27

La humillación

Madrid, palacio de El Escorial

(2 de noviembre de 1807)

Es más que un crimen, es un error.

Joseph Fouché

Lo que anunció el guardia fue la obligación del heredero de acudir a declarar como consecuencia de su prendimiento. Caballero, el ministro, ordenó al gobernador interino del Consejo, Arias Mons Velarde, que dirigiera los interrogatorios. A la vez sucedió que el rey escribió a Godoy instándolo a que se presentara en El Escorial porque quería tenerlo cerca en el procedimiento. Godoy, que todavía no se podía levantar de la cama, ordenó que saliera para El Escorial una tropa suelta de cuatrocientos hombres al mando del coronel Peña —que era el comandante del primer batallón de infantería ligera de Aragón y que se encontraba con sus tropas en Fresneda— a fin de proteger el palacio, como primera medida de cautela. En ese momento corrían por Madrid muchos rumores respecto a la autoría de la anónima denuncia. Unas versiones ponían en mano de una dama de la reina la aparición del anónimo, oí ras en las de un criado del príncipe, pero iba ganando cuerpo que todo era una añagaza del propio Godoy para implicar al heredero.

Ese infundio, fomentado por «la camarilla», soportaba su eficacia en algo real: las relaciones de Godoy con Napoleón se estaban deteriorando por momentos y el heredero quería ocupar ese hueco desde el día en que había muerto su mujer. La actitud antifrancesa de María Antonia de Nápoles había influido notablemente en Fernando de Borbón; pero, muerta ésta, los consejeros del príncipe le hicieron ver que tendría que buscarse un padrino poderoso si quería desplazar a Godoy, y nadie mejor que Napoleón. Y, viendo que el valido no quería depender absolutamente de los franceses y que había comenzado acercamientos secretos con los ingleses, «la camarilla» empezó a acercarse a Napoleón pidiéndole ayuda y protección mientras Godoy se hacía cada vez más sospechoso al emperador. Napoleón jugaba así a todas las cartas, que le daba igual el juego si la prenda era la corona de España para el imperio francés, y su embajador Beauharnais era su agente en Madrid cerca del príncipe Fernando. En ese sentido la explicación que daban los conjurados era que todo era un montaje de Godoy a fin de mejorar su posición en España si conseguía desactivar al heredero en su reciente política de acercamiento a Francia. Sin embargo, los amigos de Godoy imputaban la autoría a Beauharnais. No dejaba de resultar paradójica la recién estrenada relación entre la aristocracia más reaccionaria de España y el gobierno revolucionario francés, hijo de aquellos que habían segado el cuello de tantos parientes de «la camarilla».

El interrogatorio se llevó a cabo, y las consecuencias fueron demoledoras para el príncipe de Asturias, que fue arrestado definitivamente a causa de lo que contó. El príncipe hizo caso omiso de lo que le había recomendado Escoiquiz y, considerándose humillado, se exasperó durante el interrogatorio y no respondió directamente, ocultó muchas cosas, torció casi todas sus respuestas y faltó en muchas de ellas al respeto debido a la autoridad de su padre, que no tuvo más remedio que pronunciar su arresto definitivo. Carlos IV, asustado de lo que se les podía venir encima a todos, volvió a llamar a Godoy, que tardó cuatro días en poder acudir a El Escorial.

* * *

—Ni como rey ni como padre —le dijo Carlos IV a Godoy en el instante en que el Príncipe de la Paz se personó en palacio, aquejado todavía por las fiebres— podría yo perdonar a mi hijo sin faltar a mis deberes y exponerme al menosprecio.

—Señor... —Godoy se acercó al rey, que estaba hecho un mar de lágrimas—. Debéis obrar como rey antes que como padre.

—¡Yo, tan bueno con él! ¡Yo, tan buen padre...! —gimoteaba Carlos IV sin atender a razones—. ¡Haberme engañado así! ¡Haberme puesto en tal conflicto! ¡Haber hollado mis respetos y haber comprometido la suerte de mis reinos pidiéndole a escondidas una esposa al enemigo de mi casa!

Carlos IV se refería a otro escrito del príncipe remitido a Napoleón e interceptado por los agentes de Godoy, donde Fernando reclamaba tener al emperador como suegro, porque le decía «padre» en la misiva, a fin de mermar la influencia de Godoy en quien se tenía por su progenitor biológico.

—¡Haberle abierto así el camino para que pueda sojuzgarnos...! —insistía el rey en lo que era un soliloquio, porque Godoy callaba a todo cuanto oía—. Y ¿qué dirán de mí nuestros vasallos, si lo perdono? ¿No podrían persuadirse de que he partido de ligero en lo que he hecho? ¿No pensarán tal vez que yo lo he calumniado, y no dirán tus enemigos —le decía a Godoy tomándolo de la mano— que tú me has sugerido cuanto he obrado?

—Señor, debéis perdonar a vuestro hijo porque... —empezó a decir Godoy, cuando el monarca volvió a interrumpirlo, cada vez más nervioso.

—Ven, verás lo que ha escrito en contra tuya y, por rechazo, en contra mía y en contra de su madre. —Y le acercaba uno de los papeles confiscados en el gabinete del príncipe de Asturias—. No se perdonan en tres días tantos delitos, sin que aquellos que nada han visto por sus ojos los crean calumnia. Siguiéndose el proceso los tendrá todo el mundo por ciertos y será entonces cuando, perdone o haga justicia, mi honor quedará a salvo.

De esta manera hablaba Carlos IV, y le sobraba la razón en cuanto decía, que su hijo lo había metido en un callejón sin salida ya que, resolviera como resolviera, el daño estaba hecho y los franceses esperando.

—Señor —insistió Godoy devolviéndole el papel sin leerlo—, este asunto no debéis resolverlo desde el corazón, sino desde la razón de Estado.

—¿Cómo?

—Es menester, majestad —y Godoy, sobreponiéndose a la fiebre, intenté explicar lo que había reflexionado durante el viaje desde Madrid—, cerrar a Bonaparte aquella puerta por donde podría entrar en vuestro reino con máscara de amigo y, al fin de fines, suplantarnos.

—¿Y cómo hemos de hacerlo?

—Bastaría que el príncipe don Fernando invocase públicamente vuestra augusta misericordia y pidiera perdón por sus faltas retractándose de ellas.

El rey se quedó pensando la propuesta del hombre en quien tenía mayor confianza, que no en vano los dos tenían a la misma mujer por suya y algunos de los que pasaban por hijos del monarca bien sabía don Carlos que venían de la simiente de su amigo. Después de un rato en silencio, Carlos IV se encaró con Godoy.

—¿Quién crees que debería ser el medianero que fuese a aconsejarle estos oficios?

—Debéis ser vos mismo, majestad.

—¡No, Manuel! —Carlos IV reaccionó de inmediato—. Yo me degradaría si diera tal paso.

—¿Caballero, entonces?

—Tampoco, Manuel. El ministro podría divulgarlo luego. Podría valer; pero, aparte de la reserva, sucede que Fernando inferiría al instante que iba de acuerdo con nosotros, y tomaría más alas. A ti, que te ha ofendido en tanto grado y en nada te has hallado del proceso, es a quien toca un acto generoso, y tú sabrás hacerlo como cosa tuya, sin que él penetre nuestro acuerdo.

Y a Godoy no le quedó más remedio que aceptar la encomienda, cosa que hizo de inmediato.

No se molestó en llamar a la puerta de la habitación del príncipe. Los soldados apostados en el quicio se la abrieron anunciado su nombre en voz alta.

El príncipe Fernando, que no esperaba la visita, se mordía las uñas y las escupía en la esquina, junto a la cortina. Inmediatamente se puso de pie, y del desconcierto pasó en un instante a la simulación. Recordó la instrucción de Escoiquiz, vio de cuán poco le había servido el orgullo en la vista, y se tiró a lo hondo de la hipocresía por si por ahí podía salvar su pellejo.

—Manuel mío —clamó llorando e hipando como un niño—, yo te quería llamar, ya iba a llamarte... Me han engañado y me han perdido esos bribones... Nada he guardado en contra tuya... Yo quiero ser tu amigo... Tú me podrás sacar de esta aflicción en que me encuentro.

—No he venido con otro objeto —respondió Godoy muy circunspecto—, malo y calenturiento como me hallo, que vuestra alteza me está viendo...

—Sí, estás ardiendo... —dijo el príncipe, a quien el asunto de la salud del valido le importaba una higa.

—Y ardo también —le dijo Godoy en lo que prometía ser una conversación de pícaro a pícaro— de amor a vuestra alteza, el hijo de mis reyes, el que yo tuve tantas veces en mis brazos, por quien daría mil vidas que tuviera.

—Yo estoy muy cierto de lo que dices —volvió a mentir el príncipe—. Tú no vendrías a verme de la manera que has venido, sino para consuelo de mis penas. Habrás hablado con mis padres, ¿no es verdad?

—Sí, ahora mismo. —Esa era la primera verdad que se decían.

—¿Están muy enojados? ¿Podré esperar que me perdonen? —El príncipe era un buen actor, pero esa pregunta era sincera, pues estaba muy asustado.

—Son vuestros padres, alteza. —Que era tanto como no decir nada.

—Yo lo he declarado todo, he denunciado a todos los bribones sin ocultar a ninguno. ¿Qué más señal puedo dar de mi arrepentimiento? Si me quedase alguna cosa por hacer, que sepas que estoy dispuesto a lo que haga falta para dar satisfacción a mis queridos padres... y a ti también; a ti te pido perdón...

—Señor, señor —lo interrumpió Godoy, que tampoco era torpe sobre las tablas—, la distancia es inmensa para que vuestra alteza obre de ese modo con un esclavo de su casa... La única cosa que yo deseo y le ruego es que vuestra alteza mude de concepto en cuanto a mí, porque no he venido a otro fin que al de pedir por vuestra alteza.

—Manuel, Dios te lo premie —prosiguió Fernando—. Te he dicho ya que iba a llamarte. ¿Quién podía ser mi medianero que no temiera hacerse sospechoso pidiendo en favor mío? Yo he escrito ya muchos horrores con objeto de enviarlos a sus majestades; pero era menester un hombre como tú que se encargase de llevarlos, que intercediese al mismo tiempo y que pudiese ser oído sin desconfianza. No he visto aún más que a Caballero, y me ha desconsolado diciendo que no es tiempo ya para las disculpas.

Manuel de Godoy no creía ninguna palabra de las que pronunciaba el príncipe de Asturias; pero también comprendía que esa situación precaria no podía seguir alargándose más tiempo. El Príncipe de la Paz sabía que estaban sentados en un barril de pólvora y que en cualquier momento podía pasar cualquier cosa, y la menos grave era que Napoleón se quedara con España, que la peor podía ser una réplica de lo que le había costado el cuello a Luis XVI. El valido aún guardaba en la memoria los sucesos revolucionarios, y no estaba dispuesto a que eso pasara en España. «Aunque este príncipe cobarde y cabrón se lo merece —pensó recordando la guillotina—, pero sus padres no.»

—Estad seguro de que intercederé por vos ante vuestros padres e insistiré en que se os vea y se os escuche. Para conseguirlo debéis confiar en mí y haced lo que os pida.

—Di me lo que he de hacer...

—Permitidme que os sugiera la necesidad de escribir una carta, firmada por vuestra mano, pidiéndoles perdón y que yo entregaré a vuestros padres, lisa será la mejor prueba de vuestro arrepentimiento.

Antes de terminar de hablar Manuel de Godoy, el príncipe de Asturias se había sentado en la cama, único mueble doméstico que le habían dejado en su estancia, y, apoyándose en una carpeta que había en su cabecera, junto a los útiles de escribir, ya se disponía a escribir al dictado.

—Dime qué he de poner.

—Excelencia, escuchadme primero —dijo Godoy, poco dispuesto a dictarle nada; quería que fueran las propias palabras del príncipe las que se clavaran en el papel—, y luego expresad vos lo que sentís.

El príncipe levantó la pluma de ánsar del papel y se quedó mirando a Godoy.

—En primer lugar —continuó el valido, satisfecho de la docilidad del de Asturias—, debéis hacer mención de vuestro sincero arrepentimiento y que habéis sido conducido con engaños a esta situación.

—Vale... —Y Fernando de Borbón tomó una nota.

—De inmediato, y a continuación de vuestro arrepentimiento, debéis indicar todos y cada uno de los nombres de los principales nobles que han participado en esta conjura.

—Ya los he declarado en el interrogatorio...

—Repetidlo otra vez. —«Que lo que abunda no daña», pensaba Godoy, que quería ver hasta dónde llegaba la felonía del rapaz.

—Lo haré... —Tampoco al príncipe le importaba delatar otra vez a los mismos, porque ya iban detenidas más de doscientas personas como implicadas.

—Y, para acabar, rogad con humildad el perdón de vuestro padre y, sobre todo, pedid a vuestra madre que interceda ante don Carlos para restituiros en su confianza. No dejéis de mencionar que haréis lo que ella os pida como mejor prueba de vuestra recobrada lealtad.

El príncipe se aplicó a la tarea y, mientras Godoy jugaba con sus guantes en aquella fría mañana de otoño, al poco rato redactó dos pliegos, uno para cada uno de sus progenitores.

—Ya he concluido —anunció el príncipe de Asturias.

Godoy, sin darle más importancia, se aprestó a recoger lo que aquél había escrito y procedió a doblarlo para entregarlo a los reyes.

—¿No las lees, Manuel?

—No, alteza. Mi confianza en vos es total, como ya os he dicho al principio —seguía fabulando Godoy—. Lo que aquí habéis escrito pertenece a vuestra intimidad y a la de vuestros padres. No osaría interponerme ni lo más mínimo ante ninguna de las dos.

—Manuel, te lo ruego, léelas. Así tú serás mi testigo de cuanto digo en ellas y, por eso, nadie podrá dudar de mis intenciones. Estás a tiempo de sugerir cualquier corrección que desees y no dudes en hacerlo si te parece oportuno, pues también será del agrado de mis padres. En estas cartas va mucho más que un escrito. ¡En ellas está mi futuro!

Godoy, sin prisa, se dispuso a leer la primera de ellas. Su caligrafía, redonda y clara, parecía la de un párvulo; no terminaba los finales de las palabras en casi ninguna de sus letras, y su indecisión era patente. A duras penas pudo reprimir una amplia sonrisa. La vileza y la cobardía manaban de todas sus líneas, porque quien las había escrito no tenía ningún reparo en delatar, traicionar y acusar a todos con tal de salvarse. «Si algún día llega a ser rey este personaje —pensó Godoy al leerlas—, el destino de España será tan negro como su alma.» Así rezaba la que había escrito a su padre:

Señor:

Papá mío: He delinquido, he faltado a Vuestra Majestad como rey y como padre; pero me arrepiento y ofrezco a Vuestra Majestad la obediencia más humilde. Nada debía hacer sin noticia de Vuestra Majestad; pero fui sorprendido.

He delatado a los culpables, y pido a Vuestra Majestad me perdone por haberle mentido la otra noche, permitiendo besar sus reales pies a su reconocido hijo, Fernando.

Y si esas letras eran un monumento a la cobardía y a la simulación, la que escribió a su madre lo eran al cinismo:

Señora:

Mamá mía: Estoy muy arrepentido del grandísimo delito que he cometido contra mis padres y reyes, y así con la mayor humildad le pido a Vuestra Majestad se digne interceder con papá para que permita ir a besar sus reales pies a su reconocido hijo, Femando.

Me parecen adecuadas, excelencia —fue todo cuanto salió de la boca de Godoy.

—¿No deseas que corrija ni añada nada?

No, alteza. Son perfectas como están, reflejan perfectamente cómo sois verdaderamente.

—A ti te lo debo, Manuel.

«A Escoiquiz, muchacho, a Escoiquiz —corrigió el valido para sus adentros—. Un monstruo así sólo sale de las manos de alguien tan siniestro como él.»

—¿Sois consciente, alteza —Godoy quiso catar una vez mas la insana moral del heredero—, de que vuestras acusaciones provocarán muchos destierros y que eso siempre lleva emparejado el odio y la venganza? Con esto os crearéis muchos enemigos.

—La lealtad a mis padres está por encima de ellos, Manuel —respondió con un aplomo que desconcertó aún más a Godoy.

—Quedad en paz, alteza, y rezad para que mi misión tenga éxito, pues yo por mi parte haré todo lo posible para restauraros en la confianza de vuestros padres.

—Así lo espero —dijo el príncipe, tan contento. La visita de Godoy era para él un asidero y no pensaba desaprovecharlo—. Gracias a ti, querido Manuel, espero que se me haga justicia. Si lo consigues, te demostraré que puedo ser el mejor de tus amigos y el más agradecido de todos —le dijo mientras besaba la mano del amante de su madre.