CAPÍTULO 5
Jack apoyó los codos en el escalón que tenía detrás, mientras observaba los deliciosos glúteos de Diana Belmaine, que corría calle abajo. Cuando dobló la esquina, Austin cerró los ojos, se dejó caer sobre la espalda y soltó un gruñido.
¿Qué diablos le estaba pasando? Cuando por fin había aparecido una mujer que le hacía hervir la sangre, resulta que su único objetivo era perseguirlo.
Era una locura desear a una mujer como ella. Era una locura jugar de esa manera, cuando lo que debía hacer era evitarla, no insinuársele. Diana suponía una verdadera amenaza, como lo demostraba el hecho de que la hubiera sorprendido fotografiando su casa.
Aparte de su belleza, todo en Diana Belmaine indicaba que era una devoradora de hombres, escrito en letras rojas bien grandes. Aunque su mente le decía que pasar una noche entre las sábanas con aquella mujer bien valdría cinco o diez años en la prisión estatal de Angola, Jack seguía confiando en que su instinto de supervivencia le impidiese cometer una estupidez.
Al menos por el momento. Era lo bastante consciente de sus debilidades como para no prestar atención a las señales de alerta, y aquella mujer había ocupado sus pensamientos desde que había irrumpido en su clase aquella mañana.
El porte de Diana y la confianza en sí misma, incluso aquel atisbo de arrogancia con que se comportaba, le fascinaban. Poseía una belleza sobria y aristocrática notable, una vivida inteligencia que se adivinaba en sus ojos azules. Asimismo, tenía unas buenas piernas, y el resto de su cuerpo también era prometedor, sobre todo vestida con ropa de deporte. Aquel conjunto le marcaba cada una de sus fenomenales curvas, y Jack había tenido que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no pasarle las manos por el trasero o por la espalda. No había podido evitar tocarla aquella única vez, temiendo que ella le abofetease.
Dios, se lo merecía. ¿Por qué se había limitado Diana a quedarse allí de pie, los ojos como platos, mirándolo como si quisiese que él le hiciera algo más que tocarla? En fin, pensándolo fríamente lo más probable era que estuviera demasiado perpleja para hacer nada.
Jack abrió los ojos y se sentó, una súbita ola de calor recorriéndole el cuerpo. Se quitó la camisa y se quedó en su camiseta sin mangas. Pasaban los coches, los insectos volaban a su alrededor y tenía la piel cada vez más húmeda.
Perdido en sus pensamientos, miró fijamente el punto de la acera donde había estado Diana.
Era un verdadero problema el que ella los hubiera situado tan rápidamente a Audrey y a él en el despacho de Steve, sin duda aquello complicaría muchísimo las cosas durante las dos semanas siguientes. Se frotó la cara con una mano y comenzó a blasfemar en voz baja. Aquel asunto con Audrey no había sido nada inteligente por su parte, pero ya no podía hacer nada para remediarlo.
Ahora tenía que centrarse totalmente en su problema más inmediato.
Diana Belmaine parecía tan persistente como había dicho, pero sin pruebas consistentes, no tenía caso contra él, y desde luego pensaba asegurarse de que la situación no cambiara. Sabía que si se le presentaba la más mínima oportunidad, Diana cumpliría su amenaza de acabar con él.
Jack bajó la cabeza y dejó que la frustración que había acumulado a lo largo del día fluyese a través de él. Se sentía terriblemente cansado de tratar de evitar lo inevitable.
Por eso había estado toda la tarde barajando la idea de utilizar a la guapa detective de Steve para su provecho. Por lo menos durante las dos semanas siguientes, luego ya no sería necesario. A pesar del cinismo con el que se había comportado Diana, ésta le había parecido absolutamente honesta y justa, sobre todo en su forma de defender a Audrey. Eso, junto con la obstinación y la rapidez de ideas que había demostrado, podía utilizarse en beneficio propio. Si finalmente sus planes se venían abajo, Diana podía convertirse en su mejor aliada para salir de aquella situación con el pellejo y la reputación intactos.
Bueno, aquello sólo podía acabar de una forma, y la felicidad eterna no entraba en el guión. Por mucho que hubiera querido, no habría podido cavarse un hoyo más profundo.
Sin dejar de soltar tacos, Jack cogió los patines y la mochila, sacó las llaves del bolsillo y se sumergió en el aire acondicionado de su casa. Que le partiera un rayo si él no era la prueba viviente de que el camino al infierno estaba plagado de buenas intenciones.
Se duchó para eliminar el sudor acumulado a lo largo del día y luego se puso unos pantalones cortos. Se metió en la cocina y se abalanzó sobre las sobras de la comida china que había pedido la noche anterior. Abrió una cerveza, se apoyó contra la encimera y, mientras comía unos tallarines tres delicias, repasó el correo del día, tanto el de casa como el del despacho: facturas, periódicos, propaganda y una carta de su madre, que leyó de inmediato. Tras jubilarse, sus padres estaban viviendo una especie de segunda infancia, y sus cartas siempre le provocaban una sonrisa.
Echó un vistazo al reloj, todavía quedaban cuatro horas para que se pusiera el sol, así que lo mejor que podía hacer era aprovechar toda aquella energía tensa que acumulaba. Cogió el montón de cartas de sus admiradores y se metió en el pequeño dormitorio que había convertido en su despacho, aunque por el momento parecía más un desván.
Desde que su última novia lo había abandonado, gritándole desde el porche (para asombro de los vecinos) que ya estaba harta de ser siempre la alternativa a un montón de rocas en una selva remota, las tareas domésticas se habían visto seriamente afectadas. Teniendo en cuenta que Jack solía pasar los veranos conviviendo con murciélagos, serpientes, tarántulas y otras alimañas, un poco de polvo y desorden le traían sin cuidado.
Mientras esperaba que arrancase el ordenador, empezó a revolver entre los papeles, carpetas, periódicos y libros que había sobre el escritorio, tratando de dar con la guía telefónica. Cuando la encontró, la abrió por la D. El anuncio era elegante y directo, como ella: «Diana Belmaine, detective privada. Especialista en antigüedades, objetos de arte, colecciones, venta de propiedades. Demandas a compañías de seguros. Recuperación de objetos robados».
El hecho de que tuviese su despacho en el Barrio Francés significaba que ganaba mucho dinero, lo cual no le sorprendía. Teniendo en cuenta la clase de clientes con los que trabajaba, estaba seguro de que Diana cobraría unos honorarios muy elevados.
Buscó el nombre de la detective en la guía de direcciones, pero, tal y como esperaba, Diana no figuraba en ella. Sin embargo, no le llevaría demasiado tiempo descubrir dónde vivía. Y cuando tuviese su dirección, ¿qué? ¿Aparecería ante su puerta con un ramo de lirios atigrados y rosas blancas y la invitaría a tomar una copa?
Jack esbozó una sonrisa. El solo hecho de pensar en la reacción de Diana hacía que la idea le atrajera todavía más.
Puede que incluso la llevase a cabo. No inmediatamente, sino cuando hubiese resuelto sus problemas. ¿Qué podía perder? Solía ahuyentar a las chicas educadas y dulces. Diana lo había amenazado con hacerle tragar su propia polla y, si bien muchos hombres hubieran huido al oír aquello, Jack lo consideraba un signo de esperanza.
Silbando y ya más confiado, abrió el primer sobre. El remitente era de un tal Martin Palmer. No solía recibir cartas de admiradores masculinos, por lo que comenzó a leer con cierta desconfianza.
Querido doctor Austin:
Como sabe, hay abundantes indicios que sugieren la intervención extraterrestre en el desarrollo de las culturas mesoamericanas. Tengo pruebas cruciales que demuestran sin lugar a dudas que…
- Extraterrestres -musitó-. ¡Mierda!
Aparecías de vez en cuando en la tele y todos los sabiondos creían que no tenías nada mejor que hacer que escuchar sus brillantes teorías. Por lo menos aquel tipo tenía un buen vocabulario y sabía escribir.
Jack puso la carta bajo el montón y cogió el siguiente sobre, con su dirección escrita a mano y en letra grande. Aquello era más parecido a lo habitual:
Querido señor Austin, me llamo Jennifer y tengo trece años. Vivo en Topeka, Kansas, y mis amigos y yo vimos su programa en el Discovery Channel. No sabíamos que cavar en la tierra pudiera ser tan chulo. Me parece increíble que pueda descubrir cosas enterradas hace siglos y que cuente historias del pasado, y eso que ya no existe nada de eso que explica. Algún día me gustaría tener un zoo y poder cuidar de los animales en peligro de extinción, para que así no se extinguieran, pero hay chicos de mi clase que me dicen que no tiene sentido y que no serviría de nada. ¿Qué debo hacer? Le he enviado mi foto; espero que le guste, porque tengo una sonrisa demasiado grande. ¿Podría enviarme una foto suya firmada? Me encantaría que me respondiera y me dijese dónde va a realizar su siguiente excavación y si va a volver a salir pronto en la tele.
A Jack le gustó el tipo de letra mayúscula curvada y femenina de su admiradora, con las íes puntuadas con pequeños corazones. La foto de carnet adjunta mostraba a una chiquilla de ojos brillantes, cabello castaño y liso y sonrisa amplia, aunque no demasiado grande, en su opinión.
A pesar de que guardaba todas las cartas, Jack no se quedaba con las fotos de sus admiradoras ni enviaba fotos suyas. Aquello hubiera sido demasiado. Por tanto, escribió en el reverso de la fotografía de la niña: «Estudia mucho y sigue yendo a la escuela. Te deseo lo mejor. Jack Austin.»
Puede que sonase a tópico, pero él lo decía en serio. A continuación, le escribió unas líneas sobre la temporada que había pasado en Tikukul y la animó a que buscase en los libros de la biblioteca de su escuela información sobre lo que quería estudiar en el futuro, instándola a que se aferrase a sus sueños.
Seguramente aquellos sueños cambiarían con el paso del tiempo, pero Jack recordaba muy bien qué se sentía al ser el chico que nunca encajaba y al tener unas aficiones que nadie comprendía. En sexto curso, llorando por la rabia y la humillación que le habían hecho sentir, acabó enfrentándose a puñetazos con los que se burlaban de él. Una de sus profesoras, antes de enviarlo al despacho del director, le había dicho con suma dulzura que se aferrase a sus sueños, sin importar quién se burlara de ellos. La mujer le había asegurado que si realmente creía en sí mismo, algún día acabaría por marcar la diferencia.
Nunca había olvidado a la señorita Claire ni sus palabras. En cierto sentido, a ella le debía el haber descubierto Tikukul. Todavía lamentaba que hubiera muerto antes de que él encontrase las ruinas de aquella ciudad perdida.
Mientras imprimía la carta, se dijo que seguramente la señorita Claire no habría aprobado las cosas que había hecho para marcar la diferencia aquellos últimos años.
Jack no pudo contenerse y miró hacia arriba.
- Eh, señorita Claire, si está allí arriba, gracias.
Un poco avergonzado, desechó aquellos pensamientos melancólicos y volvió a centrarse en la correspondencia.
La treintena de cartas que le quedaban por leer lo mantendrían ocupado un buen rato. Sin embargo, aquella noche todavía tenía un último cabo suelto que atar. Después podría dedicar más tiempo a pensar en cómo tratar con Diana.
«Tratar con Diana.»
A Jack le hizo gracia la forma en que sonaba la frase. De hecho, no sonaba nada mal.