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La muerte

Burdeos

(16 de abril de 1828)

La muerte es el comienzo de la inmortalidad.

Maximilien de Robespierre

Fue una Rosarito llorosa y con los ojos hinchados la que abrió la puerta a Leandro Fernández de Moratín. La tarde acababa de caer y en la casa aún no se habían encendido los candiles, con lo que la penumbra lo invadía todo y a todos, como queriendo ocultar la expresión de los rostros.

—Suba, Leandro —le dijo Leocadia por todo saludo—. Francisco se alegrará de verlo, si es que lo reconoce, porque la mayor parte del tiempo está adormecido.

Goya había salido de España después que Leocadia, que ya lo esperaba en Burdeos con Rosario y Guillermo cuando llegó el pintor el 24 de junio de 1824. Fue llegar a Burdeos, donde la policía francesa lo fichó inmediatamente, y salir hacia París tres días después para instalarse en casa de los Goicoechea, la familia de su nuera, en la calle Marivaux. Goya permaneció en París todo el verano y ocupó esos meses en recorrer los museos y en especial las exposiciones de su viejo amigo David y las de Delacroix, Ingres y Gericault, cosa que hizo en compañía de González Arnao, que fue quien lo puso en contacto con la condesa de Chinchón, la marquesa de Pontejos, los duques de Fernán Núñez y el duque de San Carlos, que por entonces era el amante de la mujer de Talleyrand. Todos ellos coincidían en París con refugiados políticos como Joaquín Ferrer, al que Goya retrató esos días, o Núñez de Arenas, que había sido senador y corregidor de la villa de Madrid, y con el pintor intimó enseguida. Durante esas semanas, París fue un escenario de libertad para Francisco de Goya y un respiro para su alma. En esa ciudad, refugio de tantos, se mezclaban fernandinos y republicanos, aristócratas reaccionarios y políticos liberales, como si nada pasara y allí se viviera de espaldas al desastre que estaba asolando las tierras españolas.

Goya, admirado por los trabajos últimos de Delacroix, volvió a Burdeos el día 20 de septiembre, como había concertado con Leocadia, y se instaló en una casa que había alquilado y amueblado ella, que ya administraba los recursos de la familia. El pintor permaneció allí dos años, hasta 1826, en que quiso volver unas semanas a Madrid porque se le había acabado la licencia que le había dado el rey y porque, de paso, quería garantizarse el cobro de su sueldo como pintor real.

Sus relaciones con Leocadia estaban ya muy deterioradas, y lo que en su día pudo ser la pasión de amantes no era por entonces más que la relación entre un ama de llaves y el señor de la casa, por eso se fue solo a Madrid y Leocadia se quedó en Burdeos, donde disponía de las cosas de Goya como si más que ama fuera dueña. Goya había aprendido a sufrir con Cayetana y sabía llevar a sus espaldas el mal carácter y la dominación que ejercía ya sobre él Leocadia Weiss. Del hombre orgulloso y dominante, mujeriego y pertinaz, que había encabezado la sublevación del Pan en Zaragoza cuando apenas tenía veinte años, y del mujeriego celebrado que cambiaba amantes por la libertad de sus amigos, no quedaba ni la sombra. Goya era ahora un ser sometido y ensimismado que, desde que supo que había sido Leocadia quien había vendido la última carta que podía sujetar la vesania borbónica, sólo esperaba el final de sus días. Humillado, ahíto de recuerdos y avergonzado, sólo encontraba fuerzas cuando se encaraba con un lienzo o cuando Rosarillo se le acercaba a jugar con los colores de sus tarros.

Fernando VII lo recibió en julio y, comoquiera que sabía bien que la corona se la debía al pintor, aunque fuera de manera indirecta, lo trató con toda cordialidad y le concedió una pensión anual de 50.000 reales. Le presentó asimismo a Vicente López, el pintor que lo sustituiría en adelante cerca del rey felón. Antes de despedirlo y prorrogarle la licencia para residir en Francia, el rey dispuso que Vicente López lo retratara y así se conservara en la corte una imagen de quien mejor había retratado la dislocada corte de la casa Borbón española. De pintor había pasado a modelo, a modo de aviso de que su tiempo en España había terminado.

Cuando Goya volvió a Burdeos era un hombre que sólo esperaba la muerte. Siete de los ocho hijos que había tenido con Josefa Bayeu habían muerto, y sus amigos ya no estaban. Jovellanos había muerto en Asturias en 1811, tres años después de salir de una cárcel donde ingresó en 1808; de Ceán Bermúdez sabía que se encontraba muy enfermo, retirado en su tierra; Cabarrús había muerto en 1810, después de servir a José Bonaparte como ministro de su gobierno; Meléndez Valdés había fallecido en 1817 en Montpellier, adonde llegó huyendo de España y escondido entre las tropas del general Hugo; Riego había muerto ahorcado en Madrid en 1823, y el más amigo de todos, Martín Zapater, lo había dejado para siempre hacía quince años. Hasta los enemigos se le iban muriendo, que Escoiquiz lo hizo en Ronda en 1820. De Godoy y de Pepita Tudó sabía que estaban en el exilio romano, que se querían, y que eran los personajes más dignos de cuantos habían trajinado en aquella corte desquiciada que —«con razón», pensaba Goya— José Bonaparte había puesto en el exilio.

Fue a la vuelta de ese último viaje a Madrid cuando recuperó la relación con Moratín, que vivía cerca de la casa de Goya, y fue el literato quien lo introdujo en un ambiente de relaciones bordelesas más selecto que el que había tenido el pintor hasta entonces. Como quiera que Moratín estaba alojado en el Hotel Bardalá, que era también el colegio que Manuel Silvela había restablecido para los hijos de los exiliados liberales españoles, le fue muy fácil conectar al pintor con gente como el mismo Silvela, el banquero Muguiro o el comerciante Santiago Galos, además de que su consuegro, Goicoechea, también estaba instalado en Burdeos. Moratín, como siempre, hacía de maestro de ceremonias de esas tertulias y no dejaba sin atender la Logia Atanor, la más reservada y principal de las que habían levantado columnas en Burdeos y que era, sin duda, el centro de cualquier conspiración antifernandina. Eso le permitía al escritor estar al cabo de la calle de cualquier movimiento entre los círculos de exiliados españoles y no perder hilo de cuanto se cociera en Francia. Y así habían pasado dos años hasta que Goya, ya con ochenta y dos a las espaldas, tuvo que quebrar el espinazo ante un episodio de enfermedad que lo puso en cama a las puertas de la muerte.

Moratín había acudido a la casa de Goya en cuanto supo que su estado había empeorado considerablemente en las últimas horas. Habían pasado juntos la tarde anterior, como de costumbre, recordando los viejos tiempos y comentando la actualidad de la política española y europea. Goya se había mostrado animado y lúcido, pues, a pesar del cáncer que lo iba consumiendo poco a poco, aún mantenía la vitalidad que siempre lo había caracterizado. Cierto era que en los últimos tiempos apenas salía de su casa y sólo se levantaba del lecho para trabajar algo en sus pinturas y grabados, pero su médico aseguraba que aún tenía cuerda para algunos años, dada la fuerte constitución del artista. Sin embargo, esa noche había empezado a respirar con gran dificultad y sus pulsaciones se habían vuelto extremadamente irregulares, de manera que todos, empezando por el doctor, se temían lo peor.

En una estancia contigua a la habitación de Goya, en la primera planta de la casa, se había dispuesto la mesa del duelo, con bebidas y frutos secos, y allí se encontró Moratín con Francisco Javier, el hijo de Goya y de Josefa Bayeu, y su esposa, Gumersinda Goicoechea, la hija de Miguel Martín Goicoechea, que había sido el protector del pintor desde que Goya llegó a Burdeos. También estaban presentes Guillermo, el hijo mayor de Goya y Leocadia, Juan Bautista de Muguiro, Manuel Silvela, que había acudido desde París, y otros exiliados amigos de la familia. Al pie de la cama del pintor se encontraba también Mariano, hijo de Francisco Javier y único nieto de Goya, que por su mala cabeza y peor administración ya había liquidado buena parte de la herencia que había tomado de su abuelo, y el pintor Antonio Brugada, que en ese momento estaba concluyendo un retrato del artista en su agonía. Acompañado siempre por Rosarito, por cuyas mejillas no cesaban de correr las lágrimas, Moratín saludó a todos y cada uno de los presentes y a continuación se acercó al lecho donde yacía el pintor. Goya respiraba de una manera dificultosa, aspirando violentamente el aire con un ruido gutural, como si le costara un esfuerzo sobrehumano, y expulsándolo despacio y entre resoplidos hasta que el pecho quedaba hundido e inmóvil durante unos segundos antes de comenzar de nuevo el penoso proceso. Tenía los ojos cerrados, y Moratín pensó incluso que había llegado demasiado tarde.

—No ha querido aceptar los óleos ni comulgar —dijo Leocadia desde la puerta, como queriendo interrumpir el triste espectáculo—. Gumersinda tuvo la estúpida idea de llamar al párroco, pero, en cuanto empezó a soltar los latines, Francisco despertó de pronto y se puso a gritarle como un poseso, diciéndole que se marchara a enterrar a sus muertos.

Moratín sonrió. «Francisco siempre fiel a sí mismo», pensó. Goya entreabrió los ojos en ese instante e intentó levantar un puño tembloroso.

—¡Peste de curas! —dijo débilmente pero aún con alguna energía—. ¿Es que no lo van a dejar a uno en paz ni en el infierno? —Y el pintor señalaba un librito que reposaba en la mesilla, cerca de la cabecera de la cama. Allí, a su vera, Goya tenía una edición muy antigua y muy manoseada de las Conversaciones entre un sacerdote y un moribundo del marqués de Sade, el texto que verdaderamente había llevado a la cárcel al marqués, y no su conducta, que no fue más licenciosa que la de muchos obispos de la época.

—Calma, Francisco —le respondió Moratín—, que aquí no hay ningún cura y tú no estás en el infierno.

—De eso no estoy tan seguro, Leandro —repuso el pintor entrecortadamente—, que esta vida es gloria unas pocas veces e infierno casi siempre. Por eso no me importa acabar ya y marchar al carajo. Ahí os quedáis vosotros con vuestras intrigas y locuras...

El esfuerzo de hablar le produjo un ahogo, y durante unos minutos tuvo que ocupar todas sus energías en intentar tomar el aire necesario para aliviar el sofoco.

—Te recuperarás —mintió Moratín—, y podremos seguir intrigando y haciendo locuras juntos...

—No me engañes, amigo —volvió a la carga el pintor, momentáneamente recuperado—, que yo ya no salgo de ésta. Sí, Leandro, mi hora ha llegado, como te llegará a ti, y a todos. He hecho lo que quería hacer en la vida. He conocido el amor y el desamor, la emoción de la lucha y el desengaño, pero sobre todo he buscado con pasión la verdad, y ahora acaso estoy a punto de hallarla. Nunca he dejado de aprender, ni siquiera ahora, en la agonía. —Goya pronunciaba sus palabras cada vez con mayor debilidad y de manera más espaciada—. Si tuviera fuerzas, expresaría hasta el final esa verdad con mis manos...

Moratín comprendió que no podría mantener mucho más tiempo la conversación, pero aún tenía que hacer un último intento por sonsacarle un secreto que estaba a punto de llevarse a la tumba.

—Francisco —le susurró al oído, para que nadie más lo oyera—, no hay una verdad absoluta, sino verdades parciales, y lo que es verdad para unos es mentira para otros. Pero hay verdades que hay que ocultar y hay verdades que hay que compartir, sobre todo si perteneces a una cofradía de hombres justos. Dime, Francisco, ¿qué hiciste con la esmeralda..., dónde la tienes? Y no me mientas otra vez diciéndome que te la robaron junto con la carta. Ésta es tu hora de la verdad, y yo estoy aquí para compartirla contigo...

Moratín nunca supo si el pintor había escuchado sus palabras. Al incorporarse vio que Goya tenía los ojos cerrados y que su respiración había recobrado un ritmo y un sonido normales. A la trémula luz del candil, el escritor creyó ver el esbozo de una sonrisa en los rasgos de su amigo, que parecía dormir plácidamente mientras que con la mano izquierda, sobre el embozo, agarraba el escapulario de san José de Calasanz y la medalla de la Virgen del Pilar que nunca se quitaba del cuello.

Así estuvo casi una hora, con Leandro a la cabecera en la espera de que el pintor recuperara la conciencia, cuando Goya, de repente, abrió los ojos otra vez. Pese a lo grave de su estado parecía tener la mirada clara. Moratín se acercó y aproximó la cara a la del pintor.

—Francisco, ¿dónde está la esmeralda? —insistió el dramaturgo en lo que parecía ser su última oportunidad.

Como si no lo hubiera oído, Goya paseó la mirada por la habitación, sin decir nada, y un momento después volvió a cerrar los ojos sin haberse detenido siquiera en Moratín.

—¿Dónde está? —persistió angustiado Moratín, cogiéndolo de la mano derecha—. ¡Dímelo!

Goya abrió los ojos y se quedó mirándolo, como si no lo conociera.

—Ahora le preguntaré a Cayetana —le contestó el pintor, ya con los ojos cerrados nuevamente, mientras se le dibujaba una sonrisa burlona en la cara.

Ante esa boutade, Moratín pensó por un momento que quizá Goya no estaba muriéndose, que aún le quedaba a él alguna posibilidad de conocer ese último secreto, el más importante. Pero enseguida desechó la idea recordando que, en las horas agónicas, los moribundos suelen tener momentos de aparente recuperación, y se dijo que ésas serían, seguramente, las últimas palabras del agonizante.

Y así fue. Goya no volvió a hablar ni a recobrar la conciencia. A la medianoche comenzaron los estertores y, hacia las dos de la madrugada, sin abrir el puño de la mano izquierda, porque en ningún momento soltó los escapularios, entregó su alma en un suspiro. Y Leandro Fernández de Moratín, que asistía desencajado al fúnebre momento, perdió para siempre su esmeralda, y el mundo al pintor más grande de todos los tiempos. Quien tal vez ganó algo en aquel instante fue Cayetana de Alba, la cual, por fin, consiguió para siempre a «su» hombre, para que le pintara la cara cada día en su nuevo palacio del valle de Josafat.

* * *

París, 21 de junio de 1828.

Leandro Fernández de Moratín miró a través de los vidrios emplomados de la única ventana de su estancia y vio empapadas las calles de París. En su pequeño estudio, de no más de treinta metros cuadrados, el dramaturgo se colocó unos binóculos, se sentó frente al escritorio de madera y, tomando la pluma, la empapó en el tintero y continuó escribiendo en las páginas de su diario: «He leído en los periódicos que han saqueado la sepultura de Francisco, en el cementerio de la Cartuja de Burdeos, y han robado su cráneo. Según la estúpida crónica que acabo de leer en las páginas de Arte de Le Quotidien Parisién, culpan de la profanación de la tumba a un joven pintor que sentía admiración verdadera por la pintura de Goya, un tal Fierros, un pobre desgraciado que asegura que se llevó el cráneo para colocarlo en su taller y nutrirse de la inspiración espléndida que tenía mi amigo. ¡Pobre hombre...! Debe de estar loco. Le ha contado al gacetillero que, como la presencia de la calavera no parecía mejorar la calidad de sus lienzos, se la vendió a unos estudiantes de medicina, los cuales la partieron en tres trozos para realizar una serie de experimentos de frenología. Además de ser imbécil, el gacetillero se ha ocupado de localizar a uno de esos estudiantes. Por lo que dice el periódico, en efecto, compraron a Fierros un cráneo que creían que era el de Goya y lo utilizaron para sus prácticas de medicina. Una vez finalizados los experimentos, los estudiantes arrojaron las piezas al fondo del río Garona. Desde luego, hay que ser estúpido... ¡Si supieran lo lejos que está el cráneo de mi amigo!».

Moratín encendió un cigarro y releyó lo que había escrito. Tan pronto como hubo terminado, arrancó la página, la arrugó y la tiró al cesto de mimbre que había bajo el escritorio. Sobre una nueva página en blanco volvió a anotar sus confesiones más íntimas, lo que él tenía por la verdad, su verdad: «La historia debe saber —escribió el dramaturgo tras mojar nuevamente la pluma en el tintero— que el ilustre artista don Francisco de Goya y Lucientes no falleció de un derrame cerebral, como diagnosticó el falso forense que inspeccionó su cadáver, ni de morbo gálico, como creyeron sus amigos, ni de un cáncer, como propaló su familia. Murió asesinado, envenenado para ser más precisos. Su más íntimo amigo y cofrade suyo recibió la consigna de los miembros de su Hermandad de administrarle arsénico en su casa de Burdeos. Quien tuvo el coraje de aplicarle lo que el pintor merecía en virtud de la traición consumada contra su propia logia fue también quien informó del delito que había cometido el pintor: para salvarse a sí mismo, Goya vendió al país, y con él las libertades que tanta sangre habían costado».

El dramaturgo releyó una vez más lo que había escrito y se sintió satisfecho. Tras prender otro cigarro, continuó transcribiendo lo que le dictaba su conciencia: «El egoísmo y la locura de mi mejor amigo han llevado a la destrucción casi completa de la Logia Atanor, un grupo fundado en secreto por el conde de Aranda —ni siquiera conocido por las demás logias— con el único fin de fomentar en España la reforma del Estado y de la sociedad conforme a las luces de la Razón para llevar la patria a la prosperidad y recuperar su perdida grandeza en el juego de las potencias europeas. Aranda quería evitar, con esto, una revolución desordenada como la que destruyó la monarquía francesa».

Moratín mojó de nuevo la pluma en el frasco de tinta, vio que seguía lloviendo detrás de la ventana y, volviendo a la página en que estaba escribiendo, se dio cuenta de que no había puesto fecha al texto. Sin releer lo escrito, anotó en uno de los extremos de la hoja: «París, julio de 1828». Y luego, en la página siguiente, empezó de nuevo a escribir: «Lo que nunca supieron los miembros de la Logia Atanor es que Goya, mi amigo y compañero de exilio, fue siempre una marioneta en mis manos, y que el único traidor de la Hermandad, desde muy pronto, ha sido el que escribe estas líneas, y no él. Ninguno de ellos supo que la política reformista de la logia estuvo siempre convenientemente guiada y encauzada por quienes de entre nosotros se hallaban junto a ellos, como habrá de ocurrir siempre desde entonces. Nadie supo nunca, ni Goya, ni Jovellanos, ni por supuesto Cabarrús, que en 1793, después de ver con mis propios ojos en París los desmanes de la Convención, me inicié en Burdeos en otra sociedad mucho más secreta y con cometidos opuestos, cuyos conocimientos acerca del destino de España, escrito en las estrellas y en antiguos libros, obligaban a sus leales a supeditar todo su empeño a la preparación el tiempo que vendrá. Aquella sociedad no es otra que la Orden Negra, la hija española de la Orden de los Hermanos Iniciados de Asia, una hermandad rosacruciana opuesta a la masonería e introducida desde Oriente hace dos siglos por Heinrich von Ecker und Eckoffen. Reconocida por la cruz gamada y con sede en Viena, por esos días la Orden tenía como Gran Maestre al conde de Saint-Germain, conocido por el nombre místico de Melquisedec, quien me enseñó los misterios innombrables y el secreto de la reencarnación». Esta vez Moratín releyó lo que llevaba escrito y contempló a su alrededor el destartalado estudio que ocupaba en la casa de su amigo Manuel Silvela, que se había mudado a París un año antes tras cerrar su casa de Burdeos. Algunos viejos libros descansaban en las estanterías casi podridas. Dos enormes arcones sobre los que había colocado varias tablas sostenían el catre donde apoyaba su cuerpo, más envejecido de lo que sus sesenta y ocho años podrían haber hecho sospechar. Dentro de ellos estaban dos de los tesoros más impresionantes que nadie pudiera imaginar. El botín de Godoy, en uno de ellos, y cuatro millones de dólares en efectivo en el otro. Era el legado que, junto a la no conseguida esmeralda borbónica, había convenido el escritor que sirviera para financiar el objetivo de la Orden Negra.

«Fue el padre Escoiquiz quien me inició en la Orden Negra —prosiguió—. Fue él quien me enseñó el modo de vivir siempre en el disimulo y el engaño, como espía entre los ilustrados y liberales, como enlace entre nuestros hermanos españoles y europeos, como vehículo para el único fin al que mi vida y mi lealtad quedaron consagradas: conseguir la joya en la que reside la maligna energía que alimenta nuestros designios, y procurar el dinero necesario para financiar los sucesivos pasos que permitieran alcanzar el objetivo último de la Orden, esto es, preservar la esencia eterna de España, basada en la religión y en el edificio natural de los estamentos, dominados por la aristocracia, que representa la unidad y la continuidad de la patria. Yo he visto los desmanes y atrocidades de la chusma atea y descarriada, la Revolución que ha sembrado de odio e injusticia a la vieja Europa, sede de la cristiandad universal, con el pretexto de instaurar una falsa constitución de libertad e igualdad que sólo beneficia a unos pocos mercaderes cuyo único dios es el dinero. Aquellos que en un futuro crean en los ideales nuestros deben saber que, aunque nosotros no estemos, porque las estirpes permanecen pero los individuos no, el rey traidor debe morir en cualquier lugar o época de la Historia. La secuencia de esa muerte, si nosotros no viviéramos para llevarla a cabo, está escrita en el firmamento, de acuerdo con el acta fundacional de la Orden Negra. La energía de quienes sueñen con el destino en lo universal de España debe condensarse en torno a la joya que da unidad a la corona española, una esmeralda que el rey Fernando el Católico recibió de Boabdil antes de hacer que se humillara frente a las lomas heladas del Mulhacén. Esa piedra, ante la que he fracasado y que no he podido conseguir, constituye el alma ritual de la Orden Negra y nada será como queremos hasta que no obre en nuestro poder. Esa piedra, que cayó de la frente de Lucifer, el Hijo de la Aurora según Isaías, debe estar en nuestro poder y alimentarse en cada uno de los correspondientes ciclos planetarios para que su brillo y su energía permanezcan y den consistencia al rito.»

«Aquellos que confíen en que la verdadera libertad pasa por dar muerte al rey traidor —continuó escribiendo Moratín— deben saber que esta logia luciferina de la que hoy soy, todavía, Gran Maestro, dispone del equivalente a mil lingotes de oro de ley para financiar su propósito y el primero de ellos debe ser conseguir esa esmeralda. Que dicho dinero debe ser siempre administrado por doce hombres y un Maestro, que se darán el relevo en liturgias privadas y que se ocuparán de que la esmeralda de Boabdil esté siempre cerca del trono, influyendo y marcando con su luz el destino de España, pero nunca más en el trono ni en el cetro del trono ni en la corona que presida el trono ni en las joyas que porte quien ostente el trono.»

Moratín arrancó de nuevo las dos últimas hojas, las arrugó con violencia y, antes de arrojarlas al cesto, prendió un fósforo y las quemó sobre las baldosas de su estudio parisino. Después se quedó mirando el atardecer francés. Tan fija fue su mirada que sintió como si los ojos escaparan de sus órbitas y salieran a pasear por las calles heladas de aquella absurda primavera. Aún pasarían varias horas hasta que un viejo forense certificara la defunción del escritor.