Ya como miembros oficiales de las SS, recibieron de mano del mismísimo Himmler, los presentes que les diferenciaban del resto de grupos paramilitares del partido. El sello, con su macabra inscripción: una calavera y las letras SS, y la daga, en cuyo mango figuraban grabados los símbolos del cuerpo: la esvástica, el águila y una hoja de laurel.

Adler, esbozando una amplia sonrisa de satisfacción en su cuadrado rostro, contemplaba con un brillo de malsano regocijo en sus ojos claros, su uniforme, las insignias y los presentes. Las aletas de su ancha nariz se agitaban a causa de la excitación. Estaba sumido en un trance de euforia desbordada.

Alzó un instante la vista echando rápida una ojeada a su alrededor. A pocos metros frente a él, descubrió entre las cabezas de algunos de los asistentes, el perfil distinguido de su padrino Otto von Fischer hablando animadamente con su buen amigo Heinrich Himmler. Le devolvió el saludo con la mano al tiempo que sonreía fugazmente, esperando ansioso la oportunidad de poder reunirse a solas con él. Le había llegado cierto soplo, que hablaba de la clase de mujeres que en los últimos tiempos le gustaba frecuentar a Christian von Fischer y no veía el momento de decírselo a Otto. Se recreó imaginando el rostro furibundo de su padrino cuando recibiera la noticia y la airada reacción de éste ante la grave ofensa de su hijo, y no pudo evitar esbozar una malvada sonrisa. Nada podía proporcionarle más placer que la caída en desgracia de Christian, su más encarnizado enemigo. Le odiaba con todos los sentidos de su ser, envidiaba su posición, su familia, su suerte en la vida y desde que eran niños, deseó ser él, Christian von Fischer, el hijo de Otto von Fischer, el heredero, el favorito, ese hijo que Christian nunca quiso ser. De ahí su afán por congraciarse con Otto, por ganarse su favor, su confianza, buscando conquistar un lugar que no le correspondía pero que siempre anheló, pues tenía la firme convicción, de haber nacido para ocupar un puesto de mucho más abolengo. La envidia que durante años alimentó su alma se tornó en cólera, la cólera en rencor y el rencor en un odio a muerte. La otra razón después del nacionalsocialismo que movía la vida de Adler, era su vehemente deseo de ver morir a su más odiado enemigo, y a ser posible, con el mayor de los sufrimientos y con sus propias manos. La voz de Otto le devolvió a la realidad.

—¡Adler! —le saludó efusivamente.

—¡Herr von Fischer! ¡Un placer verle aquí y un honor para mí contar con su presencia en un día tan importante!

—No me habría perdido tu graduación por nada del mundo. Después de todo, no dejas de ser mi obra, mi proyecto —le sonrió con aire perverso.

—Sé que todo lo qué soy, se lo debo a usted, herr von Fischer —aseveró cuadrándose—. Por esa razón y por el sincero aprecio que siento por usted y por su familia, no puedo callar por más tiempo, una información que pese a ser un mero rumor, de ser cierta, menoscabaría la reputación del apellido von Fischer y les pondría en serio peligro a todos ustedes —guardó un calculado silencio—. Y lo más lamentable, es que el rumor lo ha provocado su propio hijo.

Otto se puso en alerta de inmediato. No era hombre de exteriorizar sus emociones, pero Adler pudo ver como la inquietud se apoderaba del espíritu de su padrino, lo que le provocó un insano regocijo.

—Nunca he dado pábulo a vulgares chismes de cervecería —alegó intentando conservar su flemático temple.

—Pero en esta ocasión debería escucharme, herr von Fischer. Después, juzgue usted mismo.

—Muy bien. Ilústrame... —le invitó mientras sacaba del bolsillo interior de la elegante americana su pitillera de oro.

—Por nada del mundo desearía que malinterpretara esta delación. No busco perjudicar a Christian; mi única intención, es proteger el buen nombre de su familia —mintió con insolente descaro.

Otto dio lumbre al cigarro y aspiró una honda calada, conjurando con el humo el desasosiego que dominaba todo su ser.

—¿Qué dicen esos rumores? —inquirió endureciendo el rostro.

—Sería absurdo negar, la digamos, difícil relación que hemos mantenido siempre Christian y yo. Pero no por ello, le admiro menos. Christian es un hombre inteligente, con las ideas muy claras, el espejo en el que yo me miraba cuando éramos niños. Pero también es demasiado confiado, y eso, en los tiempos que corren no es una virtud —con hábil maestría, logró disimular el placentero deleite que sentía en aquellos momentos.

—Conozco a mi hijo, así que no es necesario que me enumeres sus defectos y sus cualidades —le chequeó de arriba abajo con expresión displicente—.

Soy un hombre muy ocupado, Adler, y no me gusta perder el tiempo. Así, que si has de decirme algo, hazlo ya —le ordenó frunciendo el ceño.

Adler tragó saliva.

—Christian... Christian frecuenta la compañía de una joven que no pertenece a nuestro círculo social.

—¿Y...? —inquirió alzando una ceja.

—Esa mujer...

—¡Adler! —le urgió Otto.

—Christian está saliendo con una mujer judía.

Ni el más gigantesco iceberg del planeta engulléndole hasta solidificarle, habría surtido el mismo efecto que las últimas palabras de Adler. No solo su sangre, también sus órganos vitales se congelaron, su cerebro se momificó, frenando el flujo de locura que casi le hace perder la razón justo en el segundo de oír de labios de su patrocinado la palabra judía.

—¿Quién es tu informador? —preguntó recuperando poco a poco el discernimiento.

—Entienda que no delate su identidad. Pero es de mi absoluta confianza y no dudo de su información.

Adler silenciaba el nombre del misterioso confidente, no movido por un sentimiento de lealtad, sino por la clase de tipo que era, el lugarteniente del matón más temido de los bajos fondos berlineses: Yona Dukas.

—¿Desde cuándo...?

—No sabría concretarle —sacudió la cabeza fingiendo pesar—. Pero estoy seguro, que Christian ha sido víctima de las malas artes de esa perra. Ya se sabe que todas las mujeres judías están endemoniadas y que se sirven de ritos y pócimas para conseguir sus diabólicos propósitos.

—¡Maldito seas, Christian! —exclamó Otto atacado por la ira.

—Mantenga la calma, herr von Fischer. Aún estamos a tiempo de rescatarlo de las garras de esa bruja. Gustosamente me encargaré...

—¡No es necesario! —Atajó poniéndose nerviosamente los guantes—.

Dispongo de mi propia gente para gestionarlo con la discreción que merece.

El gesto ufano del rostro de Adler mutó en una mueca de decepción y enojo. El desaire de Otto a su obligada colaboración en un asunto, que después de todo, él mismo había puesto en su conocimiento, fue como una cuchillada asestada a traición por la espalda. Una vez más, los von Fischer hacían gala de la soberbia y la vanidad que tanto les caracterizaba. Jamás agradecían nada; hacían uso de las personas como de los objetos; se servían de ellos y cuando no les eran útiles, los arrojaban a la basura cual trasto viejo. Eso sí, con una palmadita en la espalda y una sonrisa aviesa en los labios.

—Mantente alejado y sobre todo, mantén alejados a tus amigos. No quiero chusma husmeando donde no deben. Y un hombre inteligente como tú, sabe perfectamente a lo qué me refiero —se encasquetó el sombrero antes de proferir su última amenaza—. Si esta delicada información llegase a los oídos menos indicados, solo tú serías responsable de la filtración. Y si eso ocurre, me encargaré personalmente de atravesarte el corazón de un balazo. ¡Qué tengas un buen día!

Sin molestarse en despedirse de los compañeros del partido y de otros conocidos que pululaban por el patio del castillo, se encaminó con paso firme al automóvil, devorado por la furia y la irritación. Urgía una llamada telefónica a Berlín y no podía permitirse perder más tiempo del necesario.

Yona Dukas no es el decente, honesto y trabajador judío que Elma Fresser cree. Imagen tan idílica, está muy lejos de ser cierta. Yona Dukas es un tipo ruin, mezquino, despreciable... un individuo de la peor calaña y su honrado empleo como dependiente en una quesería del barrio, no es más que la tapadera perfecta de la que se sirve para ocultar sus verdaderas actividades criminales. Porque Yona Dukas, es un criminal de la peor especie.

Desde muy joven le atrajo poderosamente el ambiente umbrío y depravado que se respiraba en los barrios más sórdidos de Berlín. Le gustaba perderse en las timbas de cartas, donde el alcohol y las mujeres amenizaban las interminables partidas. Se colaba en los prostíbulos, espiando a las meretrices a través de las bocallaves en sus lujuriosos encuentros pasionales, hasta que una de las veces, fue sorprendido in fraganti por la matrona de uno de los burdeles, una hembra madura, generosa en carnes y fogosa de entrañas, que castigó su pillería robándole la inocencia. En su deambular por los tugurios menos recomendables, conoció a su mentor, un matón que iba por libre, sin patrón que le gobernara; trabajaba para quién le contrataba y pagaba por adelantado. Era el mejor en su oficio y los jefes de las bandas compensaban generosamente sus servicios. Junto a él, presenció peleas de puños, navajas y pistolas. Respiró el olor de la sangre y el sudor del miedo. Y de él, lo aprendió todo: lo más sórdido y mezquino del ser humano, las muchas debilidades que regían sus voluntades, sus miserias más infames, las penurias de sus almas corrompidas por el vicio y la perversión. Aprendió a no apiadarse de ellos, a no sentir compasión y aprendió a cobrarse las deudas, las ofensas y las delaciones, como también, sus adversarios aprendieron a respetarle... y a temerle, sobre todo, después de que su codicia y su ambición se cobrasen la vida de su mentor. No le bastaba con ser el segundo, él quería ser el primero, el jefe, el patrón. Estatus que había logrado mantener gracias a una premisa de supervivencia que cumplía a rajatabla: que sepan quién eres, pero no cómo eres. Yona era lo más parecido a un fantasma y muy pocos habían visto su rostro y los que tuvieron el honor, fue la última imagen que se llevaron a la tumba.

Por esa razón, ni siquiera Moria durante su relación, ni su propia familia, ni sus vecinos de toda la vida, podían ni tan solo imaginar, quién se escondía realmente tras aquel joven larguirucho de complexión enclenque, rostro alargado, nariz aguileña, labios cárdenos siempre húmedos y cabello desgreñado del color del azafrán. Era un maestro de la farsa y el engaño.

Apostado en la acera de enfrente del edificio donde vivía Moria, aguardaba apoyado sobre una farola a que la chica asomara por la portería. Nada más verla, se apresuró a cruzar la calle situándose a su lado de un tonto salto.

—¡Buenos días, Moria! —la saludó con una artificiosa sonrisa.

—¡Yona! —exclamó cuando la súbita aparición del joven la sacó de sus pensamientos.

—¿Qué tal estás?

—¿A qué viene esa pregunta estúpida? Nos vemos todos los viernes en la sinagoga, así que sabes perfectamente cómo estoy.

—Sí, pero de un tiempo a esta parte apenas hablamos. Siempre encuentras la excusa perfecta para rehuir mi compañía.

—Yona, es muy temprano y no me apetece discutir contigo.

Intentó proseguir su camino, pero el joven no estaba dispuesto a dar por zanjado el asunto.

—Yo tampoco quiero discutir contigo —le dijo introduciendo las manos en los bolsillos del pantalón.

—En ese caso, te agradecería que te apartaras de mi camino o acabaré llegando tarde al trabajo.

—¿Y tu bicicleta? ¿Está averiada?

—Sí —mintió.

—Esta misma tarde le echaré un vistazo. Seguro que es una tontería...

—No, Yona —le atajó armándose de paciencia—. No es necesario, gracias. Además, me gusta caminar.

Yona arqueó las cejas perplejo.

—Debe ser ahora. Cuando éramos novios detestabas...

—Las personas cambian —estaba empezando a cansarse del cargante interrogatorio de Yona.

—Sí, tienes razón —se irguió orgulloso gesticulando una mueca desdeñosa—. Algunas... demasiado.

Moria lo miró un instante.

—¡Lástima que otras no cambien nunca!

Cuando una vez más intentó reiniciar su camino, Yona se lo impidió sujetándola con firmeza por la muñeca.

—¡Suéltame, Yona! —le ordenó con la mirada encendida en odio.

—¡No pienso hacerlo hasta que escuches lo qué tengo que decirte!

—¡Suéltame! —reiteró intentando zafarse sin conseguirlo.

—¡Disculpa si no soy tan delicado como ese gentil ricachón que tanto te gusta! —le reprochó movido por el despecho.

—¡Eres un miserable! —le espetó con palmario desprecio.

—¡Es posible! —Admitió lleno de rencor—. Es posible que sea un miserable, pero lo que me diferencia de ese maldito gentil, es que yo te quiero de verdad y él solo busca burlarse de ti.

—Ese es mi problema, ¿no crees?

—No, también es mi problema. Yo te quiero, te quiero con todo mi corazón y no puedo soportar la idea de que...

—Lo siento por ti, pero yo hace mucho tiempo que dejé de quererte.

Siempre he sido sincera contigo, nunca te engañé ni te hice albergar falsas esperanzas. No te debo nada, Yona, nada. No tienes ningún derecho a reprocharme nada —al fin logró zafarse—. Así que por favor, déjame en paz y métete en tus asuntos —se frotaba la muñeca dolorida.

—Te arrepentirás, Moria. Ese tipo solo quiere burlarse de ti, divertirse contigo. Cuando se aburra, te dará una patada en tu precioso trasero y buscará otra ingenua como tú que se crea todas sus mentiras. Entonces, vendrás a buscarme, me pedirás perdón suplicándome regresar a mi lado, pero yo no te perdonaré, no podré perdonarte después de haberte entregado, si no lo has hecho ya, a ese puerco gentil. No me gustan las cosas usadas.

—En primer lugar, no soy una cosa, sino una persona. Y en segundo lugar y lo más importante, es que ni muerta volvería contigo. No sé cómo pude ser tu novia. Has sido el peor error de mi vida.

Sin darle tiempo a responder, reanudó su camino perdiéndose entre la gente que deambulaba en todas direcciones. Necesitaba alejarse lo más rápido posible de allí, de Yona Dukas y de su insoportable presencia. Suerte que en unas horas estaría paseando del brazo de Christian. Solo a su lado se olvidaba de sus padres, de Yona, del mundo. Solo a su lado conseguía ser realmente feliz.

Yona la vio doblar la esquina, y devorado por el odio y los celos, dio una contundente patada a la rueda de un coche estacionado a escasos metros de él.

No veía llegar el momento de que sus sórdidas artimañas para separar a la pareja dieran al fin sus frutos. Confiaba en que el imbécil de Adler Kindmüller hubiera hecho bien su trabajo y Otto von Fischer ejerciera todo su poder para alejar definitivamente a su hijo de Moria. Entonces, ella volvería ser suya otra vez.

Una semana después del boicot del 1 de abril, el gobierno de Hitler aprobó la Ley para la Restauración del Funcionario Público Profesional. Era una medida tan ilegal como anticonstitucional, tras la que se ocultaba una retorcida maniobra de depuración ratificada en un Parlamento prácticamente gobernado por los nazis, contra todos los opositores al régimen y sobre todo, contra la comunidad judía. Todos los funcionarios fueron obligados a demostrar su descendencia aria, la pureza de sus raíces y la religión que profesaban padres y abuelos. Aquellos que no pudieron hacerlo, fueron despedidos de inmediato. Desde eminentes jueces de demostrado prestigio hasta el conserje más humilde no afines al nacionalsocialismo perdieron el empleo.

Uno de esos desafortunados funcionarios que pusieron de patitas en la calle, fue Shmuel Fresser. Se lo notificaron nada más llegar a la oficina, incluso antes de quitarse el abrigo y el sombrero, y acomodarse en el alto taburete situado tras el mostrador desde donde hacía casi veinte años, atendía amable y cordialmente a los confundidos contribuyentes que acudían en busca de esa ayuda profesional que pudiera dar un poco de luz a sus muchas dudas. Por la mirada de satisfacción que el jefe de personal le dedicó mientras le despedía erguido con arrogancia, entendió que era inútil protestar. Calándose el sombrero con los ojos anegados en tristeza, salió por la puerta de la oficina sin despedirse de nadie.

Regresó caminando, necesitaba tiempo para pensar el modo de decírselo a su esposa. Hitler y los suyos la cargaban de razones para odiar a todos los gentiles en su conjunto. Pero él sabía que no todos eran iguales. En sus años de contable en la gestoría, entabló una sincera camaradería con muchos de sus compañeros de oficina; los mismos que minutos antes, agacharon avergonzados la cabeza cuando le vieron salir por la puerta. Lástima que ninguno de ellos pudiera hacer nada por cambiar las cosas. Sacudiendo la cabeza, se conjuró con la ventisca gélida que azotaba la ciudad, diciéndose que después de todo, ellos tenían la librería y podían considerarse afortunados. El negocio, pese a la grave crisis que azotaba el país y al acoso incesante de los nazis, marchaba bastante bien. Pero evidentemente, eso no evitó que Elma, fuera de sí y con los ojos inyectados en cólera, despotricara contra Hitler, sus acólitos y los gentiles en general.

Apenas un mes después, la desgracia les golpeó cruelmente, cuando desde el Ministerio de Propaganda y para la Educación del pueblo, Joseph Goebbels arengó a sus cachorros ávidos de sangre, a la quema de todos los libros no alemanes, de autores judíos, o cuyo contenido provocador y pernicioso, atacara directamente la doctrina nazi. Solo en Belbeplatz, el fuego devoró unos veinte mil libros; el cómputo en toda Alemania fue imposible de calcular. En la nueva Alemania, no había cabida para doctrina alguna que no fuera el dogma único, el pensamiento de Hitler.

La librería de Elma Fresser también sufrió los embates de aquellos descerebrados incontrolados. Sin poder hacer nada para evitarlo, Shmuel y Elma, se vieron sorprendidos por la abrupta aparición de unos desalmados de las SA, que a golpe de porra y empellones, los sacaron a la calle, entraron de nuevo en la librería y con enfermizo disfrute, destrozaron todo cuanto encontraron a su paso: estanterías, mostrador, librerías, mesas, vidrieras... todo desapareció bajo la ira enajenada de unos descontrolados movidos por el fanatismo y el racismo, que culminaron su salvajada convirtiendo en ceniza hasta el último libro que llenaban los estantes. Inmovilizados por el miedo, la impotencia y la rabia, el matrimonio nada pudo hacer para evitar la tragedia.

Elma, llorando a mares, se refugió en los brazos de su esposo buscando consuelo a su llanto desgarrado. El esfuerzo de toda una vida, la única fuente de ingresos, había sucumbido bajo el fuego y la locura en tan solo unos minutos. Y la esperanza de recuperar parte de lo perdido, se desvaneció cuando la compañía de seguros se desentendió del asunto. Les consideraban culpables por no haber previsto las consecuencias. Solo les quedaba recurrir a los ahorros, el sueldo de Moria no era suficiente. Pero, ¿qué sería de ellos cuando éstos se acabasen?, se preguntaron ante tan desalentador futuro.

Cásate conmigo.

Nada más entrar en la floristería, Roderika, que se encontraba en un pequeño cuarto que utilizaba como despacho, llamó a Moria haciéndole entrega de una carta que minutos antes habían dejado para ella.

—¿Christian?... —preguntó con expresión de asombro tras mirar el sobre y reconocer su letra.

—No, ha sido ese otro joven que a veces os acompaña.

—¡Ah! ¡Egbert! —alzó las cejas extrañada.

Sin dejar de mirar el sobre y cada vez más sorprendida por aquella inusual actitud de Christian, caminó hasta la trastienda y una vez allí, lo rasgó devorada por la curiosidad.

¡Hola, amor mío!

No soy poeta y escribir no es una de mis virtudes. Pero necesito que sepas cuanto te amo. Mi vida cambió en el mismo instante que te cruzaste en mi camino. Ocupas mi pensamiento las veinticuatro horas del día; con tu bella imagen me despierto y con ella cierro los ojos cada noche al acostarme. No concibo el futuro si tú no estás a mi lado; simplemente, no existe ese futuro, si ha de ser alejado de ti y privado del hermoso regalo de tu amor. Por tu Dios o por el mío, no importa, pero por ellos te ruego que confíes en mí, que por favor creas en mis palabras, pues son absolutamente sinceras cuando te expresan casi sin aliento lo mucho que te amo. Me trae sin cuidado lo que piensen mis padres, la sociedad y el gobierno. La única razón por la que sigo viviendo en este mundo loco y absurdo, es porque quiero pasar el resto de mi vida junto a la mujer que amo y amaré siempre. Y esa mujer, eres tú, Moria. Mi amada Moria.

Y como soy un poeta nefasto, he buscado unas palabras que reflejen la historia de nuestro amor. Pertenecen a la Biblia, de un pasaje del libro de Esther.

Son palabras hermosas, bellas, que hablan de entrega y de amor, de mucho amor. Cuando las leí, tuve la impresión de que las habían escrito para nosotros.

Pero no las leas, escúchalas, porque hablan por mí y te dicen lo qué siente mi corazón:

“No insistas más en que te deje alejándome de ti; donde tú vayas, iré yo; donde tú vivas, viviré yo; tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios será mi Dios.

Donde tú mueras, moriré yo, y allí quiero ser enterrado. Que Dios me castigue, si algo fuera de la muerte me separa de ti”.

Tu enamorado, Christian.

Los ojos se le anegaron en lágrimas.

Christian era el hombre más maravilloso del mundo, el más encantador, el único que conseguía erizar todos los vellos de su piel con solo rozarla y agitar todos sus sentidos cuando la besaba. Naturalmente que le creía, siempre creyó en él, sin una sombra de duda, como tampoco dudaba de lo que su corazón y su alma sentían por ese hombre que ya era toda su vida. Le amaba más allá de la razón y la cordura, él era todo su universo, su cielo, su sol, el aire que respiraba y que le faltaba cuando no estaba a su lado. Ella tampoco imaginaba su futuro lejos de Christian. Como bien decía la carta, no podía existir ese futuro, si él no estaba en ese futuro. Se llevó la misiva a los labios besándola con extrema dulzura. Después, la metió en el sobre y la guardó en el bolso dando un hondo suspiro. Con expresión resignada, se dispuso a iniciar su jornada laboral, aunque supo incluso antes de empezar, que el día se le haría excesivamente largo.

Cuando al atardecer se reunió con él, unas cenicientas nubes se cernían amenazantes sobre las calles de la ciudad. Lo notó extrañamente callado. Asida de su mano y mirándole por el rabillo del ojo, caminaron en silencio por Grosser Stern, dejando atrás la Columna de la Victoria, adentrándose finalmente en el Tiergarten. Allí, sentados en un banco, Christian fumaba nerviosamente, inquietando más si cabe a la aturdida Moria.

La voluntaria e impuesta distancia que mantenía con su familia y que con el paso del tiempo iba a más, no le dispensaba de asistir le gustara o no, a ciertos eventos supuestamente familiares y afortunadamente para él, la pedida de mano de su hermana no fue una excepción. Obviando que la gran mayoría de invitados a la lujosa celebración organizada por Odelia von Fischer, su adorable madre, no pertenecían a la familia, las últimas confidencias de Otto antes de partir a Westfalia, fueron francamente inquietantes. El paquete de leyes prevista para su aprobación en el Parlamento, culminaban la política xenófoba excelentemente tejida por el partido nazi contra la comunidad judía, que con las nuevas medidas, quedaría excluida definitivamente de la sociedad alemana. Pero la ventaja que le proporcionaba ser hijo de Otto von Fischer, le permitía burlar unas leyes que aún tardarían en ser aprobadas.

—Has estado muy callado toda la tarde. ¿Te ocurre algo? ¿Va todo bien en el trabajo?... —le preguntó Moria con expresión preocupada.

—Sí, en el trabajo va todo bien —respondió con voz alicaída.

—Entonces, ¿qué te pasa?

La miró un instante, atrapando sus manos enguantadas entre las suyas.

—¿Has recibido la carta?

—Sí, frau Maurer me la entregó nada más llegar a la tienda. Es una carta preciosa, Christian —sus ojos se iluminaron—. Es la declaración de amor más hermosa que cualquier mujer desearía recibir del hombre que ama.

—Todo cuanto hay escrito en ella es verdad. Sin ti, nada tiene sentido.

Eres lo más hermoso que me ha pasado en mi miserable vida. Hasta que te conocí, todo era oscuridad y vacío. Tú le has dado luz a mi vida, Moria. Luz y sentido.

¡Cómo no iba a amarle, si la enamoraba a cada segundo, con cada palabra, con cada gesto, con cada mirada!

—Yo también te amo con todo mi corazón —le confesó Moria con un nudo en la garganta—. Y tampoco concibo el futuro si tú no estás en él.

—Entonces, casémonos.

Moria se quedó sin habla. Parpadeó nerviosamente intentando encontrar las palabras.

—¿Te has vuelto loco? —le preguntó al fin con los ojos muy abiertos.

—Sí, Moria, me he vuelto loco de amor por ti. Y lo único que deseo por encima de cualquier otra cosa, es pasar el resto de mi vida a tu lado amándote.

Los ojos de Moria se humedecieron.

—Te amo, Moria. Te amo más de lo que jamás creí podría amarte. Que eres judía, ¿y qué? Yo amo a la mujer, a Moria Fresser y me trae sin cuidado ante el Dios que te postres —alzó la cara de la chica, descubriendo unas lágrimas resbalando por sus mejillas—. Cásate conmigo, Moria. Haz de mí, el hombre más feliz de la tierra aceptando ser mi esposa —del bolsillo del abrigo sacó una bolsita de terciopelo azul y de su interior, asomó una preciosa sortija de pedida—. No puedo prometerte una vida de riquezas, porque cuando mi padre lo descubra, es más que probable que me desherede —le quitó el guante—. Pero con el dinero que tengo ahorrado en el banco, tendremos para vivir, no con lujos, pero sí sin privaciones —con extrema delicadeza, colocó el anillo en su dedo mientras la miraba fijamente a los ojos—. Moria Fresser, ¿quieres casarte conmigo?

La chica no respondió, el nudo que le aprisionaba la garganta se lo ponía difícil, pero es que tampoco encontraba las palabras. ¿Qué decirle? ¿Qué responder a aquella maravillosa petición? Miró la joya luciendo en su dedo y haciendo un enorme esfuerzo, se tragó las lágrimas.

—Christian... —logró decir casi en un susurro—. Sabes... sabes de sobra, que el dinero es lo que menos me importa —el llanto apagaba sus palabras— y desconozco la razón que te ha empujado a... a hacerme esta descabellada proposición y sinceramente, tampoco me interesa. ¡Oh, Christian! ¡Solo Dios sabe cómo y cuánto te amo! Pero... no puedo casarme contigo —para sorpresa del joven, Moria se quitó el anillo y se lo devolvió—. No en estas circunstancias.

Ahogando el llanto, intentó levantarse del banco, pero Christian la retuvo sujetándola firmemente por el brazo.

—¿En qué circunstancias, Moria? —le inquirió visiblemente dolido.

—¿Cómo... cómo que en qué circunstancias? ¿Es qué no ves lo que ocurre a nuestro alrededor? ¿La ciudad, la gente...?

—Hasta ahora eso no te había importado.

—Y no me importa —constató.

—Pues no lo parece.

—Christian, ¿es qué no te das cuenta de todo lo que hay en juego? Te arriesgas... a perderlo todo: el empleo, tu fortuna, tu reputación como médico...

—Entonces, ¿dónde nos lleva esta relación? ¿Para qué diablos salimos juntos? Si no quieres casarte conmigo, no tiene sentido que sigamos viéndonos.

—No me hagas esto, por favor —le suplicó sintiendo como el corazón se le desgarraba ante la posibilidad de perderle para siempre.

—Y dime, Moria... ¿qué quieres que haga? —Su tono denotaba enojo—.

¿Qué pretendes?... ¿Qué seamos novios eternamente?

Negó con un lento movimiento de cabeza.

—Si nuestra relación no tiene futuro, solo estamos perdiendo el tiempo —quería aparentar una entereza que no tenía.

—Yo te amo, Christian, pero... —le faltaba el aire.

—Pero qué... —no soportaba verla llorar—. Moria, si me amas tanto como dices, no entiendo porque no quieres casarte conmigo.

—Porque... porque tengo miedo, Christian —le confesó derrumbándose.

—¿Miedo?... ¿Miedo a qué... o a quién? —le preguntó sentándola sobre sus rodillas.

—Tengo miedo de que... de que lo nuestro sea un... un estrepitoso fracaso. Que todo salga mal y acabemos odiándonos.

La atrajo hacia sí, secando sus lágrimas con dulces besos.

—Nada saldrá mal. Mientras nos amemos y estemos juntos, nada puede salir mal. —Tú lo has dicho: mientras nos amemos. ¿Y si algún día dejas de amarme? ¿Y si...?

—¿Y si dejas de amarme tú?

—Yo te amaré siempre.

—Y yo, eternamente.

Christian atrapó su boca en un apasionado beso, acallando todas las dudas y todos los temores que atenazaban la voluntad de la joven. Su cuerpo volvió a sacudirse como siempre que la besaba, nublándole la razón y la sensatez.

Era consciente de que le necesitaba para vivir, para respirar, para pensar... Lo era todo para ella, absolutamente todo, y nada divino o humano, ni siquiera la muerte, podría separarle de él, porque incluso el día que su corazón dejara de latir, seguiría amándole. Cuando sus bocas se separaron, las lágrimas mojaban su rostro. —Cásate conmigo, Moria —le suplicó entregado de amor—. Olvídate de tus padres, de los míos, del resto del mundo, y piensa en ti, en mí, en nosotros, en nuestro amor. Te amo, Moria. Te amo ahora y te amaré siempre.

No albergaba dudas sobre esa promesa, aún así, no podía evitar que el miedo estuviera ahí presente, mortificándola. Alzando la cabeza, le miró fijamente.

—Te amo, Christian —sonrió con el rubor tiñendo su bonito rostro—. Y sí, me casaré contigo.

El semblante del médico se relajó y una amplia sonrisa de complacencia se dibujó en sus labios.

—Te juro, Moria Fresser, que viviré todos y cada uno de mis días, por y para hacerte feliz —la atrajo hacia él y volvieron besarse dominados por la pasión y conscientes de que eran ellos dos contra el mundo entero.

Tímidas gotas empezaron a caer del cielo encapotado. La lluvia les sorprendió besándose.

Si alguien hubiera curioseado a través de cualquier de los amplísimos ventanales de la majestuosa mansión von Fischer, hubiese adivinado observando el trasiego frenético del servicio, que un evento muy significativo estaba próximo a celebrarse. La onomástica de Otto, fue la excusa perfecta que Odelia necesitó para organizar una pomposa fiesta de cumpleaños, y eso que su esposo no era hombre que gozara con festejos y homenajes, aunque por su destacada posición social se veía en la obligación de soportarlos con demasiada frecuencia.

Sin embargo, en esta ocasión, su beneplácito a la celebración se debía, a que tendría la oportunidad de mantener una seria conversación con su hijo. Odelia desconocía todo el asunto, por supuesto. De estar al tanto de que Christian se estaba viendo con una sucia judía, habría montado en cólera y señalado directamente a él por su nefasta labor como padre.

Odelia von Fischer, espécimen de la familia de los depredadores. Inteligente, astuta, desconfiada, despiadada... No existen calificativos suficientes para describirla en toda su esencia. Con una ambición insaciable, escoge con celo casi obsesivo a su círculo de amistades, descartando las que nada pueden aportarle a sus codiciosos provechos personales. Presume sin recato de codearse con las fortunas y los apellidos de más abolengo del país. La cercanía con ciertos personajes destacados del gobierno de la que goza gracias a su esposo, alimenta su egolatría patológica, creyéndose el centro del mundo después de Hitler. Su obsesión por Martha Goebbels, a la que envidia y aborrece con la misma intensidad, pues sin ser la esposa de Hitler, en ciertos círculos se la considera y se la trata como Primera Dama del país, no le impide en un acto de repulsiva hipocresía, compartir con ella sobremesas, meriendas y actos sociales. Mientras le sonríe complacida y halaga efusivamente las muchas virtudes de la esposa del ministro, idea la forma de destronarla. Para ella, Martha Goebbels no representa en absoluto el prototipo de mujer aria. La considera vulgar, nada refinada, una mujer como las hay a miles. En cambio, ella, Odelia von Fischer, es hermosa, distinguida, de figura estilizada, rasgos delicados, cabello rubio, ojos claros, piel blanca, culta, inteligente... Ella sí es el estereotipo de fémina aria. No se explicaba como Hitler aún no se había dado cuenta de su error. Pero no pierde la esperanza; más pronto que tarde, el Führer enmendaría su desliz, situándola en el lugar que realmente le correspondía y que Martha Goebbels había usurpado. Porque para Odelia, el protagonismo de la esposa del ministro, era consecuencia de una vil conspiración del matrimonio para despojarla de los privilegios de los que se creía merecedora.

Sonrió maliciosamente, imaginándose el rostro de su más odiada rival cuando la relegasen a un segundo lugar, arrebatándole esa omnipresencia de la que gozaba en los eventos y en los medios propagandísticos del partido. Regodeándose en ese malicioso deseo, se apresuró por la amplia escalera de mármol gris ribeteado en negro que llevaba a las dependencias de los dormitorios. Debía elegir con sumo cuidado qué ponerse esa noche. Tenía que ser la mujer más bella de todas las que asistieran al cumpleaños de Otto. Los invitados debían quedar impresionados con la anfitriona, no con la cena.

Lo que menos le apetecía un sábado por la noche, era pasarlo en compañía de su detestable familia y de sus odiosos amigos, porque siendo como era el cumpleaños de Otto, estaba convencido de que su madre habría invitado a la flor y nata del partido. Pero precisamente porque se celebra la onomástica de su padre, su presencia era obligada, si no deseaba levantar las sospechas del astuto Otto antes de que su boda con Moria fuese un hecho consumado. Sonrió con desdén, cuando comprobó lo acertado de sus conjeturas. El parque móvil que se concentraba frente a la profusamente iluminada mansión que se alzaba sobre una manta de césped verde y cuidado, era la prueba irrefutable de que una noche más, tendría que soportar la insufrible compañía de unos tipos que aborrecía. Uno de los criados se ocupó de su coche, mientras él subía las escalinatas de piedra caliza que llevaban a la puerta principal. El mayordomo le pidió el sombrero y el abrigo, y le indicó dónde podría encontrar a su padre, después de que Christian le preguntase por él.

Otto, encerrado en su despacho, miraba ensimismado el balanceo del coñac en la copa, que él mismo provocaba con su juego de muñeca. La seguridad de la que siempre presumía haciendo gala de ella, parecía vacilar en las últimas horas. No era la cena ni los invitados a ésta; no sería la primera vez que Christian compartía velada con sus amigos. Lo que le reconcomía las entrañas y enervaba su ira, era la relación que mantenía su hijo con la dichosa judía. Cierto que el resultado de la exhaustiva investigación que llevó a cabo Dieter Krauser, su abogado, no fue tan desalentadora como en un principio creyó. Por suerte, la zorra esa, no era más que un lío de faldas de los muchos que le atribuían al crápula de su hijo. Pero no por ello dormía más tranquilo; el hecho de que la siguiera viendo, conllevaba un serio peligro para él y para todos. Esa desazón que tanto le perturbaba, se tornó en una obsesión enfermiza que derivó en una permanente tensión y en noches en vela paseando arriba y abajo por su despacho con una copa de coñac en la mano. Debía poner fin a aquella insensatez de su hijo antes de que acabase perjudicando a toda la familia. Se incorporó del sillón de cuero granate que presidía su mesa para servirse otra copa. Necesitaba un coñac doble, tal vez, le ayudaría a serenarse. Y en esas estaba, cuando Christian hizo su aparición en el despacho. Nada más advertir su presencia, se giró brindándole una amplia sonrisa.

—¡Christian, hijo! ¡Me alegra qué hayas venido!

—Felicidades, padre —le respondió con aspereza.

—¿Quieres una copa? —le preguntó cuando acabó de servirse la suya.

—No, gracias —permanecía erguido frente a él.

—¿No quieres brindar conmigo por mi cumpleaños?

—He venido a cenar ¿no? —Echó una ojeada hacia la puerta del despacho—. Aunque viendo quiénes son tus invitados, estoy considerando la posibilidad de marcharme —apuntó socarrón.

—No te atreverás —dijo tensando el rostro mientras caminaba hasta la mesa de caoba que presidía el despacho.

—No tientes a tu suerte, padre.

—¿Por qué no te pones cómodo? —le invitó a sentarse mientras él hacía lo propio—. Me gusta mirar a los ojos de mi interlocutor cuando hablo con él y si continuas de pie, me obligarás a mantener el cuello erguido —hizo una mueca que quiso asemejarse a una sonrisa—. Y ciertamente, es una posición bastante incómoda y nada recomendable para la salud.

—Estoy bien así, gracias.

—Disfrutas contrariándome, ¿verdad?

No le apetecía discutir, así que desistió de su obstinada actitud y aspirando hondo, se sentó en el sillón frente a su padre, perdiendo la mirada en el sereno paisaje del vasto jardín que le mostraba el amplio ventanal situado tras la espalda de Otto y que el tejido de las delicadas y elaboradas cortinas que cubrían la cristalera, permitía contemplar. Desde el sillón donde estaba sentado y gracias a la resplandeciente luz de las farolas que iluminaban toda la propiedad, apenas podía verse el estanque salpicado de nenúfares y parte del regio puente de madera con suelo de pavés que lo cruzaba. El original, lo carcomió la humedad y el paso del tiempo, y Otto von Fischer ordenó su restauración escogiendo para ello, el vistoso ladrillo de vidrio adoquinado. Una enorme fuente de piedra de estructura ojival, abastecía constantemente el estanque desde los caños que surgían majestuosos de las dovelas.

—Mucho mejor, ahora podremos hablar mirándonos a los ojos —apuntó Otto; su hijo no fue ajeno al mensaje subliminal que acompañó el comentario—.

Dicen que los ojos son el espejo del alma.

—Sí, por eso no me explico, como los tuyos siguen siendo azules.

A sus cincuenta y cuatro años, Otto era un hombre muy atractivo. Alto y de complexión atlética, el parecido físico con su hijo era asombroso. Tenía un cabello abundante que dejó de ser rubio hacía lustros, tiñéndose de un gris casi blanco que le confería distinción y elegancia. Le miró obviando su desafortunado comentario y alzó la copa.

—¡Por mi hijo y por mi patria! —clamó antes de dar un largo trago.

—Te agradecería que no me incluyeras en tus proclamas patrióticas.

—¿Tanto te avergüenzas de tu patria?

—De esta patria llena de fascistas y xenófobos, sí.

—Es una verdadera lástima, que pese a mis esfuerzos por reconducirte por el camino correcto, no haya logrado convencerte del grave error que cometes distanciándote de tu familia y del verdadero lugar en el que te corresponde estar.

Siempre has varado en la orilla contraria convirtiéndonos en tus enemigos.

—No, padre. Simplemente, pensamos de distinto modo —encogió los hombros—. Eso es todo.

—Pero tus ideas pueden cambiar —aventuró—. Solo has de beber de la fuente adecuada. Deberías relacionarte más con esos hombres a los que tanto detestas y escuchar sus sabias palabras. Ellos te harían ver el mundo de otra manera —reposó la copa sobre la mesa e inclinándose hacia delante, atrapó la mano de Christian apretándola con firmeza—. Por Dios, hijo, esos hombres están cambiando el país y en pocos años, seremos la potencia mundial más poderosa.

¿Acaso no quieres participar de ese momento glorioso?

Christian, zafándose de su mano, le observó con hondo desprecio.

—A medida que más poderosos sois, más locos estáis. El poder os ha abducido hasta el punto de que os habéis creído que en verdad sois superiores al resto de mortales y que eso os da derecho a oprimirlos, a vejarlos como personas, a relegarlos, no ya a ciudadanos de segunda categoría, sino a míseros despojos humanos. —Porque son despojos humanos —afirmó con el rostro enrojecido dando un contundente puñetazo sobre la mesa—, razas inferiores que nada aportan a la civilización. Pero tu inexplicable apego a esos sujetos de probada inferioridad, te impide ver la peligrosidad de su cercanía. Son portadores de enfermedades letales y sumamente contagiosas; se valen de sangrientos rituales para eliminar a todo aquel que descubre su auténtica naturaleza diabólica...

—¡Basta, padre! —Gritó fuera de sí asqueado de oír teorías tan falsas como absurdas—. Nada de eso es cierto y lo sabes. Solo es una vil maniobra de tu buen amigo Goebbels, que se ha servido de la superchería popular para falsearla y distorsionarla hasta convertirla en una verdad incuestionable, en una razón de Estado. ¡Qué fácil es manipular al pueblo cuando está desesperado!

Sacudió la cabeza.

—Habláis de civilización y vuestro comportamiento es más propio de bárbaros incivilizados.

—¡Eres una vergüenza para esta familia! —Bramó fuera de sí incorporándose súbitamente—. Un maldito niño caprichoso que lo ha tenido siempre todo y que tiene la osadía de juzgar a los hombres que están luchando de verdad por este país —poseído por la rabia, se inclinó hacia él apoyando las manos sobre la mesa—. Mientras tú eras mimado y cuidado entre algodones ajeno a la guerra que se libraba, millares de hombres, entre ellos, algunos de esos de los que tanto abominas, nos jugábamos la vida en las trincheras por este país. ¿Y sabes cuál fue el pago a nuestra entrega, a nuestro sacrificio, a las vidas de todos los compañeros que murieron luchando por Alemania? Una deshonrosa capitulación. Así que no me vengas con lecciones de moral —el rostro de Otto se enrojecía a medida que su ira se tornaba en furia encolerizada..

Christian no se amilanó ante el ataque de cólera de su padre. Incorporándose, quedó cara a cara con él.

—Olvidas que muchos de esos patriotas que murieron en la guerra, también eran judíos. Pero por lo visto, vuestra memoria es selectiva.

—Te equivocas, nosotros no olvidamos a los traidores.

—¡Ah, es cierto! Soy tan tonto, que había olvidado que los culpables de que perdierais la guerra fueron los judíos y los comunistas —apuntó con descarado cinismo.

—¡Exacto! Y ahora están pagando por su traición —espetó con los ojos inyectados en sangre—. Y créeme que no cejaremos en nuestro propósito, hasta que este país quede limpio de todos esos indeseables.

—Entonces, inclúyeme a mí en la limpieza, porque quiero creer que tengo más en común con ellos que con vosotros.

En el momento más álgido de la discusión, Dieter Krauser apareció en escena. —Disculpad si he entrado sin llamar —dijo cerrando la puerta tras él—, pero quería advertiros que vuestros gritos se oyen desde el jardín.

Dieter Krauser era un joven abogado que nada más acabar la carrera, demostró tener unas dotes innatas para desenvolverse con pericia en el engorroso y complejo mundo de magistrados y letrados. Su buen olfato, su locuacidad, su sagacidad, su arrojo, le hizo acreedor de una fama que llegó a oídos de Otto von Fischer, que tras una minuciosa investigación de su pasado, no dudó en hacerle una tentadora propuesta laboral. De eso habían pasado ya cuatro años y Dieter Krauser, además de abogado, con el tiempo se había convertido en un miembro más de la familia y en el hombre de confianza de Otto von Fischer.

Alto y de anchos hombros, su rostro ovalado irradia afabilidad. Sus ojos, vivaces y de un azul zarco brillante, resaltan bajo unas tupidas cejas y unas espesas pestañas. El cabello, negro azabache y proclive a ondularse con la humedad, lo doma cada mañana con una buena dosis de gomina y otra tanta de laca. La nariz recta le confiere un aire de sobriedad y los gruesos labios, muestran cuando sonríe, una blanca y bonita dentadura.

—¿Quieres una copa? —le preguntó Otto parado frente al licorero.

—Sí, gracias —se volvió hacia el joven—. Christian, me alegro de verte —le ofreció la mano.

—¡Herr Krauser! —correspondió al saludo.

—Christian, por favor. Sabes que en la intimidad, entre nosotros sobran los formalismos —le dijo atrapando la copa de coñac—. Gracias —dio un trago—.

Lo primero y más importante, es que os calméis. Tu esposa está a punto de sufrir uno de sus ataques, intentando evitar que ningún invitado preste atención a vuestros gritos.

—¡Este mal nacido es el culpable de todo! —profirió Otto con las venas del cuello a punto de estallar.

—Otto, te ruego que te calmes —le pidió Dieter.

—¡No puedo calmarme, Dieter! ¡No podré calmarme mientras este impresentable siga en mi presencia!

Su padre acababa de darle la excusa que necesitaba para largarse de allí cuanto antes.

—Eso tiene fácil solución. Disfrutad de la velada.

Antes de que pudiera dar un solo paso, Otto dejó tronar su voz en el despacho.

—¡Si cruzas esa puerta, cuando llegues a Berlín tendrás que buscarte otra zorra judía que caliente tu cama!

Su estómago se revolvió en un repentino ataque de pánico. Se volvió hacia su padre, clavando sus ojos azules en el rostro amoratado por la ira de Otto.

No era la amenaza en sí lo que había removido todo su ser, sino descubrir que Moria había dejado de ser un misterio para él.

Dieter, ante la gravedad de la situación, decidió intervenir.

—Otto, ¿por qué no te reúnes con tu esposa y tus invitados, y yo me ocupo de Christian? —le hizo un guiño de complicidad.

—¿Qué crees?... ¿Qué conseguirás en pocos minutos lo que llevo años intentando sin éxito?

Su boca dibujó una mueca indolente.

—Desgraciadamente, cuando te relacionas con escoria, tarde o temprano, te acabas convirtiendo en uno de ellos. Y mi hijo... es la confirmación irrefutable de esa máxima —apretó con furia los puños para evitar golpear el rostro del joven—. ¡Christian von Fischer, el hijo de Otto von Fischer, se siente más cómodo entre las ratas y la basura!

El médico, haciendo acopio de sensatez, hizo ademán de responderle, pero Dieter se le anticipó.

—Otto, te lo ruego... —le instó el abogado—. Reúnete con tu esposa y atiende a tus invitados. Nosotros iremos enseguida —buscó a Christian con la mirada.

Otto, tragándose el orgullo, cedió a la petición de Dieter, no sin antes decir su última palabra.

—Sigo creyendo, que es una absoluta y estéril pérdida de tiempo —masculló con rabia antes de cerrar la puerta.

La tensión que le mantuvo rígido como una tabla, se esfumó como por arte de magia, en el mismo instante que su padre desapareció de escena.

—¿Más tranquilo? —le preguntó Dieter viendo su rostro relajado.

—Sí, mucho mejor —le confirmó aceptando el cigarrillo que el abogado le ofrecía—. Gracias —dijo tras darle lumbre—. Lamento que hayas tenido que presenciar la desagradable discusión con mi padre. Pero por más que me lo propongo, por más que lo intento, tiene la habilidad de exasperarme hasta hacerme perder la sensatez.

—No es la primera discusión que presencio —le recordó—. Tenemos aproximadamente... —miró su reloj de pulsera—...unos cinco minutos antes de que tu madre aparezca por la puerta con la Guardia Nacional.

Dieter era un tipo simpático, ocurrente. No sabría explicarse la razón, pero de toda aquella camada de hienas depredadoras que rodeaban a su padre, era el único que siempre le había caído bien. En más de una ocasión, habían compartido copa o café mientras mantenían largas conversaciones, aunque sin profundizar demasiado en los aspectos personales, pero descubriendo para su asombro, que en las distancias cortas, Dieter era un tipo muy distinto al hombre engreído y petulante que todo el mundo conocía. Por esa razón, no se explicaba cómo alguien así, una persona de ideales tan distintos y nobles principios, podía trabajar a las órdenes de su padre. O era un redomado hipócrita, o un trepa sin escrúpulos. En cualquier caso, no podía fiarse de él.

—Sin que sirva de precedente, en esta ocasión estoy de acuerdo con mi padre —Dieter arqueó las cejas—. Pierdes el tiempo conmigo. Jamás seré uno de ellos.

—¡Y Dios quiera qué cumplas tu promesa!

Ahora el que alzó las cejas atónito fue Christian.

—¿Has oído lo qué acabas de decir?

—Sí, y si quieres te lo repito —volvió a mirar la hora en su reloj—. Pero como te decía, no disponemos de mucho tiempo, así que vayamos directos al grano.

—Disculpa si parezco estúpido, pero ¿a qué te refieres con ir directo al grano?

—No me tomes por imbécil, Christian —se sentó en el sillón que minutos antes había ocupado su jefe—. Tienes muchos enemigos en muchos frentes y todos buscan lo mismo: acabar contigo y con tu relación con Moria Fresser.

Christian se irguió en un acto reflejo.

—Cuando tu padre me telefoneó hecho un obelisco desde Westfalia, ordenándome que dejase cualquier asunto que tuviera entre manos para dedicarme en cuerpo y alma a indagar las compañías femeninas de su hijo, yo ya conocía tu secreto.

—¿Qué secreto?

Dieter le miró frunciendo el ceño.

—No insultes mi inteligencia, te lo ruego.

—Lo qué yo haga con mi vida, solo me concierne a mí.

—¿Estás seguro? Si fueses hijo de un simple funcionario, tal vez. Pero siendo hijo de Otto von Fischer, tu vida, te guste o no, también concierne a tu padre. Y en estos momentos y gracias a que falseé la información que me requirió, está convencido que Moria es solo un capricho pasajero, una zorrita judía con la que te diviertes de vez en cuando.

—¿Y tú...? ¿Cómo sabes?... —no pudo evitar que la inquietud se apoderase de todos sus sentidos.

—¿Lo tuyo con esa chica? —echó la cabeza hacia atrás carcajeando divertido—. Porque a excepción de tus padres, medio Berlín te ha visto pasear del brazo de ella. Por cierto: una chica preciosa —apuntó dando una calada a su cigarro. Christian seguía sin entender la extraña actitud de Dieter.

—¿Y por qué...? ¿Por qué hiciste tal cosa? Quiero decir...

—Porque de lo contrario, esa chica y tú, no podréis casaros nunca.

El desconcierto de Christian iba en aumento, igual que su desconfianza.

—Y... ¿qué ganas traicionando a mi padre? ¿Sabes a lo qué te expones si descubre tu traición?

—No tengo por costumbre infravalorar a mi enemigo —apuró el contenido de su copa—. De lo contrario, hace mucho tiempo que estaría en el cementerio haciendo compañía a mis padres.

—Pero sigo sin entender por qué te la juegas así. Es mi padre quien te paga, no yo.

—Es cierto, pero tengo mis razones.

—¿Qué quieres? ¿Dinero?...

—No, Christian —sonrió con velada malicia—. Tu padre es un hombre sumamente generoso.

—Entonces... ¿qué buscas con todo esto?

—Ayudarte —respondió explícito.

—¿Ayudarme?

—Sí, Christian. Aunque no quieras creerlo, no soy como ellos —su interlocutor puso cara de asombro—. Detesto a los nazis tanto o más que tú. Pero en estos momentos son los que mandan, y cuando convives con lobos, o aúllas como ellos, o acaban devorándote cuando descubren que eres un cordero. Yo me he propuesto aullar para sobrevivir.

—No creo que traicionando a mi padre vivas mucho tiempo.

—Me conformo con vivir lo suficiente, para ver el nazismo derrumbarse sobre sus vergonzosas miserias y a todos los nazis colgados de una soga.

—Si tanto les odias, ¿por qué trabajas para ellos?

—Ya te lo he dicho: en estos momentos, son los lobos.

—No sé qué buscas, qué te propones o a qué juegas, pero no me gusta —se levantó aplastando el cigarrillo en el cenicero—. Te agradezco tu desinteresada ayuda, pero a partir de ahora, mis asuntos me los resuelvo yo. ¡Qué disfrutes de la velada!

Con un ágil movimiento, Dieter se incorporó y rodeando la mesa y antes de que Christian alcanzara la puerta, se interpuso en su camino.

—Yo tampoco me fiaría de un tipo como yo, pero si quieres casarte con esa mujer antes de que se aprueben las leyes raciales, complace a tu padre y acompáñame al comedor.

—¿Es una amenaza? —inquirió desafiante.

—No, Christian, es un consejo. Un buen consejo.

La puerta del despacho se abrió inesperadamente y una Odelia fuera de sí hizo acto de presencia.

—¡Así que estáis aquí! —chilló histérica—. ¡Ya no sé qué inventar para justificar vuestra ausencia! —les reprochó antes de fulminarlos con la mirada encendida en cólera.

—¡Yo también me alegro de verte, madre! —la saludó con insolente cordialidad.

—¡Oooh! ¡No seas cínico, Christian! Ambos sabemos que no estás aquí por deseo propio. Te gustan más esos ambientes marginales llenos de chusma —escenificó su repulsa con un rictus de asco.

El médico tragó saliva y apretando los puños, se situó frente a su madre.

—Pues si ambos conocemos los gustos del otro, ¿por qué no te reúnes con tus ilustres invitados y yo me voy por dónde he venido? Así os evito el mal trago de vigilarme durante toda la noche, por si hago o digo alguna inconveniencia.

¿Quién sabe...? Puedo ser portador de alguna contagiosa enfermedad que vuestra propaganda atribuye a esa chusma con la que yo me relaciono. ¡Jamás me perdonaría ser el causante de una epidemia! —se mofó socarrón.

—¡Deja de decir estupideces y seguidme! —les ordenó con el rostro arrebolado.

Ambos hombres cruzaron sus miradas y Christian descifró el consejo visual que Dieter le enviaba. De mala gana, le precedió siguiendo la estela de perfume francés que su madre dejaba tras ella.

Erguida sobre altos tacones de aguja, caminaba a paso ligero contoneando su esbelta silueta bajo un elegante vestido de seda en color turquesa a juego con sus ojos; los finos tirantes realzaban sus delicados hombros y un generoso escote permitía contemplar su insinuante espalda. El cabello rubio ceniza, lo llevaba recogido en un elegante moño alto. El suntuoso collar, los pendientes y el brazalete de perlas, deslucían bajo su abrumadora belleza.

El comedor se encontraba situado en el ala este de la mansión. Unas impresionantes columnas blancas acanaladas precedían la entrada. Del alto techo abovedado, surgían majestuosas cinco gigantescas arañas de oro y cristal, que alumbraban toda la sala y los vistosos tapices que vestían las paredes. Dos amplios miradores cubiertos con cortinas de seda, iluminaban profusamente durante el día, el lujo y la opulencia que en aquella estancia se exhibía. Sus padres no se guiaban por el buen gusto, sino por el exceso y el alarde desmedido. Una larga mesa acorde con las dimensiones de la estancia, ocupaba todo el centro. Sobre ella, resplandecientes candelabros de plata sostenían solemnes, velas humeantes que se consumían lánguidamente entre ensaladeras, bandejas, fuentes y coloridos centros florales. En todo su derredor, acomodados en las sillas de respaldo alto tapizadas en blanco, lo más selecto y representativo del movimiento nazi: burguesía, aristocracia, banca, política, ejército... No acudieron todos, pero sí, una amplia representación de todos los sectores.

Hitler excusó su ausencia por una supuesta indisposición de última hora y Himmler argumentó compromisos ineludibles. Pero otras cabezas visibles y de mucho peso del partido y de la jerarquía nazi sí se hallaban presentes.

Wilhem Canaris, con su uniforme de gala, estaba sentado entre Joseph Goebbels y Alfred Rosenberg, firme defensor de la superioridad y divinidad de la raza aria. Muy cerca de su cuñado Ferdinand, pudo ver a Hermann Göring, ministro del Aire y uno de los hombres de más confianza del Führer. Su fama de hombre ambicioso y despiadado, no era propaganda gratuita de quienes le admiraban y temían. Su adicción a la morfina, que hacía más irascible su carácter, le acompañaba desde que cayó herido durante los enfrentamientos armados del Putsch del 23, aunque eran pocos los que conocían ese secreto.

Ferdinand le saludó con la mano nada más verle aparecer por el comedor y Albert Speer, acomodado junto a él, hizo lo propio. Como arquitecto del Reich, debía convertir en realidad, los pretenciosos sueños de Hitler para la nueva Alemania. Sentado a la derecha de su padre, Reinhard Heydrich y a la izquierda de éste, el famoso Dr. Ernts Hanfstaengl Sedgwick, jefe de prensa extranjera del partido. A ambos lados de la ostentosa mesa, sus padres, atentos a cualquier movimiento o petición de sus invitados. Buscó a su hermana Ilse y la localizó entre la obesa de su suegra y la famosa cineasta Leni Riefesntalh, que por esas fechas, estaba enfrascada en el rodaje de lo que ella calificaba su obra maestra: “El triunfo de la voluntad”, una película donde se plasmaba la suntuosidad y la magnificencia de la estética aria, amén de hacer una descarada exaltación de la ideología nazi. El gobierno de Hitler proyectaba presentarla oficialmente durante las Olimpiadas del 36. La cara amable del nazismo que nunca existió.

Sumamente incómodo en aquel ambiente donde podían respirarse la hipocresía y las conspiraciones, le fue imposible pese a intentarlo, esa mutación que con envidiable maestría practicaba Dieter. En ciertos momentos de la velada, creyó que la opípara cena no acabaría nunca, que aquellos tragaderos de voracidad insaciable continuarían en esa orgía descomedida de gula sin fin. El trasiego continuo de fuentes, bandejas y botellas, le provocó un asfixiante mareo. La cacofonía ascendente de las insustanciales conversaciones, se confundían con las carcajadas y las proclamas hacia el Führer, acribillándole los tímpanos. Tuvo la sensación, que comedor e invitados acabarían engulléndolo como si fuera un plato más de la mesa. Decidió excusarse y escapar a toda prisa del opresivo ambiente que se respiraba en aquella estancia de la casa. Se precipitaría en el jardín llenando sus pulmones del aire gélido de la noche. Después y ya en su automóvil, huiría de allí a la máxima velocidad. Una vez en su apartamento, bien lejos de aquellos hipócritas y oportunistas, se tomaría un analgésico para el terrible dolor de cabeza que tenía. Pero la mano de Alfred Rosenberg sobre su hombro, frenó su planificada fuga mental. Maldiciendo su mala suerte, se ordenó calma, pero sobre todo, se armó de paciencia.

—Christian, tu madre es una magnífica anfitriona —alabó frotándose complaciente el estómago—. Y una de las mujeres más bellas que he conocido.

El joven sonrió sin excesivo entusiasmo.

—Suerte que no ha oído su comentario —pese a la cercana relación de Rosenberg con su familia, el ideólogo era su padrino, él nunca le tuteó—. Jamás le perdonaría que no la considere la más bella de todas las mujeres.

Rosenberg carcajeó la observación de Christian, mientras el resto de invitados se levantaban de sus sillas y seguían al salón a los anfitriones, donde se servirían los cafés y Otto recibiría sus regalos.

—Tú primero —le indicó Rosenberg incorporándose.

Christian echó una rápida ojeada a su alrededor y entendió que no le quedaba otra que continuar en aquella maldita fiesta. Con paso cansino, precedió a Rosenberg camino del salón. Una vez allí, acomodado ya en uno de los mullidos sofás de brocado distribuidos por la estancia, se fijó en una mesa colocada expresamente en un rincón y donde los invitados dejaron sus presentes para Otto a medida que fueron llegando. Cayó en la cuenta de que no le había comprado nada a su padre. Bueno, se dijo, de todos modos, tampoco habría sabido qué regalarle; su padre lo poseía todo.

Rosenberg se acercó a él con dos copas en la mano. Tras entregarle una, se sentó a su lado apoyando uno de los brazos en el respaldo del sofá.

—Y dime, Christian... ¿qué tal te va con nuestro amigo Helmut? —hacía referencia al director de la clínica.

—¡Oh! Bien, muy bien —intentó parecer sincero.

—¡Oh, vamos, Christian! Ambos sabemos que Helmut es un completo inútil que está donde está gracias a su poderoso y multimillonario suegro.

Christian eludió responder dando un largo trago al coñac.

—Tú siempre tan discreto —apuntó Rosenberg mirando el contenido de su copa—. Lástima que no lleves esa discreción a otras facetas de tu vida —esbozó una mueca—. Como por ejemplo, en tu significación política.

Christian se irguió en el sofá con el propósito de protestar, pero Rosenberg, perspicaz observador, se anticipó, inclinándose hacia él para tenerlo más cerca.

—¿O vas a negarme que en más de una ocasión, te has significado públicamente a favor de esos comunistas judíos? ¿No eres consciente de todo lo qué está en juego?

Christian pudo leer la amenaza en los gélidos ojos de Rosenberg.

—No soy un amigo más de tu padre y lo sabes. Por esa razón, me apena profundamente contemplar día a día, el dolor que le causan tus malditas ideas marxistas. Eres el hijo de Otto von Fischer y tus actos deben ser consecuentes con tu posición, con tu apellido. Somos aquello que aparentamos y el hijo de Otto von Fischer debe comportarse... como su apellido y su posición exigen.

El joven médico clavó sus ojos azules en su interlocutor, tragándose lo qué realmente pensaba de él.

—Deja de comportarte como un adolescente irreflexivo y asume de una vez por todas, tu responsabilidad con este país —la mirada del ideólogo se endureció—. El linaje del apellido von Fischer merece un respeto; un respeto que tú pareces haber olvidado.

Christian respiró hondo y se ordenó calma. Después de soportarlo durante toda la cena como compañero de mesa, lo que le faltaba era una regañina de ese tipejo. Era posible que su padre lo apreciase sinceramente, pero él, lo despreciaba desde que tuvo uso de razón.

Herr Rosenberg —empezó diciendo Christian al tiempo que se erguía para marcar distancias entre él y su padrino—, presume de conocerme, y lo cierto, es que no tiene ni idea de cómo soy en verdad. Nunca me he significado por ninguna ideología política concreta. Lo único que denuncio son las injusticias; y en este país, últimamente, se están cometiendo demasiadas —observó como el rostro del ideólogo iba cambiando paulatinamente de color—. Y es cierto que tengo que ser consecuente, pero no con mi apellido ni con mi posición, sino con aquello en lo que creo. Y creo que ningún hombre es superior a otro; Dios nos hizo a todos iguales, lo dice la Biblia.

Rosenberg apuró su copa y con un nervioso chasquido de dedos, ordenó a uno de los camareros que le sirviera otra. Su ahijado estaba logrando amargarle la velada.

Christian esperó prudentemente que el camarero se alejara y prosiguió.

—Los principios de un hombre se miden por sus actos, y defender a los más débiles cuando son perseguidos y atacados injustamente, es el único acto noble que dignifica a un hombre.

Las últimas palabras de Christian fueron para Rosenberg, como si su ahijado le hubiese propinado un fuerte puñetazo en la boca del estómago. El médico le miró durante unos segundos y la imagen contrariada del ideólogo, le proporcionó un leve momento de placer. Pero no había terminado.

—Siento decepcionarle, herr Rosenberg, pero no me gusta en absoluto esta nueva Alemania, donde muchos padres, gracias a sus políticas fascistas, se han quedado sin empleo y no pueden alimentar a sus hijos. Muchas familias de este país viven en la más absoluta miseria, y francamente, todo cuanto deseo, es que este gobierno acabe ahogándose en su propia ambición.

Rosenberg lo fulminó con sus ojos claros. Cualquier otro alemán hubiera sido tachado de traidor tras proferir semejantes injurias. Pero, ¿cómo se atrevía?, pensó para sí. Por muy hijo de Otto von Fischer que fuese, no podía permitir que se dirigiese a él con aquella irrespetuosa arrogancia. Se rehízo de su momentáneo aturdimiento y acercándose a Christian, le habló muy cerca del oído.

—Te aconsejo que reserves esos comentarios para tus círculos más próximos. No te creas intocable, querido sobrino. Tu apellido no es garantía de inmunidad. Y si prosigues con tu díscolo comportamiento y acabas violando las leyes, no dudes que serás perseguido y castigado con el máximo rigor. Te recuerdo, que la traición se paga con la muerte.

—¿Me está amenazando, herr Rosenberg?

—¿Por quién me tomas, Christian? —Inquirió esbozando una aviesa sonrisa—. Solo te informo, de las consecuencias de infringir la ley —mantenía aquella escalofriante mueca—. Me apenaría profundamente, que por culpa de tus ideas marxistas, tu familia sufriera el oprobio público de verte tras las alambradas de un campo de concentración.

“¡Cómo te gustaría que eso ocurriera, maldito cabrón!”, pensó para sí Christian mientras se incorporaba.

—Si finalmente el futuro del mundo acaba en sus manos, no habrán suficientes campos de concentración para encerrarnos a todos —respondió desafiante.

—Siempre existen alternativas.

Justo cuando la conversación empezaba a tornarse peligrosa, Dieter Krauser hizo una mágica aparición.

—¡Herr Rosenberg! —Acercándose sonriente, le ofreció la mano—.

Siento no haber podido saludarle antes.

—¡Herr Krauser! —Rosenberg se levantó correspondiendo al gesto—.

¡Cómo siempre, un placer saludarle!

—El placer es mío por reencontrarme con usted después de tanto tiempo. Nuestras muchas obligaciones con el Reich, nos privan de deleitarnos con eventos tan agradables como éste y como no, de sus discursos llenos de sabiduría.

Las arcadas atacaron el estómago de Christian. Aquel peloteo empalagoso de Dieter le provocaba ganas de vomitar. ¿Y ese tío pretendía que se fiase de él? Estaría loco si lo hiciera. Con un exagerado carraspeo, clamó su atención.

—Disculpen, caballeros —ambos hombres volvieron sus rostros—. Me temo que para mí se ha hecho tarde.

—¿Nos abandonas ya, Christian? —le preguntó Rosenberg alzando las cejas. —Sí, estoy cansado y detesto conducir de noche —mintió para librarse de continuar la farsa de la fiesta.

—Tu padre aún debe abrir los regalos, ¿no puedes esperar unos minutos más? —Ya tendré ocasión de preguntarle.

Herr von Fischer —le detuvo Dieter—. Aprovechando que se marcha, ¿le importa si le acompaño? Mi automóvil está en el taller y mañana debo madrugar.

A Christian no le hizo ninguna gracia semejante petición. Dudaba que aquella supuesta avería fuese cierta. Más bien, le sonaba a maniobra de su padre. Fue consciente, de que empezaba a ver conspiraciones por todas partes.

—Sí, naturalmente —dijo arrepintiéndose al instante.

—Se lo agradezco, herr von Fischer.

—¡Herr Rosenberg! —Christian le ofreció la mano, pero su gesto no fue correspondió.

—Antes de marcharte, permíteme darte un consejo: reflexiona sobre todo cuanto hemos hablado esta noche —le recordó con expresión vanidosa—.

Pero hazlo con la cautela que un asunto tan espinoso como este requiere. No olvides, que nuestras decisiones determinan nuestro destino... con todas sus consecuencias.

Christian no se molestó en responderle. Analizándole de arriba abajo con palmario desprecio, dio media vuelta enfilando sus pasos hacia la puerta de doble hoja del salón. No veía el momento de abandonar la mansión.

Dieter se despidió de Rosenberg y le siguió sin percatarse que a su vez, ambos eran seguidos por Otto.

—Christian, por favor —le alcanzó justo en las escaleras que daban al vestíbulo. —He aceptado llevarte, pero eso no significa que me caigas bien. Sigo sin fiarme de ti.

En ese momento, una de las sirvientas les entregó sus abrigos y sus sombreros.

—¡Christian! ¡Dieter!

El contundente grito de Otto tronó en el vestíbulo.

—¿A qué viene esta falta de respeto? ¿Cómo os atrevéis a marcharos así, en plena celebración?

—Padre, estoy cansado —alegó Christian—. He venido a la cena, ¿no?

Ahora quiero marcharme. ¿Tanto te cuesta entenderlo?

—Lo único que entiendo, es que disfrutas avergonzándome ante mis amigos y me gustaría que algún día me explicaras por qué me odias tanto.

Christian, mordiéndose el labio inferior, se abotonó el abrigo, se puso el sombrero y desapareció escaleras abajo perdiéndose en la neblinosa noche.

—¿Y tú...? —inquirió Otto con el ceño fruncido.

—¿Has olvidado que mañana viajo a Múnich?

—¡Ah! ¡Es cierto! Disculpa, pero es que mi hijo logra desquiciarme y...

—Dale tiempo —le aconsejó apretando su brazo.

—Llevo veinticinco años dándole tiempo, Dieter —durante unos segundos pareció abatido—. ¿Y de qué me ha servido?

—Los hijos requieren paciencia, mucha paciencia. Tú también fuiste joven —le brindó una sonrisa.

—Una cosa más —le retuvo un instante—. Aprovechando la circunstancia de que acompañas a Christian, averigua cómo van las cosas con esa maldita judía.

—Ya te dije que es un lío pasajero, nada de lo que tengas que preocuparte. La mitad de las mujeres de Berlín suspiran por meterse entre las sábanas de tu hijo. ¡Christian es un auténtico Don Juan! —apuntó en tono jocoso.

—¡Me da igual! —Profirió encendido en rabia—. Quiero que te encargues de esa mujer. Quiero que desaparezca de la vida de mi hijo y me trae sin cuidado cómo lo hagas, pero encárgate de ella —sus ojos claros estaban inyectados en sangre.

—Veré qué puedo averiguar.

—No quiero que averigües nada, lo que quiero es que soluciones este problema de una vez por todas.

—Pero para ello, no es necesario...

—Te repito, que me trae sin cuidado cómo lo hagas, pero aleja a esa mujer de mi hijo.

—Tranquilo, yo me ocuparé.

—Eso espero —profirió tensando la mandíbula.

Dieter se caló el sombrero.

—Todo saldrá bien.

—No te entretengo más. ¡Qué tengas un buen viaje! ¡Buenas noches, Dieter! —¡Buenas noches, Otto!

El motor del automóvil de Christian rugía rompiendo el silencio brumoso de la noche. La puerta del copiloto se abrió y Dieter se acomodó en el asiento.

—¡Lo siento! Pero tu padre me ha entretenido con unos encargos de última hora.

—¡Ya! —Masculló entre dientes pisando el acelerador—.

No te molestes en seguir fingiendo conmigo. Conozco a los tipos de tu clase.

—Ya veo que sigues sin fiarte de mí —observó ajustándose los guantes—. Me consideras el espía de tu padre, ¿no?

—No sé exactamente qué eres. Pero tienes razón: no me inspiras confianza —hablaba sin perder de vista el camino polvoriento que moría en la imponente verja de hierro forjado, frontera de los dominios von Fischer.

—Cuando esta mierda acabe, entenderás muchas cosas que ahora se te escapan —Dieter le observaba por el rabillo del ojo.

—No quiero entenderlas, gracias —gruñó con agria ironía mientras dejaba atrás la enorme verja y a los dos SS que la custodiaban, y se desviaba por una carretera secundaria paralela al bosque que desembocaba en la vía principal—.

Trabajas para mi padre y se supone que le debes lealtad; en cambio, le traicionas.

Odias a los nazis, pero te desenvuelves entre ellos con comodidad, incluso con cierto placer —se detuvo en un cruce y aprovechó para escudriñar el rostro del abogado—. ¿A quién eres leal, Dieter?

—A mí —respondió sin apartar la mirada del haz de luz que sobre la carretera reflectaban los faros del coche.

—¡Claro! —Carcajeó sin ganas—. Los tipos como tú, sois mercenarios de la vida. Os vendéis al mejor postor, os prostituís como unas vulgares rameras.

Para vosotros todo tiene un precio. ¡Sois escoria! —sentenció apretando con rabia el volante.

La intempestiva reacción de Dieter le pilló desprevenido. Con una violencia inusitada, le apartó las manos del volante y de un brusco giro, sacó el coche de la carretera. A trompicones se tambaleó el automóvil, hasta detenerse milagrosamente a escasos metros de una hilera de árboles.

—¡Estás loco! —Le espetó Christian alzando el puño con intención de estampárselo en el rostro—. ¡Has podido matarnos!

—Para mí, tu vida tiene valor mientras la mía no corra peligro. ¿Me has entendido?

El cañón de la pistola quemándole la sien y la nervuda mano de Dieter oprimiéndole la nuez, le sorprendieron una vez más con la guardia baja. Sentía el frío gélido de la noche filtrándose por el vidrio de la ventanilla y penetrando por su coronilla.

—¡No vuelvas a juzgarme! —le advirtió con un brillo asesino en sus ojos azules—. No tienes ni idea de quién soy en realidad, ni de dónde venía cuando aparecí en la vida de tu familia —disminuyó la presión de su mano sobre su asfixiada víctima—. Lo único que debes saber, es que solo yo puedo ayudarte.

Ahora depende de ti; tú decides si confías en mí, o te quedas solo en esta historia —retiró el arma guardándola en el bolsillo del abrigo.

No era fácil decidir en dichas circunstancias. Le había apuntado con una pistola y durante unos pocos segundos, creyó que aquella férrea mano acabaría incrustándole la nuez en la nuca. Pudo matarlo y no lo hizo; pudo venderlo como un Judas cuando averiguó lo suyo con Moria y en cambio, le cubrió las espaldas.

Estudiaba su rostro, pero era incapaz de descifrar el misterio que le envolvía.

Confiar en él conllevaba un riesgo, un alto riesgo, pero tuvo que admitir, que dadas las circunstancias, no le quedaban muchas más alternativas.

—No puedo darte una respuesta ahora —dijo al fin—. Necesito tiempo para pensarlo.

—De acuerdo —aceptó Dieter—. Lo encuentro justo. Sabes dónde vivo y tienes mi número de teléfono. Te estaré esperando.

Fueron las últimas palabras que cruzaron aquella noche.