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Furia
Cuando yo era pequeño, había un cómic que me encantaba. Se llamaba Furia y era la historia de un precioso caballo negro azabache que era el líder de una manada. Los pequeños potros aprendían de él, sus enseñanzas siempre les servirían a medida que fueran creciendo y ganaran responsabilidad dentro de la manada. En una ocasión, tuve la oportunidad de ver un caballo que me recordó a Furia y gracias al él aprendí una preciosa lección.
En aquel entonces formaba parte del profesorado en un curso sobre la gestión de las emociones. La parte con la que terminé la primera sesión, que tenía lugar por la mañana, fue la enseñanza de una técnica de relajación sencilla que aprendí de un médico con el que estuve en Boston, el cual a su vez la había adquirido de los monjes tibetanos en la cordillera del Himalaya, en el norte de la India y a siete mil pies de altura. Este médico, un cardiólogo llamado doctor Benson, estaba muy preocupado al ver que la hipertensión arterial, una enfermedad muchas veces silenciosa y que, por tanto, pasa con frecuencia desapercibida, no paraba de causar estragos en la población mundial. Buscaba un remedio sencillo con unos efectos que se pudieran demostrar científicamente, que sustituyera o al menos redujera la medicación que con tanta frecuencia tomaban los hipertensos. Si lo encontraba, no solo podría servir para tratar las hipertensiones conocidas, sino que además se podría incorporar al estilo de vida de la población en general para que sutilmente ayudara a aquellos hipertensos que desconocían padecer dicha afección. La técnica, muy sencilla, implicaba dejar de prestar atención al torrente incesante de pensamientos perturbadores que se generan en nuestras cabezas y que, de forma permanente, penetran sin nuestro permiso en nuestra consciencia y no nos dejan disfrutar de un momento de paz y de serenidad. Para ello les puse una música suave y les pedí que centrasen su atención en los movimientos de su respiración a medida que notaban como todo el cuerpo se aflojaba, se relajaba poco a poco y eliminaba esas tensiones innecesarias que acumulamos a diario. Finalizada la sesión, nos fuimos a comer rápidamente porque después íbamos a tener una curiosa y algo misteriosa experiencia en el campo. Nos presentaron a un susurrador de caballos, un sorprendente personaje que había adquirido un gran prestigio en su país de origen, Argentina, por la doma de caballos salvajes sin recurrir a la violencia. Según nos comentó, había sido adiestrado por los indígenas para poder comprender el lenguaje de los caballos. Una de las primeras cosas que nos dijo fue que los animales eran capaces de observar el estado emocional en el que se encontraban las personas y que si se acercaba alguien asustado, ellos se asustaban y empezaban a sentirse en peligro. Yo siempre había oído hablar de que los animales sentían lo mismo que las personas, pero ahora lo empezaba a entender con más claridad. Fernando, que era el nombre del susurrador, nos comentó que antes de acercarnos al caballo necesitábamos estar tranquilos, relajarnos para que el caballo sintiera nuestro equilibrio, en lugar de nuestra perturbación.
Unos minutos después sacaron del camión a uno de los caballos más hermosos que jamás había visto, negro azabache, alto, fuerte y lleno de vitalidad. La memoria de Furia acudió a mi mente y me sentí como uno de esos pequeños potros del cómic presto a aprender una valiosa lección. Después de una serie de complejas maniobras logró que aquel caballo se tumbara en el suelo. Era como una enorme mancha negra en medio de la hierba y de las hojas. Entonces nos pidió que uno a uno, los que quisiéramos, nos fuéramos tumbando encima del caballo. Observé algo sorprendente de lo que ya nos había hablado Fernando. Cuando la persona que estaba tumbada boca abajo encima del caballo respiraba despacio, el animal también lo hacía y se veía cómo se relajaba, casi como si se durmiera. Cuando la persona se agitaba un poco, el animal también lo hacía. Llegó entonces mi oportunidad y me acerqué al caballo. Me di cuenta de que estaba tenso y creo que era más que porque el caballo se movía porque me inquietaba lo que pudieran pensar los que me observaban. Pensé en el efecto tan poco atractivo que los participantes del curso pudieran obtener si veían que el profesor que les había enseñado a relajarse por la mañana no sabía relajarse por la tarde. Me di cuenta mientras estaba tumbado en el animal de que cuando pensaba en algo de esto, mi respiración se aceleraba y el animal empezaba a ponerse inquieto y de que cuando simplemente me centraba en mantenerme tranquilo y sereno, el animal también lo hacía. El mayor grado de serenidad lo alcancé cuando simplemente empecé a sentir cariño por aquel caballo que me estaba enseñando una lección tan valiosa.
Las personas compartimos mucho más con los animales de lo que creemos y si lo tuviéramos más claro, también los respetaríamos más. Cuando una persona se pone tensa por el motivo que sea, es frecuente que se acelere su respiración y como consecuencia hay una tendencia a alcalinizar la sangre, esto es, romper el equilibrio de ácido base que existe en la sangre, lo cual puede ser muy peligroso. El organismo pone en marcha una serie de mecanismos compensatorios y entre ellos empieza a aumentar la producción de ácido láctico. El problema es que el ácido láctico si bien corrige este problema crea otro, porque en niveles altos puede generar mucha ansiedad. Por eso, a medida que nos ejercitamos en respirar más lento y profundo, la sensación de ansiedad baja porque entre otras cosas se produce menos ácido láctico. Esto lo saben muy bien los actores y los músicos, que por muy expertos que sean, siempre pueden sentir unos nervios iniciales antes de sus representaciones.
Otro hallazgo muy importante que se hizo hace unos años fue el descubrimiento de un fenómeno llamado resonancia límbica. Esto quiere decir que una persona que está tensa y respira deprisa empieza a ser imitada de forma inconsciente por las personas que están al lado, y comienzan a respirar de la misma forma. En pocas palabras, si mi respiración es tranquila y profunda, no solo reduzco mi ansiedad, sino que ayudo a otros a reducir la suya. El fenómeno de resonancia límbica es lo que pasaba entre el caballo y yo. Cuando yo estaba tenso, mi respiración se aceleraba y el animal se tensaba porque la de él también se precipitaba. Comprender este fenómeno es importante porque nos proporciona una gran capacidad para influir positivamente en el estado emocional que se genera a nuestro alrededor. No nos damos cuenta de hasta que punto esta forma de interacción de unos con otros tiene tanto impacto. Cuando un niño pequeño coge una rabieta, la clave no suele ser calmar al niño, sino evitar que los padres se tensen, porque si ellos se tensan, sin darse cuenta van a empeorar de manera notable el problema. Cuando vamos a visitar a un cliente y estamos tensos o angustiados, se lo vamos a transmitir sin tener consciencia de ello. Por eso es tan importante buscar el equilibrio, volver a centrarse cuando notamos que hemos perdido el centro. Los fuegos se apagan con agua y no con gasolina. Si no somos capaces de extinguir nuestro fuego interior, ¿cómo vamos a poder contribuir a que otros aplaquen el suyo?
Hay una serie de estrategias que nos pueden ayudar a volver a nuestro centro cuando una serie de emociones nos han alterado profundamente. Algunas de estas estrategias, entendemos como funcionan y otras simplemente se mueven sin que entendamos con precisión como lo hacen.
Si la emoción que sentimos es la ira, necesitamos imaginar que empezamos a respirar un aire de color verde que recorre nuestro cuerpo hasta llegar a la zona situada debajo del hemitórax derecho, que es donde se encuentra el hígado. Imaginemos que toda la zona se colorea en ese tono, y luego al espirar pensemos que el aire que expulsamos es de color violeta. Si lo que sentimos es miedo, entonces el aire ha de ser de color azul y hemos de dirigirlo a ambos riñones. Si lo que sentimos es desesperanza, el aire ha de tener una tonalidad rosada y debe dirigirse hacia el centro del pecho, donde se localiza el corazón. Si lo que sentimos es una intensa preocupación, el aire ha de ser de color amarillo y debe dirigirse a la parte central y alta del abdomen, que es donde se encuentra el estómago.
Los colores son procesados fundamentalmente por el hemisferio derecho del cerebro, que es la puerta al inconsciente. Éste está tremendamente conectado con el mundo de las emociones y además es clave en el control del sistema nervioso vegetativo, que es el que gestiona nuestras vísceras. La representación del cuerpo también se encuentra principalmente en el hemisferio derecho. Las emociones son esencialmente procesos corporales en los que están participando nuestras vísceras y nuestros músculos. Ciertos colores tienen un curioso efecto porque de alguna manera, pueden desactivar el sistema de alarma del cuerpo, relajar nuestras vísceras y destensar nuestros músculos, con lo cual toda nuestra emocionalidad se modifica.
Me gustaría añadir que la forma de respirar ha de seguir unas pautas concretas. En primer lugar, hemos de estar tumbados o sentados con la espalda recta sin rigidez, las piernas descruzadas y los pies apoyados sobre el suelo a la distancia de los hombros.
La respiración ha de ir desde el abdomen hasta el tórax, como si se llenase una vasija desde abajo hasta arriba. Esta forma de respirar puede resultarnos un poco extraña e incomoda de entrada y, sin embargo, es la manera natural en que lo hacíamos cuando éramos muy pequeños. La gran ventaja sobre otras formas de respirar es que uno se va acostumbrando a mover el diafragma, lo cual genera una liberación de serotonina, que es la hormona más importante en los estados de humor, ya que sobre todo genera una sensación de confianza. Hay una frase sufí que dice: «el miedo llamó a la puerta, abrió la confianza y cuando abrió ya no había nadie». Recordemos que lo que más nos hace sufrir es esa catarata de pensamientos limitantes que se generan desde esa parte de nuestra mente que solo sabe enjuiciar y mandarnos mensajes llenos de «deberías», «no deberías», «tendrías», «no tendrías», etcétera. Si conseguimos conducir nuestra atención desde nuestra cabeza hasta nuestro cuerpo, los pensamientos limitantes terminaran por pararse. El proceso, aunque lleva su tiempo de aprendizaje, es llamativamente efectivo.