PRÓLOGO

Mandeville, al norte del lago Poritchartrain, era una comunidad acomodada que presentaba un índice de criminalidad bajo, con casas y jardines grandes y ostentosos y gente con mucho dinero para gastar en caprichos caros.

Exactamente la clase de caprichos que él quería.

Hacía tiempo que había descubierto que si iba vestido con uniforme de repartidor o de técnico en reparaciones, se volvía invisible. La gente le dejaba merodear alrededor de sus casas sin preguntar demasiado, e incluso le permitían entrar en ellas dependiendo de cuán profesional sonase su voz. En ocasiones también respondía por teléfono a preguntas de compañías supuestamente oficiales con mucha más confianza de la adecuada.

Era triste decirlo, pero todo esto facilitaba su trabajo, y cuanto más próspera era la comunidad, más fácil resultaba. Al revés que en los barrios más duros de Nueva Orleans, donde la gente no confiaba en nadie e instalaba rejas en las puertas y ventanas y tenía perros guardianes, los habitantes de aquellos suburbios paradisíacos confiaban en la seguridad de unos sistemas de alarma que a menudo no eran tan efectivos como ellos pensaban. Por increíble que pareciera, algunos no tomaban más precauciones aparte de cerrar puertas y ventanas.

La casa de aquella noche le facilitaría muchísimo el trabajo.

No había perros; tan sólo un sistema de alarma obsoleto que protegía el interior de la vivienda. Aun así, dentro todos dormían plácidamente en sus camas, pensando en sus acciones bursátiles y los jugosos beneficios que éstas les reportarían.

Se dirigió a la entrada trasera porque los cuidados setos y arbustos camuflaban la puerta casi por completo. Además, ésta tenía una cerradura tan simple que la abrió en cuestión de segundos.

El pestillo le llevó algún tiempo más y, cuando cedió, cerró los ojos y movió el picaporte lentamente, aguzando el oído, tratando de percibir cualquier cambio. Forzar cerraduras era más una ciencia que un arte, con sus propias leyes físicas. Cuando escuchó aquel chasquido tan familiar, abrió la puerta con cuidado y entró en la casa, oscura y silenciosa.

A menos que estuviese desactivada, la alarma alertaría a la compañía encargada de la seguridad un minuto después de que la puerta se hubiera abierto, tras lo cual los propietarios recibirían una llamada telefónica. Salvo que algo saliera mal, él conseguiría lo que había venido a buscar y saldría por la puerta antes de que sonase el teléfono. De todas formas, permaneció atento a cualquier posible ruido o movimiento extraño. Como no iba armado, lo último que deseaba era encontrarse con un propietario furioso apuntándolo con una pistola. O con la policía.

Se movió con rapidez, invisible gracias al atuendo negro que llevaba sobre la ropa de calle, dando cada paso con precisión y sigilo. Sabía exactamente adónde tenía que ir. Había estado allí hacía una semana para “reparar” el aire acondicionado que, de madrugada, él mismo había inutilizado al desconectar los fusibles. Había embaucado al agobiado propietario para que le dejase revisar toda la casa. Tras encontrar lo que buscaba, salió al jardín y fingió por un momento que estaba haciendo comprobaciones. Luego “reparó” el aparato de aire acondicionado simplemente conectando de nuevo los fusibles.

El salón en el que se encontraba era enorme y estaba decorado para demostrar cuánto dinero ganaba al año el dueño de aquel castillo (un conocido abogado jurista que trabajaba en Nueva Orleans).

Al cabo de unos segundos, abrió la endeble cerradura de la vitrina. Lo que había venido a buscar se hallaba en el estante del medio, acomodado artísticamente en cristal, junto a un marco de plata que contenía la fotografía de una pareja sonriente.

La expresión arrogante del hombre y la sonrisa y la mirada tímida de la mujer captó brevemente su atención, dejándolo con un leve sentimiento de culpa.

No había tiempo para aquello. Cogió el collar con la mano enguantada en cuero negro, lo envolvió con cuidado en algodón y se lo metió en el bolsillo.

Cerró la puerta de la vitrina, no sin antes dejar su tarjeta de visita. Luego salió tan sigilosamente como había entrado, desapareciendo en la oscuridad de la noche.