CAPÍTULO 12

Jack bajó del coche, para no seguir hablando y poner a Diana en una situación sin salida, al menos no más de lo que ya la había puesto. Echó a caminar hacia su casa sin mirar atrás, aunque tenía ganas de darle un beso de buenas noches, y algo más. El hecho de no poder estar con ella hacía que ese deseo fuera casi insoportable. Sus pasos firmes hicieron crujir los escalones de madera que llevaban al porche, pero no le importó demostrar su enfado.

Sacó las llaves del bolsillo, las metió en la cerradura y, de repente, sintió que una mano le tocaba el hombro.

Sorprendido, se volvió y vio que Diana estaba detrás de él. A la luz de la luna, su cabello rubio parecía de plata, el rostro más pálido de lo normal y la ropa tan blanca que la mujer parecía casi una estatua. Diana, la diosa de la luna… y de la caza.

Sus padres le habían puesto el nombre adecuado.

- Olvidabas esto -dijo Diana, con su sombrero australiano en la mano.

Evitando tocarla, Jack cogió el sombrero y lo metió en la mochila.

- Gracias.

- Estás con el agua al cuello, ¿verdad? -inquirió Diana.

Al contemplar la sincera expresión de preocupación en su rostro, Jack se quedó inmóvil, notando cómo lo invadía un profundo sentimiento de culpa. Si las cosas no salían como él había planeado, podría herir los sentimientos de Diana, y eso era lo último que deseaba.

- No sería la primera vez -dijo Jack-. Pero soy fuerte; no tienes por qué preocuparte de mí. Adiós, Diana.

Ella se acercó, colocándose en el reducido espacio que había entre la puerta de mosquitera y la de la casa. Las llaves, que todavía colgaban de la cerradura, sonaron cuando Jack se apoyó contra la puerta.

- Tú empezaste esto, pero lo terminaremos juntos. Y me preocuparé por ti si eso es lo que quiero -le susurró Diana-. Y no me digas adiós, sólo buenas noches.

Diana se puso de puntillas, le acarició la mejilla y le besó suavemente la barbilla.

¡La barbilla!

Casi sin pensarlo, Jack le pasó un brazo por la cintura.

- Un par de centímetros más arriba y hacia la izquierda estaría muchísimo mejor.

Diana suspiró y él notó lo tensa que estaba.

- Jack…

La cogió con más fuerza y la atrajo hacia sí. Al principio, Diana se resistió, aunque no demasiado, pero acabó cediendo.

¡Qué demonios!

Se inclinó y Diana cerró los ojos, echando la cabeza hacia atrás. Él la besó suavemente en los labios, cálidos, tratando con todas sus fuerzas de no tocárselos con la lengua, y esperó a ver qué hacía ella.

Por fin le devolvió el beso. Al principio con timidez, pero luego abrió la boca, dispuesta a recibirlo. Jack la apretó contra él y la besó de forma apasionada e insistente, tratando de explorar su boca tanto como ella se lo permitiera.

Y esperaba que le dejara llegar hasta el final.

Sin embargo, había algo más aparte de la atracción sexual que hacía que Jack sintiese la necesidad de tocarla y de hacer que ella se apretara contra su erección. Además de la imperiosa necesidad de poseerla, Jack notaba cómo se apoderaba de él una intensa sensación de dicha.

- Haces que me sienta tan bien… -murmuró contra la mejilla de Diana-. Deseo tanto tocarte, estar dentro de ti…

Diana se estremeció. Respiró hondo, agitada, y sus senos se apretaron contra el pecho de Jack.

- Yo también quiero tocarte. Dios, nunca he deseado estar con un hombre tanto como contigo.

Ella le mordió suavemente el labio y le quitó la camiseta. Jack suspiró al notar cómo ella deslizaba las manos por debajo de la tela y las apretaba contra su vientre. Entonces Diana esbozó una sonrisa débil y muy femenina, inequívoca señal de triunfo. Un verdadero semáforo en verde para cualquier hombre.

Jack volvió a besarla y le asió una nalga con la mano. Diana se apretó contra él y recorrió su espalda con las manos, mientras su blusa de seda le acariciaba la piel. Ella gimió de placer contra la boca de Jack, que volvió a besarla apasionadamente.

Aquel gemido y la forma cada vez más desenfrenada con la que Diana lo acariciaba, fueron todo lo que Jack necesitó para seguir adelante.

Le deslizó la otra mano por debajo de uno de los pechos y movió el pulgar hasta que rozó la punta erecta del pezón. Pegó su boca a la de Diana, hambriento, oyendo cómo ella suspiraba mientras la acariciaba, esta vez con más fuerza.

Diana volvió a gemir y, sin dejar de besarle, se movió para que él pudiese cogerle el pecho por completo, mientras no dejaba de mover los muslos contra su cuerpo. Su respiración, errática, se sincronizó con la de él, al igual que la tensión de los músculos.

Ella le besó como en sus fantasías más salvajes, de forma ardiente, húmeda e insistente. Todo en lo que Jack podía pensar, todo cuanto deseaba hacer, era entrar con ella por esa puerta y meterse en la casa para que nadie pudiese verlos, para luego desnudarla y penetrar en la caliente intimidad de Diana tan profundamente como le fuera posible, una y otra vez.

Sin poder esperar más, le sacó la blusa de dentro de los pantalones y consiguió meter la mano por debajo. Diana se aferró a sus hombros, clavándole las uñas en la piel, y se estremeció cuando introdujo los dedos por debajo del sujetador y le acarició uno de sus cálidos y suaves pechos.

Jack le frotó el pezón con el pulgar, y Diana no pudo sino gemir y retorcerse de placer. Parecía físicamente imposible, pero Jack tenía la impresión de que todavía podía endurecer más su erección.

- Diana -musitó con voz desgarrada, pronunciando aquel nombre como si fuera sagrado, casi suplicando.

Jack le soltó el trasero y cogió las llaves, tratando de abrir la puerta, mientras las lenguas de ambos seguían enfrascadas en una exploración sin fin. La puerta no se abría. Frustrado, Jack soltó un gruñido. Era capaz de abrir cualquier cerradura en menos de tres minutos, pero en cambio no podía abrir la de su casa. Finalmente, el picaporte se movió. Empujó la puerta suavemente, en parte porque, de no hacerlo así, lo más probable era que ambos cayeran al suelo, pero también, porque todavía no deseaba que Diana se diese cuenta de que esa noche él quería tocar el cielo, si ella se lo permitía.

Jack caminó hacia atrás, entrando con Diana en la oscuridad de la casa. Ella no dijo nada ni trató de zafarse; tan sólo se aferró a él con más fuerza, como si no quisiese dejarlo escapar.

De alguna manera, Jack consiguió apoyarse en la pared y cerrar la puerta de una patada, sin soltar el pecho de Diana ni dejar de besarla en ningún momento.

Diana lo tenía acorralado contra la pared, las manos sobre sus hombros, clavándole los dedos en la carne y ofreciéndole sus pechos. Jack deslizó la mano por la espalda y trató de desabrocharle el sujetador, pero sus dedos, normalmente tan serenos, parecían no responder. Lo consiguió tras varios intentos. Poco después, ya le había quitado el sujetador y la blusa. Diana no dejaba de apretar su pelvis contra la de él mientras lo besaba como si nunca fuera a detenerse, a la vez que Jack le acariciaba los senos y le pellizcaba los pezones.

- Quítatela -murmuró Diana, asiendo a Jack por la camisa con manos temblorosas.

Él se inclinó lo suficiente como para quitarse la camisa y la camiseta, que aterrizaron en algún lugar en medio de la oscuridad, junto con la blusa y el sujetador de Diana. Luego la cogió por los hombros y se volvió hasta situarla contra la pared, bajando la cabeza para lamerle el pezón con la punta de la lengua. Jack notó cómo Diana se estremecía y la oyó gemir. Cerró los ojos, mientras ella lo cogía del cabello y lo atraía hacia sí.

La cálida piel de Diana emanaba el aroma dulce y penetrante de su perfume, envolviendo a Jack, mientras sus cuerpos se movían el uno contra el otro, tensos. Jack le besó el pezón una última vez y comenzó a mover la lengua hacia arriba, recorriendo el pecho, el cuello y la barbilla, hasta que llegó a la boca y se la besó con fuerza.

La sensación de los senos de Diana contra su pecho desnudo casi bastó para que Jack perdiese el control. Justo en ese instante ella deslizó las manos por el vientre y las introdujo dentro del pantalón de Jack.

- Me gusta cómo me tocas -murmuró él, haciendo presión contra la mano de Diana-, pero no vayas tan rápido.

- ¿Porque tú lo digas? -contestó ella, bajándole la cremallera.

Jack tragó saliva y cerró los ojos, mientras Diana metía la mano por debajo de sus calzoncillos. Contuvo la respiración durante un largo y delicioso instante, mientras ella se dedicaba a explorar su sexo, comenzando por la punta y luego bajando.

Jack dejó escapar un gruñido y, temblando, sintió cómo volvía a aparecer aquella tensión previa al alivio.

- Espera… Para -rogó, casi sin poder creer lo que estaba haciendo, e inclinó la frente hasta que estuvo apoyado contra la de Diana-. Será mejor que vayamos al dormitorio.

Diana se detuvo en seco. Jack volvió a besarla, esta vez con más delicadeza, pero con la misma determinación, saboreando el calor de su boca. Abrió los ojos y le acarició la punta de la nariz con la suya.

- Deseo tanto hacerte el amor que estoy a punto de reventar -susurró-. Pero quiero que la primera vez lo hagamos bien, no contra la pared.

A decir verdad, Jack habría podido llevarla donde hubiera querido, pero Diana necesitaba que la trataran con dulzura, con cariño. Por lo que ella le había contado, él sería el primero después de aquel bastardo que la había utilizado. Si se tomaba el tiempo necesario para tratarla como se merecía, luego también habría tiempo para un poco más de desenfreno.

No obstante, no podía esperar a tenerla entre las sábanas para besarla, tocarla y acariciar cada centímetro de su piel desnuda. Deseaba darle placer con los dedos y con la boca antes de estar dentro de ella, y la imagen de su cuerpo debajo de él le vino a la mente con tanta intensidad, que tuvo que frotarse los ojos y tomar aire un instante.

- Vamos al dormitorio -insistió Jack en un susurro-. Esta noche quiero estar contigo, y me gustaría muchísimo que tú desearas lo mismo.

Ambos se miraron. Jack quería que viera en sus ojos la verdad, el deseo que había despertado en él, la profunda y terrible soledad en la que no se había dado cuenta que estaba sumido hasta hacía unos momentos, y cuánto deseaba hacerle el amor.

De pronto, Diana frunció el entrecejo levemente y apartó la vista de los ojos de Jack que, ante ese gesto nimio pero expresivo, comprendió que la había perdido.

- No puedo -susurró ella-. Por favor. No puedo. Esto no… Todavía no.

Jack aún sentía cómo Diana temblaba, pero incluso esta evidente prueba de la lucha interna que estaba librando no fue suficiente para que él viese aliviada su profunda decepción.

Lo cierto es que no esperaba que ella aceptase. Cada vez que Diana lo había mirado, probablemente había visto en él al cabrón que la había engañado y, aunque el hecho de que lo rechazara le provocaba tristeza, enfado y una frustración terrible, tampoco podía reprochárselo.

La había llevado al límite, consciente de que le pararía los pies.

- Lo siento, Jack. No pretendía que… Yo sólo…

- Olvídalo -la interrumpió con un tono de voz inevitablemente frío-. Todavía no confías en mí, ¿verdad?

Ella se apretó contra él, pero Jack la soltó. Diana retrocedió, e incluso en la oscuridad de la casa, él percibió su mirada perdida y sintió su desconcierto.

Diana se volvió y se puso a buscar su ropa. Mientras se movía a través de las sombras provocadas por la luna y la luz de la calle, Jack vio por un instante la piel pálida y tersa de la mujer, la redondez de su pecho.

Jack se subió la cremallera y deseó darse de cabeza contra la pared.

- Besarnos y acariciarnos es una cosa; hacer el amor, otra completamente distinta -dijo ella al cabo de un momento-. A pesar de las ganas que tengo de estar contigo, hay demasiados secretos entre nosotros como para intimar de esta manera. Por lo menos para mí.

Consciente de que era mejor no discutir, Jack, todavía excitado, apoyó el hombro contra la pared. Diana se vistió en silencio. Jack vio cómo le temblaban las manos al abrocharse el sujetador, distinguió el brillo del sudor sobre su piel cuando la luz la iluminó.

A Diana le estaba costando mucho aquello.

Sólo con que la tocase y la besase de nuevo, y le pidiera cariñosamente que la acompañase al dormitorio, ella caería en sus manos. Tal vez había una parte de Diana que deseaba que él hiciera eso, que le quitara de encima esa responsabilidad, que tomara esa decisión por ella.

Y lo cierto era que Jack se sentía tentado de hacerlo. Quería creer que un rápido revolcón entre las sábanas haría que todo se arreglase entre ellos. Él conseguiría lo que quería: librarse de la presión que tanto mal le estaba haciendo y de la necesidad casi imperiosa de poseer a Diana.

Por fin, se apartó de la pared y se dirigió hacia ella. Diana se quedó inmóvil, observándolo, la respiración entrecortada.

Todo lo que tenía que hacer era tocarla y atraerla hacia él poco a poco. Por la mañana Diana lo odiaría, pero todavía se odiaría más a sí misma.

- ¿Necesitas ayuda? -le preguntó Jack.

Diana volvió a suspirar.

- Gracias, pero ya está.

Ya no quedaba mucho más que decir. Jack esperó a que Diana se arreglase el cabello, volviera a ponerse la blusa y cogiera su bolso.

- Te acompañaré al coche.

- No creo que ahora mismo sea una buena idea, Jack.

Él asintió, pues sabía que Diana lo hacía por orgullo. De todas formas, la siguió hasta el porche y la vio bajar por los escalones, la espalda y los hombros erguidos, aparentando un control total sobre sí misma.

Se dijo que aquella mujer era especial. A pesar de lo excitado que estaba y lo decepcionado que se sentía, admiraba las agallas y la convicción de Diana, así como su estilo y la gracia que demostraba bajo presión, por no hablar de su integridad.

Cuando hubo llegado abajo, Diana se volvió.

- Lo siento de veras, Jack -le dijo-. Quiero… necesito que entiendas que si pudiera, me quedaría contigo esta noche.

Jack se limitó a asentir. Si abría la boca, probablemente sería para suplicarle que se quedara.

Bueno, al menos tenía el consuelo de saber que ella no dormiría mejor que él esa noche.

Jack se quedó en el porche hasta que las luces traseras del coche de Diana desaparecieron en la oscuridad. Luego, cansado, se frotó los ojos, recogió la mochila, el sombrero y las llaves, que todavía colgaban de la cerradura, y volvió a entrar en su casa.

Una vez dentro, lo tiró todo al suelo y cerró la puerta con llave. Deseoso de permanecer a oscuras, fue a la cocina, sacó una cerveza de la nevera y volvió al salón. Encendió una lámpara sólo para coger un CD de Billie Holiday y, tras ponerlo en el equipo de música, la apagó.

Cuando la intensa voz de la cantante, llena de dolor y anhelo, llenó la habitación, Jack abrió la cerveza, se quitó las botas, se tumbó en el sofá y cerró los ojos, apoyando la botella helada en su pecho.

Todavía podía sentir su presencia, la suavidad de su piel, el peso de sus senos bajo las manos y la presión de sus caderas contra las de él. El deseo que se arremolinaba en su interior hacía que el corazón le latiera con fuerza. Jack respiró hondo y sus sentidos se llenaron del provocativo aroma del perfume de Diana.

De repente sonó el teléfono, rompiendo la introspección del momento. Se obligó a abrir los ojos, pero no se levantó. Saltó el contestador y, acto seguido, una voz ligeramente nasal que él conocía demasiado bien dijo:

- Oye, Jack, soy Steve. Escucha, tenemos que hablar, es importante. Pásate por la galería mañana por la tarde. -Se hizo una pausa-. No faltes, colega.

Lleno de rabia, tuvo que hacer un esfuerzo para no lanzar la botella contra el aparato y escuchar el satisfactorio y quebradizo sonido del vidrio al romperse.

Tal vez el hecho de perder los nervios aliviase en parte la furia que sentía por lo que Carmichael había hecho, pero no iba a resolver ninguno de sus problemas.

Especialmente, su problema más inmediato, para el cual la única cura consistía en pasar la noche entre los brazos de Diana, moviéndose dentro de ella, restregando sus cuerpos húmedos y resbaladizos el uno contra el otro, entre las sábanas retorcidas y arrugadas, escuchando los gemidos y suspiros de la mujer, que sin duda le sonarían más dulces incluso que las desgarradoras canciones de Billie.

- Mierda -farfulló, apretándose el puente de la nariz.

Al cabo de un momento, se puso de pie. La única forma de librarse de aquella tensa y molesta frustración era aliviarse a sí mismo, lo que no dejaba de ser un pobre sustituto de la situación real. Sin embargo, si no hacía algo pronto, se volvería loco de remate.

Y ahora, más que nunca, debía mantener el control.

Diana entró en la oficina y encendió las luces. Luna lo había limpiado y ordenado todo antes de marcharse, y el lugar todavía olía al aroma de limón del ambientador. Cuando se sentó en la silla de su escritorio, se vio envuelta por el olor a cuero de la misma y… el olor de Jack. Todavía percibía el aroma de la colonia de él sobre su piel, justo donde el pecho desnudo del hombre había tocado el suyo. Aquello hizo que le doliese algo en su interior, sintiendo los senos más sensibles de lo habitual. Cerró los ojos y se frotó los labios con el pulgar, recordando los besos de Jack. Esbozó una sonrisa.

Tal vez lo ocurrido aquella noche no había sido sensato ni inteligente, pero sin duda había sido maravilloso. Diana todavía sentía una vibrante ola de excitación recorriéndole el cuerpo; aún le fallaban las piernas y el corazón le palpitaba de esa forma tan desaforada y a la vez horrible que seguía a un momento de desenfreno, y que también surgía cuando uno escapaba del peligro.

Aquel hombre besaba como ninguno, y tenía unas manos tan bonitas y hábiles…

Diana casi había olvidado las duras lecciones que le había enseñado la vida aquellos últimos años. Había estado a punto de hacerlo, todo por un momento de placer que, aunque seguramente habría sido increíble, hubiese durado veinte o treinta minutos, tal vez hasta la madrugada; y luego… ¿qué?

Se habría dado de bruces contra la realidad, eso es lo que hubiera pasado.

Si Jack la hubiese presionado un poco más, si le hubiese susurrado un «por favor» al oído, ella habría sucumbido. Sin duda él lo sabía, Diana lo había notado en su mirada y en la tensión de sus músculos. Y lo cierto era que le habría gustado que Jack la hubiera convencido. Por un instante, Diana había rezado con todas sus fuerzas para que él la cogiese de la mano y la llevase a su dormitorio, pero no había sido así.

¿Por qué? Jack también lo deseaba, y se había excitado muchísimo.

Abrió los ojos lentamente. Poco después, perdida en sus pensamientos, observó su despacho en penumbra.

Finalmente, cogió el teléfono.

Uno de esos días, tendría que comprar un teléfono con opción de multiconferencia. Al ritmo que iba con Jack, iba a pasar tanto tiempo hablando a la vez con Cassie y Fiona, que tampoco sería mala idea poner una cama en un rincón del despacho.

Diana se masajeó las cejas y se preguntó qué les contaría.

¿Qué? ¿Que Jack actuaba en ella como una droga? En cierto modo así era y, aunque la ensoñación desaparecía rápido y el sentido común siempre acababa volviendo, mientras estaba entre los brazos de aquel hombre perdía la noción de todo lo demás.

¿Que la atracción sexual que había entre ellos era insostenible? Quizá sí, pero si sólo se tratara de sexo, si sólo se sintiese atraída por el cuerpo de Jack y por su belleza física, no habría ningún problema. La cuestión era que disfrutaba de su compañía, de su sentido del humor y su energía aparentemente inagotable; que deseaba pasar más tiempo con él, que se sentía atraída por su inteligencia, por su encanto, por su abrumadora honestidad y por los indicios de un honor verdadero y muy profundo. Ése era el problema.

¿O tal vez debía explicarles que, con el tiempo, había acabado preocupándose por él, y que la caza del ladrón se había convertido en algo más? Jack necesitaba su ayuda, y todavía más ahora que ella se había enterado de que Steven Carmichael también estaba involucrado.

Carmichael.

Diana tenía una ligera idea de lo que estaba ocurriendo realmente, y no le gustaba. No sería la primera vez que se hubiera encontrado con una galería aparentemente legal y honesta, pero que en el fondo fuera una tapadera para poner en circulación antigüedades robadas.

Si Carmichael estaba llevando a cabo ventas ilegales y Jack lo había descubierto, a Diana no le costaba mucho suponer que éste había perdido los nervios y se había tomado la justicia por su mano.

Diana respiró hondo. De repente, puso la espalda recta, recordando algo que Jack le había dicho cuando ella le preguntó por qué había pasado tanto tiempo en la cárcel en Guatemala sin que nadie hiciera nada.

«Eso mismo me pregunté yo, y resultó que la respuesta no me gustó demasiado», le había contestado él.

- ¡Pues claro! -exclamó Diana, cuya voz resonó por el despacho-. A mí tampoco me gusta.

Con el estómago tembloroso por la tensión, dedicó unos segundos a pensar en ello. Luego suspiró y descolgó el auricular.

Primero llamó a Fiona a su casa, pero la atendió el contestador automático. Luego la llamó a la librería, con idéntico resultado.

Se preguntó adonde habría ido su amiga, ya que desde la muerte de su marido se había vuelto bastante hogareña. Así que decidió llamar a Cassie. Esta pasaba mucho tiempo en montañas y desiertos, en busca de fósiles, o bien en el negocio familiar. Sin embargo, al ser madre soltera, con un hijo pequeño, también solía pasar las tardes en casa.

Su amiga contestó al cabo de cinco tonos.

- ¿Diga?

- Hola, Cassie. Soy Diana. Necesito hablar contigo de nuevo. ¿Tienes un momento?

- Pues claro. Travis ha ido a ducharse antes de meterse en la cama. ¿Está Fiona ahí?

- No. No está en su casa ni en la tienda.

- ¿En serio? Vaya. ¿No tendrá una cita? ¿Crees que ya ha superado la muerte de aquel tarado egoísta con el que se casó?

- No está bien hablar mal de los muertos.

- Perdona -dijo Cassie, sin el menor asomo de arrepentimiento-. Incluso después de tanto tiempo, todavía es un tema que me pone de los nervios. No me hables de él o comenzaré a echar espuma por la boca. Bueno, ¿qué pasa? ¿Problemas con los hombres?

Diana, que no estaba muy segura de por dónde empezar, guardó unos segundos de silencio, pensando qué decir.

Al cabo de un momento, Cassie dijo:

- Este silencio me suena a sentimiento de culpa. Ya te dije que le dieras una patada en el culo a tu Robin Hood.

- ¿Por qué debería escuchar tus consejos? -dijo Diana. ¿Era ésa su voz? Sonaba tan… irritada-. Como si tú nunca hubieras tenido problemas con los hombres. Los tipos te siguen como perritos.

La verdad era que los hombres parecían sentirse irresistiblemente atraídos por la mezcla de belleza e inteligencia de Cassie. A Diana le molestaba que, a veces, cuando se sentaban las tres en la barra de un bar, Cassie acabara rodeada de hombres mientras Fiona y ella discutían, entre cerveza y cerveza, sobre el calentamiento global o sobre política.

- No todos -replicó Cassie-. Pero estábamos hablando de ti, no de mí. ¿Qué ha hecho Robin Hood esta vez?

- Mejor pregúntame qué no ha hecho.

- Vaya, vaya.

- Bueno, tampoco me preguntes eso -dijo Diana rápidamente-. Nosotros… En fin, qué más da. Déjame que empiece por el principio. Verás, pasamos la tarde juntos y tuvimos una charla muy interesante. Bueno, varias charlas interesantes, ahora que lo pienso. Me llevó a cenar y me lo pasé muy bien. Es un hombre tan fascinante, tan dulce… muy a su manera, lo reconozco. Y es…

- Un ladrón, no olvidemos ese pequeño detalle, querida.

- No lo he olvidado -aseguró Diana-. La cuestión es que, después de cenar, lo acompañé hasta su casa y me dijo ciertas cosas sobre el caso que me sorprendieron bastante. Así que… le besé.

Cassie soltó un bufido.

- ¡Lo sé, lo sé! Pero Cassie, es que es un tipo increíble. Todo en él me fascina, y no sólo es que sea guapo y sexy y…

- ¿Sólo le besaste?

- Cualquier cosa que hace este hombre, por pequeña que sea, adquiere unas dimensiones fuera de lo normal -dijo Diana, que volvió a cerrar los ojos, sonrió y se echó hacia atrás-. Me pidió que pasáramos la noche juntos.

- ¡Guau! Robin va a por todas.

- No me cabe duda.

- ¡Uau! -exclamó Cassie-. Así que te pidió que mantuvierais relaciones sexuales, ¿no?

- Bueno, no con tantas palabras.

- ¿Qué te dijo exactamente?

- Me dijo: «Esta noche quiero estar contigo, y me gustaría muchísimo que tú desearas lo mismo.»

- Mmm… Suena como si lo hubiera tenido preparado. ¿Cómo te lo dijo? ¿No estaría tratando de camelarte?

- A mí me pareció que lo decía en serio. No sonreía. Y créeme, siempre está riendo, así que, cuando no lo hace, le presto mucha atención. Por lo demás, ha tratado de llevarme a la cama casi desde que nos conocimos. Pero eso ya lo sabías.

- ¿Besa bien o qué?

Diana se rió. Ya no se sentía tan idiota ni sola. Gracias a Dios, tenía unas amigas estupendas.

- Ya lo creo -contestó-. Debería patentar todo lo que hace. Cuando estoy con él, me siento como si fuera el centro de atención. No se me ocurre otra forma de explicarlo, pero cada vez que le veo es como si me hechizase.

- Qué envidia, hace años que no me besan como es debido -dijo Cassie, con aire melancólico-. ¿Hicisteis alguna guarrería? ¿Le metiste mano?

Diana sonrió.

- Sí a las dos cosas.

- Te odio. -Cassie suspiró-. Venga, desembucha. ¿Cómo tiene el paquete? ¿Grande, pequeño o mediano? ¿Va rápido o despacio?

- No le gusta apresurarse, y a mí me encanta.

- Menuda suerte. ¿Te desnudaste?

Diana no pudo evitar soltar una carcajada.

- Venga, ten piedad -le rogó Cassie-. Me paso el día y la noche entre rocas y fósiles. Necesito todos los chismes que pueda conseguir.

- Digamos que hubo contacto, es todo cuanto puedo contar.

- Parece que lo pasasteis bastante bien. ¿Por qué no te metiste en la cama con él?

- Vaya, déjame pensar -dijo Diana con sarcasmo.

- Oye, no puedes seguir usando esas excusas de «conflicto de intereses» o lo de «qué desgraciada que soy; Kurt me engañó». Por lo visto, te pusiste cachonda, pero luego te echaste atrás. No me digas que de repente recordaste que no te pagan para que te acuestes con los sospechosos.

- Odio que me preguntes esa clase de cosas -le dijo Diana

- Ya lo sé, pero soy así de zorra. Por eso sigo siendo tu amiga, para que sigas siendo honesta. Oye, Diana, dime la verdad. ¿Qué está pasando?

- Yo… él me dio la oportunidad de decirle que no. Si me hubiera llevado a la cama, no me habría negado.

- Pero no lo hizo -dijo Cassie al cabo de un momento.

- No, y sin embargo, de repente me encontré allí, en su salón, medio desnuda y cachonda, pero recordando al mismo tiempo que aquel tipo no me había contado toda la verdad. A pesar de que sé por qué no me lo cuenta todo, todavía no puedo confiar en él lo bastante como para ir tan lejos. Simplemente, no puedo.

- Mejor así -murmuró Cassie-. Así que tu Robin Hood es todo un caballero, ¿eh?

- Pues sí -contestó Diana, sintiendo que todavía había esperanzas para ellos-. No creerás que me tira los tejos de esta manera porque sigo molestándolo, ¿verdad?

- Podría ser, en parte. Algunos de nosotros, y no mencionaré a nadie, no somos capaces de resistirnos a un desafío. Sin embargo, eso de que te dejara marchar cuando estaba a punto de llevarte a la cama… Bueno, es digno de admiración. Los tíos no ceden de esa manera a menos que realmente quieran estar contigo, a menos que les importes de veras. Si lo único que quería era sexo, te habría llevado directamente a la habitación, sin importarle tu opinión al respecto.

- Pero ¿qué hay de que necesite mi ayuda?

- Mmm… No lo sé -dijo Cassie, dudando-. ¿Tú qué crees?

Diana había pensado mucho en ello, así que la respuesta era fácil.

- Creo que quiere que descubra la verdad, pero no puede darme todos los detalles sin implicarse a sí mismo, y no lo culpo por ello. Llegado el caso de que tuviera que jurar decir la verdad en un juicio, contaría todo lo que supiera.

- No, no lo harías. No si estuvieras involucrada, ¿cierto? ¿No podrías apelar a la Quinta Enmienda o algo así?

- Lo que pasa es que no estamos involucrados de esa forma, y se supone que soy una profesional -dijo Diana, frunciendo el ceño-. El perjurio es un delito grave. Yo creo firmemente en la justicia. No estaría en este negocio de no ser así, y él lo sabe. Creo que, de algún modo, está tratando de protegerme en caso de que la cosa salga mal.

- Entiendo -susurró Cassie-. Así pues, ¿en qué crees que está metido Robin?

La pregunta del millón de dólares.

- Creo que soy una pieza más de un gran rompecabezas. Hay muchas cosas que no encajan. No puedo darte más detalles, pero me parece que mi chico está robando objetos provenientes de saqueos. Por qué y qué hace con esos objetos una vez que los tiene en su poder, es algo de lo que no estoy segura. Pero tengo algunas ideas.

Cassie percibió el tono de duda en la voz de su amiga.

- ¿Cuál es el problema? ¿Qué es lo que realmente te preocupa?

- Tengo la impresión de que hay alguien muy rico y poderoso detrás de esto, o alguien muy cercano a esa persona.

- Dios; supongo que no querrás enfrentarte con algún cabrón rico y sin escrúpulos. Ya sabes cómo acabaría todo.

Diana suspiró.

- Sí, ya lo sé.

Aunque ella hacía todo lo posible para que se hiciera justicia, los culpables a menudo no eran procesados. Las víctimas pertenecían a lo más alto de la sociedad, y al trabajador medio no solían gustarle esos ricachones que se gastaban miles o millones de dólares en antiguallas. No quería que los impuestos que tanto trabajo le costaba pagar fuesen destinados a atrapar ladrones que se aprovechaban de los ricos, de los consentidos de la sociedad, mientras seguía vendiéndose droga en los patios de las escuelas, mientras las calles de su amada nación seguían infestadas de violadores, asesinos y pederastas. Y cuando el culpable era alguien rico, mucho peor. Sí, de vez en cuando también los ricos acababan cumpliendo condena, pero no era lo habitual.

- He tenido la verdad delante de mis narices todo el tiempo -admitió Diana-. Pero el riesgo de destapar otro escándalo, justo cuando estaba recuperándome de lo de Kurt… En el fondo, no quería saber qué más podía haber detrás de todo esto. Sin embargo, no puedo quedarme de brazos cruzados.

- Si te enfrentas con alguien rico y poderoso, puedes perderlo todo -musitó Cassie-. Y es posible que la próxima vez no puedas hacer nada por recuperar tu reputación.

- Ya he pensado en eso, créeme -dijo Diana con voz temblorosa-. Pero hay algo más. ¿Qué pasa si lo que siento por Robin, como tú lo llamas, me está haciendo ver cosas que no son? Porque lo cierto es que quiero creer desesperadamente que es uno de los buenos.

De repente, Diana notó cómo le sobrevenía el llanto y cerró los ojos con fuerza.

- Quiero creer que no me está mintiendo ni me está manipulando, pero no puedo actuar como si ello no fuera una posibilidad.

- Robin te está utilizando -sentenció Cassie, con tono mucho más severo-. No de la misma forma que Bentley; yo diría que te está usando como salvavidas, y quiero que tengas mucho cuidado de que no te arrastre con él cuando se hunda.

- Si es que llega a hundirse.

Silencio.

- ¿Crees de verdad que este tipo es un ladrón?

- Sí -contestó Diana sin dudarlo, abriendo de nuevo los ojos.

- Por lo tanto, si lo ayudases y acabaran cogiéndolo, te convertirías en cómplice, ¿me equivoco?

- Tal vez -dijo Diana a regañadientes-. Pero, como ya te he dicho, ha escogido cuidadosamente qué cosas contarme.

- Si realmente le importaras, te contaría la verdad, o se apartaría de ti de una vez por todas.

- Comienzo a sospechar que, en el fondo, me ha dicho la verdad, pero con rodeos. Esta noche, me lo ha dejado bastante más claro. Sabía exactamente qué debía decirme para hacerme pensar.

Diana y Cassie quedaron en silencio unos segundos, pensando en aquello.

- Sigue sin gustarme, por mucho que se haya portado bien contigo esta noche y que trate de protegerte.

Diana miró por la puerta del despacho hacia la oficina vacía.

- Confío en mi instinto -dijo al cabo de un momento-. Y éste me dice que no va a hacerme daño. Sin embargo, si puedo ayudar de alguna manera a acabar con lo que comienzo a sospechar que es una operación de contrabando en toda regla, lo haré. No puedo hacer la vista gorda.

- ¿Te gusta?

Ante la brusca pregunta de su amiga, Diana volvió a cerrar los ojos. Recordó la mirada de Jack cuando ella le había dicho que no podía pasar la noche con él, así como lo que él le había contado en el zoológico, mostrándole al verdadero Jack, algo que muy poca gente había tenido la oportunidad de conocer.

Y lo que habían hecho luego… Cómo lo había besado, cómo había despertado sus sentidos y había perdido la noción de dónde terminaba su cuerpo y comenzaba el de Jack. Durante aquellos breves y frágiles segundos, a Diana no le había importado nada, salvo el tacto de la piel de Jack bajo sus dedos, el sabor cálido de su boca, el aroma intenso de su piel, incapaz de oír nada más que el latido de su propio corazón y el sonido agitado de su respiración.

Al detenerse contra su propia voluntad, le había asaltado una sensación extraña, casi etérea, como si Jack se hubiera quedado con una parte de ella, dejándola vacía.

Aquella abrumadora sensación de pérdida, a pesar de lo breve que había sido, había hecho que Diana pusiera pies en polvorosa. Sí, era cierto que todavía no confiaba plenamente en Jack, pero aquélla no había sido la razón principal por la que se había dejado llevar por el pánico. Debía ser honesta con ella misma. Solía mentir a los sospechosos e incluso a sus propios clientes con tal de hacer su trabajo, pero nunca, nunca, se engañaba a sí misma.

- Le deseo tanto que estoy muerta de miedo -admitió-. No me gusta necesitar tanto a alguien, hace que me sienta inválida, y lo detesto.

- No estoy hablando de sexo. Te he preguntado si te gusta.

- Me gusta mucho -dijo Diana sin dudarlo-. Creo que incluso me estoy enamorando un poco de él.

- Mierda.

- Es una expresión bastante adecuada para definir la situación -dijo Diana, que suspiró de forma histriónica-. La cuestión es que tenemos mucho en común. Es asombroso, en serio. Él mismo me ha dicho hoy que estamos hechos el uno para el otro.

- Mira, seré buena contigo. Ya que tanto te gusta, yo le concedería a Robin el beneficio de la duda. Sin embargo, si por un segundo piensas que puede estar tomándote el pelo, prométeme que te dejarás de rollos.

- Prometido.

Diana y Cassie siguieron charlando quince minutos más, hablando de películas que habían visto hacía poco, de compras y del cachorro que Cassie le había regalado a Travis, su hijo, como premio por haber mejorado las notas. Como siempre, acabaron prometiendo que se llamarían pronto o se escribirían algún e-mail.

Cuando hubo colgado, Diana se incorporó, apoyó los codos en el escritorio y la barbilla sobre los puños. Bajó la vista y vio que Luna le había dejado varios mensajes recibidos sobre el cartapacio. Había uno de Bobby, otro de un perista al que ella había llamado y otro de Steven Carmichael. Cogió el papel y leyó: «SC quiere reunirse contigo mañana por la tarde. Llámalo para concertar una hora.»

Perfecto. Tenía ganas de hacer unas cuantas preguntas a su «cliente», a pesar de que sospechaba que las respuestas no serían de su agrado.

Diana volvió a levantar el auricular y marcó el número del busca de Bobby, que la llamó al cabo de un par de minutos.

- Hola, Bobby, soy Diana. ¿Me has llamado?

- Dos veces. ¿Dónde demonios te habías metido?

- Estaba trabajando, ¿qué si no? ¿Me llamas desde el coche? No te oigo demasiado bien.

- Pues sí. Estoy en el autoservicio de Popeye’s, comprando pollo frito para la cena.

Diana miró la hora.

- Un poco tarde para cenar, ¿no?

- Estaba de servicio. Ha sido un día horrible.

- ¿Qué querías decirme?

- Tengo que… Espera un segundo.

Mientras Bobby hacía su pedido por el interfono del restaurante. Diana pensó en todas las calorías que iba a ingerir su amigo. No era justo que siempre estuviera comiendo basura y que todavía tuviese tan buen aspecto.

- Vale, ya está -dijo Bobby-. He comentado tu caso con algunas personas. Tenemos que vernos y repasar un par de cosas. Puedo pasar por tu despacho mañana, sobre las dos. ¿Estarás allí?

- Aquí estaré.

Diana se despidió y colgó, meditando sobre el tono lúgubre de la voz de Bobby.

Pasaba algo. Las piezas comenzaban a encajar, y tuvo la corazonada de que no tardaría en descubrir de qué iba todo aquello. Sin embargo, no serviría de mucho si legalmente no podía hacer nada al respecto. Por otro lado, la verdad era que seguía careciendo de pruebas. Para eso necesitaba la ayuda de Jack.

Después de reunirse con Bobby y con Carmichael, tendría que volver a ver a Jack, lo que seguramente le resultaría muy incómodo. Se puso de pie, cogió el bolso y las llaves, apagó las luces y salió de la oficina. Antes de salir a la calle, volvió a mirar la hora. Todavía tenía tiempo de hacer algo de ejercicio. Debía quemar la cena, por no hablar de la frustración sexual que sentía. Así pues, fue a buscar el coche, que estaba aparcado a varias manzanas de allí.

En el Barrio Francés la actividad jamás cesaba, y en el Café du Monde, que nunca cerraba, siempre había gente tomando algo, sin importar qué hora fuese. Diana se abrió paso a través de los grupos de turistas que paseaban por allí, agradeciendo que ya no hiciese tanto calor. Cuando estaba a punto de llegar al coche, vio que un hombre alto, vestido con traje y corbata, salía del vehículo estacionado detrás del suyo (mal aparcado, por cierto). El tipo se puso bajo la luz de la farola y Diana lo reconoció.

- Señor Jones -dijo Diana. El abogado de Steven Carmichael asintió cortésmente-. ¿Estaba esperándome?

- Por supuesto.

- Tengo teléfono, ¿sabe?

El letrado esbozó una sonrisa. En la oscuridad su rostro no parecía tan apocado ni modesto como Diana recordaba.

- Lo que tengo que decirle es mejor hacerlo cara a cara.

Aunque no parecía tener malas intenciones, Diana mantuvo una distancia prudente entre ambos. Llevaba consigo un espray de defensa personal, así que se acercó el bolso para cogerlo más rápido en caso de que necesitara usarlo.

- No voy a hacerle daño, señorita Belmaine.

- Cuando alguien se me acerca en una calle a oscuras, prefiero no correr riesgos.

El abogado sonrió.

- Creo que podría hacerme más daño a mí del que yo pudiera hacerle a usted.

- ¿Qué quiere, señor Jones?

- Sólo darle un pequeño consejo, nada más -dijo él, avanzando poco a poco, sin querer parecer amenazador-. Usted y yo, señorita Belmaine, somos profesionales. Somos gente práctica, de mundo. Vemos las cosas como son, no como deberían ser.

Diana mantuvo las distancias.

- ¿Adonde quiere llegar?

Jones arqueó levemente las cejas, grises y pobladas.

- Conozco al señor Carmichael desde hace casi treinta años. Soy su amigo, pero ante todo, soy su abogado. Lo conozco mejor de lo que usted lo conocerá jamás. Si ha amasado la fortuna que ha amasado y ha superado las dificultades que se le han presentado, ha sido gracias a que es un hombre prudente. Le recomiendo fervientemente que recupere la pieza egipcia robada que para eso se le paga, y nada más. Mi cliente no presentará cargos contra el ladrón. Sólo desea recuperar lo que es suyo, así de simple. Encuentre al ladrón y comuníquenoslo. ¿Cree que podrá hacerlo?

Diana trató desesperadamente de contener la rabia que sentía.

- Usted sabe lo que está haciendo el señor Carmichael. ¿Cómo puede quedarse de brazos cruzados y no hacer nada al respecto?

Jones ladeó la cabeza.

- El trabajo que hago para mi cliente está dentro de los márgenes de la ley. Todas sus cuentas, todos sus negocios, todo lo que vende y lo que posee es legal y está documentado de forma más que suficiente.

Diana sonrió y dijo:

- Eso no tiene nada que ver.

- Así es la vida, señorita Belmaine. Vivimos en un mundo imperfecto lleno de gente imperfecta; nosotros sólo hacemos lo que tenemos que hacer -respondió el abogado, devolviéndole la sonrisa-. Ahora, sea buena y haga su trabajo.

Diana observó cómo Jones volvía a subir a su coche y, cuando éste hubo doblado la esquina, ella abrió la portezuela del Mustang y se metió en él. Sin embargo, en vez de ponerlo en marcha, miró por la ventanilla hacia el lugar donde Jones le había hablado.

«Ahora, sea buena…»

Fuera de sí, golpeó el salpicadero con el puño, tras lo cual sacudió la mano a causa del dolor.

Trató de mantener la calma, pensando en la amable advertencia que le había hecho Jones de que dejase de meter las narices donde no le incumbía.

Era evidente que Steven Carmichael tenía más de un motivo para querer recuperar la cajita egipcia. Tal vez consideraba su robo como una especie de amenaza, de chantaje.

A pesar de que poseyese «legalmente» recuerdos personales de un antiguo faraón, el gobierno egipcio haría todo lo que estuviese en su mano para recuperar aquella pieza, sobre todo porque las pruebas de ADN podrían resolver enigmas que los investigadores intentaban aclarar desde que la tumba de Tutankamón había sido descubierta, hacía ya veinticinco años. Además, teniendo en cuenta que la fundación de Steven Carmichael proclamaba a los cuatro vientos que las antigüedades debían preservarse, las posteriores investigaciones de la prensa serían, cuanto menos, molestas. Aquello podía costarle su credibilidad, e incluso cabía la posibilidad de que tuviese que cerrar la galería y la fundación por la presión popular.

Por si fuese poco, el asunto podía sacar a la luz otro tipo de actividades, lo cual era algo que Carmichael no deseaba en absoluto.

Sin embargo, Jack no tenía interés en chantajear a nadie. Por supuesto, Diana ignoraba lo que él quería de su mecenas y por qué le robaba sus pertenencias, pero seguro que chantajearlo no formaba parte del plan.

No. Parecía tratarse más bien de una venganza de carácter personal. Una guerra privada.

Edward Jones había mentido desde el principio. Eso, junto con la advertencia de aquella noche, le demostró a Diana que el abogado sabía que Jack estaba detrás de todo aquello. Y si Jones lo sabía, entonces Carmichael por lo menos lo sospechaba.

Sin duda, las cosas no tardarían en ponerse interesantes de verdad; vaya si lo harían.

- Maldita sea, Jack -murmuró al tiempo que ponía el coche en marcha-. ¿En qué embrollo me has metido?