Los espectadores se quedan en silencio un rato, impresionados por la demostración de fuerza del chicarrón español, más voraz que el monstruo Nian. Miran su cara redonda empapada de salsa, que parece casi una linterna roja. Y al fin aplauden con entusiasmo y felicitan al vencedor estrechándole la mano y palmeándole los hombros.

Los Cebolletas no pueden parar de reír. Tino saca una foto que irá directamente a la primera plana del Matu-Tino.

—Bueno, capitán, ahora ya vamos dos a uno —anuncia Fidu.

Mientras los chicos comen y beben, algunos hombres con mono de trabajo disponen un palco sobre la cancha de baloncesto, donde colocan instrumentos musicales, un micrófono y varios altavoces. Instalan bombillas en las canastas y encienden otras sobre el pabellón.

En pocos minutos, el campo se convierte en una auténtica discoteca.

Timothy sube al palco con una guitarra en bandolera y anuncia a todo el mundo que tocará algunos temas con su grupo.

La música empieza a sonar, y los chicos y chicas se colocan al pie del escenario. Algunos se ponen a bailar.

—Ese Halcón tiene buena voz… —comenta Sara.

—Y unos ojos preciosos… —añade Chen.

—Es verdad —continúa Lara—. No es el chico más feo que he visto en mi vida.

Mientras aplauden al final de la primera canción, todas las chicas, Eva incluida, ríen divertidas.

—Capitán, nos exponemos a encajar el tercer gol… —susurra Fidu.

—¿Qué podemos hacer? —pregunta Tomi.

—Solo una cosa —responde el portero—. Subir a tocar también nosotros.

—Pero ¿cómo? Faltan el Gato, Augusto y Rafa.

—Podemos prescindir del violín. Yo a la batería me las apaño, porque Augusto me ha enseñado un poco: «¡Ojalá no estuvieras en China sino aquí, en La Latina!», ya me la sé.

—¿Y quién la canta?

—Tú —contesta Fidu—. Has escrito la letra, así que te la sabes de memoria.

—¿Estás loco? —salta Tomi—. Yo no canto ni siquiera bajo la ducha, para no espantar a los vecinos… ¡Desafino más que una uña sobre una pizarra!

—Ya verás como Eva no se da cuenta —insiste Fidu—. Le gustará y basta. Como si fuera un regalo sorpresa.

Antes del nuevo tema, Halcón aclara en inglés:

—Esta canción está dedicada a mi amiga Águila, la única rapaz incapaz de hacer daño.

—Uau… —comentan las gemelas, mientras todos aplauden.

—¿Has visto, capitán? —pregunta Fidu.

Tomi se vuelve hacia Dani.

—¿Estás listo para tocar la guitarra?

Fidu toma de la mano a Sara y a Lara, que protestan, sorprendidas:

—¿Adónde nos llevas?

Mientras acaba la canción anterior, Tomi sube al escenario y susurra algo al oído de Timothy, que anuncia en inglés:

—Queridos amigos, ahora viene un tema que no estaba previsto en el programa. ¡Nuestros amigos españoles tocarán una canción para vosotros!

Después de los aplausos y los gritos, el capitán de los Cebolletas precisa:

—Para todos vosotros, pero en especial para la emperatriz Eva…

Fidu da tres toquecitos con sus baquetas contra el borde del tambor y Dani rasga las cuerdas de la guitarra. Las gemelas deslizan sus manos por los teclados y Tomi empieza a cantar. Aunque al principio nadie se dé cuenta…

El capitán está tan emocionado que abre la boca pero no le sale un hilo de voz. Solamente un ruido chillón, como si estuviera deslizando un dedo por el borde de un vaso recién lavado…

Pobre Tomi. Le gustaría que se lo tragara la tierra de golpe y aparecer en el lado opuesto del planeta, en el estanque de El Retiro, junto a los peces de colores, sus amigos.

Dani advierte enseguida los problemas del capitán, se acerca al micrófono y se pone a cantar con Tomi.

Así es como se ayudan los Cebolletas, en el campo y fuera de él. Los chicos de Champignon nunca son pétalos sueltos, ni siquiera cuando cantan. Son siempre una flor unida.

Gracias a la ayuda de Dani, Tomi recupera el valor y la voz le sale por fin fuerte y clara, como si le hubieran abierto un grifo en la garganta.

El capitán acaba la canción prácticamente gritando y cambia la letra deprisa y corriendo.

¡Qué hermoso estar en China y tenerte así de vecina!

Los chicos aplauden a rabiar, gritan con entusiasmo y piden un bis.

¡Es un auténtico triunfo para los Esqueléticos, que están de gira con una formación de emergencia!

Fidu sonríe y guiña el ojo a Tomi.

—Ahora vamos dos a dos.

—No sabía que hubieras aprendido a cantar —le sonríe Eva.

—Yo tampoco… —responde el capitán.

Al acabar el concierto, Timothy se queda solo en el escenario, donde hace de pinchadiscos. Pone un disco tras otro, y los chicos bailan como desaforados sobre la cancha de baloncesto. Tomi baila con Eva hasta medianoche. La sensación no tiene nada que ver con mirarla en la pantalla de un ordenador a diez mil kilómetros de distancia. El capitán no recuerda una fiesta tan divertida y emocionante. A medianoche, Halcón, con el micrófono en la mano, canta la cuenta atrás y, en el mismo momento en que acaba el año, estallan inesperadamente de todos los rincones del jardín unos fuegos artificiales espectaculares, que iluminan el cielo. Entre las luces y las explosiones de pólvora, rodeados de linternas rojas que dan buena suerte, los Cebolletas y sus amigos se abrazan y se desean un feliz año.

Antes de irse de su casa, Tomi agradece a Timothy una fiesta tan maravillosa y le felicita por la victoria en el tiro a la linterna.

Halcón sonríe y explica:

—Yo jugar al fútbol americano solo de vez en cuando. Mi verdadera pasión el fútbol. Tenemos un equipo muy bueno en la escuela. Echaremos partido antes de que volváis a España.

—Encantado —responde el capitán.

El microbús conducido por Armando ya los espera del otro lado de la verja.

En el camino de vuelta, los chicos cuentan al padre de Tomi todos los pormenores de la fiesta, desde la lluvia de harina hasta la comilona de Fidu.

—Nosotros también hemos bailado y celebrado el año nuevo —replica Armando—. Nos han dejado una sala entera en la última planta.

Al llegar al hotel, Sara pregunta:

—¿Champignon y los padres están todavía de parranda?

—¿A esta hora? ¡Cómo se te ocurre! —exclama Fidu—. A los viejos el sueño les llega pronto.

—Gracias por llamarme viejo, Fidu… —contesta Armando—. De todas formas, vamos a ver.

Suben todos en ascensor hasta el piso 14 y abren la puerta de la sala de congresos, que está completamente vacía.

—¿Qué os decía? —comenta Fidu con una sonrisita.

De repente se enciende la luz y a un metro de los Cebolletas aparece la máscara monstruosa de un león.

—¡Ah! —aúllan las gemelas, y salen corriendo de la sala.

Fidu se queda de piedra, blanco como Tomi cuando estaba cubierto de harina.

—Los viejos te han pegado un susto de aúpa… —comenta Armando.

Gaston Champignon se quita la cabeza de león, y todos los padres de los Cebolletas, alineados a su espalda para formar el cuerpo del animal, salen de debajo del disfraz, sonriendo divertidos por la broma.

La mañana siguiente empieza el que será el gran día de Violette.

La hermana de Gaston Champignon ha organizado una exposición en un pabellón del Distrito de Arte 789. Se trata de una de las zonas más interesantes y modernas de Pekín.

Como explica Chen al grupo de vacaciones organizadas Cebolletas:

—Pintores, escultores, arquitectos y otros artistas han transformado en una especie de museo las naves de viejas fábricas que ya no producían nada. Era una zona sucia y olvidada por todos, pero ahora está llena de cosa hermosas. Muchos chinos, sobre todo jóvenes, vienen aquí a ver exposiciones, escuchar una conferencia, comprar libros o tomar té, porque han abierto también bares y pequeños restaurantes.

—Buena idea —comenta Nico—. Podrían hacerlo también en Madrid. En la periferia de la ciudad hay un montón de naves abandonadas que ya no sirven para nada.

Chen consulta en un mapa del Distrito 789 dónde está el pabellón que alberga la exposición de Violette y guía a sus amigos por los callejones arbolados que enlazan los edificios de las viejas fábricas.

En uno de ellos la hermana de Gaston Champignon, con un delantal azul, pinta un dragón delante de la Ciudad Prohibida con su ya célebre técnica de la «pintura a la verdura». Sujeta la paleta con la mano izquierda y con la derecha empuña patatas, zanahorias, calabacines, cogollos de lechuga…

El hangar está a rebosar de periodistas, cámaras de televisión y estudiantes de Bellas Artes que, sentados en el suelo alrededor del lienzo, admiran embelesados el trabajo de la artista. Sara, Lara y Eva también se han instalado en primera fila.

Gaston Champignon observa la escena a cierta distancia, con la punta derecha del bigote entre los dedos, orgulloso de su hermanita, que no hace mucho trabajaba de camarera.

Augusto, sentado en una cómoda silla junto al cocinero, parece muy cansado.

En cuanto Violette deja su paleta en el suelo, en la nave retumban los aplausos. La pintora da las gracias, posa para los fotógrafos junto al cuadro y luego se dispone a responder a las preguntas de los estudiantes.

Por la tarde todos tienen ganas de descansar un poco, porque la noche anterior, debido a la fiesta, han dormido poco.

Alrededor de las cinco, Augusto conduce el microbús hacia los antiguos hutong de Pekín, deja a Nico y Chen delante de la casa del abuelo Ziao y lleva al resto del grupo a visitar la parte moderna de la ciudad, la de los rascacielos y las tiendas más elegantes.

El abuelo Ziao entra por delante de Nico en la sala de la chimenea y le invita a instalarse en uno de los sillones de piel que hay junto al hogar, delante de un tablero de ajedrez.

El número 10 se sienta y estudia con sumo interés las piezas: el rey es el emperador; la reina, la emperatriz, y los peones, los antiguos soldados chinos. En lugar de caballos hay cuatro dragones, y en lugar de las torres, cuatro pagodas.

—¿Te gustan? —le pregunta Chen—. Los ha construido mi abuelo, uno por uno, tallando la madera con un cuchillito.

—Son magníficos —responde Nico.

El abuelo Ziao se sienta en un sillón y dice algo.

—Tú juegas con las blancas y haces el primer movimiento —traduce Chen.

Nico ha visto que sobre el gorro de Ziao hay un grillo verde, pero hace como si nada. Avanza un soldado blanco dos casillas.

Al cabo de media hora de juego, la partida todavía está muy abierta. Con una sonrisa amable, Chen sirve té verde a los dos contrincantes. El abuelo Ziao mueve las piezas con la mano izquierda y se sujeta la barba blanca con la derecha. El grillo da un salto y se coloca junto al tablero, como un espectador al borde del campo.

Después de una hora de juego, Nico tiene la sensación de que el ejército del emperador está avanzando en masa. Le haría falta una pequeña cometa para pedir refuerzos, pero en ajedrez no se puede y no hay que rendirse.

Ziao sonríe, se vuelve a colocar el grillo sobre el gorro y se dirige a Chen, quien traduce sus palabras:

—El abuelo te felicita calurosamente. Dice que has jugado con inteligencia y que su grillo Pong solo salta junto al tablero en casos excepcionales, cuando las partidas son muy interesantes.

Nico sonríe y le da las gracias.

—El abuelo también quiere saber por qué ya no juegas al fútbol. A él le gusta muchísimo y mira muchos partidos por televisión.

—Porque tengo las piernas como los palillos que usáis para comer y el campo grande me resulta inmenso, como la plaza de Tiananmen —responde Nico—. Se me da mejor mover los dedos sobre el tablero.

—Quien se las apaña con el tablero puede apañárselas también en un campo tan grande como el cielo, porque todos los juegos hacen intervenir siempre la inteligencia, nunca la fuerza —rebate Ziao en su lengua, y luego le pide algo a Chen.

Nubes Armoniosas desaparece y vuelve con una especie de persiana de madera enrollada bajo el brazo. Son tiras de bambú atadas unas a otras, enrolladas y cubiertas de signos.

—Es un libro —explica.

—¿Un libro? —repite Nico, sorprendido.

—Sí, antes de la invención del papel, los libros se hacían así. Se leían los signos inscritos en cada lista de bambú, de arriba abajo. Este libro se llama El arte de la guerra, y lo escribió un chino llamado Sun Tzu hace muchos siglos.

—¿Y qué tiene que ver la guerra con el fútbol? —pregunta el número 10.

Chen traslada la pregunta a Ziao y luego traduce su respuesta:

—El juego es la invención más hermosa del hombre, porque enfrenta a las personas haciendo que se diviertan, sin hacerse daño. Pero, al igual que la guerra, el juego requiere estrategias, y el sabio Sun Tzu nos da muchísimos buenos consejos.

El abuelo pide el libro de bambú, lo desenrolla, busca una tablilla, la lee y hace un comentario.

—Escucha lo que dice Sun Tzu cuando habla de la fuerza —traduce Chen—. «Puedes marchar durante mil soles sin cansarte, si te desplazas donde no está el enemigo». El campo de fútbol solo es grande si se utiliza mal. Si tienes una buena estrategia, se vuelve tan pequeño como tus zapatos. Pero, antes de pensar en la fuerza del enemigo, tienes que pensar en la fuerza que llevas en tu interior, en la manera de sacarla toda fuera. A ti te parece que tienes las piernas delgadas como palillos, pero yo he visto durante la partida que has usado la fuerza de un león. Si logras jugar al fútbol con la misma fuerza, podrás mover incluso montañas. Ven conmigo…

El abuelo Ziao se levanta del sillón y se aleja. Chen lo sigue, y Nico se pone a la cola. Llegan a la habitación de las cometas.

Ziao toma una hoja de papel casi transparente, de medio metro de largo, y la mantiene tensa en el aire con las dos manos.

—Es un papel de arroz, muy fino. Ahora tienes que intentar escribir tu nombre encima sin perforarlo —explica Chen, mientras le tiende un rotulador azul.

Nico no consigue acabar ni la N, porque atraviesa la hoja con la punta.

—Es imposible… —trata de justificarse.

Nubes Armoniosas del Alba toma la hoja de manos de su abuelo y la extiende en el aire, mientras Ziao pide el rotulador y escribe a gran velocidad una larga serie de caracteres chinos. Sin hacer un solo agujero.

—¿Qué ha escrito? —pregunta Nico.

—«Solo es imposible lo que nos negamos a hacer o aprender» —responde Chen.

Mientras tanto, el abuelo Ziao se ha dirigido hasta una estantería y ha cogido una campanita dorada de un anaquel. Vuelve caminando lentamente hacia los dos chicos.

Nico estaba convencido de que la campana no tenía badajo, porque no había hecho el más mínimo ruido, pero en cuanto la coge se pone a tintinear.

—Intenta dar unos pasos agarrándola fuerte sin que suene —dice Chen.

Nico lo intenta, pero al segundo paso el badajo choca contra el borde de la campana. Está a punto de lamentarse («Es imposible»), pero esta vez se contiene.

Chen sonríe detrás de sus gafas rojas.

—El abuelo Ziao pregunta si puedes volver mañana. Quiere enseñarte algo.

—Mañana a las cinco —contesta Nico.