24 Christian, el desertor

Un insistente rumor recorría un amplio perímetro del territorio ocupado. En las últimas semanas, las incursiones de los Escuadrones de la muerte habían desembocado en estrepitosos e inesperados fracasos. Cuando los Einsatzgruppen llegaban al punto de destino, se encontraban con aldeas y pueblos fantasmas. El panorama era desolador, pues solo quedaban los vestigios de quienes han huido precipitadamente.

Los aldeanos que se refugiaban en las montañas, hablaban de un ángel enviado por Dios, un ser excepcional, que amparado en la penumbra de la anochecida, les advertía de la inminente llegada del escuadrón y de lo que les ocurriría si no atendían sus consejos. Los nazis pusieron precio a su cabeza y un grupo de la Resistencia que moraba por la zona, decidió enviar a uno de sus hombres para darle caza. Querían conocer de cerca al arrojado protector de judíos.

Las primeras veces que se escabulló del campamento, lo hizo con el miedo pisándole los talones. Lo sentía tan presente, era tan evidente su zozobra, que temió ser descubierto. Pero la suerte se convirtió en su inseparable aliada.

Cuando llegaba a las poblaciones después de haber atravesado bosques, riachuelos, senderos, caminos serpenteantes, pendientes pedregosas... se desprendía del uniforme y se embutía en la ropa de paisano que confiscó de aquel camión. A continuación, con paso sigiloso y ojo avizor, se aproximaba a las viviendas y chapurreando el poco polaco que conocía y el yhiddis que aprendió viviendo con Moria, les conminaba a abandonar sus hogares, sus granjas, si deseaban continuar viviendo.

Aquella afrenta era un sabotaje en toda regla que los altos mandos nazis no estaban dispuestos a tolerar. Un hombre solo no podía llevarlo a cabo, posiblemente recibía ayuda de dentro, se especulaba en las altas esferas. Un espía infiltrado en los Escuadrones era insultante, por lo que las medidas de seguridad se incrementaron y todos quedaron bajo sospecha. Cientos de trampas y emboscadas se urdieron para capturarles a él y al supuesto espía. Pero en verdad parecía estar tocado por la mano de Dios, porque de todas ellas salió ileso y en ninguna lograron apresarle ni identificarle.

Mientras tanto, Alemania empezaba a perder la guerra.

Biel, después de abandonar Berlín, se enfrascó en una aventura suicida regresando a España para unirse a los maquis.

Decidido a combatir el fascismo en su propio país, confiaba en la intervención de los aliados una vez fuese derrotado Hitler. Pero una incursión de la Guardia Civil tras el chivatazo de un pastor, causó la muerte de casi todos sus compañeros. Un pescador gallego, una profesora aragonesa y él, fueron los únicos supervivientes. Cruzaron la frontera francesa y separaron sus caminos. En un burdel de la zona libre, conoció al hombre que determinaría desde ese momento el nuevo rumbo de su incesante caminar sin destino. Desde la muerte de Lea, “el catalán” como se le conocía, no mostraba aprecio alguno por su vida, buscando en todo momento esa muerte que le librase de su tormento y que siempre parecía esquivarle, lo que le llevó a cooperar con diferentes grupos de partisanos en esa otra guerra paralela que mantenían contra los nazis.

Entre otras cosas, colaboró como informador para la resistencia checa que planeaba el asesinato del Obergruppenführer Reinhardt Heydrich, uno de los hombres más poderosos e influyentes del nazismo. Gobernaba por entonces el protectorado de Bohemia-Moravia, ganándose a pulso el apodo del Verdugo de Praga. De toda la fauna nazi, era el espécimen más peligroso de todos. Su crueldad rozaba la barbarie y su poder era tan inmenso, que incluso Himmler y Bormman celebraron el éxito del atentado. Aunque no murió en el acto como su chófer, las heridas causadas por la bomba que explotó bajo la rueda del Mercedes que lo trasladaba desde su mansión a la afueras de Praga hasta su despacho en la ciudad y los disparos que recibió de uno de los partisanos fueron letales, falleciendo días después en el hospital. Se decretó la Ley Marcial y las represalias no se hicieron esperar. El entierro fue oficiado en Alemania, asistiendo a los pomposos funerales de Estado, Hitler y casi toda la plana mayor del Gobierno.

Sentado con holgazanería frente a una de las grasientas mesas de la taberna de pueblo, Christian jugueteaba con el vaso medio vacío de cerveza, perdiéndose en el movimiento de la espuma en el constante sube-baja que el mismo provocaba.

El ambiente viciado y recargado del local, se aireó momentáneamente cuando un huraño cazador asomó por la puerta dejando a su paso minúsculas motas de hielo cuajado. El viento gélido de aquella tarde, azotó el humo de cigarrillos que inundaba el local.

Christian observó los movimientos del adusto hombre, que pese al desgastado gorro de lana y a la barba negra que prácticamente le cubría todo el rostro, le era increíblemente familiar.

El forastero pidió una copa de coñac y la bebió de un solo trago. A continuación, depositó sobre la mugrienta barra una moneda, perdiéndose por el umbrío corredor que llevaba a los servicios.

Christian apuró la cerveza y fue tras él.

El monótono goteo de las tuberías resonaba en los mugrientos rincones del aseo. Alineados sobre una de las sucias paredes e igualmente hediondos, dos inodoros se sostenían a duras penas de las mohosas baldosas amarillas.

Christian se apostó junto al cazador que en ese momento descargaba su vejiga y le oteó por el rabillo del ojo disipándose todas sus dudas. Aquel gesto desconfiado lo había visto muchas veces. Subiéndose apresuradamente la cremallera, se interpuso entre el forastero y la tiznada puerta.

—¡Hola, Biel!

El cazador no respondió. Emitiendo un gruñido, lo apartó de su camino, pero Christian insistió cerrando la puerta.

—Biel, soy yo, Christian. ¿Tanto he cambiado?

No, no había cambiado. Lo cierto, es que lo reconoció de inmediato, pe-ro las últimas noticias que sabía de él, le invitaban a ser desconfiado.

—Biel, sé que eres tú —percibió la vacilación en sus ojos—, y sé a lo qué has venido.

Christian estaba al corriente de los rumores que situaban al Ángel en el punto de mira de la Resistencia.

—Puedo pasaros información, la que queráis. Pero por favor, sácame de este infierno —le suplicó sujetándole por las solapas de la cazadora.

—No tengo ni idea de lo qué estás hablando —respondió taciturno zafándose de él—. Nuestro encuentro ha sido pura casualidad —mintió—. Pero verte aquí y con ese uniforme, confirma lo que me contaron de ti. ¿Cómo pudiste hacer algo tan repudiable? —le miró con hondo desprecio.

—¿De qué diablos estás hablando?

—De Moria y de Adriel. ¿Cómo pudiste?

—No sé lo qué te habrán contado, pero me temo, que nada que tenga que ver con la verdad.

Biel le miró directamente a los ojos.

—Todo fue una trampa urdida por mi... familia —le explicó—. Y sí estoy aquí, con este maldito uniforme —lo sacudió con desprecio—, es precisamente porque no me doblegué a las pretensiones de mi padre.

No sabía ni el por qué, ni la razón, pero le creía. La verdad, es que jamás estuvo totalmente convencido de que aquella escabrosa versión de los hechos que le contaron fuese cierta.

—¿Cómo me has reconocido? —le preguntó Biel más relajado.

—Te reconocería en el mismísimo infierno —respondió sonriente.

Inesperadamente, Biel le abrazó.

—Celebro que sigas vivo, amigo mío —le dijo palmeándole la espalda.

—Tienes que ayudarme a escapar de esta locura —repitió con una súplica desgarrada en sus bonitos ojos azules.

—¿Y cómo pretendes qué te ayude? ¡Eres un soldado! —le recordó reparando en el uniforme.

—Un soldado reclutado por la fuerza —enfatizó apretando los labios—.

Sé por qué estás aquí: buscas al Ángel, ¿verdad?

—¿Quién es ese Ángel? —su tono pretendía sonar indiferente.

—Yo —respondió escueto observando el gesto de sorpresa que intentó disimular Biel.

—Christian, yo...

—Tú has venido a buscarme. Pues ya me tienes —extendió los brazos como quien se entrega a la policía.

—No sé de qué estás hablando —repitió receloso.

—Hablo del Ángel. Ese tipo que se juega la vida salvando judíos de las limpiezas. Y ese tipo, soy yo. Tengo pruebas que pueden demostrarlo.

Biel se rascó la cabeza por encima del gorro de lana. Lo cierto, es que la descripción que tenían del tipo coincidía con las características físicas de Christian, pero...

—Puedo pasaros información. La que me pidáis —repitió una vez más.

Biel, cariacontecido, lo miró y le dijo:

—Te espero esta noche a las afueras de la ciudad, en un viejo taller. Lo reconocerás, porque es el único edificio de la zona que no es un molino.

Christian recordaba el lugar.

—No te prometo nada. No está en mi mano —le advirtió para que no se hiciera vanas ilusiones.

—Confío en ti, amigo mío.

—Ese es tu problema alemán: siempre has sido demasiado confiado.

—Las personas cambian.

Biel sonrió.

—Por cierto... ¿desde cuándo bebes alcohol? —le preguntó Christian arqueando una ceja.

—Tú lo has dicho: las personas cambian.

Siguió las indicaciones de Biel al pie de la letra. Los campos se extendían a derecha e izquierda y ni una sola granja permanecía en pie. Las bombas primero y los saqueos después, las redujeron a ruinas y ceniza. Con cautela y sin bajar la guardia, se aproximó al destartalado taller. Era una nave bastante amplia, más de lo que imaginó desde fuera. Las tejas de la techumbre abovedada habían desaparecido y como techado solo quedaba el cielo estrellado de aquella noche helada. Se frotó las manos enguantadas en un intento de recuperar algo de calor.

Buscó la cajetilla de cigarrillos y llevándose uno a la boca, le dio lumbre. Se fijó en los bidones vacíos y en los neumáticos desinflados esparcidos desordenadamente por el local. Oyó pasos en la quietud de la noche y poniéndose en guardia, llevó la mano a la cartuchera de su pistola.

—No irás a matarme, ¿verdad?

Christian se giró sobresaltado al oír la voz de Biel tras él.

—Un soldado del Reich no puede ser tan confiado —le estrechó la mano—. ¿Por qué no nos sentamos? —señaló dos bidones.

El chillido inconfundible de una rata rechinó muy cerca de sus botas.

—Mis amigos están interesados en tu oferta.

Le expuso la propuesta que sus jefes tenían para él con un brillo victorioso en su penetrante mirada.

—Pues aquí tienes —del interior de la cazadora militar, extrajo una abultada pila de papeles reforzados con una goma elástica—. Planos, objetivos, envíos de armamento, horarios de trenes...

Biel abrió los ojos perplejo; su amigo había venido bien preparado.

—Ahora les toca a ellos cumplir su parte del trato —le recordó.

¡Guau! Has hecho los deberes.

—Quiero acabar con esto de una vez y lo antes posible.

Biel introdujo en el interior del zurrón los comprometidos documentos.

—No temas, son gente de palabra. Vuelve al campamento, yo te buscaré —se levantó.

—¿Cuándo? —su ansiedad era evidente.

—Pronto, Christian. Pronto.

Salió del garaje y desapareció camuflado en la densidad de la bruma.

Una semana después, la aparente tranquilidad que gravitaba en la avenida principal de aquel pueblo de pocos habitantes, escasos ahora tras las constantes redadas de los escuadrones, se vio interrumpida bruscamente cuando un estrépito atronador removió las entrañas de la tierra, elevando por los aires los cimientos del restaurante más selecto de la zona frecuentado en su mayoría por soldados alemanes. La atronadora explosión ocurrió al mediodía, cuando el local rebosaba de clientes, por lo que la lista de bajas se acercó al centenar. Nadie de los que se encontraban a esa hora en el restaurante logró sobrevivir. El atentado terrorista, calificado así por la propaganda y el Servicio de Inteligencia nazi, era el segundo en la zona en menos de una semana. Un par de días antes, un tren atestado de armamento descarriló cuando atravesando el puente que cruzaba el río, se precipitó al vacío tras la voladura de los raíles. Todo lo que encontraron, fueron cadáveres y un amasijo de vagones retorcidos y vacíos. El armamento había desaparecido. No cabía duda de que la resistencia estaba tras los atentados.

El telegrama donde se comunicaba a la familia von Fischer la trágica muerte de su hijo en el cobarde atentado terrorista, se tramitó con la mayor urgencia. Otto era un hombre conocido y temido. Y fue él mismo, quien recibió en mano la terrible noticia.

Odelia, ajena al luctuoso suceso, atravesaba uno de los momentos más angustiantes de su vida. Todo empezó una tarde, cuando el servicial mayordomo le hizo entrega de un sobre sin sello ni remite. A solas en su dormitorio, se deslizó subida en sus zapatillas de tacón sobre la moqueta color salmón que vestía el suelo. Con la cabeza cubierta de rulos, aguardaba en ropa interior que se secara el esmalte rojo recién aplicado a sus largas uñas. Se dejó caer sobre el sofá blanco de terciopelo rizado situado frente a la chimenea y cruzó las piernas. Más inquieta que intrigada, rasgó el sobre con el abrecartas y tras soplar sus uñas, extrajo la nota que contenía. Notó el corazón acelerado y un leve sudor empezó a perlar su frente contraída.

“Hola Odelia:

Supongo que te estarás preguntando quién soy. Pero aún no ha llegado el momento de revelar mi identidad. Yo, en cambio, sí sé quién eres en realidad: una farsante que se inventó una vida con el único propósito de alcanzar el poder. Todo en ti es falso, falaz, fingido y serías capaz de vender tu alma al diablo, si con ello consigues conservar el estatus privilegiado del que gozas gracias a tus mentiras. Aunque sinceramente, después de conocerte en persona, no me quemaría en el infierno si jurara por lo más sagrado que tú eres el mismísimo Satanás. Pero tus días de gloria están tocando a su fin. Voy a desenmascararte ante el mundo entero. Todos sabrán quién eres realmente y tus verdaderos orígenes. Esta vez, Odelia, no podrás salirte con la tuya”.

No llevaba firma, era una nota anónima, una amenaza en toda regla. Por primera vez en mucho tiempo empezó a sentir miedo de verdad. Con rabia contenida, arrugó el papel ahogando un grito colérico.

—¡Maldito! ¡Maldito!

Rebuscaba en los rincones de su memoria, el rostro traidor del chantajista. Alguien muy próximo a ella y al que le había permitido acercarse demasiado.

—¡Daré contigo, maldita rata asquerosa! —juró en voz alta sumamente airada antes de lanzar la pelota de papel a las llamas chispeantes de la chimenea, donde no tardó en convertirse en ceniza.

Mientras tanto, en el salón, Otto, con la copa de coñac en la mano, permanecía con la mirada perdida. En la otra mano, sostenía con la punta de sus largos dedos, el telegrama recibido tan solo unos minutos antes. Sus ojos claros estaban enrojecidos y su rostro curtido por la vida mantenía el gesto ausente.

Recostó su cabeza plateada sobre el respaldo del sillón, dejando brotar el llanto de dolor que le ahogaba. Lloraría hasta quedarse sin lágrimas y aún así no hallaría consuelo para su corazón herido.

El triste silencio que se respiraba en la biblioteca, fue interrumpido cuando una Odelia sumida en un clarísimo estado de nervios y con el cabello algo alborotado, irrumpió súbitamente. Era tal su celeridad, que no advirtió la presencia de su esposo. Fue al girar sobre los altos tacones con la copa de vodka en su mano temblorosa, cuando fue consciente de que no estaba sola.

—¡Dios! ¡Me has asustado! —exclamó llevándose una mano al pecho.

Otto continuó en su acongojado mutismo.

—¿Se puede saber qué te ocurre? ¡Tienes un aspecto lamentable! —constató desdeñosa.

—Christian —su voz fue apenas un susurro.

—¿Qué pasa con Christian?

—Christian ha muerto —balbució al tiempo que estiraba el brazo mostrándole la notificación.

Odelia le arrebató con decisión el telegrama leyéndolo con avidez. Sus facciones se mantuvieron impasibles, sus ojos, tan fríos y taimados como siempre. Nada parecía afectarle, ni siquiera la muerte de su hijo.

—Tal vez se trate de un error —insinuó con indolencia dejando el telegrama sobre la mesita auxiliar.

—No existe error posible —le corrigió apabullado por su escalofriante frialdad. —¿Y su cuerpo? ¿Cuándo nos entregarán su cuerpo?

Otto buscó una señal, un indicio que le indicara que Odelia era humana, que su corazón albergaba sentimientos. La observaba y tan solo veía indiferencia, desafecto, desinterés, como si le acabara de comunicar el fallecimiento de un completo desconocido.

—¿Es todo cuánto tienes qué decir? —su voz estaba rota y su mirada endurecida.

—¿Y qué quieres que diga?

—¿No quieres saber cómo ha muerto tu hijo?

—¿Es necesario?

—¿Qué tienes, Odelia? —furibundo, se sujetó a los apoyabrazos del sillón encarándose a ella—. ¿Sangre... o hiel corriendo por tus venas? ¡Es tu hijo!

—le recordó con el rostro encendido.

—¿Mi hijo? ¡Mi hijo murió el día que se casó con esa piojosa judía! ¿Has olvidado que estuvo a punto de matarte por culpa de esa desagraciada y su sucio bastardo? ¿Ya no lo recuerdas? —rugió con fiereza.

—¡Basta, Odelia! —Profirió incorporándose del sillón—. No importa lo qué hiciera en el pasado, sigue siendo nuestro hijo y todo cuánto nos entregarán de él, será un ataúd lleno de cenizas y restos humanos irreconocibles.

Odelia rodeó la mesa auxiliar, interponiendo una prudente distancia entre ella y su alterado marido.

—La explosión fue de tal magnitud, que han sido incapaces de identificar los cuerpos.

—Nos queda el consuelo de que no sufrió —apuntó impasible.

—¡Maldita bruja despiadada! —Prorrumpió consumido por el odio—. Me pregunto, si ese corazón de hielo ha amado alguna vez a alguien.

—¡Amo a mi país! —exclamó alzando la cabeza.

—¡Chalada estúpida! Tu país solo existe en tu mente perturbada.

—¿Me estás llamando loca? —inquirió visiblemente ofendida.

—Sí —afirmó con vehemencia—, a ti, y a esa pandilla de lunáticos que con vuestro histriónico fervor patriótico continuáis alimentando a la bestia.

—¿Bestia? —no daba crédito a lo que oía—. Hitler fue el único capaz de cambiar las cosas en este país. Vivíamos en la anarquía y el caos, éramos el hazmerreír de Europa. Hitler nos aportó estabilidad y nos devolvió la dignidad.

—¿Estabilidad? ¿Dignidad? —se mofó irónico—. ¿Dónde ves tú la estabilidad y la dignidad? Estamos inmersos en una guerra, Odelia. En una guerra que estamos perdiendo y que solo ha procurado muerte y dolor a muchas familias de este país.

—Goebbels dice...

—Goebbels es un demente como el resto —le atajó airado.

—No pienso discutir contigo —aludió con insultante engreimiento reposando el vaso encima del telegrama.

—No te gusta oír la verdad, ¿eh, Odelia? Prefieres continuar con tu insulsa vida, alejada de la realidad y creyéndote todas las mentiras de este maldito gobierno. —Piensa lo que te plazca —respondió desdeñosa—. Pero te aconsejo, que guardes para ti ciertas aseveraciones que pueden dar pie a interpretaciones erróneas y que nos acarrearían serios problemas.

—Eso es lo único que te preocupa, ¿verdad?—hizo un mohín de asco—.

Lo qué pueda pensar la gente.

—¡Oooh, no querido! A mí no me quita el sueño lo qué piense la gente.

Pero sí, las consecuencias de tus súbitos ataques de cólera —matizó—. Así que por el bien de todos, controla tu temperamento.

—Ahórrate tus consejos, no los necesito.

—En ese caso, estaré en el salón. Telefonearé a Ilse, debe saber...

—Ilse está de camino.

—Bien —se peinó con las manos su alborotado peinado—. Nos veremos en la cena.

Se marchó de la biblioteca dejándole a solas y lo único que sintió Otto cuando desapareció de su vista, fue un profundo odio y una honda repulsa hacia la que aún era su esposa.

El entierro de Christian se ofició en la iglesia Santa Eduvigis, en Berlín este. Fue un auténtico funeral de Estado, con la presencia de los miembros más destacados del organigrama nazi y de la burguesía alemana. El mismísimo Adolf Hitler estuvo presente, haciéndole entrega a la afligida madre de la máxima condecoración del ejército alemán: la Cruz de Hierro. Un homenaje póstumo a los soldados muertos en acto de servicio.

Durante el desfile de condolencias, pésames y muestras de apoyo, los asistentes al sepelio pudieron apreciar el demacrado y ojeroso rostro de la acongojada Odelia. Nadie dudó de la profunda desazón que atenazaba el corazón de aquella pobre mujer, pero nadie se percató, de la magnífica representación, ni el cuidado y elaborado maquillaje —era una de sus habilidades—, del que Odelia von Fischer se sirvió para darle realismo a su fingido dolor. Era una maestra de la manipulación y una magnífica actriz.

Otto sí lo vio, sabía de sus innatas dotes interpretativas, de su destreza para manipular cualquier situación, de su don para la farsa. Cada día que pasaba la aborrecía más y la soportaba menos.

Sobrellevando con estoicismo la procesión de condolencias, se preguntaba con cada apretón de manos, como era posible, que muchos de los que allí estaban sintiesen la trágica pérdida de alguien al que apenas conocían. Le repugnaba hasta límites del vómito, la hipocresía que se respiraba en aquella obligada cita social. Ninguna de aquellas ratas trajeadas y enjoyadas, sabía la verdad de aquel hombre joven que yacía sin vida en el interior de la caja mortuoria. Eso sí, engalanada como tan solemne acto requería: la bandera roja con la esvástica negra luciendo imponente en su centro. Los colores con los que teñía de tragedia allí donde arribaban, los pinceles funestos del nazismo: el rojo de la sangre inocente innecesariamente derramada y la negrura impenetrable en la que sume la muerte a su paso. Tragedia y destrucción, eran el legado nazi para las futuras generaciones.

Miró el ataúd, avergonzándose de su cobardía por ocultar como siempre sus verdaderos sentimientos, reprimiendo sus deseos, que no eran otros, que abalanzarse sobre el ataúd, arrebatarle la bandera, destapar la caja y abrazarse a los restos de ese hijo al que tanto amaba, pero al que jamás se lo dijo, y pedirle perdón, perdón... una y otra vez. Perdón por su arrogancia, por no escucharle, por no querer comprenderle, por apuñalarle por la espalda como un vil Judas Iscariote, arrebatándole despiadadamente a las dos personas más importantes de su vida: su esposa y su hijo. Había tanto que perdonar, tanto que expiar, que no existía penitencia con la que poder purgar su infame pecado. Pero no hizo nada de eso, continuó manteniendo las formas, marcialmente erguido junto a su esposa, agradeciendo los pésames y comportándose como un auténtico cobarde.

Ilse, sujetada por los robustos brazos de Ferdinand, lloraba sin consuelo.

Las gafas negras de sol, ocultaban sus hinchados y enrojecidos ojos. Su pena y su llanto si eran reales, sinceros. Su alma estaba desgarrada. Lo único bueno que había en su vida ya no estaba. Una guerra sin sentido y la sinrazón de sus padres le empujaron a la muerte, a una muerte terrible que ella se negaba a aceptar. Un anunciado desmayo, le evitó continuar con aquella farsa.

Dieter también acudió al entierro, lo hizo de incógnito, por esa razón, ninguno de los asistentes advirtió su presencia y tampoco pudieron ver sus lágrimas. Unas lágrimas que nacían en lo más profundo de su alma. Había muerto alguien muy importante para él, más de lo que muchos de aquellos hipócritas podían imaginar.

Con Ferdinand de vuelta a Bielorrusia, Ilse se refugió en los amorosos brazos de Calev. En él halló el consuelo que nadie de los suyos supo darle, demasiados preocupados en sus propias penurias.

Otto regresó a su trabajo y su madre, posiblemente se reconfortaría en el lecho de su nuevo amante. A ella, solo le quedaba Calev, la única persona con la que dejaba de sentirse miserable, la única persona en la que confiaba. El hombre que en pocos meses, la convertiría en madre.

Pero la guerra no se detenía, proseguía arrasando vidas y futuros. La población judía europea estaba siendo diezmada ante la pasividad de las democracias mundiales. Nadie parecía interesado en la suerte que pudieran correr sus vidas, ni siquiera, el propio Estado Vaticano.

La Santa Sede pactó su imparcialidad con la Alemania de Hitler, pero con la condición de ejercer presión moral si las circunstancias lo requiriesen. La comunidad judía se preguntaba, que circunstancias necesitaba el Vaticano, para intervenir y poner fin a la masacre indiscriminada que se estaba llevando a cabo.

Los nuncios se convirtieron en mensajeros de noticias terribles y la postura del Papa Pío XII fue desalentadora. No condenó públicamente como se esperaba la política xenófoba nazi, pese que desde el inicio del conflicto, Radio Vaticano se ocupó de retransmitir sin censura las barbaridades que se cometían en el Este de Europa:

“...El Cardenal Halam, Primado de Polonia que escapó a Roma, informó al Papa Pío XII sobre las vicisitudes que atraviesa su país. El pueblo polaco, tanto católico como judío se enfrentan al hambre, ya que sus reservas de alimentos y sus herramientas de trabajo les son sustraídas y enviadas a Alemania...”

Noticias como ésta, podían oírse una vez por semana a través de las ondas. Pero el gobierno alemán intervino de inmediato, criticando abiertamente la divulgación de ese tipo de información, aunque no pudo impedir que las denuncias sobre el exterminio continuaran filtrándose:

“...Se están produciendo masacres en masa contra el pueblo judío...”

“...El pueblo judío en Rumania no tiene ni esperanzas, ni creemos que puedan tener futuro...”

Un inquietante rumor, empezó a extenderse como el humo por las menesterosas calles del gueto. Si eran ciertos, todos los que allí intentaban sobrevivir al hambre, al frío, a las enfermedades, a las plagas de insectos y roedores, a los nazis, tenían los días contados. El desalojo del gueto, significaba el traslado inminente a un campo de concentración, o tal vez, a uno de esos otros campos, donde decían, gaseaban a la gente.

El rabí Josué se acomodó en la chirriante mecedora, aceptando el vaso de vino que Shimon le ofreció. Tras un largo trago, se atusó la grisácea barba.

—Me temo que las noticias de las que soy portador no son nada alentadoras —empezó diciendo a su tertulia—. Las aktions se llevarán a cabo en tres semanas. —¡Dios mío! ¿Y qué va a pasar con toda esa pobre gente? —preguntó Shimon desolado.

—No lo sé. O mejor dicho, sí lo sé, pero nada puedo hacer por ellos —reconoció abatido el rabino.

Keren, Moria y las niñas, sentadas en uno de los colchones y reclinadas sobre la pared, observaban y escuchaban en respetuoso silencio la conversación que mantenían los hombres. Ava zurcía unos calcetines al calor del brasero.

—Tres semanas es muy poco tiempo —apuntó pensativo Shimon—. No sé si para entonces ya tendremos en nuestro poder los nuevos documentos.

Gracias a sus contactos en el exterior y a los insistentes rumores sobre un posible desalojo, Shimon pudo conseguir nuevas identidades para ellos y para algunos conocidos del gueto. Era imposible salvar a todos y esa certeza le suponía una desazón permanente.

—Pues hablad con vuestros amigos del otro lado del muro para que se den prisa —les sugirió el rabí—. De lo contrario, de Auschwitz conoceremos algo más que el nombre.

La mera mención de ese campo del que tantas atrocidades habían oído hablar, les ponía los pelos de punta.

—Esta noche me reuniré con mi contacto —anunció Demian—. Tendremos los documentos a tiempo.

—Dios te oiga, Demian. Dios te oiga —deseó el rabí.

Ilse y Calev, ajenos al resto del mundo, proseguían con su ilícita aventura, viviendo para ellos dos, amándose en secreto y disfrutando de ese embarazo que tanta felicidad les había proporcionado. Planeaban fugarse, huir a cualquier lugar del mundo lejos de los von Fischer y los Rosenbauer, pero volcados en ellos mismos y en su romance, bajaron la guardia y se olvidaron de que Berlín es una ciudad grande, llena de ojos y oídos ávidos de información con la que obtener a cambio un buen fajo de reischmarks, sobre todo, en tiempos de penurias como aquel, y gracias a esos nuevos espías formados en el hambre y en la miseria, Odelia von Fischer no tardó en descubrir la relación extramatrimonial que mantenía su hija, iniciando de inmediato una escrupulosa investigación sobre el desconocido amante, averiguando para su mortificación, que nuevamente un maldito judío se había cruzado en el camino de los von Fischer. ¿Pero qué diablos les ocurría a sus hijos? ¿Qué encontraban tan seductor en esos piojosos judíos para que la retasen una y otra vez desafiando su autoridad? No permitiría que la historia de Christian se repitiera. No, en absoluto. Ilse no se le escaparía.

Una tarde, la joven se presentó como de costumbre en el apartamento de Calev, topándose con un desorden inusual reinando en toda la vivienda, el caos habitual tras los brutales registros de la Gestapo. Su rostro relajado y su sonrisa alegre, se transmutaron en un gesto de angustia. No necesitó más indicios para intuir lo qué había pasado. Recorrió todas las estancias gritando su nombre, buscándole incluso en el doble fondo del ropero, un agujero en la pared que nació como consecuencia de la guerra, pero para su desespero, tampoco lo halló allí.

Desolada, se dejó caer sobre la cama donde tantas veces se habían amado.

Acariciando las sábanas de un lecho desordenado, el llanto se apoderó de sus sentidos y rompió a llorar abrazada a la almohada.

Estuvo así unos minutos, hasta que oyó un repiqueteo inconfundible de tacones aproximándose al dormitorio en penumbras. Se incorporó y la vio asomar con sus andares soberbios por la puerta de la habitación. No necesitó más pruebas para adivinar que su madre estaba detrás de la desaparición de Calev.

—Lo suponía —le escupió Ilse con los ojos enrojecidos.

—Siempre tengo que ir detrás vuestro limpiando la mierda que vais dejando —profirió Odelia con su porte erguido—. Tú y tu hermano sois indignos de llevar el apellido von Fischer. Lo arrastráis por el fango cada vez que os revolcáis en la cama con esos repulsivos judíos.

—Mi hermano está muerto —le recordó.

—Se lo buscó él. Pudo elegir y eligió morir —su voz carecía de sentimientos.

—¡Eres detestable! ¡Te odio! —le gritó con la mirada encendida—. ¡Mereces arder en el infierno!

—Y tú mereces que te mate ahora mismo —aproximándose a ella, la abofeteó con todas sus fuerzas—. ¿Cómo has podido comportarte como una vulgar fulana? ¡Eres una mujer casada!

Ilse, cubriéndose con la mano el calor que desprendía su mejilla tras la contundente bofetada, rompió a reír mirándola desafiante.

—¡Eres una maldita hipócrita! —le reprochó—. ¿Cómo te atreves a cuestionar mi comportamiento cuando tú eres la primera zorra? —otro bofetón resonó en el amplio dormitorio.

Ilse prosiguió retándola.

—Golpéame cuánto quieras. Eso no borrará la verdad: que eres la zorra de las zorras.

Instintivamente, alzó las manos en un gesto de protección, pero en esta ocasión, Odelia no la golpeó.

—Tienes razón. Aunque te matara a golpes, seguirías siendo una cualquiera. —Digna hija de mi madre, ¿no crees?

—No he venido aquí para discutir contigo con quién me meto en la cama —en ocasiones, podía ser la más vulgar de las mujeres.

—¿Dónde está Calev?

—Lo ignoro —mintió descaradamente.

—No te creo. Calev desaparece y que casualidad, apareces tú. Lo siento, pero no creo en las casualidades.

—Lo único que puedo decirte, es que no volverás a verle nunca más.

Ilse sintió una punzada atravesándole el pecho.

—Retomarás tu vida de casada y procurarás ser más escrupulosa en la elección de tus amantes.

—¡Calev no es mi amante!

—Tampoco es tu marido.

—Calev es el hombre al que amo de verdad.

—Claro, olvidaba que eres una sentimental —se mofó.

—Por lo menos, tengo corazón. No como tú, que tienes un trozo de hielo incrustado en el pecho.

—Y que me ha servido para conseguir todo cuánto poseo. El sentimentalismo no te hace poderoso, la inteligencia es lo que te procura poder y desgraciadamente, tú careces de ella.

—Yo lo único que quiero saber, es qué le ha pasado a Calev.

—Ya te he dicho que no lo sé, pero puedo imaginarlo. La Gestapo es muy eficiente ejecutando su trabajo.

Unas lágrimas asomaron a los ojos marrones de Ilse. Su despreciable madre acababa de confirmar sus temores. No pudo evitar que un escalofrío la sacudiera. Odelia tenía razón: nunca más volvería a ver a Calev. Ahogando un sollozo, se llevó la mano al abultado vientre.

—Y, ¿qué será ahora de mi bebé? —se preguntó en voz alta acariciándose el abdomen.

—No te bastó amancebarte con un judío, permitiste que sembrara en ti su atrofiada semilla. ¡Debería matarte con mis propias manos! —su tono era un clamor de odio.

—¡Pues hazlo! —Se incorporó desabrochándose el abrigo—. ¡Aquí nos tienes! ¡A mi hijo y a mí! ¿A qué esperas? ¡Mátanos!

—Todo a su tiempo, Ilse —su frialdad era apabullante—. Pero no te quepa duda, que ese engendro que llevas en el vientre no vivirá lo suficiente para ver la luz del día.

—¿Y cómo vas a impedirlo, madre?

—Olvidas que soy una mujer de recursos, de muchos recursos —su mirada tenía un brillo asesino.

—Ferdinand cree que es hijo suyo.

La confesión la dejó boquiabierta y por un instante pareció turbada, aunque de inmediato se rehízo. ¿Qué se proponía aquella desgraciada?

—Una mujer sabe cómo hacer creer a un hombre, que ha ocurrido algo que en realidad no ha sucedido jamás —eran sus minutos de poder y los estaba disfrutando.

Aunque entre Ferdinand y ella no existía relación carnal, una noche, después de regresar de una esas cenas políticas que tanto le gustaban a su marido y aprovechándose de que Ferdinand estaba borracho como una cuba, compartió lecho con él, con la única intención de que creyera suyo el hijo que esperaba. Nunca confió demasiado envejecer junto a Calev. Afortunadamente para ella, su marido se durmió antes de consumar el acto, pero cuando Ferdinand despertó a la mañana siguiente, además del insoportable dolor de cabeza, no recordaba nada de lo ocurrido. Su sorpresa fue mayúscula, cuando descubrió a su esposa junto a él en la cama, desnuda y cubierta tan solo con las sábanas sepia de raso. Entonces lo entendió todo: Ilse y él habían hecho el amor.

—¡Zorra estúpida! —Profirió Odelia echando chispas por los ojos—. ¡No te saldrás con la tuya!

—Eso ya lo veremos.

—No me conoces, Ilse. No tienes ni idea de lo qué soy capaz.

Ilse no se amilanó.

—Abróchate el abrigo y sígueme —le ordenó imperativa—. Tu esposo llegará en un par de horas y hoy cenamos con tus suegros.

—No pienso sentarme en la misma mesa que tú.

—¿Y cómo excusarás tu ausencia? —gesticuló una sonrisa perversa—.

¿Qué explicarás? ¿Qué estás desecha porque tu amante judío ha muerto en los calabozos de la Gestapo? —no le importó alardear de la información que poseía—. ¡Qué curioso! Incomprensiblemente, he recuperado la memoria.

Con que fervor la odiaba. Le quemaban las venas cuando recordaba que llevaba su sangre. La sangre de una psicópata perversa y muy peligrosa. Para su penitencia eterna, no podía borrar la certeza de ser hija de un monstruo endiabla-do.

En contra de sus deseos, que era verla caer fulminada sin vida, la siguió hasta la puerta y salieron del apartamento. Pero Odelia no pudo evitar, el llanto inconsolable que acompañó a su hija durante todo el trayecto.

Durante la cena, Otto y los Rosenbauer se sorprendieron gratamente ante la noticia de convertirse en abuelos. Se preguntaron, por qué Ilse y Ferdinand habían esperado tanto tiempo para anunciarlo. El avanzado estado de gestación era evidente, por lo que no entendían aquel extraño mutismo. Lo que desconocían, es que Ferdinand no tuvo noticias de ello hasta hacía apenas unos días, cuando extrañamente, recibió una carta de su esposa en el Cuartel General donde estaba destinado. Por esa razón, solicitó aquel permiso especial. No amaba a su esposa, su matrimonio era una farsa. Pero descubrir de repente que iba a ser padre, le llenó de una juvenil vitalidad, le hizo sentirse dichoso y satisfecho con la vida. Un hijo para un SS, era la mayor prueba de fidelidad con la causa y el más valioso tributo que podía brindarle a su amado Reich.

La única que no disfrutó de la velada fue Odelia. Lo que para su esposo e invitados suponía un motivo de felicidad, para ella era un tormento que se prolongaría durante unos interminables meses, hasta que la desgraciada de su hija pariera el esperpento de bebé judío que crecía en su vientre. Debía urdir un plan para tener bajo control el momento del parto y buscar un médico de su absoluta confianza que estuviese dispuesto por una cantidad considerable de reichsmarks a ejecutarlo. No sería fácil, pero aún le quedaban cuatro meses por delante para perfeccionarlo.

Después de la atronadora explosión que dinamitó el restaurante, Christian se ocultó hasta el anochecer en el mismo taller destartalado donde se citó con Biel la primera vez. Pasada la medianoche, cuatro tipos con el rostro cubierto aparecieron de la nada, le vendaron los ojos y le subieron a la parte trasera de una vieja furgoneta. Llegados a su destino, lo empujaron por un camino empinado hasta una cabaña de montaña, en cuyo interior le esperaba un tipo que lo examinó detenidamente. Sentado frente a una rústica mesa de madera, el desconocido saboreaba un espeso caldo anaranjado.

Christian dio por supuesto que era el líder del grupo. Tenía el cabello endrino y rizado. Su frente alta, la surcaban unas cejas espesas, bajo las que unos ojos pavonados de mirada escrutadora no se apartaban de él. El bigote cubría su labio superior y le confería un aire hermético. Rondaría los cincuenta, se dijo. Cuando habló, su voz aguardentosa tenía un tono sobrio; aún así transmitía buenas vibraciones, por esa razón, tuvo la corazonada que pasado un tiempo, entre ellos se entablaría una cordial relación. Se llamaba Abbot Podolski, licenciado en Filología alemana y obligado a vivir en las montañas desde que los nazis invadieron Polonia y tuvo que huir tras perder a su familia y su trabajo en la universidad. Biel montaba guardia en la puerta y una chica vestida con ropas de hombre, de aspecto delicado y rostro agraciado, calentaba más caldo en un hornillo.

Christian respondió a todas sus preguntas, sabiendo de antemano que Biel ya le habría informado concienzudamente. Cuando acabaron las preguntas, el rostro taciturno de Abbot se relajó y le invitó a compartir con él, aquel caliente y sabroso caldo que le calmó el hambre y devolvió a su entumecido cuerpo, el calor que le abandonó cuando se deshizo de sus ropas militares cambiándolas por el desgajado traje con el que durante meses realizó sus escapadas.

La joven que cocinó para ellos, se llamaba Elina. Era sobrina de Abbot y huyó a las montañas con él, después de lograr escapar de una redada en la universidad. Era estudiante de Filosofía y también había perdido a su familia; solo le quedaba Abbot. Pasado un tiempo, descubriría que Elina era una mujer de fuerte temperamento pese a su aspecto menudo y delicado, y uno de los miembros más activos de la brigada.

Aquel grupo de hombres y mujeres que no llegaba a la treintena, se ocultaban en unas viejas minas y detrás de cada uno de ellos palpitaba una tragedia y trepidaba un motivo distinto para la venganza. Pero en el espíritu de todos, el mismo y único deseo: aniquilar a los nazis.

Gracias a Biel, su adaptación al grupo fue más rápida de lo que imaginó.

Y pese a que los primeros días le miraron con recelo y desconfianza, pasados unos meses, “el alemán” que era así como algunos le llamaban, ya era uno más de la brigada.

La sirvienta, tras servir el desayuno, se retiró en absoluto silencio, mientras Odelia se sentaba y Otto ojeaba los titulares del periódico. Uno de ellos captó toda su atención pues la noticia ocupaba la página central en la sección de sucesos.

—¿Has leído esto, Odelia? —le preguntó visiblemente impresionado.

—¿Qué?... —su tono fue de indiferencia; la revista de moda era más entretenida.

—Tu amiga Ulrika ha sido asesinada junto a su sirvienta.

—¡Qué horror! —exclamó aparentemente afectada, aunque Otto dudó de su tribulación.

—A ella la mataron en su gabinete de un disparo a bocajarro en el estómago y a la sirvienta le cortaron el cuello en la cocina.

—¡Terrible, terrible! Le advertí en muchas ocasiones, que dos mujeres solas viviendo en un lugar tan apartado era demasiado peligroso —bebió un poco de café—. Pero siempre me decía que sus runas la protegían. ¡Ya ves! Esas piedras no eran tan poderosas como ella creía.

—No pareces muy apenada —observó contemplándola por encima del periódico. —¿Y qué esperabas?

—No sé. Creí que os unía algo más que esas tonterías de la adivinación.

—Pues creías mal. Entre Ulrika y yo, solo existía una relación digamos, profesional. Ella me prestaba un servicio que yo pagaba generosamente.

—Claro —masculló dejando el diario sobre la mesa.

—Seguro que quisieron robarle y se resistió.

—No, las investigaciones apuntan a una venganza. Sospechan que el asesino, o asesina, la conocía personalmente.

Odelia no fue ajena al mensaje subliminal de su esposo y los latidos de su corazón se aceleraron.

—La sirvienta solo fue una víctima accidental.

—¿Y han detenido ya algún sospechoso?

—El avanzado estado de descomposición de los cuerpos dificultará considerablemente la investigación. Hoy por hoy, la policía se encuentra en un callejón sin salida.

Los impetuosos latidos de Odelia se normalizaron.

—En tiempos como estos, los crímenes de este tipo suelen quedar impunes. —Lo siento por Ulrika. No merecía una muerte así —intentó parecer afectada—. Me gustaría asistir a su entierro, es lo menos que puedo hacer por ella —tomó el diario y buscó la noticia.

—Tú siempre tan piadosa —se burló esquivando su mirada furibunda—.

No me esperes para comer, tengo una reunión muy importante —se incorporó.

—Muy bien —respondió leyendo con avidez el artículo.

Una sonrisa de triunfo se dibujó en su bello rostro, cuando dejó el periódico sobre la bandeja del café. Su esposo tenía razón: la policía estaba absolutamente desconcertada. Encendiéndose un pitillo, recordó su última visita a Ulrika, todo cuanto allí sucedió y como al regresar a la mansión, se encerró en el dormitorio para desvestirse, ponerse muda limpia y arrojar al fuego de la chimenea, la ropa salpicada de sangre.