10 Una boda precipitada

Dos días después de su dramática huída y aprovechando la festividad del Shabatt, Moria regresó a casa de sus padres mientras éstos se encontraban en la sinagoga. Una profunda pena le embargó cuando cruzó el umbral del recibidor y sus pulmones se llenaron del conocido olor a sándalo que emanaba de todos los rincones.

“¡Cuánto lo echaba de menos!”, se dijo secándose con el puño del abrigo las lágrimas traidoras que asomaron a sus ojos.

Con la emoción surgiendo por todos los poros de su piel, caminó con paso decidido hasta su habitación, donde en un par de maletas metió sus escasas pertenencias. Antes de cerrar la puerta, echó una última ojeada a las paredes color vainilla que tantos secretos de ella conocían, con la triste sensación atenazándole el corazón de que las dejaba atrás para siempre. No advirtió que olvidaba sobre la mesita de noche, la novela que empezó a leer la noche anterior a su fuga: Guerra y paz. Se detuvo un instante en el comedor, dejando sobre el velador una carta que había escrito la tarde anterior. Una carta que rompió y reinició cientos de veces, pues no hallaba las palabras adecuadas, para reflejar el profundo dolor que albergaba su corazón al saberse la única causante del mucho sufrimiento de sus padres. Sin ninguna esperanza de obtener su perdón, cerró la puerta de la calle con los ojos anegados en llanto. Cuando Christian metió las maletas en la parte trasera del coche, Moria seguía llorando.

Los Fresser supieron que Moria había estado en casa, incluso antes de descubrir la carta; su perfume de jazmín era inconfundible. Después de constatar que su armario y los cajones del tocador estaban vacíos, contemplaron en absoluto silencio el sobre, guardándolo en una gaveta de la librería sin molestarse en averiguar su contenido. Aquella misma noche, cuando Shmuel creyó convencido que Elma dormía, se levantó con sumo cuidado de la cama y con el mismo sigilo, salió de la habitación. Ansiaba saber qué les decía su hija, pese a que no tuvo el valor suficiente de confesárselo a su esposa, temeroso de iniciar una airada discusión con ella, pues una característica de su carácter visceral, era la de complacerse ampliamente con aquello que le disgustaba. Aguantando la respiración, deslizó el cajón de la librería y cogió el sobre. Acercó el escabel a la lumbre de la chimenea sentándose en él y alumbrado solo por la oscilante luz de las llamas, leyó con avidez la carta, notando como sus cansados ojos se empañaban de emoción cuando reconoció los rasgos característicos de la caligrafía de su hija. Pero Elma no dormía, tan solo lo fingía. Cuando se acostó, lo hizo con la misma idea que su esposo rondándole la cabeza, solo que Shmuel se le había anticipado y ahora esperaba impaciente a que su marido regresase a la cama y pasado un tiempo prudencial, el suficiente para que los intermitentes ronquidos de Shmuel delataran que ya dormía, levantarse y al igual que su esposo, leer a escondidas la carta de Moria. Podría hacerlo ahora, se dijo. Pero su porfiado orgullo se lo impedía. Mostrarse débil ante Shmuel, sería como admitir que había perdido, que no era inmune al dolor que supuso la marcha de Moria, que la echaba enormemente de menos y que todo cuanto deseaba, era recuperarla algún día. Se secó con la palma de la mano las lágrimas que mojaban su rostro y cerró los ojos fingiendo dormir cuando oyó a Shmuel entrar en el dormitorio.

Apenas llevaba unos días viviendo con Christian y pese a que el joven se desvivía por complacerla, Moria no acababa de adaptarse a su nueva situación, de habituarse a su nueva vida, a la convivencia en pareja, de encontrar su lugar en aquel apartamento donde todo era nuevo para ella.

Le llevó dos días averiguar donde Christian guardaba los enseres de la cocina y cuando finalmente decidió deshacer sus maletas, necesitó toda una tarde para redistribuir y ordenar la leonera de ropero con la que se topó al abrir las puertas del armario del dormitorio, descubriendo que después de todo, Christian no era perfecto y que el orden no era una de sus virtudes. A medida que la fecha de la boda se aproximaba, una mezcla de sensaciones la embargaron, pasando de la euforia al pesimismo con la misma facilidad con la que se le anegaban los ojos ante cualquier contratiempo o minucia. Su estado de nervios estaba al borde del colapso y tenía serías dudas de poder resistirlo. La certeza de que sus padres no acudirían a la ceremonia, no ayudaba a serenar la desazón que le oprimía el pecho y que sentía cada vez que respiraba. Solo su amiga Lea, Egbert, Roderika y Dieter les acompañarían.

El agudo sonido del timbre resonó en todos los rincones del apartamento. Dejó el paño de cocina sobre la encimera y salió al pasillo restregándose las manos en el delantal. Se encontró con Christian camino del recibidor y se miraron un instante con la misma sensación de incredulidad en sus rostros. El asombro fue mayor, cuando descubrieron a Dieter con semblante serio en el umbral del rellano.

—¡Dieter! —exclamó Christian.

No esperó a ser invitado. Entró en el apartamento y tras quitarse el sombrero, les habló con tono circunspecto.

—Tenemos que hablar.

Sin más, fue hacia el salón seguido por la pareja.

—¿Qué ocurre, Dieter? —le preguntó Christian sin lograr desprenderse de aquella angustiante sensación de fatalidad.

—¿Por qué no nos ponemos cómodos, eh? —sugirió sentándose en uno de los sillones de cuero marrón.

Asidos de la mano y con la preocupación demudándoles el semblante, lo hicieron en el sofá frente a él.

—Ha surgido un problema —anunció con voz lúgubre—. Un serio y grave problema —puntualizó moviendo nerviosamente el sombrero entre sus manos.

—¿Qué ha pasado? —la voz de Christian sonó apagada.

Dieter vaciló unos segundos.

—¿Qué ha pasado? —insistió el joven.

—Se trata de tu padre —aspiró hondo—. Lo sabe todo.

—¿Cómo qué... lo sabe todo? —atajó Christian irguiéndose en el sofá.

—Un conocido de todos nosotros también estaba al corriente de vuestra boda. La pareja se miró un instante con el miedo reflejado en sus atónitos ojos y los latidos de sus corazones se dispararon.

—¿Quién? Solo lo sabíamos nosotros.

—Es evidente que estábamos equivocados.

—¿Y quién ha sido el mal nacido que...? —inquieto, se removió en el sofá.

—Yona Dukas se reunió esta mañana con tu padre y el muy mezquino... le vendió la información a cambio de unos miserables reichsmarks.

Un tenso silencio se hizo omnipresente. Moria empezó a notar como la ira la dominaba y como sus mejillas se encendían en rabia.

—¡Maldita sabandija! —farfulló sumamente enojada a punto de romper a llorar. —Sí, un maldito hijo de mala madre —señaló Dieter con un mohín de asco.

—Y... ¿cómo ha podido averiguarlo? —preguntó Christian acometido por un repentino ataque de pánico.

—No tengo ni idea. Pero fue Adler Kindmüller quien actuó como enlace.

—¿Adler?...

—Ya ves, os llueven amigos por todas partes —ironizó sin excesivo entusiasmo.

—Mis padres —dijo Moria cuando todo se reveló con diáfana nitidez—.

No ha sido Adler, han sido mis padres, estoy convencida. Además de nosotros, solo ellos lo sabían —se llevó la mano a la frente intentado pensar con claridad—.

Seguro que la tonta de mi madre se lo dijo a Yona y...

—No creo que tu madre imaginara las intenciones de ese maleante cuando se desahogó con él —alegó Dieter en defensa de Elma.

—Mi madre no tiene ni idea de quién es en realidad Yona Dukas. Lo tiene idealizado, cree que es un hombre honorable —esbozó una sonrisa de hastío—. ¡Sí supiera dónde guarda Yona su honorabilidad...! —Se retorcía las manos—. Y dices... ¿qué aceptó dinero a cambio?

—No lo aceptó, lo puso como condición y prefiero ahorrarme los detalles.

—¡Hijo de Satanás! —Profirió Moria frunciendo los labios—. Y, ¿cuánto...?

—Créeme, la cantidad ha estado a la altura de su bajeza. Los tipos como Yona Dukas se venden muy barato.

—Los tipos como Yona Dukas merecen estar muertos —sentenció con el odio velando su bonita mirada.

—Y, ¿mi padre?... ¿Cómo ha reaccionado mi padre?

Esa cuestión era lo que realmente le preocupaba a Christian, la reacción de Otto. —¿Tú qué crees? Telefoneó al ayuntamiento para cerciorarse que ese mal nacido decía la verdad —advirtió la inquietud que dominaba a la pareja—.

Después y ya sin la presencia de ese miserable, me ordenó que me personase en el ayuntamiento y ya podéis imaginar para qué.

Al instante, supieron que la boda había sido cancelada.

—Tu padre es un hombre muy poderoso en este país y todos sabíamos que si finalmente descubría el pastel, no se quedaría de brazos cruzados.

Christian, reclinándose hacia atrás, se llevó las manos a la cara, restregándose el rostro enérgicamente en un intento por despejar sus ideas y hallar una salida. Pero Dieter, como siempre, ya tenía la solución a sus problemas.

—Estando tu padre al corriente del asunto, será prácticamente imposible que os podáis casar en Alemania.

—No pienso cambiar mis planes, solo porque mi padre lo haya decidido —bramó airado.

—Christian, ¿por qué no escuchamos lo qué tiene que decirnos?

—intervino Moria.

Dieter le agradeció con un guiño cómplice su ayuda.

—Muy bien, ¿y qué propones? —inquirió escéptico.

—Que os caséis en el extranjero.

La pareja, perpleja por lo insólito de la proposición, cruzó un instante sus miradas. —Un matrimonio civil puede celebrarse en cualquier lugar del mundo.

—Pero, ¿por qué tenemos que marcharnos de nuestro país?

—Yo... yo no tengo pasaporte —comentó Moria.

—Nadie ha dicho que tengáis que abandonar el país, acabo de deciros, que un matrimonio civil puede celebrarse en cualquier lugar del mundo.

Christian admiraba el aplomo y el pragmatismo de Dieter en unos momentos que para ellos era decisivos.

—Después de mis gestiones en el ayuntamiento, hice una visita a un viejo amigo juez, que a su vez, tiene muy buenos amigos en la embajada holandesa y que casualmente, le deben algunos favores.

La pareja se mantenía expectante.

—Tu padre será muy poderoso en Alemania, pero nada podrá hacer si vuestro matrimonio se celebra en suelo holandés.

—¿Holanda? —preguntaron al unísono.

—Tantos años trabajando junto a un hombre sin escrúpulos como tu padre, me han enseñado a burlar esas leyes que se supone debo defender. Por esa razón, la única posibilidad que tenéis de blindar vuestro matrimonio contra el inmenso poder de Otto von Fischer, es casándoos en el extranjero. Bueno, siempre y cuando, decidáis seguir adelante. Aquí tengo la documentación.

Metió la mano en el bolsillo interior de su americana y extrajo un sobre doblado por la mitad.

—Oficialmente, la ceremonia se celebrará en Róterdam, aunque en realidad no abandonareis Alemania. De ese modo, ningún tribunal alemán podrá declarar nulo vuestro matrimonio, por mucho que tu padre recurra a sus contactos.

—¿Y qué pintamos Moria y yo en Holanda?

—Moria y tú habéis huido a Holanda, después de que tu confidente en el ayuntamiento, te telefoneara advirtiéndote de mi visita y mis gestiones.

—Lo tienes todo pensado —cogió el paquete de cigarrillos que descansaba sobre la mesita de centro y dio lumbre a uno—. ¿Y quién será el pobre desgraciado que pague los platos rotos?

—Aún no lo sé. Pero es inevitable que en las guerras se produzcan daños colaterales. Es la ley de la supervivencia: unos han de morir para que otros sigan viviendo.

Dieter tenía razón y Christian lo sabía; incluso Moria lo sabía.

—¿Es necesario...? Quiero decir... —estaba sumamente abrumada ante la idea de que un inocente pagara las consecuencias de un asunto en el que nada tenía que ver. Los hombres se limitaron a mirarla y le bastó para adivinar la respuesta, asaltándole un sentimiento de culpa que la hizo sentirse inmensamente desdichada.

—Olvidas que mi padre tiene amigos hasta en el infierno —le recordó Christian. —Yo también —repuso Dieter con una mueca jactanciosa.

—Pero... ¿después? —Christian aplastó el cigarrillo en el cenicero y se peinó el flequillo hacia atrás, denotando con su actitud la inquietud que le dominaba.

—Tu padre me ha pedido. Perdón —rectificó—, me ha ordenado que te localice y que te lleve ante su presencia, aunque para ello tenga que recurrir a toda la Gestapo del país. Y estarás de acuerdo conmigo, que no es la mejor idea —el joven asintió con la cabeza—. Después de la ceremonia, uno de mis hombres os trasladará a un lugar seguro a las afueras de Colonia. Os instalaréis en una casa que pertenece a mi familia; dispone de servicio y os están esperando.

—Pero... yo... yo no puedo irme sin más —Moria miraba ora Christian, ora Dieter—. Tengo un empleo... y están mis padres —alegaba desolada.

—Yo me ocuparé de hablar con frau Maurer y también con tus padres.

En cuanto a las reformas del consultorio —no se le escapaba nada—, me encargaré personalmente de supervisar las obras.

Desde luego, las circunstancias para ellos habían cambiado notablemente y todo parecía ir muy deprisa. Era como si la vida les arrollara, sintiéndose abrumados por una agobiante sensación de mareo.

—¿Y qué les ocurrirá a mis padres... cuando herr von Fischer descubra que nos hemos casado? —conociendo al padre de Christian, le angustiaba sobremanera la idea de que el inmenso poder de su futuro suegro alcanzara a Shmuel y Elma. —Te doy mi palabra de que no les pasará nada —le aseguró apretando su mano con firmeza.

—Y, ¿cuándo se supone que nos casamos? —le preguntó Christian encendiendo otro cigarrillo y ofreciéndole uno a Dieter que lo rechazó amablemente.

—Esta misma noche.

El médico casi se atraganta con el humo de la calada y Moria abrió los ojos desmesuradamente.

—Todo cuanto necesitamos es un juez y un testigo, ¿no? Bien, tenemos el juez: mi amigo, y el testigo: yo. Ahora, la última palabra la tenéis vosotros.

Christian alzó la vista clavando sus ojos azules en la mirada zarca del abogado. Aquel hombre era todo un misterio.

—¿Por qué haces esto, Dieter? —no era la primera vez que se lo preguntaba. —No es el momento, Christian —respondió enigmático.

—¿Y cuándo lo será?

—Cuando tenga que ser —se incorporó— Y bien... ¿qué pensáis hacer?

Debían tomar una decisión y la debían tomar ya. No sería la boda con la que habían soñado, pero las circunstancias obligaban. Bastó una mirada de complicidad y una sonrisa de ánimo, para saber que la decisión estaba tomada. Levantándose del sofá, acompañaron a Dieter al recibidor, cogieron sus abrigos y abandonaron el apartamento. Sus vidas no volverían a ser las mismas.