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Tu rabia me aclara, tu ira me ciega

Si donde antes éramos capaces de ver una cosa, ahora vemos dos, nuestra capacidad para interactuar inteligentemente con el entorno se duplica. Por ejemplo, nosotros en el mundo occidentalizado y frente a un paisaje nevado solo somos capaces de distinguir uno o dos tipos de nieve. Parece ser que los esquimales son capaces de distinguir catorce tipos diferentes. Ellos saben, por ejemplo, cual es la nieve adecuada para beber y cual no lo es. Debido entre otras cosas a que son capaces de hacer un mayor número de distinciones, de diferenciaciones que nosotros, su capacidad de interactuar con el entorno es muy superior a la nuestra.

Los bosquimanos son un pueblo que vive en uno de los lugares más inhóspitos de la tierra, que es el desierto del Kalahari en África. El gran desafió para ellos no es solo encontrar algo de comer, sino sobre todo encontrar algo de beber. Si a cualquiera de nosotros nos abandonaran en este desierto moriríamos rápidamente de sed, porque allí solo seríamos capaces de observar algunos árboles y una serie de matojos todos iguales. Sin embargo, donde nosotros vemos un único tipo de matojo, los bosquimanos ven dos. Uno de ellos tiene bajo tierra un tubérculo del tamaño de un melón y contiene una cantidad increíble de agua. Gracias a esta habilidad tan desarrollada, ellos pueden sobrevivir en un entorno inhabitable para nosotros.

Si yo fuese profesor de un colegio y viese que hay un niño en mi clase que no comprende las explicaciones y solo fuese capaz de reconocer un tipo de inteligencia y ello me llevara a considerar torpe a ese niño, mi capacidad de interactuar con él se reduciría de forma dramática. Si a un profesor se le explicara que existen ocho tipos de inteligencia en lugar de uno, encontraría nuevas formas de interactuar con su alumno y buscaría de qué manera ha de presentarle la información para que la entienda. Es llamativo el caso de Albert Einstein que fue un estudiante tan mediocre que los profesores no le quisieron recomendar para su primer trabajo y, sin embargo, se convirtió en el científico más valorado del siglo XX. A Einstein se le extrajo el cerebro después de morir en el hospital de Princeton, cercano a la universidad donde él daba clase. Su cerebro se fotografió desde todos los ángulos y al hacerlo se vio algo muy extraño. A Albert Einstein le faltaba la cisura de Silvio. Esta cisura es una gran hendidura que existe en el cerebro y que separa visiblemente el lóbulo temporal del cerebro del lóbulo parietal. En el caso del científico, esta zona la tenía ocupada no por un espacio vacío, sino por neuronas, un tipo de neuronas esenciales en el procesamiento visual y espacial. En un sistema académico que ponía tanto énfasis en las explicaciones y en la lógica, alguien tan visual como Einstein se veía incapaz de comprender y de aprender.

Todos los ejemplos que hemos dado hasta ahora se han incluido con la intención de aclarar un concepto escurridizo que es el de las denominadas distinciones lingüísticas. Recordemos que las distinciones lingüísticas nos permiten apreciar varias posibles realidades donde antes solo veíamos una. En este sentido, hay una distinción lingüística que importa mucho destacar. Las personas tendemos a creer que es lo mismo la ira que la rabia, no sabemos muchas veces diferenciar ambos conceptos y, sin embargo, su distinción es fundamental, ya que una de las dos abre espacios de oportunidad, mientras que la otra los cierra. Una de ellas raramente afecta a la salud, mientras que la otra es muy peligrosa si lo que se quiere es no enfermar. Una de ellas ayuda a comprender y a construir, mientras que la otra ciega y destruye. Para mayor claridad, pondré un ejemplo de algo que me ocurrió cuando yo era un estudiante de medicina en Madrid.

Desde muy pequeño, había sentido una pasión tremenda por todo lo que tuviera relación con el cerebro y la mente. Nada me parecía más interesante que aquello. Cuando llegué a la facultad, para mí asistir a las asignaturas de Neuroanatomía y de Neurofisiología era un privilegio porque me gustaban a rabiar. En ambas saqué matricula de honor. Cuento las calificaciones que obtuve para que se entienda mejor el impacto que tuvo para mí lo que me ocurrió. Pase de la facultad al hospital para cursar lo que se llaman asignaturas clínicas porque ya están orientadas a estudiar las enfermedades. Una de aquellas asignaturas era la Neurología, que estudia las enfermedades médicas relacionadas con el sistema nervioso. La otra la Neurocirugía, que estudia las enfermedades quirúrgicas del sistema nervioso.

Al igual que me pasó con Neuroanatomía y con Neurofisiología, la primera de aquellas nuevas asignaturas que empecé a cursar, la Neurología, me volvió a apasionar. Me dedique a ella con ahínco y me presente al examen. Pasado un tiempo fui a recoger mi papeleta de examen con la nota y he de decir que esperaba una nota muy alta. Con lo que yo me encontré fue con un suspenso. Tenía que haber sido un error, aquello no era posible y por tanto me fui a pedir una revisión de examen. El catedrático de Medicina interna llevaba varios meses enfermo y la cátedra la llevaba de manera provisional el profesor titular más antiguo. Le expliqué lo que me había pasado y de una forma muy poco amable me dijo que volviera después de las vacaciones de Navidad que se avecinaban. La verdad es que no paré de darle vueltas en la cabeza a aquello que me había sucedido. Pasadas las vacaciones acudí de nuevo a él, el cual de nuevo con pocas ganas y escasa amabilidad pidió a su secretaria que le trajera mi examen. Según lo iba leyendo en alto, también iba manifestando en alto lo sorprendente que veía que me hubiesen puntuado tan bajo las respuestas. Al terminar de revisarlo me dijo: «Este examen está francamente bien y no consigo entender como le han podido suspender». A mí al oír aquello me dieron ganas de abrazarlo y en mi ingenuidad le dije, casi afirmando: «Entonces, profesor, eso significa que estoy aprobado».

Ante mi perplejidad me da la contestación que menos espero: «No, de ninguna manera, usted sigue suspenso, no pensará que voy a corregir lo que un compañero mío ha hecho».

En aquel momento mis ganas de abrazarlo se tornaron, para que negarlo, en ganas de estrangularlo. Me marché de allí lleno de ira, necesitaba desquitarme con alguien o con algo. Estaba fuera de mí, no regía, mi respiración era agitada, mi corazón latía con rapidez y notaba la tensión en todos mis músculos mientras apretaba con fuerza mi mandíbula. Comprendí que en aquel estado yo era un ser peligroso y tenía que proteger a los demás de mi propia presencia. Si volvía a casa, lo pagaría inconscientemente con los que menos lo merecen que son, además, a quienes más quiero. Si me quedaba en la facultad iba a ser incapaz de aprender nada. Entonces tomé la decisión de irme al gimnasio donde practico taekwondo. Frente a mí solo tenía lo que en aquel momento más necesitaba, el enorme saco de piel que colgaba del techo de aquella sala y que, usábamos normalmente para dar patadas. Empecé a pegarle puñetazos, y a descargar sobre aquel pobre objeto toda la ira que sentía. Pegue con todas mis fuerzas hasta que me sangraron los nudillos. Me llamaron la atención dos cosas, la primera era que no tenía ningún dolor en las manos y la segunda que se me había ido toda la ira, que me sentía calmado, tranquilo y en equilibrio y que veía las cosas con una nueva dimensión y perspectiva. Algo muy importante había cambiado en mi interior y aquí es desde donde parte mi reflexión.

Hay personas cuyas conductas no son adecuadas y han de ser corregidas. Considero que no fue adecuado que a mí me suspendieran. Los seres humanos hemos sido dotados de emociones para hacer frente a situaciones como ésta. Somos capaces de sentir una emoción que hace que nos rebelemos frente a lo ocurrido, y que intentemos que se produzca una corrección: esta emoción es la rabia. La rabia no busca hacer daño a nadie, solo quiere que se repare algo. La rabia es ese orgullo sano que hace que los seres humanos nos rebelemos contra la injusticia, la manipulación y el abuso de poder. Es lo que hace que las personas nos sublevemos contra las etiquetas que otros nos ponen, y la que también permite que otros se rebelen contra las que nosotros les ponemos. A través de la expresión de la rabia hacemos saber hasta que punto es importante un hecho para nosotros y hasta que punto estamos dispuestos a defenderlo. En el caso de mi suspenso, podía, en lugar de haberme marchado enfadado, manifestar mi rabia por el hecho o incluso irme a estamentos superiores, como el decanato, y pedir una nueva revisión. Nada de eso hice, sino que la emoción que se genero en mi fue la ira. La ira no busca la reparación, ya no le importa, la ira coge su propia dinámica. Así como uno tiene rabia, la ira lo tiene a uno. La ira ciega, hace perder el norte y además daña muy severamente al cuerpo. Yo por entonces era muy joven y mi corazón estaba sano. Con otra edad más avanzada, aquel brote de ira podría haberme costado muy caro. Muchos infartos de miocardio e infartos cerebrales son desencadenados por un brote de ira, el cual produce una elevación muy marcada de la tensión arterial y favorece las trombosis en el interior de los vasos y también la rotura de éstos. Además, se sabe que la ira bloquea la producción de una hormona llamada DHEA, que parece ser capaz de retrasar el envejecimiento.

Cuando una persona percibe nuestra ira, se siente agredida incluso antes de que abramos la boca, y es empujada inmediatamente a tomar una posición de defensa y ataque. La ira, por paradójico que pueda parecer, no ayuda para nada a la otra persona a reflexionar sobre su conducta. La ira solo llama al contraataque. Por eso creo que cuando sintamos que se ha cometido una injusticia con nosotros, que se nos ha defraudado, que no hemos sido ni valorados ni se nos ha considerado y percibamos en nuestro interior ese cúmulo de emociones que recuerdan un volcán a punto de erupción, hagamos ejercicio de nuestra libertad, de nuestra capacidad de elegir. No permitamos que nuestra rabia se torne en ira y ésta en violencia. Somos libres, no nos dejemos esclavizar por una emoción que no es más que un simple patrón de respuesta aprendido. Parémonos, cojamos las riendas de nuestra vida y no permitamos que nada ni nadie facilite que nos transformemos en unos seres peligrosos para los demás y para nosotros mismos. Guardemos silencio, respiremos hondo, demos una vuelta y reequilibrémonos. No autoricemos que nuestro dolor se torne en destrucción, porque ello no nos va a ayudar a lograr lo que de verdad queremos que este presente en nuestra vida. Planteémonos una pregunta: ¿qué es lo que siento: ira o rabia?

El solo hecho de hacernos esta pregunta tiene un inmenso impacto en las emociones, porque las diferencias en el lenguaje permiten acceder a espacios emocionales bien diferentes. Solo la rabia tiene la verdadera potencia de crear, de reparar y de construir. La ira es una fuerza devastadora que solo sirve para destruir. Si elegimos que la rabia nos acompañe y no que la ira nos esclavice, expresemos esa rabia y no hagamos juicios como: «eres injusto», «me has tratado mal», «no me consideras». Busquemos hechos lo más objetivos posibles y a partir de ellos expresemos de forma valiente nuestro sentir. El emperador Meiji al final del siglo XIX, creador en Japón de la era del gobierno iluminado dijo: «La sinceridad del corazón humano en la tierra lleva a llorar al dios más encolerizado».

Vinculemos nuestro sentir a los hechos, no a las personas; no los hagamos culpables de nuestros sentimientos. Recordemos que la mayor parte del dolor que causamos a otros seres humanos no lo hacemos por maldad, sino por ignorancia. Hagamos que quede claro el impacto que esos hechos han tenido en nuestros sentimientos. Expliquemos también aquello que necesitamos y que tal vez sea una mayor comprensión, tal vez algunas aclaraciones o sentir que se nos tiene más en cuenta, tal vez un poco más de reconocimiento por el esfuerzo que hacemos. Finalmente hagamos una petición en este sentido, que este llena de claridad, que sea lo más concreta posible, que este alejada de ambigüedades, que evite múltiples interpretaciones. Recordemos que la rabia invita a que se abran puertas de encuentro, mas no hemos de intentar forzar a nadie a que las abra. En el momento en que nuestra petición, nuestra invitación se torne en exigencia, la puerta se mantendrá cerrada. En la vida hay muy pocas seguridades absolutas, la mayor parte de las veces la inteligencia en nuestro actuar se definirá no por buscar la seguridad, sino por aumentar las posibilidades de tener éxito en aquello que es relevante para nosotros. Por eso, esta forma de conversar no asegura el entendimiento y, sin embargo, lo hace mucho más alcanzable.