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La postración

Madrid

(diciembre de 1822)

Aquellos que cederían la libertad esencial para adquirir una pequeña seguridad temporal, no merecen ni libertad ni seguridad.

BENJAMÍN FRANKLIN

Tan pronto como el mariscal de campo Rafael de Riego adquirió el rango de Gran Maestre del Oriente de España, a mediados del año 1821, crecieron las presiones de los liberales sobre Fernando VII, que cada día ofrecía un aspecto más deplorable: abotargado por la inmovilidad a que lo forzaban los dolores de la gota, ebrio de humillación y acerbamente criticado por sus propios partidarios, los absolutistas apostólicos, que lo llamaban pelele y empezaban a volver la mirada hacia su hermano, Carlos María Isidro. Una buena parte del pueblo llano también manifestaba un creciente desprecio por «el Deseado», al que acusaban de debilidad y cobardía, de manera que, cada vez que el gobierno liberal aprobaba algún nuevo decreto de signo antiabsolutista, la gente salía a las calles cantando el expresivo estribillo del «¡Trágala, perro!».

Las pocas salidas de palacio que hacía el monarca eran casi a hurtadillas, embozado hasta las cejas para no ser reconocido o valiéndose de estratagemas como la de llegar al teatro o a la ópera cuando ya estuviera comenzado el espectáculo, de tal modo que la penumbra lo protegiera de las nobles miradas. Para colmo, y de acuerdo con lo que las doncellas y damas de la corte divulgaban por las cuatro esquinas, el matrimonio con su tercera esposa, María Josefa Amalia de Sajonia, estaba resultando un fiasco por cuanto no llegaba nunca a consumar con ella sus muchos y desordenados apetitos.

La de Sajonia, prima hermana y sobrina segunda suya, había salido del claustro de un convento a los quince años de edad, en agosto de 1919, para casarse con Fernando. La novicia no había conocido varón, y se contaba que la noche nupcial, cuando el rey llegó a su alcoba con ánimo de consumar el sacramento, ella fue presa de un ataque de nervios y, lejos de excitarse cuando el otro forzaba su himen, el horror que le produjo la ruda embestida regia hizo que se le soltara la vejiga, con lo que el rey tuvo que escapar de allí en paños menores, blasfemando y empapado de orines. Después de aquel episodio, María Josefa no consintió que su marido volviera a entrar en su alcoba, firme en que las apetencias de Fernando VII constituían un flagrante pecado contra su virtud. Como no había forma de que los capellanes y obispos de la corte pudieran convencerla de otra cosa, fue preciso apelar a Roma para imponer la autoridad del Papa, quien a través de dos de sus cardenales persuadió a la joven de que los deseos del rey eran legítimos y naturales, pues toda dinastía requería de descendencia y todo hombre precisaba de alivios genitales, si bien para mejor preservar su integridad moral recomendaba el Vaticano que, antes de consumar el acto, su esposo rezara uno o más rosarios.

Entregado a la faena de procurarse descendencia, Fernando VII vivía prácticamente ajeno a los devaneos políticos del gobierno de Riego y únicamente pendiente del diagnóstico de médicos y boticarios, que achacaban la persistente infertilidad de María Josefa de Sajonia a un mal fisiológico del rey al que denominaban «macrosomía genital», esto es, una desmedida longitud del pene. Propusieron los galenos un curioso remedio que consistía en colocarle al monarca una pequeña almohadilla circular con un orificio central del mismo diámetro que el miembro viril, donde, una vez en estado de erección, Fernando VII debería instalarlo para que hiciera de tope a la hora de calzar aquel colosal atributo en las entrañas de la reina.

Mientras tanto, se sucedían los mensajes de Moratín, reclamando los seis millones de reales que Tatischev nunca llegaba a mandarle. El escritor, que se hallaba en Burdeos en casa de Manuel Silvela, a pesar de haber sido nombrado académico de la Lengua por el gobierno de Madrid, hacía llegar sus demandas a través del embajador ruso en París, desde donde viajaban a Madrid con escolta y en valija diplomática. A medida que transcurrían los meses, tales demandas adquirían nuevos aires de amenaza, tales como que las dos cartas restantes relativas al verdadero padre de Fernando VII tenían ya fecha de subasta en los cónclaves de los países miembros de la Santa Alianza. En los avisos enviados por el escritor, que jamás llevaban rúbrica pero iban endosados por el secretario de la Logia Atanor en el exilio bordelés, se hacía constar que el pago de esa millonaria cantidad debía realizarse en la ciudad francesa de Bayona, en el muelle de carga, junto a la lonja del pescado, y que hasta allí debía acudir el propio Tatischev, único emisario del monarca al que la logia reconocía por hombre bueno.

Las dificultades del embajador para recuperar el tesoro de Godoy del sarcófago del panteón real de El Escorial fueron tantas y de tan diversa índole que seguían sin resolverse a mediados de 1822, tras dar cristiana sepultura al bueno de Antonio Ugarte, muerto de morbo gálico. Ni siquiera la presencia del rey en El Escorial logró que los nuevos inquilinos del monasterio, mi centenar de agustinos que habían desplazado discretamente a los jerónimos, permitieran su acceso a los panteones del convento. La solicitud de un nuevo aplazamiento del pago hecha por Tatischev cayó como una burla en Burdeos. Tan pronto como llegó el mensaje del embajador («Las dificultades para disponer en efectivo de tan importante suma me obligan a pediros dos meses más de licencia», escribía textualmente Tatischev), Moratín se sentó frente a su escritorio, tomó una cuartilla en blanco, mojó la pluma en el tintero y con su mano izquierda escribió a Riego participándole la insolencia con que, a su juicio, el rey Fernando estaba vulnerando el pacto. En julio de 1822, no bien hubo leído la misiva de Leandro, el mariscal instó al gobierno del exaltado Evaristo San Miguel a que ordenara la prisión domiciliaria de Fernando VII, quien en efecto quedó cautivo a partir de entonces en palacio.

Urgido Tatischev a poner remedio cuanto antes a semejante humillación, varios de los más leales hombres de Fernando VII, y alguno que otro truhán contratado en los prostíbulos por el embajador, asumieron en agosto de 1822 la misión de saquear la sepultura del monasterio de El Escorial. El plan, trazado al cartabón por el duque de Alagón con ayuda del «tonto de Chamorro», se ejecutó en noviembre de aquel año cuando la cuadrilla entró en el real pudridero. Una gran tormenta de verano encapotó aún más la noche de luna nueva elegida para el macabro rescate. Los conjurados, que estaban escondidos desde la tarde en la iglesia del monasterio, esperaron a que los monjes se retiraran y entonces descendieron a la cripta. Allí identificaron la tumba que Ugarte había indicado a Tatischev dos años antes y, tras abrirla, encontraron las joyas guardadas por Godoy antes de huir de España, o al menos una parte, pues las demás habían sido convertidas por la industria de Moratín en piezas de oro que adornaban el lecho de tan ilustre morada funeraria. Cargaron los profanadores el fruto de su rapiña en sacas de arpillera y, tan en silencio como habían entrado, abandonaron el panteón real. Las sacas con las joyas y el dinero partieron directamente desde El Escorial en carruajes escoltados hasta Fuenterrabía, donde se detuvo la comitiva, encabezada por el propio Tatischev, quien mandó avisar desde allí a Moratín que el dinero estaba listo y que al amanecer del día siguiente, 2 de diciembre de 1822, se procedería en Bayona al intercambio.

El dramaturgo entregó al embajador ruso la segunda misiva del obispo de Ávila tan pronto como hubo comprobado que las sacas que portaba Tatischev contenían aproximadamente los seis millones de reales, una parte en monedas y otra en joyas. Moratín explicó al intermediario de Fernando VII que, como garantía política, la Logia de Burdeos había optado por retener la tercera carta, la firmada por María Luisa de Parma y que aún obraba secretamente en poder de Goya, la cual le sería entregada al rey en cuanto la situación política del país quedara estabilizada y hubiera garantías suficientes de que la puesta en libertad del monarca no acarrearía venganzas contra los liberales ni nuevos episodios de represión sangrienta.

—El rey no será libre en tanto que no posea esa misiva —dijo Tatischev.

—Un rey no es nunca libre —le contestó Moratín—. Decidle, en cualquier caso, que la tercera de las cartas se la entregará Goya en persona a cambio de un pequeño tesoro que él posee.

—No pidáis más, Moratín. El rey está en la ruina.

—No es dinero, Tatischev. Es una joya que yo mismo labré cuando me dedicaba a la orfebrería.

—Vos diréis...

—Se trata de un relicario de plata, una estrella de seis puntas que confeccioné para don Carlos IV y que heredó el rey Fernando cuando aquél huyó al exilio. Es una joya única e inconfundible, pues lleva engastada en el centro la esmeralda con que estuvo adornado el cetro real de Fernando el Católico.

Desde chico, Moratín estuvo obsesionado con aquella piedra que Boabdil había regalado a Gonzalo Fernández de Córdoba cuando la capitulación de Granada y que el militar entregó a su vez a la reina Isabel de Castilla, que fue quien la mandó montar en el cetro real. Cuando trabajaba con su padre tuvo entre sus manos la gema, y el brillo y las transparencias de la piedra verde lo desconcertaban y maravillaban a la vez. Así que ahora tenía la oportunidad única de hacerse con ella y no pensaba desaprovecharla. «Total..., ¿qué mas da, en esta barahúnda, una piedra más que menos?», se dijo el escritor, para quien el verde de la piedra no se le había borrado nunca de los ojos. Ese color, el fulgor de aquella piedra, representaba para Moratín todo cuanto él no tenía: riqueza, fama y, sobre todo, poder. Y, ahora que se veía poderoso, quería cerrar el ciclo alcanzando la posesión de aquello que para él era el todo y cuyo brillo lo perseguía desde la adolescencia.

—Transmitiré vuestro mensaje, Moratín, pero pongámosle un plazo razonable a la entrega de la tercera carta.

—El plazo depende de vos.

—¿Y eso?

—Escuchad —le indicó Moratín, que estaba encantado con la situación—. Goya sigue en Madrid, como sabéis, en la Quinta de El Sordo. Yo mismo le he escrito ya para advertirle que ha de venir a Burdeos a recoger la carta tan pronto como le entreguéis el relicario y la esmeralda —le mintió Moratín.

—Entonces, ¿he de negociar con el pintor?

—No, al menos de momento. —Moratín se mostraba seguro y no pensaba dejar ningún resquicio al ruso—. Sólo habréis de conseguirle un salvoconducto para que viaje a Burdeos con la joya y él mismo será quien diga, a partir de entonces, cuándo y cómo os entregará la epístola. Como secretario de nuestra Hermandad —añadió hipócritamente el escritor—, es la única persona autorizada para realizar el intercambio.

—Así lo diré al rey —asintió Tatischev, porque sabía que no le quedaba más remedio—, pero acordaos de que, antes o después, la historia os hará responsable del cautiverio al que habéis condenado a vuestro país.

—No os preocupéis, embajador, la historia la escribo yo.

* * *

Madrid, 8 de abril de 1823.

En el estudio de Goya parecía haberse detenido el tiempo. En el ambiente de penumbra que reinaba, la luz de los candiles que utilizaba el pintor daba un tono monocorde a la pátina de polvo e inmundicia que se extendía sobre los objetos desordenados que se acumulaban por toda la habitación, entre los que se adivinaban, como fantasmas, los extraños personajes de los frescos que decoraban las paredes. Allí, en aquel mundo irreal y aislado, Francisco de Goya se sentía libre y poderoso como un rey capaz de gobernar y dar vida a los sueños y pesadillas de los hombres.

Dedicado por entero a la pintura, su arte ya no se sentía constreñido por las normas técnicas o estéticas, ni por la necesidad de agradar a cliente alguno, ni siquiera por el vano orgullo del creador en su deseo de abrir nuevos caminos y dejar un legado a la posteridad. Embriagado por su propia genialidad, su arte era una búsqueda febril y desenfrenada de algo que ni él mismo sabía a ciencia cierta. Dejaba volar su imaginación y su paleta para sacar del lienzo, como por arte de magia, la verdad oscura que siempre había perseguido y que sólo él se creía capaz de interpretar. Muchas veces ni él mismo controlaba lo que le salía de las manos.

—Algún día —decía observando la cabeza de perro que estaba retocando sobre la pared, a la izquierda de la puerta— acaso otros hombres más libres y sabios que los de mi tiempo sabrán entender lo que hago, sabrán entender el Arte con mayúsculas, ese Arte que está por encima del tiempo y del artista, y que los hará ser mejores y dichosos.

Debajo de las cerdas de su pincel, la sola cabeza de un perro hundido en algo que semejaba arena buscaba algo en un fondo azul que parecía cielo. Nunca nadie había conseguido reunir tanta angustia en tan poco trazo y Goya, apenas consciente, seguía empastando la figura.

—¡Qué me importa que mis amigos crean que he perdido el juicio y que ya no sé pintar más que locuras! —se decía a sí mismo en un soliloquio que cada vez le era más confortable. Cuanto menos hablaba con los demás, más cosas se decía el pintor a sí mismo, como si necesitara escucharse y su voz fuera de otro—. ¡Yo sé bien lo que hago! ¡No los necesito! Mi nombre se olvidará, o tal vez se inscribirá en letras de oro al pie de mis estatuas, que lo mismo me da, pero el Arte quedará, y sabrá encontrar a otros que lo interpreten y continúen.

Unos pasos menudos se acercaron a la puerta. Leocadia se asomó, justo lo necesario para que Goya la viera por el rabillo del ojo, y volvió a desaparecer marchándose por el pasillo. Goya hizo como si no se diera cuenta.

—Ya está esta dichosa Leocadia espiándome, refunfuñando porque hablo solo, como si no habláramos siempre solos los humanos —dijo en cuanto sintió que la puerta se cerraba otra vez—. Pero a mí no me importan las palabras, sobre todo cuando nadie oye ni entiende a nadie. ¡Vana pretensión es la de creer que estos torpes sonidos de la boca sirven para nombrar el mundo! Yo hablo con colores, formas y luces, con gestos y expresiones, con espacios y vacíos, porque ése es el lenguaje verdadero de las ideas y los sentimientos.

Mientras hablaba y reía en la soledad del estudio, su mano, firme y segura a pesar de la apariencia decrépita y enfermiza del resto de su cuerpo, mezclaba y aplicaba los colores con rapidez, como si obrara por sí misma u obedeciera a una orden que sólo resonaba en su cabeza. El perro iba tomando cuerpo bajo sus pinceles.

Sin querer reconocerlo, lo confortaba la presencia de Leocadia, siempre servicial y atenta a sus necesidades, a pesar de su fuerte temperamento. Al fin y al cabo, era una mujer aún joven y fogosa, y el pintor bien sabía que, sin ella y sin su hija amada, sus días habrían estado contados, pues ya no podía hacer otra cosa que dedicarse a su obra de la manera febril en que lo hacía.

Ni él mismo tenía plena conciencia de por qué estaba pintando aquel fresco, ni habría sido capaz de explicar con palabras lo que significaba aquella insólita composición que, sin embargo, lo tenía obsesionado desde hacía varios días. Por un momento, detenido en la contemplación de lo que estaba haciendo, creyó haber encontrado una explicación racional al extraño cuadro que surgía de la semioscuridad. Sus pensamientos quedaron interrumpidos al notar una vibración inusual bajo sus pies. La sordera había desarrollado sus otros sentidos hasta el punto de poder distinguir, como ahora, el retumbar de los cascos de un caballo en el patio de la casa, luego el golpe de la puerta de hierro al cerrarse y por último unos pasos recios subiendo la escalera.

—¡Vaya, tenemos visita! —se dijo—. ¿Quién puñetas vendrá ahora?

De pronto, apareció en la puerta la fornida figura de un hombre joven de cabellos largos y alborotados que entró en la estancia sin pedir permiso, seguido de cerca por Leocadia.

—Entra, Tiburcio, estás en tu casa... —dijo con sorna el pintor cuando vio de quién se trataba.

—Siento llegar así, sin avisar —respondió el intruso visiblemente azorado—, pero la gravedad de los acontecimientos no admite demoras.

—¿Qué nuevas tan graves traes pues, sobrino, que ni siquiera me saludas como Dios manda?

Goya sentía un fuerte cariño por su sobrino, que parecía una réplica de sí mismo con cuarenta años menos, aunque el joven era un poco más delgado y fornido que el pintor cuando tenía su edad. Ambos compartían la misma mirada penetrante y las mismas inquietudes ideológicas y estéticas, de manera que Goya siempre disfrutaba mucho de la conversación con Tiburcio. Avergonzado por el reproche de su tío, el joven se acercó a abrazarlo y, sin más cortesías, le espetó:

—La Revolución se ha acabado. «Los Cien Mil Hijos de San Luis», esa banda de hijos de puta, han entrado ayer en España. Vienen a restaurar al rey felón, tío.

Tiburcio se refería a Antonio de Borbón, duque de Angulema y heredero del trono de Francia, que había entrado por los Pirineos al frente de un ejército de ciento treinta mil hombres armado por la Santa Alianza a fin de acabar con el gobierno liberal y reponer el absolutismo. La noticia tuvo un efecto demoledor sobre Goya, que, aturdido, volvió la vista a su mural balbuciendo:

—Eso no puede ser..., no puede ser... El rey Fernando no está en condiciones de volver al absolutismo. No puede ser...

Goya, abatido, se dejó caer en un escabel de espaldas a la ventana.

—Pues así es, tío Francisco, que todo el mundo en Madrid anda hoy alborotado con la noticia. Los liberales claman por resistir y el gobierno prepara la defensa, pero yo no confío nada en que el pueblo se subleve contra la invasión. Antes bien, parece que la gente ha recibido a los invasores con vítores a su entrada por Cataluña y por Guipúzcoa.

Viendo que Goya no decía nada, Tiburcio se acercó a él y se puso de rodillas para hablarle cerca de su oído.

—Me temo que ha llovido mucho desde 1808, cuando la nación se levantó como un solo hombre contra el francés. Además, el puñetero «Ejército de la Fe» de los absolutistas españoles —se refería a la fracción más reaccionaria del ejército español— se apresura a unirse a las fuerzas extranjeras. Todo está perdido. Es cuestión de semanas, quizá de meses...

Goya mantenía la mirada perdida en la atmósfera opaca que cubría la mayor parte de su pintura, donde una cabeza de perro salía de la nada y miraba a la nada con una expresión que transmitía angustia, pesar y miedo. Los dos hombres guardaron silencio. Goya tenía la cabeza escondida entre las manos.

Al poco rato el pintor levantó la vista, y los ojos brillantes de Tiburcio Pérez siguieron a los de su tío, que volvían a clavarse en la figura del perro que parecía asfixiarse en la pared. Tiburcio, al ver al animal, se quedó mirándolo y, por un momento, pareció que se olvidaba de las noticias que tanto lo inquietaban. Observó con interés los murales que rodeaban la habitación y en los que no había reparado antes.

—¿Qué es esto, Francisco? —preguntó como extasiado—. Nunca había visto nada igual. Es extraordinario, es magistral... Nadie ha llegado tan lejos. Es...

—Es el futuro, Tiburcio —interrumpió el pintor, quien, al oír las palabras de su sobrino acerca de su arte, había recobrado rápidamente el sentido—. Es lo que nos espera a cada uno de nosotros, a España, al mundo. Y es también, si me permites hablar sin modestia, el futuro de la pintura, lo mejor que puedo dar a los que sigan mi camino en el Arte.

Pérez, que era arquitecto de profesión y buen conocedor de la historia del arte, quedó silencioso durante unos minutos mientras terminaba de recorrer la estancia observando los grotescos personajes que parecían salir de un mundo donde hasta la naturaleza daba muestras de haber enloquecido: viejos, brujas, mujeres y hombres con rostros deformados o inacabados, pintados con pinceladas extraordinariamente sueltas y con tonos ocres y oscuros que creaban una atmósfera enigmática y opresiva. Finalmente, su mirada volvió a posarse sobre la composición con el perro en la que estaba trabajando Goya. Leocadia asistía a la escena cerca de la puerta, atenta y en silencio.

—Y ésta es tu obra maestra —continuó Tiburcio, que no paraba de ir de un lado a otro, cada vez más admirado—. La destrucción definitiva de los cánones académicos, tanto en la composición como en la figuración y el color...

—Sí, hijo —dijo Goya sin levantarse—. En mi pintura sucede como en la época que nos está tocando vivir: todo se destruye. Se caen nuestros ideales y se mueren nuestras ilusiones, Tiburcio.

—Pero, tío. No podemos...

—Yo también creí, como tú crees aún y contigo tus hermanos de las logias nuevas —lo interrumpió Goya, levantándose del escabel— que las luces de la razón llegarían a disipar para siempre la oscuridad y la tiranía. Los jóvenes de mi generación saludamos con entusiasmo la Revolución en Francia e incluso el ímpetu renovador de Napoleón. Pero luego vino el desengaño, como ha sucedido y acaso sucederá siempre: la corrupción de las ideas, la codicia humana, la intolerancia y la brutalidad disfrazadas de hermosas palabras. Al final, queda el hombre solo; ni siquiera el hombre, sino únicamente su expresión, su alma desnuda, su angustia...

Durante unos instantes el silencio se hizo denso y el lúgubre ambiente de las pinturas pareció invadir la atmósfera de la habitación. Leocadia, nerviosa, rompió el embrujo.

—Dejaos ahora de peroratas —dijo acercándose al sobrino de Goya—. Ea, Tiburcio, cuéntanos qué ha pasado. —Leocadia solía tutear a Tiburcio, a quien conocía de antiguo—. ¿Entonces es verdad lo que se rumoreaba días atrás acerca de que el rey se había atrevido a llamar en su ayuda a la Santa Alianza estando preso del gobierno como lo está?

—Así es, Leocadia. Sin duda confía en que el gobierno constitucional, debilitado y dividido, se rendirá pronto. El ejército francés está bien pertrechado y preparado, mientras que las fuerzas liberales sólo cuentan con algunas unidades bien equipadas y fiables. Realmente no hay mucho que hacer. Esta vez el rey Fernando estará rabioso de venganza y, en cuanto tenga las manos libres, impondrá una tiranía aún peor que la que ya hemos conocido años atrás. A ti, Leocadia, todo el mundo te conoce por tus ideas liberales, igual que a Francisco, aunque a él al menos lo protege su fama. De todas formas os aconsejo a ambos que huyáis a Francia en cuanto podáis. Yo podría hacerme cargo de la niña si es necesario.

—No tan deprisa, Tiburcio —interrumpió Goya—. Aquí hay algo que no encaja y algo que tú no sabes.

Tiburcio se volvió hacia su tío. La cara de Goya iba cambiando por momentos. Leocadia se retiró hacia la puerta mientras el pintor, plantado en el centro de la habitación, parecía un personaje salido de uno de sus cuadros más telúricos.

—El rey no puede haber llamado a los franceses en su ayuda —dijo Goya— porque sencillamente está cogido de pies y manos.

—¿Y eso? —Tiburcio se acercó al maestro.

—Como hermano masón que eres —le dijo tomándolo de la mano con el saludo que se dan los masones en el grado de maestro— y por la confianza que te tengo, como amigo y como sobrino, debo hacerte saber que nuestra logia, a través de Leandro Fernández de Moratín, ha obligado al rey a aceptar la Constitución durante estos tres últimos años gracias a ciertas cartas que comprometían su legitimidad como heredero de la corona de España...

—Lo sé, Francisco —le contestó el sobrino sin cesar en el saludo—, que me informaron de ello recientemente en Burdeos mis hermanos de la Logia Atanor, pero esas dos cartas le fueron devueltas a cambio de ciertas concesiones y ahora se ve que ya no tiene esas ataduras...

—Te equivocas —le respondió Goya con una carcajada; estaba eufórico—, porque hay una tercera carta y ésa está en mi poder. No tengo más que sacarla a la luz y acabar con esta familia de golfos y... adiós monarquía.

El silencio se hizo en la habitación. Goya configuraba el centro de un triángulo entre su sobrino y Leocadia, y el clímax de la situación daba al pintor un aire casi espectral, que semejaba un personaje telúrico escapado de las paredes.

—También sé de la existencia de esa tercera carta —dijo Tiburcio al tiempo que cruzaba su mirada con la de Leocadia—. Por eso estoy aquí, porque es nuestra última arma.

—¿Cómo lo has sabido?

—Sabes que en nuestra Hermandad, pese a lo que digamos de cara a otros, no hay secretos —mintió Tiburcio Pérez, porque no era por la cofradía del mandil por donde alcanzaba a saberlo—. Si quieres que algo se sepa pronto, cuéntaselo a un masón bajo secreto —bromeó el sobrino.

—Entonces..., ¡proclamaremos la República! —sentenció Goya, pletórico.

—No, tío —lo interrumpió Tiburcio, que no estaba por los radicalismos de su tío—. No acabaremos con la monarquía, al menos todavía. Pero obligaremos al rey a ordenar la retirada de las tropas invasoras y a que continúe andando por la senda de la Constitución, como prometió el muy felón cuando la revolución de Riego.

Goya se quedó mirando a su sobrino, y un súbito apunte de ira que lo acometió al sentirse contradicho despareció a poco dando paso a un aire de fatiga profunda.

—Está bien, Tiburcio. Hágase como tú tengas a bien, que yo ya soy demasiado viejo para meterme en más líos de política. —Y esa dualidad de carácter de la que vivía cada día más preso hizo desaparecer al Goya eufórico e iracundo para sacar a la luz al hombre cansado que se ensimismaba enseguida.

Goya, ya más templado, se dirigió a una mesa llena de papeles y lienzos y, de un montón de libros apilados, sacó un grueso misal con cierre de gancho que, al ser abierto, mostró una oquedad vacía en el mazo de folios que seguramente había sido abierta a cuchilla por el propio pintor para utilizarlo como escondite. Durante unos segundos quedó perplejo al no hallar lo que esperaba dentro del libro y volvió a mudar en la conducta. Luego comenzó a separar con nerviosismo las hojas y a continuación las arrancó a puñados hasta dejar vacías las tapas, y aun éstas las desencuadernó en inútil búsqueda. Después sacó precipitadamente los demás libros y los fue abriendo y sacudiendo con un frenesí cada vez más desesperado. No quedó nada sin registrar sobre la mesa. Papeles, lienzos y libros rodaron por el suelo junto con pinceles, tarros de óleo, mezclas de pigmentos y otros objetos hasta que el pintor, ya fuera de sí, se dirigió a otras partes de la habitación pateando banquetas y caballetes y tropezando con los bultos y desperdicios que ocupaban la mayor parte del piso.

—¡Maldita sea mi suerte y la madre que me parió! —comenzó a gritar desaforado—. ¿Quién me ha robado la condenada carta? ¡Por Dios que no respondo de mí! —Tenía el rostro congestionado y los ojos, inyectados en sangre, parecían querer salírsele de las órbitas.

Leocadia, asustada, miraba de hito en hito a Goya y a Tiburcio.

—¡Sólo has podido ser tú, mala puta, que eres la única que entra en esta habitación! —exclamó señalándola con el dedo.

Goya se sintió momentáneamente liberado de la sumisión que lo vinculaba a aquella mujer desde hacía años. En su confusa mente se mezclaban los sentimientos de amor y resentimiento, reconocimiento y dependencia que profesaba a su amante y enfermera. Leocadia permaneció en silencio durante unos instantes que se hacían eternos para Tiburcio, quien estaba lo suficientemente cerca de ella para percibir la tensión que agitaba todo su cuerpo.

—¿Cómo te atreves, viejo puerco? —soltó finalmente Leocadia—. ¿Cómo te atreves a llamarme puta a mí, que te he dado lo mejor de mi vida creyendo que valía la pena ser la manceba de un genio? ¿Es que crees que por ser mujer no tengo mis propias ideas e intereses? Si no fuera por mí no habrías pintado nada en todos estos años, que han sido los mejores de tu arte. Ni siquiera habrías podido sobrevivir, ni mucho menos tener la única descendencia que dejarás cuando desaparezcas de este jodido mundo...

Goya la miraba como embobado, aún rojo de la ira pero con la mente cada vez más confusa y, sobre todo, arrepentido de haber ofendido a aquella mujer a la que amaba y odiaba a la vez.

—No me llamas puta cuando te doy de comer, ni cuando te preparo los óleos o te traigo la cal y los pigmentos para los murales, ni tampoco cuando te caliento el lecho y desfogas en mi cuerpo tu lujuria. ¡Viejo miserable!

Finalmente, Leocadia rompió a llorar y, buscando apoyo en Tiburcio, abandonó la estancia en compañía de éste mientras el pintor permanecía mudo antes de desplomarse, desvanecido, en el suelo mugriento.

En el salón de la planta baja, Tiburcio trataba de calmar a Leocadia antes de tomar el camino de vuelta a Burdeos, donde la noticia de la pérdida de la última carta sería recibida con estupor y desmayo, pues ello significaba no sólo el fin de la revolución, sino también el hundimiento de España en el absolutismo, la secesión de las provincias americanas y el enfrentamiento civil.

—No te enojes con él, Leocadia —consoló a la mujer de su tío, a la que conocía de muchos años atrás y a la que admiraba por su inteligencia e independencia—. Sin duda Francisco está ofuscado y ha hablado sin pensar lo que decía. Tú sabes tan bien como yo lo valiosa que es esa carta...

Tiburcio Pérez tenía la esperanza de obtener de ella alguna información sobre el paradero del documento; no en vano había sido él mismo, en su afán por darse importancia e impresionarla, quien le había confiado unos meses antes el secreto. Además, bien había advertido que Leocadia no había negado la acusación de Goya.

—¿Es posible que algún agente de Tatischev haya logrado entrar en la casa sin ser visto y haya encontrado la carta? —continuó el arquitecto, que no se atrevía a preguntar directamente a Leocadia si había sido ella la autora del hurto.

—Todo es posible, Tiburcio —respondió la mujer, que había dejado de llorar y se enjugaba las lágrimas con un pañuelo. Sus ojos enrojecidos expresaban orgullo y determinación, lo que, junto con el aspecto salvaje que ofrecían sus cabellos alborotados, la hacían parecer a los ojos del arquitecto más hermosa de lo que por naturaleza era. Algunos decían, incluso, que cuando Tiburcio la había acogido en su casa hubo algo más que caridad en el hospedaje y que de aquella estancia venía Rosarillo, cuyo parecido con la familia Goya era evidente—. Y también es posible que la haya robado yo, o que la hayáis robado vosotros, los honrados hermanos revolucionarios —subrayó con sorna.

—¿Qué quieres decir, Leocadia? ¿Acaso sospechas de mí o de mis compañeros?

—¿Y por qué no habría de sospechar? ¿Es que estáis libres de pecado? Yo os conozco bien, que al cabo soy tan constitucionalista como vosotros, y por eso sé que nuestro partido es refugio de toda suerte de oportunistas y arribistas, y que no faltan maniobreros y traidores entre los liberales «de toda la vida». Pero yo ya hace tiempo que estoy desengañada, y ahora que se ha acabado el sueño de una España libre y justa sólo me interesan mis propios asuntos. Francisco es un hombre viejo al que todos utilizáis en beneficio propio; pero, aun viejo y enfermo, vale mucho más que todos los liberales, el rey y los absolutistas juntos y, entre otras muchas cosas, me ha enseñado que lo más valioso de la sociedad humana no es ni la política, ni el dinero ni el poder, sino los sentimientos. Yo lo quiero de verdad, a pesar de que él me ignore, y por ese sentimiento mío estoy dispuesta a hacer cualquier cosa que juzgue conveniente para preservar su vida y su obra.

Tiburcio Pérez miró en silencio a la mujer y a la niña, que presenciaba la escena desde la puerta de la cocina. A continuación se dirigió a la salida y, sin volverse, se dirigió hacia su caballo, que aguardaba en el patio tomado de la brida por Isidro, el criado. Goya, tendido boca abajo ante el mural con la cabeza de perro, pudo sentir en el piso el temblor que produjeron los cascos al alejarse de la Quinta. Allí, abatido y sin esperanzas, quedaba el pintor más solo que nunca, rodeado de los fantasmas y monstruos escapados de los rincones más oscuros de su propia mente.

* * *

Madrid, marzo de 1824.

Durante todo aquel año Goya había permanecido en un estado de apatía y abatimiento, especialmente después de la restauración del absolutismo, en el mes de octubre de 1823, tras una inútil resistencia gubernamental. Desde finales de enero de 1824 estaba alojado junto con Leocadia y los chicos en la casa de José Duaso y Latre, un buen amigo sin significaciones políticas que les había ofrecido refugio ante la terrible represión fernandina. Las ejecuciones sumarias y los simples asesinatos se sucedían día tras día, no sólo por parte de la nueva policía política, sino también por las partidas de «apostólicos» resentidos y deseosos de venganza después de tres años de humillaciones. Por eso, tras unos meses de angustia y temor, Leocadia había convencido a Goya de la necesidad de esconderse a la espera de mejores tiempos.

El pintor se pasaba dormitando la mayor parte del tiempo en su nuevo alojamiento, con breves momentos de lucidez que dedicaba a pintar y a reflexionar sobre los terribles sucesos que se estaban produciendo en el país. Tal como le había predicho Tiburcio Pérez, en esta ocasión el gobierno constitucional no había sido capaz de levantar a la población en contra de la invasión francesa, como había ocurrido años atrás. Los errores políticos, la debilidad y la división entre las facciones liberales se habían conjugado para favorecer la indiferencia popular ante la injerencia extranjera. Los Cien Mil Hijos de San Luis, ayudados por el Ejército de la Fe de los absolutistas españoles, avanzó sin grandes resistencias hasta Sevilla, donde se refugió temporalmente el gobierno, y hasta el último bastión constitucional, Cádiz, donde finalmente las Cortes tuvieron que pactar la capitulación con el rey, que, considerándose cautivo, no dudó en firmar un decreto prometiendo perdón y «un olvido general, completo y absoluto de todo lo pasado, sin excepción alguna». Al día siguiente, el primero de octubre de 1823, Fernando VII declaró nulas todas las decisiones del gobierno constitucional y restauró el régimen absolutista con mayor virulencia aún que durante la etapa prerrevolucionaria. A su llegada a Madrid, el 13 de noviembre, fue acogido con gritos de «¡Viva la Inquisición!».

El ejército y la administración del Estado conocieron una depuración exhaustiva, con el despido, apresamiento o ejecución de numerosos oficiales, jueces, profesores de universidad, maestros y todos aquellos funcionarios que fueran sospechosos de haber colaborado con el gobierno anterior. Se restableció la censura sobre la prensa y varios periódicos fueron clausurados. También se cerraron universidades y bibliotecas y, aunque la Inquisición ya no volvió a instaurarse, la nueva policía y las «Juntas de Fe» creadas por algunos obispos desempeñaron el mismo papel de persecución de las ideas y represión política que había tenido el antiguo Santo Oficio.

Fernando VII se mostró especialmente inclemente con los cabecillas de la revolución y con los masones en general. Muchos amigos y hermanos de logia de Goya fueron encarcelados y ejecutados ya en los primeros meses, como el propio Rafael del Riego, que murió ahorcado el 7 de noviembre, entre los insultos y vejaciones del populacho, en la plaza de la Cebada de Madrid, la misma ciudad que pocos años atrás lo había recibido entre vítores y laureles.

Goya no podía más. Primero en la Quinta de El Sordo, alejado del bullicio de la capital, y luego refugiado en la casa de José Duaso, seguía con angustia las noticias que le llegaban acerca de las detenciones arbitrarias, las delaciones anónimas, los registros y las ejecuciones públicas que se producían cada día y cada noche en Madrid. Leocadia, especialmente, temía por su vida, pues era conocida por sus simpatías liberales, y además Guillermo, el hijo mayor de Leocadia, ahora exiliado en Francia como tantos otros, había sido miembro de la milicia de Madrid, lo cual era motivo suficiente para temer las represalias.

En estas sombrías meditaciones andaba Goya en la soledad de su cuarto, cuando entró Leocadia para anunciarle el almuerzo.

—Tenemos que marcharnos de España, Leocadia —le espetó el pintor sin hacer caso de su llamada—. Enseguida. Aquí no podemos seguir viviendo, no sólo por nuestra propia seguridad y la de los niños, sino porque es indigno vivir en un país como éste, donde todo está podrido y no se respeta ningún derecho.

Leocadia lo miró con expresión de asombro.

—¡Vaya! ¡Ésta sí que es buena! —respondió—. ¿Y cómo piensas que podremos costearnos el viaje, suponiendo que nos den los permisos necesarios para salir del país?

Goya agachó la cabeza, pensativo. Ciertamente estaba arruinado. En septiembre había donado la Quinta de El Sordo a su nieto Mariano, en previsión de males mayores, y lo único que poseía con algún valor eran unos cuantos cuadros que había llevado consigo, pero los tiempos no eran buenos para vender las obras de un artista bajo sospecha, y menos si había que hacerlo precipitadamente.

—No te preocupes. Recurriré a algún amigo que me fíe o que quiera comprar mis cuadros...

Leocadia soltó una carcajada.

—¿Algún amigo? —respondió con sarcasmo—. ¿Es que te queda en Madrid alguno que no esté muerto o en prisión? Claro que a lo mejor te refieres a tus cofrades de Burdeos, como Moratín, quien ha debido guardar tan celosamente el dinero que te correspondía de sus negocios sucios que me parece que ya no vas a volver a verlo...

Goya palideció al oír de su amante lo que suponía que debía ser secreto.

—¿Qué sabes tú de negocios sucios y de dineros míos que tenga Moratín? ¿Acaso has estado espiándome?

Leocadia estaba cada vez más enfurecida, como si de pronto sintiera necesidad de dar salida a todas las angustias y sinsabores que había estado viviendo en los últimos meses.

—No necesito espiarte para saber las estupideces que haces. Yo también tengo amigos, y sé muy bien cómo sacar de ellos lo que me conviene saber.

—Ya me imagino cómo lo haces, que lo que se aprende en una mancebía nunca se olvida...

—¡Ah!, ¿me insultas otra vez? Si fuera como dices no estaría aquí, con un viejo chocho, malgastando mi juventud a cambio de nada. ¿Es que te has preocupado tú en los últimos años de mí y de tus hijos, que dos son tuyos, cabrón? Nos has tenido en la miseria, mal vestidos y peor alimentados. Mírate a ti mismo. ¡Cualquiera diría que este fantoche es el pintor más famoso de España, don Francisco de Goya y Lucientes, que se pasa el día mirando a las paredes, sin pintar nada que pueda venderse y sin tan siquiera cuidar su aspecto!

Goya, en efecto, ofrecía una imagen degradada: harapiento, sin afeitar ni peinar, ojeroso y pálido a fuerza de no salir del taller, sucio y maloliente. Tenía entonces setenta y ocho años, pero parecía diez años mayor.

—Tendríamos dinero, y mucho, si alguien no me hubiera robado cierta carta de enorme valor...

Desde la última visita de su sobrino Tiburcio, un año atrás, Goya no había dejado de sospechar de Leocadia al respecto de la desaparición de la carta, pero hasta ese momento no se había atrevido a acusarla directamente, pues en su fuero interno deseaba creer que ella era inocente.

—Quieres saber si fui yo quien la robó, ¿no es verdad? —respondió la mujer con aire triunfal—. Pues te lo diré: sí, fui yo, y ya no me importa decírtelo. Necesitaba dinero para mantener la familia y no vi otra manera de conseguirlo...

Goya sintió que el suelo se abría bajo sus pies y empezaba a caer en un abismo del que ya no podría salir. Sus peores presentimientos se cumplían y, de repente, tomó conciencia de su propia miseria. Por primera vez en su vida sintió el dolor de la impotencia, de la decrepitud, de la vulnerabilidad ante la traición y el engaño. Leocadia lo había vendido y él, que lo sospechaba, no quería encararse con esa verdad. No tenía fuerzas para estar en el sitio que debiera.

—¿Cómo supiste de la existencia de la carta y de donde la escondía? —preguntó casi sin aliento, asumiendo lo que había oído como una noticia más, postrado en su indefensión casi sumisa ante quien se había convertido en la dueña de sus últimos días—. ¿Quién más me ha traicionado?

—¿De veras quieres saberlo? Allá tú. A mí ya no me importa nada, más que salvar mi propio pellejo y el de mis hijos. Al fin y al cabo sólo soy tu manceba y no te debo nada. Más bien eres tú quien me debe, y mucho. Pues has de saber que toda esa historia la conozco a través de tu sobrino Tiburcio, a quien tanto quieres y que tanto te quiere. Sólo que a mí también me quiere —le dijo con una segunda intención más ácida que la hiel—, aunque sólo sea para lo que a él le interesa.

La noticia cayó como un mazazo sobre el pintor, que trastabilló y tuvo que apoyarse sobre la mesa para no caer. La cabeza le daba vueltas y un agudo pinchazo le subía por las sienes perforándole el cerebro. La humillación, la ira y los celos se mezclaban en un caldo que le hacía más daño al alma que el mismo veneno.

—Sigue —dijo jadeante—, cuéntalo todo y acaba conmigo de una vez.

—No caerá esa breva, que la verdad duele pero no mata —le dijo Leocadia poniéndose en jarras ante el pintor—. Tiburcio me contó lo de las cartas y los chantajes de Moratín al rey unos meses antes de la caída del gobierno liberal. Desde luego que lo hizo sin querer hacerte mal, sino todo lo contrario, para evitar que Moratín terminara quedándose con la última carta y con lo que sacara de ella. Pensaba que, si yo le entregaba la última carta, la causa de la libertad estaría más segura y, si finalmente tenía que vendérsela a Tatischev, te habría dado honradamente tu parte. ¡Pobre Tiburcio, tan gallito y tan seductor! Se creía que me iba a engatusar otra vez por su cara bonita, pero yo fui más lista que él y decidí hacer el negocio yo misma.

—Entonces, ¿fuiste tú quien, después de robármela, la vendió?

—Naturalmente. Encontrarla en el burdo escondrijo donde la habías escondido fue un juego de niños. Cualquier ladrón hubiera mirado en esos libros en primer lugar. Luego me puse en contacto con Tatischev, a quien, por cierto, conocía de hace muchos años, de cuando reclamaba mis favores para algún cliente principal, con lo que me fue mucho más fácil la negociación.

—¿Y la vendiste así, sólo por dinero, sin sacar ningún provecho político?

—¡Teníamos que comer, Francisco! ¿Es que no te das cuenta? Tenía que mantenerte a ti, a Guillermo y a Rosarito, aparte de a Isidro, que tú siempre has querido tener criado —aprovechó para recriminarle—, y de todas formas el gobierno liberal estaba condenado al fracaso por su incompetencia y corrupción. Yo puse el precio, que fue el dinero suficiente para no tener que pasar necesidades en mucho tiempo, y también los pasaportes para salir del país cuando nos pareciera conveniente. Así que, si quieres que nos marchemos ahora, podemos intentarlo, pero el dinero es mío y yo lo administro.

Goya comprendió que no tenía otra cosa que hacer que someterse del todo a aquella mujer que, de todas formas, ya lo tenía en sus manos desde hacía mucho tiempo. Tampoco le pesaba. Ciertamente ella había sido una bocanada de aire fresco en la última parte de su vida, y su cuerpo joven aún le aliviaba de cuando en cuando el apetito carnal que la vejez no acababa de apagar en la vigorosa naturaleza del pintor. Además, en su ya larga enfermedad, ella lo había cuidado solícitamente, lo que le había permitido seguir indagando en su búsqueda de la verdad mediante la expresión artística.

Ligeramente repuesto del sofoco, Goya se incorporó en silencio y comenzó a recoger sus pinceles y óleos, indicando con ello que aceptaba sin lucha las condiciones de la derrota infligida por Leocadia y se aprestaba para abandonar la casa y el país. «Cayetana sometió mi voluntad y ya nunca he vuelto a recuperarla —dijo para sí mismo olvidando la presencia de Leocadia—. Soy Saturno, el hombre solo que se precipita a su ocaso temiendo y destruyendo todo cuanto lo rodea, cuando lo que en verdad teme y destruye es a sí mismo. Yo soy España...»