CAPÍTULO 3

Jack dejó de sonreír, observó la puerta cerrada y respiró hondo. El aroma dulce y embriagador del perfume de Diana permanecía en el aire, llenando los sentidos del profesor y encendiendo algo en su interior que debía reprimir a toda costa. El sonido de los tacones de la detective todavía resonaba por el pasillo, casi sincronizado con el acelerado pulso de Austin, cuyo corazón no latía de esa forma sólo porque aquella visita lo hubiera alterado.

Dios santo. Suspiró y se frotó la cara. El día había comenzado mal y ahora, gracias a aquella mujer salvaje que había irrumpido en el aula y en el refugio de su despacho, se había vuelto mucho peor.

Sin embargo, aquella sensación inicial de alerta comenzaba a desvanecerse, dando paso a otra de admiración y a una caliente explosión de lujuria. Siempre le habían gustado las mujeres con carácter, pero si no tenía cuidado, aquélla en particular podría dar al traste con su carrera y su reputación (con su vida al fin y al cabo). Además, estaba claro que no sería la última vez que vería aquella rubia explosiva de ojos azules y perspicaces

Lo había cogido por sorpresa, eso era todo. A pesar de que la mujer era descarada y tenía algunas sospechas, carecía de pruebas. Sin embargo, en menos de quince minutos ella lo había calado: ¿qué había hecho para levantar sus sospechas? ¿Acaso ella había visto o percibido algo, o todo se debía a que él había sido incapaz de resistir la tentación de jugar un poco con ella?

Bueno, ya se ocuparía del asunto más tarde, cuando tuviera tiempo de pensar.

Austin puso ceño, bajó la mirada y le llamó la atención aquella estúpida revista que Diana Belmaine había dejado encima de la mesa.

«Estoy segura de que hay un montón de mujeres en este país que se morirían por estar con usted, doctor Austin.»

A juzgar por la ingente y desconcertante cantidad de cartas que había recibido durante los últimos años, la mayoría de aquellas «mujeres» tenían alrededor de catorce años, y sus misivas solían comenzar con: «Querido doctor Jack, estas buenísimo. Te he visto en la tele y…»

A un lado del escritorio tenía apiladas las cartas que habían llegado durante el verano, mientras él se encontraba sudando en el calor de la jungla de Tikukul. Se las llevaría a casa aquella noche y las respondería, ya que no podía dejar de hacerlo. A pesar de que le molestaba ser el centro de las fantasías de las niñas de catorce años, no podía permitir acabar con sus sueños.

De repente alguien llamó a la puerta.

- Está abierto -dijo Jack, mirando el umbral y despejando su mente.

La puerta se abrió y una de sus alumnas asomó la cabeza, sonriendo con timidez y recordándole que no sólo debía tener cuidado con las frágiles mentes de las niñas de catorce años.

- Melissa, pasa -dijo Jack, sonriendo y tratando de parecer paternal pero distante-. Por favor, déjala abierta -añadió al ver que la muchacha iba a cerrar la puerta.

Aparte de las mujeres, también tenía que cuidar de él. A pesar del escepticismo de la bella detective, muchas chicas le habían dado su número de teléfono y le habían guiñado el ojo en la intimidad del despacho.

- Eh… vale. Lo siento. -La joven tomó asiento, dejó la mochila el suelo y miró a Jack de forma expectante, cuaderno y bolígrafo en mano.

- ¿Qué pasa?

- Estoy haciendo el informe de mi proyecto sobre Arqueología submarina, pero no estoy segura de con qué artículos comenzar. Esperaba que usted pudiese ayudarme.

Jack trató de serenarse. Escupió algunos nombres y títulos que anotó rápidamente y luego añadió con tono afable;

- Todos estos artículos están en la biblioteca, búscalos por el catálogo. Si tienes algún problema, consúltalo con la bibliotecaria.

La joven lo miró asombrada, como si Jack hubiera dicho algo profundo y esclarecedor.

- Gracias, profesor Austin, me ha sido de gran ayuda.

Jack se rascó la mejilla, conteniendo una sonrisa.

- No hay problema.

Dos alumnas más siguieron a Melissa, cada una con motivos igual de transparentes y, cuando se marchó la última, Jack cerró la puerta. Estaba cogiendo sus libros y una máquina de diapositivas para su siguiente clase (un seminario sobre jeroglíficos mayas), cuando alguien volvió a llamar a la puerta.

- ¿Sí?

Esta vez no cruzó la puerta otra de sus alumnas, sino una mujer de pelo castaño canoso, vestida con pantalones cómodos y una blusa discreta. Se trataba de Judith Mayer, la jefa del Departamento de Arqueología, lo cual nunca era una buena señal.

- Hola, Judith. Oye, tengo una clase ahora mismo. ¿Podemos hablar más tarde?

La mujer cerró la puerta con fuerza.

- Supongo que no -añadió Austin, haciendo una mueca.

- ¿Para qué ha venido a verte esa mujer del vestido naranja? Carol me ha dicho que era detective privada.

Judith respiró hondo.

- ¿Qué has hecho esta vez, Jack?

- Esa mujer está hablando con la gente que asistió a la fiesta de inauguración del Jaguar de Jade, la galería de Steven Carmichael -dijo Jack, tratando de no poner ceño-. Yo era uno de los invitados, eso es todo.

- ¿Así que no recibiremos ninguna llamada molesta de la prensa? -inquirió Judith, que entornó los ojos-. ¿Ni de la policía?

- Mira, Judith, ya hace dos años de lo de Guatemala. Ya es hora de que lo olvides.

Era poco probable que eso sucediera. Ella nunca dejaría de recordarle que era el único profesor en todos sus años en Tulane que había sido detenido y encarcelado.

La actitud de la mujer resumía bastante bien la relación de amor y odio que existía entre Jack y el Departamento de Arqueología. A éste le encantaba el interés que aquél generaba, ya que ello se traducía en fondos para otros proyectos de la facultad, pero al mismo tiempo detestaba la controversia ocasional. Jack nunca se disculpaba por su temperamento, ni por sus opiniones, ni por su tendencia a meterse en problemas o a captar la atención de las cámaras. Además, aun pudiendo haber elegido un puesto en cualquier otra universidad, había decidido venir a Nueva Orleans. Era una ciudad totalmente distinta a cualquier otra del país, y él encajaba a la perfección entre los mendigos, los ladrones, los mentirosos y los charlatanes.

- No puedo evitar sacar conclusiones cuando se trata de ti. -Los labios de Judith, pintados con un lápiz transparente, esbozaron una leve sonrisa-. Eres muy valioso para nuestro departamento y tu trabajo es excelente, por supuesto, pero dudo de que el tiempo que pasaste entre rejas te enseñara algo sobre lo que significa ser responsable.

La envidia académica era el origen de buena parte de la antipatía que sentía Judith por él, y Jack trataba de recordarlo en momentos como aquél.

- Me enseñó mucho, créeme. Y ahora, perdóname, pero debo transmitir mi saber e inspirar mentes.

- Un día de éstos, Austin -dijo Judith con frialdad cuando Jack pasó junto a ella-, vas a cavarte un agujero tan hondo que no podrás salir de él.

Una vez que hubo salido del despacho, Jack se volvió y le guiñó el ojo de forma exagerada, consciente de que aquello la molestaría.

- Oye, incluso los cerebritos tenemos que divertirnos -le dijo.

El Jaguar de Jade era la más reciente de las numerosas tiendas de antigüedades y galerías de arte que había en el distrito de Warehouse, una zona que había sido salvada hacía unos años de la ruina.

Los edificios abandonados que había a lo largo de la calle Magazine habían sido reconvertidos en residencias de lujo, tiendas caras y galerías. Las guías de viajes lo llamaban el «SOHO del sur» y, para bien o para mal, Diana no podía visitar el barrio sin pensar en Nueva York.

Consiguió aparcar cerca de la calle Julia. Llegaba temprano, lo que le daba unos minutos para pensar en Jack Austin. Hasta hacía poco estaba segura de que el tipo le había mentido y que sabía algo sobre la cajita de porcelana y la estatuilla de oro, pero ahora empezaba a tener dudas.

Se había mostrado atrevido y descarado, pero quizá fueran rasgos de su personalidad. No tenía sentido que un profesor respetado experimentado se arriesgase a perder el trabajo por vender antigüedades robadas en el mercado negro.

Aun así, no podía descartar ninguna posibilidad. Los problemas que Diana había dejado en Nueva York se habían originado porque se había resistido a creer lo evidente cuando debería haberlo hecho y para cuando hubo descubierto la verdad, ya era demasiado tarde. No cometería el mismo error con Austin. Éste era atractivo y parecía poseer todo cuanto un hombre deseaba, pero eso no le otorgaba automáticamente el estatus de buen chico.

Diana salió del Mustang y, al cerrar la portezuela, le asaltó otra idea: tampoco podía descartar como sospechoso al propio Carmichael.

Tratar con los ricos y los poderosos era como atravesar un campo de minas: los problemas te estallaban en la cara demasiado a menudo. Por eso, Diana deseaba que el ladrón fuese uno de los empleados de la galería. Además, las probabilidades de que así fuera eran altas. La experiencia le había enseñado que si el propietario del objeto «robado» no trataba de esconder algo raro, podía ser que uno de sus empleados hubiera aprovechado la oportunidad de ganar dinero fácil.

Sin embargo, antes de entrevistar a los empleados de Carmichael, tenía que hablar con el gran jefe en persona y preguntarle acerca del cargamento de objetos mayas robado. Ella no creía en las coincidencias. El hecho de que su cliente hubiera sido víctima de dos robos en un período de tiempo tan corto sugería algo más que un simple robo oportunista.

Pasó rápidamente frente a las tiendas de ropa, las de antigüedades y las galerías que había en la calle Julia, ansiosa por escapar de aquel calor y aquella humedad pegajosa. Le fue imposible no ver el símbolo de la galería (un jaguar rugiendo y pintado de verde jade) montado sobre la pared de ladrillos rosados del edificio, cuadrado y achaparrado.

Cuando entró, descubrió una galería de arte espaciosa y moderna. Diana se quedó de pie en la entrada, acostumbrando sus ojos a la luz tenue que la iluminaba.

Un joven negro vestido de guardia de seguridad y con un arma en el cinturón (una nueva medida de seguridad), la recibió cuando trató de seguir caminando.

- Buenos días. ¿Puedo ayudarla en algo?

- Soy Diana Belmaine. El señor Carmichael me está esperando.

- Diré que llamen a su despacho y le avisen de que está usted aquí.

Mientras esperaba que uno de los empleados la acompañase al despacho de su cliente, Diana paseó por el interior de la galería. Las paredes de ladrillo estaban pintadas de rojo y había muchas plantas decorando la estancia: palmeras, plantas de hojas grandes y otras que colgaban de las paredes. La mayoría de los objetos estaban dispuestos en vitrinas, aunque algunos estaban colgados de las paredes y los objetos más grandes, tales como frisos arquitectónicos, vasos y esculturas, se exhibían en vitrinas independientes. Había bancos sencillos a lo largo de las paredes y una pequeña fuente central de la que emanaba un suave chorro de agua. El suelo estaba recubierto de moqueta estampada con hojas grandes, de colores rojo oscuro, verde, marrón y dorado.

De no ser por el chocante color rojo de las paredes, aquello hubiera parecido una selva.

Le llamó la atención una máscara funeraria maya de jade que había en una vitrina, frente a la fuente, y se acercó para verla mejor. Era espectacular, estaba muy bien conservada y seguramente valdría una fortuna. Cualquier museo podría erigir una colección entera en torno a semejante pieza.

- ¿Es hermosa, ¿verdad?

Diana reconoció aquella voz con su leve acento tejano y se volvió el hombre que se encontraba detrás de ella, disfrazando con una sonrisa la sorpresa de que hubiera venido a buscarla en persona.

Canoso, de ojos grises, hombros anchos y vestido con tejanos camisa de manga corta, Steven Carmichael no aparentaba los sesenta y cuatro años que tenía, gracias al mejor entrenador personal la mejor ropa y el mejor corte de pelo que el dinero podía comprar. A la mayoría de las mujeres les habría parecido atractivo y cautivador, con el aspecto de alguien que conseguía lo que se proponía.

- Absolutamente preciosa -contestó Diana.

- Forma parte de mi colección particular, y no está a la venta. La tengo expuesta aquí porque no podría soportar tenerla en una caja fuerte. Fue creada para reyes y dioses, y algo de esta magnificencia requiere ser contemplado.

Un tanto vacilante, Diana le tendió la mano.

- Señor Carmichael, soy Diana Belmaine.

- La recuerdo de nuestra última charla, señorita Belmaine-dijo Carmichael, estrechándole la mano con firmeza-. Le pido perdón por no habernos reunido antes, pero es que esta semana tenía una agenda muy apretada.

- No es necesario que se disculpe-dijo Diana, volviéndose hacia la máscara-. Período preclásico tardío, y en un estado excelente. ¿Dónde la consiguió?

- En una subasta privada -respondió Carmichael, que sin más se volvió y echó a caminar-. ¿Le gustaría que le mostrase la galería antes de hablar?

- Sí, gracias. Este lugar es espectacular.

- La culpa es de Audrey Spencer, mi gerente. -Carmichael sonrió y pareció todavía más joven, incluso más blando. Era realmente un hombre atractivo-. Se la presentaré dentro de un momento. Sígame.

No tardaron mucho en recorrer la galería. Tal como sabía Diana después de repasar los planos incluidos en la carpeta que le había dado el abogado del señor Carmichael, la galería había sido diseñada como un único espacio abierto, con una escalera de caracol central de hierro que conducía al almacén y a las oficinas situadas en la segunda planta. En la planta baja había servicios públicos, así como una pequeña tienda de regalos que vendía objetos de calidad, calendarios, libros y láminas enmarcadas. Por supuesto, en la tienda había una caja registradora, pero las ventas de objetos más caros se llevaban a cabo en la oficina de la planta superior, lo último en servicio al cliente.

En uno de los lados de la sala principal había un escritorio con un ordenador y un teléfono y, tras él, se encontraba una mujer menuda y pelirroja que lucía un vestido de lino color marfil. Ésta sonrió al ver llegar a Diana y al señor Carmichael.

- Ésta es Audrey, mi brazo derecho y mi salvavidas. Audrey, te presento a Diana Belmaine. Está investigando el robo de mi despacho. Hablará contigo después de hacerlo conmigo.

Diana estrechó la mano de la mujer y le echó un rápido vistazo: joven, atractiva y soltera, había mucha motivación potencial en ello. Audrey podía ser decente, honesta y trabajadora, pero también podía estar acostándose con su jefe. Había varias razones por las que un hombre como Carmichael contrataba ayudantas jóvenes y guapas.

A pesar de todo, la inteligencia que se percibía en los ojos de la mujer indicaba que ésta sabía exactamente lo que Diana estaba pensando.

- Estaré encantada de cooperar con la señorita Belmaine tanto como me sea posible -expresó Audrey, dejando de sonreír por un instante.

A diferencia de Jack Austin, Carmichael actuaba como un perfecto caballero. Condujo a Diana amablemente hacia las escaleras, sin hablar. Mientras subían, ella vio que el segundo piso apenas ocupaba la mitad que el primero y que estaba sostenido por columnas cubiertas de enredaderas. Desde arriba podía verse la galería en su totalidad. Las puertas de los diferentes despachos daban a una especie de balcón hecho de metal y plexiglás, para que nadie pudiese pasar inadvertido, y estaban equipadas con teclados numéricos, necesitaban una clave para ser abiertas.

Carmichael abrió la puerta central e invitó a Diana a pasar. Un acuario gigantesco ocupaba casi la mitad de una de las paredes llenando la habitación de un brillo fantasmal, hasta que Carmichael dio la luz. Era un despacho amplio, con las paredes pintadas de un blanco pálido y decoradas con láminas de la era victoriana que representaban ciudades en ruinas en mitad de la selva, así como con otros objetos preciosos, entre ellos una cabeza azteca y una vasija maya preclásica en perfecto estado.

El suelo estaba cubierto con alfombras bereberes blancas con flecos de colores llamativos, mientras que los muebles eran daneses, modernos y en tonos marrones. En el escritorio, en forma de L, había un ordenador, un fax, una impresora y un montón de carpetas y papeles. Enfrente había dos sillas de oficina tapizadas en cuero rojo y, a la izquierda, un armario a juego. Finalmente en uno de los rincones del despacho Diana vio un amplio sillón de cuero rojo, frente al cual había una mesa baja con libros y revistas encima.

La pared del fondo tenía una serie de ventanas estrechas, todas equipadas con vidrio irrompible. No era precisamente el mejor lugar para cometer un robo, pero Diana nunca subestimaba la ingenuidad humana.

- Tome asiento, por favor -le pidió Carmichael, acercándole una de las sillas rojas. Diana obedeció y le dio las gracias.

El hombre rodeó el escritorio y se sentó.

- Supongo que querrá hacerme algunas preguntas.

Diana asintió.

- He leído el informe que me facilitó su abogado. Por lo que he entendido, el armario contiene una caja fuerte, sus archivos personales, su colección de cajas de cigarros y algunas piezas más pequeñas de su colección.

- Correcto.

En aquel momento sonó el teléfono. Carmichael hizo caso omiso y, después de tres tonos, alguien contestó, seguramente Audrey, su chica para todo.

Diana sacó el cuaderno y el bolígrafo del bolso.

- La caja estaba en el armario, ¿no es cierto?

- Sí.

- Faltaban algunos papeles importantes del archivo, como por ejemplo la póliza del seguro.

- Eso es porque no había asegurado ese objeto en particular. Seguro que comprende usted el motivo -añadió Carmichael-. Teniendo en cuenta la controversia que podía generar, me arriesgué al mantener el objeto en absoluto secreto para que permaneciera seguro, pero perdí.

Así pues, estaba claro que el tipo no trataba de estafar a ninguna compañía de seguros.

- El informe tampoco indicaba cómo ni dónde guardaba el objeto.

Carmichael sonrió y le brillaron los ojos.

- Lo guardaba en una de las cajas de cigarros.

Diana arqueó una ceja.

- ¿Guardaba algo tan valioso dentro de una caja de puros?

- Sí, pero no era una caja de puros cualquiera, sino una especialmente diseñada para ello. Varias de mis piezas más pequeñas y valiosas están escondidas en cajas de cigarros falsas para despistar a los ladrones. Llegué a la conclusión de que si alguien conseguía robarme, se llevaría la caja fuerte y dejaría las cajas de cigarros, ya que no es que valgan demasiado. -Carmichael endureció la mirada y, primera vez, Diana advirtió el alcance de su rabia-. De nuevo, equivoqué.

- ¿Puedo ver el armario?

- Por supuesto.

Carmichael se puso de pie y abrió las puertas del armario. Diana no encontró arañazos ni muescas en ellas; una cerradura tan simple podía abrirse sin recurrir a la fuerza. El estante inferior contenía una pequeña caja fuerte atornillada a la madera. Daba sensación de seguridad, pero en realidad el ladrón sólo tenía que cortar la madera y largarse con la caja de caudales. Era un señuelo inteligente, pero no había funcionado.

El estante que había sobre la caja fuerte había sido transformado en un fichero, y los tres estantes restantes estaban repletos de cajas de cigarros, algunas viejas, otras nuevas y muchas de ellas cubanas, en particular Cohibas.

Diana no creyó que aquél fuese el momento ni el lugar de comentar los aspectos legales de comprar o traer cigarros cubanos a Estados Unidos. En fin, su cliente no era un santo. ¿Quién sería en realidad? Las probabilidades de que trabajara para un santo eran tan remotas como que viniese a rescatarla un caballero en un caballo blanco.

Carmichael se acercó a las cajas.

- De hecho, éstas de aquí enfrente contienen cigarros. Sé cuáles son las verdaderas y cuáles las que contienen monedas, joyas y el resto de mis pequeños tesoros.

- ¿Por qué no guarda todo eso en una caja de seguridad en un banco? Es lo que suele hacer todo el mundo.

- Lo sé pero siempre he preferido tener mis colecciones a mano; así puedo mostrar mis piezas cuando quiera. Además, no podría soportar tenerlas encerradas.

Ya era la segunda vez que Carmichael mencionaba ese tema, y sin duda reparó en la mueca de escepticismo de Diana, porque sonrió.

- Soy un coleccionista y un experto, señorita Belmaine. Creo que las cosas bellas, como estos objetos con tanta riqueza histórica, deben ser contempladas por todo el mundo, no guardadas en la caja fuerte de un banco, en la mansión de un ricachón o en el depósito de un museo. Llámeme excéntrico, pero yo creo que, puesto que soy tan privilegiado como para tener los medios para poseer estas cosas, lo menos que puedo hacer es compartirlas.

El tono benevolente de Carmichael estaba comenzando a irritarla.

- Sin embargo, no estaba dispuesto a compartir la caja de Nefertiti con el vecino de al lado, ¿verdad?

- No. Muy poca gente sabe que poseo este pequeño recuerdo. Debe usted comprender que yo no apruebo el hecho de que fuera robada por primera vez, pero ha pasado por muchas manos a lo largo de los años, y ahora es mía. Y voy a recuperarla.

Carmichael se sentó y Diana lo imitó. Ya había visto todo cuanto necesitaba ver de aquel armario.

- Es evidente que no lo aprueba -dijo Carmichael al cabo de un momento.

- Mis sentimientos al respecto no son relevantes. Usted me ha contratado para que recupere una propiedad robada que compró legalmente, y eso es lo que haré.

Carmichael cruzó los dedos y observó a Diana. El brillo intenso de su mirada contrastaba con su actitud seria y autoritaria.

- Piense en ello. Tener en su poder un recuerdo de familia de un antiguo faraón que murió cuando no era más que un adolescente, un mechón de pelo que podría haber pertenecido a la reina más bella de la historia… ¿Cómo iba a resistirme?

- No es necesario que me dé explicaciones, señor Carmichael.

Los eruditos de todo el mundo habrían dado casi cualquier cosa por poseer un mechón de cabello que podría haber aclarado los misteriosos linajes y las complicadas sucesiones de la más controvertida de las dinastías egipcias. Sin embargo, Carmichael le pagaba para encontrar al ladrón (y muy bien, por cierto), y lo más sensato sería centrarse en eso en vez de juzgar sus actos.

Cambiando hábilmente de tema, Diana se pasó la media hora siguiente interrogándolo sobre pequeños detalles. Acababa de preguntarle sobre el cargamento maya perdido, cuando el hombre le dijo que tenía otra reunión. Carmichael la dejó con Audrey, a quien pidió que le mostrara el resto de las oficinas y los depósitos.

Diana se tomó la huida de su cliente con calma y, cuaderno en mano, procedió a examinar cuidadosamente la galería, haciendo preguntas al guardia de seguridad y a Audrey cuando lo necesitaba. La ayudanta de Carmichael seguía sonriendo con expresión relajada, respondiendo a sus preguntas con gran profesionalidad. Si estaba engañando a su jefe, desde luego no era porque fuera lo bastante estúpida como para ignorar lo que podía pasarle.

Tras recorrer el lugar y tomar notas durante una hora, Diana le pidió Audrey que le mostrase la segunda planta. El depósito, situado al fondo, a la izquierda, olía a serrín y a contrachapado y, tal como Diana esperaba, estaba lleno de estanterías y cajas. Luego se dirigieron a la sala de estar de los empleados, incluidos los servicios. Diana observó que todo estaba limpio y ordenado. Como el despacho de Carmichael conectaba con aquella sala, la puerta tenía un código de seguridad que sólo conocían Audrey y el propio Carmichael. El último despacho, situado a la derecha, era el de Audrey.

- Comparto el despacho con nuestro contable, que trabaja los miércoles y los viernes -le explicó la mujer, tecleando el código y abriendo la puerta.

Aunque era más pequeño que el despacho de Carmichael, estaba decorado con los mismos colores pálidos e idénticos muebles minimalistas y modernos: dos escritorios, una serie de archivadores en la pared derecha, grabados en la otra y más plantas. Las mismas ventanas estrechas y el mismo cristal irrompible. El escritorio de Audrey, que estaba más ordenado que el de su jefe, también tenía enfrente dos sillas tapizadas de cuero rojo.

A Diana le llamó la atención una puerta sin cerradura de seguridad que había en el otro extremo de la habitación, ya que no recordaba haberla visto en los planos del edificio.

- ¿Esa puerta lleva al despacho del señor Carmichael?

Audrey asintió.

- Normalmente está cerrada, pero cuando Steven y yo trabajamos en proyectos conjuntos, es más fácil ir y venir sin la molestia de tener que teclear códigos de seguridad y sin que los clientes nos vean.

- ¿Así que usted y el contable tienen acceso al despacho del señor Carmichael?

Audrey volvió a asentir.

- Pero no suelo entrar en él cuando Steven no está dentro. Lo mismo puedo decir de Martin, el contable.

- ¿Qué hay del personal de limpieza y de los guardias de seguridad?

- Tienen acceso a todas las habitaciones, por supuesto. El personal de limpieza trabaja durante las horas de apertura, y siempre suele haber alguien aquí arriba. Los guardias también patrullan cuando la galería está cerrada. Tienen órdenes de revisar los despachos -dijo Audrey, encaminándose hacia el escritorio-. Por favor, siéntese, señorita Belmaine.

- Gracias -dijo Diana, que se sentó y pasó otra página de su cuaderno-. Hábleme de la noche de la inauguración. ¿Quién lo organizó todo?

- Pues yo. Estoy a cargo de casi todo lo referente a la galería, desde encargar los artículos de la tienda de regalos y elegir las alfombras hasta dar de comer a los peces de Steven cuando está fuera de la ciudad.

Diana sonrió.

- Supongo que no puede funcionar sin usted.

Audrey le devolvió la sonrisa, esta vez con algo más de simpatía.

- ¿Cómo fue la seguridad la noche de la inauguración? -se interesó Diana.

- Relativa, como puede imaginar, aunque se necesitaba invitación para entrar. Tuvimos unos cien invitados que fueron entrando y saliendo de aquí entre las siete de la tarde y medianoche, así como, los camareros y el servicio de comidas. Hubo un guardia en la puerta y otro en el balcón. Todos los despachos estaban cerrados, salvo la sala de estar de los empleados, porque necesitábamos tener los servicios de arriba disponibles.

- Tiene sentido. -También concordaba con lo que le había contado Austin hacía un rato-. Así que está usted segura de que nadie entró en su despacho o en el del señor Carmichael.

- Sí -respondió Audrey, cuyo rostro blanco y pecoso se ruborizó ligeramente.

- ¿Está totalmente segura? -insistió Diana al cabo de unos segundos-. Cuando entreviste a los otros invitados, ¿nadie recordará haber visto a alguien entrar en alguno de los dos despachos?

- ¿Está interrogando a los invitados? ¿A todos?

- Soy investigadora, señorita Spencer. Es mi trabajo.

Audrey bajó la mirada, suspiró y luego volvió a mirar a Diana.

- De acuerdo. Subí a mi despacho. Steven se pondría furioso si lo supiera.

Diana no podía prometerle que guardaría silencio, tal como Audrey hubiera querido, así que le preguntó:

- ¿Por qué subió al despacho durante la fiesta?

- Debe comprender que he estado rompiéndome el culo durante meses para que esta galería pudiera ser inaugurada. La mayoría de los días llegaba aquí a las seis de la mañana y no me iba hasta las diez de la noche, incluyendo los fines de semana.

Diana asintió, animando a Audrey a continuar. De pronto percibió en su rostro una mezcla de vacilación y vergüenza.

- Bueno, finalmente se inaugura la galería, la fiesta es un éxito rotundo y todo el tiempo y el esfuerzo que he dedicado ha valido la pena -dijo Audrey, que se encogió de hombros-. Por fin iba a poder relajarme y divertirme un poco, ya sabe.

Diana volvió a asentir, esta vez tratando de expresar comprensión.

- Me pasé un poco con el vino, y en la fiesta había un chico… un chico al que he deseado desde hace meses. -Audrey se sonrojó todavía más-. Échele la culpa al alcohol, pero la cuestión es que traté de seducirlo. Él también debía de haber bebido bastante, porque dijo que sí.

- ¿Por qué le resulta extraño que aceptara? Es usted una mujer muy atractiva.

Audrey parecía bastante incómoda con aquella situación.

- Nunca me había prestado demasiada atención, no de esa manera.

- Así que usted y ese chico subieron a su despacho para tener un poco de intimidad.

- Sí, salvo que… Bueno, Steven tiene un sofá en su despacho -añadió Audrey, retorciendo un clip-, un sofá muy grande.

- Ya -dijo Diana, devolviéndole la sonrisa.

- Steven me mataría si lo supiera. No literalmente, claro, pero se enfadaría bastante.

- ¿Por qué? ¿Celos?

Audrey pestañeó.

- Se enfadaría porque no actué de forma profesional. Steven y yo no mantenemos relaciones sexuales. Puede que fuese así si yo le diese la oportunidad, porque sé que no le es precisamente fiel a su esposa, pero yo no me acuesto con hombres casados.

La expresión de la mujer era serena y abierta, honesta. Si no se acostaba con tipos casados, probablemente tampoco se atrevería a robar.

- ¿Quién era el hombre que subió con usted?

- Preferiría no decírselo.

- Señorita Spencer, la gente los vio subir al piso de arriba -dijo Diana, que se inclinó y añadió amablemente-: sólo tengo que hacer unas preguntas y tarde o temprano me enteraré. Nos ahorrará mucho tiempo a ambas si me lo dice ahora.

Audrey bajó los hombros y miró hacia abajo.

- Se llama Jack Austin.

Lo primero que sintió Diana fue sorpresa, seguido de furia y luego cierta decepción.

- Jack Austin… es ese arqueólogo de Tulane, ¿no? -preguntó con voz queda al cabo de un momento.

Audrey asintió y esbozó una leve sonrisa llena de satisfacción y petulancia

Tratando de mantener la calma, Diana se esforzó por devolverle la sonrisa y decidió adoptar el papel de amiga comprensiva.

- Qué suerte. He visto fotos de él. La verdad es que es muy guapo.

A Audrey se le iluminó el rostro y se inclinó para susurrar confidencialmente:

- Oh, Dios, sí. Cada vez que llama, cada vez que lo veo, se me enciende algo dentro, ¿sabe? He soñado con él desde que Steven me lo presentó.

- ¿Cuándo fue eso?

- Una semanas antes de que Jack fuese a Guatemala a pasar el verano. Puede que le parezca un poco tonta, pero no es sólo una cara bonita. Es listo y divertido, alguien con quien se puede hablar. Invítelo a unas cervezas y ya verá la de historias que le cuenta… Todavía cuesta creer que le hiciera proposiciones, ¡y más aún que aceptara!

- Pues créalo -le dijo Diana, impertérrita.

Así que el semental del doctor Austin le había mentido y había ido al segundo piso para algo más que ir al servicio y disfrutar de los encantos de Audrey.

Diana cerró el cuaderno con deliberada lentitud y volvió a apoyarse en el respaldo de la silla.

- Señorita Spencer, ¿sabe por qué estoy aquí?

A Audrey se le borró la sonrisa.

- Porque Steven ha perdido una de sus piezas egipcias.

- ¿No sabe exactamente de que se trata?

La mujer meneó la cabeza.

- A menos que esté en la galería, es cosa suya, no mía. Además, nunca le robaría nada a Steven.

- Por favor, entienda que debo hacerle estas preguntas -se apresuró a aclarar Diana-. ¿Qué hay del doctor Austin? ¿Lo haría él?

Audrey la miró fijamente a los ojos.

- ¿Bromea? Jack no es de ésos. Él y Steven están muy unidos. Steven casi lo trata como a un hijo. Jack nunca haría nada semejante, ni siquiera para gastarle una broma.

Eso sí que era una noticia interesante. A juzgar por los comentarios que había hecho Austin sobre Carmichael, Diana no esperaba que tuvieran una relación tan estrecha.

- Además -añadió Audrey con un suspiro-, ni siquiera llevábamos diez minutos en el despacho cuando a Jack le sonó el busca y tuvo que marcharse. Uno de sus alumnos había tenido una emergencia en el laboratorio.

- ¿A qué hora ocurrió eso?

- No lo sé, no me fijé. En cualquier caso, después de las diez.

Lo cual encajaba con la versión de Austin. Al menos no todo habían sido mentiras. Bravo por él.

- ¿Y estuvieron juntos todo el tiempo que permanecieron en el despacho?

Audrey frunció el entrecejo.

- Él no robó nada.

- Señorita Spencer, conteste a la pregunta, por favor.

- Fui un momento al lavabo a refrescarme. -Audrey se puso seria de nuevo-. No llegamos a hacerlo, pero tenía que arreglarme el maquillaje y el pelo antes de volver a bajar. Le dejé telefonear desde el despacho de Steven. No estuve en el baño más de un minuto, señorita Belmaine, eso es todo. No puedo creer que piense que Jack es tan estúpido como para hacer una cosa así.

- Sólo hago mi trabajo, no es nada personal.

Aquella aclaración pareció tranquilizar a Audrey, que asintió de mala gana.

- Lo siento. Lo que pasa es que no conozco a ningún amigo de Steven que fuera capaz de robarle. Debió de ser alguien del servicio de comidas o del personal de limpieza. También está hablando con ellos, ¿verdad?

- Sí -dijo Diana, que guardó el cuaderno y el bolígrafo en el bolso y se puso de pie-. Esto es todo lo que necesito saber por el momento, gracias. Si quisiera hacerle más preguntas, volvería a pasar por aquí o la telefonearía.

- Claro. Steven me ha dicho que haga todo lo que esté en mi mano para ayudar -dijo Audrey, que también se puso de pie. Dudó un instante y luego preguntó-: ¿Es necesario que le diga usted que estuve en su despacho con Jack? Jamás se me habría ocurrido hacerlo de no haber estado bebida. Yo… Trabajar en esta galería es un sueño hecho realidad. No quiero arriesgarme a perder el empleo por una tontería.

La mujer parecía realmente preocupada, y el enfado que sentía a hacia Jack aumentó.

- Si puedo evitarlo, no diré nada.

- Se lo agradezco de veras -dijo Audrey, visiblemente aliviada.

Diana siguió a la mujer escaleras abajo. A aquella hora de la tarde empezaban a acudir los clientes. Entre la docena de personas que había en la galería se encontraba una pareja de mediana edad que examinaba minuciosamente un juego de vasijas. El encargado de la tienda comprobó aliviado que Audrey se disponía a atenderlos. Diana se dirigió a la puerta, pero se detuvo cuando vio a Steven Carmichael en un rincón, hablando con alguien a quien ella reconoció de inmediato.

Jack Austin.

Puesto que todavía no habían reparado en ella, se dedicó a observarlos y advirtió que parecían bastante compenetrados. ¿Por qué no? Sin Carmichael, Austin no tendría el dinero necesario para realizar sus excavaciones cada temporada. Seguramente el prestigio del arqueólogo le iba de perlas a Carmichael para solicitar donaciones para su sociedad sin ánimo de lucro. Y quizás a Carmichael le gustaba tener a Austin como amigo (sólo porque a ella no le cayese bien no significaba que a los demás les ocurriese lo mismo).

- Steven -dijo Audrey, que estaba detrás de Diana-, a aquella pareja le gustaría hablar contigo sobre la vasija Calakmul.

Tanto Austin como Carmichael volvieron la vista hacia ella y descubrieron su presencia al mismo tiempo. Carmichael sonrió; Austin no.

- ¿Ya ha terminado, señorita Belmaine? -le preguntó el dueño de la galería, dirigiéndose hacia ella.

- Por hoy, sí.

- Bien -dijo Carmichael, que le tocó el hombro, volvió a sonreír y fue al encuentro de Audrey y de la pareja.

Tras intercambiar una larga y nada amistosa mirada con Austin, Diana centró su atención en Carmichael, observando el entusiasmo con que hablaba con sus posibles clientes. Aquel hombre poseía una compañía petrolera, una granja, una fundación y varias empresas más, pero era evidente que aquella galería era su mayor orgullo. No tenía por qué estar allí, charlando con los clientes, pero le encantaba.

Diana volvió a mirar a Austin y le pareció percibir en él una expresión tan fugaz que habría sido incapaz de describirla. Sin embargo, era como si se hubiera puesto nervioso, nada que ver con la tranquilidad que había mostrado hacía un momento al hablar con Carmichael.

Finalmente se dirigió hacia él, que estaba de pie junto a la vitrina que contenía la máscara funeraria, y dejó que la furia la invadiera. No importaba que Audrey se le hubiera insinuado primero, o incluso que realmente no hubiera pasado nada entre ambos; no se trataba de Audrey, que era una mujer adulta y libre de complicarse la vida como quisiese. Lo que le molestaba era que Austin la hubiera utilizado para hacer el trabajo sucio, lo cual le recordaba a un asunto personal y doloroso que ansiaba poder olvidar algún día.

Diana se situó frente a Austin y, por un instante, surgió entre ellos algo vivo y caliente.

- Bonita máscara, ¿eh? -comentó ella, con tono amable y sedoso.

- Ya la había visto -respondió Austin, que bajó la mirada y agregó secamente-: seguro que es usted una mujer de mundo.

- Acabará descubriendo que soy una mujer muy concienzuda -respondió Diana, acercándose aún más. Sorprendido, él arqueo las cejas al notar cómo la mujer apoyaba el fino tacón de su zapato sobre la punta de su bota y apretaba con fuerza.

Austin la miró con los ojos muy abiertos, desconcertado y dolorido.

- Pero ¿qué…?

- Esto es por utilizar a Audrey Spencer, maldito cabrón -le espetó Diana, que se apartó de él, le sonrió con frialdad y fue hasta la puerta- No te saldrás con la tuya, Austin. Te lo prometo