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La maniobra

Ronda

(5 de abril de 1820)

Es legal porque es mi voluntad.

LUIS XVI

El diplomático ruso Piotr Alexiev Tatischev se detuvo en el puente de piedra y contempló el tajo de Ronda, un barranco de vértigo que se precipitaba desde el elevado oriente de la ciudad andaluza hasta ese valle pastoso donde las vacas parecían hormigas. Jamás había estado en ese confín del reino, donde pasaba las últimas horas de su destierro el canónigo Juan de Escoiquiz. Más allá del picacho de la ermita de Ronda podía verse desde ese mismo puente el castillo donde agonizaba el clérigo.

Tatischev pidió al cochero que reanudara la marcha para llevarlo hasta la desvencijada fortaleza. Una vez allí cruzó las tablas levadizas, que se erguían sobre un foso reseco que alguna vez debió de tener caimanes, y traspasó el portalón abierto del castillo. Una vieja ama de llaves hacía ganchillo en el patio de armas. Muchas gallinas revolotearon asustadas al ver al embajador. Dos mulas flacas y varios perdigoneras que estaban en los huesos se torraban al discreto y traicionero sol de esas primeras jornadas de abril de 1820.

La anciana, vestida con una indumentaria marcadamente aragonesa, recibió en silencio a Tatischev, apenas entornando la mirada, y, tan pronto como el diplomático estuvo junto a ella, dejó la faena de los hilos, se incorporó de la silla y sin mediar palabra condujo al embajador a través de estancias deshabitadas hasta la alcoba donde yacía el clérigo.

—Dios os guarde, padre —dijo el embajador cuando observó la figura esquelética del clérigo, amarillenta por las fiebres padecidas y con la piel plagada de sucias supuraciones vivas que de cuando en cuando segregaban pequeñas bolas viscosas y amarillas.

Junto al lecho de Escoiquiz, en un tablón que hacía las veces de mesita, un tintero y una pluma reposaban junto a varias hojas dispersas y manuscritas que con total seguridad constituían las memorias del moribundo capipardo. Una tinaja de agua flanqueaba el otro lado de la cama.

—¿Venís para enterrarme? —balbuceó el clérigo cuando vio entrar al embajador.

Escoiquiz conocía de sobra a Tatischev y nunca le había gustado el ruso. Los prejuicios del canónigo contra todo aquel que no fuera católico ponían al ruso, por ortodoxo, en la ojeriza del cura. Además nunca le había gustado la influencia del diplomático sobre su ex pupilo, por cuanto era cosa de coimas y burdeles donde habían entroncado los afectos. Fernando VII, que seguía sin descendencia, había vuelto a casar otra vez, en esta ocasión, como siempre, con una pariente suya. La tercera desgraciada que pasaba por su cama en palacio era, desde 1819, María Josefa Amalia de Sajonia, como se preveía desde un año antes. Pese al nuevo matrimonio, nada le impedía seguir de farras con el ruso y otros más de su camarilla, donde ya había incluido cocheros y criados, conforme salían duques y marqueses, que el de San Carlos acabó saliendo de allí por pies.

Uno de los que llevaban la voz en la camarilla era Pedro Collado, cuyo nombre familiar era Chamorro, que primero había sido aguador de la fuente del Berro; después criado de Fernando, cuando era príncipe de Asturias, y encargado en El Escorial de vigilar las cocinas para que no lo envenenasen. Más tarde, durante la estancia en Valencey, se hizo el confidente íntimo de su amo y llegó a ser la persona indispensable del rey. Otro de los nuevos camarilleros era el duque de Alagón, capitán de guardias del rey, un cortesano pícaro, cuyas aventuras galantes le habían dado fama en la corte de Carlos IV. So pretexto de mejorar la guardia real, en la que se gastaban sumas inmensas, el duque disponía del tesoro público; además, Fernando le concedía privilegios casi inconcebibles, tales como que, juntamente con el barón de Colly, pudiera introducir harinas con bandera extranjera en la isla de Cuba.

—Vengo a pediros ayuda de parte del rey Fernando.

—¡El Diablo se lleve a ese traidor que ha entregado la patria a los masones! —Pese a su postración, el clérigo sacó energía de donde no la había para encararse a su antiguo pupilo.

—Es menester que antes de enjuiciar sus errores tengáis a bien escucharme, padre. Quizá decidáis luego ayudarnos.

—Lo dudo... —Escoiquiz entornó sus pardos ojos y apretó los dientes, tal -vez recreándose en un crimen que le hubiera gustado cometer.

—El rey está bajo literal chantaje de los liberales —desgranó el embajador para atraerse la atención del canónigo—. Tal vez vos, que instruisteis al monarca desde niño, sepáis algo de lo que voy a contaros. Si es así, os agradecería me ahorrarais el relato, pues además de triste en su esencia podría parecer disparatado.

—Dejaos de preámbulos, Tatischev —dijo Escoiquiz, que había recuperado el interés—. Esto no es un gabinete diplomático.

—¿Sabéis que el rey es... es hijo de...?

—De monseñor de Sentmanat —adelantó Escoiquiz.

—¿Lo sabéis? —La sorpresa sustituyó a la preocupación en la cara del diplomático.

—Desde luego, pero el que lo supiera yo no era grave. Lo peor era que, como veo que ha pasado, tarde o temprano se sabría. Le advertí desde joven que conspirarían contra él a costa de ese sacrilegio que cometió la golfa de su madre.

—¿Qué más sabéis al respecto, padre?

Escoiquiz parecía sumido en las nubes de otro tiempo. Pidió agua para mojarse los labios y, cuando la hubo bebido, entornó los ojos por completo y comenzó un susurrado soliloquio que el propio embajador tenía dificultades para oír.

—La reina dejó que entrara en su casa el enemigo. Metió a la duquesa de Alba, con la que tal vez se confesó como mujer, desairada como estaba por Godoy. Una noche, la reina me llamó a su alcoba y allí pasó algo que nunca he sabido. Después, quiso acusarme del robo de unas cartas que escondía en su tocador y que habían desaparecido en los días en los que Cayetana de Alba disfrutó de los honores de ser la camarera de la corte. Me dijo que las había robado yo para adueñarme de la voluntad de su hijo. Amenazó con colgarme en La Cebada si no se las devolvía. Según me dijo, eran tres cartas, una suya y dos de monseñor de Sentmanat, en las que éste aparecía como padre natural de don Fernando. En aquella época, la reina todavía quería a su hijo y no deseaba que nadie cuestionara su legitimidad hereditaria.

—No habría sido entronizado nunca si se hubiera sabido el sacrilegio. —Tatischev confirmaba con esto la gravedad de las cartas y la debilísima posición del monarca.

—Así es, Tatischev. Culpamos a una doncella de palacio para calmar la ira de la reina, pero yo sospechaba que las cartas estaban en poder de Cayetana, aunque nunca pude probarlo. Durante mucho tiempo tuve a mi secretario, Leandro, investigando a la duquesa. ¿Qué habrá sido de Leandro?

—¿Os referís a Moratín?

—El mismo. ¿Sabéis algo de él? —Leandro Fernández de Moratín había desaparecido de la vida de Escoiquiz desde la última visita y el canónigo estaba preocupado por ese silencio.

—¡Loado sea el Redentor! Luego os referiré qué ha sido de Moratín, padre. Continuad, por Dios.

—Nunca encontramos esas cartas. Ordené que quemaran el palacio de la duquesa, que la siguieran allá dondequiera que fuera, que presionaran sobre su voluntad. Pero jamás aparecieron. Una noche, en mi destierro en Toledo, convine que era preciso matar a la duquesa, pues en cualquier caso, tuviera o no las cartas, sin duda conocía el secreto que se encerraba en ellas. Leandro se citó con ella en su palacio y le administró un veneno que la llevó a la muerte de inmediato. —El canónigo parecía reanimarse al rememorar su crueldad—. Sé que sufrió mucho su cuerpo pecador...

—Quiera Dios que haya perdón para vos, Escoiquiz —lo interrmpió Tatischev, asustado de la crueldad del canónigo.

—Ya no lo espero —respondió amargamente el clérigo.

—Dios sabrá perdonar vuestro esfuerzo por proteger a su divino representante en el reino.

—Se registró palmo a palmo el Palacio de Buenavista, pero nunca aparecieron las epístolas del obispo. Tampoco volví nunca a escuchar a nadie hablar de ellas.

—Pues están en Burdeos —dijo el embajador.

Escoiquiz entreabrió los ojos y los clavó en la cara de candeal del diplomático. Un insólito brillo despuntó en sus pupilas. Por un instante, el clérigo pareció plenamente resucitado de sus males, hasta el punto de que trató de incorporarse en el lecho, pero resultó incapaz.

—Contadme, por favor. Contadme.

—Vuestro antiguo secretario, Moratín, se hizo con ellas. Por alguna razón, las cartas estaban en poder de su amigo Goya...

—¡Don Francisco de Goya!... Debí suponer que ese maldito pintamonas se apoderaría de ellas.

—Calmaos, Escoiquiz. Tal vez estemos a tiempo de evitar peores consecuencias de las que ya han tenido esas misivas.

—Vos diréis, embajador. —Pese a su postración, el fuerte instinto político de Escoiquiz le daba fuerzas para seguir en la brega. Si bien su cuerpo estaba a punto de extinguirse por el daño de su enfermedad, su cabeza seguía tan lúcida y feroz como en sus mejores días. No en vano Napoleón lo llamaba siempre, con zumba, el «moderno Cisneros», por las intrigas que incesantemente promovía.

—La logia masónica a la que pertenecen Goya y Moratín, que durante años ha permanecido exiliada casi en su totalidad en la ciudad de Burdeos, es actualmente la depositaría de dos de las tres cartas. La que falta ya está en poder del rey. Para recuperarla hubimos de pagar a Moratín cuatro millones de dólares y permitir que estallara en toda España la revolución liberal que había iniciado el comandante Riego. Espero que estas explicaciones os permitan disculpar la actitud del monarca, que se ha visto obligado a jurar la Constitución. Además, ha habido que conceder una amnistía general a todos los liberales que tenían causas pendientes por delitos de sedición o insurrección. El país y el propio rey están atados de manos por los malditos masones.

Y así había sido, porque Fernando VII juró el 8 de marzo la Constitución de 1812, y el día 9 nombró una junta provisional gubernativa con todos los poderes hasta que se convocaran las Cortes y se formara gobierno. La junta la había presidido el cardenal arzobispo de Toledo, don Luis de Borbón Villabriga, que así se sacaba la espina de su vieja humillación, y desde el 18 de marzo había nuevo gobierno liberal en España con Pérez de Castro en Estado, García Herreros en Gracia y Justicia, el marqués de las Amarillas en Guerra, Salazar en Marina, José Canga en Hacienda, Agustín Argüelies en Gobernación y Antonio Porcel en Ultramar.

—Era el destino lógico de un monarca ansioso de poder que, cuando lo conquistó, desconfió hasta de mí.

—Vos fuisteis quien le enseñó a no confiar en nadie, Escoiquiz. En cierto modo, es vuestra criatura. Ahora, el rey en persona me pide vuestra ayuda.

—¿Ahora, verdad? ¡Ahora que estoy muriendo!

—Nunca es tarde, señor. Ya lo dice el Evangelio —le contestó Tatischev elevando los ojos al cielo.

—No me venga con gilipolleces, embajador, que soy del oficio.

—Lo siento... —reculó el diplomático, sorprendido del exabrupto del cura.

—¿Y qué pretende de mí? —inquirió Escoiquiz, que ardía de curiosidad.

—Los masones, por boca de Moratín, le han requerido nuevas concesiones políticas y económicas para devolverle la segunda de esas cartas.

—Morirá decapitado, como su pariente francés —deseó, más que profetizó el canónigo.

—Se trata precisamente de evitarlo, Escoiquiz. Me ha pedido que me facilitéis tanta información como podáis sobre el lugar donde escondió su fortuna Godoy. La corona, como sabéis, está prácticamente en bancarrota. Es incapaz de hacer frente al pago de los seis millones de reales de vellón que exige ahora Moratín a cambio de las otras epístolas.

—¿Por qué suponéis que yo sé dónde está el dinero?

Una señal de alarma se encendió en el velocísimo cerebro del canónigo. «¿No habrán descubierto lo mío de la escuadra?», se preguntó al ver que lo interrogaban por asuntos de dinero. «Desde luego —siguió desgranando el canónigo mientras se esforzaba por dominar la situación— que es prácticamente imposible que sepan nada. Agustín Ceán es como una tumba y Fernando no pudo imaginárselo.» Lo que apenaba a Escoiquiz era que, tal y como estaba su salud y lo poco que se podía fiar de Moratín, ese dinero seguramente se perdería en el recóndito lugar andaluz donde esperaba.

—El propio Moratín ha dicho que vos mismo le ordenasteis en su día convertir en metálico algunas de las joyas que robó el valido tras el expolio del palacete de la de Alba.

—Me alegra saber que Leandro sigue sin casarse con nadie. ¡Cuánto admiro su astucia! ¿Y por qué no habláis mejor con vuestro amigo Ugarte?

—¿Os referís a Antonio Ugarte?

—Al mismo, al que fue vuestro secretario personal. Si existen todavía los seis millones de reales de Godoy, nadie mejor que él para deciros dónde están.

El ruso se quedó desconcertado. Nunca se habría imaginado que su antiguo ayudante, un «chambón» al decir del embajador, pudiera tener vela en ese complicado entierro. Recordó ahora cómo había prescindido de él cuando ya pasaba más tiempo entre vinos que despierto y había dejado de serle útil para sus trapicheos.

—¿Sabéis cómo localizarlo? —Tatischev le había perdido la pista. Desde entonces no lo había vuelto a ver; ni siquiera había tenido noticias de él.

—Si la sífilis lo ha perdonado, puede que os den razón de él en la mancebía de Pepa «la Malagueña».

* * *

Taberna de Pepa «la Malagueña» (Madrid, 8 de abril de 1820).

Acodado en el mostrador de una taberna de Chueca muy próxima a la mancebía de la Pepa, Antonio Ugarte pidió dos vasos y una jarra de vino y, bajo la amenaza de muerte que acababa de hacerle Tatischev si no le confesaba la verdad, le relató lo siguiente:

—Era yo casi un niño cuando, al parecer, Godoy pidió a uno de sus guardias que le buscara un mozo de buen plante que lo ayudara a transportar unos enseres que luego colegí que habían tomado en secreto del llamado Palacio de Buenavista, que hasta una semana antes había sido domicilio de la duquesa de Alba, la cual en esos días había muerto misteriosamente, se dice que envenenada, sin que aún se conozca al responsable de su atropello.

El ruso sirvió otro vaso a Ugarte y, con un gesto, lo invitó a que continuase hablando, cosa que éste hizo en cuanto dio cuenta del trago.

—Esa mañana había mucha gente en torno al palacio, incluso gente principal, que varias calesas paraban a la puerta y, por delante de los jardines, había aguadores que servían a cuantos curioseaban a través de las verjas, porque el entrar y salir del palacio era un espectáculo. Incluso vi llegar una carroza que creí que era de Godoy. El guardia referido, que había varios en la puerta esperando al personaje y el que me llamó parecía el jefe de ellos, reparó en que yo andaba curioseando también por los alrededores del palacio, más pendiente de averiguar si el ilustre visitante era en realidad Godoy, como se comentaba esa mañana en La Cibeles, o algún otro comandante o general, o mismamente un juez de los que en esos días visitaban Buenavista en busca de rastros fieles para atrapar al asesino de la duquesa.

—No te enrolles, Ugarte. Al grano... —conminó el diplomático.

—El caso es que el guardia me hizo señas, y me participó la demanda, como si fuera cosa suya o del servicio, me pagó con un real de vellón y me entregó una saca muy pesada que, si no era dinero lo que contenía, desde luego se trataba de algo de mucho valor, pues en todo momento el valido, que poco después salió de la casa, estaba pendiente de que nada se pudiera dejar caer y de que me tuvieran en todo momento a la vista, quizá por miedo a que me extraviara con lo que yo ya suponía que era robado.

—No especules, Ugarte. Tú cuenta sólo lo que hiciste. —Y Tatischev le sirvió otro vaso de vino que el cuentista vació de un trago antes de seguir hablando.

—El que parecía el jefe de los guardias me encargó que llevara la saca a palacio, y me dio un salvoconducto que firmó allí en el acto para que nadie de la Guardia Real me impidiera el paso ni tratara de registrar la saca, la cual pesaba horrores. Me puso dos guardias de escolta y él se fue a caballo detrás de la carroza de su jefe. Pesaba tanto la carga que a cada dos por tres me obligaba a hacer algún receso en las fuentes de Alcalá para recuperar las fuerzas, pues al cabo de andar y de andar consideraba más que consumido el real de vellón con el que me había pagado el guardia.

—Eso no hace al caso. ¡Al grano!

—Vale... —concedió Ugarte, que enseguida tendía a irse por los cerros de Úbeda—. Mi sorpresa fue que cuando llegamos a palacio me llevaron entre guardias directamente al gabinete de Godoy y allí me quedé, vigilado, hasta que llegó el valido, cosa que fue casi de inmediato. Don Manuel, que ese día vestía uniforme de capitán general, llegó acompañado de un clérigo que luego supe que se trataba de don Juan de Escoiquiz.

—Y ¿qué paso?

—Poco más vi, porque al punto me sacaron de la habitación dejando allí el fardo que había acarreado desde Cibeles. Lo que sí recuerdo es que, según me marchaba, Escoiquiz le preguntó a don Manuel si ésas, y el cura señaló la saca, eran todas las joyas.

—Joyas?

—Eso oí, pero no vi nada, señor. Ya pusieron buen cuidado ellos para que nunca estuviera ni un instante a solas con el bulto, pero por el secreto y el disimulo que se traían bien podía ser lo que preguntaba el cura. Porque el saco, y eso bien lo sé, sonaba a cosas de metal cuando lo cargaba sobre mis espaldas.

Lo que no vio Ugarte fue lo que salió del bulto en cuanto él salió del gabinete y Godoy y Escoiquiz se quedaron a solas con la puerta vigilada por dos guardias. Godoy desgarró el envoltorio con su sable y allí, sobre la alfombra de su despacho, vieron la luz un montón de joyas que habían pertenecido a la de Alba. Sin orden ni concierto se mezclaban un toisón de oro y rubíes que había pertenecido al duque de Lerma y que había sido incautado por el conde duque de Olivares tras la destitución de Lerma; al lado, un joyero de oro, marfil, perlas y rubíes que en su día fue del rey Teobaldo de Navarra, el cual pasó el sueño de su vida dedicado a buscar al Unicornio, y que llegó a la casa de Alba por la descendencia de su infanta; una preciosa colección de sestercios de plata procedente de las rumas de Arjona, halladas al parecer en las excavaciones del mayorazgo de quien tenía ese título. Había asimismo un relicario de oro, coral y esmeraldas que se había procurado en sus conquistas portuguesas el gran duque de Alba, así como otra cantidad innumerable de piedras preciosas procedentes de Flandes de las que los tercios del gran duque se habían apropiado en sucesivos saqueos.

Tampoco sabía Ugarte lo que pasó cuando él salió a la calle con tres reales más que le dio el guardia que lo acompañó hasta la puerta. Después de que Godoy y Escoiquiz hubieron revisado todo lo que había salido de la casa de Cayetana de Alba, el canónigo mandó llamar a su secretario y Leandro Fernández de Moratín apareció enseguida por el gabinete de Godoy, que debía de estar cerca esperando a que lo llamara su jefe. Cuando Godoy lo vio entrar, se deshizo en elogios al dramaturgo diciéndole que si alguna vez había habido un joyero bueno en esa corte había sido precisamente Moratín, «porque de casta le venía al galgo», haciendo referencia a su padre y a cómo se había ganado la vida con el tas antes que con las letras, y por fin le pidió Godoy que revisara la mercancía por ver si él era capaz de aprovechar los metales para convertirlos en dineros contantes, fueran escudos o vellones, con el fin de camuflarlos de la vista ajena, porque no quería que nadie los reconociera nunca. También le encargó que desmontara las joyas y dejara las piedras sueltas, para guardarlas o para venderlas, que ya se lo diría más adelante.

—¿Y luego qué paso? —preguntó Tatischev, pues la explicación le había sabido a poco, al carecer de esos detalles que su confidente ignoraba.

Antonio Ugarte tomó el vino de un trago y prosiguió el relato:

—Hasta pasados los años no volví a tener noticias del dinero, pues el propio Godoy, sin duda para apartarme de la corte por lo que pudiera contar, me encontró empleo como esportillero y recadero de los monjes del monasterio de El Escorial.

—¿Y nada más?

—Desde luego que sí, señor, que la casualidad obra maravillas. Pero pedid más vino, que esto de hablar me deja seco.

Tatischev pidió otra jarra y esperó a que la trajeran, porque sin vino la garganta de Ugarte no funcionaba.

—Allí me gané los favores de uno de los mandamases —reanudó éste en cuanto se sirvió el primer vaso—, un jerónimo llamado fray Consuelo de las Siete Llagas, el cual me profesaba cariños tan exagerados que a menudo me metía en su cama a contarme relatos de animales; y allí andábamos un día, él con el hábito en alto y yo en cueros como Dios me trajo al mundo.

—Esos detalles sobran, Antonio.

—Como queráis, señor. El caso es que un día le avisaron que tenía una visita; alguien que iba a verlo de parte de alguien muy principal. Mi sorpresa fue que el tal personaje era Godoy, que se presentó vestido de paisano y sin ningún boato, y al que yo daba preso por esos días pues hacía poco que había llegado al convento la noticia de que el pueblo de Aranjuez había asaltado la casa del valido y que lo habían metido preso.

—¿Qué día fue eso? —Tatischev no parecía creer la historia.

—Me acuerdo como si fuera hoy: la mañana del 21 de abril de 1808 —le contestó Ugarte—, porque ese día, al alba, llegó un fraile de Burgos que nos contó que tres días antes se habían alzado allí contra los franceses y que por eso él venía a refugiarse con nosotros a El Escorial.

—¿Y por eso te acuerdas de la fecha? —A Tatischev esa referencia le parecía muy poco fiable—. ¿Estás seguro?

—Sí, señor. Es que el fraile era joven y guapo y a mí me dijeron que lo aposentara, por eso me acuerdo. —Y Ugarte ponía cara de ensoñación al recordar a su huésped.

Las fechas le cuadraban a Tatischev, porque a Godoy lo habían liberado de su presidio en el castillo de Villaviciosa la madrugada del día 20 y hasta cinco días después no había llegado a Bayona, donde hacía días que lo esperaban Carlos IV y María Luisa de Parma.

—¿Qué pasó entonces? —«O sea, que a Godoy le dio tiempo a salvar los muebles», pensó el ruso, admirado por la astucia del valido.

—Que fray Consuelo recibió a su visitante en el claustro y que yo me puse detrás de una columna para oír qué se decían, porque el fraile me dijo que lo esperara en una esquina. El recién llegado, que estoy seguro de que era Godoy porque lo recordaba perfectamente de cuando llevé la saca, le contó que acababa de salir de prisión y que se iba a ir de España inmediatamente pero que antes tenía un recado para él, y le dio una carta. Fray Consuelo la leyó en silencio, que luego supe que era de su majestad don Carlos IV, y tanto debió de impresionarle lo que leyera que el fraile le hizo gesto de reverencia al valido y hasta le besó la mano.

Al llegar a ese punto, Ugarte se calló y se aprestó a darle a la frasca, que se le había vuelto a secar la garganta.

—¿Y eso fue todo? —inquirió Tatischev, impaciente por saber el fin de la historia.

—No, señor —repuso Ugarte en cuanto trasegó dos vasos—. Se fueron caminando por el claustro y Godoy le contó al fraile que había traído con él un tesoro, algo muy valioso, y que tenía que guardarlo en secreto en el monasterio, porque esas riquezas harían falta para que don Carlos IV volviera a España pronto, que las cosas no se iban a quedar así.

—¿Qué más se dijeron?

—Entonces no pude oír nada más, porque se metieron en una habitación y yo me hube de quedar fuera. Pero eso no es todo —añadió Ugarte, que se había dado cuenta de la cara de pocos amigos que puso el embajador cuando le dijo del encierro de sus espiados—, porque del resto me enteré después.

—Pues sigue...

—Cuando volví a encontrarme con fray Consuelo fue cuando me llamó a su celda, después del almuerzo. Entonces me contó el resto de la historia. Al parecer Godoy quería esconder en El Escorial unas joyas muy valiosas y varios lingotes de oro. Y fray Consuelo me enseñó un baúl que dos criados de Godoy habían dejado en su celda y que, por lo que parecía, guardaba el tesoro. Mi jefe me dijo que le había ofrecido usar como escondite un sarcófago vacío del panteón real de El Escorial.

—¿Y qué hicisteis? —Tatischev estaba cada vez más apurado por saber el final de la historia.

—Fray Consuelo me pidió que lo ayudara a trasladar al panteón las cosas del valido, «las reliquias», como decía mi jefe, y así lo hice después de la cena, cuando no había nadie levantado, lo que os puedo decir es que el baúl pesaba bastante más que la saca que había llevado cuando era mocito.

Esa noche, Ugarte y fray Consuelo de las Siete Llagas metieron en el sarcófago vacío más de tres millones de reales en monedas de oro, que era lo que Moratín había recuperado fundiendo las joyas de la de Alba, y muchas piedras preciosas que había desmontado. Pero en el baúl venían más cosas, porque también guardaron en el sarcófago las dos naranjas de oro macizo con las que Napoleón premió al valido tras la guerra de 1801 con Portugal, ambas adornadas con cinco hojas engastadas de esmeraldas; guardaron asimismo la cruz de diamantes vaticana y la sortija de oro con camafeo de la cabeza del emperador Augusto con las que Bonaparte obsequió a Godoy tras la firma del tratado de Fontaineblau, así como varios relicarios de perlas, broches procesionales de esmaltes y plata repujada, anillos en oro con topacios engastados, collares de rubíes y sellos de plata procedentes de la Universidad de Alcalá, regalos todos ellos con que el cardenal Francisco Antonio Lorenzana obsequió a Godoy para que lo apoyara en sus intentos de procurar una Iglesia española emancipada del control administrativo de la Iglesia romana, ello antes del giro «liberal» del valido y del subsiguiente enfrentamiento entre ambos.

—¿Y qué más pasó? —insistió Tatischev.

Antonio Ugarte tomó vino de nuevo y reanudó la plática:

—Que a un servidor le conste, nunca más se ha vuelto a destapar el sarcófago, pues Godoy nunca volvió por allí y fray Consuelo fue acusado de loco, porque el jerónimo abusó de mi cuerpo y mi talante a cambio de prometerme en secreto que con el dinero de Godoy tendríamos más que suficiente para viajar juntos a América y edificar allí una réplica cabal de El Escorial, probablemente en La Plata, desde donde convertir a los infieles e irradiar por América la fe cristiana. No le creyó nadie.

—¿Qué ha sido de fray Consuelo?

—Murió. Lo cierto es que tan pronto como lo expulsaron de la orden por su locura y su desordenada conducta, fray Consuelo murió, por lo que escuché decir, y un servidor tuvo igualmente que abandonar el monasterio y buscar un nuevo empleo. Lo hallé en una de las mancebías de lujo de la corte, donde, como vos sabéis, trabajé suministrando rameras a lo más granado de la villa y corte a cambio de algunas propinas, y así me iba, entre mal y regular, cuando aparecisteis vos y, apreciando mi talento por la selección que yo os hacía de las damas, convinisteis convertirme en secretario vuestro.

Y lo que siguió, ya lo sabéis.

Ahora le cuadraba todo a Tatischev. Era cierta la recomendación de Escoiquiz y él, por fin, estaba tras la pista del dinero que podría resolver los problemas de Fernando VII.

—¿Encontraríais el sarcófago?

—Santo Dios, más de una noche lo he vuelto a abrir en sueños. —Ugarte pareció recuperar el brío que le había ido quitando el vino.

—¿Cuánto queréis por llevarme adonde está?

—Trescientos reales de vellón —respondió pensando que eso era una fortuna.

—No se hable más, Antonio. El rey tendrá con qué agradeceros este gesto.