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La ambición
Madrid, despacho de Francisco Cabarrús
(14 de diciembre de 1788)
¡La gloria, la embriaguez, el amor y el dinero: he aquí el foco de las esperanzas de los hombres y de los pueblos.
LORD BYRON
Cuando Goya cruzó la calle y llegó a la puerta del palacio ya lo estaban esperando en el zaguán Ceán Bermúdez y un mayordomo con librea, apostado a tres pasos, en la jamba de la puerta principal, a la derecha del pasaje.
—Todo llega, Francisco, menos tú, que te retrasas —le dijo Agustín Ceán mientras lo ayudaba a bajar del coche.
—¿Llego tarde? —preguntó Goya, azorado.
—Apenas un rato, Francisco, pero no te preocupes. Cabarrús está ocupado todavía.
—Menos mal... —respiró aliviado el pintor mientras el mayordomo se acercaba a recoger la bolsa de pinceles. Goya había mandado días antes unos mozos a que instalaran el lienzo y su caballete en una dependencia del palacio, pero los pinceles y los colores siempre los llevaba él, pues no le gustaba dejárselos a nadie.
—No te preocupes, hoy es un gran día para ti. Ya te dije yo que no debías alarmarte por tu futuro. Como ves, todo llega —le anunció Ceán abrazándolo con cariño.
Juan Agustín Ceán Bermúdez era un viejo conocido de Goya. Se frecuentaban desde que Goya se había iniciado en la Orden y era una compañía que siempre había cuidado. Gracias a él había retratado a muchos de los personajes principales presentes en su iniciación. Ahora, pasados tres años desde entonces, y a sus treinta y nueve años, el asturiano era el flamante oficial mayor de la teneduría general de libros del Banco de San Carlos y eso le abría muchas puertas por donde, luego, invitaba a pasar a su amigo pintor.
—¿Qué es de nuestro amigo Jovellanos? —preguntó Goya mientras Ceán lo tomaba del brazo y lo conducía a la escalera principal.
Pese a que Ceán y Goya tenían una relación cotidiana y muy cordial llevaban ahora casi seis meses sin verse, por las muchas ocupaciones del nuevo bancario, aunque rara era la semana que no se habían carteado para montar esa cita. Referirse a Jovellanos era una forma de acogerse a su común fratría.
—Sigue tan atareado como siempre en la Academia de Historia —respondió Juan Agustín eludiendo el asunto.
A Goya no le pasó inadvertido un cierto tono de orgullo y a la vez de misterio en la respuesta de su amigo. Jovellanos, pese a llevar una intensa vida social y ocupar el cargo de alcalde de Casa y Corte, no era un hombre al que le gustara estar en los enredos del palacio, pero no había hilo en éste que él no supiera mover desde donde estuviese. Como un jefe de familia sabía colocar a sus hombres en los puestos clave de la administración o junto a personas de poder, como había hecho con Ceán respecto a Cabarrús. El que Ceán eludiera el asunto sólo podía querer decir que algo se traían entre manos y que a él no le tocaba conocerlo, que para eso el asturiano era muy discreto.
Ceán Bermúdez, un hombre socarrón y bondadoso, era el mejor amigo de Goya en Madrid y, además de estimarlo por sus muchas atenciones, el pintor lo apreciaba por su sensibilidad hacia los asuntos del arte. Incluso tenía algo en común con él, pues Ceán también había querido ser pintor. Hacía doce años que Jovellanos, su mentor y amigo con el que había estudiado en Alcalá, le había dado licencia para trasladarse a Madrid a instruirse con el pintor Mengs. Ceán vio sus ilusiones artísticas al alcance de la mano, pero Mengs enfermó y se marchó a Italia a los pocos meses de llegar Ceán a su taller. Esto, y que no estuviera muy bien dotado para los pinceles, hizo que Ceán dejara de perseguir el oficio pero no que abandonara el estudio y su afición por la pintura. De ahí que su amistad con Goya estuviera cimentada en una muy expresa admiración, porque Ceán sabía reconocer a un maestro cuando se lo encontraba.
—Y si tú me lo permites, ¿qué tal tu esposa Manuela? —volvió a preguntar Goya, buscando una materia menos comprometida con los tejemanejes de sus amigos.
—No me puedo quejar. Está mucho mejor —le respondió Ceán—. Después del último parto se quedó muy débil, pero en el transcurso de este año se está reponiendo cada vez más y los aires de tu tierra aragonesa —allí había pasado el matrimonio el último verano a instancias del pintor— le han sentado divinamente.
—Me alegro mucho, Juan.
—A ti te lo debo, Francisco. Fíjate si estará repuesta que ya hasta coquetea conmigo... y sabes que yo no soy nada dado a las lisonjas de mujeres...
Y menos de la mía —bromeó Ceán.
—Cómo eres... No cambias.
—¿Y tu familia... y Josefa? —inquirió Ceán con un tono cariñoso sabiendo lo que le dolía a su amigo la muerte de sus hijos, porque a Goya se le habían muerto ya varios.
—Estamos contentos y bien de salud, de momento —respondió Goya, que sabía de sobra que la enfermedad iba a ser una constante en su vida—. Sobre todo después de lo mala que se puso Pepa por el aborto del año pasado, aunque ya está bien y muy mejorada, pero cada vez le cuesta más salir de los sobrepartos.
El mayordomo del conde de Sástago, que se había empeñado en seguir al servicio del palacio de su señor a pesar de que éste ya no vivía en él, los acompañó a la puerta de la estancia que hacía las veces de antedespacho de Cabarrús, en el piso principal. Antes de que Goya y Ceán se aposentaran, dejó la bolsa cerca de una cómoda y, después de pedirles permiso, se acercó a la puerta y ordenó a un camarero que sirviera un refrigerio, «por si los señores desean tomar algo mientras esperan al gobernador».
El mayordomo se despidió con ésas, y un camarero entró al instante con una pequeña bandeja de plata repujada en la que portaba una botella de vino y unas mantecadas, que eran del horno de la Mata. Goya no hizo ascos al vino, ni tampoco a la pastelería, que conocía tan bien por estar cocinada en el horno que él frecuentaba con asiduidad, a poco más de dos manzanas de allí.
Goya se sentó en uno de los sillones de la estancia, forrados todos de terciopelo marrón y ribeteados con cordón dorado, y Ceán hizo lo mismo, pues parecía que la hora en que Cabarrús podría posar para Francisco de Goya se iba a alargar más de lo previsto.
—¿Y qué nuevas hay por el banco? —dijo Goya por abrir la conversación. Pese a la espera que se imaginaba, estaba de buen humor y a ello ayudaban el vino, las mantecadas y una estufa a su derecha que templaba la estancia.
Ceán hizo un gesto ambiguo, y Goya enarcó las cejas ante esa seña. Ceán 110 era un hombre dado a los secretos y, si su amigo rehuía responderle y le sugería silencio con el gesto, algo importante se debía de estar tramando en ese asunto.
—Francisco te iba a recibir de inmediato —le contestó Ceán desviando la conversación—, pero los asuntos con Francia lo tiene ocupado. Me ha encargado que te haga compañía hasta que nos avisen que ha terminado.
A Goya le extrañó que Cabarrús no lo atendiera en su despacho, donde ya había estado dos días antes instalando el caballete, y que lo remitiera a este salón, que estaba a su derecha y que el presidente del Banco de San Carlos tenía para uso particular.
—No sé si sabes —prosiguió Ceán al cabo de un rato y tras comprobar que el criado había salido y que la puerta estaba bien cerrada a sus espaldas— que Francisco estuvo en París todo el verano del año pasado, llamado por Brienne, el ministro de finanzas. La propuesta que le hacía el francés era de lo más suculenta: lo quería como director del tesoro real francés.
—Hola... —se admiró Goya, que no sabía nada de eso.
—No te extrañe, Paco. Cabarrús es francés, que nació en Bayona, y su inteligencia, unida a su experiencia en las finanzas, lo hacía el hombre indicado para esa misión.
—Supe que había estado en Francia —afirmó Goya—, pero no que había ido a eso. Pero no aceptó, ¿verdad?
—Ese es el problema, que sí aceptó —apostilló Ceán— y que no debería haber aceptado, porque Brienne tiene muchos enemigos, encabezados por Planchard y Clavière, los cabecillas de los banqueros franceses, que son todos protestantes, y que no querían en modo alguno que un católico fuera su jefe.
—Creo que las finanzas no entienden de credos —le dijo Goya, que de finanzas sabía poco, pero que no sentía un especial aprecio por los que manejan el peculio de los otros.
—Cómo se ve que no entiendes de dinero, querido amigo —respondió Ceán—. Las finanzas no entienden de credos —prosiguió—, y es así en realidad, pero la política sí que entiende y has de saber que el dinero es la pólvora que carga el cañón de los ministerios. No hay política sin dinero y, aunque Francisco Cabarrús es un verdadero mago de la economía, en política comete fallos que sólo pueden obrar en su contra, porque es demasiado directo a veces. Además, no sabe callar lo que siente y ése es un error fatal para alguien que ocupa un puesto como el suyo.
—Pero ¿qué ocurrió en verdad? —inquirió Goya, que estaba deseoso de conocer mejor al personaje que iba a retratar.
Ceán calló mientras apuraba una copa de vino, y se limpió los labios con una servilleta antes de proseguir con sus confidencias.
—Cabarrús, visto lo visto, no llegó a tomar posesión como tesorero real de Francia y, tal vez por eso, la boda de su hija Teresa quedó muy deslucida. La familia Lecouteulx, con la cual quería emparentar Francisco a su hija, y que apoyaban su nombramiento, no salió tampoco bien parada de este intento de colocar a Cabarrús en el control de las finanzas francesas. Mal para todos, tanto que se suspendió la boda, y bien para los protestantes.
—Por lo que conozco de Teresa, sé que es una gran mujer... y creo que muy guapa —replicó Goya, mientras engullía mantecadas y ya iba por la tercera.
—Así es —afirmó Ceán—. Es muy guapa y, además, muy celebrada en el ambiente aristocrático de París. Su padre no quiso despertar más enemistades ni levantar más suspicacias, y Teresa tuvo que casarse con un primo lejano de la familia Lecouteulx, un tal Devin de Fontenay, y no con quien en un principio estaba concertada la boda, que era alguien mucho más cercano a los intereses de ambas familias. Todos pensaban concordar fortuna y sangre en una alianza bendecida por la iglesia.
—Ese matrimonio no durará —profetizó Goya—. Por lo que he oído, Teresa es una mujer ambiciosa y tiene en sí misma su mejor baza, porque es una mujer bella, inteligente y creo que muy decidida. Una mezcla peligrosísima —bromeó el pintor—, porque manejándose con arte... y a la niña creo que no le falta... arremeterá contra todo lo que se proponga. Tengo entendido que Teresa es un toro de lidia brava y no de media casta.
—Muy seguro estás de ello, querido amigo —comentó Ceán.
—Yo sólo hablo de oídas, Agustín, pero dale tiempo al tiempo...
Mientras Ceán desmenuzaba los entresijos de las redes bancarias internacionales, Goya, a quien eso le interesaba más bien poco, no dejaba de admirar su cuadro para el segundo hijo de los condes de Altamira, unos aristócratas muy unidos al banco y que le habían cedido el cuadro que Goya había pintado para su hijo. Desde hacía dos años los condes de Altamira eran clientes suyos muy agradecidos y de los mejores pagadores.
En la pared de la izquierda, jugando con los destellos del fuego que ardía en la chimenea de la pared de enfrente a pesar del día soleado que hacía, y en los mismos tonos rojos que el fuego que recibía frontalmente, deslumbraba el retrato de Manuel Osorio, el hijo de los condes al que había pintado el año anterior, cuando el niño tenía tres años. Era el niño de rojo, como lo llamaba Josefa, que estaba encantada con la gracia que Goya le había dado al cuadro y en donde ella veía un trasunto de su propio hijo.
Por su atrevimiento al pintarlo, Goya había desafiado con este cuadro a lo que era moneda corriente en los retratos de los niños hasta entonces. No seguía ninguna norma establecida con anterioridad, porque el pintor había querido representar lo que veía de verdad y no ningún estereotipo «a la italiana», como era la costumbre imperante.
Ceán se dio cuenta de que Goya no hacía caso a su perorata financiera y observó cómo el pintor se había quedado absorto con su propia obra. No era la primera vez que Ceán estaba en aquella estancia, haciendo la espera, y sabía muy bien que el retrato del niño Manuel era un imán para la retina de cualquiera, incluso para la del propio autor.
—Ese retrato —le dijo Ceán bajándose de los incidentes bancarios— es de los más logrados que te he visto hacer, y yo sé muy bien —apostilló— lo que haces con tu arte.
—Yo también me siento satisfecho de él —contestó Goya—. La infancia es la otra forma del aquelarre, la forma infantil e inocente. Y un niño, Agustín, es un loco lúcido y bueno que desde su ignorancia aparente desafía el mundo trastocado en el que vivimos. La infancia es toda una lección que aprender, y no sólo por los ojos del artista.
—Creo que te comprendo —dijo Ceán, esbozando una sonrisa—, pero una cosa...
—Dime...
—¿Por qué no has pintado nada en el fondo del cuadro?
—Para dar más fuerza a lo que quiero marcar: la mirada. El lugar donde los niños guardan la verdad.
—No se puede negar que eres un maestro —se admiró Ceán—. ¿Y los gatos?
Ceán se refería a dos gatos que estaban a los pies del niño en el retrato.
—¿Parecen gatos? —Goya se echó a reír—. Pues son búhos.
—Son gatos, Francisco... —Y Ceán se acercó al cuadro para confirmarlo.
—Parecen gatos, pero sólo lo parecen, Agustín. He representado un animal misterioso porque tiene cuerpo de gato, eso es cierto. Pero fíjate, tienen cara de búhos.
—¿Qué pretendías? —Ceán estaba sorprendido.
—Unir la independencia y la sabiduría, porque una debe ir de la mano de la otra.
—¿Y la urraca?
—A ésa no le busques explicaciones. La puse ahí para que llevara mi firma en el pico —dijo Goya riendo.
Goya no le quiso explicar todo. El pájaro, en el fondo, representaba la histórica dependencia que el pintor debía a su cliente; por eso la urraca iba atada con una cuerda a la mano del niño. El trabaja para sus clientes, pero lo hacía como él quería, pese a que hubiera de atender sus caprichos; y en esa contradicción —su deseo contra el gusto del cliente— casi siempre estaba el difícil mundo de la simulación y el oficio. La cuerdecilla que sujetaba al pájaro era el símbolo de esa atadura entre el pintor y su cliente. Goya se sabía preso, aunque no tanto para estar enjaulado —la jaula estaba vacía tras los pies del niño—, pero no libre del todo para pintar como él quisiera. Por eso el pájaro corría, casi libre, a los pies del niño, paseando delante de unos animales, mezcla de felino y ave, que no pueden devorarlo, porque encarnan el alma del artista.
Ambos se quedaron callados contemplando el cuadro, mientras en la habitación se oían los cascos de las bestias que resonaban contra el empedrado de la cuesta por la que se accedía a la calle de la Luna desde la calle Ancha de San Bernardo.
A Goya se le empezaba a hacer pesada la espera, pero no se atrevía a decir nada. El cliente era lo bastante importante para tener que hacer acopio de paciencia y terciar la suerte según viniera el día. Le preocupaba que la luz se marchase y sólo dispusiera de dos horas, o a lo sumo tres, para colocar el cuadro en su caballete junto a la ventana y darle el color que le faltaba.
Ceán notó su desasosiego y procuró tranquilizarlo.
—No te preocupes más, que tus ojos hablan más que tu lengua —dijo el asturiano—. Voy a entrar con cualquier excusa y preguntaré a Francisco si puede posar ya o si lo deja para otro día, aunque las Navidades se acercan y Francisco tiene compromisos fuera de Madrid.
—Te lo agradezco, Agustín. Ya ves que la luz —y señaló al balcón — dura muy poco, que estamos a principio del invierno.
—Lo sé —repuso Ceán—, y por eso voy a entrar ya a decírselo.
La puerta de roble macizo se cerró tras él. Goya se quedó solo en la sala.
Antes de cerrarse la puerta, una corriente de aire frío entró en la estancia. Goya dio un respingo: el invierno se pronunciaba con fuerza. Esa corriente de aire lo devolvió al exterior y con ello sus recuerdos se fueron al campo, al aire libre. Su memoria lo llevó a la pradera de San Isidro en el verano anterior. Era uno de los mejores sitios para su inspiración. Ese mismo año había pintado la pradera un día de fiesta y lo había hecho envolviendo a sus personajes en una bruma plateada y evocando la composición que Velázquez había preparado para su Vista de Zaragoza, que tanto le había impresionado. Era uno de sus pocos paisajes, donde el fondo no era simple telón de las figuras y donde Goya se había esforzado en teñir de blancos y rosas un muy preciso estudio geográfico. Los grupos de gente, sus vestimentas, el ir y venir de todos era una mancha de color de innumerables matices que no podía pasar desapercibida a sus ojos. De ese ambiente y de los muchos bocetos que trazó para el cuadro le quedaban los personajes con los que abocetar el encargo de unos cartones de tapices para el dormitorio de los príncipes en El Pardo. Se entretenía colocando los grupos de personas en su mente: los disponía en triángulo, siempre destacando uno a más altura para cerrar la pirámide. A continuación deshacía el grupo, lo empequeñecía y lo reducía a una mancha con otros en la floresta para resaltar más la naturaleza, y los personajes quedaban como meros comparsas. Su mano trazaba en el aire gestos, como si tuviera en ella un pincel. Su mente no podía parar en ningún momento y, sorprendido de sí mismo, sonreía por la curiosa asociación de ideas que una puerta abierta a sus espaldas había sido capaz de provocar en él.
De todas formas, la suerte le venía de cara últimamente. En el pasado año se había embolsado más de setenta mil reales y ahora, con los nuevos contactos en el Banco de San Carlos, su futuro no podía ser más prometedor, que un retrato trae a otro y cada uno habría de ser más caro que el anterior. Además su familia y él se habían salvado de la epidemia de viruela que había dañado a medio Madrid. No habían tenido muchos esa suerte, y entre los desgraciados habían caído el infante don Gabriel, su esposa y su hijo pequeño, muertos a mitades del mes anterior, lo cual había afectado profundamente al rey don Carlos III, tanto que los médicos temían seriamente por su salud. El infante Gabriel era su hijo preferido y su pérdida lo había postrado en cama con fiebres altas por el desasosiego. Don Carlos III, pensó Goya al recordarlo, era un buen hombre de gustos sencillos y muy apegado a los suyos. ¡Qué distintos, sin embargo, eran los príncipes de Asturias!
A Goya le preocupaba el cambio de moda en el gusto de los príncipes para sus futuros encargos, que para eso tenía buen olfato el aragonés. Ese cambio no corría parejo a su estilo y eso pedía que Goya pensara en afrontar la nueva moda: el estilo pompeyano. Era algo que le desagradaba profundamente pero con lo que se imaginaba que iba a tener que bailar pronto, porque la princesa María Luisa era una incondicional seguidora de esta nueva moda, desde su forma de vestir hasta la decoración de sus habitaciones, más por seguir a su amiga la reina de Francia que por propia inclinación. El, como pintor que servía a la corte de vez en cuando, tenía sus temas preferidos y, pese a todo, seguía recalcitrante con sus pinturas costumbristas y María Luisa no estaba conforme. Esa era la única duda que en ese mediodía lo asaltaba. ¿Seguiría trabajando con comodidad para los príncipes de Asturias o lo postergarían cuando fueran reyes?
Ceán entró con precipitación en la estancia.
—Dispones de dos horas —le dijo desde la puerta— para abocetarlo. Francisco está muy malhumorado —continuó Ceán—. Ten paciencia con él. El final de año no se le está presentando bien al jefe. Tiene problemas con el Banco.
Siguiendo su natural instinto, Goya estuvo a punto de posponer su cita para mejor ocasión. No le gustaba retratar a nadie alterado: los rictus de la cara y los ademanes se descomponían de manera engañosa, y él tendría que trabajar más y el resultado sería insatisfactorio para ambas partes.
—¿No es posible dejarlo para otra ocasión en que esté más tranquilo? —le preguntó a Ceán.
—Tiene muchos compromisos para los próximos días y desea que acabes su retrato para colgarlo en su casón de la calle de Hortaleza. Quiere mostrar el cuadro estas Navidades y me ha encargado que se lo termines cuanto antes. Sabes el aprecio que te tiene —intercedió Ceán, que se había dado cuenta del disgusto incipiente de su amigo— y lo que le agradaría una obra tuya colgada en sus paredes.
Ante esta premura, Goya se levantó del sillón y cogió su bolsón, que estaba apoyado sobre la repisa de la mesa de la entrada del salón.
—Vamos pues —dijo, como un torero que se echa a la suerte.
El despacho de Francisco Cabarrús era amplio y dispuesto a la francesa. Su mesa estaba desbordada de papeles y, para consternación de Goya, los cortinones de las tres ventanas estaban echados y apenas entraba luz. Su tarea se presentaba difícil. En la penumbra se distinguían malamente otros retratos suyos de Carlos III, del conde de Altamira y del marqués de Tolosa del año anterior, los dos últimos directores del Banco que habían precedido a Cabarrús y que adornaban la pared frontal a la mesa donde trabajaba Francisco Cabarrús.
—Francisco, amigo, ¿cómo sigues? ¿Qué tal está la buena de Josefa? —le dijo el gobernador a modo de saludo mientras se levantaba de su silla y bordeaba la mesa para saludarlo.
—Gozando de buena salud, don Francisco —contestó Goya—. La misma que espero tenga su excelencia y su familia.
—¿Por qué está deferencia en el trato? —contestó Cabarrús—. ¿Olvidas que nuestra hermandad nos hace iguales ante el Gran Arquitecto del Universo?
Goya se sintió halagado por esas palabras y el incipiente mal humor se le fue en un momento.
—Pues entonces, permíteme decirte que necesito descorrer las cortinas para que entre la luz antes de que se pierda la poca que nos queda.
Y Goya se acercó a separar los cortinones. Mientras, Cabarrús volvió a su mesa y se enfrascó otra vez en los papeles que la ocupaban entera.
—Tú haz tu labor que yo seguiré con la mía —le dijo mientras firmaba unos oficios que tenía apilados a su izquierda.
—Francisco —dijo Goya en cuanto dejó los pinceles cerca del caballete—, necesito que te sientes quieto al menos media hora para poder encajarte y tomarte la expresión.
—Francisco, eso es imposible —replicó el gobernador sin levantar la cabeza de la mesa—. Los asuntos que me reclaman se me amontonan como estos papeles y ya oigo fuera mi siguiente visita. Estos días quiere verme todo el mundo y la lista de compromisos me ocupa más horas de las que tengo en el día.
—Es que no son sólo los proyectos del banco —quiso justificarlo Ceán—. También están los asuntos de Francia y de la propia corte —concluyó con tono misterioso, como si Goya supiera de qué estaban hablando.
—Ya, ya... Comprendo —contestó Goya con un punto de enfado.
—Por cierto, Ceán —dijo Cabarrús, cambiando su firma de un montón a otro de papeles—, ¿qué noticias tienes de Pedro de Lerena?
Cabarrús no hacía cuentas de la presencia de Goya y seguía con sus cosas.
—Gregorio —que era el ayudante de teneduría— vino a verme esta mañana al respecto de eso, Francisco. Fue ayer al despacho de don Pedro y allí lo recibió el ministro el tiempo justo para firmar los documentos que llevaba y saludarlo con prisas, según me ha contado, pero no le dijo nada.
—Este Pedro está jugando conmigo a la gallina ciega —dijo Cabarrús levantando la vista y dejando la pluma al lado del tintero, visiblemente molesto—. Necesito que responda a mi carta y apruebe la ampliación de capital del banco, que tengo once millones de reales de beneficios acumulados.
Goya se quedó sorprendido al oír ese número. Nunca había pensado que el negocio de Cabarrús diera para tanto. El gobernador se dio cuenta de la sorpresa del pintor.
—¿Te parece mucho dinero, Francisco?
—Más del que hubiera imaginado nunca, amigo. Pero piensa que yo soy un modesto pintor y cualquier cantidad de ese tamaño me desborda.
Para Goya ese número había sido definitivo: si el día anterior sabía que hacía bien yendo a pintar al gobernador del banco, ese día no le cabía ya duda alguna. El número sonó en su cabeza como el mejor linimento, y el resquemor por la poca atención hacia su trabajo se esfumó tan deprisa como el agua caliente se había llevado antes la jaqueca.
—Es normal, pero no deben sorprenderte esos números en este negocio. Un banco es más productivo que muchas tierras, pero hay que saber llevarlo.
—Y tanto —apostilló Ceán dirigiéndose a Goya—, que el ministro de Hacienda debiera apreciar que no hay nadie como nuestro amigo para sanear las finanzas de la corona, pues desde que se le concedió al banco la facultad de administrar los vales de crédito todo cambió para el Tesoro.
Y así había sido porque el gobernador del banco concedió préstamos, descontó letras de cambio y se encargó de las remesas de plata en barra al extranjero, que fueron operaciones en las que se obtuvieron beneficios, porque al estar España en guerra con Inglaterra e impedir la armada británica que el Tesoro Real recibiera el caudal de América, trocó Cabarrús la pérdida en ganancia al conseguir que se adoptase oficialmente un proyecto suyo para emitir vales reales: papel del Estado que, además de rendir interés, tenía curso forzoso... Cuando se firmó la paz, el caudal que había estado detenido llegó de América y el banco empezó a retirar los vales, que no sólo recobraron su valor, sino que ahora cotizaban con un aumento de un dos por ciento sobre el valor nominal. Por una vez siquiera, el crédito del rey de España valía tanto como su oro y la plata mejicanos.
Goya, entretanto, había abierto el caballete que esperaba instalado en el despacho y se disponía a pintar a Cabarrús, que no paraba de gesticular y de ir de un lado a otro de su mesa, sin sentarse en ningún momento. Tendría que pintarlo de pie y no sentado, como tenía previsto. Pinceles y paleta empezaron a realizar su trabajo deprisa, precisos, perfectamente dirigidos por esa habilidad que le había dado Dios para meter en tela y en colores cualquier cosa que estuviera a su lado.
—No olvides, Francisco —le dijo ahora Ceán a Cabarrús mientras los dos paseaban por el despacho—, que la envidia de Lerena hacia ti es más que manifiesta y que, si de él dependiera, estarías encarcelado.
—Ya me lo ha dicho Felicia —Felicia de Saint-Maxent, la condesa de Gálvez, era la amante de Cabarrús y persona muy introducida en los entresijos de la corte madrileña—, y siento que me espían los sayones de Mariano Colón por orden de María Luisa, que ya se ve como reina.
Y así era, porque Mariano Colón era el superintendente de policía y desde la enfermedad de Carlos III ya se había puesto a las órdenes de quien sería su nueva jefa cuando Dios quisiera, y todo anunciaba que sería pronto.
Cuando Goya oyó esto se dio cuenta de que no sería él el único que tuviera problemas cuando don Carlos III muriera y su nuera se ciñera la corona del debilísimo príncipe de Asturias.
—He tomado mis precauciones —continuó Cabarrús mientras la mano de Goya corría por el lienzo de una parte a otra como si una enajenación transitoria lo hubiese convertido en un autómata que llevara los pinceles de un sitio a otro sin errar ni un ápice en el trazo— y he mandando a mi esposa, María Antonia, de nuevo a París con nuestros dos hijos. La seguridad de mi familia debe ser lo primero y yo, mientras tanto, seguiré defendiendo mis intereses y los de mis amigos desde aquí. No pienso rendirme.
Goya seguía pintando en silencio y Cabarrús, cada vez mas excitado, no cesaba en ir de un lado a otro del despacho. Ceán, mientras, se había sentado junto a Goya y no se perdía detalle de cómo trabajaba la mano de su amigo.
—Pedro de Lerena —continuaba explicando el gobernador, sin dejar de gesticular con las manos— es un incompetente. Es un defensor a ultranza de la economía tradicional y de los gremios y no se da cuenta de que esas ideas son debilísimas ante el viento de la historia y más si atendemos a lo que está pasando en Europa. Las cosas van a cambiar muy deprisa, y esta gentuza no comprende que no pasarán muchos años antes de que el pueblo les queme la silla donde están sentados por derecho antiguo, como dicen ellos.
—Así será, Francisco —aplaudió Ceán.
A Goya, que, pese a su aparente concentración ensimismada, no perdía detalle de cuanto escuchaba, le sonaron esas palabras a otras, casi iguales, que había oído más veces en las tenidas de la Orden, donde sus amigos declamaban por lo que ellos creían que debía ser España. Esa posición contra el absolutismo, contra la riqueza hereditaria y demás privilegios de la nobleza antigua cuadraba con su forma de ser, con su instinto, y además le convenía: si sus amigos tiraban para adelante con sus ideas a él le iría bien con ellos si ganaban la partida.
—Lerena no sabe lo que hace ni de lo que habla —insistía Cabarrús, que se había olvidado de Goya e iba de un sitio a otro cogiendo papeles—. Si no ampliamos capital, ¿cómo vamos a suscribir el crédito de las diez mil acciones nuevas que han comprado los franceses por treinta millones de reales?
—Desde luego queda claro que tu prestigio está en juego, pero ya te avisé que esta operación era arriesgada y que Lerena se opondría —replicó Ceán.
—Lo sé y por eso la hice —le contestó Cabarrús—. Las finanzas francesas no pueden estar a la espera de la llegada de los galeones españoles de América. La modernidad exige un nuevo sistema y una apertura económica, y esto es lo que estamos creando desde el banco, lo comprenda Lerena o no.
Goya había terminado con rapidez la silueta de Cabarrús como él deseaba que lo vieran: corpulento y confiado, dueño de sí y optimista. El pintor había trazado el perfil de un hombre seguro, al que sus éxitos, parte de los cuales estaban reflejados en su riqueza, le hacían no temer nada. La casaca, de color almendra, era perfecta en su ejecución y envolvía el cuerpo de un hombre que dejaba bien a las claras su capacidad de gozar con las pasiones mundanas y — eso era lo más importante del cuadro— dispuesto a seguir gozando de ellas.
Durante casi dos horas Goya siguió empastando sus colores y repartiendo luz por una figura que cada vez recibía menos desde las ventanas. En su retina se había guardado el caudal de color y ahora, con habilidad, lo iba distribuyendo. La conversación se interrumpió con dos visitas de la calle y tres de funcionarios y sólo una jarra de agua alivió en todo ese tiempo las necesidades del modelo. Ceán salió en dos ocasiones del despacho a fin de atender algún asunto fuera, mientra Goya seguía perfilando la figura de su amigo sin decir palabra. Aprovechaba cada gesto de su modelo, cual fuera, para trazar una nueva línea, un detalle, cualquier cosa en esa suma de matices que iba cobrando un asombroso parecido con el gobernador.
Cuando volvió Ceán, la conversación entre ellos siguió por los mismos derroteros de las finanzas. Goya escuchaba.
—... No debes olvidar, Francisco, que la situación de Francia es muy comprometida —apuntó Ceán—. Sigo pensando que la postura de Luis XVI de convocar los Estados Generales es peligrosa para él y, por ende, también para nosotros, ¿no crees?
—Lo sé, Ceán, pero Brienne sigue controlando la situación —insistía Cabarrús—, aunque lo haya sustituido Necker, y estoy con él en comunicación semanal. Al final creo que terminará por conseguir la moratoria de las deudas de Estado, y en esa labor lo ayudaré con los créditos que le podamos dar desde el banco.
Goya vio cómo Cabarrús se iba excitando otra vez y volvía a descomponer el gesto. Así que decidió intervenir en la conversación, como si con ello pudiera serenar a su modelo.
—La base de todo es la agricultura, no lo olviden, señores —dijo el pintor de repente, como si alguien esperara esa opinión.
Con frase tan simple consiguió justo el efecto contrario a lo que pretendía, porque Cabarrús se excitó más todavía.
—Precisamente por eso, Goya —y Cabarrús recurrió por primera vez al apellido—, es más urgente que las finanzas no se paren. Sé que estos dos últimos años las cosechas han sido pésimas aquí y en Francia, pero la economía moderna no puede estar basada en las leyes fisiócratas que sólo consideran como riqueza la agricultura y la ganadería de un país.
—Yo no entiendo de esas cosas, Francisco —dijo Goya reculando—. Sólo era una opinión, disculpa.
—La riqueza —prosiguió Cabarrús como si no lo hubiera oído— está en las propiedades, en las acciones, en los depósitos, en la confianza hacia un sistema que funciona con independencia de las aptitudes de sus políticos.
Ceán y Goya se miraron como si estuvieran viendo y escuchando a un iluminado.
El pintor captó de inmediato que Cabarrús había nacido en una época que no le correspondía y decidió volver a lo suyo sin decir más palabra que no fuera sobre su arte.
Con un gesto rápido de pincel trazó la muñeca de la mano izquierda y escondió el resto bajo la casaca, apoyada sobre el chaleco, perfectamente abotonado hasta el final dejando ver la faltriquera. La derecha señalaba hacia adelante, hacia ninguna parte, pues nada había a su alrededor. Quería dejar a su modelo flotando en el aire, como asido a nada, sólo consigo mismo y sus ideas. Estaba pintando a un ser autosuficiente y quería dar una señal de que su discurso hacía a sus ideas, a la fe ciega que manifestaba en sus propias opiniones. De pronto vio una masa de negro en su paleta, y con ello le vinieron a la mente sus propios dolores en las sienes. Para el pintor sucedía que el negro y el dolor eran la misma cosa, como si, en cierta medida, el dolor viniera del espíritu y de las ideas que atormentan el alma. Así que manchó el pincel en negro y se fue hacia el corazón de la figura, cerca del brazo izquierdo, y dejó allí una mancha grande sin forma, dibujada sólo por el instinto. Ceán lo miraba y no decía nada. Goya parecía transpuesto. El pintor se separó del cuadro, miró la mancha, se quedó pensativo y al momento retornó sobre la tela. Unas cuantas pinceladas y la mancha dejó de ser una nube negra encima del corazón de su modelo para convertirse, en un santiamén, en un tricornio negro formado por tres triángulos que envolvían el codo izquierdo del gobernador. Goya acababa de retratar a su personaje: corazón y cerebro eran la misma cosa en Cabarrús. El pintor daba una señal en su cuadro: Cabarrús estaba perdiendo el sentido de la realidad y su política, antes o después, lo llevaría a enfrentarse con todos. Por lo poco que pudo colegir Goya en esas horas en el despacho del gobernador, se había dado cuenta de que Cabarrús se sentía fuerte entre esas cuatro paredes pero muy débil fuera. Prueba de ello era la forma de hablar con sus colaboradores, ante los que despotricaba contra todo el mundo faltando a la más elemental prudencia, algo que debe acompañar siempre a los hombres que toman decisiones que afectan a muchos otros.
—¡En el fondo María Luisa de Parma no pasa de ser una golfa irresponsable! —vociferó Cabarrús cuando salía un ayudante que le llevaba noticias de la princesa de Asturias y del favor que le tenía a Lerena en esos días—. Se ve de reina y ya va tejiendo contra mí.
—No digas eso, Francisco —lo conminó Ceán—. Te pueden oír.
—¡Que me oigan, me da una higa!
Goya seguía pintando impertérrito, pero cada vez más atento. El personaje parecía cobrar vida en el lienzo mientras el modelo se sentaba, cansado, cerca de la ventana.
—Y tenéis que estar atentos a Godoy: ese muchacho dará que hablar —dijo Cabarrús, que parecía más sereno—. Te digo ahora, Ceán, que ese guardia acabará siendo el favorito de la futura reina, y si no, al tiempo.
—No creo, Francisco —dijo Ceán, queriendo quitarle importancia—. Ese hombre no pasa de ser un capricho más de la princesa, un amor de verano.
—Te equivocas, Ceán, que de casta le viene al galgo. Ese muchacho, Manuel creo que se llama, es el hermano de otro guardia, un tal Luis, que su majestad el rey don Carlos III hubo de desterrar cuando pretendió los favores de María Luisa. Y ya sabes: a la segunda va la vencida. El tal Godoy no se va a conformar con un ascenso y poco más. Mis agentes me dicen que es muy ambicioso y que sabe llevar a la princesa como a ella le gusta: la monta llevándola prieta con los tobillos y suelta con las espuelas.
El caso de Godoy era muy comentado por esos días. Al parecer, en septiembre, en el camino de La Granja a Segovia, tuvo Godoy una caída muy aparatosa de su caballo cuando oficiaba de escolta de los herederos. Como quiera que Godoy recuperó de inmediato el control del caballo y obró con mucha gallardía y bastante tino, María Luisa se fijó en él y mandó detener la comitiva para ver el final del lance. Desde entonces el guardia se había convertido en inseparable de la princesa y hasta el marido consentía en ello, siendo la comidilla de la corte.
—Insisto en no darle importancia al asunto —persistía Ceán—. Hemos visto mejores garañones hocicando entre las sábanas de María Luisa y el asunto no ha pasado nunca a mayores...
—No será así esta vez. Ese hombre dará problemas... Tiempo al tiempo.
—No debes preocuparte tanto por una nueva golfería de la princesa —dijo Ceán, comprobando que estaban los tres solos—. Sabes que estamos trabajando para que ese guardia desaparezca de la escena política. Ya nos los confirmó Aranda, que piensa como tú, durante la tenida de la logia el pasado miércoles. Dice que hay que dejarlo que ascienda un poco más para que su caída sea más estruendosa.
—Algo he oído de eso —dijo Cabarrús, complacido—, pero tenéis que daros prisa, no vaya a ser que la mala salud del rey obre pronto contra él y se le joda el proyecto al conde.
—Otras veces ha pasado por crisis como la de ahora y se ha repuesto —aseguró Goya, usando la palabra después de concluir el remate de la casaca en su lienzo—, aunque el otro día, en el palacio del duque de Medinaceli, me dijeron que estaba muy mal.
Después de decir eso Goya volvió a concentrarse en el cuadro y pasó a rematar la mano derecha. Estaba decidido a presentarla hacia adelante, marcando un movimiento. La inteligencia y capacidad de acción de Cabarrús exigía movimiento, y eso pretendía el pintor con su trazo. Allí, extendida y con los dedos abiertos, era el mejor modo de representar el carácter y el brío de un hombre de treinta y seis años, cuyos últimos ocho los había pasado dirigiendo este banco.
—¿Qué sabes de Moratín? —pregunto Ceán a Cabarrús cambiando el curso de la conversación—. Desde que se murió su madre —Isadora, la madre de Moratín, había muerto hacía tres años— no lo he tratado apenas.
Y mira que antes lo veía con frecuencia...
A Goya le sorprendió ese interés de Ceán por Moratín, pues sabía que no eran amigos precisamente.
—El año pasado —le contestó el gobernador— se vino conmigo a París como secretario. Durante el viaje me dijo muchas veces que estaba harto de las tropelías que cometían los príncipes y que, de seguir así las cosas, abandonaría este país.
—¿Y Jovellanos qué opina de esto? —volvió a inquirir Ceán.
—Ya sabes que él me encomendó encarecidamente a Leandro como secretario y yo no dudé un momento en aceptarlo; bastaba que él me lo pidiera. Además Leandro es una persona muy valiosa y de gran cultura y me viene bien como secretario por su conocimiento en lenguas y su carácter reservado y discreto. Da juego para el servicio de despacho y las tareas de diplomacia; además es muy ordenado y tiene una memoria prodigiosa.
—Será un estado de ánimo pasajero, muy típico de los artistas, como bien puede acreditar Goya, ¿verdad?
Era evidente que Leandro Fernández de Moratín no gozaba de las simpatías de Ceán Bermúdez y que Goya, que miraba para otro lado, no pensaba mediar en el asunto pues no quería meterse en líos. Además no había vuelto a ver a Moratín desde la ceremonia de su iniciación como aprendiz masón.
—Por cierto, Francisco —le dijo Cabarrús—, estaría encantado en que conocieras bien a Moratín. Le he oído comentar de su aprecio por tu arte y sé que una amistad con él te beneficiaría, pues ya sabes que está muy bien relacionado y que por sus muchos viajes está al corriente de lo último que se gasta en Europa. Además los dos sois artistas...
—Para mí sería un gran mérito el contar con él entre mis amigos —replicó Goya, poco convencido de lo que estaba diciendo. Ceán hizo una mueca de disgusto.
En ese momento Goya se enfrentaba al problema principal del cuadro: cerrar el dibujo del rostro de su modelo, otorgarle vida, dar esas pinceladas que cambian la máscara y la hacen retrato, ese toque imperceptible que separa lo vivo de lo muerto. Cabarrús no se estaba quieto un momento y eso dificultaba en gran manera el trabajo del pintor, pero Goya tenía suficientes visajes guardados en la memoria para componer una cara como suma de las muchas que le había visto en esas horas. Decidió esperar un poco y repasar el remate de los zapatos plantando allí el brillo de la plata que hebillaba los del gobernador. No quería enfrentarse todavía al problema, pues una alarma le sonaba en el interior y aún no sabía cómo responder. Además estaba cansado; él era un maestro, pero en esas condiciones no se podía trabajar. Necesitaba reposar el brazo antes de dar vida al rostro, y esperaba que la cara de Cabarrús le hablara en el idioma que sólo un pintor de retratos comprende.
Concentró la mirada en el rostro de su personaje. Tenía que desentrañar el interrogante que le significaban esas facciones. Tenía los ojos vivos, pero sin brillo; sus ademanes eran decididos, pero había en él algo que llevaba a la desconfianza. Su cara parecía una máscara. ¿Para quién trabajaba Cabarrús en realidad?
¿A quién servía? ¿Al liberalismo, a los franceses, a los masones, a sí mismo? No le cabía ya la menor duda: su personaje era un enigma. A Goya no se le escapaba el más mínimo detalle cuando se trataba de representar el carácter de una persona, y la actividad incesante de Cabarrús escondía timidez y altanería, pero algo le decía que todo era una simulación, que el personaje era un farsante.
Goya se quedó pensativo un momento y resolvió el problema de inmediato. La decisión la tomó en un instante: decidió dejarlo morir. No alumbraría vida en su personaje: bastaría un parecido razonable y poco más.
—¿Qué te parece, Francisco? —preguntó Goya a su modelo.
Cabarrús se acercó al retrato y se quedó observándolo un rato en silencio. Goya miraba a Cabarrús, el gobernador al cuadro y Ceán, que había comprendido el gesto del pintor, a los dos. Al cabo de poco fue Cabarrús quien rompió el silencio:
—Soberbio, Goya, soberbio. La casaca ha quedado espléndida.
Del rostro inacabado no dijo nada.
Goya no dudó más. Terminó de ejecutar el rostro de Cabarrús como una máscara vacía, con sus ojos redondos y fijos, sin brillo, como presentes en la vida pero alejados de ella. Con la punta del pincel insertó dos pequeños círculos negros, sin iris. Con rapidez definió el fondo oscuro que resaltaba la rechoncha figura del banquero. Se retiró unos pasos: el retrato estaba acabado. Se disponía a firmarlo en el bastidor cuando Ceán se volvió hacia la entrada del gabinete. Unos pasos rápidos anunciaban una visita inesperada.
La puerta se abrió de repente, y el mayordomo cedió el paso a un hombre vestido con una levita parda y los pelos desarreglados sobre la frente. El visitante parecía muy excitado y él mismo cerró la puerta en cuanto cruzó el umbral. Se adelantó tres pasos y sin más preámbulo se presentó a sí mismo mirando a Goya, al que, sin duda, no esperaba encontrar allí:
—Soy Leandro Fernández de Moratín —dijo cuadrándose en la postura masónica del primer grado, y apretó la mano de Goya con el signo convenido, conocido sólo por los Hijos de la Viuda. Goya lo recordaba de su iniciación masónica, y con la misma postura y gesto le respondió en el grado de aprendiz.
Cuando soltó la mano del pintor se acercó a Ceán y a Cabarrús y les dio sendos abrazos, lo que denotaba una camaradería y confianza que no pasó inadvertida para Goya.
—Estamos entre hermanos —aclaró Cabarrús—. Dinos, Leandro, ¿qué te trae por aquí tan conturbado?
—Esta madrugada ha fallecido el rey —espetó el recién llegado—. Hasta media mañana todo era revuelo en palacio, visto el trajín de capelos y sotanas, y algo se rumoreaba, pero la noticia no se ha conocido hasta hace apenas una hora. Antes de venir a veros he pasado por allí para comprobarlo, y el duque de Medinaceli me lo ha confirmado con lágrimas en los ojos. Todavía no se había repuesto de la noche en vela y mucho menos del fallecimiento del rey.
La noticia alteró visiblemente al inquieto Cabarrús. Ceán, consternado, se sentó en la silla que estaba en el lateral de la mesa de trabajo de Cabarrús.
—Esto cambia nuestros planes por completo, Leandro —dijo Cabarrús y también se sentó detrás de su escritorio.
—Hay que avisar a París cuanto antes —propuso Ceán. Cabarrús lo miraba en silencio—. La economía de ambos reinos se va a resentir con esto y allí tampoco es la situación muy cómoda.
—Ya me he encargado de enviar un correo urgente hacia Francia. Salió en la diligencia que partía esta mañana de la calle Postas —contestó Moratín, que controlaba la situación perfectamente—. En tres días estará en París. Hay que convocar una reunión de logia con carácter de urgencia para esta misma noche.
—Estoy de acuerdo —afirmó Ceán, que se había levantado de la silla y paseaba nervioso por la estancia. Cabarrús parecía imperturbable y Goya había empezado a recoger en silencio sus pinceles.
La puerta del despacho se volvió a abrir. El mayordomo anunció a Pedro Téllez de Girón, duque de Osuna.
—Caballeros —anunció el duque en cuanto entró en el despacho del gobernador—, os supongo enterados de la noticia que recorre Madrid. —Todos asintieron con la cabeza—. La situación es, cuanto menos, delicada y no sabemos cuánto va a durar el actual estado de las cosas. María Luisa está encantada de enterrar a su suegro y ya dispone como reina.
—Es la hora de Godoy, caballeros —sentenció Cabarrús recuperando la palabra—. Mucho me temo que ese guardia va a dar mucho que hablar y nos va a llevar por un camino que el príncipe de Asturias, un hombre abúlico y necio, no va a saber cortar, y esas cosas hay que hacerlas cuanto antes.
—Ella es la que llevará la corona y no don Carlos —apostilló don Pedro—. La extranjera ya nos tiene acostumbrados a sus desplantes y hará ley de sus caprichos. Hay que atajar ese desafuero.
—Cuanto antes —le respondió Cabarrús.
Goya, en silencio, miraba la escena. Banqueros, aristócratas, burócratas y enredadores: «esto es la corte», se dijo para sus adentros.
Todos los presentes se quedaron en silencio y mirándose, sin saber qué más decirse. Ninguno quería dar un paso más allá del límite que les imponía una elemental prudencia respecto a sus opiniones y planes en lo relativo a los que en horas se harían cargo de los asuntos del reino.
—Señores, me voy, que tengo asuntos urgentes. Cuenten conmigo para lo que sea. —Y, con la misma rapidez con que había entrado, el duque de Osuna salió del despacho y los dejó con la palabra en la boca.
Era el primero que empezaba la desbandada de lo que ni siquiera se había iniciado. El pesebre real tiraba muy fuerte de las conciencias para permitirse algo más que una opinión.
—Calma, amigos —dijo Moratín en cuanto se quedaron a solas—. Ahora es momento de sorpresa y tenemos que controlar las emociones. —Se veía que Moratín había pensado en lo que debían hacer él y sus amigos—. Esperemos unas horas y decidamos entre columnas y a cubierto de profanos lo que más nos convenga.
Goya había recogido ya todos sus utensilios y estaba apañado el lienzo junto a una ventana, próximo a la pared, para que la pintura se fuera secando. Le sorprendían la frialdad de Moratín y la aparente falta de reflejos de Cabarrús, y mientras rumiaba esas sensaciones se quedó mirando su obra.
Estaba satisfecho. Las cosas eran como parecían y él se había dado cuenta en cuanto cató la intimidad del personaje. Cabarrús no era más que una veladura que intentaba disimular un profundo vacío interior. Su rostro, aun en estos momentos, no dejaba de ser más que una máscara impenetrable que no traslucía ninguna emoción. No le cabía ninguna duda: la compostura y la apariencia eran las que regían a su personaje, y Cabarrús se interpretaba a sí mismo disimulando que sólo era la riqueza lo que movía su espíritu.
—Creo que es hora de que me retire —dijo Goya, con toda la humildad de que fue capaz.
—Creo que es lo más oportuno. Nos iremos todos —concluyó Cabarrús saliendo de su mutismo y levantándose de la mesa.
Ceán se acercó a su vez para acompañarlo. Fue Moratín quien desconcertó a Goya cuando, de repente, se acercó al pintor y lo abrazó.
—Siento haberme presentado ante ti, maestro —el título le sonó a Goya cargado de doble intención—, en estas circunstancias, pero esta misma noche, en la tenida, reanudaremos la relación fraternal que nos corresponde.
Goya no necesitaba más tiempo para conocer que ese rostro afilado de rasgos muy marcados y ojos inquisitivos, que coronaba una figura de carne seca y músculos nervudos, correspondía a un carácter que sabía muy bien lo que quería y a quién se lo pedía. Intuía que Moratín desempeñaría en su vida un papel nada halagüeño, pero la obediencia de la hermandad masónica lo encadenaba a él, como aprendiz, al maestro que era Leandro.
Minutos después salían todos del edificio del banco y un carruaje que estaba esperando se llevó a Cabarrús. Ceán, Goya y Moratín partieron a pie, cada uno hacia su casa, sin despedirse.