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El pacto
Madrid, estudio de Francisco de Goya
(15 de marzo de 1795)
Un pacto mercenario y vil, un tráfico vergonzoso de fortunas y de nombres que sólo encadena a las personas, abandonando el corazón a todos los desórdenes.
BENJAMÍN CONSTANT DE REBECQUE
A la mañana siguiente, unos aldabonazos en la puerta despertaron a Goya y a su mujer, pero el primero que se levantó fue Javier, su hijo, que por esos días estaba con el sueño alterado porque no se acostumbraba a las clases en su nuevo colegio.
—¡Ya va, por Dios! —exclamó el pintor mientras se levantaba, malhumorado por la insistencia de los golpes y por la resaca. Había llegado a casa muy de madrugada, y con olor a vino y a hembra en el cuerpo, y apenas había dormido más de tres horas. Josefa, como siempre, no había dicho nada y se había limitado a hacerle hueco en la cama—. En esta casa no se llama así a primera hora.
Al abrir la puerta como pudo y con muy mala pinta, pues aún se esforzaba en encontrar la trabilla del pantalón y así poder sujetarlo para cubrirse las vergüenzas, el pintor se encontró con un circunspecto mensajero de palacio ataviado con la casaca roja de su empleo y, encima, la banda de correo cruzada sobre el pecho. Sin mediar saludo, el mensajero le participó que en el plazo de dos horas haría acto de presencia en su casa el secretario de Estado, duque de Alcudia y grande de España. «El excelentísimo señor don Manuel Godoy y Álvarez de Faria», dijo el correo antes de entregar un oficio de la secretaría de Godoy donde Torrellas, con un escrupuloso lenguaje administrativo, le decía que Godoy «había aceptado la oferta de ser retratado por el pintor de cámara de los reyes».
Cuando Goya hubo leído el billete escuchó que el mensajero se ponía a su disposición para cumplir los recados que fuera menester, y el correo aclaró que, tanto si precisaba de brochas o colores como de otros instrumentos que fueran necesarios para la ejecución del lienzo, disponía de reales suficientes para satisfacer las demandas del pintor y que tenía orden de que todo estuviera preparado a la llegada del jefe del gobierno, ya que éste apenas sí podía permanecer dos horas posando ante el artista.
—¡Rediós! —exclamó en voz alta, y para sí solo se dijo: «Qué pronto ha hecho el trabajo Gumersindo».
Tambaleándose y haciendo visera con la mano para protegerse del sol de la calle, que lo deslumbraba por el contraluz de la puerta, Goya se fue hacia atrás dejándola abierta.
—¿Decía el señor? —objetó el mensajero.
—No, nada, nada —respondió el pintor ganando tiempo para recomponerse en una situación tan imprevista—. Bueno, sí, hará el favor vuesa merced de ir por una brochas y pinceles de punta a la calle de Hortaleza, a dos cuadras de aquí.
De inmediato entró en la casa y mandó vestirse a todos con rapidez, que no quería que Godoy los encontrase así cuando llegara. Una vez desperezada la familia, Rosario incluida, les mandó llegar a todos a la cocina, y cuando estuvieron todos reunidos les explicó que don Manuel de Godoy tenía previsto llegar en pocas horas a posar para un retrato y que era necesario que el estudio estuviera lo más recogido que fuera posible y la casa bien aseada.
—¿Le vas a enseñar El pelele? —preguntó Josefa con la evidente mala leche que da el saberse burlada y no poder hacer nada por evitarlo, porque la pobre estaba enamorada del pintor como una niña. Su mujer se refería a un cuadro que Goya había pintado en 1791, a poco de comenzar Godoy su fulgurante carrera hacia al poder, y en el que, con la excusa de una escena de fiesta típica del carnaval en España, su marido planteaba una crítica al control de la mujer sobre el hombre, en una clara referencia a María Luisa de Parma respecto a su consentidor marido.
Por todo comentario Goya se quedó mirándola con cara de pocos amigos y se fue a su estudio, donde cerró de un portazo.
No había pasado una hora para que el correo se personara con su encomienda de brochas y colores y para que Josefa y Remedios hubieran dejado la casa arreglada y limpia y hubieran llevado a los niños donde una vecina para que no distrajeran al pintor con sus juegos. Goya recogió los paquetes que le había llevado el guardia y se encerró otra vez en su estudio para mezclar los colores e ir preparando el lienzo. Mientras, Josefa se fue a la cocina a preparar café por si fuera del gusto del visitante. Media hora después quien llamaba a la puerta era Manuel Godoy y Álvarez de Faria, el poderoso político del momento, el hombre más encumbrado de España.
Goya mismo fue quien abrió la puerta de su casa.
—Bienvenido a mi taller, excelencia. Es para mí un honor...
—Callad, maestro —lo interrumpió Godoy con una sonrisa franca y tomándolo del brazo para alzarlo de la reverencia—. Soy yo quien debo rendir pleitesía a vuestro talento. ¿Permitís?— Y el valido real franqueó la puerta dejando fuera a su escolta. Con un gesto de la mano les indicó que lo esperaran abajo y, sin más preámbulo, entró en casa del pintor quitándose el sombrero.
—Pasad, señor... —Y Goya se acercó a él señalándole la dirección de su estudio.
—Llámame Manuel, Francisco —propuso el duque de Alcudia—. Vamos a pasar muchas horas juntos, los dos somos hombres del pueblo y no es cuestión que nos demos otro tratamiento que el que corresponde a dos personas que se tienen por amigos.
La verdad es que Godoy, pese a su reciente encumbramiento nobiliario, no dejaba de considerarse un hombre normal, que no en vano su padre era un modesto oficial de artillería, y despreciaba en lo íntimo de su ser a los que todo lo tienen por cuna, de ahí el desprecio mutuo que se profesaban, sin recato apenas, el valido y la parasitaria vieja aristocracia española, en especial la andaluza, la peor de todas. El valido tomó a Goya del brazo y lo siguió hacia su estudio con la misma naturalidad con que lo hubiera hecho un vecino de su casa que quisiera conocer la obra del pintor.
Goya estaba desconcertado porque, si bien era cierto que tenía un notable prejuicio contra ese hombre, no podía negar que la celebrada simpatía natural del valido lo había desarmado en un instante. Manuel de Godoy no era en ese momento, en su casa, el poderoso favorito de la corte ni tampoco el amante orgulloso de la reina. Ante Goya estaba luciendo otra de sus condiciones, sin duda la principal: la seducción. Godoy era, antes que nada, un hombre inteligente que sabía sacar el mejor partido de sí mismo y por ello, como tonto no era, decidió jugar con el pintor la baza de la camaradería y del trato llano pese a que fuera, en ese momento, el hombre más poderoso de España, que no en vano, y después de recibir el Toisón de Oro, había acumulado aún más honores y prebendas, tanto que en 1793 ascendió a capitán general y recibió los títulos de duque de Sueca, marqués de Álvarez y señor de Soto de Roma.
—Toma, maestro. Permíteme un pequeño obsequio. —Y Godoy, en cuanto Goya cerró tras él la puerta del despacho, le entregó una cajita envuelta en seda que guardaba en la casaca—. Es un detalle para tu esposa.
Lo que Goya abrió, azorado, era un estuche de marquetería que encerraba un bellísimo colgante en el que un brillante del tamaño de la uña de un niño chico se engastaba sobre doce pequeñas esmeraldas, como si de un sol y sus planetas se tratase. Goya no supo qué decir.
—No me des las gracias, Paco. —El ministro se dio cuenta de la sorpresa del pintor y, para hacérselo fácil, decidió intimar más aún el trato—. Que, por lo que sé de vosotros, ella se merece eso y mucho más, que no es cosa fácil servir a un genio como tú.
—Gracias, señor. Perdón —rectificó Goya—, Manuel. Muchas gracias.
—Menos pamplinas de cortesía, maestro, y al trabajo, que se hace tarde.
Y Manuel de Godoy buscó un sitio donde sentarse.
—¿Cómo ves mi retrato?
—Sentado, Manuel, sentado. Quiero que te sientes aquí, en este diván.
Godoy fue haciendo lo que le iba diciendo el pintor. Primero se sentó en el sofá y se reclinó sobre el codo izquierdo, como le dijo Goya, y luego tomó las cuartillas que le ofrecía el pintor, como si las estuviera estudiando,
—Perfecto —dijo Goya—, Manuel. Esa posición es perfecta. —Y el pintor, ya metido en su papel, siguió dando vueltas, mirando contraluces y corriendo cortinas para llevar la luz a donde él quería.
A todo obedecía sonriente el jefe del ejército, que como tal había acudido esa mañana al estudio. Manuel de Godoy se había vestido con la casaca negra y volteada de solapas bermellón, cincha roja, todo ello ribeteado en oro, y unos calzones amarillos y ajustados que quedaban ocultos bajo la rodilla por los borceguíes brillantes de caña alta rematados en los talones por espuelas de plata.
—Inclinad más la cara, señor —indicó el pintor, que había vuelto al tratamiento.
—Como sigas con el usted yo paso al excelentísimo, maestro —bromeó Godoy.
—Perdona, Manuel. Me cuesta acostumbrarme —y Goya comenzó a bosquejar la figura de su nuevo cliente.
Godoy alzó el mentón ligeramente, fijó los ojos sobre un punto del estudio que Goya le había indicado y se armó de paciencia suficiente para aguantar así las dos únicas horas de las que disponía ese día para posar en casa del pintor.
—Tercia un poco más el sable... Así, así...
Y Godoy obedecía como un colegial, ya que la situación le hacía gracia.
—Si realmente eres capaz de estar dos horas diarias de esa guisa —le comunicó Goya cuando ya tuvo al modelo dispuesto a su gusto—, no echaremos más de dos semanas en acabar el retrato.
Goya trazaba ya con carboncillo los primeros rasgos del boceto sobre un lienzo de casi dos metros del altura por tres de ancho y la figura se iba cuadrando en la tela con la soltura que le era propia al aragonés.
Durante casi dos horas no se oyeron en el estudio más palabras que las recomendaciones de Goya. «Tienes que aprender a posar, Manuel», le decía, y a cada paso le recordaba que debía mantener la postura y no distraerse. Así se consumieron las dos primeras horas y, cuando llegó el momento, Godoy se levantó del sillón y se acercó a ver el lienzo.
—¿Ése soy yo?
—Sí, ahí estas tú, pero todavía no has nacido. Te falta la luz y sin luz no tenemos vida.
—¿Y la forma?
—No es más que un pretexto, Manuel. La forma es sólo una circunstancia.
—¿Entonces?
—Es muy sencillo. Sólo la luz proyecta en nosotros la imagen de la vida. Un cuerpo no existe por sí mismo, sino únicamente si lo vemos. La luz lo saca del vacío y nos proyecta su imagen, entonces existe la cosa. Es como en política... y tú sabes más que yo de eso.
—Explícate, Paco. Eso me interesa.
Una de las virtudes de Godoy era su curiosidad innata. Si bien su instrucción básica era sólo militar, no había parcela del conocimiento que no suscitara su interés, aunque fuera de manera circunstancial y meramente utilitaria. No estudiaba nada por el hecho de acumular conocimientos, pero sí estaba al quite de repasar de todo cuanto le concernía y no era extraño verlo leyendo lo que le recomendaban, en cada caso, sus circunstancias de gobierno.
—Sí, es muy evidente. A vosotros los políticos, hagáis lo que hagáis, os concierne más lo que parece que hacéis que lo que hacéis realmente. Vosotros, como si fuerais actores, dependéis de la fama, y ésa os la damos nosotros...
—Dependemos de nuestras obras —lo interrumpió Godoy.
—No, Manuel —le contestó deprisa el pintor—, de las apariencias. Vosotros eleváis a sustancia la apariencia. Nosotros, el pueblo, somos la luz para vosotros, porque sin gente como yo, y otros muchos iguales que yo, no existiríais. Sólo seríais bulto, no figura. Nuestra opinión sobre vosotros es lo que os alumbra. Si es buena, os da vida y si no lo es... —Y Goya se quedó mirándolo muy fijamente—. Mira lo que ha pasado en Francia.
—Curiosa opinión —dijo Godoy acercándose a la puerta.
—Es sólo una opinión, no le des más importancia —le dijo Goya cerrando la caja de carbones.
—Oye, maestro... —Godoy se volvió desde la puerta. Estaba a punto de salir del estudio.
—Dime, Manuel.
—¿Por qué los masones estáis siempre a vueltas con la luz?
Goya se quedó desconcertado. No esperaba que Godoy le saliera con una cosa así, y un escalofrío le recorrió la espalda.
—Porque, como te he dicho —contestó apurado, pensando que lo había descubierto en algo que, por esos días, podía costarle un disgusto—, sin ella no somos nadie, la luz es la forma simbólica de la sabiduría y de la rectitud. —«Más vale una vez colorado que ciento amarillo, y que sea lo que Dios quiera», pensó Francisco de Goya al confesarse cofrade de la secreta hermandad.
—Pues cuídate, pintor, no te vayas a deslumbrar.
Y Godoy se fue del estudio cerrando con suavidad la puerta tras él. No le dio al pintor oportunidad de respuesta.
—Mañana volveré por aquí a la misma hora —escuchó que le decía desde el otro lado. Al instante oyó que se cerraba la puerta de la calle.
* * *
...Quince días después.
Estudio de Francisco de Goya (30 de marzo de 1795).
Durante dos semanas Godoy acudió puntual a su cita mañanera con Goya y durante esos días no hubo asunto humano que les fuera ajeno al pintor y su modelo. Hablaron de política, de mujeres y de cuadros, que Godoy tenía gusto para las tres cosas y a Goya ninguna le daba arcada. Así que entre pinceles y brochazos —que por aquel cuadro pasearon los prusia mitigados en verde botella y los grises que amarilleaban en puro limón junto a una colección soberbia de bermellones, todos diferentes, que se amistaban con los blancos perlados—, Goya se fue ganando la confianza del valido durante el tiempo que lo retuvo para pintarlo. Poco a poco, pincelada a pincelada, Goya se acercaba a lo que verdaderamente quería plantearle, y los últimos días era común que le sacara a relucir al valido asuntos de política, que era donde Godoy se encontraba más a gusto. Esa mañana comentaban los entresijos de la paz firmada con Francia, y Godoy sonreía encantado, se lo veía orgulloso.
—Si supieras qué gran favor me haces con este cuadro. Va a ser mi presentación oficial como príncipe —dijo de repente Manuel de Godoy dando un giro a la conversación.
Goya se desconcertó un tanto porque el título de príncipe sólo lo ostentaban los familiares del rey por vía de sangre y no un plebeyo como él, por mucho que lo hubiera ennoblecido la reina.
—No entiendo a qué te refieres, Manuel.
—Llevas hablando de ello durante toda la mañana. La paz, querido Francisco, la paz es la que me hará príncipe. El rey está contento con que haya cerrado paz con los franceses y controlemos otra vez de los territorios que teníamos antes de comenzar la guerra, tanto que está pensando en premiarme por eso, porque él lo considera una hazaña.
—Enhorabuena, Manuel.
—Por eso he aceptado que me pintes —le dijo sin darse por aludido en la felicitación—, porque tu cuadro será mi imagen cuando el rey me nombre Príncipe de la Paz, pues así se me conocerá a partir de ahora. ¿No te acuerdas de lo que me hablabas el primer día que vine por aquí a que me pintaras? Luz, imagen y fama: todo era la misma cosa, me explicaste.
Ya no quedaban más que dos o tres sesiones para terminar el cuadro y Goya, ante esa prueba de confianza, consideró que Godoy estaba lo suficientemente maduro para plantearle a las claras el asunto de Jovellanos y de Cabarrús.
—Deberías delegar parte de tu responsabilidad en otras personas —le dijo como si tal cosa— y tener más tiempo libre para gozar de las bellezas de la vida.
—¡Eso tú, que tienes talento y ganas! Yo sólo tengo poder y apenas me valgo con él para disfrutar de cuando en cuando.
—No seas humilde, Manuel —Goya buscaba estimular la vanidad de su modelo—. Conozco a algunas mujeres que dicen que se desmayarían si te conociera en persona.
—Bobadas...
—Más de una dama daría por ti la conciencia, y no sólo por el poder que representan las medallas que llevas colgadas. Ten en cuenta que la envidia manda y que a muchas majas no les importaría alojar dentro lo que aseguran que la reina disfruta en exclusiva.
Se hizo un silencio. Goya temió por un momento que su atrevimiento de hacer claro lo que pasaba en la real cama podía volverse contra él y dar al traste con su estrategia. Durante unos instantes el valido lo miró muy fijamente crispando el gesto.
De repente descontrajo la expresión y rompió a reír mientras palmeaba la espalda del pintor.
—¡Preséntame a una de ellas, si es así! —dijo halagado el valido, dando por buena la incursión de Goya en sus cosas de alcoba.
—¿Para qué, para que tus tareas te impidan atenderla? —dijo Goya aliviado, conforme recuperaba el color—. ¡Para eso prefiero cultivarlas yo, aunque carezca del favor que dicen que a ti te hace la reina!
La charla se fue aderezando con nombres y apellidos, con referencias precisas a personas de las que Godoy tenía oído que merecían especiales referencias, y acabó llegando al puerto que el pintor pretendía.
—¡Quién tuviera la suerte que tienes tú de disfrutar a la coplista! —exclamó Godoy.
—No deberías llamarlo suerte, Manuel, que mi dinero me cuesta cada vez que me complace.
—¿Acaso insinúas que doña Pepita Tudó es..., es una...?
—De lujo —apostilló el pintor, asintiendo—. Pero como yo no voy sobrado de ducados le pago en lienzos, la retrato a menudo y me hace de modelo para garabatos y apuntes que tomo para ciertas pinturas que realizaré algún día.
—¡Será por dinero! —El valido, caído del guindo, se había incorporado del sillón de pana y buscaba ahora en el pintor la forma de hacerse con los favores de una mujer cuya fama traspasaba los muros del palacio real.
—Ten cuidado, ministro. Una cosa es que sea cara y otra que le interese el dinero. Ella busca un hombre rico con el que casarse, que no en vano las monjas le enseñaron bien. No quiere un pago tras de otro, que eso lo tiene cualquiera de las de la calle. Quiere estar el resto de su vida bien pagada. ¿Comprendes?
—¿Y tú crees que yo le intereso?
—Ya te he dicho que es una de las que se desmayarían al verte cerca.
Godoy se quedó pensando por dónde daría el siguiente paso. El momento era delicado y decidió cortar por lo sano.
—¿Cuánto quieres que te pague por traerla a mi gabinete?
—No es con dinero como se pagan esas cosas, bien lo sabes. —Goya sonrió. Había enganchado ya al ministro; ahora sólo era cosa de tirar del hilo.
—¿Cómo, entonces? —El valido no esperaba esa respuesta.
—Favor con favor se paga, que dicen en mi pueblo. —Y Goya comenzó a recoger el sedal. Ya tenía a la presa enganchada en el anzuelo.
—Pide, pues, Francisco. Si está en mi mano será un placer hacerlo a cambio de semejante muchacha.
—Verás, Manuel —Goya forzó un tono cínico para sus palabras—. Sabes la admiración que le profeso a mi amigo Gaspar de Jovellanos.
Godoy se quedó sorprendido, pues no había esperado que el pintor le saliera con ésas.
—Lo sé, Francisco —le contestó, poniéndose en guardia.
—Pues bien —siguió Goya armándose de valor. Iba a dar el paso definitivo de lo que había convenido con Torrellas—. Desde que Floridablanca mandó a presidio a Cabarrús con esa falsa imputación del contrabando de moneda lo veo tan afligido por estar tan alejado de los asuntos públicos que me temo que esté pensando en alguna locura.
—No es la impresión que me dan de él mis agentes en Asturias.
—Créeme, Manuel. Gaspar es el mejor amigo del banquero y ambos son amigos míos y, aunque a veces andemos a la greña con los matices de nuestras ideas, porque todos nosotros sabemos respetar la importancia de la razón para liberar las mentes de los hombres, nuestra solidaridad va por delante de todo lo demás —mintió Goya al reservarse para sí la conversación con Gumersindo de Torrellas.
—Y la luz también, ¿verdad?—dijo socarrón Godoy.
—Sí, y la luz. Pero te digo: es por ese afán de justicia y libertad por lo que me atrevo a pedirte algo a cambio de doña Pepita: quiero que saques a Francisco de la cárcel y a Gaspar lo traigas a Madrid.
Goya respiró aliviado: ya había cumplido. El valido, sin embargo, hizo una mueca de disgusto, volteó con cierto desánimo el mentón a un lado y otro, como quien niega la posibilidad a sus propios pensamientos, y dijo:
—¡Ya....! ¿Quieres que rehabilite a Cabarrús...?
—Y a Jovellanos —añadió Goya de inmediato.
—Entiendo... —repuso el valido mientras caminaba de un lado a otro del estudio.
Durante un rato sólo se escucharon los pasos de Godoy sobre la tarima del estudio. Las espuelas tintineaban como si fueran un eco metálico al ritmo seco de la zancada.
—Piénsalo, Manuel. Y permíteme que meta las narices donde no me llaman, pero no estaría nada de más que reforzaras tu posición en el gobierno con el apoyo de ciertos liberales que gozan de la simpatía de Francia, y más ahora con una paz recién firmada que abre el tiempo de las concesiones y los favores mutuos. Al fin y al cabo, como se dice en mi tierra, si no puedes con el enemigo, únete a él.
—Tal vez tengas razón, Francisco. Y no es difícil conseguir la absolución de Cabarrús, pues en las cosas de los jueces no es complicado entrometerse, pero veo más delicada la vuelta de Jovellanos, pues después de todo no se trata tanto de un caso de destierro como de un apartamiento a sueldo. No obstante, podría considerarlo.
—Quiero, además, que sepas que este retrato —y señaló el lienzo cuyos primeros trazos en carboncillo, días atrás, habían crecido hasta convertirse en masas de color y gestos de pincel que retrataban con notable brillantez en el gran lienzo armado en el caballet la ensoberbecida figura sentada del valido— es un obsequio de este humilde pintor que te admira.
—¡Por Dios, Francisco!, parece que se te vaya la vida en la de tus amigos.
—Y es que se va en ella, Manuel. Sólo la amistad perdura.
—Tal vez sea cierto eso, pero ¿no crees que hemos hablado de otras cosas que también hay que cuidar?
—Sí, claro. —Goya sabía por dónde iba el valido, pero no le dio tiempo a acercarse al sitio porque Godoy se le adelantó.
—Y hablando de ellas, por cierto, ¿cuándo crees que doña Pepita estaría en disposición de verme?
—Cuando tú digas.
—Óyeme bien, Francisco. —Godoy se aproximó al pintor como quien se dispone a hacer una confidencia—. Dentro de una semana hay una gala en el palacio de la duquesa de Alba, a la que acudirán los reyes y el pleno de la nobleza y la corte. Doña Cayetana celebra que al día siguiente comienza su turno de camarera de la reina, que como bien sabes es un honor que María Luisa de Parma otorga mensualmente a las más distinguidas de entre las principales de la corte. Luego habrá baile y podría ser una excelente ocasión para que me presentes a Pepita.
—Ya quisiera, pero ni ella ni yo estamos invitados a cosa tan principal.
—Daos por invitado, caballero —se burló Godoy, tratándolo de vos—. Esta misma tarde haré que un mensajero le pida a la duquesa de Alba que te haga llegar la invitación y tú se la participas a doña Pepita. Si todo sale bien, cuenta con que tu amigo Cabarrús estará en la calle pronto y que Jovellanos volverá pronto a Madrid a la espera de destino en mi gabinete. Esto segundo me llevará más tiempo, pero te doy mi palabra que cumpliré contigo.
Dicho esto, y sin mediar más palabra, Manuel Godoy y Álvarez de Faria le dio la mano en señal de pacto a Francisco de Goya y Lucientes, se colocó el sombrero y caminó hacia la puerta.