29 La verdad de Dieter Krauser

Biel ya tenía una nueva identidad y también un nuevo aspecto y aquella misma noche, abandonaría las minas para siempre hacia un destino que solo Abbot, su contacto y el catalán conocían. Antes de partir, se reunió con su amigo Christian para despedirse de él. Llevados por la emoción, ambos hombres se abrazaron sin ocultar sus sentimientos.

Cuando la camioneta se perdió en la espesa penumbra del bosque, Christian apostado a la puerta de la cabaña, se secó las lágrimas con la manga de la cazadora. Una vez más, Biel salía de su vida. ¡Maldita guerra!, se dijo. Sin embargo, confiaba en la buena estrella del catalán, pues solo así, podría cumplir la promesa que le había arrancado. Cabizbajo y de muy mal humor, entró de nuevo en la cabaña para matar el tiempo hasta la hora de la comida.

El sol se alzaba solemne en lo más alto de un cielo despejado y diáfano y en las minas se respiraba el aire festivo del Shabbat, aunque no todos participaban de la celebración con el mismo entusiasmo, solo algunos era devotos; el resto, o bien la religión nunca fue una presencia predominante en sus vidas, o la guerra y los nazis les alejaron irremisiblemente de la fe. No podían creer en un Dios que les había olvidado, pero respetaban la devoción del resto y no se inmiscuían en sus costumbres, e incluso como ese día, tomaban parte del festín. Llegada la hora de la comida y como el día invitaba a ello, apostaron a las puertas de las cabañas improvisadas mesas con caballetes y tablones. El último asalto a un convoy alemán cargado de provisiones, les permitiría complacerse de una copiosa comilona, por lo que el ambiente era animado: hombres y mujeres hablaban en tono jubiloso, comían con goce y bebían con deleite.

Un estallido fulgurante seguido de una estentórea explosión, les sorprendió en el ocaso de la celebración. La tierra se estremeció con furia bajo sus pies y una gigantesca nube de polvo y tierra se elevó al cielo grisáceo del anochecer. Las mesas se tambalearon, algunas saltaron por los aires con todo su contenido y un desconcierto caótico se desató en segundos. La impetuosa sacudida zarandeó los troncos de los árboles y las ramas se agitaron con violencia. La desorientación y la perplejidad, se apoderó de todos ellos.

—¿Qué diablos está ocurriendo? —gritó Abbot en el estrépito de la confusión. —¡Alemanes! —Vociferó Christian cobijándose tras una mata de arbustos del alud de disparos que provenían de la maleza del bosque—. ¡Nos atacan los alemanes!

—Nos duplican en número —replicó Abbot cargando su arma—, y tienen más y mejor armamento.

Hombres y mujeres repelían la inesperada incursión, descargando sus ametralladoras, sus fusiles, sus pistolas, contra los centelleos refulgentes que rasgaban la oscuridad lóbrega del bosque y algunos cayeron bajo las balas alemanas. Los lanzacohetes agujerearon las entrañas de las minas, arrasando grutas, cabañas, vegetación... Muchos volaron por los aires alcanzados en el fragor de las atronadoras explosiones. Entre ellos, Elina.

Christian pudo ver como el estruendo la alzaba del suelo, despidiéndola unos cuantos metros hasta estrellarse contra la árida breña del campamento.

Saltando los arbustos y corriendo de cuclillas, llegó a su lado mientras Abbot le cubría las espaldas.

—¡Elina! ¡Tranquila, estoy aquí!

Se arrodilló, giró el cuerpo malherido de la chica y sujetándola por la nuca con su fuerte mano, la atrajo hacia él. Con la otra mano, le despejó la frente de guijarros, hojarasca y tierra calcinada.

—No te esfuerces, alemán.

—Vamos, te sacaré de aquí.

—Déjalo, Christian —le pidió agonizante.

El ataque no cesaba y se hallaban inmersos en el fuego cruzado.

Elina tosió, escupiendo un débil hilo sanguinolento.

—No merece la pena... —su respiración era entrecortada—...que pongas tu vida en juego estúpidamente. Estoy muerta, Christian.

—No malgastes fuerzas hablando —le impelió conteniendo el llanto.

Elina abrió los ojos desmesuradamente, clavó las uñas en el musculoso brazo de Christian y expiró su último suspiro.

—¡Qué Dios te bendiga, Elina!

Sin reprimir las lágrimas, la tumbó con sumo cuidado sobre el suelo polvoriento. Echando una rápida ojeada a su alrededor, retrocedió descargando la munición de su ametralladora mientras Abbot le cubría desde su posición.

—Elina ha muerto —reveló Christian con los ojos enrojecidos.

—¡Malditos! —gritó Abbot poseído por el dolor y la rabia.

—Era una mujer muy valiente —fue todo lo que pudo decir.

Como poseído por un arrebato de locura, Abbot se apostó con su fusil tras el seto y apretando el gatillo, desgarró su garganta en un alarido desnaturalizado que retumbó en todos los recovecos del bosque y a Christian le puso los pelos de punta.

Pero la incursión proseguía y la situación para ellos se agravaba por minutos. Los alemanes avanzaban a gran velocidad sin obstáculos que se interpusieran en su camino. La gran mayoría de los que vivían en las minas buscaron refugio en las cabañas y allí precisamente encontraron la muerte. No quedaba una en pie; habían sido pasto de las bombas y de las llamas. Hombres y mujeres desparramados a lo largo y ancho del campamento, sembraban con sus cuerpos mutilados y ensangrentados la tierra desmembrada por las explosiones.

—Será mejor que nos larguemos de aquí —sugirió Christian.

—Adelántate tú —respondió Abbot—. Yo te cubro.

—¡Estás loco! ¡Son demasiados!

—¡Tengo que asegurarme si queda alguien con vida! —tenía los ojos desencajados y el rostro contraído—. ¡Así que lárgate! ¡Es una orden!

Christian se inclinó hacia él y agarrándole de la solapa de la cazadora, le sacudió con vehemencia, pues daba la impresión de estar sumido en un trance delirante. —No queda nadie con vida —le obligó a mirarle a los ojos—. ¿Es qué no lo ves? Abbot abrió la boca un segundo, pero no dijo nada. Con un rápido movimiento de ojos, divisó lo que quedaba de las viejas minas: fuego, muerte y destrucción. —Solo quedamos nosotros y si no nos largamos de aquí cuanto antes, acabaremos muertos o hechos prisioneros; y no sé lo qué es peor.

Abbot echó un vistazo a la avanzadilla de soldados que ya se divisaban en el ribazo de la colina.

—Sí, larguémonos.

Diciendo esto, sacó de su morral una granada de mano y tras arrancarle con los dientes la anilla de seguridad, la lanzó por encima de su cabeza contra la avanzada alemana.

—¡Ahora! —vociferó azuzándole a abandonar la zona.

La deflagración de la explosión se llevó con ella a unos cuantos soldados, permitiéndoles escapar de aquella ratonera.

Se ocultaron durante un tiempo prudencial en el bosque, sobreviviendo de lo que robaban al amparo de la noche en las granjas de la zona. Pero una mañana, Christian se despertó y solo halló las ascuas ardientes de la fogata de la noche crujiendo bajo la hornilla sobre la que reposaba una abollada y ruginosa cafetera, su mochila y su arma. Ni rastro de Abbot, ni de su caballo, un alazán de un rojizo relumbrante del que se apropiaron en una de sus incursiones.

Christian no hallaba respuesta para tan insólito suceso, pues Abbot no era de los que abandonaban a los suyos a su suerte. Entonces, ¿qué diablos había ocurrido durante la noche?

El viento filtrándose por la broza de los árboles zumbaba entre el ramal como un resoplido entrecortado y el chasquear de la hojarasca en el follaje del bosque, le puso en alerta. No se asemejaban a pisadas humanas, sino al trote lento de caballos. Con el arma en ristre, se ocultó al abrigo de la quiebra de un enorme pedrusco y esperó con ojo avizor sin apartar el dedo del gatillo.

De la maleza, surgieron unos hombres sobre imponentes monturas y encabezándoles, Abbot y su alazán escarlata.

Christian suspiró profundamente aliviado por su suerte y abandonado su escondrijo se reunió con Abbot, que le saludó con un fuerte apretón de mano y le presentó a sus acompañantes. Aquellos hombres, igual que ellos, llevaban años ocultos en las montañas, viviendo como furtivos y plantando cara a los alemanes.

Eran itinerantes, no permanecían mucho tiempo en un mismo lugar, se movían al mismo ritmo que los destacamentos nazis, alternando sus guaridas en los escondrijos más agrestes e insólitos. No sobrepasaban la docena y Christian se fijó en el aspecto de todos ellos, evidenciando la impresión que desde el principio tuvo: eran unos tipos montaraces, ceñudos y recelosos, que erguidos con petulancia sobre sus caballos, le analizaban con mirada desdeñosa. Tenían su propio líder, un tipo larguirucho con una giba prominente en la espalda. Mirarlo provocaba espeluzno. Era albino, de una tez tan nívea, que dañaba la vista. Sus ojos, de pupilas pálidas, traslúcidas, proyectaban una mirada incierta y gélida. Su cabeza, pequeña y redonda, estaba cubierta por un cabello crespo y tan blanco como su piel. Las guedejas desgreñadas, se enroscaban mugrientas sobre sus prominentes orejas. El labio leporino bajo su ancha nariz, dejaba a la vista unos dientes deformes y cerúleos. La arrogante expresión de su rostro albo cuando sus miradas se cruzaron, irritó a Christian, que desde el primer segundo experimentó una inexplicable aversión hacia aquel tipo soterrado y capcioso. Pero reparó en la admiración que el espíritu innato de liderazgo de Abbot despertaba en los desconocidos y como Pedja, que era así como se llamaba el individuo, no parecía molestarse. Sorprendentemente complacido, delegaba en su amigo Abbot toda la responsabilidad de dirigir y encabezar el grupo.

“Mejor”, pensó.

La sola idea de estar bajo las ordenes de un personaje tan irritante como aquel le ponía de mal humor.

Tras las concisas y explícitas indicaciones de Abbot, se internó junto a él y sus nuevos compañeros en la frondosa maleza del bosque cabalgando sobre la grupa del corcel de refresco que habían traído para él.

El día a día en la Alemania elitista, en la Alemania de las clases favorecidas, proseguía aislada de la apocalíptica realidad en la que estaba inmerso el mundo: una guerra que seguía asolando vidas y futuros. Enclaustrados en sus mansiones, en sus castillos, continuaban creyendo fervientemente en esa hegemonía aria que abanderaba la causa de aquella guerra sin fin. Cuando esa enojosa cuestión quedase solventada, Europa se convertiría en un lugar de paz y bienestar, un paraíso terrenal liberado al fin de las llamadas razas infrahumanas que ensombrecían con su presencia, el boato y la fastuosidad de un Imperio próspero y esplendoroso.

En la mansión von Fischer, el mundo giraba a un ritmo distinto.

Odelia, ignorada por su esposo, con el que apenas se cruzaba por los largos y espaciosos pasillos de la mansión cuando regresaba muy entrada la noche, se refugió en los brazos amantes de un banquero austriaco, viudo y con un patrimonio personal incalculable, que además de complacer sus gravosas excentricidades, satisfacía sus insatisfechos apetitos carnales.

Otto vivía sumido en su trabajo. Abandonaba la mansión con la aurora y regresaba rayando la anochecida. Detestaba encontrarse con su esposa, con la que ya no compartía ni alcoba. Llevaba semanas meditando la posibilidad de trasladarse a la ciudad, alquilar un apartamento próximo a su despacho. Además, la idea del divorcio tomaba más cuerpo y fuerza en su cabeza a medida que pasaban los días. No amaba a Odelia y tampoco la soportaba. No estaba dispuesto a perpetuar una farsa que no le llevaba a ninguna parte.

Ilse proseguía con su vida solitaria y aburrida. Sola la mayor parte del año en su señorial y majestuoso palacete, se pasaba las horas enclaustrada en el enorme salón sumergida en la lectura. Apenas hacía vida social y tampoco solía recibir muchas visitas. Cuando su esposo regresaba, el trato entre ellos era cordial durante el tiempo que duraban los escasos permisos.

Se masajeó la nuca, dejó el libro sobre el estante y apuró el té. Desde la mañana se sentía inquieta, angustiada... La llamada telefónica de Dieter la tarde anterior, haciendo referencia a “tengo que decirte algo muy importante”, con aquel tono de voz enigmático, le había trastornado. Miró la hora en su reloj de pulsera.

En menos de treinta minutos, Dieter haría su aparición por la puerta.

Arrebujándose bajo el chal de lana trenzada, se sentó en uno de los bancos de alabastro que circundaban el velador. Empezaba a refrescar y ella siempre había sido muy friolera. El mayordomo asomó por el corredor abovedado de coloridos rosales y tras reunirse con ella, le anunció una visita. Le dio indicaciones y el sirviente se alejó. Un par de minutos después, vio aparecer la imponente figura de Dieter. Sus ojos zarcos resaltaban bajo sus espesas pestañas.

—¡Dieter! ¡Cuánto tiempo! —dijo incorporándose.

—¡Ilse! ¡Gracias por recibirme! —inclinándose, le besó la mano.

—No digas tonterías —le reprendió mientras ambos tomaban asiento—.

Sabes perfectamente que siempre eres bien recibido.

—No creo que tu padre opine lo mismo.

—No me refería a mi padre.

—Lo sé —se quitó el sombrero.

—De veras, Dieter. Me alegra saber que estás bien —buscó sus bonitos ojos azules—. Tu llamada de ayer, supuso para mí un soplo de aire fresco en mi decepcionante vida. Oír una voz amiga después de tanto tiempo, siempre es reconfortante.

—Me complace saber que sigo teniendo aliados entre los von Fischer.

—Para mí eres algo más que un aliado. Eres el único amigo que tengo y la única persona en la que puedo confiar —una sombra de tristeza tiñó sus ojos marrones.

—Eres una mujer maravillosa, Ilse.

—¡Oh! Tú siempre tan adulador.

—Lo digo en serio. Tu hermano y tú, sois lo único honesto de esta familia.

—Christian —susurró cerrando los ojos—. Aún no puedo creer que esté muerto. Mi corazón me dice que sigue vivo en alguna parte —suspiró—, aunque su lápida refleje lo contrario.

—Tal vez... tu corazonada no sea tan descabellada.

Ilse volvió la cabeza abriendo los ojos desmesuradamente.

—¿Era eso lo qué tenías que decirme? —preguntó con las mejillas encendidas por la emoción.

—No, exactamente —carraspeó—. Pero hace un par de meses, coincidí casualmente con alguien que le conocía muy bien y con el que estuvo oculto en el bosque. —¿Me estás diciendo...? —hablaba atropelladamente—. ¿Qué Christian está vivo? ¡Oh, Dios mío! —Alzó la vista a la redonda luna brillando imponente en lo más alto del cielo—. ¿Y dónde está? ¿Dónde se oculta? —las preguntas se amontonaban en su garganta.

—En los bosques de Polonia. Su muerte no fue más que una simulación para desertar, fue el propio Christian el que se encargó de que encontraran su documentación entre los escombros. Apostado muy cerca del restaurante, aprovechó la confusión que generó la explosión para deshacerse de ella y desaparecer ocultándose en las montañas.

—La Resistencia —susurró—. ¿Y cómo puedes estar seguro de qué es él? Ese hombre pudo confundirse.

—Ese hombre es Biel, el médico catalán que trabajó en la consulta de tu hermano. Ilse aspiró profundamente.

—Christian vivo —se abrazó a sí misma—. Hasta ayer todo era gris y deprimente. Ahora la vida vuelve a estar teñida de color y te lo debo a ti, Dieter.

¡Gracias! —le dio un fugaz y tímido beso en la mejilla.

El abogado sobresaltado, dio un respingo. No estaba acostumbrado a que le dispensaran muestras espontáneas de cariño.

—Disculpa si te he ofendido —le pidió Ilse al ver su reacción.

—No, en absoluto —ruborizado, sonrió—. Solo que no es habitual ciertas manifestaciones afectivas tan expresivas hacia mi persona y me ha pillado por sorpresa. —Dieter, el solitario.

—Suena a Emperador romano —bromeó para quitarle hierro al asunto.

—Tú y tus ocurrencias —carcajeó divertida.

La rica heredera posó su mirada chispeante en las guirnaldas rosáceas que configuraban las campanillas sobre el tapiz verdoso de las enredaderas y que irradiadas por el brillante resplandor de la luna de aquella noche estrellada, refulgían como un sinuoso velo de diamantes.

—Aquí, en esta quietud, oyendo los susurros de la noche, nadie diría que estamos en guerra. Pero ahí afuera, miles de seres humanos están muriendo en este momento y otros miles morirán mañana. Y así continuará, hasta que alguien ponga fin a esta locura. ¡Es terrible! —se estremeció.

—Lo es, Ilse. Lo es.

—¿Qué más te dijo ese Biel? —preguntó arrebatándole la pitillera.

—¡Oh! No mucho más.

Su tono de voz no sonó convincente y la mujer le miró mientras daba lumbre a su cigarro.

—No sé por qué, pero tengo la sensación de que no estás siendo sincero.

El abogado desvió la mirada.

—¿Qué ocurre, Dieter? —inquirió suspicaz—. ¿Qué le ha pasado a Christian? —su repentina alegría había desaparecido.

—Nada, tu hermano está bien.

—Entonces, ¿por qué has eludido mi pregunta?

Un destello chispeó igual que un relámpago en su cabeza. Si Dieter no mentía y su hermano se encontraba a salvo, solo podía tratarse de Moria y el pequeño Adriel.

—Mírame, por favor —le rogó—. ¿Qué más te dijo ese hombre?

El abogado vaciló unos instantes.

—Hace mucho tiempo que dejé de ser una niña —añadió.

Dieter se llevó las manos a la cara frotándosela con vehemencia. Exhaló un hondo suspiro, dejó caer los brazos y volviéndose hacia Ilse, la miró fijamente.

—Después de la deportación, Moria y Adriel subsistieron a duras penas en uno de los muchos guetos que nuestro glorioso gobierno cercó en los barrios judíos de Polonia. Inmundicia, miseria, hambre, frío, epidemias, ratas, piojos... ese era el día a día que debían soportar hacinados en una mísera y húmeda habitación —su mirada zarca se endureció—. Adriel partió de Berlín con un insignificante catarro que tu propio hermano estaba tratando. El largo viaje en un mugriento vagón de ganado empeoró considerablemente la salud del crío, y las infrahumanas y degradantes condiciones de vida del gueto, como te imaginarás, no ayudaron a que el pequeño se restableciera.

Se hizo un silencio, roto solo por el canturrear estridente de los grillos.

—Nada pudieron hacer por él, Ilse —sostuvo su mirada empañada en llanto—. Adriel murió a finales del año pasado.

Le fue imposible contenerse por más tiempo y tras tirar el cigarrillo sobre el pedregullo del pavimento, rompió a llorar compulsivamente. La feliz noticia de que su hermano estaba vivo, se disipó con la rapidez del humo. Buscó refugio a su penar en los hercúleos brazos de Dieter.

—¡Pobre criatura! ¡Era tan pequeño! —se lamentaba entre sollozos contritos mientras el rostro risueño de Adriel se cristalizaba en su cabeza.

—Solo tenía tres años.

—¡Angelito! ¡Apenas era un bebé!

Su congoja era sincera y Dieter no dudaba de ella.

—¿Lo sabe Christian? —preguntó incorporándose y buscando su pañuelo en el puño de la rebeca de punto inglés; con manos trémulas se enjugó la cara.

—Sí lo sabe —corroboró apesadumbrado.

—¡Pobre hermano mío! —su zozobra y su llorera se intensificaron—. ¡Ha tenido que ser terrible para él, saber que su hijo ha muerto y que no volverá a verle nunca más!

Arrugó el pañuelo entre las manos con rabia frenética.

—¿Y Moria? Ha debido ser un infierno para ella, sola con su hijo —sacudió la cabeza abrumada—. ¡Malditos! ¡Malditos mil veces! —bramó con ira furibunda.

—Ilse, no te alteres, te lo ruego —le pidió.

—Mis padres, Dieter. Ellos son los únicos culpables de que ese niño esté muerto, que su madre se encuentre vete a saber dónde y que mi hermano se oculte en las montañas como un furtivo. Ellos lo maquinaron todo.

—Ilse, por favor —la sujetó por los delicados hombros—. Atiéndeme, te lo ruego. Naturalmente que pagarán por sus mezquindades. Pero si te sirve de consuelo, Moria está viva y a salvo.

Un fugaz brillo de alborozo asomó a los enrojecidos ojos de Ilse.

—Escapó de la evacuación del gueto con documentación falsa.

—¡Gracias a Dios! —exclamó con un hondo suspiro.

—Lo mejor de todo, es que en breve se reunirá con tu hermano.

—¿Lo dices en serio? —sus ojos se abrieron de par en par y la sonrisa volvió a su rostro.

Dieter asintió.

—¡Eso es estupendo! Después del..., insufrible martirio que han vivido, merecen una nueva oportunidad. Empezar de cero, si es que pueden.

—Ojalá logren superar todo el dolor que han sufrido.

—Pero mis padres deben pagar por la muerte de Adriel. No podemos permitir...

—Precisamente, ese es el motivo de mi visita —bajó el tono de voz captando la máxima atención de su interlocutora—. Pero tengo que estar completamente seguro de que puedo contar contigo.

—Nos conocemos desde hace muchos años, Dieter —le increpó dolida—. Me ofende que dudes de mi lealtad.

—No dudo de tu lealtad, pero la información que poseo, también te afecta directamente —su mirada y su voz se tornaron graves—. A ti, a tu hermano... y a mí.

—¿A ti? —preguntó extrañada.

—Sí, Ilse. A mí.

—Dieter, conseguirás asustarme.

—No es esa mi intención.

—Pues créeme que lo estás consiguiendo.

—¿Hasta qué punto estás dispuesta a traicionar tu legado sanguíneo?

—¿Qué quieres decir? —preguntó con las finas cejas enarcadas.

—Odelia —frunció el entrecejo—. Estoy hablando de tu madre, Ilse.

—¿Mi madre? ¿Y mi padre? Has olvidado que fue él...

—De Otto me ocuparé más adelante. Tu padre es una cuestión personal y en este momento le necesitamos. Ahora, la prioridad es Odelia.

—¿Qué pretendes, Dieter?

—Acabar con ella —reveló con determinación—. Destruirla definitivamente, que no quede ni el más mínimo rastro de duda sobre su auténtica personalidad y sus muchos crímenes.

Ilse leyó dolor en los ojos zarcos y luminosos de Dieter mientras pronunciaba aquella sentencia.

—Lo has conseguido: estoy realmente asustada.

Lo cierto, es que fue aquel fuego de odio en la mirada resentida de Dieter lo que la sobrecogió.

—¿Dónde crees qué he estado todo este tiempo? —Visiblemente inquieto, se atusó el cabello—. Recabando información, acumulando pruebas. Odelia von Fischer es una asesina despiadada, una auténtica psicópata y muy, muy peligrosa. —¡Dios mío, Dieter! ¿Qué sabes de mi madre?

—Todo, Ilse, lo sé todo. Y cuando la desenmascare, la verdad lastimará a mucha gente.

—¿Formo yo parte de esa gente? —preguntó con un hilo de voz.

—Sí —respondió escueto.

—Entiendo —susurró—. No importa, no será la primera vez que mi madre me lastima. Lo ha hecho deliberadamente, en mis propias narices, procurándome el dolor más desgarrador que una mujer puede sentir.

Dieter conocía con detalle los trágicos acontecimientos que rodearon la muerte de la hija de Ilse. Fue ella misma la que le informó en una de sus escasas conversaciones telefónicas. La miró con inmensa ternura. Sentía por ella un cariño sincero y también una honda pena. Durante años, fue el pelele de su madre, sin presentar jamás batalla a sus abusos y mezquindades. Aún no había cumplido los treinta años y sus facciones mostraban los rasgos de una vida más bregada y curtida. Los azotes de la vida la habían fortalecido, dejando atrás a la estirada y mentecata peripuesta que fue en el pasado. Junto a él, se sentaba una mujer de semblante sereno y mirada firme.

—Nada en esta vida me satisfaría más ni me reportaría más placer, que ver a mi madre destruida y hundida en la mierda —un centelleo avieso chispeó en sus ojos marrones, como poseída por un perverso pensamiento—. Déjate de digresiones y ve directo al grano —le conminó irguiéndose bajo el chal—. Estoy deseando verla arrastrándose por el fango —echó una ojeada a su alrededor y se incorporó—. Pero mejor continuamos dentro la conversación. ¿Por qué no te quedas a cenar?

—Si no te va a causar ninguna molestia.

—No digas tonterías —le regañó—. Mi cocinera guisa el pavo como nadie. Ya verás, te chuparás los dedos —colgada de su brazo, le tentaba deliberadamente mientras se dirigían al palacete por el corredor de los rosales.

—Estoy deseando probar ese pavo —comentó animado.

Apenas eran las ocho y ya era noche cerrada.