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El amor secreto
Madrid, en la calle, hacia el palacio del Almirantazgo
(30 de junio de 1802)
Los hombres hallan la felicidad en el amor que experimentan; las mujeres, en el que inspiran.
MADAME DE PUYSEUX
Aquella mañana hacía poco calor, y Francisco de Goya caminaba desde su casa de la calle Desengaño hasta la residencia de Godoy en Madrid, en el palacio del Almirantazgo. Pese a que había comenzado el verano, aún no habían entrado en la villa y corte los ardores del mes y el pintor aprovechó la bonanza para cargar sus ojos de un color de primavera tardía al que, sin duda, no le quedaría más de una semana hasta que entrara el estío manchego. Había dejado su coche en casa, pues prefería ir andando, y entre ruidos de gente que no oía, y carreras de calesas que debía esquivar con frecuencia, Francisco de Goya, solo, se metía en un paisaje humano que hacía años que había abandonado definitivamente sus cuadros para esconderse en sus Caprichos, su único y verdadero espacio de libertad espiritual.
Precisamente, esa colección de dibujos había salido por fin a la venta en febrero de 1799, que el pintor lo anunció en El Diario y La Gaceta diciendo que se podían encontrar en una casa de perfumes que había en el número 1 de la calle de Desengaño —donde vivía Goya por entonces—, aunque sólo fue posible mantener ese comercio doce días.
La caída de Saavedra fue la causa que llevó a guardar —casi esconder— ese trabajo, porque la entrada al gobierno de Luis de Urquijo, un joven diplomático afrancesado que simultaneaba amores con la reina y con la hermana de Godoy, era la señal más evidente de la caída de los liberales y de que el retiro del declinado valido era sólo aparente: la destitución de Saavedra era el primer paso de su estrategia para volver al poder. La salida de Saavedra se llevó por delante a Jovellanos, que acabó preso en Bellver acusado del desgobierno a que había llegado su gabinete.
Urquijo, un anticlerical y antiguo protegido de Aranda, se puso de inmediato a las órdenes del Directorio, pero su estrella duró poco porque Napoleón se adueñó del poder en Francia y derribó el Directorio, para pasar a crear el Consulado el 9 de noviembre, el 19 de brumario en el calendario revolucionario. Napoleón se nombró a sí mismo primer cónsul, por un plazo de diez años, y a su hermano Luciano lo hizo embajador en Madrid con el encargo de que reconstruyera las relaciones de amistad con Godoy, quien, a su vez, se encontraba perfectamente reinstalado en su relación de intimidad con María Luisa de Parma.
La caída de Godoy no había comportado su total desgracia: había continuado viviendo en su casa de Aranjuez, se dejaba ver en los espectáculos, los reyes iban con frecuencia a cenar con él, y solamente pasados unos meses comenzó a perder influencia. Sin embargo, en el verano del 99 volvió a lucir su estrella: el hermano de su mujer, Luis de Borbón, fue consagrado arzobispo de Sevilla, y el marqués de Branciforte, marido de Antonia Godoy, fue promovido a sargento mayor de las compañías de Guardias de Corps y capitán general. A finales de 1799 ya se atrevía a manifestarse hostil a Urquijo públicamente.
El gabinete de Urquijo no llegó a finalizar el año 1800, porque María Luisa y su marido lo destituyeron el 13 de noviembre, tras la muerte de Pío VI, usando como excusa el permanente enfrentamiento del ministro con la jerarquía católica española, y designaron para que lo sustituyera a Pedro de Cevallos, de 36 años, un primo político de Godoy. El viejo valido seguía moviendo sus hilos y en las Navidades de ese año, y pese a no tener —nominalmente— cargo alguno, era otra vez el verdadero factótum de la política española. Pero ahora Godoy tenía otra estrategia: sabía que con Napoleón gobernando Francia y con María Luisa y su marido conservando, todavía, la corona española, su posición tenía que distanciarse por igual de los liberales y del partido de los Alba y demás realistas a ultranza, y eso era muy difícil.
Luciano Bonaparte, siguiendo las instrucciones de su hermano, empujaba a Godoy a tomar el poder formalmente, y de hecho los dos comenzaron ese mismo diciembre las negociaciones sobre Portugal, porque los franceses querían tomar por suyo lo que consideraban una plaza de influencia inglesa que actuaba a sus espaldas. Estos pactos marcaron la plena vuelta de Manuel de Godoy —que seguía usando el título de Príncipe de la Paz— a la dirección de los negocios del Estado y el definitivo alejamiento de los liberales que habían colaborado con él en el gobierno de Jovellanos.
La caída del gobierno de Saavedra fue el pistoletazo para la diáspora de liberales, y Goya tuvo que reconstruir su posición personal y política en Madrid con vistas a los tiempos que se avecinaban. Sus relaciones con Cayetana de Alba iban de mal en peor, pues ella no lo consideraba como amante, que ya se había acabado en la agenda de la aristócrata el hueco para aquellas noches en Sanlúcar, si bien lo quería como amigo; y él, que ni olvidaba ni aflojaba su celo por ella, que no la podía olvidar y la soñaba a cada paso, vivía en una soledad desquiciada que lo hacía encerrarse cada vez mas en sí mismo.
Goya se había acostumbrado a sufrir por una mujer, algo impropio en él, hasta el punto de saborear el amargor de los celos como un dulce necesario. El pintor sabía que Cayetana no era suya, incluso comprendía que era y sería siempre de otros —por entonces andaba con un militar que se llamaba Cornel—, pero no estaba dispuesto a permitirse él mismo otra cosa que no ser de ella en exclusiva: era su manera de poseerla. La sordera lo había ido encerrando en un mundo interior de sueños y caprichos donde la sinrazón era conducta prudente de muchos de sus personajes. «¿Cómo no voy a ser loco, si pinto locuras?», se decía.
Sus personajes, dibujados en esas planchas de cobre que muy pocos habían visto, vivían en lo que está fuera de la razón, y él, en cierta medida, también se había escapado de sí mismo. Goya ya no se reconocía al verse feliz —o eso creía— gozando del sufrimiento de los celos, el desprecio o, lo peor de todo, el olvido. Como no quería que Cayetana lo olvidara, él la recordaba a todas horas; como no quería perder la esperanza de volver a ser amado, él no cesaba de adorarla; como ella gozaba con otros hombres, él se conservaba casto para ella. Goya, que ya no oía y apenas hablaba, sólo escuchaba una cosa en su interior: la voz de Cayetana a todas horas. La encontraba en cualquier color, en cualquier paño, en cualquier cosa que pudiera soñar que ella había visto. Había días en que se escondía, embozado, cerca de su palacio, el de Buenavista, y se arrobaba, yendo con los ojos de ventana en ventana por ver si encontraba su sombra cerca de algún cristal. La dibujaba una y otra vez en su cabeza conforme veía en alguna mujer un rizo de su pelo, o un talle que le recordara el que una vez había tenido desnudo entre sus brazos. Guardaba en su cabeza todas y cada una de las palabras que se habían dicho —y las que no se habían dicho—, porque a todas las tenía por iguales a esas alturas de su maldita sumisión al recuerdo de lo que tuvo y nunca esperó tener. Al principio se maldecía por esa dependencia, pero en el presente era lo que lo ataba a la vida. Había perdido amigos y familia, pues todos sus hijos menos uno habían muerto, y con Josefa no vivía, que sólo se acompañaban, y en la soledad de su arte iba recomponiendo un carácter que de nuevo debía forjar, obligado por un amor como no había sentido antes.
En esos meses, Goya perdió convicciones y ganó sentimientos; dejó a un lado muchas ideas para buscar sólo sensaciones que tenía guardadas, y en tal grado abandonó prejuicios que ya sólo daba por bueno y por firme lo que soñaba de ella y lo que encontraba en su arte.
En esa situación, en que muy pocas cosas lo ataban a lo que hasta entonces más había perseguido, se dio cuenta de que necesitaba un cierto espacio de seguridad exterior y, curiosamente, fue el mismo Godoy quien lo ayudó a encontrarlo. Goya sentía, pese a todo, una simpatía sincera por el valido desde el día en que éste había pisado su casa por primera vez, y, como quiera que esas sensaciones son normalmente recíprocas, Manuel de Godoy también consideró siempre al pintor un amigo y, cuando fue necesario, un protegido. La purga de liberales no supuso daño alguno para quien seguía siendo pintor de los reyes y, como esa protección chocara a muchos, pues también don Carlos IV y su mujer lo tenían por suyo, fue Moratín quien se acercó otra vez al pintor para restaurar sus relaciones con él, cosa que Goya aceptó de buen grado pues su viejo amigo supo jugar con inteligencia a ser la compañía necesaria del pintor en aquellos momentos.
No era equivocado decir que, de la vieja familia de masones y liberales, sólo Goya y Moratín mantenían en la corte una posición confortable respecto a la nueva situación política, y eso los había llevado a amistarse otra vez, aunque ahora fuera de forma diferente de como había sucedido cuando Goya se había instalado en Madrid para batirse el cobre como pintor y Moratín aún no era el autor famoso en que se había convertido. De resultas de esa relación reencontrada por la común amistad con Godoy, Goya pintó a Moratín a finales de 1799 y ese retrato es, de entre los muchos que hizo en esa década a sus amigos, el más directo y el más sencillo de composición. Al igual que un Goya enamorado y expansivo fue capaz de anticipar el impresionismo en sus frescos para San Antonio de la Florida, sucede en este retrato que el pintor, por vía de su introversión y pesadumbre, antecede al romanticismo en un trabajo de factura rápida y empastada —que se hizo en una sola sesión de posado— en que un hombre de 39 años se expone en un soberbio claroscuro, con un giro de tres cuartos sobre un fondo sombrío. En ese retrato Moratín mira a quien lo mire, y se enseña como es: reservado, atrevido, inteligente. Pero Goya lo retrata más adentro, lo desnuda porque lo conoce bien, y lo delata en la mirada: un gesto de secreto y turbación se esconde en las papilas de quien, como Goya sabe bien, vive en el secreto y la doblez. El pintor aprehende esa simulación disfrazada y la explica en silencio, en una mirada de su retratado que ni él mismo percibe en todo su alcance. Goya ya había pasado esa frontera que hace creer a los más jóvenes que las cosas son buenas o malas, solamente, y que no pueden ser las dos a la vez. El ya sabía —bien lo sufría por Cayetana— que el dolor puede ser placer, y que el amor, a veces, se alimenta del olvido. Ya no odiaba a Moratín, porque había dejado de quererlo; ya sabía que la mentira ayuda a vivir a quienes la necesitan, y que la virtud es un mérito tan caro que muy pocos pueden pagárselo. Por todo eso había retratado a Moratín y, por eso mismo, lo había vuelto a meter en su vida, a la vez que había sacado tantas otras personas que alguna vez había creído imprescindibles.
A poco de terminar el retrato de Moratín, será Godoy quien consiga para Goya una prebenda que le asegure su situación al hacer que lo nombren primer pintor de cámara, con un sueldo anual de 50.000 reales, más 500 ducados para coche. Él mismo le encargará que retrate a su mujer, María Teresa, que para esos días estaba embarazada y usaba ya el título de condesa de Chinchón.
No contento con eso, Godoy procuró otro trabajo para su amigo, un trabajo que será definitivo en la vida de Goya: la representación de la real familia al completo; el «retrato de todos juntos», como le decía el pintor. Una de sus mejores obras, la cumbre del realismo en Goya, pero que le supondría, después, un notable y casi definitivo alejamiento de Carlos IV y de su esposa, por el enfado de María Luisa cuando se vio retratada como realmente ella se conocía, pero de una forma que no le gustaba que los demás viesen. Ese cuadro era la apoteosis de la confesión de Goya al respecto de lo que pensaba que era esa familia, dislocada por la incapacidad, la ambición y la molicie. El pintor trazó el cuadro en Aranjuez, durante el verano de 1800, y utilizó diez retratos previos que le sirvieron para encajar las figuras.
Todo el proceso de composición tuvo un fuerte contenido simbólico y Goya jugó con el número como parte del mensaje icónico; de tal manera, organizó la obra en tres partes, numero básico de la simbología masónica, y cada parte recogía cuatro personajes —dos hombres y dos mujeres en cada caso—, de forma que el cuadro se construyese sobre el doble del dos y el triple del cuatro, en un clarísima alusión al principio de dualidad (dos más dos) y al análisis de la progresión numérica (uno y una, dos, tres, cuatro y doce) que recoge todas las equivalencias simbólicas de la iconografía esotérica característica de la masonería especulativa, a la que Goya ya se había acostumbrado y que utilizaba con frecuencia en sus cuadros.
En ese soberbio tríptico simbólico, quiso que la real pareja ocupara la parte central, aunque de modo muy singular, y es allí donde Goya comienza a codificar crípticamente parte de su mensaje. Si bien es cierto que María Luisa de Parma está colocada conforme al protocolo —un par de pasos detrás de su marido—, sucede que ella es verdaderamente el centro del cuadro y ello por dos motivos: porque su figura está en el centro y, sobre todo, porque sobre ella recae la luz que se reparte a los demás personajes, mientras que al rey se reserva un ropaje oscuro y una posición al borde de la parte central del cuadro. No acababa ahí la clarísima alusión de Goya respecto a quien llevaba los pantalones en ese matrimonio y respecto a la verdadera condición moral de los esposos, que bien clara retrata la abulia en el rostro del rey y la fealdad despierta y nerviosa en el rostro de ella, sino que da un paso más en sus alusiones. No es casual quiénes acompañan a los reyes, ni cómo lo hacen. Con los reyes están sus hijos la infanta María Isabel y el infante Francisco de Paula, los dos hijos que Godoy tuvo con María Luisa, y si no quedara bastante claro al verlos —que ninguno tiene el característico mentón de los Borbones, y en el niño el parecido con Godoy es escandaloso— sucede que con la infanta la clave es más malévola aún. La infanta María Isabel aparece abrazada por su madre, como si fuera la hija más querida, y vestida como su madre, como si de ella misma se tratara; pero no sólo en eso Goya dice a las claras lo que no quiere decir a voces, sino que abunda en una señal más: el adorno en la cabeza de las dos mujeres. La madre lleva en el pelo una flecha de oro y diamantes que le regaló Godoy cuando nació la infanta, y Goya pone también en la cabeza de la niña la misma pieza, que curiosamente había fabricado Moratín dada su habilidad como joyero, en una clarísima y muy atrevida alusión a la paternidad secreta del valido, pues flechas no hubo nunca más que una.
A la derecha de los reyes, y a la izquierda del cuadro —que Goya siempre preserva la importancia de la prelación simbólica en el orden narrativo de su composición—, aparece el mismo pintor, desdibujado y al fondo, como un espectador silencioso y privilegiado de los secretos de esa familia desquiciada. Goya se reserva el papel del cronista que todo lo sabe y se pinta a sí mismo, como Velázquez hizo también al incluirse en el retrato de Las Meninas. Pero lo curioso está en ver quiénes forman el segundo cuarteto dual: el infante don Carlos María Isidro; el príncipe de Asturias, futuro Fernando VII; la infanta doña María Josefa, hermana soltera del rey, y una joven no identificada. El centro lo ocupa, con desplante, el heredero, pero no resulta casual que su figura vaya calcada, detrás, por la de su hermano, que pareciera salir doblada de la del príncipe de Asturias. Hay algo de premonición en esa interpretación de Goya, que pone a los hermanos en el mismo sitio, en un clarividente presagio de lo que luego será motivo de guerra civil en España. Esa visión «casual» de dos personas que ocupan el mismo lugar geométrico alumbra los enfrentamientos que se suscitarían entre los partidarios del infante don Carlos y los de la hija de Fernando VII cuando ésta, la que sería después Isabel II, ocupe el lugar que le habría correspondido en derecho sucesorio al hermano menor de su padre, al derogar Fernando VII —a favor de su hija— la Pragmática Sanción dictada por su abuelo Carlos III. No resulta tampoco «casual» que un personaje de ese cuarteto no tenga rostro. Goya volvió a poner el dedo en la llaga en ese detalle que, por otra parte, no pasó desapercibido a nadie. ¿Quién era esa mujer sin rostro? Cualquier infanta que no estuviera presente en el momento del retrato podía ser una respuesta, porque candidatas así había varias, pero no era ésa la clave de la equivalencia. Esa figura sin rostro se reservaba, y eso pretendía el pintor, para identificar a quien fuera, más adelante, la esposa del heredero. Con esa cara vuelta hacia atrás Goya volvía a decir algo: su desconfianza en que el heredero alcanzara matrimonio. Era sabida en la corte la bisoñez carnal del candidato a la corona y su poca habilidad para las cosas de hombres y mujeres; la educación del canónigo Escoiquiz lo había convertido —se decía en palacio— en un ser acomplejado, desconfiado, que odiaba a su madre y, por ende, a las mujeres y que iba de rezo en rezo y de maledicencia en cotilleo. Que el heredero de la corona de España sólo se tratara con curas y con criados, y que sus amigos fueran sus camareros y los mozos de cuadra, era todo un detalle de lo que podía pasar cuando la corona estuviera en su frente. En esa cara inexistente Goya avisaba que las mujeres eran un problema pendiente para el príncipe de Asturias.
En la tercera parte del curioso tríptico aparecen, desdibujados y con menos luz, el infante don Antonio Pascual, el hermano del rey; a su lado asoma la cabeza de Carlota Joaquina, la hija mayor de Carlos IV y tan ambiciosa y fea como su madre; don Luis, el príncipe de Parma, y su mujer la infanta doña María Luisa con su hijo, Carlos Luis, en brazos. Son sólo las circunstancias, personajes secundarios que usa Goya para rellenar la composición sin darles más importancia. Aparecen como seres vacíos, sin sustancia, producto inevitable de esa dislocada familia de degenerados.
En ese cuadro ha vomitado Goya todo lo que lleva dentro y nunca ha dicho sobre esa familia real que él, republicano convencido, hubiera decapitado si las cosas se hubieran trenzado como en Francia en 1789Goya, harto ya de simular, cansado de amores, enfermo del cuerpo y agostado de amigos, sólo es feliz en su obra doméstica, sus Caprichos. Y, sabiendo que todo depende del hilo que lo une con Godoy, decide trazar ese gran exabrupto que es el cuadro coral «de todos juntos», donde la avaricia, la vagancia, la estupidez, el orgullo y la miseria moral encuentran en las caras de los protagonistas un modo de llegar al espectador.
Godoy, que es también de la familia, pues no en vano es el tercero de la trinidad gobernante, no sale en el cuadro, escapa a la crítica del pintor. Pese a todo, y no es poco el distanciamiento político entre el resucitado valido y los amigos de Goya, el pintor lo respetaba, y mucho, y no sólo eso sino que también le debía agradecimiento, tanto que incluso hacía negocios con él en esa temporada.
Godoy decidió sacar de su casa a la Tudó, para no levantar más chismes, y le entregó 500.000 francos para que comprara tierras en Málaga, porque quería acabar con sus relaciones, decía. Pero la realidad era otra: la condesa de Chinchón esperaba un hijo para el mes de octubre, y Godoy estaba recuperando su poder y no quería que esta circunstancia comprometiera sus posibilidades de éxito indisponiendo a la reina. No contento con esa donación, el 2 de junio de 1800 Godoy compró a Goya la casa en que vivía el pintor en la calle Desengaño, y se la regaló a Pepita Tudó el día que la muchacha cumplió veintiún años. Días después, el veintitrés del mismo mes, Goya se beneficiaría de la desamortización que decretó Urquijo antes de su caída, gracias a la cual era permitida la venta judicial de bienes eclesiásticos en beneficio de la Caja Real de Amortización, comprando por 234.260 reales un inmueble sito en la calle Valverde, 15, en la esquina con Desengaño. La casa, orientada al suroeste, tenía cuatro pisos: la planta baja, alquilada a un perfumista y a un zapatero, un piso principal, el segundo, donde se instaló Goya, y un tercero dividido en tres viviendas. Goya había hecho un buen negocio.
En esas circunstancias de proximidad con Goya fue Godoy quien le recordó al pintor una obligación que tenía pendiente: «Me debes un cuadro, Francisco», le dijo cuando hicieron la escritura de la casa del pintor. A Godoy no se le había olvidado el retrato desnudo de Cayetana que le había pedido para su despacho, y Goya prometió entregárselo antes de que terminara el verano, «cuando termine de pintar a tu jefa y a su marido con toda la prole», aclaró el aragonés.
Godoy estaba entonces en su mejor momento, incluso en su relación recompuesta con María Luisa —que incluía la común animadversión respecto a la duquesa de Alba— y su completo control de la política española a través de su testaferro Cevallos. De la cordialísima relación recompuesta da fe una carta que María Luisa le enviaba a Godoy a poco de salir el valido hacia Portugal, en términos tan ansiosos como reclamar así al ausente: «¡Ay, Manuel! ¿Qué será? ¿Nos veremos? Lo deseamos mucho el rey y yo, pero por mi parte no sé cómo estoy; sólo sé que estoy resfriada y la garganta no buena, pero de todo me curaré con ir allá y tener el gusto de que nos veamos...». Godoy, sabiéndose fuerte, dio el paso definitivo para volver al primer plano de la política española cuando encabezó las tropas españolas que ocuparon Portugal en la ridícula «guerra de las naranjas».
Contento con ello, quería también obrar como mecenas de las artes y de la industria, muy a la manera francesa del Consulado napoleónico, y, cómo no, llamó otra vez a Goya para que pintara en su despacho unas alegorías del Comercio, la Industria, la Agricultura y la Ciencia, y a eso se dirigía Goya, a rematar la ultima pendiente —precisamente la Ciencia—, aquella mañana de junio de 1802.
Goya no quería llegar tarde y apretó el paso. No le gustaba incumplir con Godoy, por entonces su principal cliente, y le había prometido terminar el fresco esa misma tarde. La vista del convento de los Basilios, junto a su casa de Valverde, esquina con Desengaño, le traía al recuerdo la figura del marqués de Santa Cruz, que había muerto en marzo de ese año. Allí se había celebrado el funeral por quien había sido un gran protector del pintor.
Con la muerte del marqués, Goya no sólo había perdido un mecenas sino también un amigo, y esa ausencia esperada acrecentó más el mutismo que había prendido en su alma desde la caída de Jovellanos y el enfriamiento de sus relaciones con Cayetana de Alba.
El marqués había muerto de pena en su palacio, y el pintor lo acompañó en ese tránsito. Lo que había postrado al marqués era que su mujer, Mariana Waldstein, se había enamorado del hermano de Napoleón, Luciano, y vivía su pasión en París después de abandonar a su marido en el caserón familiar de la calle de las Rejas. «¡Pobre marqués!», se dijo Goya cuando supo del desaire. El pintor no comprendía que Mariana hubiera abandonado a su marido después de tantos años de atenciones y caprichos satisfechos, pero el marqués tampoco se había dado cuenta de que Mariana, que era su segunda mujer y apenas una niña, se le escaparía pronto, a nada que la joven quisiera dejar de ser un juguete en manos de un hombre que habría podido ser su padre. No comprendía Mariana —le decía Goya al marqués alguna de las tardes que lo había visitado al final de su postración— que su pasión por el francés duraría lo que quisiera Luciano, un hombre voluble y de intereses difusos, por mucho que se empeñara Godoy en admitir este matrimonio, que le venía muy bien a sus intereses cerca del Consulado.
Cuando Goya, que iba en esos recuerdos, se aprestó a cruzar la calle, un coche que no había visto se detuvo bruscamente con un estridente ruido de frenos, que no oyó. El pintor casi cae al suelo cuando los caballos quedaron a menos de tres palmos de su cara. Goya, desconcertado, se quedó mirando al coche. Su cara cambió de expresión, y se le iba a salir el genio cuando vio que se abría la portezuela del coche y descendía de él una figura que le era familiar, pero que no apreciaba en su detalle por el contraluz que lo cegaba.
—¡Francisco! ¡Qué alegría verte! —Y la figura se acercó corriendo a abrazarlo.
—¡Qué sorpresa! —dijo Goya, emocionado, en cuanto reconoció a Juan Meléndez Valdés Romero y Campañón, uno de sus mejores amigos, del clan de sus hermanos de logia e ideas, al que no veía hacia tiempo. Lo tenía por extrañado en Zamora.
—Cuéntame, Juan. —Y el pintor no lo soltaba del abrazo—. ¿No estabas desterrado? ¿Qué haces aquí?
—Me han rehabilitado en mi cargo de fiscal de la Sala de Alcaldes de la Casa y Corte. Después de todos estos años, un jurado me ha absuelto de las acusaciones de traición. He demostrado mi inocencia, por fin.
Juan Meléndez Valdés era un hombre muy singular, un poeta con pasión por la política reformadora, que había seguido ciegamente a Jovellanos en las inquietudes de una minoría que buscó ocupar el poder político en la España borbónica con el claro propósito de modernizar el país. Y si en la política su carrera no fue demasiado brillante, como poeta consiguió acabar con los principios estéticos de un barroco agonizante.
Goya había conocido a Meléndez Valdés a través de Moratín, que lo frecuentaba desde que Juan Meléndez había ganado su cátedra de humanidades. Lo poco que sabía el pintor de literatura lo había aprendido escuchando a sus amigos en las tertulias que oficiaban con otros escritores en la Fontana de Oro. Cuando Meléndez dio el paso a la política fue cuando tomó posesión de su plaza de alcalde del crimen en la Real Audiencia de Zaragoza en septiembre de 1789, seis años después de haber entrado en la Sociedad Económica Vascongada y en la Orden masónica. Su siguiente destino fue en Valladolid, cuando conoció a Jovellanos y lo nombraron oidor de la cancillería, hasta que en 1797, cuando Jovellanos era ministro de Gracia y Justicia, se lo trasladó a Madrid como fiscal de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte después de que, por fin, publicó sus tres tomos de poesía. Todo fue bien para Meléndez Valdés hasta que el 27 de agosto cayó en desgracia Jovellanos, por su enemistad con Godoy, y Meléndez fue trasladado en comisión de servicio a Medina del Campo. Un mes antes de la destitución de Jovellanos lo habían nombrado académico honorario de la Real Academia Española. Pero en diciembre de 1800 las cosas se complicaron para el poeta: se lo jubiló de oficio, con lo que su sueldo se redujo a la mitad, y el mes de marzo se lo confinó en Zamora. El clima zamorano perjudicó la salud del poeta y, para más desgracia, se le instruyó un proceso secreto en el que se complicaba a más de cien ilustrados como él.
Había vuelto a Madrid porque acababa de sobreseerse el proceso y había de documentar en la corte los papeles necesarios para que se le devolviera su sueldo de fiscal.
—No podía ser de otra manera, Juan —le dijo Goya muy contento, por verlo y por la noticia de su libertad—. Eres una persona honrada y así tiene que ser. Todos te lo reconocemos.
—No todos, Francisco.
—¿Qué insinúas, Juan?
—Que sigo teniendo enemigos muy poderosos aquí. En Madrid estoy desamparado —«Como yo, si no fuera por Godoy», se dijo Goya en silencio—. Así que quiero volver a Salamanca por mi propia voluntad, esta vez libre de culpas. No puedo soportar esta atmósfera de persecución y falta de libertad que se ha vuelto a instalar en la corte.
—Claro, desde que calló Jovellanos... —Y Goya se quedó pensativo.
—¿Y tú? ¿Qué haces ahora?
—Espera, Juan. —Goya se quedó mirando la calesa donde iba Meléndez Valdés y después consultó su reloj—. ¿Vas solo?
—Sí, claro. ¿Por qué lo preguntas?
—¿Me llevas? Tengo que ir deprisa al despacho de Godoy. Así hablamos en el coche.
—Claro, Francisco. Tú dirás...
Goya le comunicó al cochero el destino, y los dos amigos se subieron a la calesa. Como el pintor notara la cara de sorpresa del poeta cuando le mentó el nombre del valido, se vio en la obligación de manifestarle su situación, aunque silenció pudorosamente su relación con Cayetana. Goya lo puso al corriente de cómo le iban las cosas y de que gracias a Godoy no se lo había llevado por delante la marea antiliberal. También le habló del marqués de Santa Cruz y de lo mucho que había sentido su muerte.
—¿Y Leandro? —Valdés había tenido una relación muy intima con Moratín y los dos compartían muchas comunes posiciones literarias, aunque todos reconocían una maestría en Valdés que Moratín, pese a su fama, estaba muy lejos de alcanzar—. Hace semanas que no recibo en Zamora carta suya.
—Le van bien las cosas —dijo Goya indiferente—. Hocicamos en el mismo pesebre.
Y tanto que era así. Lo que el pintor no sabía es que Moratín estaba en todas las salsas. Sucedía que Godoy, fortalecido en su liaison con la reina, no se fiaba de Escoiquiz, cada vez más descarado en su posición a favor del partido del heredero, y a su vez temía que los liberales pudieran recomponer sus fuerzas, si contaban con Napoleón. Para controlar en lo posible esos círculos, el valido necesitaba un espía junto al canónigo y una buena oreja cerca de los cenáculos liberales. Y Moratín le venía al pelo; sólo era cuestión de dinero. El dramaturgo tenía informado a Godoy de lo que se cocía en casa de Escoiquiz y, de paso, lo tenía al corriente de las deslavazadas andanzas de sus amigos de logia. Sólo un tipo como Moratín, un maestro del engaño, era capaz de jugar a tantos palos y no embrollarse en el lío.
—No me había dicho eso, pero me alegro por él —dijo Juan, sinceramente, antes de que un golpe de tos lo obligara a esconder la boca en un pañuelo que poco después retiraba ensangrentado.
Goya comprendió que la tisis había mordido el pecho de su amigo, y calló, esperando que éste recuperara el resuello. Cuando lo notó más aliviado, fue su turno de interesarse por las cosas del poeta.
—Juan —le dijo apoyando una mano en el antebrazo de su amigo—, me imagino que tienes poderosas razones para irte de Madrid y no me toca a mí meterme en esa decisión, pero dime, como hermano: ¿te amenaza algún antiguo amigo, temes de alguien?
—¿Qué amigos, Francisco? —El desencanto le salía a borbotones por la garganta, como la vida se le iba en los esputos—. No hace dos años que todavía nos ufanábamos de ser muchos y unidos como una piña; íbamos a conducir a España por los nuevos rumbos de la razón y la libertad. ¿Quién queda hoy de todo eso? ¿Dónde están ahora esos amigos?
—La verdad es que han desaparecido todos —reconoció con pena el pintor, y recordó a Cabarrús, destituido como embajador en París; a Ceán, recluido en Sevilla en el Archivo de Indias; a Jovellanos y a tantos otros que habían fracasado en su proyecto de modernizar España y hacerla más justa.
Y con ellos se habían desvanecido las esperanzas de tantos otros que, en provincias, habían visto descabezar el incipiente liberalismo español.
—Si no fuera por tu relación con Godoy estarías acabado, Francisco. La muerte del marqués de Santa Cruz te ha dejado sin tu mejor protector y la marcha de Jovellanos, que está el pobre preso en Mallorca, nos ha dejado a muchos desnudos de toda ayuda.
—Eso es verdad —asintió Goya, contrito—. Aunque me pese reconocerlo, cuando Godoy le regaló a la reina en Elvás, hace un año, un ramo de naranjas, cambió nuestra historia. Hoy el todopoderoso Manuel de Godoy ha vuelto por sus fueros y no hay nadie que se atreva a hacerle sombra. Además, y no se te olvide, Manuel vuelve a la política y quiere vengarse.
La verdad es que Godoy había preparado su jugada perfectamente. Cuando mandó que Cevallos firmara el segundo tratado de San Ildefonso, Francia obtenía la Louisiana a cambio de engrandecer Parma, y España prometía separar a Portugal de Inglaterra, incluso por la fuerza, con lo que la suerte de los portugueses estaba cantada: antes o después, España acabaría entrando en guerra con Portugal. Y eso fue lo que pasó y lo que le sirvió a Godoy como excusa para volver al primer plano de la política cortesana.
Los antecedentes de la «guerra de las naranjas», que es como se llamó ese episodio tan chusco de la política exterior española, había que buscarlos en la política exterior francesa, enfrentada de siempre con Inglaterra. Los británicos, cuya superioridad naval respecto a Francia y España era evidente, disfrutaban de una posición envidiable en la Península Ibérica, al dominar Gibraltar y tener como aliada a Portugal, que le cedía el uso de sus puertos, y eso era algo a lo que Napoleón quería poner fin cuanto antes.
Para ello, Napoleón acudió a lo suscrito con los españoles en el tratado de San Ildefonso, que establecía el compromiso de ayuda mutua entre Francia y España, esgrimiendo el peligro que para Francia suponía la presencia británica en Portugal. Carlos IV trató de solucionar pacíficamente el problema, procurando una negociación con su yerno Juan, regente de Portugal, casado con su hija Carlota Joaquina. Pero, como no consiguiera por las buenas lo que los franceses estaban dispuestos a lograr por las malas, declaró la guerra a Portugal el 28 de febrero de 1801.
A partir de ese momento y hasta la invasión del país vecino en el mes de mayo, Godoy trató de orillar a los franceses, ya que Napoleón presionaba para que fuera el general Saint-Cyr quien mandara las tropas hispanofrancesas. Cuando, el 26 de abril, el príncipe regente de Portugal lanzó su manifiesto contra España y Francia, las tropas españolas ya entraban en sus tierras por el Miño, con 20.000 hombres, por el Algarve con 10.000 y por Extremadura, donde Godoy mismo se puso al frente del ejercito borbónico en la condición de capitán general. Portugal no esperaba esa agresión ni estaba en condiciones de reprimirla, pues apenas contaba con 20.000 hombres en armas, y los ingleses no movilizaron tropas en su apoyo.
De esta guerra tan rápida España sacaría en claro la ocupación de Olivenza, y Francia se quedaría con la mitad del territorio de la Guayana. Al enterarse del acuerdo, Napoleón intentó evitarlo como fuera, ya que quería la ocupación total de Portugal, y por eso mandó un correo con sus instrucciones que llegó a Badajoz el día 7 de junio. Aunque el tratado hispano-portugués se firmó el día 8, Godoy hizo poner en él la fecha del día 6, para que pareciera que las órdenes del emperador habían llegado tarde.
Desde entonces Godoy había vuelto a ser el hombre más poderoso de España y las cosas, al menos para él, eran como antes.
—Otros no han corrido la misma suerte, querido amigo —le dijo Goya—. Mira cómo Leandro ha sabido permanecer en el poder.
—¡Y de qué manera, Francisco!
—¿A qué se dedica? —preguntó Goya, intrigado por lo que hubiera sido de su antiguo amigo—. ¿Sabes algo de él? Yo no lo veo hace semanas —aclaró.
—No me extraña. Tengo noticias de qué está muy atareado construyendo un ingenio de esos que él hace desde cuando era joyero. Ceán me dijo en su última carta que Leandro estaba recluido en Aranjuez y que no tenía tratos con nadie.
—Algo estará tramando, Juan. Leandro no es una persona que tenga la mente en paz. Pese a que he recompuesto mi relación con él, cada día me irrita más su amistad con Escoiquiz y su cercanía a la reina. No puedo evitarlo. —Y Goya puso a Meléndez Valdés al corriente de su antiguo episodio con Escoiquiz y la desconfianza subsiguiente respecto a Moratín.
—Tengo que advertirte a su favor que, en la última carta que me envió a Zamora, Leandro se mostraba sinceramente alarmado por tu estado de salud y por las desgracias que podían ocurrirte. Creo que te tiene aprecio de verdad.
—Pues ya me ves que me encuentro perfectamente —le contestó, molesto.
—No era exactamente por ti por el que se inquietaba —aclaró Meléndez Valdés, después de limpiarse la boca otra vez; un nuevo ataque de tos le había sacudido el pecho— sino por las amistades que frecuentas y sobre todo por tu proximidad a la duquesa de Alba.
—¡Ay, Dios! —Pese a su aparente cordialidad con Moratín, a Goya no le gustaba tenerlo presente, y menos en algo tan íntimo—. ¿Y a él qué coño le importa? Se vuelve a equivocar. La duquesa ha encontrado otros hombres que la consuelen, más jóvenes que yo. ¿Por qué crees que el guapo capitán Cornel es secretario de Marina en el gabinete?
—¡No me dirás que es el nuevo amante de la duquesa!
—Lo es, Juan —reconoció Goya, avergonzado—. Que estés tan lejos te ha hecho olvidar las maquinaciones de la corte y que aquí todo pasa por la cama de la reina.
Sujetándolo por el brazo, Juan Meléndez Valdés miró fijamente a los ojos de su amigo el pintor.
—Precisamente por esas maquinaciones que citas, querido Francisco —le dijo confidencialmente, bajando la voz, como para que no lo oyera nadie, como si el cochero estuviera al tanto de su conversación—, me insistía Leandro varias veces en sus misivas respecto a su preocupación por ti. Creo que quería sonsacarme algo al respecto del paradero de unas cartas que, según él, tú tienes en tu poder.
—¿A qué cartas te refieres, Juan? —preguntó Goya desabrido. La referencia a las cartas le había molestado.
—A unas que la duquesa de Alba hizo desaparecer de palacio, al decir de Leandro —explicó Meléndez Valdés— y que la reina quiere recuperar con toda urgencia antes de la boda de su hijo, el príncipe Fernando.
—Esa historia la he escuchado varias veces en estos años, y no tengo una idea cabal de lo que hay detrás, pero no es la primera vez que se me mezcla en este asunto. —Goya no quería mentirle, pero tampoco podía decirle toda la verdad: que él sabía quién tenía esas cartas—. De las dichosas cartas, te lo juro, no sé nada. Aunque, mediando Leandro, el asunto tiene que ser delicado para alguien. Piensa que Moratín —le advirtió a su amigo— no es una persona que avise en vano. Sus relaciones con Escoiquiz están detrás de esas advertencias, Juan. Y el canónigo, no se te olvide, es el personaje más siniestro de los que se despachan por aquí.
—No te equivoques, Francisco. Los más peligrosos son la reina y tu amigo Godoy. Escoiquiz y Leandro, como tantos otros, no son más que unos mandados, unos peones del gran juego.
—Tienes algo de razón, Juan —concedió el pintor, aun cuando no quisiera meter a Godoy en el mismo saco—. Pero esos peones pueden dar jaque al rey un día. ¿No lo crees? Por lo que se me alcanza, las cosas ahora no son tan simples. Escoiquiz, al frente de los que se llaman a sí mismos partidarios del príncipe don Fernando, están intrigando todo lo que pueden para llevarse a Godoy por delante y Godoy, que lo sepas, es el más capaz de todos ellos. En el fondo no se fían de él y el heredero lo odia, no se te olvide eso.
—¿A qué te refieres?
—A la boda del príncipe Fernando con María Antonia, la hija de los reyes de Nápoles. Ese matrimonio no le conviene a Godoy, que, ciertamente, preferiría un heredero soltero y débil que le permitiera resolver la situación «a la francesa». Piensa que Godoy se ve cada vez más cerca de ser el Napoleón español, aunque eso lo obligue a ser republicano, que le da igual. Casar al príncipe no le interesa al valido, y el partido fernandino, donde Escoiquiz campea a sus anchas, le va a amargar la vida a Godoy a poco que la situación se lo permita. La debilidad de Godoy es que está demasiado seguro de sí mismo, no ha aprendido de la otra vez, mientras que Escoiquiz y los suyos, el del Infantado, Cayetana y tantos otros «de siempre» —y recalcó esas palabras— hacen menos ruido. En ello tienen la fuerza.
—No vas descaminado, Francisco. Una monarquía sin bodas no es nada. —Meléndez Valdés no era propiamente un revolucionario, pero sí veía la república con buenos ojos—. Los hijos de reyes quieren ser reyes y María Luisa, para no ser menos, está empeñada en que toda su prole tenga corona, pero no le sale la jugada.
—¿Por...? —Goya estaba poco enterado de las cosas de la corte, que cada vez le interesaban menos.
—La reina se ha empañado en casar a su hija María Isabel con Napoleón y le ha encargado a Godoy que haga de casamentero.
—No sabía nada...
—No me extraña. Godoy se lo calla y yo lo he sabido por Leandro. Parece que tu amigo ha mandado a París a un tal Nicolás de Azara y el asunto no les ha salido bien. Pero tampoco va por buen camino el matrimonio del heredero.
—¿Y eso...?
—A Escoiquiz tampoco le interesaba el proyectado matrimonio de don Fernando, aunque por razones distintas de las de Godoy. La oposición de Escoiquiz se basa en el carácter de María Antonia, la candidata, que es una mujer caprichosa que sólo tiene oídos para obedecer a su madre, la reina María Carolina de Nápoles. Escoiquiz quiere que en el entorno del príncipe todos sean personas afines a su causa, y que le reconozcan la influencia, y el perfil de la futura suegra de su pupilo no cuadra con esa obediencia. Él quiere seguir gobernando la voluntad del príncipe y no quiere cerca otras influencias.
De repente Goya rompió a reír sin disimulo.
—¿Te imaginas, Juan —le dijo a Meléndez palmeándole el brazo—, cómo va a desempeñar su papel de esposo el príncipe Fernando? No sabe hacer otra cosa que estar en su habitación, temblando por tener que cumplir como un hombre lo que nadie le ha enseñado. ¿Sabrá lo que tiene que hacer cuando la princesa se quite las enaguas? ¿Se pondrá a rezar el rosario o llamará a Escoiquiz para que le explique sus obligaciones de marido?
Los dos amigos se rieron con ganas.
—¿Por ahí van los tiros? Pero les pueden salir por la culata... —Y Meléndez Valdés volvió a su seriedad habitual—. Si por un casual los príncipes obraran como marido mujer y se cogieran gusto, las cosas se podrían complicar para todos los mentores de la feliz pareja, Francisco. María Luisa y Godoy pueden salir escaldados de ese matrimonio.
—Explícame eso, Juan. Me interesa.
—Mira, Francisco. Don Fernando odia a su madre, porque la reina se refocila sin pudor con el Príncipe de la Paz; sólo oír el nombre de Godoy, y don Fernando pierde los papeles. Pero por parte de la novia las cosas pueden ser peores; María Antonia de Nápoles odia a Napoleón, que eso le viene de familia. Y fíjate, que tú lo sabes bien, tu amigo Godoy y la reina sorben los vientos por Napoleón, gusto al que se apunta el rey. Si se cerrara el matrimonio y los príncipes de Asturias se ajustaran a su papel podría suceder que lo que uniera a esa pareja fuera el odio, más que la cama. Los príncipes contra Napoleón y Godoy, y el heredero odiando a su madre y despreciando a su padre, ¿Explosivo, verdad? Si encima hubiera una camarilla con ellos...
—Ya la tienen, Juan —dijo Goya sombrío—. El duque de San Carlos y el del Infantado, junto con el marqués de Ayerbe, ya hacen planes para eliminar los obstáculos que se interponen en el camino del príncipe Fernando para acceder al poder. Se dice que hasta piensan en destronar al padre.
Los golpes del cochero anunciaron la llegada al despacho de Godoy. Los dos amigos se quedaron mirando en silencio y Goya hizo gesto de bajarse del carricoche. Antes de que lo hiciera, Meléndez Valdés lo tomó de la mano.
—¿Comprendes, amigo —le dijo Juan Meléndez Valdés mirándolo a los ojos—, por qué me alejo de la corte?
—Sí, Juan. Yo también lo he pensado a veces...
—No, Francisco. Tú te debes a esto. —Y señaló el caserón donde estaban las oficinas de Godoy—. Perteneces a la corte, eres su retratista. Algún día, tu testimonio como pintor hará justicia a nuestra causa, pero yo no pinto nada aquí. Me retiro a escribir, que es lo que sé hacer... y para eso no quiero ni verlos. ¿Lo comprendes?
—Sí, Juan. Lo comprendo —dijo Goya con pena.
El coche terminó por pararse y el cochero abrió la portezuela. Sin querer despedirse todavía, los amigos se citaron para verse esa noche en la Fontana de Oro. Les quedaban muchas cosas por decirse.
De lo que no podrían hablar era de lo que hacía Moratín en esos momentos. El dramaturgo, que conservaba su habilidad juvenil como joyero y ducho en mecanismos, llevaba días encerrado en una sala del palacio de Aranjuez dedicado a una tarea que le había encomendado Escoiquiz. Se ocupaba en reparar un reloj de sonería que estaba en palacio desde tiempos de Carlos III, y que el príncipe de Asturias quería para su despacho. El reloj había sido fabricado por un artesano francés, un tal Antoine Foulet, que lo había construido para el rey de Francia. Las figuras de bronce que lo adornaban, al estilo que puso de moda Luis XV, las había fundido Heban, y, cuando Leandro Moratín había recibido el encargo de su jefe, había encargado a un viejo compañero de su padre, un tal Giuseppe, una caja de palisandro y plata para guardarlo y moverlo. En teoría el cometido de Moratín era sólo ajustar y limpiar la maquinaria y, de paso, bruñir las piezas, deterioradas por una mala conservación, y así se lo contó a Godoy, que Moratín tenía al valido al corriente de todo lo que hacía.
Godoy quiso saber del súbito interés del canónigo por la relojería, pero Moratín pudo decirle poca cosa: que el príncipe de Asturias quería un reloj, ignoraba para qué, y que Escoiquiz le había encargado rehabilitarlo. El dramaturgo no sabía más.