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La traición

Madrid, palacio de El Escorial

(26 de octubre de 1807)

La cobardía es madre de la crueldad.

Barón de Montesquieu

El gemido del rey Carlos IV llegaba claramente hasta el gabinete de la reina. En medio de la noche serrana, los hipidos del monarca se sentían como el llanto de un niño que no se duerme, como el de esas criaturas que se desvelan, a veces, por las noches a causa de las pesadillas de quien teme a lo desconocido.

María Luisa de Parma, a poco más de unos metros, en sus habitaciones, cerró el libro que tenía entre las manos, una edición muy lujosa de La filosofía en el tocador, disimulada en sus tapas como si fuera un breviario, y puso atención en esos hipidos que sonaban al otro lado de la puerta de su dormitorio. Todavía llevaba en los ojos las últimas palabras que había leído del marqués: «Nada ahorraremos para pervertirla y degradarla, para arrasar con todos los falsos principios de moral con los que hayan podido aturdiría; en dos lecciones quiero volverla tan perversa como yo... tan impía... tan dada a los excesos». La reina se levantó incómoda, había reconocido el timbre de su marido.

Si bien era cierto que desde hacía días la salud del monarca estaba debilitada, eso no le parecía a María Luisa de Parma razón bastante para que su pacífico marido la emprendiera con una llantina nocturna. A la reina le daba igual que su consorte llorase o piase pero, en el fondo, se complacía en verlo así, quejoso y dolorido, tal era el grado de desamor a que había llegado la real pareja. Para María Luisa de Parma era una satisfacción ver sufrir a su esposo, y encontraba placer en ello. Estaba harta de su marido y de la vida que llevaba a su lado. María Luisa despreciaba a Carlos desde el mismo momento en que se había casado con él, y le había usurpado todo cuanto tenía el entonces heredero, empezando por la corona cuando falleció su suegro, pues desde entonces ella y sus amantes habían sido los verdaderos motores del gobierno.

Pero, a pesar de eso, hacía años que se había cansado de obrar a través de su esposo, y ya quería que la Providencia se lo llevara pronto al Postrero Juicio, porque quería que Manuel Godoy se hiciera cargo de todo. Deseaba vivir a sus anchas cuanto antes con su amante, porque creía que Manuel Godoy, además, metería en vereda de una vez por todas a su hijo, que no cesaba de obrar contra ella, y más desde que el príncipe don Fernando había quedado viudo de María Antonia de Nápoles en mayo del año anterior, apenas cinco años después de casarse.

La reina, complacida en el fondo por el dolor de su marido, dio un par de vueltas por la habitación y, mientras los hipidos seguían entrando por debajo de la puerta, se sentó delante de su tocador para cepillarse el pelo. «A ver si se le pasa la llantina de una puñetera vez», pensó mientras cogía un cepillo de carey para deshacerse las guedejas.

María Luisa de Parma estaba harta de su marido, de la familia de su marido y, también, de las maquinaciones de su hijo y, cómo no, hacía responsable de ellas a Escoiquiz. «Ese canónigo cabrón —decía siempre— que ha envenenado el corazón de Fernando con tantas insidias contra mí y contra Manuel.» La última había sido imputar a Godoy la muerte de su nuera. Y, si bien era cierto que a Godoy nunca le había gustado ese matrimonio, había que buscar en su mala salud la causa auténtica de la muerte de la joven. La verdad es que el matrimonio fue mal desde el principio, porque cuando la napolitana conoció por fin en Barcelona a quien el destino llamaba para ser padre de sus hijos no pudo reprimir su desolación. «El príncipe bajó del coche y yo lo vi: creí desmayarme; en el retrato parecía más bien feo que guapo; pues bien, comparado con el original es un Adonis, y tan encogido. Os acordaréis que el marqués de Santo Teodoro escribía que era un buen mozo, muy despierto y amable. Cuando está uno preparado encuentra el mal menor; pero yo no creí esto, quedé espantada al ver que era todo lo contrario», escribía la joven novia a su cuñado el archiduque Fernando y poco faltó para que la reina de España supiera de las opiniones de su nuera.

Y no sólo eso, que meses después de vivir juntos seguían sin consumar el matrimonio. «El marido no es todavía marido, y no parece tener deseo ni capacidad de serlo, lo cual me inquieta mucho», decía la reina de Nápoles, refiriéndose a la impropia virginidad marital de su hija, a su embajador en Madrid. Y si eso era a los tres meses de casados, las cosas se ponían peor un par de meses después, en que la suegra del heredero de la corona volvía a escribir de su débil yerno que «mi hija está desesperada. Femando es enteramente memo; ni siquiera un marido físico, y por añadidura un latoso, que no sale de su cuarto. Ni siquiera animalmente es el marido de mi hija». Tan grave era el asunto que la madre del inapetente, que para esas cosas del sexo no paraba en barras, decidió tomar cartas en el asunto y mandó a un cura, un tal padre Fernando, a que adoctrinara a su vástago en sus nuevas obligaciones. «Acaba de estar conmigo —decía María Luisa de Parma en una carta a Godoy de febrero de 1803— con la respuesta de lo que sabes que le encargamos: le ha dicho que hacía mucho tiempo que no había hecho nada con su mujer, pero no le ha dicho el porqué, ni el buen cura se lo ha preguntado; sólo dice que le halla tímido, cobarde. ¿Crees que debo hacer algo yo —le preguntaba al valido—, o envío al padre Femando otra vez, para que hable más claro con mi hijo?»

Al parecer fueron precisos once meses para que Femando le perdiera el miedo al asunto y acudiera al débito carnal como estaba mandado, con tal fortuna que la napolitana quedó preñada y el príncipe, desde ese momento, no cesaba de hacerle el amor pues estaba, y nunca mejor dicho, como niño con juguete nuevo. Pero como quiera que la salud de la novia era de todo menos fuerte, ese embarazo dio en terminar en aborto, que le vino en El Escorial, y lo mismo pasó con el siguiente, que le sucedió en La Granja de San Ildefonso dos años después. De ese segundo aborto María Antonia no se recuperó y Dios se la llevó con ella la tarde del 21 de mayo de 1806.

El siniestro Escoiquiz se aprovechó de esa muerte y propaló que la princesa había muerto envenenada por órdenes de Godoy porque, al parecer, apareció suicidado el boticario de palacio y la policía que mandaba el valido hizo desaparecer una presunta carta que el muerto había dejado a sus pies. Y, dado que el verdadero dueño de la voluntad de don Fernando era el canónigo, sucedió que lo que Escoiquiz sabía de sobra que era un infundio contra Godoy se convirtió para don Femando en una verdad del tamaño de una casa. Y como para el príncipe no había canallada que saliese de Godoy donde no viese a su madre, y también a la inversa, culpó, por extensión, a María Luisa del fallecimiento de su mujer. Así añadía una perla más a la lista de contenciosos con su madre.

La reina de España, que seguía sin dormir por culpa de los lloros, que no cesaban y ya duraban más de media hora, dejó de peinarse con un gesto de fastidio. Sentada delante de su tocador y alumbrada por dos candelabros de seis velas a cada lado de su cara, se quedó mirando la imagen que le devolvía el espejo. Ella misma se asustó al verse, porque sin afeites y sin colorete el resultado era aterrador. En su cara desdentada y sin apenas labios se marcaban tantas arrugas como maldades se guardaban en su alma, y eso, incluso para ella misma, era demasiado desagradable. El caso es que se levantó deprisa queriendo esconder la imagen del espejo y se quedó escuchando, cada vez más molesta, los gemidos de su marido. Con la misma decisión con que se había levantado del tocador salió de su habitación y caminó un corto trecho por el pasillo alumbrándose con uno de los candelabros. Cuando llegó a la puerta del dormitorio de quien era el padre de alguno de sus hijos entró sin llamar siquiera.

—Carlos, ¿por qué lloras, se puede saber? —dijo, casi increpándolo, según cerró la puerta tras ella.

Embutido en una bata de brocado y con pantuflas de franela, el rey tenía la cabeza vencida sobre su escritorio y escondida entre los brazos, como si no quisiera que lo vieran.

—¿Es el reuma, es la gota, o qué demonios te duele esta noche? —añadió María Luisa.

El rey, por toda respuesta, aumentó aún más sus sollozos. Al sentirse observado por su mujer, Carlos redoblaba sus lamentos y se quejaba de lo que fuera con más ardor.

—¿Quieres decirme de una vez qué coño te pasa, Carlos?

El rey, que tenía un papel doblado delante de él, levantó la cabeza y con los ojos arrasados en lágrimas lo tomó y se lo ofreció a su mujer, que lo miraba con cara de absoluto desprecio.

—Es una conjura, María Luisa... Me he encontrado esto aquí hace un rato, doblado encima del atril. —Y señalaba tembloroso un pequeño facistol que había en su mesa para sujetarle los libros.

—Pero qué estúpido eres, Carlos —dijo la reina, acercándose para coger el papel—. Una conjura, una conjura... —se burlaba—. Te inquietas por un simple papel y te pones a llorar. Pero, Carlos, ¿con cuántas conjuras nos han amenazado? ¡Contesta!

El rey seguía haciendo pucheros. Si no hubiera sido por lo patético de la situación y por el desprecio que sentía por su marido, María Luisa se hubiera echado a reír.

—Mírate —dijo—. ¡Su majestad, el rey de España, llorando como un crío a escondidas en su habitación por un escrito anónimo! ¡Me das pena!

María Luisa de Parma dejó el candelabro encima del escritorio de su marido y cogió el papel que le ofrecía.

—Alguien se está burlando de ti, Carlos, pero eres tan simple que no te das cuenta. Piensa, ¿cuántas conjuras hemos vivido? ¿Y no nos ha librado de todas el querido Manuel?

—Sí, pero esta vez es otra cosa. —Y el rey, que seguía hipando, le indicaba con el dedo el papel para que lo leyera.

—Anda, calla —le respondió María Luisa—. El duque de San Carlos, el golfo del de Medinaceli y Ceballos, ese ministro traidor amigo tuyo, no hacen otra cosa que injuriarnos y enfrentarnos con Fernando. Tú tienes la culpa de que esto ocurra: destiérralos para siempre de la corte. Pero no te atreves, ¡calzonazos!

El rey, que no había dejado de moquear y sollozar, redobló sus lamentos al oír el nombre de su hijo.

La reina desdobló el billete y comenzó a leerlo. Su semblante fue cambiando según llegaba al final del documento.

En sus manos tenía un papel escrito con tres luegos con letra disfrazada y muy temblona, sin ninguna firma, en donde se leía que el príncipe Fernando preparaba un movimiento en el palacio, que peligraba su corona y que la reina María Luisa corría un grave riesgo de morir envenenada; que urgía impedir aquel intento sin dejar pasar un instante, y que el vasallo fiel que daba aquel aviso no se encontraba ni en posición ni en circunstancias para cumplir sus deberes de otra manera.

—¡Carlos! —gritó descompuesta—. ¿Hasta dónde vas a permitir que llegue este mentecato de hijo?

El rey se levantó con los ojos anegados en lágrimas. Había dejado de hipar mientras su esposa leía el escueto anónimo y ahora se acercaba a ella, tembloroso.

—Pero ¿qué le hemos podido hacer para que se porte así con nosotros?

—¡Cállate, estúpido! ¡Nosotros no le hemos hecho nada! —dijo la reina, estrujando el papel de la denuncia—. ¡Llámalo ahora mismo a tu presencia y pídele explicaciones de esto! Hay que descubrir a sus cómplices y encarcelarlos inmediatamente.

—Pero... ¿tú crees que esto es verdad?

—Desde luego, marido. Manuel ya me había avisado hacía semanas que nuestro hijo se traía algo entre manos. Yo misma me lo barruntaba también.

Lo que había puesto a la reina tras la pista de una posible maniobra de su hijo había sido un asunto bastante impropio en los quehaceres recientes de su hijo y que, por tanto, había despertado las sospechas de su madre, que no lo perdía de vista. En esa familia de desquiciados sucedía que el padre pasaba de los asuntos de Estado; la mujer, del marido; los dos, de sus hijos, y el heredero despreciaba al padre y odiaba a la madre casi tanto como al ministro. Con esos mimbres sólo se podía trenzar un cesto lleno de agujeros y si, para colmo, el único sensato de toda esa tropa, que era Godoy, tenía enfrente a casi todos los nobles y la Revolución había cuajado al otro lado de los Pirineos, estaba claro que en España la estabilidad de los Borbones pendía de un hilo, el que había tejido Godoy con sus amigos liberales que habían aceptado, al menos de momento, templar gaitas con la corona. En ese escenario de equilibrios inestables, la estupidez y el egoísmo del heredero podían mandar todo al traste. Don Fernando de Borbón, que desde que estaba viudo era un saco de nervios, se había propuesto, decía que para ocuparse en algo, figurar en la palestra literaria, traduciendo alguna obra de importancia. Fuera por su voluntad, o fuera —lo más probable— influido por Escoiquiz, eligió para esa tarea un texto de Vertot, Las revoluciones romanas. Era evidente que la desordenada mente del príncipe de Asturias no estaba para pinitos literarios, incapaz, casi, para escribir dos líneas seguidas con cierto fuste; por ello quedaba claro que el canónigo preceptor había inducido la pirueta cultural del amodorrado heredero a fin de desestabilizar un poco más, si cabía, la precaria situación pretendiendo avisar por boca de su pupilo del riesgo revolucionario que el cura veía escondido en las casacas de los ministros de Godoy. Cuando el príncipe, que seguramente no calibraba el calado de lo que estaba haciendo, terminó la traducción del primer tomo, cosa que hizo en secreto, la envió con la misma reserva al juez de imprenta, para que la viera y corrigiese los defectos que encontrase. El abate Juan Antonio Melón, que tal era el juez, cumplió con su oficio y devolvió el texto corregido. Fue entonces cuando el príncipe de Asturias dio el paso de publicar la obra y Melón, que era un liberal y debía su puesto a Godoy, puso al ministro en antecedentes de las actividades de don Fernando y al mismo príncipe le dijo, siguiendo instrucciones de Godoy, que un trabajo del heredero de la corona necesitaba, para publicarse, el permiso del rey. Como quiera que don Fernando no quería pedir ese permiso, el abate Melón le insistió en la obligación de hacerlo y en esa porfía estuvieron tiempo, lo bastante para que Godoy tuviera que intervenir en el asunto. Fuera por lo tesonero del príncipe, o porque Godoy le dijo al abate que levantara la mano, el caso es que el libro salió de la imprenta de Fermín Villalpando con una modesta y discreta referencia a la naturaleza de su traductor, que a estos efectos se identificaba en las guardas de la obra con unas sencillas iniciales: F. de B.

Cuando el libro estuvo en la calle fue el propio príncipe quien visitó a su madre para entregarle un ejemplar. La reina, que aparentemente no sabía nada del asunto, se alegró de que su hijo hubiese entretenido sus desocupaciones en algo de provecho y lo felicitó por ello, hasta que vio el título del libro. «Revoluciones no, Fernando mío; tú sabes lo que odiamos ese nombre, y lo que se padece en todas partes por las revoluciones —le dijo María Luisa de Parma en cuanto apreció de qué trataba el dichoso librito—. ¿Por qué no has elegido una obra que llevara mejor título? ¿Por qué no nos lo has dicho y has observado con nosotros tan poca confianza? ¿Qué dirán los que han visto que te guardabas de tus padres para esto?»

Este asunto del libro puso a la reina en la pista de que el príncipe ya volaba solo y que era capaz de encubrir sus actos con secretos y que, cómo no, para esa acción literaria había tenido que contar con complicidades silenciosas que encubrieran la maniobra. El título era la gota que colmaba el vaso de la desconfianza de su madre: que mentar la palabra «revolución» en ese ambiente era tanto como invitar a cenar al doctor Guillotín para que tomara medidas. El caso es que la reina quiso prohibir la existencia misma de los ejemplares y fue el rey, en esta ocasión como en otras, quien sacó la cara por el heredero. Carlos IV prometió leer el libro y después, si lo consideraba oportuno, permitir su difusión, lo que disgustó a María Luisa de Parma, que conminó a su augusto esposo con sus invectivas al uso respecto al pobre don Carlos.

El rey, que no quería más broncas de las imprescindibles, decidió templar gaitas con su iracunda esposa y llamó a su hijo a capítulo, otra vez, a fin de proponerle que ocupara su tiempo con otro trabajo parecido: la traducción del Estudio de la historia, que Condillac había escrito en francés para el príncipe de Parma, que era tío del príncipe Fernando. Y a ello se puso, a regañadientes, el heredero. Y se supone que en esos días estaba enfangado en esa cuestión.

—¡Es un irresponsable y un canalla! —El rostro de la reina, cerúleo y amarillento, se crispaba como si la aquejara de repente un dolor en las entrañas. Los músculos de su cara se contraían en muecas continuas y, mientras, seguía desgranando improperios contra su hijo, su marido, Escoiquiz, los amigos de su hijo, los liberales y cuantos más se le venían a la mente.

—Mujer, no será para tanto —dijo Carlos IV, queriendo tranquilizarla.

—¡Eres un gilipollas, Carlos! Este maricón nos lleva al cadalso si no le paramos los pies —replicó ella acercándose al rey con un gesto que convertía en una bondadosa ursulina a la Gorgona.

Tanta ira le componía un rictus terrible en los labios, y por sus comisuras entreabiertas se dejaban ver los escasos y amarillentos dientes que le quedaban. Su corta y desordenada melena, recogida en un singular moño, impropio incluso para la más desaliñada y grasienta cocinera, remataba su semblante, confiriéndole un aspecto horrible y fantasmal que, unido a los sollozos del rey, hacían que de ella huyeran despavoridas hasta las sombras que su fachosa figura proyectaba en la noche.

—¡Pero vamos, muévete! —conminaba a su marido, que había vuelto a desplomarse en el sillón—. ¡Llámalo a tu presencia y préndelo! Esta vez han llegado demasiado lejos.

Absolutamente confundido, el rey la miró sin expresión, sin saber qué decir. Al cabo de un rato, mientras ella se paseaba nerviosa por la habitación, se levantó con mucho trabajo del asiento donde estaba hundido y, apoyándose en el cercano reclinatorio de su derecha, sin lograr enderezar su pronunciado encurvamiento de espalda —que lo hacía aún más anciano—, alargó la mano para que se la cogiera la reina. Ella se apartó, como si la parca le extendiera su brazo.

—Yo no estoy para ser el bastón de tus achaques, Carlos. Para eso están tus ayudantes.

El rey estuvo a punto de caer al suelo, tras el tropezón que dio con su pie izquierdo en una arruga de la alfombra que no supo esquivar.

—¡Enderézate y pórtate como un rey, cosa que dudo puedas hacer!

Trastabillando y apoyándose en cualquier objeto que pudiera dar estabilidad a su paso, el rey intentó salir de la habitación. Pero cuál no sería la sorpresa de María Luisa de Parma cuando su marido, que iba a tomar en ese instante el picaporte, se dio la vuelta, irguió la figura, tanto que pareció que crecía un palmo, y se quedó mirándola a los ojos.

—¡Basta ya, María Luisa! —La voz no parecía la suya. Carlos IV era otro hombre—. Soy el rey de España, aunque te pese, y las cosas se harán como yo diga y cuando yo diga. Así que... ¡vete de aquí ahora mismo!

Si ya de por sí María Luisa tenía mal color cuando se pintaba y pésimo cuando no lo hacía, ese poco que le quedaba se le fue del todo de la cara en un santiamén. Pareció boquear como si le faltara el aire al escuchar el inesperado plante del dueño de la corona. Era lo último que esperaba de él; pero, curiosamente, algo en su instinto de mujer funcionó como un resorte cuando oyó el grito de su marido. Ella, tan orgullosa, tan fuerte, en el fondo de su secreto se conocía mejor que nadie y sabía bien que no podía resistirse ante una orden, ante un grito o una bofetada; en el fondo gozaba al ser humillada. Godoy, Mallo y otros más, habían llegado a abofetearla en público y ella, al recibir la bofetada, se humillaba aún más, mientras su condición de mujer se esponjaba, húmeda y satisfecha. Y, si eso era en público, ¿qué no habría aguantado en la reserva de un dormitorio?

—Pero... —María Luisa comenzó a acoquinarse. Si el rey era otro, también ella parecía transformada. Estaba asustada, sumisa, a un paso de él, y donde antes guardaba desprecio ahora aparecía una actitud de extraña obediencia.

—Ni pero, ni leches, María Luisa —dijo él abriendo la puerta y señalando fuera con la mano izquierda—. Vete a tu habitación, no digas nada a nadie, y mañana, cuanto yo te lo diga, iremos a verlo. Tengo que pensar...

Y la empujó hacia el pasillo. Y, como el rey pesaba más del doble que la reina, un simple espaldarazo contra el lomo de la italiana la puso en un plisplas en la pared de enfrente.

Ella se fue en silencio, volviendo hacia atrás la cabeza de vez en cuando. Los ojos le brillaban.