12 Estoy embarazada
Moria estaba embarazada, pero no por ello dejó de acudir al consultorio todos los días, como venía haciendo desde la trágica muerte de Roderika, revelándose como una eficiente enfermera, después, eso sí, de un acelerado cursillo de enfermería impartido por su esposo. Cuando empezó a advertir los primeros síntomas dos meses atrás, una desbordante alegría llenó de júbilo su corazón. Por fin ese hijo que tanto deseaban ambos y que parecía negarse a llegar, y no porque no pusieran especial empeño en ello. Estuvo tentada de confesárselo a Christian, pero no deseaba hacerle albergar falsas esperanzas hasta estar completamente segura, así que se lo confió a Biel. Aprovecharon una mañana que Christian había salido a una visita domiciliaria urgente para realizar los análisis y cuando el médico catalán le confirmó con expresión radiante lo que ella ya intuía —su cuerpo no podía engañarle—, una amplia sonrisa de absoluta felicidad iluminó su bonito rostro. Con la dicha aflorando por todos los poros de su piel y ante el asombro del apocado Biel, se colgó de su cuello plantándole un sonoro beso en la mejilla. Después, le rogó que esa noche demorara su regreso; deseaba sorprender a Christian con una cena especial.
—Tranquila —le dijo guiñándole un ojo—. Cenaré en casa de Lea.
—Gracias, Biel.
Cuando llegada la noche, Christian entró en el comedor encontrándose la mesa vestida con sus mejores galas y a Moria con el rostro radiante esperándole de pie ante ella, no pudo más que preguntar:
—¿Y... esto?
Su esposa caminó hasta él y cogiéndole una mano, la posó sobre el abdomen mientras sus ojos brillaban por la emoción. Fue suficiente.
Christian, asaltado por la euforia, era incapaz de articular palabra. La miraba a ella y miraba su vientre sin acabar de creérselo. Sintió que tenía ganas de llorar, de reír, de gritar... Una parte de él crecía en el interior de Moria y nada podía proporcionarle más felicidad. Atrapándola por la cintura, empezó a girar con ella en brazos por el centro del comedor.
—¡Te amo! ¡Te amo! ¡Te amo!... —le repetía a grito en voz para que le oyera ella y el resto del mundo.
—Conseguirás que me maree —le dijo asida a su nuca sin poder contener la risa.
Christian se detuvo y dejándola con cuidado en el suelo, le repitió entregado de amor.
—Te amo.
—Yo también te amo —respondió derritiéndose bajo su ardiente mirada.
—Me has hecho el hombre más feliz de la tierra.
—Yo también soy muy feliz.
—Y... ¿desde cuándo lo sabes?
—Esta misma mañana me lo ha confirmado Biel. No te enfades —le dijo viendo su mohín de disgusto—. No quise decirte nada hasta estar completamente segura. Deseabas tanto este hijo que...
—No importa, en serio —le regaló una sonrisa—. ¿Y sabes...?
—Si las cuentas no me fallan, estará con nosotros en primavera —se acarició el vientre—. ¿No es maravilloso? Vamos a tener un hijo —la emoción la superaba y sus ojos se nublaron de lágrimas.
—Es la mejor noticia que podía recibir —la atrajo hacia sí mirándola profundamente—. Conocerte es el mejor regalo que me ha hecho la vida.
Sus labios se encontraron fundiéndose en un apasionado beso. Se olvidaron de la apetitosa cena que les esperaba sobre la mesa y se perdieron en el dormitorio, donde se entregaron a la pasión de sus sentidos.
Mientras tanto, afuera, en todas las calles de la nación, tenía lugar la ceremonia anual que conmemoraba la muerte en “combate” de los quince camaradas caídos durante los enfrentamientos del Putsch. Y como todo ritual nazi, éste no se libraba del “toque mágico”. Con una intención retorcidamente siniestra, a través de los altavoces estratégicamente colocados en todas las esquinas y plazas alemanas, la voz del cojo ministro Goebbels se dejaba oír enérgica y viva-mente, llamando uno por uno a los quince heroicos patriotas fallecidos aquel aciago día y unas voces anónimas respondían por ellos, como si las almas de éstos se hallasen presentes. El fanatismo nazi les hizo inmortales y esa inmortalidad se plasmó en el “Templo del Honor”, el mausoleo donde fueron enterrados y que reconvertido en lugar de culto, servía como punto de encuentro para los acólitos nazis. Allí culminaba el homenaje con el pertinente y siempre exaltado discurso del Ministro de Propaganda.
—¡...La noche de los muertos...! —Clamaba Goebbels con énfasis—.
¡...Los muertos desfilan a media noche en una obra ceremoniosa mística al nacimiento del Reich...! ¡...Luchan, mueren y acaban victoriosos, tal y como el Tercer Reich fue fundado...!
Pero en el interior del dormitorio, ajenos a la soflama de Goebbels, ellos solo oían la melodía de sus encendidos gemidos y la sinfonía de sus vehementes suspiros.
La única nota triste que ensombrecía la dicha de ese hijo que ya crecía dentro de ella, era esa dolorosa y forzosa distancia que sus padres parecían querer eternizar. En más de una ocasión, estuvo tentada de descolgar el teléfono y hablar con ellos; suplicarles su perdón y comunicarles la feliz noticia de que iban a ser abuelos; ahora más que nunca los necesitaba a su lado. Pero en el último instante, justo cuando descolgaba el auricular, el temor le asaltaba y con el llanto anegando sus ojos, desistía de su intento. Llegó a plantearse la posibilidad de ir personalmente, llamar a la puerta y rezar para que no se la cerraran en las narices. Pero incomprensiblemente, todo su temperamento, su valentía, su decisión, se desvanecían cuando se trataba de sus padres. No podía imaginar, que aquella reconciliación imposible, ocurriría mucho antes de lo que ni siquiera hubiera soñado.
Todo empezó una nevada y gélida tarde. Las calles estaban tapizadas de blanco y gruesos copos de nieve caían de un cielo ceniciento que teñía de gris el paisaje. Eran pocos los que se atrevían a desafiar las bajas temperaturas y el fuerte viento que incrementaba la sensación de frío. Y de esos pocos, Moria y Christian, que tapados hasta los ojos, se dirigían a Winterfeldplatz, para asistir un parto que por lo visto se había presentado con complicaciones.
Lea, sentada en la sala de espera del consultorio, esperaba pacientemente a que Biel acompañara a su último paciente a la puerta mientras le aconsejaba que por el bien de su hígado, se olvidara del vino y del aguardiente durante una larga temporada. Después y como el tiempo no invitaba a perderse por las calles, subieron al apartamento y se sentaron al calor de la chimenea. Mientras degustaban un reconfortante té, Biel le habló de la desazón que en los últimos tiempos le abrumaba. La guerra civil que se libraba en su país desde hacía más de dos años, cuando unos Generales de alto rango, entre ellos Francisco Franco, se sublevaron contra el legítimo gobierno republicano elegido democráticamente en las urnas, le había sumido en un estado permanente de desasosiego. Desgraciadamente, a esas alturas del conflicto y gracias a la inestimable ayuda de Hitler y Mussolini, y a la medrosa postura de Inglaterra y Francia, que no intervinieron en el conflicto escudándose tras un cobarde “Pacto de no agresión”, la victoria se decantaba hacia el bando de los sublevados. Aquella certeza le provocaba una frustrante sensación de impotencia y no porque se considerase un cobarde; meses atrás, se planteó muy seriamente la posibilidad de enrolarse en las Brigadas Internacionales, regresar a España y aportar su granito de arena en aquella guerra contra el fascismo. Pero acabó desechando la idea, cuando Lea le suplicó sujetando sus grandes manos y llorando como una magdalena, que no hiciera tal cosa, que no la abandonara para enrolarse en una guerra donde podría perder la vi-da. Finalmente, se plegó a los ruegos de su novia, pero cada día que pasaba lejos de los suyos, de los que no había vuelto a tener noticias desde el inicio del conflicto, suponían una angustia que le mortificaba despierto y le atormentaba en sueños.
Lea, sumamente afligida por el sufrimiento de su novio, le miró lleno de ternura. Levantándose del sofá, acercó el escabel y sentándose a sus pies, atrapó sus manos entre las suyas besándolas dulcemente.
—Ojalá esa guerra acabe pronto y puedas regresar a tu país para reunir-te con tu familia. Desgraciadamente, amor mío, injusticias hay en todas partes. Mira lo que le ocurrió a los Fresser...
Le habló de la detención de los padres de su amiga y de la terrible experiencia que vivieron mientras estuvieron retenidos en las dependencias de la Gestapo, rogándole que le guardara el secreto. Sin embargo, Biel no necesitó romper su palabra. Una repentina punzada en el pecho, empujó a Lea a alzar la cabeza y su bonito rostro palideció.
Christian y Moria, asidos de la mano y con restos de nieve aún sobre sus abrigos, permanecían estáticos mirándoles absortos desde la puerta del salón. La joven ignoraba cuánto tiempo llevaban allí, pero por sus rostros contraídos por la ira, dedujo que el suficiente para haberlo oído todo.
—Lo siento, Moria. Yo... —fue todo cuanto se le ocurrió decir.
La chica, frunciendo los labios y conteniendo las ganas de llorar, no le respondió. Dando media vuelta, corrió a su dormitorio.
Christian, con los brazos estirados a lo largo de su cuerpo, apretó los puños en un arrebato de rabia, clavando su mirada encendida en Lea durante un par de segundos que a la chica le parecieron una eternidad y sin pronunciar palabra, giró sobre sus pies y siguió a su esposa.
Su reacción no se hizo esperar; bastante había soportado ya las maldades de su padre. Por deferencia a Dieter, se mantuvo al margen en contra de su voluntad en los casos de Roderika y Shmuel. Pero atacar a sus suegros, había traslimitado las barreras de su infinita paciencia. La vil maniobra urdida por el pérfido de su padre con el único fin de amedrentarles, no podía quedar impune por mucho que Dieter discrepara al respecto.
Moria intentó sin éxito disuadirle de la idea, después de todo, sus padres estaban bien, le dijo a punto de romper a llorar; y el mismo resultado obtuvo, cuando le suplicó quedarse en casa. Le aterraba la idea de ver de cerca a los von Fischer. Pero Christian, dando muestras una vez más de su incorregible terquedad y de que cuando se le metía algo entre ceja y ceja llegaba hasta el final sí o sí, se negó a escucharla manteniéndose firme en su decisión. Así, que en contra de su voluntad, allí estaba, en la inmensa y lujosa mansión de la familia de su marido.
Christian le prometió justo antes de salir de casa, que después de ese día, su familia dejaría de ser esa sombra permanente que parecía perseguirles allá dónde iban. Ella no estaba tan segura, de que los von Fischer se sometieran así como así a los requerimientos de su esposo, tal y como él afirmaba.
Dieter, que en ese momento salía del despacho, parpadeó atónito. Precedidos por Igor el mayordomo, Christian, arrastrando literalmente de la mano a su mujer, se dirigía con paso decidido al salón principal. Se apresuró por el amplio pasillo interponiéndose en el camino de la comitiva.
—Un momento, Igor —le detuvo haciéndole una señal con la cabeza para que se retirara a sus quehaceres—. ¿Se puede saber qué diablos haces aquí?
—le preguntó bajando ostensiblemente la voz y aproximándose a ellos—. ¿Te has vuelto completamente loco?
—¿Por qué me ocultaste la detención de los Fresser? —inquirió Christian con el semblante nublado por la furia.
—Pasemos al despacho... —le invitó echando una rápida ojeada a su espalda. —¿Por qué...? —le atajó de malos modos.
—Porque afortunadamente no sufrieron ningún daño y no creí conveniente alarmaros innecesariamente. ¡Lo siento, Moria! —la miró un instante.
—Estoy empezando a cansarme de lo que a ti, te parece conveniente o no.
—De acuerdo. Es posible que me equivocara ocultándoos algo tan serio.
Pero eso no justifica que estés aquí y menos aún, que hayas traído a tu esposa contigo. ¿Es qué has perdido la cabeza? ¿Qué quieres, Christian...? ¿Qué tu padre os mate a los dos? —Endureció el rostro—. Si lo que buscas es que te maten, dímelo, porque me quedo fuera.
Christian no le respondió. Apartándolo con brusquedad, intentó seguir su camino, pero Dieter le sujetó firmemente por el brazo obligándole a detenerse.
—Christian, por favor —le rogó apretando los dientes.
El médico dio media vuelta lanzando un hondo suspiro.
—Estas no son las maneras de hacer las cosas, no con tu padre. Otto von Fischer no está acostumbrado a perder y contigo siempre lo hace. Tú eres el único que consigue despertar en él un irritante sentimiento de fracaso y desafiarle en su terreno, solo contribuirá a incrementar su ira.
Christian continuaba con el rostro contraído, con los labios apretados y la mandíbula tensa, sin atender a razones.
—Lo siento, Dieter, pero me he cansado de vivir con miedo, de vivir como los fugitivos, en la clandestinidad. Ya he olvidado la última vez que pude salir a cenar con mi esposa. ¡Oh, sí! ¡Disculpa! —Con expresión socarrona, fingió un repentino brote de memoria—. Si no recuerdo mal, la última vez fue hace seis meses, y dos de tus hombres tuvieron la gentileza de acompañarnos, eso sí, en la mesa contigua. ¡Todo un detalle! —Ironizó arqueando una ceja—. Se acabó, Dieter. Quiero tener una vida normal, poder pasear con mi esposa, ir al cine, a patinar al lago... Quiero hacer lo que hace la gente corriente. No deseo pasarme el resto de mi vida escondiéndome y escondiéndola a ella. Dime, Dieter... ¿qué diferencia hay entre ocultarla o avergonzarme de ella?
—Pero no son las maneras, Christian. Enfrentarte a tu padre no es la solución. Nada se puede hacer ya por Roderika Maurer y Shmuel Shein. Pero si realmente quieres proteger a los Fresser y protegerla a ella —la señaló con el de-do—, marchaos antes de que tus padres adviertan vuestra presencia.
—¡Vaya, vaya, vaya! —la voz grave de Otto les llegó desde el fondo del amplio pasillo y de inmediato todos palidecieron—. ¡Pero si mi hijo ha tenido la gentileza de visitar a sus padres!
Moria notó como sus piernas se volvían frágiles como los juncos en la primavera, siendo incapaces de sostener el peso de su cuerpo. Los latidos de su corazón se aceleraron ensordeciendo sus oídos y la voz de su suegro le llegaba distorsionada. Se aferró a la mano de su marido.
Otto se aproximó a ellos con paso sigiloso, complaciéndose con esa sensación de temor que provocaba su presencia.
—¿A qué debemos el honor de tu visita? —ironizó con sonrisa aviesa.
—No es una visita de cortesía, como habrás imaginado —respondió Christian mirándole directamente a los ojos.
—¡Menuda decepción! —Hizo un chasquido con la boca—. Por un momento, he creído que habías venido a presentarnos a tu esposa —ojeó a Moria como si de una inmunda rata de cloaca se tratase—. Entonces, tú dirás a qué has venido.
Christian dio un paso al frente.
—Si estoy aquí, no es por gusto, créeme —alzó un dedo amenazante—.
He venido para advertirte que nos dejes en paz. A nosotros y a los Fresser. No vuelvas a intentar nada contra ellos, o juro por Dios que acabaré con tu miserable vida.
Otto exhaló un hondo suspiro clavando sus ojos azules en el porte altanero de su hijo. Dieter contuvo la respiración y Moria se asió con más fuerza a la mano de su esposo.
—No solo desafías mi autoridad casándote con esa —una vez más la miró con infinito odio—, mujer. Tienes los arrestos de venir a mi casa y amenazarme. Si no fueses mi hijo, ya estarías muerto.
—Esa es tu manera de solucionar los problemas: matando gente inocente como Roderika Maurer y Shmuel Shein. Aunque claro, a ti nunca te salpica la mierda; el trabajo sucio lo hacen tus esbirros.
—No sé quiénes son esas personas de las que me hablas —mintió con hiriente descaro.
—No te creo.
—Lo lamento, porque es la verdad —contempló el puro habano que fumaba. —Sigo sin creerte —reiteró esbozando una mueca de desprecio—.
¿Tampoco tuviste nada qué ver con la detención de los Fresser?
Christian percibió una súbita inquietud en el semblante impertérrito de su padre tras formularle la pregunta.
—Ese asunto es una cuestión personal —arguyó tensando la mandíbula—. Si no te hubieses casado con esta maldita judía, nada les hubiera ocurrido a esos Fresser. Tu insolencia desafiando mi autoridad merecía una lección.
—¡Eres un miserable! Utilizar tu poder para descargar la ira de tus frustraciones sobre dos personas que no te han hecho nada, es un acto de cobardes.
Otto se irguió con soberbio orgullo, tragándose la furia exacerbada que solo su hijo lograba despertar.
—Vengo de una familia de rango abolengo —el tono de su voz denotaba orgullo—. El apellido von Fischer está emparentado con la familia real austriaca.
Otto von Fischer no nació para sufrir humillaciones y tu matrimonio con esta zorra, además de una aberración repugnante, es una ofensa imperdonable. Jamás en esta familia, nadie había mancillado de manera tan ominosa nuestro nombre, nuestra reputación. ¡Eres una deshonra para todos nosotros! Has arrastrado nuestro apellido por el fango amancebándote con esta perra... —su boca dibujó una mueca de disgusto—...y tienes las agallas de amenazarme.
Christian soltó la mano de Moria y avanzando un paso, pegó su frente a la de su padre.
—Una sola ofensa más a mi esposa y juro que borraré esa estúpida sonrisa de tu cara.
Ante la gravedad de la situación, Dieter decidió intervenir. Acercándose a ellos, posó su mano sobre el hombro del médico.
—Christian, por favor... Es tu padre —le recordó.
—Te equivocas, Dieter —respondió regresando sobre sus pasos—. Esta sabandija repugnante no es mi padre. Prefiero pensar que nunca he tenido padre.
—¿A qué vienen esos gritos?
El tono de la discusión había traspasado los tabiques del salón y Odelia no dudó en salir para averiguar qué sucedía. Mientras caminaba al encuentro de su esposo, logró atisbar por encima de su hombro, el rostro enfurecido de Christian; la ancha espalda de Otto le impedía ver a Moria. Su blanquecino rostro se tornó marmoleo, cuando la descubrió asida a la mano de su hijo. Le bastó ver sus ropas para saber que esa mujer no pertenecía a su clase social. Su instinto de madre se puso en guardia.
—¿Qué ocurre, Otto? —inquirió con acritud cuando estuvo a su altura.
Moria creyó que no podría soportar ni un segundo más aquello. Ni la presencia de Christian lograba ahuyentar el pavor que la dominaba.
Dieter deseó no haber tenido la “brillante” idea de recoger aquellos malditos documentos, que después de todo, tampoco eran tan urgentes. La aparición de Odelia en aquella tensa reunión, era lo peor que podía haber ocurrido.
—Christian ha tenido la gentileza después de casi tres años, de venir a presentarnos a su esposa.
—¿Su qué...? —su voz se ahogó en un silbante chillido.
—Su esposa, querida. Su esposa —reiteró mordaz.
Odelia se llevó una mano a la frente mientras que con la otra se sujetaba al fornido brazo de su marido. Un ligero vahído la desestabilizó unos instantes y los latidos de su corazón se dispararon acelerados.
—Permíteme hacer las presentaciones: Odelia, te presento a Moria Fresser... ¡Oh, qué tonto! Quise decir: Moria von Fischer, la esposa judía de nuestro hijo.
El techo del vestíbulo empezó a girar en torno a la rubia cabeza de Odelia. El momentáneo aturdimiento le hizo perder la noción de la realidad, llegando a pensar que estaba siendo víctima de una espantosa pesadilla. Fuertemente sujeta al brazo de Otto, parpadeó para recuperar el enfoque de la situación, iniciando un escrupuloso examen a la piojosa judía que estaba manchando con sus mugrientos zapatos la carísima alfombra que vestía el suelo del vestíbulo e impregnando con su repulsivo olor todos los rincones de la mansión. Algo más repuesta, clavó sus ojos inyectados en sangre en Otto.
—¡Exijo una explicación! —requirió con el rostro arrebolado en furia.
—Yo te la daré.
Odelia volvió la cabeza hacia su hijo, que le sonreía con insolente burla.
—Hace cuatro años conocí a esta mujer y me enamoré de ella. Un año después, nos casamos y desde entonces, vivimos en un acogedor apartamento y somos inmensamente felices. Felicidad que se verá incrementada dentro de cinco meses, cuando nazca nuestro hijo.
La noticia cayó sobre el matrimonio como una cascada de agua helada.
Dejaron de respirar y sintieron como sus estómagos se revolvían en arcadas.
Dieter les miró un instante y agachó la cabeza. Sabía que el enfrentamiento era inevitable; su buen amigo Christian acababa de firmar su sentencia de muerte.
Odelia tomó aire llevándose la mano al pecho. Sus senos se agitaban con el ritmo acelerado de su respiración. Tenía la sensación de que el mundo se detenía en el vestíbulo y que el infortunio se cernía sobre ellos como una maldición. Otto, estático y con el rostro lívido, permanecía inmerso en un trance de pasmo y confusión. La judía estaba embarazada, una subhumana portaba en su vientre el linaje de su estirpe. Sonaba aberrante y un súbito arrebato de locura empezó a nublar su razón y su discernimiento.
—¿Cómo has podido permitirlo? —Inquirió Odelia voz en grito mirando a Otto—. ¿Cómo has podido ser tan descuidado, tan negligente? Tenías que haberme dejado a mí y no ocultármelo. Esta puerca jamás se habría casado con nuestro hijo —le reprochó con expresión desdeñosa.
—No voy a consentir que vuelvas a ofender a mi esposa —le advirtió Christian.
—¿Qué no me vas a consentir? ¿Quién te crees qué eres? Estás en mi casa y encima, tienes la desfachatez de traer a esta perra que no ha dudado en dejarse preñar para cazarte —miró a Moria—. Pero no te saldrás con la tuya, zorra. Mi marido es un hombre muy poderoso en este país y anulará ese disparata-do matrimonio que nunca se debió celebrar —miró el fino cuello de la chica y se imaginó estrujándolo entre sus manos—. Tendrás que buscarte a uno de los tuyos para que cargue con ese esperpento que crece en tu vientre.
—¡Se acabó! —Vociferó Christian a punto de estallar—. ¡Nos vamos! No tiene ningún sentido continuar en esta cueva de lobos.
—Disfruta mientras puedas de tu puta —arremetió con tono arrogante Odelia—. Cuando tu padre consiga vuestro divorcio, me encargaré personalmente de que esta furcia acabe en un burdel de la India; así, no habrá posibilidad de que vayas a buscarla.
Christian se detuvo un momento y soltando la mano de Moria, se plantó frente a su madre.
—Aunque la enviaras al mismísimo infierno, iría a buscarla. No te acerques a ella, no se te ocurra tocarle un pelo, porque como le suceda algo, vendré a por ti y rajaré tu bonito cuello.
Odelia leyó en los ojos llenos de odio de su hijo que la amenaza iba en serio. Pero acostumbrada a decir la última palabra, se irguió con vanidosa afectación intentando disimular su ofuscación.
—Sé que actúas inducido por las malas artes de esa judía que ha conseguido ponerte en nuestra contra. Por esa razón, no tendré en cuenta tus amenazas, hijo; pero me entristece comprobar, que esta maldita mujer ha conseguido separarte de tu familia.
—Tu madre tiene razón. Cierto que nuestra relación siempre ha estado marcada por la disputa y la discrepancia, nuestros puntos de vista no siempre coinciden; pero nada que no pueda solucionarse con un poco de diálogo y con algo de manga ancha.
Dieter observaba atónito la grotesca escena que se sucedía a escasos pasos de él.
—La aparición en tu vida de esta mujer, fue determinante para que acabaras distanciándote definitivamente de nosotros. Esa mujer —la señaló con un dedo—, es la única culpable de que ya no seamos una familia.
—Se equivoca, Otto von Fischer —le espetó Christian con hondo desprecio—. Esta familia hace mucho tiempo que dejó de ser una familia —frunciendo el entrecejo, esbozó una mueca de desidia—. De hecho, nunca hemos sido una familia de verdad. Así, que olvidaros de mí y no volváis a llamarme hijo, porque yo no me considero hijo vuestro. Para vosotros, estoy muerto y enterrado.
Tras proclamar su sentencia, giró sobre sus pies y con Moria de la mano, recorrieron la distancia que les separaba de la puerta, que el mayordomo amablemente les abrió y se perdieron en el paisaje siberiano de aquel gélido atardecer dominguero.
Los von Fischer permanecieron largo rato sumidos en un incómodo silencio. Dieter tampoco osaba abrir la boca, temiendo pagar la ira de su jefe y de su esposa.
—Me trae sin cuidado los métodos que utilices para deshacerte de esa mujer —la voz airada de Odelia tronó como un estrépito—. Mátala, depórtala o dásela de comer a los cerdos, pero aleja a esa mujer de mi hijo y hazlo ya —le exigió a su esposo antes de desaparecer por el recodo que daba a la escalera.
Otto no respondió, como si estuviese muy lejos de allí. Con el puro apagado entre sus dedos y con la otra mano metida en el bolsillo del pantalón, permanecía absorto mirando hacia ninguna parte. Sin decir nada, dio media vuelta encaminándose directamente a su despacho. El portazo resonó en toda la mansión.
Dieter se quedó unos minutos más en el vestíbulo. Llevándose la mano a la frente, se la frotaba reflexionando sobre lo sucedido.
“¿Qué ocurrirá a partir de ahora?”, se preguntó.
¿Qué pensamientos discurrirían por la mente ofuscada de Otto? ¿Continuaría confiando en él? ¿Hasta qué punto el arrebato colérico de Christian podría perjudicarle?
Visiblemente preocupado, metió las manos en los bolsillos del pantalón, echó la cabeza hacia atrás cerrando los ojos y exhaló un hondo suspiro. De buen grado se largaba de allí sin mirar atrás, hacía sus maletas y en unas horas estaría aterrizando en el aeropuerto internacional de Londres. Pero tenía una misión que cumplir y Dieter Krauser jamás dejaba los trabajos a medias. Se atusó el cabello, carraspeó para renovar la saliva de su boca seca como una pasa y encaminándose hacia el despacho, se dispuso a recibir los primeros embates de la furia encolerizada de su jefe. Algún día, se resarciría de todas sus humillaciones.
El temperamento autoritario y dominante de Odelia von Fischer le impelía a actuar, a remover cielo y tierra para poner fin aquella locura de matrimonio que había convertido su vida en una horrenda pesadilla. No podía quedarse sentada de brazos cruzados esperando que el inútil de su marido lo solucionase. Otto von Fischer, el listo, el sagaz, el astuto... había sido incapaz de zanjar aquel desagradable asunto con la contundencia que requería. El muy imbécil había permitido que las cosas se le escaparan de las manos. Pero ella acabaría con aquello de una vez por todas. Todo el mundo sabía que la codicia de los judíos les llevó a vender su alma al diablo y que por esa razón, llevaban siglos penando su abominable pecado. Pues bien, lo que no había conseguido el mucho poder de su esposo, tal vez, lo lograría un buen fajo de reichsmarks. El dinero ejercía una irresistible atracción en los judíos y estaba convencida de que solo era cuestión de fijar un precio.
Con un grueso sobre repleto de reichsmarks a buen recaudo en su bolso de mano, lo apretó contra sí, a la vez que se atusaba la estola mientras esperaba que el chófer abriese la puerta trasera del coche. A su regreso, la judía sería historia.
Elma regresaba de hacer unas compras y una vez más, echó una ojeada a su espalda; solo deseaba cerciorarse de que aquella agobiante sensación de ser observada era fruto de su imaginación. Para su desilusión, su perseguidor le pisaba los talones. Un elegante coche negro con los cristales tintados, la seguía desde hacía rato y no pudo reprimir un atisbo de miedo apoderándose de todos sus sentidos. Justo cuando se disponía a atravesar la calzada, el automóvil se interpuso bruscamente en su camino y tras detenerse, el chófer se apeó dirigiéndose directamente a ella.
—¿Frau Fresser?... —le preguntó con voz imperiosa.
—¿Quién desea saberlo? —se irguió en actitud claramente defensiva.
—¡Yo deseo saberlo!
La voz de Odelia surgió del interior del coche antes de que sus largas piernas la precedieran. Apeándose asida de la mano de su empleado, se plantó soberbiamente erguida frente a Elma.
—Mi nombre es...
—Sé perfectamente quien es usted, frau von Fischer —le atajó sin muestra alguna de temor.
—¡Ah! ¡Vaya...! —algo confundida por la orgullosa reacción de la judía, hizo indicaciones al chófer para que se retirase a una posición más discreta.
—¿Desea algo, frau von Fischer? —inquirió Elma con los hombros erguidos y el mentón alzado.
—¡Evidentemente qué deseo algo! —respondió sumamente ofendida—.
O ¿qué cree...? ¿Qué tengo por costumbre deambular por este tipo de barrios y frecuentar la chusma que usted representa? —su maquillado rostro reflejó la innegable aversión que le provocaba la cercanía de Elma, a la que consideraba una inferior. —Siento discrepar con usted, frau von Fischer, pero la única chusma que veo por aquí, la tengo frente a mí. Todo depende del punto de vista con el que se mire. ¡Buenos días!
—¡Deténgase ahora mismo, judía insolente! —Le ordenó con el semblante enrojecido justo cuando Elma le daba esquinazo—. Si me he tomado la molestia de visitar —echó una ojeada en su rededor con visible gesto de repulsa—, este barrio mugriento y pestilente, no ha sido para ser vilipendiada por alguien como usted. Nadie me da la espalda hasta que yo le doy permiso.
—¡Esto es increíble! —Sacudió la cabeza mientras decidía si llorar, reír o darle una fuerte patada en el trasero a esa gentil presuntuosa—. ¿Y qué cree, frau von Fischer...? ¿Qué su privilegiada posición y todo su dinero le dan derecho a humillar y amedrentar a todo aquel que no pertenece a su misma clase social?
Pues lo siento, frau von Fischer —le miró fijamente a los ojos—. Yo tampoco tengo porque tolerar sus amenazas y sus insultos.
—¡Cuánta razón tiene nuestro amado Führer, cuando nos advierte del peligro que entrañan los judíos y del riesgo que corremos permitiéndoles vivir en nuestro país! ¡En fin! —suspiró afectadamente—. Vayamos a lo que realmente importa: mi hijo ha sido víctima de las malas artes y seguramente, de algún embrujo satánico de su hija...
Elma, alzando una ceja estupefacta, a punto estuvo de soltar una barbaridad. —...y estoy dispuesta a compensar generosamente su colaboración, si habla con ella y logra convencerla para que desaparezca de la vida de mi hijo. Si se aviene a mis demandas, le doy mi palabra, que sus condiciones de vida pueden mejorar considerablemente y dada su digamos, delicada situación, convendrá conmigo, que no les quedan muchas más alternativas.
Lo de esta gentil sobrepasaba los límites de la moralidad, se dijo Elma.
Por lo visto, para esos malditos ricachones sin principios, todo estaba en venta, todo tenía un precio, incluso los sentimientos.
“¡Pero qué se había creído”, gritó para sus adentros.
Nunca le gustó aquel gentil; bueno, jamás le gustaron los gentiles, tal vez, por el odio ingénito que su madre le inculcó desde que la engendró en su vientre y que después abonó con esmero, relatándole terribles historias donde los describía como verdaderos monstruos capaces de las más atroces barbaridades contra los judíos. Años después, su hermana pequeña cometió el mayor de los pecados: casarse con uno de ellos, condenando a sus ancianos padres a una muerte en vida. ¡Cómo no iba a odiarlos! Pero no le quedaba otra que admitir, que el gentil Christian von Fischer, era muy distinto al resto de gentiles que había conocido. Un gentil podrido en dinero que no le importó renunciar a su fortuna y a su privilegiada vida, para casarse con su hija y por lo visto, desafiando la autoridad de sus poderosos padres. Christian von Fischer, por mucho que su maldito orgullo se negara a reconocerlo, estaba verdaderamente enamorado de su hija y lo más importante y también lo más extraño, es que era una buena persona; no podía decir lo mismo de su adinerada familia, pensó contemplando la esbelta silueta de Odelia. —¡Pobre Christian! —susurró Elma negando con la cabeza.
—¿Cómo dice?...
—Mucho me temo frau von Fischer, que los sentimientos de su hijo y de mi hija no están en venta —le espetó sin apartar los ojos de su airada mirada—.
Así que regrese por dónde ha venido y cómprese con esos reischmarks otro abrigo de visón.
—¡Cómo se atreve!
Su enojo era evidente; una inferior avasallándola en la calle y en presencia de un empleado; aquello era una afrenta imperdonable.
—¡Usted no tiene ni idea de a quién se está enfrentando! ¡Su hija, ustedes, sus vecinos...! ¡Todos maldecirán haberse cruzado en la vida de los von Fischer! —aquella maldita judía había logrado hacerla perder los papeles. Giró sobre sus altos tacones caminando presurosa hacia el coche.
Elma vio alejarse el automóvil avenida abajo y la engañosa serenidad que mostró durante la desagradable discusión, se evaporó como el humo dando paso a un estado de gran preocupación y de asfixiante angustia. Mientras enfilaba sus pasos cansados hacia su casa, la sensación de ahogo se hizo más intensa.
La aparición en escena de los von Fischer, no podía presagiar nada bueno, pero lo que más le mortificaba, lo que la empujó a acelerar inconscientemente el paso, era la certeza de que su hija sería la más perjudicada.
Cuando colgó el abrigo en el perchero ya tenía tomada una decisión. Al diablo sus estúpidos prejuicios y su maldito orgullo. Se miró en el espejo del recibidor y no le gustó la imagen que vio reflejada en él. No pudo reconocerse, no era la Elma que ella recordaba, sino la imagen hosca de expresión severa de su madre, una mujer inflexible para quien la disciplina era la única manera de educar a los hijos y el castigo físico, el método más efectivo para someterlos a la obediencia. Recordó las de veces que se juró a sí misma, mientras acurrucada en un rincón de la cocina en un intento inútil de protegerse de la embestida de su madre, sentía arder su delicada piel bajo el abrasador azote del cinto de cuero que su progenitora utilizaba para castigar su indisciplina, que nunca sería como ella, que sus hijos no serían azotados como bestias de corral, que ella no sería una mala madre. Un amago de llanto le oprimió el pecho y los sollozos no tardaron en aparecer anegando sus cansados ojos, cuando admitió consumida por el remordimiento su fracaso como madre. Las lágrimas le nublaron la vista y se precipitaron por sus mejillas.
—¡Oh, Dios mío! ¿Qué he hecho? —clamó cayendo de rodillas sobre la moqueta del recibidor.
Permaneció largo rato llorando desconsoladamente. Le dolía el cuerpo, pero le dolía mucho más el alma. Su maldito orgullo le había cegado y tal vez, ya fuese demasiado tarde.
A su regreso, Shmuel la encontró en el recibidor sentada sobre sus rodillas y encogida sobre sí misma.
—Elma, ¿qué sucede? —Le preguntó arrodillándose junto a ella—. ¿Por qué lloras?
—¡Oh, Shmuel! —se refugió en los brazos de su esposo.
—Elma, por Dios, ¿qué pasa? —la izó ayudándole a levantarse.
—¡Qué injustos hemos sido! —Se lamentaba mientras se dejaba llevar por su marido hasta el salón—. Sobre todo yo. Soy la peor madre del mundo —se fustigaba en un llanto incesante.
—¡Pero qué tonterías estás diciendo, mujer! Eres una madre magnífica —le regaló una tierna sonrisa—. Algo severa, tal vez excesivamente estricta en algunas cuestiones, pero siempre has actuado empujada por tu amor de madre.
Eres una madre estupenda Elma alzó la vista topándose con el rostro afable de su marido, que le entregó su pañuelo.
—¿A qué viene esa absurdidad de que eres la peor madre del mundo?
—Hoy... ha ocurrido algo terrible —logró decir en un susurro ahogado—.
Y tal vez, nosotros tengamos parte de culpa.
—¿Qué ha pasado, Elma? —su semblante apesadumbrado denotaba preocupación.
Su esposa le habló del desagradable encuentro con Odelia von Fischer, de su intento de extorsión y de sus airadas amenazas. Shmuel la escuchaba moviendo la cabeza con expresión contrariada. Coincidía con Elma, que la aparición en escena de los von Fischer no podía presagiar nada bueno. Debían actuar con la máxima rapidez antes de que fuese demasiado tarde.
—Después de comer, le haremos una visita a Moria —le anunció Shmuel en tono solemne.
—¿Estás seguro? —le preguntó en un hilo de voz.
—No, naturalmente que no. ¿Ya no recuerdas cómo se marchó? ¿Has olvidado el odio de su mirada cuando salió por la puerta? Porque yo no lo he olvidado —recostando la cabeza sobre el sofá, cerró los ojos y exhaló un suspiro.
—¿Y si la hemos perdido, Shmuel? ¿Y si nuestra hija no nos quiere en su vida? —apenas le quedaban fuerzas para seguir llorando.
—Algo me dice que no es así, que nuestra hija nos ha perdonado.
—¿Y si te equivocas?
Shmuel no le respondió. Refugió su esperanza en el recuerdo de aquella hermosa carta.
Lo que menos podía sospechar Moria cuando su marido y Biel bajaron a la consulta después de comer, es que minutos más tarde, sus padres le harían una visita. Había imaginado mil formas de reencontrarse con ellos: cruzar-se de manera casual en la calle, un tropiezo fortuito al doblar una esquina... pero así, de aquella manera, jamás. Cuando abrió la puerta, el silencio reinó durante unos segundos; ni sus padres ni ella se atrevían a pronunciar palabra, tal vez, por temor a no decir lo más apropiado. Finalmente y asaltada por la emoción, les brindó una tímida sonrisa.
—¡Pasad... por favor! —les pidió haciéndose a un lado.
El matrimonio titubeó un instante, pero finalmente se decidieron a entrar.
Elma no pudo evitar echar una rápida ojeada al vestíbulo, percibiendo en su limpieza y en el agradable olor, la mano inconfundible de su hija.
—No os quedéis ahí, por favor —les guió por el pasillo invitándoles a pasar al salón.
—Sentaros —su nerviosismo era evidente—. ¿Os apetece un café o alguna otra cosa?
—No, gracias... hija —le dijo Shmuel sentándose junto a su esposa en el sofá.
Moria lo hizo en el sillón situado frente a ellos. La tensión podía palparse con las yemas de los dedos, se respiraba en el ambiente. La chica se retorcía las manos; Shmuel se masajeaba los muslos y Elma estrujaba un pañuelo.
—Moria... hija —empezó a decir Shmuel.
Llevada por un impulso, Moria se levantó del sillón, rodeó la mesa de centro y arrodillándose a los pies de sus padres, les asió las manos.
—No digas nada, papá. No digáis nada ninguno de los dos —les miraba con los ojos nublados en lágrimas—. Soy yo la que debe pediros perdón por todo el sufrimiento que os he causado. Os defraudé y os lastimé.
—Moria...
—No, papá. Yo soy la única culpable de todo el calvario que habéis vivido por mi causa. Y aún así, estáis aquí —sus labios dibujaron una apocada sonrisa—. Me habéis hecho tan feliz viniendo a mi casa, porque eso significa que me habéis perdonado y que aceptáis que Christian forma parte de mi vida. Gracias por vuestro perdón —apretó con fuerza sus manos—. Ahora, lo único que quiero, es que me abracéis muy fuerte —ahogó un sollozo—. ¡Os he echado tanto de menos!
Elma y Shmuel, superados por la emoción, se inclinaron sobre su hija rodeándola entre sus brazos. Ellos también la habían echado de menos, más de lo que jamás llegaron a imaginar. La casa no fue la misma desde su marcha, nada fue lo mismo, ni ellos tampoco. La tristeza lo inundó todo: las paredes, los dormitorios, su habitación silenciosa, su libro sin acabar de leer sobre la mesita de noche, su silla vacía frente a la mesa, su aroma adherido en todos los rincones de la casa... Mirasen donde mirasen, Moria estaba ahí. Y fueron esos recuerdos, los que les ayudaron a soportar su dolorosa ausencia. Pero la vida había sido generosa y les brindaba una nueva oportunidad. El pasado no importaba, solo el futuro era importante.
Christian colgó el abrigo y sombrero en el perchero, dejando el maletín sobre el butacón del recibidor.
—¡Ya estoy en casa, cariño! —anunció sin imaginar la sorpresa que le esperaba—. ¡Moria! ¿Dónde estás, nena?
Abrió la puerta del salón, encontrándose con la insólita escena de sus suegros sentados en el sofá y su esposa acomodada entre ellos. Parpadeó repetidamente para cerciorarse de que no estaba siendo víctima de una alucinación.
—¡Hola, cariño! —le saludó una sonriente Moria, que incorporándose, fue a su encuentro.
—Hola... —dijo con expresión de absoluto asombro.
—Ven... sentémonos. Mis padres quieren hablar con nosotros.
Sumido aún en el embeleso, siguió a su mujer.
Tras carraspear repetidas veces, Shmuel, mareando el sombrero entre las manos, inició su discurso. Empezó pidiéndole perdón por los malentendidos del pasado, admitiendo con admirable humildad, que ellos también tuvieron su parte de culpa, que se equivocaron con él, pero que siempre actuaron empujados por el inmenso amor que sentían por su hija y por el natural instinto de protegerla.
Entenderían que nada quisiera saber de ellos, incluso que no aceptase sus disculpas, pero ya que el destino les había brindado una nueva oportunidad, tanto su esposa como él, consideraban que valía la pena intentarlo, sino por ellos, sí por Moria, pero sobre todo, por ese nieto que venía en camino. En esta ocasión, Elma no intervino en ningún momento, asintiendo con la cabeza a todo cuanto su marido decía. Christian les observaba y seguía sin creerse las vueltas inesperadas que daba la vida. Tan solo tres años atrás lo consideraban su enemigo, el tipo más deleznable del mundo y no dudaron en echarlo a cajas destempladas de su casa.
Ahora, se encontraban allí, en su salón, sinceramente arrepentidos y pidiéndole perdón. Miró a su esposa y le bastó contemplar su rostro exultante de felicidad, para incorporarse y ofrecerle la mano a su suegro en señal de paz.
—Por mi parte, está todo olvidado —le dijo mientras le sonreía con franca sinceridad.
Minutos después, cómodamente sentados al calor de la chimenea, Elma le relató a Christian con todo lujo de detalles, el incidente con su madre. Haciendo un enorme esfuerzo, le pidió disculpas por si sus modales no habían sido los más apropiados, pero apeló a su compresión, pues las formas de Odelia von Fischer, tampoco fueron las más procedentes.
Christian, removiéndose en el sillón, esbozó una amplia sonrisa de complacencia, cuando imaginó el bochornoso sofoco de Odelia mientras era vilipendiada públicamente por Elma. Un espectáculo digno de ver. Tuvo que reconocer que su suegra tenía agallas. Sí, señor, una mujer con un par.
Con semblante sereno, les tranquilizó asegurándoles que nada debían temer, pues Odelia no era más que la esposa de Otto von Fischer, y aunque el poderoso era él, tampoco eso debía robarles el sueño. Su familia estaba al tanto de su matrimonio desde hacía tres años, y allí estaban, les dijo. No tenían por qué alarmarse, no había razón para ello, jamás actuarían contra su propio hijo.
Los Fresser no las tenían todas consigo, tal vez, por los vanos intentos de Christian en intentar hacerles creer lo que ni él mismo creía. Se miraron un instante, guardándose para ellos sus pensamientos. Sin embargo, esa visita marcó el inicio de una nueva etapa en la vida de todos ellos.
Los principios no fueron fáciles, sobre todo para Elma, que continuaba manteniéndose distante, y aunque intentaba mostrarse cordial, el trato con su yerno seguía siendo seco e incluso huraño en ocasiones. Moria le pedía paciencia a su marido, pues su madre no era mujer que se dejara conquistar fácilmente, pero la conocía lo suficiente, como para saber que detrás de esa imagen arisca y esquiva, palpitaba un corazón rebosante de amor capaz de los mayores sacrificios.
Y aceptar a un gentil como yerno, sin lugar a dudas, era un enorme sacrificio para Elma Fresser.
Shmuel, de carácter más reposado y de miras más amplias, se mostró más próximo, más accesible, facilitando el acercamiento entre ambos. No fue ajeno a los esfuerzos del joven por congraciarse con ellos, por conquistar sus simpatías. Era un buen hombre, lo sabía ahora y lo supo el primer día que lo vio en su casa, cuando casi de rodillas les suplicaba que creyesen en su amor por Moria. Y de eso habían pasado ya tres años, y como muy bien decía su yerno, ahí estaban, profundamente enamorados, y solo era necesario contemplar el amor con el que se miraban, para saber, que estaban hechos el uno para el otro. La certeza de que su hija era feliz, le bastaba para ser feliz él.
Christian se ganó el corazón de su suegro mucho antes que la confianza de su suegra, pero para cuando Moria estaba a punto de dar a luz, el médico había dejado de ser la repugnante cucaracha que merece ser pisoteada, y aunque era cierto que no le amaban como a un hijo, si sentían por él un sincero cariño.
De Yona Dukas solo hablaron una vez y no precisamente para loar sus bondades. Después de ese día, enterraron para siempre su nombre y su recuerdo. Pero aquella noche de Shabatt, cuando Moria y Christian se habían marchado, el timbre sorprendió a los Fresser mientras leían relajadamente en la salita de estar. Creyendo que tal vez habían olvidado algo, Shmuel se levantó dirigiéndose al recibidor. Su sorpresa fue mayúscula, cuando se topó con Yona Dukas en el umbral del rellano.
—¡Herr Fresser! —le saludó con expresión afable, aunque las intenciones que le habían llevado hasta allí no eran tan loables.
—¡Yona! —exclamó atónito.
—Herr Fresser, yo...
—¿Quién es, Shmuel? —preguntó Elma desde la puerta de la salita.
Al no obtener respuesta de su esposo, que permanecía petrificado con la mano en el picaporte, se apresuró a averiguar quién era el misterioso visitante, abriendo los ojos de par en par, nada más descubrir a un sonriente Yona Dukas con las manos en los bolsillos del pantalón en actitud indolente.
—¡Hola, Elma!
Al año de su relación con Moria y siendo como era un virtuoso en el arte de la impostura, había conquistado por completo el corazón de Elma, que víctima de su engaño y con la absoluta convicción de que aquel joven apocado, poco hablador y que se ruborizaba ante cualquier muestra de cariño, sería el padre que el destino había elegido para sus nietos, estrechó los lazos con él permitiéndole llamarla por su nombre. Su esposo, en cambio, pese a intentarlo de corazón y mirarlo con buenos ojos, nunca pudo desprenderse de aquella sensación de aversión que le invadía cada vez que lo tenía cerca.
—¿Cómo se te ocurre venir a mi casa después de todo lo qué nos has hecho? —profirió Elma con la ira velándole el rostro.
—Elma, ¿qué ocurre? —lo cierto, es que la airada reacción de la mujer le había desconcertado.
—¿Y aún tienes el valor de preguntármelo? Nos has decepcionado, Yona, sobre todo a mí. Te acogí en mi casa como a un hijo, aposté por ti, te defendí, me enfrenté a mi hija aún a costa de perderla y todo para que volviera contigo. ¿Y cómo nos lo pagas? —Hizo un mohín de asco—. Suerte que no me escuchó. Lo habríamos lamentado toda nuestra vida.
—Pero Elma, ¿a qué viene esto?
—Déjame a mí —le pidió Shmuel alzando una mano para detener su protesta. Yona, cada vez más nervioso y haciéndose una ligera idea del por qué de aquel hostil recibimiento, permanecía enmudecido en el umbral del rellano.
—Lo que mi esposa intenta explicarte, es que en esta casa no eres bien recibido —llevaba tanto tiempo esperando el placer de ese momento—. Y que tampoco nos gustas tú, ni la gentuza de tu calaña, cuya catadura moral es tan infame, que no les importa vender a su gente a cambio de unos miserables reichsmarks —el rostro de Yona había palidecido—. Y si vuelves a tener la desfachatez de regresar a esta casa, cogeré mi escopeta de caza y a tu padre le quedará la penosa tarea de recoger tus sesos con pinzas.
Yona no osó replicar.
—¿Lo has entendido, o debo repetírtelo para que no te quede ni la más mínima duda?
El silencio de Yona fue lo suficiente elocuente.
—Bien, pues fin de la historia —diciendo esto, le cerró las puertas en las narices. El joven permaneció unos instantes mirando absorto la hoja de madera.
Ya empezaba a entender el esquivo comportamiento de los Fresser, por qué le evitaban cuando coincidían... Le habían desenmascarado, dejando al descubierto quién era en realidad. Se preguntó cómo lo habrían averiguado, pero lo que más le inquietaba, era cuánto y qué sabían realmente de él, valorando hasta que punto podría ser peligroso para su propia seguridad. Ahora más que nunca, vigilaría de cerca de los Fresser.
La familia von Fischer acudió puntualmente al congreso anual del partido en Núremberg, la cita obligada de todo alemán comprometido con la causa nazi. Dieter también les acompañó, aunque como siempre, manteniéndose en un segundo plano. Rodeado de la pompa y el boato que el evento merecía, miles de ciudadanos, desde niños, ancianos, militares y civiles, se reunieron en la ciudad elegida por Hitler, donde el arquitecto del Reich, Albert Speer, erigió una gigantesca ciudadela de mosaico dorado y piedra blanca alemana, que simbolizaba la majestuosidad del nuevo Imperio Germano y que fue bautizado como “La catedral de la luz”.
Ajena a la encendida soflama de Hitler resonando en los altavoces, Odelia fraguaba su siguiente paso después del violento y frustrante encuentro con El-ma. Convencida de que su dinero compraría la voluntad de aquellos malditos judíos, ni tan solo se planteó la posibilidad de un hipotético fracaso. La airada y orgullosa reacción de la judía, llevó al traste sus calculados proyectos para su hijo.
Incluían, la exhortación de Christian reconduciéndolo a la senda correcta y una futura boda con alguna joven noble alemana. Pero resultó que aquella desgraciada era soberbia, algo que no podía permitirse siendo quién era. No importaba, tan so-lo había sido un contratiempo desagradable. No sabía cómo, ni cuándo, pero de un modo u otro, pondría fin aquel despropósito que tanto podía perjudicarles. Y otra cuestión que también le preocupaba, era el inusual comportamiento en los últimos meses de su vidente personal, Ulrika, una charlatana como las había a cientos, que se lucraban impúdicamente a costa de unos más que dudosos poderes y de la ingenuidad de los que acudían a sus gabinetes esotéricos preocupados por su futuro y sus fortunas. Pero a diferencia de sus compañeros de “profesión”, sobre Ulrika levitaba una leyenda urbana que hablaba, de que en algunas ocasiones era asaltada por auténticos brotes de videncia, haciendo predicciones tan exactas que ponían los vellos de punta. Y eso era lo que realmente abrumaba a Odelia, porque de ser cierto, ¿habría descubierto acaso algo referente a ese pasado que con tanto celo ocultó para alcanzar su propósito y llegar tan lejos como había llegado? Una maldita bruja no estropearía lo que tanto le había costado conseguir.
Ulrika se negaba a recibirla, ni tan solo atendía al teléfono. Muy bien, le haría una visita sorpresa.
“Ya veremos si esa adivina del tres al cuarto tiene los suficientes arrestos para negarse a recibirme”, se dijo mientras contemplaba sentada junto a su esposo y rodeada de los primeros mandatarios nazis, el majestuoso y elaborado desfile que ponía punto y final, a una semana de actos, mítines y celebraciones.
Insuflándose de la magia que se respiraba en el ambiente, echó una rápida ojeada a todo su rededor, siendo invadida por una estimulante sensación de orgullo al saberse parte de la raza elegida, de esa raza superior y perfecta que los hacía diferentes, distintos, mejores del resto de los mortales. Respiró profundamente para impregnarse del hechizo del momento, de las marchas militares, del olor, del sonido... Lo único que le faltaba para ser enteramente feliz, era rescatar a su hijo de las garras de aquella piojosa judía que tan funestamente se había cruzado en su vida.
El elegante coche de vidrios tintados, se detuvo en una polvorienta carretera de tierra frente a una casa de aspecto lúgubre semioculta en la frondosidad del bosque. El chófer abrió la puerta trasera y una Odelia envuelta en pieles se apeó.
—Regrese en una hora —le ordenó encaminándose hacia la casona.
Una arrugada sirvienta enteramente vestida de negro, le acompañó a la sala de espera retirándose en el mismo silencio que la recibió. Impaciente por la tardanza de Ulrika “La bruja”, como despectivamente la llamaba Otto, taconeaba nerviosamente sobre una de las muchas alfombras que vestían el suelo de la casa. Por fin la vio aparecer ataviada con una túnica blanca que le cubría los pies.
Unos mechones rubios asomaban por la capucha y colgado a su cuello, una cadena de oro con un impresionante rubí rojo fuego que descansaba en la hendidura de sus voluminosos senos.
—¡Sabes cuánto me irrita esperar! —le espetó furibunda.
—Relájate, querida —le sugirió Ulrika—. Percibo demasiada energía negativa en tu aura y eso perjudica tu salud espiritual.
—La única que me enferma el espíritu, es esa maldita judía que se ha casado con mi hijo. La misma que según tú, saldría de la vida de Christian, gracias a tus oraciones y tus sortilegios.
—Soy vidente, Odelia, no hechicera.
Advirtió en Ulrika una actitud claramente defensiva, cuando su trato con ella siempre que la visitaba, era empalagosamente cortés. Alarmada, se puso en guardia. —¿Por qué te niegas a recibirme y por qué no atiendes mis llamadas?
El visible nerviosismo de Ulrika se hizo más evidente.
—He estado enferma, Odelia —mintió—. Eres la primera persona que veo en semanas —volvió a mentir.
—Pues atiendes mi llamada, me lo dices y punto —le increpó escudriñando su rostro—. No me gustan los desplantes.
—Lo siento, Odelia. Te prometo que no volverá a ocurrir.
—Eso espero —se irguió afectadamente ofendida—. Tenemos que hablar.
—Aún estoy convaleciente —intentó excusarse.
—Tu aspecto es estupendo, así que entremos —le ordenó desviando la cabeza hacia la puerta del gabinete privado de Ulrika.
Pasaron a una extensa habitación de paredes vestidas con cortinas color pastel que le conferían calidez a la estancia, y dispuestos armónicamente por ella, velas de diferentes colores y tamaños, objetos esotéricos, símbolos mágicos... El ambiente estaba impregnado del típico olor a incienso, que favorecía la relajación de los clientes y la comunicación con las Runas.
Odelia se quitó el abrigo tirándolo con indolencia sobre un diván floreado situado a la entrada de la habitación y con paso enérgico, caminó hasta la mesa redonda donde Ulrika realizaba sus rituales y retirando una silla con el mismo ímpetu, se sentó frente a ella.
—Ya te he dicho que aún no estoy totalmente recuperada y no creo que pueda... —Deja de excusarte y ponte a trabajar —le ordenó con tono imperativo.
Ulrika ahogó un suspiro, convencida de que hasta que no contentara a Odelia, no se libraría de ella. Adoptando un gesto de concentración, se dispuso a iniciar el ritual. Siguiendo el protocolo místico, purificó el ambiente quemando carbón litúrgico, al que previamente había añadido unos granos de incienso Katar, el más indicado para la lectura rúnica. A continuación, se lavó las manos en un cuenco de plata con agua fría y las untó con aceite de mandrágora. Cerró los ojos un instante, juntó las palmas de las manos y las alzó al techo respirando profundamente; parecía haber entrado en trance. Pasados unos segundos, extendió sobre la mesa un tapete blanco con las esquinas orientadas hacia los cuatro puntos cardinales. Se situó en la parte sur del lienzo y con la bolsa de runas en las manos, arrojó las piedras justo en el centro mientras pronunciaba las tres normas mágicas que la comunicarían con ellas.
—Urdhr, Verthandi, Skuld...
Giró las piedras que quedaron con el signo mirando al norte, moviéndolas en el sentido de las agujas del reloj. A continuación, estiró los brazos y sin tocarlas con las manos, invocó una oración a Odín y Freya, los Dioses de las runas.
—¡Oh, poderoso Odín, Maestro de Runas! ¡Oh, amada Freya, Diosa de lo Bueno y lo Mejor! ¡Guiad mis manos y mi pensamiento para que pueda hacer una interpretación fiel en estos momentos en los que necesito información y ánimo! ¡Llevadme de la mano por las fuerzas del Viento, el Fuego, la Tierra y el Agua! ¡Qué así sea!
El silencio se hizo presente. Odelia la observaba con mirada suspicaz.
Había algo en ella, en sus ademanes torpes y nerviosos, en sus ojos esquivos, que le invitaban a pensar que Ulrika no estaba siendo totalmente sincera, que algo le ocultaba.
—¿Qué ocurre? —inquirió Odelia visiblemente inquieta.
—Las Runas no quieren hablar —le dijo sin osar mirarla.
—¿Cómo qué no quieren hablar? ¿Desde cuándo unas malditas piedras tienen poder de decisión?
—Las Runas no son unas piedras cualquiera, son mágicas, tienen poderes y solo ellas deciden si desean o no comunicarse con nosotras.
—¡Pues ordénales que hablen! —profirió fuera de sí.
—No puedo.
—¿Cómo qué no puedes?
Ulrika rehuía sus ojos encendidos en furia.
—¿Qué ocurre, Ulrika? ¿Qué está pasando? —la sujetó por la muñeca.
—No pasa nada —musitó sin atreverse a levantar la cabeza—. Pero no me encuentro muy bien; estoy algo mareada. Te ruego que te vayas, por favor.
—¿Me estás echando de tu casa?
—No, Odelia. Solo que...
—¿Qué me ocultas, maldita bruja?
Ulrika se zafó de su mano apresurándose a recoger sus Runas.
—¡Contéstame! —le exigió levantándose de la silla y sujetándola por el brazo cuando intentó escabullirse de ella—. ¡Exijo que me lo expliques! —leyó el miedo en su mirada huidiza.
—Lo sé todo, Odelia. Toda tu verdad —se atrevió a decir al fin sin ocultar el pánico que la dominaba.
Odelia sintió como el mundo se derrumbaba bajo sus pies, como todo su universo se tambaleaba peligrosamente con el riesgo supremo de desmoronarse hasta desaparecer y ella no podía consentir tal cosa. Rehaciéndose del leve momento de confusión, relajó su rostro tenso y esbozó una forzada sonrisa.
—¿Y qué verdad es esa?
—Ya lo sabes —susurró cabizbaja.
—No, no lo sé —liberó su brazo—. Cuéntamelo tú.
Ulrika estrujaba entre sus manos la bolsa de runas.
—Es... muy violento para mí —alegó.
La gélida mirada que le dedicó Odelia le heló la sangre. Tragó saliva y aspiró hondo.
—Sé quién eres realmente. Los posos del café me lo revelaron todo.
—¡Ah, sí! —La mueca de su cara producía pavor—. ¿Y quién soy?
—Una impostora, una farsante que lleva años ocultando su verdadero pasado. Lo que no me explico, es porque no lo vi antes.
—¿Tal vez, por qué te obnubiló mi dinero?
La vidente esquivaba los ojos coléricos de Odelia. Por esa razón, no se fijó en el pequeño revolver que sigilosamente sacó de su bolso de mano.
—Pero conmigo tu secreto está a salvo. Ya lo has visto, hace semanas que lo sé y mis labios han permanecido sellados —su semblante estaba lívido de espanto. —Lo sé, querida —se acercó a ella—. Es más, estoy convencida que te llevarás el secreto a la tumba.
—Gracias, Odelia —sonrió aliviada—. No dudaba de tu comprensión.
—Siempre he sido una mujer muy comprensiva —le pasó el brazo por la espalda, la atrajo hacia ella y pegándole el revólver en el estómago, apretó el gatillo; el disparo lo ahogó la gruesa tela de la túnica.
—Te dije muchas veces, que era muy peligroso para una mujer sola vivir en un lugar tan apartado como éste.
Con los ojos muy abiertos, Ulrika se llevó la mano a la herida que le quemaba la piel, contemplando espantada la sangre que la cubría por completo. Fijó su mirada sobrecogida en la figura esbelta de su asesina y tambaleándose, cayó con todo su peso como un fardo roto sobre la moqueta. Sus Runas, como siguiendo un ritual de despedida, se desparramaron en todo su rededor.
Odelia la zarandeó con la punta del zapato para cerciorarse de que estaba muerta. Guardando su arma en el bolso, salió del gabinete desviándose por el alfombrado corredor hasta llegar a las escaleras que bajaban a las dependencias del servicio. Con la sangre fría que caracteriza a una asesina despiadada como ella, entreabrió con máximo sigilo la puerta de la cocina, descubriendo a la anciana sirvienta trajinando en los fogones y entrando con la extrema cautela, ojeó con ojos ávidos el interior. Sobre una grasienta mesa, descansaba un cuchillo de cocina de enormes dimensiones. Lo atrapó y caminó de puntillas hacia su confiada víctima, que de repente, se giró como si una voz interior le hubiese alertado del peligro que le acechaba. Pero solo atisbó la brillante hoja del cuchillo hundiéndose en su cuello y que le seccionó la yugular. Un profuso chorro de sangre salpicó el elegante vestido de Odelia y su bello rostro. Con palmario gesto de repulsa, se limpió la cara con la manga mientras contemplaba como la sirvienta se desplomaba sin vida sobre el pringoso suelo de la cocina. Con un centelleo asesino brillando en su mirada, se cubrió con su elegante abrigo, y dando un sonoro portazo, abandonó la casona por la puerta de servicio. Su chófer la esperaba.